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El inspector Miranda había llegado antes que Bernal, puesto que vivía en Vallecas, y le estaba tomando declaración a María Rosa Pérez, que tenía muchas y evidentes ganas de irse a su casa.
Bernal la interrogó con brevedad y luego dijo a su chófer que llevase a la señora a casa.
– Sería conveniente que viniera el doctor Peláez -dijo a Arévalo-. Es un caso muy extraño. El cadáver de la chica está frío, según habrá notado usted ya, pero el rigor mortis no se ha apoderado aún de él. Y, sin embargo, le manó sangre de la boca. ¿Será sangre de verdad? Tiene un color muy subido.
– No estoy seguro, comisario -dijo el inspector Arévalo-. Está fría al tacto y huele un poco a esmalte de uñas.
– Si es sangre auténtica, ¿por qué no se ha coagulado, o secado? -preguntó Bernal-. Peláez y Varga tendrán que hacer algunas pruebas. ¿Llevaba bolso la muchacha?
– Yo no he visto ninguno y la señora Pérez tampoco.
Bernal echó un vistazo a la declaración de los testigos. Los tres jóvenes conducidos hasta el final de la línea no habían añadido nada de interés y sabían menos incluso que la mujer.
– La señora Pérez es una mujer respetable, está casada con el dueño de un bar y es hija de una actriz de cine de los años treinta -dijo el inspector de zona-. Buena testigo, diría yo.
– ¿Estaba ya la muerta en el asiento cuando subió ella en Bilbao?
Bernal advirtió que el asiento tenía un anticuado rótulo al lado, indicando que estaba reservado para «inválidos y mutilados».
– Sí, y estaba apoyada en la ventanilla. La señora Pérez, claro, pensó al principio que estaba dormida.
El vagón era de una antiquísima serie, seguramente de antes de la guerra, pensó Bernal, y tenía el acostumbrado cartel pegado en la ventanilla trasera, avisando que se había «desinsectado» el mes anterior.
– ¿No ha llegado aún el jefe de seguridad del Metro? -preguntó a Arévalo.
– Hay problemas para localizarlo. Parece que salió con su mujer a cenar fuera.
Peláez, el patólogo de la policía, llegó echando el bofe, con los ojos chispeando de interés tras las gafas de cristal grueso, y no tardó en proceder al análisis.
– Ajá, lleva muerta algunas horas, pero aún sin rigor. Es chocante esta sangre. Ah, una bolsa de plástico en la boca -la sacó con las pinzas-. Así fue cómo se hizo. Cuando se cayó del asiento, la bolsa se abrió y comenzó a salir la sangre. Pero ¿por qué? ¿Por qué? ¿Para asustar a la gente? Como si no hubiera bastante con un «fiambre» que le cae a uno encima.
La vida normal de Peláez estaba llena de «fiambres».
– Pero ¿de qué murió? -preguntó Bernal.
– Ah, es demasiado pronto para decirlo. No hay señales visibles -dijo Peláez, volviendo el cadáver y abriendo el vestido sucio y deslucido-. Estrangulada, creo que no. ¿Asfixiada? Tal vez. Tendremos que rajarla y echar un vistazo. ¿Vienes, Bernal?
– No, gracias -dijo Bernal con rapidez.
– Tendrás el informe por la mañana. Supongo que querrás huellas dactilares.
– Sí, en cuanto puedas, Peláez, ya que al parecer no lleva nada que la identifique.