172911.fb2
– Se cree que somos periodistas -me cuchicheó el doctor Gorski al oído-. Solgrub cree que es mejor que no le digamos la verdadera razón de nuestra visita. Es una suerte que hoy vaya usted vestido de civil; la verdad es que un capitán de Dragones con el distintivo de tesorero no resultaría muy creíble como reportero de la sección de noticias locales, ¿no cree usted?
El joven que en aquel momento entró en el pequeño salón donde nos encontrábamos recordaba aquel tipo de personajillo insignificante que en los cafés de suburbio ejerce el papel del arbiter elegantiarum. Nos saludó: «Es un honor, señores», y se presentó: «Mi nombre es Karasek». Luego se pasó la mano por la raya del peinado, que por cierto era de una rectitud absoluta, de lo más pulcra, y nos ofreció cigarrillos de una tabaquera de alpaca.
– Ha sido muy amable por su parte -dijo el ingeniero- al haber encontrado un poco de tiempo para nosotros a pesar de los muchos trastornos que un día así conlleva. ¿Puedo preguntarle antes que nada por el estado en que se encuentra la muchacha?
– ¡Oh, por favor, por favor, se lo ruego! – exclamó el joven Karasek rechazando los cumplidos-. Me hago cargo de los deberes de la prensa, faltaría más. Siempre de un lado para otro, siempre a la caza de la noticia. Mi difunto padre tuvo mucho que ver con periodistas: Hermann Karasek, presidente de la decimoctava sección de magistratura y consejero de obras. Quizás alguno de ustedes llegó incluso a conocerlo. En fin, pues sí, mi prima, ¡qué lástima! No me han dejado ni tan sólo entrar a verla.
Se inclinó hacia delante y, como si fuera a desvelarnos un secreto de estado, nos dijo:
– El doctor ha decidido intentarlo con cloretil.
– Supongo que mediante inhalaciones -observó el doctor.
– Cloretil -repitió el joven-. Hay que pro barlo todo.
– ¿Ha hablado usted con el doctor? -pre guntó el ingeniero-. ¿Cree posible que la seño rita esté mañana lo suficientemente recuperada como para recibir visitas?
– ¿Mañana, dice usted? Lo veo difícil, sí, muy difícil -dijo el joven sacudiendo la cabeza-. El doctor dice… Bien, en realidad he hablado con el asistente. El doctor, ya se lo pueden figurar, está muy ocupado y lógicamente dispone de muy poco tiempo. El asistente opina que, a menos de que ocurra un milagro, y a pesar de que la esperanza es lo último que hay que perder (y la enfermera opina lo mismo), pues opina que mi prima seguramente no pasará de esta noche.
– ¿Tan mal está? -preguntó el ingeniero.
El joven señor Karasek levantó las manos con aire de resignación y volvió a dejarlas caer. El doctor Gorski se levantó y recuperó su sombrero.
– Pero cómo, ¿ya se van? Si quieren aguardar un minuto, había pensado en un refresco, aunque supongo que ya habrán comido. Quizás un café, no tardará ni dos minutos, voy a llamar para que lo traigan. Ah, eso quería preguntarles: ¿con quién de ustedes he tenido el honor de hablar antes por teléfono? Querría saberlo.
– Yo he sido quien ha llamado -dijo Solgrub.
– ¿Y cómo se había enterado usted…? Me quedé lo que se dice de una pieza. De acuerdo, era una gran fumadora; doce, quince cigarrillos al día, a menudo encendía el primero antes del desayuno. Hoy en día, las muchachas, ya se sabe, en fin, quiero decir que son cosas que pasan. Mi abuelo no debe saberlo, un hombre de su edad, ochenta años, de otra época, como quien dice. ¿Pero cómo supo usted que mi prima…? ¡Si no habían transcurrido ni cinco minutos! Me quedé de piedra. Y no he dejado de preguntarme cómo lo supo usted, señor. ¡Qué lince!
– Es muy fácil de explicar -respondió el ingeniero-. Creo estar en condiciones de decirle que el intento de suicidio de su prima no partió libre y espontáneamente de ella, sino que algo la forzó a llevarlo a cabo. En los últimos meses se han dado tres casos extremadamente similares de suicidios inducidos; del último no hace ni veinticuatro horas. Aparentemente en todos los casos ha intervenido siempre el mismo personaje y el método ha sido también el mismo. ¿De modo que la muchacha le pidió un cigarrillo inmediatamente antes de que ocurriera todo?
– ¿Un cigarrillo? No, ni hablar. Tenía siempre un paquete entero sofbre el escritorio. Lo que sí que me pidió fue una boquilla.
– ¡Una boquilla! Naturalmente, debía habér melo imaginado. ¡Una boquilla vacía! ¿Adivina usted ahora, doctor, con qué fin había cogido Eugen Bischoff la pipa? Una pregunta más antes de irnos, señor Karasek, una pregunta que segura mente le parecerá extraña. ¿Hizo su prima últimamente algún comentario sobre el Juicio Final?
¿Sabe usted a lo que me refiero? Quiero decir al día del Juicio Final.
– Pues ahora que lo dice, sí señor… Discúl peme, ¿cuál ha dicho que era su nombre?
– Solgrub, Waldemar Solgrub -gritó el in geniero sin poder contener su impaciencia-. Y dígame, ¿en qué situación lo dijo? ¿En relación a qué? Haga usted memoria, es posible que con siga recordarlo.
– Pues hablando de pintura. Era una idea que no dejaba de rondarle por la cabeza. Mire, el otro día estábamos los tres, quiero decir ella, Ladstätter y yo. Bien, debo decir que Poldi está prometida con un buen amigo mío, un compañero del despacho, un tipo de lo más simpático que viene aquí cada día y que es casi como si fuera ya de la familia. Se querían casar en primavera. No es que tenga mucho dinero pero dispone de una buena colocación y ella gana también un sueldo para ir tirando. El ajuar, los muebles, todo estaba en orden. Incluso el abuelo ya les había dado su bendición. Pues bien, como les decía, el jueves de la semana pasada fuimos a cenar al Ciervo con un grupo de amigos, unas chicas y unos compañeros de la oficina. Era el santo de uno de ellos, y la verdad es que nos lo pasamos muy bien. Ya de vuelta a casa, Poldi, Ladstätter y yo nos adelantamos algo a los demás porque Ladstätter iba con su guitarra y… En fin, la cuestión es que Poldi comenzó otra vez con el cuento de que si en la farmacia se aburre tanto, de que si lo suyo es el arte, etcétera, etcétera. Y Ladstätter, en lugar de dejarla que se desahogue, pues empieza a discutir con ella: «¡Poldi!», le dice, «si estás hablando en serio entonces espero que sepas lo que te dices, porque según parece no te importa demasiado que nos casemos este marzo; ya sabes que yo no gano mucho, y que para empezar todavía necesitamos lo que tú ganas en la farmacia…». Y mi prima que le dice: «¿Y quién te dice que con la pintura no voy. a ganar más, muchísimo más que con la farmacia?». Y Ladstätter: «Ya llevas hechas dos exposiciones y todavía no has vendido ni un triste cuadro, de modo que no te pongas a soñar con imposibles. Además, en este tipo de ambientes, si no se tienen relaciones no se hace nada». «Esta vez será distinto, esta vez tendré éxito», dijo Poldi. «¡Caramba! ¿Y por qué precisamente esta vez?», contraatacó Ludwig. A lo que Poldi le contestó muy tranquila: «Porque esta vez lo haré mucho mejor. De ello deja que se encargue el Maestro del juicio Final.»
– ¿El Maestro del Juicio Final? ¿Quién es? ¿Lo conoce usted?
– No. No tengo ni idea. Y Ladstätter tambien se quedó de lo más intrigado. «¿Quién diablos es ése? ¿Otro pintorcillo de esos que te invitan a su estudio?», le preguntó. Y Poldi va y se echa a reír: «¿Estás celoso, Ludwig? No has de estar celoso, de verdad que no. ¡Cómo te iba a engañar con él, con lo viejo que es!». Pero el pobre Ludwig se puso rojo como un tomate: «¡Viejo o joven, quiero saber de quién se trata! Creo que tengo derecho a ello ¿no?» Y Poldi se lo quedó mirando muy seriamente y dijo: «De acuerdo, tienes derecho a saberlo, es verdad. Y cuando sea famosa te lo diré. Sólo a ti, Ludwig, a nadie más que a ti. Pero sólo cuando me haya hecho famosa, no antes». Y entonces nos alcanzaron los demás y ya no se le pudo sonsacar nada más en toda la noche.
– ¡Doctor! -exclamó el ingeniero-. Ahora al menos ya conocemos cuales son sus métodos. Sabemos sus trampas, sus señuelos. Sólo me falta saber cuál es su móvil. ¿Qué es lo que espera conseguir con sus crímenes? Por favor, siga usted, señor Karasek. ¿Qué fue lo que sucedió al día siguiente?
– Al día siguiente Poldi llegó con un desconocido a casa, y entonces no pude evitar el acordarme de la discusión de la noche anterior. Era un tipo alto, de complexión fuerte, muy bien afeitado. Ya no era lo que se dice un tipo joven, sino más bien maduro. Y Poldi se fue directamente con él a la habitación, sin presentármelo. La verdad es que mi prima no me tenía acostumbrado a estas cosas, de modo que pensé que seguro que a Ludwig no le hacía ninguna gracia que estuviera con aquel tipo a solas en su habitación. Aunque por otra parte no tenía ninguna intención de ponerme impertinente. Así que me dije que lo mejor sería esperar a que el desconocido se fuera para cogerlo aparte y preguntarle qué era lo que quería de Poldi. Pero cuando al cabo de media hora me decidí a asomar la cabeza, el tipo en cuestión ya se había ido. El libro que llevaba, sin embargo, estaba sobre la mesa, y se lo dije a mi prima: «Ese señor ha olvidado el libro, un diccionario muy grueso que tendrá su valor, digo yo».
– ¿Se olvidó aquí un libro? -exclamó el in geniero interrumpiéndolo-. ¿Dónde está? ¿Puedo verlo?
– Claro, claro. Aquí mismo lo tiene usted -dijo el joven, y Solgrub cogió el libro del escritorio, el mismo que yo había hojeado media hora antes sin fijarme en lo que estaba haciendo. Le lanzó una hojeada y soltó un grito de sorpresa.
– ¡Es italiano! -exclamó-. ¡Un diccionario italiano! Doctor, ¿quién ha acabado teniendo razón? Ese monstruo se expresa en italiano, ahí tiene usted la prueba. Eugen Bischoff lo utilizaba para poderse entender con él. ¿Pero qué es esto? Fíjese usted bien, doctor, ¿qué cree usted que significa esto?
El doctor Gorski se inclinó para ver lo que el ingeniero le mostraba: Vitolo-Mangold. Diccionario enciclopédico de la lengua italiana. Quizás un poco demasiado compendioso y poco manejable. Una verdadera obra de consulta.
– ¿Y no hay nada más que le llame la aten ción?
El doctor movió la cabeza en señal de negación.
– ¿Verdaderamente no hay nada que le sor prenda? ¡Fíjese con más atención! Señor Karasek, usted lo vio llegar. ¿Está usted seguro de que el desconocido no llevaba un segundo libro?
– Sólo éste. Segurísimo.
– Me parece muy extraño. Mire usted, doctor: se trata de un diccionario italiano-alemán. Falta la segunda parte, la de alemán-italiano. Aparentemente, Eugen Bischoff no necesitaba esta segunda parte. ¿Cómo se explica esto? A mí me parece claro: Eugen Bischoff no hablaba con el asesino, se limitaba a escucharlo en silencio. ¡Un momento! Les ruego que ahora no me distraigan. El uno habla y el otro calla y escucha y traduce. ¿Qué significa esto? ¡Déjenme reflexionar un poco!
– ¿Qué es lo que ha ocurrido? -se oyó de pronto una voz de anciano, aguda y temblorosa, que llegaba desde la puerta-. Ahí fuera en la cocina está la señora Sediak llorando. ¿Qué le ha pasado a Leopoldine?
El consejero Karasek, el padre de Agathe Teichmann, cuya noble cabeza goethiana se me había quedado fijada en la memoria con toda viveza desde que años atrás tuviera la ocasión de conocerlo, había cambiado mucho. Era un hombre anciano, de una delgadez casi espectral, se podría decir que daba la impresión de ser la fragilidad en persona. Y ahora, apoyándose en su bastón, con los ojos fijos en el suelo, esperaba que alguien lo sacara de su inquietud.
El joven Karasek tuvo un sobrealto.
– ¡Abuelo! -balbuceó. -No ha ocurrido na da. ¿Qué quieres que haya ocurrido? Poldi está acostada, durmiendo en el sofá, ¿no la ves? Hoy le ha tocado el turno de noche, y la pobre está muy cansada.
– Esa criatura me tiene preocupado -suspiró el anciano-. Tiene demasiados pájaros en la cabeza, no me hace caso, nunca quiere que se le diga nada. En eso ha salido a su madre. Ya lo sabes, Heinrich, ¡esa Agathe! Primero el divorcio, y luego todo el sufrimiento que la separación trajo consigo. Y finalmente, por culpa de ese teniente, de ese Don Juan sin escrúpulos… Cuando llegué a casa, con aquel espantoso olor a gas, estaba todo tan oscuro… ¡Agathe!, grité…
– ¡Abuelo! -le suplicó el joven, y su rostro, antes totalmente inexpresivo, mostraba ahora la preocupación más enternecedora-. Abuelo, ol vídate de esto. Dios sabe cuánto tiempo ha pa sado ya.
– Ya lo tengo -dijo de pronto Solgrub en un tono de voz que hacía pensar que no se había percatado de la llegada del anciano consejero-. Podemos irnos. Aquí no tenemos nada más que hacer.
El viejo Karasek irguió la cabeza.
– ¿Tienes visita, Heinrich?
– Son unos colegas de la oficina, abuelo.
– Está bien, está bien, Heinrich. Un poco de distracción y de charla siempre van bien. ¿Quizás estaban ustedes jugando a cartas, señores?
Discúlpenme que no les haya saludado antes. Mis ojos hace tiempo que ya no ven las cosas de este mundo. Siempre fui miope, y los médicos me iban diciendo que con la edad mejoraría, pero está claro que conmigo ha sido exactamente al revés. ¿Qué le ha ocurrido a Poldi? ¿Dónde está esa chiquilla? Estoy esperando que me lea el periódico.
– ¡Abuelo! -dijo el joven Karasek al tiempo que nos lanzaba una mirada llena de desconsuelo y desesperación-. Déjala que duerma, está cansada, no la despiertes. Ya te leeré yo el periódico.