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Al día siguiente, Bernal y el inspector Francisco Navarro, el miembro más antiguo del grupo, estudiaban el informe de Peláez. La sangre que había brotado de la boca era auténtica en definitiva, sólo que mezclada con un disolvente, parecido a los usados con el esmalte de uñas, las pinturas plásticas y el líquido especial para tachar errores mecanográficos. Sin duda para evitar que la sangre se coagulase. Aquello explicaba su aspecto de fluidez. La chica, a la que se había calculado una edad entre los dieciocho y los veintidós años, tenía pelo castaño oscuro teñido de rubio, ojos de color castaño, cejas pintadas y mayores que las naturales depiladas, nariz chata, boca grande y dentadura en buen estado. Era delgada, no era virgen, estaba bien alimentada, pertenecería lo más seguro a la clase media baja y trabajaba de mecanógrafa, a juzgar por las pequeñas callosidades del borde exterior de los pulgares.
En el anular de la mano izquierda había una señal blanca, correspondiente a un anillo, aunque no de boda, habida cuenta de la forma de la señal. Estaba casi fuera de duda que la ropa vieja que llevaba no era suya; carecía ésta de marcas y etiquetas, pero Varga buscaría con la luz negra, en el laboratorio, las señales invisibles de la lavandería.
No estaba clara la causa de la muerte: posiblemente asfixia, pero ya en el Instituto de Toxicología se encargarían de buscar rastros de drogas o veneno en el contenido del estómago, los pulmones, el hígado, los riñones y el cerebro, así como en la sangre.
– No hay nada a que agarrarse -dijo Bernal malhumorado-. Si sus huellas dactilares no están en los archivos de la criminal, pueden pasar semanas antes de que los de Huellas localicen el pulgar y el índice en los archivos centrales del DNI. ¿Qué dices tú, Paco? -preguntó a Navarro.
El inspector Francisco Navarro, Paco para los amigos, era un meticuloso lector de la letra pequeña de los documentos y papeles; se le podía confiar una comprobación completa de todo lo relativo a informes y expedientes y poseía además una notable habilidad en los procedimientos rutinarios, aunque le disgustaba trabajar en la escena del crimen.
– Podríamos empezar interrogando a todas las taquilleras que tuvieron turno anoche. Alguna ha podido ver a alguien que entraba con un cuerpo a cuestas. A la chica tuvieron que matarla en alguna otra parte, horas antes, y luego la transportaron al tren. Podríamos recorrer primero las estaciones de la Línea 1. Lo más seguro es que el asesino no hiciera ningún transbordo.
– Buena observación, Paco. Y podríamos limitarla a las estaciones que hay entre Bilbao y Plaza de Castilla, ya que el tren iba en dirección Portazgo y la señora Pérez vio el cadáver en su sitio cuando subió en aquella estación.
– Sólo siete estaciones, jefe, de Iglesia a Plaza de Castilla.
– Pero las taquilleras que tenían turno de noche estarán ahora en su casa. Pediremos la dirección respectiva al servicio de seguridad del Metro y pondremos en acción a Lista, Miranda y Elena Fernández.
Carlos Miranda había estado en la sección especial de homicidios durante siete años y era un extraordinario seguidor de sospechosos; Lista era más joven, era alto y ancho de espaldas y tenía pinta de paleto, lo que hacía muy sorprendentes sus brillantes rachas de intuición; Elena Fernández había sido transferida al grupo de Bernal hacía sólo dos meses, pero ya había demostrado su dedicación y su capacidad para las iniciativas inteligentes en las situaciones difíciles.
– Manda a Elena a que pregunte a algunas empleadas por si alguna hubiera estado de servicio a aquella hora -añadió Bernal-. Confiemos en que Varga y los técnicos del laboratorio saquen algo en claro de las ropas de la chica.