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Después de hablar por teléfono con el director del Metro, que no le dijo nada nuevo, Bernal se fue a su casa a comer. Acababa de entrar en el piso cuando Eugenia le atacó desde la puerta de la terraza.
– No regaste las plantas mientras estuve fuera, Luis. Mira esa pobrecilla, era el orgullo de mi jardín -estaba limpiando las hojas caídas de un ficus elastica con una esponja mugrienta.
– Pero si ha llovido dos días seguidos, Geñita -dijo él en son apaciguador-. No creí que hiciera falta regarlas.
– Estaba debajo del alero, para que no le diera el viento, Luis. La has dejado morir. Y a esta pita de aquí, ¿qué le has hecho?
– Nada, Geñita. Te juro que ni siquiera he salido a la terraza.
– Pues mírala y comprueba las consecuencias de tu descuido -dijo ella como si con aquello hubiera conseguido la victoria-. Me cuestas más que un hijo tonto.
– ¿Por qué no nos trasladamos a uno de esos pisos que hay al otro lado del parque, Geñita?
Se peleaban continuamente por aquel asunto desde hacía más de cinco años.
– ¿Me quieres llevar a vivir a una de esas torres hechas de cascajo, donde además no conocemos a nadie y donde para colmo la iglesia más cercana está a kilómetros de distancia? ¿Y todo por una planta? -y entró refunfuñando en la cocina al llegar a aquel punto irreversible de la lógica femenina que dejó a Luis tan desconcertado como siempre.
Después de haber comido unas judías descoloridas y llenas de hebras, que se habían rehogado con aceite de oliva rancio, Luis rechazó el pedazo de queso manchego agrietado que le ofrecía su mujer y dijo que tenía que volver al trabajo.
Pero, ya en la calle, tomó un taxi e indicó al conductor que le llevase a la calle Barceló.