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Mientras el chófer sorteaba el denso tráfico laboral que entraba en la urbe por el este, Bernal comentaba el caso del Metro con Navarro, al tiempo que le ofrecía un Káiser de una cajetilla arrugada.
– ¿Crees que el motivo es político, jefe? -preguntó Navarro-. Las dos chicas trabajaban en la sede de los dos principales partidos socialistas.
– ¿Quieres decir como advertencia o para asestar un golpe a la izquierda? ¿Para qué molestarse entonces en bajar los cadáveres al Metro? Comprendo que por ahí podría la prensa dar sensacionalismo al caso: «¡Asesinatos políticos en el Metro!». Y podría asustar a cuantas chicas trabajan para los partidos de izquierda. Pero ¿qué me dices de los maniquíes? Aquello sí que no tuvo nada de político.
– Tal vez el criminal esperaba que la prensa en general hubiese dado la alarma en estas fechas, sólo que la cosa no ha salido como él quería.
– En tal caso -dijo Bernal-, creo que habría informado a la prensa a propósito de los maniquíes y el primer asesinato; y, según parece, no lo ha hecho. Es cierto que los periodistas que acudieron a Atocha recibieron una llamada anónima, pero hubo tiempo suficiente para que cualquiera de los usuarios de aquel tren la hiciera.
– ¿Está relacionado entonces con drogas? La primera chica, Paloma Ledesma, esnifaba cocaína, y a María Luz Cabrera le habían inyectado alguna droga antes de morir.
– Ya veremos lo que encuentra Varga en el piso de Mari Luz -dijo Bernal-. Pero ¿por qué iba a matarlas nadie sólo por ser drogadictas?
– Para que no hablaran o para castigarlas.
– Entonces ¿por qué se escogió el Metro para abandonar los cadáveres?
– Para despistar mejor. Y creo que hasta el momento lo ha conseguido.
Pasaron cerca de la Cruz de los Caídos, junto a la estación de Metro de Ciudad Lineal y giraron a la izquierda, por Arturo Soria, para entrar en un barrio mucho más elegante. Bautizada según el nombre del principal urbanista que había trabajado en Madrid a comienzos de la década de 1930, la avenida tenía un agradable cinturón de árboles y arbustos a lo largo del andén central y estaba flanqueada por casas espaciosas y alguna que otra pequeña finca de pisos lujosos.
La casa del general contaba con un ascensor particular que se tomaba en el garaje subterráneo y una elegante balconada que daba a la piscina y jardines de los inquilinos. La mujer del general les recibió con cara adusta, vestida ya con el luto más severo, y les condujo a una sala de estar grande, sobrecargada de muebles del estilo tradicional español, que contrastaba con lo moderno de la arquitectura. Después de las correspondientes presentaciones y dar el debido pésame, Bernal fue derecho al grano.
– ¿Cabría pensar, señora, que su hija experimentaba con drogas?
La señora Cabrera se puso pálida.
– No, de ningún modo, comisario. Creo que me habría dado cuenta por lo menos cuando aún vivía con nosotros.
– Pues el caso es qué se inyectó o le inyectaron una droga poco antes de morir. ¿Tenía amistades masculinas recientemente?
– Tenía un gran círculo de amigos y a veces celebraban fiestas, aunque a su padre no le gustaba aquello y solía encerrarse en su despacho hasta la noche. Algunos se las daban de entendidos en arte y cosas así, pero nunca vi que ninguno consumiera drogas ni por asomo.
– ¿Podría ver el cuarto de su hija? ¿Sigue teniendo aquí cosas suyas?
– Sí, solía venir los fines de semana -el talante de la mujer daba muestras de gran tensión-. Le enseñaré el camino, comisario.
– Muchas gracias. ¿Le importaría prepararnos mientras una lista de sus amistades?
El registro del cuarto de Mari Luz fue infructuoso. Ni siquiera había una agenda o un cuaderno telefónico.
– Seguramente tiene todos sus papeles en la nueva casa, Paco.
– Esto está limpio como una patena, jefe.