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El hombre, alto y de anchas espaldas, se inclinó sobre la palangana de cinc y dejó que el chorro de agua tibia limpiara los relucientes instrumentos de acero inoxidable. Después de secarlos con toallas de papel, les sacó brillo a conciencia con un trapo limpio y se puso a encajarlos en la horma correspondiente del estuche grande de cuero.
Se quitó los guantes blancos de goma con notable pericia y se limpió los dedos con un cepillo de uñas. Al colgar la bata blanca en el gancho de detrás de la puerta, echó un último vistazo a su alrededor para asegurarse de que todo estaba en orden, y subió los peldaños de cemento que conducían al vestíbulo.
Allí se detuvo a escuchar y no oyó más que la rítmica oscilación del reloj de péndulo y el lejano murmullo del Metro que corría por el distante subsuelo de la calle. Cerró la puerta del sótano y escondió la llave tras el calado decorativo que había sobre la esfera del reloj.
A pesar de su corpulencia, subió con ligereza los peldaños alfombrados y volvió a detenerse en el descansillo con el aliento contenido. Después de comprobar que no se oía nada anormal, abrió la portezuela del extremo del pasillo y encendió la luz del pequeño cuarto ropero. Una vez dentro, se quitó con presteza el ligero mono y se puso la bien planchada camisa de color azul oscuro y gran bolsillo a la izquierda, que ostentaba una insignia roja, amarilla y negra con el yugo y las flechas. Tras ponerse los pantalones negros de amplio tiro, se ciñó el cinturón negro hasta el penúltimo agujero.
Cogió de un cajón un cordón trenzado y con borlas, rojo y negro, y tras prenderlo de la hombrera derecha introdujo el otro extremo en el tercer botón de la camisa. Luego tomó la guerrera blanca, le cepilló el cuello, se la puso y fue colgándose en orden las medallas mientras se observaba en el espejo de cuerpo entero. El pecho se le hinchó de orgullo al percibir en el reflejo algo más que un leve parecido con su ídolo nacional-sindicalista, José Antonio Primo de Rivera.
Tras abrir la puerta que daba a la habitación principal, encendió los focos y se detuvo para poner en marcha el magnetófono. Fue luego al otro extremo de la habitación, corrió las cortinas de terciopelo rojo y se quedó mirando la bandera nacional, rojigualda, que ostentaba en el centro el escudo cuartelado con castillos y leones rampantes sobre fondo negro. A uno y otro lado de la bandera, los focos iluminaban sendos retratos grandes con marco dorado.
Cuando los compases un tanto estridentes del himno de la Falange, el Cara al Sol, llenaron la sala, el hombre alto y uniformado estiró el brazo derecho según el saludo fascista, luego se inclinó y besó la bandera. Tras dar un cuarto de vuelta a la izquierda que le salió bordado, repitió el saludo ante el retrato del lado siniestro y exclamó por sobre la música chillona:
– ¡José Antonio Primo de Rivera, presente!
Luego dio un nuevo taconazo, se volvió al retrato de la derecha y, luchando por que no se le saltaran las lágrimas, se cuadró en un tercer saludo:
– ¡Viva Franco! ¡Arriba España!