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Capítulo 7

Frank Pollard siguió aferrado al portón y recorrió con el camión nueve o diez manzanas sin atraer la atención del conductor. Por el camino vio letreros dándole la bienvenida a la ciudad de Anaheim y, por tanto, supuso que se hallaba en la California meridional, pero continuó sin saber si era allí donde vivía o si procedía de otra ciudad. A juzgar por el frescor del aire debía de ser invierno…, no verdaderamente frío, sino con la frialdad relativa que se suele dar en esos climas. Le intranquilizó comprobar que no sabía en qué día vivía, ni siquiera en qué mes. Entre temblores, se dejó caer del camión aprovechando una aminoración de la marcha y siguió por una calle que atravesaba una zona de almacenes. Sobre el cielo sembrado de estrellas se perfilaron enormes edificios de uralita, unos recién pintados, otros llenos de herrumbre, unos apenas iluminados por lámparas de seguridad, otros, no.

Frank se alejó de los almacenes llevando a cuestas la bolsa de cuero. Las calles de aquella zona estaban formadas por bungalows sórdidos. En muchos lugares los arbustos y árboles crecían de forma desordenada: palmeras sin podar, con unas faldas repletas de hojas muertas; hibiscos tupidos, con capullos pálidos a medio abrir luciendo apenas en la penumbra; buganvillas colgando sobre tejados y vallas, mezcladas con miles de plantas trepadoras, indómitas y avasalladoras. Sus zapatos de suela de goma no hacían ruido sobre la acera, y su sombra se alargaba por delante de él y se encogía por detrás alternativamente a medida que se aproximaba y pasaba una farola tras otra.

Numerosos coches, principalmente modelos antiguos, algunos herrumbrosos y maltrechos, estaban aparcados junto al bordillo y los caminos de entrada. Algunos tenían puestas las llaves, de modo que podría haber elegido uno cualquiera para largarse. Sin embargo, Frank observó que las paredes de separación entre una propiedad y otra, así como las de una casa decrépita y abandonada, estaban cubiertas con pintadas fosforescentes y fantasmales de bandas latinas, y no quiso complicarse la vida con un cacharro de cuatro ruedas que pudiera pertenecer a uno de sus miembros. Si aquellos tipos le sorprendieran intentando robarles uno de sus coches no se molestarían en correr a una cabina para llamar a la Policía, sino que le volarían la cabeza de un balazo o le plantarían una navaja en el cuello. Y como Frank había sufrido ya suficientes percances, aunque su cabeza y su garganta se mantenían intactas, decidió seguir caminando.

Doce manzanas más allá, en un barrio de casas mejor conservadas y coches más presentables, Frank empezó a buscar algo con cuatro ruedas que fuera presa fácil. El décimo vehículo que inspeccionó fue un Chevy verde de buen aspecto, aparcado junto a una farola con las puertas abiertas y las llaves escondidas bajo el asiento del conductor.

Deseando poner la mayor distancia posible entre él y el desierto edificio de apartamentos en donde encontró por última vez a su desconocido perseguidor, Frank hizo arrancar el motor del Chevy y condujo desde Anaheim hasta Santa Ana y luego en dirección sur por la avenida Bristol hacia Costa Mesa. Le sorprendió lo familiarizado que estaba con aquellas calles. Parecía conocer bien la zona. Reconoció edificios y centros comerciales, parques y barrios por los que pasaba aunque su contemplación no sirvió para reavivar su anquilosada memoria. Seguía sin recordar de quién huía y por qué había despertado dentro de un callejón en plena noche.

Calculó que incluso a aquella hora neutra (el reloj del coche marcaba las 2.48) las probabilidades de encontrarse con un agente de tráfico serían mayores en la autovía, así que se mantuvo en las calles periféricas de Costa Mesa y los términos oriental y meridional de Newport Beach. En Corona del Mar optó por la autovía Costa del Pacífico y la siguió hasta Laguna Beach encontrando una niebla tenue que fue espesándose a medida que proseguía hacia el sur.

Laguna, una pintoresca localidad turística y colonia de artistas, se extendía entre una serie de fragosas colinas y paredes de desfiladeros hasta el mar, y ahora estaba envuelta en una espesa niebla. Frank se cruzó sólo con dos o tres coches, y la bruma procedente del Pacífico, ganando cada vez más densidad, le obligó a reducir la velocidad hasta treinta kilómetros por hora.

Bostezando y con escozor de ojos, tomó una calle lateral de la autovía y aparcó junto al bordillo ante una casa típica de Cape Cod, un edificio oscuro de dos plantas y tejado de dos aguas que parecía fuera de lugar en aquella vertiente occidental. Quería alquilar una habitación de motel, pero antes de alojarse en un sitio u otro necesitaba saber si tenía dinero o tarjetas de crédito. Por primera vez en aquella noche, tuvo oportunidad de buscar también algún documento de identidad. Se registró los bolsillos del pantalón sin resultado alguno.

Entonces, encendió la luz del techo, se puso la bolsa de cuero sobre las rodillas y la abrió: estaba atestada de fajos muy prietos de billetes de veinte y cien dólares.