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En la terminal, el vagón del maniquí se había desenganchado del tren tras una complicada maniobra y a éste se le había añadido un vagón de reserva.
Los dos agentes de seguridad del Metro llegaron a las cocheras, donde se les condujo al vagón, ahora aislado en una vía muerta y con las puertas abiertas. Inspeccionaron el maniquí y olisquearon la sangre o líquido rojo.
– Huele a plástico -dijo el más joven-. Es muy convincente, ¿verdad?
– Con las pinturas modernas se puede hacer lo que se quiera -dijo el más viejo-. El maniquí no es de los que se ven en los escaparates. Es bastante ligero y está hecho de poliestireno o algo parecido.
– Pero la cara y las manos son más pesadas -señaló el más joven-. Tienen una capa de cera y se han pintado para darles un acabado más natural. ¿Hay alguna etiqueta en la ropa?
– La del impermeable la han arrancado. El sombrero es de ese tipo usado por hombres de cierta edad, parecido a los que se llevaban en los años cincuenta. El resto de la ropa es puro andrajo.
– ¿Ha visto usted alguna vez nada parecido?
– Sólo en carnaval, cuando se ve a los cabezudos en el Metro, sobre todo en las estaciones de La Latina y Lavapiés, pero nunca nada tan convincente como esto. A mí me parece una broma enfermiza para asustar a las mujeres -dijo el más viejo.
– ¿Damos parte a la policía? Tenemos la comisaría de Ventas encima mismo, en Cardenal Belluga.
– No creo que haga falta. Además, han trasladado la comisaría. Nos limitaremos a redactar un parte para la compañía y que el jefe de seguridad decida. Vamos a llevar el maniquí al almacén de ahí al lado y dejar que limpien el suelo.