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Aquella noche, mientras volvía a casa por calles bien iluminadas, los transeúntes que pasaban cerca de mí debieron de tomarme por alguien que ha perdido el seso y el norte de una sola vez, yendo como iba presa de la excitación en que me habían sumido los acontecimientos de la velada, sin sombrero y luciendo una herida todavía fresca en la frente. Cuándo y dónde me hice aquella magulladura es algo que nunca he podido saber con certeza. Seguramente sucedió en el pabellón, cuando por espacio de unos segundos perdí el conocimiento; fue un ligero acceso de debilidad y pasó enseguida, pero supongo que de un modo u otro mi frente chocó contra algún objeto duro, el respaldo de una silla o el canto del escritorio. Recuerdo con bastante exactitud que inmediatamente después de recobrar el sentido noté un dolor intenso y penetrante sobre el ojo derecho, al que hice caso omiso y que por lo demás no tardó en desaparecer. Al salir de la villa de los Bischoff no tenía conciencia de haberme herido en el rostro, de modo que las miradas sorprendidas que me lanzaba la gente me hicieron concebir Dios sabe qué extrañas fantasías.

Me imaginaba que toda la ciudad estaba ya informada de lo que había sucedido en casa de Eugen Bischoff, y que todos sus habitantes tomaban partido en lo ocurrido y me atribuían a mí el crimen.

– ¡Pero es posible que aún no te hayan detenido! -parecían decir los ojos sorprendidos de un joven estudiante que en aquel momento salía de un café. Me asusté y aceleré el paso. Enseguida vi a dos muchachos que estaban ante un portal, esperando que les abrieran. Parecían hermanos, y uno de ellos, el que llevaba una rama de serbal en la mano, no hay duda de que me reconoció. «Ahí lo tienes», oí que le decía al otro, y al instante apartaron de mí la vista con una expresión de desprecio e indignación. El que había hablado tenía la tez muy clara, y bajo el ala ancha de su sombrero de verano pude ver el brillo intenso de sus cabellos rojos.

Entonces apareció aquel anciano que movía incesantemente las manos. Sin duda tampoco podía contener su indignación, y al pasar yo por su lado se detuvo, mirándome con gravedad; incluso hizo el gesto de ir a hablarme. «¿Pero cómo pudo usted llevar a aquel pobre hombre a la muerte? ¡¿Cómo?!», parecía decirme.

¡Al diablo!, me dije. ¡Basta! Ya no podía soportarlo por más tiempo. Y supongo que el hombre leyó en mi semblante que estaba decidido a saltarle el cuello a la primera palabra que dijera. Entonces se asustó y se alejó a paso ligero.

Luego apareció un ciclista que venía hacia mí rodando en silencio. Era un tipo gigantesco y musculoso en extremo; tenía una expresión brutal en el rostro y con su camiseta de redecilla parecía un ayudante de panadero. Cuando estuvo a mi altura, saltó de su bicicleta y se me quedó mirando.

¡Ese viene a por ti! ¡Seguro que te ha estado siguiendo! Fue como si me estallara un disparo en la cabeza, y comencé a correr, corrí hasta perder el aliento, y no me detuve hasta que hube llegado a un callejón oscuro, bastante apartado del camino habitual por el que solía volver a casa. Allí, jadeando como un desesperado, recobré el sentido común.

¿Pero qué es lo que me ocurre?, me pregunté asustado y al mismo tiempo avergonzándome por mi actitud poco honrosa. ¿De qué huía, si se puede saber? ¿Encuentras razonable creer que la ciudad entera se ha movilizado sólo porque alguien se ha disparado un tiro? ¡Vaya una estupidez la mía de creer que todas las miradas de esos extraños que la suerte ha querido que se cruzaran en mi camino me hacían la misma acusación que Félix! Ha sido una alucinación, un producto de mi fantasía sobreexcitada lo que me ha asustado. No son más que desconocidos, personas extrañas que nunca antes había visto.

¡Basta pues! ¡Ahora a casa!, me dije enfurecido y cansado. Son los nervios, debo tomar un poco de bromuro. Sí, la verdad es que han sido demasiadas experiencias para un solo día.

¿De qué he de tener miedo? No tengo culpa de nada de lo que ha sucedido. No pude evitarlo, nadie podía evitarlo. No debo avergonzarme ante ninguna mirada. Debo seguir tranquilo mi camino y mirar a la gente a los ojos, como si nada hubiera ocurrido.

Y sin embargo, algo había dentro de mí que me obligaba a dar un rodeo cada vez que me encontraba a alguien viniendo de frente. Evitaba los círculos luminosos de las farolas de gas, buscaba las sombras, y cada vez que oía acercarse unos pasos detrás de mí tenía un sobresalto. Un taxi pasó circulando lentamente por una esquina poco iluminada. Lo llamé, y un chófer medio dormido me llevó a casa.

Al abrir la puerta ya había tomado una decisión: me iría de viaje.

Estos nervios acabarán conmigo, me dije entrando en el dormitorio. Repetí cinco, hasta seis veces estas mismas palabras, y me asusté al comprobar que estaba hablando solo. ¡Nada, debo cambiar de aires! Pero no hacia el sur, no. No hacia Niza o Rapallo o al Lido de Venecia, sino a Bohemia, a Chrudim, donde en aquella época aún poseía una finca heredada de un primo hermano por lado de madre que había muerto prematuramente. Desde los días de mi infancia sólo había estado allí en una ocasión, una semana que pasé cazando corzos en el bosque y que ahora recordaba como unos días de absoluta felicidad. De ello hacía ya cinco años.

Deseaba volver a aquel lugar en el que había encontrado la paz y la soledad que ahora necesitaba más que nunca. No pensaba que mi partida de la ciudad pudiera ser interpretada como una huida, como un reconocimiento tácito de culpa, como un intento desesperado de sustraerme a la trama de pruebas irrefutables que me condenaban. Quería irme, eso era todo, y comenzaba ya a disfrutar de mi viaje mientras pensaba cómo pasaría las próximas semanas: largos paseos por el monte, por los interminables valles de abetos que configuran el paisaje de la región, en compañía de algún hirsuto perro pastor; el reencuentro con un pantano en el que de jovencito solía cazar escarabajos de agua, salamandras y sanguijuelas, figurándome que eran terribles monstruos marinos; apacibles tardes de domingo en el salón de la posada del pueblo, sentado entre campesinos taciturnos y guardabosques que jugaban a cartas; y por la noche, antes de acostarme, pasar un rato todavía en el sillón, delante de un buen fuego, con libros, vino tinto y una pipa entre los dientes.

Así me imaginaba yo la vida en las próximas semanas, y apenas hube concebido el plan que ya me sentía ansioso por realizarlo. Ardía de impaciencia, y hubiera dado todo lo que tenía por encontrarme en el tren. Comencé a ir de un lado para otro. De pronto, todos aquellos objetos que mis ojos se habían acostumbrado a ver cada día me resultaron odiosos e insoportables: el escritorio, la cortina de la ventana bordada con vivos colores, el arambel de seda verde que colgaba de la pared…

La fiebre de la impaciencia se había apoderado de mí, y me sentía completamente incapaz de resignarme a esperar a que fuera mañana sin hacer nada. De modo que, para que mi determinación fuera todavía más firme y yo me sintiera así más cerca de la realización de mis planes, cogí mis dos baúles de viaje del rincón donde los tenía guardados y empecé a hacer el equipaje, como si de pronto no hubiera más tiempo que perder. A pesar de las prisas y de mi excitación, procuré ser lo más metódico posible y pensé en todo, de manera que Vinzenz, mi criado, no lo hubiera hecho mejor. Incluso me acordé de coger mi brújula y el diccionario alemán-checo que ya me había acompañado en el viaje anterior. Cuando estuve listo -en la habitación reinaba el desorden más absoluto, con montañas de libros, trajes, polainas de cuero y ropa blanca que no podía llevarme- y hube cerrado los dos baúles, reflexioné e intenté hacer una lista con los asuntos más urgentes que había que resolver antes de partir. Debía ir al banco a sacar dinero, esto sería lo primero. Después llamaría a mi abogado para que viniera a casa, pues tenía que tratar unos asuntos con él. Seguramente me preguntaría si me volvía a ir de vacaciones. ¡Pero vamos, si todavía me quedan muchos días! Debía anunciar que el miércoles no asistiría a una cena de amigos en el restaurante de la ópera. También debía encargarle por teléfono al administrador de mi finca que me fuera a recoger en coche a la estación. Había además algunas facturas y una deuda de juego por satisfacer, y tenía la intención de dejar todos mis asuntos en orden antes de irme. Todavía quedaban un par de encargos y luego avisar de mi no participación en el memorial Conde Wenckheim que organizaba mi club de esgrima y en el que me había inscrito; unas líneas al secretario del club seguramente bastarían.

Esto era todo lo que se me ocurría por el momento. Lo anoté en una hoja para el día siguiente y dejé la lista sobre mi escritorio, bajo un pisapapeles. Me sentí algo más tranquilo. Todo lo que a aquellas horas se podía hacer para preparar mi viaje ya estaba hecho. Eran las dos y cinco de la madrugada y ya era hora de ir a la cama.

No obstante, todavía me sentía demasiado excitado para poder conciliar el sueño. Durante un rato permanecí con los ojos cerrados, pero no aparecía ni el menor signo de agotamiento. Por mi cerebro cruzaban con una claridad torturadora cientos de imágenes angustiosas, como rayos que herían la imposible noche de mi sueño. Entonces me acordé del somnífero que tenía siempre preparado en la mesita. En la cajita ya sólo quedaban dos pequeñas pildoras de bromo, de modo que me tomé las dos.

¡Debo comprar bromo, o gotas de morfina, o veronal, cualquier narcótico, no importa! ¡No debo olvidarlo, sobre todo! Lo necesitaré durante los próximos días, me dije, y al instante salté de la cama y comencé a buscar la receta del médico al borde literalmente de un ataque de nervios, primero en la cartera, luego en los cajones del escritorio, en los rincones más ocultos del armario y de la cómoda, y finalmente en los bolsillos de mi americana. Pero no apareció por ninguna parte.

No importa, me dije haciendo un esfuerzo para tranquilizarme. No necesito la receta. En la farmacia de San Miguel ya me conocen, y el encargado me saluda siempre que paso por delante. Seguro que un poco de bromo me lo dan sin receta médica. ¡Bromo! No debo olvidarlo, o de lo contrario mañana no podré dormir durante el viaje.

Cogí el papel donde había hecho la lista de las cosas que tenía que hacer al día siguiente, y en el instante mismo en que escribía la palabra «bromo» me acordé, sin que aparentemente hubiera ninguna razón para ello, de la voz del teléfono, de la voz de aquella muchacha que no quería esperar más para el Juicio Final. ¡Qué extraño era todo! Y al instante recordé las palabras del ingeniero: «¡Haga memoria! Por el amor de Dios, ¡haga memoria! ¡Ha de poder acordarse!». Sí, tenía que poder acordarme, ahora tendría tiempo y tranquilidad para pensar en ello. No podía dormirme todavía, tenía que esforzarme en recordar de dónde conocía yo aquella voz. Ahora veía claramente que aquella desconocida era la clave del misterio, que sólo ella podría decirnos por qué Eugen Bischoff se había quitado la vida. Ella lo sabía, y yo tenía que encontrarla, hablar con ella…

Estaba echado sobre la cama y apreté mis puños contra las sienes, sondeando en el fondo de mis recuerdos. Intenté evocar el timbre de su voz en mi memoria, pero no había nada que hacer. La fatiga se fue apoderando de mí. El somnífero había surtido su efecto.

Sentí cómo una sensación de calma profunda llenaba de paz todo mi ser, y los acontecimientos del día se me antojaban entonces como algo irreal y extrañamente absurdo, triviales e insignificantes como un juego de sombras chinas en la pared. Todavía estaba despierto, pero ya podía sentir cómo el dulce abrazo del sueño se iba cerrando más y más. Palabras aisladas y sin sentido cruzaban fugaces por mi mente, como si fueran emisarios que anunciaban los sueños que habían de venir. «Todavía llueve», oí que decía una de las voces, a la que se unieron todas las demás. Entonces tuve un sobresalto, pero comprobé que en la habitación no había nadie más que yo. Oí el zumbido de una mosca. Abajo, en la calle, pasó un hombre que golpeó una, dos, tres veces con su bastón en el suelo. Lo oía con toda claridad, pero al instante me llegó desde la lejanía el ruido que hace un pájaro carpintero al golpear la madera de los árboles. Los bosques de abetos murmuraban, en mi rostro sentí un hálito de viento húmedo. Oí el grito de un pájaro lejano. Quise abrir los ojos, y entonces acabó aquel día.