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El comisario Bernal acababa de quedarse dormido, faltaba poco para la una y media de la madrugada y el teléfono empezó a sonar. Eugenia, su mujer, estaba aún en Ciudad Rodrigo, visitando sus tierras casi estériles y a sus pobres aparceros, y sin duda volvería a fines de semana con jamones, quesos, chorizos, aceitunas o lo que pudiera conseguir en vez de dinero. Diego, el hijo menor, aún no había vuelto. Lo más seguro es que estuviese en Boccaccio, pensó Bernal. Esperaba como mal menor que Diego se hallase allí. Preferiría imaginarle de juerga por la discoteca a que estuviese dándole a la marihuana o algo peor en el piso de cualquier mal compañero de la facultad.
El agente de guardia se excusó.
– No le habría llamado, señor, pero el grupo de servicio ha recibido aviso de un homicidio común en San Blas. Y el grupo de usted es el que figura a continuación en la lista.
– Está bien. ¿Dónde ha sido?
– En la estación de Metro de Antón Martín. Una joven muerta en un tren. Un caso con detalles extraños, según el inspector de la zona.
– ¿Arévalo? -Bernal recordaba de otros casos a aquel inspector estirado y de ideas reaccionarias.
– Exacto, señor. Quiso ponerse al habla inmediatamente con la Dirección General de Seguridad.
– Eso es señal de que, en efecto, los detalles extraños no escasean -dijo Bernal con ironía-. ¿Le importaría llamar de mi parte a Navarro y a Miranda y decirles que se encuentren conmigo en Antón Martín?
– Señor, no hubo más remedio que conducir el tren al final de la línea, a Portazgo, para no interrumpir los últimos servicios. El Metro está cerrado ya, pero el inspector Arévalo y el jefe de seguridad se reunirán con usted en la estación de Portazgo.
– ¿Quiere pedir que me manden un coche?
– Ya está en camino, señor. Pensé… -el agente de guardia vaciló-, estaba seguro de que se pondría usted a trabajar inmediatamente.
– Muy amable -dijo Bernal en tono ambiguo-. Hasta luego; ahora voy a vestirme.