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CUATRO CAMINOS

La inspectora Elena Fernández era un manojo de nervios. Hacía sólo dos meses que estaba en la sección del comisario Bernal, era la primera y única mujer detective de la DGS y en aquel momento se le había pedido que organizase la vigilancia en la estación de Cuatro Caminos para localizar al asesino del Metro. Cierto, naturalmente, que la responsabilidad de la vigilancia mencionada la compartía con Ángel Gallardo. Sus sentimientos hacia este hombre eran ambiguos: cuando la muchacha entró en el grupo, se le había dicho que aquél era el ligón del mismo y ella no ignoraba que el joven trabajaba de socapa en los antros nocturnos de la capital. Había cierta diferencia de clase entre ambos: ella era hija de un rico contratista de la construcción y había ido a la universidad y a la Academia de Policía, mientras que él procedía de familia obrera y había ingresado en filas policíacas por abajo.

Pero no era esto lo que provocaba tensiones entre ellos; no se le escapaba a ella que la raíz del conflicto estaba en la jactancia erótica del hombre, que nunca descansaba. Era Ángel el piropeador tradicional, el donjuán sempiterno que nunca la trataría antes como colega que como mujer. Ella era un reto viviente a su machismo, aunque la joven se había esforzado desde el comienzo por dejar bien claro que la relación con él nunca rebasaría lo profesional. Elena tenía, a fin de cuentas, cierta experiencia con los hombres, había tenido varios novios y había aprendido a capear aquel tipo de temporales eróticos desde la adolescencia. Con todo, el hombre sabía vencer la guardia femenina sencillamente porque se aprovechaba de la referida relación profesional. Era, sin embargo, pensaba Elena, un hombre agradable para pasar el rato, por lo ocurrente, y de una manera impremeditada le estaba enseñando mucho del trabajo policíaco práctico.

Ella y Ángel se habían encontrado con los cuatro policías de paisano encargados de secundar la misión y habían ido a ataviarse con la indumentaria de los empleados del Metro. A ella le habían dado una bata gris y a Ángel un uniforme azul oscuro de jefe de estación. Organizaron también turnos entre las 6.30 en que se abría la estación y la 1.30 de la madrugada, en que se cerraba.

Ángel les dirigió unas palabras antes de ocupar sus puestos:

– No tenemos mucho donde agarrarnos, pero hay que estar atento a todo aquel que vaya cargando o ayudando a una persona impedida. Es difícil decir cómo se las arregló el asesino para transportar un cuerpo de más de cuarenta kilos por las escaleras, las taquillas y el andén sin llamar la atención. Por tanto, hay que partir de que pareció un hecho normal y natural a todo el que mirase.

– ¿Qué hacemos si vemos a un sospechoso, inspector? -preguntó el más veterano de los policías de paisano.

– Informar a la inspectora Fernández o a mí, que estaremos en la taquilla con la encargada; dos de ustedes seguirán al sospechoso en el tren. Si dejara al compañero aparentemente inválido, deténganle y procedan a registrarle. Comprueben su carnet de identidad y el del compañero, así como el estado de éste, naturalmente. ¡No se vayan dejando un cadáver en el tren! Luego lleven al sospechoso a Gobernación para interrogarle.

– ¿Hay alguna descripción que nos pueda orientar? -preguntó otro de los de paisano.

– Casi nada. Un hombre fornido, que tal vez lleve barba, tal vez no. Es probable que vaya disfrazado.

En Cuatro Caminos, Elena saludó a la taquillera a quien ya había interrogado con anterioridad, y le explicó la operación de vigilancia, mientras Ángel iba a hablar con el jefe de estación. Victoria Álvarez acomodó a Elena como pudo y le instaló un taburete en un rincón de la taquilla, desde donde disfrutaba de una amplia panorámica de cuantos entraban en la estación.

Uno de los policías de paisano se instaló enfrente de la taquilla, en un pasillo que conducía al almacén de los mecánicos, mientras un compañero montaba dentro una cafetera manual. Más experimentados que Elena, se preparaban para una espera larga.