172914.fb2
El relevo de los policías de paisano en Sol salió al parecer a la perfección, sin que el sospechoso diera la menor muestra de nerviosidad. Miranda parecía bastante vulgar con aquel traje raído y con esa clase de gafas que lleva medio millón de madrileños. Entró en el vagón tercero, desde donde alcanzaba a ver al sospechoso por las ventanillas de las puertas de emergencia del punto de enganche de los vagones.
Tras salir de Sol, Miranda se inquietó un poco porque los usuarios habían disminuido en el itinerario hasta Portazgo. Muchos de ellos tenían el aspecto paupérrimo y triste de los obreros parados, y estaba sorprendido de ver cuántos jóvenes había. Sin duda, habían hecho su recorrido diario en busca de empleo, sin conseguirlo. El barrio de Vallecas, donde estaba Portazgo, y también los demás barrios de trabajadores revelaban ya los efectos del millón de parados del país, la inflación galopante y el fin del boom industrial de los años sesenta.
Miranda mantuvo los ojos bien abiertos en las estaciones de Tirso de Molina y Antón Martín, pero el corpulento sospechoso no hizo ademán de levantarse de su asiento, que era el contiguo a las principales puertas del cuarto vagón. Mientras el tren se acercaba a Atocha a notable velocidad por ser cuesta abajo, con los frenos chirriando a medida que el maquinista los aplicaba, el hombre se puso en pie y se colocó ante las puertas, en espera de que se abrieran. Miranda se alegró de que fuera en aquella estación, ya que bajaría bastante gente para ir a la estación de ferrocarril que había arriba. Cuando se abrieron las puertas, Miranda hizo todo lo posible por salir del vagón con los últimos viajeros, y logró ver que el sospechoso se dirigía hacia la cola del tren y la salida principal, que daba a la estación de la Renfe y la plaza de Atocha. También aquello fue un alivio: facilitaba el trabajo mucho más que si se hubiera dirigido hacia la boca del Ministerio de Agricultura, que se utilizaba menos.
En los largos pasillos subterráneos, Miranda, rezagado y pegado a la pared opuesta, dejó siempre que hubiera tres o cuatro personas entre él y su vigilado, hasta que vio qué escaleras tomaba. Ah, no se trataba pues de la boca que daba a la estación ferroviaria, sino de la que llevaba a la esquina de la calle de Atocha con la plaza de Atocha (según el nombre oficial, Glorieta del Emperador Carlos V, aunque nadie la llamaba así). Miranda apretó el paso en aquel momento y se arriesgó a adelantar al sospechoso mientras subía las escaleras, deteniéndose en el primer quiosco para comprar un periódico en cuanto estuvo en la calle. Había oscurecido y las grandes y ambarinas farolas de sodio estaban ya encendidas sobre el denso tráfico que recorría la plaza y traqueteaba metálicamente en el escaléxtric. Aquélla había sido la primera monstruosidad de su especie construida en Madrid durante los años sesenta, y los del barrio lo habían bautizado inmediatamente «escaléxtric», no sólo a causa de su forma, sino también porque casualmente había un anuncio luminoso de este juguete en lo alto de las casas que daban a la plaza.
Mientras el hombre fornido subía las escaleras con paso tranquilo, Miranda echó un vistazo a los titulares del periódico, medio vuelto, pero para observar la dirección que seguiría el otro. Hacía frío, amenazaba lluvia, y no obstante el paseo estaba atestado en aquel tramo, con viajeros que pasaban con maletas y paquetes de todos los tamaños, vendedores de lotería que anunciaban a voz en cuello que ellos tenían el gordo, limpiabotas que cargaban con aire cansino los útiles y latas de betún, exclamando: «¡Limpia, limpia!» y señalando los zapatos sucios de los viandantes o de los pocos ociosos que se sentaban a la mesa de la terraza de alguna cafetería para ver pasar la gente. El sospechoso se metió entre la multitud y Miranda se apresuró a colocarse cerca de él. Sin mirar atrás, el barbudo entró en El Brillante.
Miranda experimentó una sensación extraña al entrar. Nunca había estado en aquella freiduría, ancha y profunda, con una barra en cada lado a lo largo de toda su profundidad y una escalera en el centro que llevaba al altillo. El suelo, al pie de ambas barras, estaba lleno de servilletas de papel, cáscaras de gamba, huesos de aceituna y otros desperdicios. El lugar estaba repleto de gente que tomaba tapas vespertinas con una caña de cerveza o un chato de vino, y el ambiente estaba impregnado del olor de los calamares fritos, croquetas de pollo y bacalao, gambas a la gabardina, así como de los interminables y ensordecedores pedidos que los camareros gritaban en toda el área de aquel inmenso comedero: «¡Dos de calamares! ¡Una de patatas brava!».
Miranda estaba fascinado e impresionado al mismo tiempo. El sospechoso se acercó al sitio libre de la barra más cercano y pidió una caña y una ración de calamares a la romana, pedido que transmitió inmediatamente y en voz muy alta el jovial camarero, que nunca paraba de limpiar el mostrador y de echar los vasos sucios en la pila metálica que había tras éste. Miranda estaba a cinco parroquianos de distancia, haciendo como que elegía entre la lista de tapas de la pared. Pidió entonces «un corto». El vaso con la mitad de espuma y la otra mitad de cerveza fue depositado de golpe ante Miranda y permaneció intacto mientras el policía observaba los movimientos del sospechoso.
El Brillante estaba de bote en bote; apenas había sitio para transitar por el pasillo y escalones del centro. El barbudo abandonó en aquel momento su plato de calamares y lentamente se fue abriendo paso hacia las escaleras sobre las que había un cartel que decía: «Teléfonos y Servicios». Aquello planteó un problema a Miranda, pero de una clase que había afrontado muchas veces ya. Si el sospechoso había ido a llamar por teléfono, interesaba estar cerca para ver el número que marcaba o para oír su parte de la conversación, aunque tal proximidad despertaría suspicacia. Si, por el contrario, se dirigía a los lavabos, era absurdo seguirle, a menos que hubiera otra salida y, por lo que Miranda podía apreciar, no la había. Tampoco era probable que hubiese ventanas en el sótano. En consecuencia, resolvió quedarse donde estaba y vigilar las escaleras, cosa nada fácil dada la abundancia de clientes.
Miranda se estuvo fijando en las numerosas personas que bajaban al sótano o subían de él, pero no vio al sospechoso. Empleó el intervalo en ponerse el impermeable y quitarse las gafas, que, de todos modos, eran de vidrio corriente. Sabía que aquellos cambios sencillos eran lo más importante, sobre todo cuando un sospechoso puede pensar que le siguen. Al cabo de diez minutos comenzó a intranquilizarse; por fin, pagó la cerveza y bajo las escaleras tan aprisa como pudo. Todos los teléfonos estaban ocupados, pero ninguno por el hombre de la barba. Miranda entró en el lavabo de caballeros, intuyendo que le habían dado el esquinazo. No había ni rastro del sospechoso. Salió con rapidez y vaciló ante la puerta del lavabo de señoras. La anciana empleada, sentada en el umbral e inclinada sobre la calceta, le miró con curiosidad. Miranda le enseñó la chapa de policía, con el yugo y las flechas, y le preguntó si había visto entrar en el lavabo de señoras a un hombre grandote y con barba.
– ¡Tendría que pasar por encima de mi cadáver! -cacareó la mujer.
– Pero, ¿lo ha visto pasar por aquí?
– Son muchos los que entran y salen -dijo ella-. Es imposible recordarlos. Pero le aseguro que ningún hombre ha entrado en el de señoras.
– ¿Y no hay ninguna otra salida?
– Ninguna -dijo la mujer, negando con la cabeza.
Miranda subió corriendo las escaleras, cruzó el bar atestado y salió por la puerta trasera que daba a la calle Drumen, mirando nerviosamente a todas partes, en la creciente oscuridad. Pero sabía que era demasiado tarde.