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Arminda Santiago, una cincuentona neurótica, iba en el Metro a la consulta semanal con el psiquiatra. Sentada en el borde del asiento de un tercer vagón de la Línea 1, dirección Portazgo, aferró con nerviosidad el bolso mientras el mendigo maloliente y peor vestido que estaba sentado ante ella cayó bruscamente hacia adelante en el momento de acelerar el tren a la salida de la estación de Ríos Rosas. Cuando el brusco frenazo, en las cercanías de Iglesia, lanzó despedido al mendigo sobre la mujer, ésta se puso a gritar y los gritos se volvieron alaridos histéricos cuando el sujeto se puso a vomitar sangre y el líquido rojo le salpicó a la viajera en la cara y en la ropa.
Los otros pasajeros corrieron a socorrerla y apartaron al mendigo. Un soldado que fue el primero en llegar exclamó:
– Pero si es un muñeco. ¡No es una persona, es un muñeco!
Los otros miraron por encima del hombro del soldado y una mujer se echó a reír. Mientras el tren reducía la velocidad y se detenía en la estación de Iglesia, se volvieron más frenéticos los gritos y los torpes esfuerzos que Arminda hacía por limpiarse la sangre con el pañuelo.
– ¡Llamen a la policía! -chillaba-. ¡Es un crimen! ¡Es un crimen!
Algunos de los presentes intentaron calmarla, sin conseguirlo. Por fin, el jefe de estación la condujo a su oficina y telefoneó al servicio de seguridad del Metro. Se retiró del servicio el tren y, tras paralizarse durante un rato el tráfico de la Línea 1, se devolvió a las cocheras de Cuatro Caminos en espera de la inspección.