172908.fb2 El Lugar Maldito - читать онлайн бесплатно полную версию книги . Страница 17

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Capítulo 15

Un viento de Santa Ana murmurando entre los árboles cercanos despertó a Bobby. Silbó bajo los aleros y desató un coro de gemidos y crujidos en el tejado de tablillas de cedro y las paredes del desván.

Bobby parpadeó con los ojos cargados de sueño y guiñó a los números que aparecían en el techo del dormitorio: 12.07. Dado que algunas veces trabajaban a horas anómalas y dormían durante el día, habían hecho instalar unos postigos de seguridad Rolladen que dejaban la habitación tan tenebrosa como una mina de carbón, salvo por la proyección de las cifras verdosas del reloj, que flotaban en el techo cual mensaje enviado por un portentoso espíritu desde el más allá. Como se había acostado al alba y había caído dormido al instante, supo que los números del techo significaban poco más del mediodía, no de la medianoche. Tal vez hubiera dormido unas seis horas. Permaneció inmóvil durante un momento preguntándose si Julie estaría despierta.

– Lo estoy -dijo ella.

– Eres espectral. Sabías lo que estaba pensando.

– Eso no es ser espectral, es estar casada.

Bobby extendió los brazos hacia Julie y ella se refugió en ellos.

Durante un rato permanecieron abrazados, bastándoles ese contacto directo. Pero obedeciendo a un deseo mutuo y tácito, empezaron a hacer el amor.

Las cifras verdosas proyectadas por el reloj resultaban insuficientes para disipar la oscuridad absoluta, de modo que Bobby no podía ver nada de Julie mientras permanecían unidos. Sin embargo, la veía con sus manos. Al deleitarse con la suavidad y el calor de su piel, las curvas elegantes de sus pechos, al descubrir las angulosidades justamente allá donde cada angulosidad era deseable, la tensión muscular y el movimiento fluido de músculos y huesos, Bobby podría haber sido un ciego que empleara sus manos para describir una visión interna de la belleza ideal.

El viento sacudió el mundo exterior coincidiendo con el clímax que estremeció a Julie. Y cuando Bobby no pudo resistir más tiempo, cuando gritó y se vació en ella, el viento aullador gritó también y un pájaro que se había refugiado en un alero cercano fue arrastrado fuera de su cobijo entre batir de alas y chillidos de alarma.

Durante un rato, permanecieron ambos frente a frente en la oscuridad, sus alientos se mezclaron, se tocaron uno a otro casi de forma reverencial. No necesitaron hablar; las palabras hubieran restado solemnidad a aquel momento.

Los postigos de aluminio vibraron quietamente con el arisco viento.

Poco a poco, los vestigios de su pasión amorosa dieron paso a una extraña inquietud, cuya causa resultó incomprensible para Bobby. La oscuridad envolvente empezó a parecer opresiva, como si la inexistencia continuada de luz contribuyera de algún modo a condensar el aire, hasta hacerlo tan viscoso e irrespirable como un jarabe.

Aunque ambos acababan de hacer el amor se le ocurrió la idea demencial de que Julie no había estado a su lado, de que él se había apareado con un sueño o con la misma negrura petrificante, de que algún poder insondable se la había arrebatado alejándola para siempre de su alcance.

Ese temor infantil le hizo sentir estúpido y, no obstante, se incorporó sobre un codo y encendió uno de los apliques que había sobre la cama.

Cuando vio a Julie tendida a su lado, sonriente, con la cabeza descansando en una almohada, la intensidad de su inexplicable ansiedad decreció de forma abrupta. Dejó escapar el aliento, sorprendido de haberlo contenido durante tanto rato. Pero una tensión peculiar subsistió en su interior, la aparición de Julie, sana y salva, exceptuando la costra en la frente, fue insuficiente para tranquilizarle.

– ¿Algo va mal? -inquirió ella, tan perceptiva como siempre.

– No, nada -mintió él.

– ¿Quizás una pequeña jaqueca por todo ese ron del ponche?

Lo que le preocupaba no era una resaca sino la sensación misteriosa e insoslayable de que iba a perder a Julie, de que algo allí fuera, en un mundo hostil, se disponía a arrebatársela. Siendo el optimista de la familia, Bobby no era dado a presagiar destinos fatales; por consiguiente, aquel extraño estremecimiento augural le horrorizó más de lo que lo habría hecho si hubiese sido un sujeto propenso a tales trastornos.

– ¿Qué ocurre, Bobby? -preguntó ella, frunciendo el ceño.

– Dolor de cabeza -contestó él para tranquilizarla.

Luego, se inclinó y besó sus ojos, y lo hizo otra vez obligándola a cerrarlos para que no pudiera ver su cara ni descubrir la ansiedad que le era imposible disimular.

Poco después, cuando se hubieron duchado y vestido, tomaron un desayuno apresurado, de pie en el mostrador de la cocina: panecillos ingleses y mermelada de frambuesa, medio plátano cada uno y café cargado. Por mutuo acuerdo se abstuvieron de ir a la oficina. Un telefonazo a Clint Karaghiosis confirmó que las diligencias sobre el caso Decodyne estaban casi terminadas y que ningún otro asunto requería su atención personal y urgente.

Su Suzuki Samurai era un pequeño todo terreno con tracción en las cuatro ruedas. El había justificado aquella compra ante Julie, haciendo hincapié sobre su doble finalidad, utilitaria y recreativa, y su precio comparativamente razonable, pero de hecho lo quería porque le divertía mucho conducirlo. Julie no se había dejado engañar, y si lo había aprobado era porque también ella encontraba divertida su conducción. Esta vez, se mostró dispuesta a dejarle el volante aunque él insistió en cederle el puesto.

– Ya conduje bastante anoche -dijo mientras se colocaba el cinturón de seguridad.

Hojas muertas, ramas, jirones de papel y otros desperdicios menos identificables se arremolinaban y volaban por las calles barridas por el viento. Polvaredas diabólicas surgieron del este cuando el viento de Santa Ana, bautizado con el nombre de las montañas que lo originaban, sopló por los desfiladeros y las áridas colinas que los industriosos promotores de Orange County no habían logrado cubrir todavía con los millares de cabañas casi idénticas, de troncos y estuco, del sueño americano. Los árboles se arquearon bajo los impetuosos océanos de aire que se movían en poderosas y erráticas mareas hacia el océano auténtico, en el oeste. Entretanto, la niebla nocturna se había disipado y el día era tan claro que desde las colinas se podía ver la isla Catalina, a veintiséis millas de la costa del Pacífico.

Julie colocó un CD de Artie Shaw en el reproductor y la encantadora melodía, junto con los ritmos algo saltarines de Begin the Beguine, llenó el vehículo. Los armoniosos saxofones de Less Robinson, Hank Freeman, Tony Pastor y Ronnie Perry procuraron un extraño contrapunto a la disonancia caótica del viento de Santa Ana.

Desde Orange, Bobby se dirigió hacia el suroeste y las ciudades costeras: Newport, Corona del Mar, Laguna y Dana Point. Viajó todo lo posible por los escasos caminos asfaltados del condado urbanizado, que podían recibir todavía la denominación de carreteras secundarias. Pasaron incluso entre algunos de los naranjales con los que antaño se alfombrara el condado, sucumbidos, en su mayor parte, al avance inexorable de autovías y paseos.

A medida que los kilómetros transcurrían en el tacómetro, Julie se tornó cada vez más habladora y chispeante pero Bobby sabía que su talante bullicioso no era espontáneo. Cada vez que decidían hacer una visita a su hermano Thomas, ella se esforzaba lo suyo en cobrar ánimos. Aunque le quería mucho se desanimaba siempre que estaba con él, y por ello necesitaba fortalecerse por anticipado con un buen humor artificial.

– No hay ni una nube en el cielo -dijo, cuando desfilaron ante la planta envasadora de fruta del viejo Irwine Ranch. Es un hermoso día, ¿verdad, Bobby?

– Maravilloso -convino él.

– Este viento debe de haber empujado las nubes hasta Japón, apilándolas a varios kilómetros sobre Tokio.

– Sí. Ahora mismo la basura de California estará cayendo sobre el Ginza.

El viento arrancó los capullos rojos de la buganvilla y los arrastró por la carretera; por un momento, el Samurai pareció envuelto en una tormenta de nieve carmesí. El revuelo de los pétalos tuvo algo de oriental, quizá porque ellos acababan de mencionar Japón. A Bobby no le habría sorprendido ver a una mujer ataviada con kimono esperando en la cuneta, entre sol y sombra.

– Hasta los vendavales son hermosos aquí -dijo Julie-. ¿No crees que somos afortunados, Bobby? ¿No te parece que tenemos mucha suerte al vivir en un lugar tan especial?

El swing Frenesí de Shaw se dejó oír con su riqueza de cuerdas. Siempre que oía esta canción, Bobby imaginaba que estaba en una película de los años treinta o cuarenta, y que apenas doblase la esquina se encontraría con su viejo amigo Jimmy Stewart o quizá Bing Crosby, y que todos irían a almorzar con Cary Grant, y Jean Arthur y Katharine Hepburn y que luego sucederían cosas disparatadas.

– ¿En qué película te encuentras? -preguntó Julie. Ella le conocía de sobra.

– No lo he concretado todavía… Tal vez Historias de Filadelfia.

Cuando entraron en el aparcamiento de Cielo Vista, Care Home, Julie alcanzó su grado máximo de buen humor. Se apeó del Samurai, miró hacia el oeste y sonrió al horizonte que se delineaba con el feliz matrimonio del mar y el cielo, como si no hubiera visto nunca una vista comparable a aquella. En verdad, era un panorama asombroso, pues Cielo Vista se alzaba sobre un altozano a medio kilómetro del Pacífico, desde donde se dominaba un gran trecho de la costa Dorada en la California meridional. Bobby lo admiró también, con los hombros algo encogidos y la cabeza baja para hacer frente al viento fresco y enfurecido.

Cuando Julie quedó satisfecha, cogió de la mano a Bobby, le dio un fuerte apretón y ambos pasaron adentro.

Cielo Vista Care Home era un asilo privado, administrado sin subvenciones estatales, y su arquitectura procuraba evitar todo aire institucional estandarizado. Su fachada de estilo hispano y de dos plantas de estuco de color melocotón pálido estaba realzada mediante esquinales, marcos de puerta y alféizares de mármol; ventanas y puertas francesas pintadas de blanco aparecían enmarcadas por graciosos arcos con profundos umbrales. Los paseos laterales estaban protegidos por celosías vestidas con una mezcla de buganvillas moradas y amarillas, a las cuales el viento arrancaba un coro de murmullos apremiantes. Dentro, los suelos eran de mosaico gris salpicado de motas color melocotón y turquesa, y las paredes eran de color melocotón con zócalo blanco y remate de molduras que daban al lugar un aire acogedor y alegre.

Los dos se detuvieron unos instantes en el vestíbulo, delante de la puerta principal, mientras Julie sacaba del bolso un peine y se ordenaba el alborotado pelo. Después de detenerse en la recepción, en el agradable salón de visitas, se encaminaron hacia la habitación de Thomas, en el primer piso.

Allí había dos camas y la suya era la segunda, la más próxima a las ventanas, pero él no estaba allí y tampoco en su sillón. Cuando la pareja se detuvo en el umbral, le vieron sentado ante el escritorio que pertenecía a él y su compañero de dormitorio, Derek. Mientras se encorvaba sobre la mesa empuñando unas tijeras para recortar una fotografía de una revista, Thomas parecía extrañamente voluminoso y frágil a un tiempo, macizo y delicado; por sus facultades físicas era sólido pero mental y emocionalmente era endeble, y esa debilidad interna contrastaba con su imagen externa de fortaleza. Su cuello recio, sus hombros pesados y redondeados, sus brazos relativamente cortos y sus piernas fornidas conferían a Thomas la apariencia de un gnomo, pero cuando presintió una presencia extraña y volvió la cabeza para ver quién estaba allí su rostro no mostró la agudeza ni las facciones traviesas de una criatura de cuento de hadas; era un rostro que revelaba un destino genético cruel y una tragedia biológica.

– ¡Jules! -exclamó, dejando caer tijeras y revista, volcando casi la silla en sus prisas por levantarse.

Vestía unos pantalones deformados y una camisa de franela verde con dibujo escocés. Pareció diez años más joven de lo que era.

– ¡Jules, Jules!

Julie soltó la mano de Bobby y entró en la habitación dirigiéndose con los brazos abiertos hacia su hermano.

– Hola, cariño.

Thomas corrió a ella con su típico arrastrar de pies, como si llevara en los zapatos un lastre de hierro que le impidiera alzarlos. Thomas había nacido con el síndrome de Down, una diagnosis que incluso un profano podría haber leído en su cara: los pliegues epicánticos internos daban a sus ojos un aire oriental; el puente de la nariz era achatado; las orejas estaban demasiado bajas en una cabeza algo pequeña en proporción con el cuerpo; el resto de sus facciones tenía esos contornos blandos y pesados, asociados a menudo con el retraso mental. Aunque fuera una fisonomía conformada para expresar, mayormente, tristeza y soledad, ahora se rebeló contra sus líneas naturales de abatimiento para formar una sonrisa maravillada, un gesto cálido de puro deleite.

Julie surtía siempre ese efecto en Thomas.

“Qué diablos -pensó Bobby-, a mí me causa el mismo efecto”.

Inclinándose sólo un poco, Julie echó los brazos a su hermano y ambos estuvieron estrechamente enlazados durante un rato.

– ¿Cómo te va? -preguntó ella.

– Bien -respondió Thomas-. Me va bien. -Su pronunciación era oscura pero no había ninguna dificultad en entenderle, pues su lengua no estaba deformada como la de otras víctimas del mongolismo: era un poco más larga de lo usual pero sin fisuras ni protuberancias-. Me va bien de verdad.

– ¿Dónde está Derek?

– Recibiendo visitas. Abajo, en el vestíbulo. Pronto regresará. Me va bien de verdad. ¿Te va bien a ti?

– Me encuentro bien, cariño. Estupenda.

– También estoy estupendo. Te quiero, Jules -dijo, encantado, Thomas, pues con Julie él se libraba siempre de la timidez que presidía sus relaciones con el resto del mundo-. Te quiero mucho.

– También te quiero yo, Thomas.

– Temí que… tal vez no vinieras.

– ¿Acaso no vengo siempre?

– Siempre -asintió él. Por fin, soltó a su hermana y miró detrás de ella-. Hola, Bobby.

– Hola, Thomas. Tienes muy buen aspecto.

– ¿Lo tengo?

– Que me muera si miento.

Thomas se rió y dijo a Julie:

– Él es gracioso.

– ¿No me merezco también un fuerte abrazo? -Preguntó Bobby-. ¿O debo quedarme aquí plantado con los brazos abiertos hasta que alguien me confunda con una percha?

Algo dubitativo, Thomas se apartó de su hermana. El y Bobby se abrazaron. Después de tantos años, Thomas no se sentía todavía cómodo con Bobby, no porque hubiese habido mal entendimiento ni sentimientos antagónicos entre ellos sino porque a Thomas no le gustaban mucho los cambios y se adaptaba con lentitud a ellos. Incluso al cabo de siete años la boda de su hermana significaba un cambio, algo que resultaba todavía nuevo para él.

“Pero le gusto -pensó Bobby-, quizá tanto como él me gusta a mí”.

Simpatizar con las víctimas del síndrome de Down no resultaba difícil una vez se superaba la fase de compasión que al principio distanciaba de ellas, pues casi todas tenían una inocencia, una candidez encantadora y refrescante. Exceptuando los momentos en que les coartaba la timidez o la turbación por sus diferencias, solían ser sinceras, más veraces que otras personas e incapaces de esas mezquinas maquinaciones sociales que empañan tantas relaciones entre la gente normal. El verano anterior, durante la celebración del 4 de julio en Cielo Vista, la madre de uno de los pacientes había dicho a Bobby:

– Algunas veces, al mirarlos, creo que hay algo singular en ellos…, una gentileza, una afabilidad especial más cercana a Dios que cualquiera de nuestros atributos.

Ahora, al abrazar a Thomas, Bobby sintió la verdad de esa observación y miró absorto aquel rostro dulce, bobalicón.

– ¿Hemos interrumpido la escritura de un poema? -inquirió Julie.

Thomas soltó a Bobby y corrió al escritorio en donde Julie examinaba la revista de donde él estaba recortando una fotografía cuando ambos llegaron. Thomas abrió su álbum del momento (había otros catorce conteniendo sus creaciones y alineados en una estantería rinconera, junto a su cama) y señaló dos páginas de recortes pegados y ordenados en forma de cuartetos, como una poesía.

– Esto es de ayer. Lo terminé ayer -explicó-. Me costó mucho tiempo y fue difícil, pero ahora… está… en orden.

Hacía cuatro o cinco años que Thomas había decidido ser poeta como alguien a quien había visto y admirado en la televisión. El grado de retraso mental entre las víctimas del síndrome de Down variaba mucho, desde lo leve hasta lo muy grave; Thomas estaba más o menos hacia la mitad del espectro, pero no poseía la capacidad intelectual para aprender a escribir algo que no fuera su nombre. Eso no lo arredraba. Él había pedido papel, goma, un álbum y un montón de revistas viejas. Como él raras veces pedía algo y como Julie era capaz de mover montañas para darle cuanto pidiera, los artículos de su lista estuvieron pronto en su poder.

– Toda clase de revistas -había dicho él-, con fotografías diferentes y bonitas…, pero también feas…, de todas clases.

Cuando tuvo a su disposición Time, Newsweek, Life, Hot Rod, Omni, Seventeen y docenas de otras publicaciones, recortó fotografías enteras y partes de fotografías y las dispuso como si fueran palabras, en una serie de imágenes que componían una declaración de gran importancia para él. Algunos de sus poemas constaban sólo de cinco imágenes y otros requerían centenares de recortes ordenados en estrofas o, más a menudo, en líneas que semejaban el verso libre.

Julie cogió el álbum y marchó hacia el sillón de al lado de la ventana, en donde podría concentrarse para estudiar su composición más reciente. Thomas se quedó ante el escritorio, observándola ansioso.

Sus poemas gráficos no contaban historias ni tenían una narrativa reconocible pero no eran tampoco un montón de imágenes agrupadas al azar. La espiral de una iglesia, un ratón, una mujer hermosa con un traje de noche verde esmeralda, un campo de margaritas, una lata de pina Dole, una luna creciente, rubíes destellando sobre un paño de terciopelo negro, un pez con la boca abierta, un niño riendo, una monja orando, una mujer llorando sobre el cuerpo deshecho de su amante en alguna zona de guerra olvidada de Dios, un paquete de Lifesavers, un cachorro con orejas colgantes, unas monjas vestidas de negro con almidonadas tocas blancas…, él atesoraba todo eso y otras miles de fotografías en cajas de recortes, y allí seleccionaba los elementos de sus composiciones. Desde el principio, Bobby percibió un acierto misterioso en muchos de los poemas, una simetría demasiado fundamental para ser definida, yuxtaposiciones que eran ingenuas y profundas a un tiempo, ritmos tan reales como evasivos, una visión personal sencilla de ver pero demasiado esotérica para su comprensión en un grado significativo. Al correr de los años, Bobby había comprobado que los poemas mejoraban y eran cada vez más satisfactorios aunque él los comprendiera tan poco que le era imposible explicar cómo discernía esas mejoras; sabía sólo que estaban allí.

Julie levantó la vista de las dos páginas del álbum y dijo:

– Esto es magnífico, Thomas. Casi me dan ganas de correr a esa hierba, plantarme bajo el cielo y, quizás, incluso bailar o echar la cabeza hacia atrás y reír. Me hace sentir la alegría de estar viva.

– ¡Sí! -exclamó Thomas, arrastrando la palabra y aplaudiendo.

Ella pasó el libro a Bobby y éste se sentó en el borde de la cama para leerlo.

La cosa más intrigante de los poemas de Thomas era la respuesta emocional que suscitaban de forma invariable. Ninguno dejaba impávido al lector, como lo harían unas cuantas imágenes reunidas al azar. Cuando Bobby veía la obra de Thomas, unas veces reía con ganas, otras se conmovía tanto que necesitaba reprimir las lágrimas y otras sentía miedo o tristeza, compasión o asombro. Él no se explicaba por qué respondía así a aquellas composiciones; el efecto se resistía siempre a todo análisis. Las obras de Thomas funcionaban en algún plano muy primitivo, provocando la reacción de una región del pensamiento mucho más profunda que el subconsciente.

El último poema no fue una excepción. Bobby sintió lo que había sentido Julie: que la vida era buena; que el mundo era hermoso; júbilo ante el mero hecho de la existencia.

Levantó la vista del álbum y vio que Thomas estaba esperando su reacción con tanta ansiedad como la de Julie, quizá una muestra de que apreciaba la opinión de Bobby tanto como la de ella aunque él no mereciera todavía un abrazo tan largo y caluroso como el dado a Julie.

– ¡Vaya! -murmuró-. Escucha, Thomas, esto me produce tal sensación de cosquilleo… que se me encogen los dedos de los pies.

Thomas sonrió.

A veces, Bobby miraba a su cuñado y sentía que dos Thomas compartían aquel cerebro tristemente deformado. El Thomas número uno era el subnormal, dulce pero tonto. El Thomas número dos era tan avispado como cualquiera pero ocupaba sólo una parte pequeña del cerebro lesionado que compartía con el Thomas número uno, una cámara central desde la cual no tenía comunicación directa con el mundo exterior. Todos los pensamientos del Thomas número dos debían pasar por el filtro cerebral del Thomas número uno, así que terminaban asemejándose a los pensamientos de este último; por consiguiente, el mundo no podía saber que el número dos estaba allí pensando, sintiendo y totalmente vivo… a no ser por la prueba de los poemas gráficos, cuya esencia sobrevivía incluso después de haber pasado por el filtro del Thomas número uno.

– Tienes mucho talento -dijo Bobby. Y expresó lo que sentía; casi le envidió.

Thomas enrojeció y bajó la vista. Luego, se levantó y caminó hacia el murmurante frigorífico que había junto a la puerta del baño. Las comidas se servían en el comedor colectivo, donde se repartían golosinas y bebidas si se pedían, pero los pacientes con capacidad mental suficiente para mantener limpia y aseada la habitación estaban autorizados a tener frigorífico propio para guardar sus golosinas y bebidas predilectas, con el fin de estimular el mayor sentido de independencia posible. Thomas sacó tres latas de Coca-Cola. Dio una a Bobby y otra a Julie. Con la tercera volvió a la silla ante el escritorio, se sentó y preguntó:

– ¿Seguís cogiendo tipos malos?

– Sí, tenemos llenas las cárceles -respondió Bobby.

– Contadme.

Julie se inclinó hacia delante en el sillón y Thomas se le acercó con su silla de respaldo recto, hasta que sus rodillas se tocaron; ella le refirió a grandes rasgos los acontecimientos acaecidos en la Decodyne la noche anterior. Hizo a Bobby más heroico de lo que había sido y minimizó un poco su papel, no sólo por modestia sino también para no asustar a Thomas con una descripción demasiado verídica del peligro que había corrido. Thomas era una persona recia, a su modo; si no lo hubiese sido se habría acurrucado en su cama, de cara a la pared, y no se hubiera levantado jamás. Pero no era lo bastante fuerte para soportar la pérdida de Julie. Imaginar que ella fuera vulnerable le hubiese destrozado. Así, pues, ella pintaba la conducción disparatada y los tiroteos como algo cómico, emocionante pero no peligroso de verdad. Su versión corregida de los hechos entretuvo a Bobby casi tanto como a Thomas.

Al cabo de un rato, Thomas se sintió abrumado, como de costumbre, por lo que estaba refiriéndole Julie, y el relato se hizo más desconcertante que entretenido.

– ¡Estoy lleno! -exclamó.

Lo cual significaba que estaba intentando digerir todo cuanto se le había contado y no le quedaba espacio para recibir más. Le fascinaba el mundo de fuera de Cielo Vista y anhelaba a menudo formar parte de él, pero al mismo tiempo lo encontraba demasiado bullicioso y pintoresco para poder asimilarlo en más que en pequeñas dosis.

Thomas y Julie se arrellanaron en sus asientos, dejando a un lado las Cocas, rodilla contra rodilla, se inclinaron hacia delante y se cogieron las manos, a ratos mirándose de hito en hito, a ratos no, les bastaba con estar juntos, cerca uno de otro. Julie lo necesitaba tanto como Thomas.

Bobby cogió uno de los álbumes antiguos de la estantería y se sentó en la cama para leer los poemas gráficos.

La madre de Julie había muerto en accidente cuando Julie tenía doce años. Su padre había muerto ocho años después, dos antes de que Bobby y Julie se casaran. Ella tenía sólo veinte años a la sazón, trabajaba como camarera para pagarse los estudios y la mitad del alquiler de un pequeño apartamento que compartía con otra estudiante. Sus padres no habían sido ricos jamás, y aunque mantuvieron a Thomas en casa, los gastos requeridos para cuidarle habían agotado sus pequeños ahorros. Cuando su padre murió, Julie fue incapaz de mantener un apartamento para ella y Thomas, por no hablar del tiempo necesario para ayudarle a sobrevivir en un ambiente civilizado, y por tanto se había visto obligada a ingresarle en una institución estatal para niños con deficiencias mentales. Aunque Thomas no se lo hubiera reprochado jamás, ella veía aquel compromiso como una traición.

Julie había intentado graduarse en criminología, pero había dejado la escuela en el tercer curso para solicitar el ingreso en la Academia de sheriffs. Cuando Bobby la conoció y se casaron, ella trabajaba ya desde hacía catorce meses como comisario; había estado viviendo de cacahuetes, su estilo de vida no era mucho mejor que el de una asistenta, ahorrando casi todo su salario con la esperanza de hacer unos ahorrillos y comprar algún día una pequeña casa para llevarse a Thomas con ella. Poco después de su boda, cuando Dakota Investigations se convertía en Dakota amp; Dakota, ambos decidieron que Thomas viviera con ellos. Pero sus horas de trabajo eran irregulares, y aunque algunas víctimas del síndrome de Down fueran capaces de vivir por su cuenta hasta cierto punto, Thomas necesitaba a alguien cerca en todo momento. El coste de tres turnos diarios de acompañantes expertos era superior al de una institución privada de altos vuelos como Cielo Vista; pero ellos lo habrían soportado si hubiesen podido encontrar ayudantes fiables. Cuando les resultó imposible administrar su negocio, tener la intimidad necesaria y cuidar además a Thomas, lo llevaron a Cielo Vista. Era una institución benéfica tan confortable como la primera, pero Julie también lo vio como una segunda traición a su hermano. El hecho de que él fuera feliz en Cielo Vista e incluso medrara allí no alivió el peso de la culpabilidad.

Una parte del Gran Sueño, una parte importante, era tener tiempo y recursos económicos para hacer volver a Thomas a casa.

Bobby levantó la vista del álbum justo cuando Julie decía:

– Escucha, Thomas, creo que te gustaría salir un rato con nosotros.

Thomas y Julie siguieron cogidos de la mano, y Bobby vio que el apretón de su cuñado se acentuaba ante la perspectiva de una excursión.

– Podríamos dar un largo paseo -prosiguió Julie-. Hasta el mar. Caminar por la playa. Comprar unos helados. ¿Qué me dices?

Thomas miró, nervioso, hacia la ventana más próxima, que enmarcaba una porción de cielo azul y transparente., en donde las gaviotas solían evolucionar.

– Ahí fuera se está mal.

– Sólo un poco ventoso, cariño.

– No me refiero al viento.

– Nos divertiremos.

– Ahí fuera se está mal -repitió él. Y se mordisqueó el labio inferior.

Algunas veces él ansiaba aventurarse en el mundo, pero otras veces se acojinaba ante semejante posibilidad, como si el aire, más allá de Cielo Vista, fuera el más activo de los venenos. Thomas no se dejaba engatusar nunca para abandonar su agorafobia, y Julie lo conocía lo suficiente para no insistir sobre el tema.

– Quizá la próxima vez -dijo.

– Quizá -repitió Thomas, mirando el suelo-. Pero hoy se está verdaderamente mal. Yo… parezco presentir… la maldad…, noto frío por toda la piel.

Durante un rato, Bobby y Julie intentaron proponer varios temas de conversación, pero Thomas se quedó sin palabras. No dijo nada, desdeñó el contacto visual y no dio la menor señal de escucharles siquiera.

Continuaron sentados en silencio y al cabo de unos minutos Thomas dijo:

– No os marchéis todavía…

– No nos vamos -le aseguró Bobby.

– El hecho de que yo no pueda hablar no significa que quiera veros marchar.

– Lo sabemos, pequeño -dijo Julie.

– Os… os necesito.

– También te necesitamos -dijo Julie. Acto seguido, cogió una mano de su hermano y le besó sus gruesos nudillos.