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A las 7.30 de la mañana del día siguiente, una violenta ráfaga de aire frío, que entraba por la puerta entornada del dormitorio, despertó a Bernal. Eugenia se había levantado, estaba moviendo trastos y había abierto la puerta de marco metálico de la terraza. Bernal se levantó refunfuñando y echó mano de la bata de lana. Ya en el pasillo, miró con ojos soñolientos por la reja de la ventana y descubrió a Eugenia, en medio de la brisa matutina, murmurando mientras ataba el ficus elastica a una caña. La planta parecía más muerta que nunca. En la cocina, Luis se esforzó por encender el viejo calentador de gas y tras gastar cuatro cerillas tuvo que dar un salto hacia la puerta, a causa de una sorda explosión que elevó por los aires la oxidada tapa del artefacto. Cayó éste con ruido vibrante en el fregadero, casi derribando la cafetera que gorgoteaba en el fuego.
En el cuarto de baño pensó que se las había ingeniado para adelantarse al agente de seguros que vivía en el piso de abajo porque hasta el momento no salían malos olores de las cañerías. ¡Santo Dios, cuánto detestaba aquel piso abominable donde nada funcionaba nunca cuando era preciso!
Tras ponerse uno de sus mejores trajes y anudarse al cuello una corbata de seda que el hijo menor le había comprado en El Corte Inglés como regalo de cumpleaños, dijo a Eugenia que no tardaría en pasar a recogerle un coche oficial para conducirle a casa del general. Eugenia se interesó por aquella visita, ya que, como es lógico, estimaba a los generales nombrados por Franco. Se quedó muy impresionada cuando él le contó lo del asesinato de la hija.
– ¡Y en el Metro! ¡Y además en Atocha! El sitio menos apropiado para encontrar la muerte… Una jovencita extraviada, ¿verdad, Luis?
Puesto que sus polémicas teológicas con el cura de la parroquia la habían llevado a creer en una estricta sucesión providencial de causa y efecto, basada en una lectura literal de la máxima «El precio del pecado es la muerte», era incapaz de aceptar que una persona en estado de gracia pudiera ser asesinada.
Dando por sentado que Eugenia no había querido hacer ningún macabro juego de palabras con aquello de «extraviarse», replicó Luis:
– No, que yo sepa, Geñita, pero se había afiliado hacía poco al Partido Socialista.
– ¡Ahí lo tienes! Eso lo explica todo. Por andar con rojos y anarquistas. Pobre niña idiota, queriendo poner en evidencia a sus padres de ese modo. No me extraña que la mataran. Los partidos serán la ruina de España, Luis, oye bien lo que te digo.
Bernal apenas probó el sucedáneo de café y las tostaditas con el pretexto de que el coche le estaría ya esperando. Una vez en Alcalá, tomó otro desayuno mejor en el bar de Félix Pérez con un ojo atento al coche que llegaría con Navarro.