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ANTÓN MARTÍN

María Rosa Pérez, acomodada en el asiento del rincón del viejo tren metropolitano, sacudió el sombrero impermeable para eliminar el agua de la lluvia bajo la que había corrido al salir del cine Roxy. Había pasado un buen rato viendo Viridiana, de Buñuel, prohibida durante bastante tiempo en España, pero se sentía un tanto culpable de volver tan tarde a casa para prepararle la cena al marido. Sabía que Alberto estaría limpiando en el bar hasta las doce menos cuarto, pero aún tardaría ella un rato en llegar al piso que ocupaban en la avenida de Monte Igueldo. Ya estaba acostumbrada a que el marido se asombrase ante el entusiasmo que sentía ella por el cine de arte y ensayo y el teatro vanguardista, pero es que los viejos hábitos perduraban y aunque había contraído matrimonio con un obrero, su madre había sido una actriz célebre de aquel cine más bien insípido de los años treinta y la había rodeado de la quincalla de los hogares ilustrados.

María Rosa se ciñó un poco más el cuello de piel del abrigo y echó un vistazo a las pintadas que había en la pared del fondo del vagón: «Queremos una piscina en la calle del Pingarrón», decía una de ellas. Bueno, era un noble deseo para el barrio de Entrevías, muy pobre y olvidado, se dijo.

«La vida es una barca. Firmado: Calderón de la Mierda», decía otra. Grosera y literaria a la vez, observó María Rosa, con aquella modificación del título de la obra de Calderón. Sin lugar a dudas, el surrealismo se extendía hasta el mundo subreal de los más pobres y marginados de la ciudad.

Hasta el momento, nuestra viajera había prestado poca atención a la joven mal vestida que estaba sentada ante ella y que parecía dormir con la cabeza apoyada en la ventanilla. Poco antes, al entrar en el vagón después de mucho esperar en la estación de Bilbao a causa de la menor frecuencia del servicio en aquellas horas, había mirado inquisitivamente a la muchacha, única compañera de viaje en aquel instante. Tenía la cara muy pálida y la mano izquierda le colgaba hasta rebasar el límite del asiento.

¿Sería acaso drogadicta? Por lo pronto, no se cuidaba mucho de su aspecto, con aquella bufanda roja anudada alrededor de los despeinados cabellos.

Cuando el tren osciló al recorrer el túnel entre las estaciones de Tirso de Molina y Antón Martín, donde la línea se curvaba bruscamente hacia el este, la chica mal vestida se cayó al suelo de golpe. María Rosa se incorporó para socorrerla mientras los tres jóvenes que habían subido en Sol miraban con curiosidad desde el otro extremo del vagón.

– ¿Se encuentra bien? -preguntó a la joven.

Fue entonces cuando la boca de la muchacha comenzó a manar sangre. María Rosa sintió a la vez náuseas y ganas de gritar, pero consiguió dominarse y le tomó el pulso a la joven. La muñeca estaba totalmente fláccida y manifiestamente fría, por lo que la señora Pérez creyó encontrarse ante un cadáver.

Cuando el tren entraba en la estación de Antón Martín, dijo a los tres jóvenes que avisaran al jefe de tren, que estaba en el primer vagón, y al jefe de estación. Cuando los funcionarios aludidos vieron el cadáver, telefonearon a la central de Sol y se suspendió el servicio de la Línea 1.