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Clint temía la temporada lluviosa en la California meridional. La mayor parte del año era seca, y en la sequía pertinaz de la pasada década los inviernos se habían caracterizado por pocas tormentas. Cuando la lluvia cayó por fin, los nativos parecieron haber olvidado cómo conducirse bajo ella. Mientras las alcantarillas se desbordaban, el tráfico embotelló las calles. Las carreteras fueron aún peor; semejaban estaciones para lavar coches, infinitamente largas, cuyas cintas transportadoras se hubiesen roto.
Mientras la luz grisácea se extinguía con lentitud en aquella tarde de lunes, Clint se dirigió primero hacia los Laboratorios Palomar, en Costa Mesa. Estos eran un enorme edificio de cemento y una sola planta, a una manzana de la avenida Bristol, por el oeste. Su sección médica analizaba muestras de sangre, frotis Pap y hacía biopsias, entre otras cosas, pero realizaba también análisis de toda especie con muestras industriales y geológicas.
Clint dejó el Chevy en el aparcamiento adyacente. Avanzó a saltos entre los profundos charcos llevando una bolsa de plástico del supermercado Von's, e inclinando la cabeza contra la fustigante lluvia entró, goteando por todas partes, en la pequeña antesala de la recepción.
Tras la ventanilla de la recepción, había una atractiva rubia encaramada a un taburete. Vestía uniforme blanco y cárdigan púrpura.
– Debería usted llevar paraguas.
Clint asintió, puso la bolsa del supermercado sobre el mostrador y empezó a desatar los nudos de las cintas para abrirla.
– O por lo menos un impermeable -insistió ella.
Él rebuscó en el bolsillo interior de la chaqueta y, sacando una tarjeta de Dakota amp; Dakota, se la entregó.
– ¿Es esto lo que quiere usted que se examine? -preguntó ella.
– Sí.
– ¿Ha recurrido usted con anterioridad a nuestro servicio?
– Sí.
– ¿Tiene usted cuenta aquí?
– Sí.
– No le he visto antes por aquí.
– No.
– Me llamo Lisa, y estoy aquí solamente desde hace una semana. No he recibido jamás a un detective privado, al menos desde que empecé.
Clint sacó del gran saco blanco tres bolsas pequeñas ziploc y las alineó una junto a otra sobre el mostrador.
– ¿Tiene usted un nombre? -preguntó ella, sonriente, ladeando la cabeza.
– Clint.
– Con semejante tiempo, va usted por ahí sin paraguas ni impermeable, Clint, y si no tiene cuidado morirá a pesar de su aspecto fortachón.
– Primero, la camisa -dijo Clint, empujando hacia delante una de las bolsas-. Queremos que analicen las manchas de sangre. Y no sólo el grupo sanguíneo. Queremos toda la retahíla. Asimismo, un repaso genético completo. Tomen muestras de cuatro partes diferentes de la camisa porque podría haber sangre de más de una persona. Si fuera así, un repaso de todas.
Lisa frunció el ceño a Clint, luego puso la camisa en la bolsa. A continuación, empezó a rellenar una solicitud de análisis.
– El mismo programa con esto otro -dijo él, empujando hacia delante la segunda bolsa. Ésta contenía una hoja doblada del papel de escribir de Dakota amp; Dakota, moteada con varias manchas de sangre.
En la oficina, Julie había esterilizado un alfiler con la llama de una cerilla, se lo había clavado a Pollard en el pulgar y lo había apretado para hacer caer unas gotas escarlatas sobre el papel.
– Queremos saber si hay sangre igual a la de este papel en la camisa.
La tercera bolsa contenía la arena negra.
– ¿Se trata de una sustancia biológica? -preguntó Lisa.
– Lo ignoro. Parece arena.
– Porque si es una sustancia biológica deberá ir a nuestra sección médica, pero si no lo es tendrá que pasar a nuestro laboratorio industrial.
– Envíe un poco a ambos. Y póngalo urgente.
– Eso costará más.
– Lo que sea.
Mientras rellenaba el tercer impreso, ella dijo:
– En Hawai hay unas cuantas playas con arena negra. ¿Conoce usted aquello?
– No.
– Kaimu. Así se llama una de las playas negras. Viene de un volcán o algo parecido. La arena, quiero decir. ¿Le gustan las playas?
– Sí.
Ella levantó la vista dejando la pluma suspendida sobre el impreso, y le dedicó una amplia sonrisa. Sus labios eran gruesos y sus dientes muy blancos.
– Me encanta la playa. Nada me gusta tanto como ponerme un bikini y empaparme de sol, literalmente cocerme al sol, y no me importa lo que digan sobre lo perjudicial que puede ser un bronceado. De todas formas, la vida es muy corta, ¿sabe? Y no viene mal tener aspecto sano mientras vivas. Además, ponerme al sol me hace sentir…, ¡oh, no pereza exactamente!, porque no quiero decir que me mine la energía, sino justo lo contrario, hace sentirme llena de energía, pero una energía perezosa, algo parecido a la forma de caminar de una leona…, ¿comprende?, con aspecto vigoroso pero pausada. El sol me hace sentir como una leona.
Clint no dijo nada.
– El sol es erótico -continuó ella-. Supongo que eso es lo que estoy intentando decir. Si te tiendes al sol el tiempo suficiente en una bonita playa todas tus inhibiciones se esfumarán por decirlo de alguna manera.
El se limitó a mirarla con fijeza.
Cuando hubo terminado de llenar las solicitudes de análisis, le dio las copias y unió cada solicitud a la muestra correspondiente. Luego, dijo:
– Escuche, Clint, vivimos en un mundo moderno, ¿no?
Él no sabía a qué atenerse.
Lisa prosiguió:
– Hoy día todos estamos liberados, ¿me equivoco? Por tanto, si una chica encuentra atractivo a un tipo no necesitará esperar a que sea él quien dé el primer paso.
«¡Ah!», pensó Clint.
Echándose hacia atrás en su taburete, tal vez para mostrarle cómo sus pechos llenaban la blusa blanca del uniforme, Lisa sonrió y dijo:
– ¿Le interesaría una cena o una película conmigo?
– No.
Su sonrisa se heló.
– Lo siento -dijo él.
Dobló las copias de las solicitudes y se las guardó en el mismo bolsillo de donde antes había sacado la tarjeta de visita.
Lisa le fulminó con la mirada y él comprendió que la había ofendido.
Como no encontraba palabras para disculparse, sólo se le ocurrió decir:
– Soy marica.
Ella parpadeó y sacudió la cabeza como si se recuperara de un golpe demoledor. Una sonrisa iluminó la hosquedad de su rostro como el sol que atraviesa las nubes.
– Supongo que hace falta serlo para resistirse a mis encantos.
– Lo siento.
– ¡Bah!, no es culpa tuya. Cada cual es como es, ¿no?
Clint salió otra vez a la lluvia. Estaba refrescando mucho. El cielo semejaba las ruinas de un edificio calcinado al que hubiesen llegado demasiado tarde los bomberos: cenizas húmedas, escoria empapada de agua.