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En el importante cruce de la estación de Ópera, bajo el Teatro Real que se alzaba ante el Palacio Real, hubo tanta confusión que nadie advirtió al hombre barbudo y fornido cuando se levantó del asiento y se dirigió a la puerta. La gruesa dama que inmediatamente se arrellanó en el asiento vacío no prestó la menor atención a la extraña figura cuyas piernas pendían como muertas del asiento de madera sin tocar el suelo y cuya cara se pegaba a la ventanilla.