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RETIRO

Aquella noche, Bernal subió las escaleras de la estación de Retiro con menos entusiasmo que de costumbre, apenas viendo a los restantes usuarios que corrían a casa tras salir del trabajo. El sesgo que tomaban los asesinatos del Metro le alarmaba y estimulaba al mismo tiempo. Casi era como si el asesino quisiera que lo cogiesen o, cuando menos, jugar al gato y al ratón con la policía.

Estaba claro que el psicópata quería provocar el pánico, aunque la llamada del subdirector, a última hora, había revelado que sólo un periódico había recibido la noticia del primer asesinato, merced a un telefonazo anónimo. Cuando el redactor jefe había comprobado la noticia preguntando a un amigo de la DGS, éste se la había confirmado, sin darse cuenta ni acordarse de que se había vetado a la prensa al respecto. A Bernal le parecía muy probable que el comunicante anónimo fuera el asesino, pero, de ser así, ¿por qué no había mencionado también los dos muñecos, si es que él era también el responsable de los mismos? También estaba dentro de lo posible que hubiera sido él quien comunicase a la prensa lo de la chica asesinada en Atocha, Mari Luz Cabrera, aunque en tal caso ello indicaba que el asesino había ido en el mismo tren que el cadáver, quizá trasladándose a otro vagón antes del descubrimiento; de lo contrario, ¿cómo se enteró de que se había descubierto en Atocha y no en una estación anterior o posterior de la Línea 1?

Una vez más probó Bernal a formarse una imagen mental del psicópata a tenor de los pocos hechos e indicios que conocía hasta el momento. Un hombre fornido, de unos cuarenta años, cara chupada y frente con entradas, que sabía un poco de disfraces y de la modelación en cera, y que se sentía lo bastante seguro para citarse con una chica y esperarla en la calle. Luego, a causa de alguna aberración, la mataba en algún lugar apropiado -un taller, un garaje, un sótano- y acto seguido ponía de manifiesto una predilección por la boca manando sangre y la ubicación del cadáver en un tren metropolitano.

Mientras se tomaba su gin-tónic de Larios en el bar de Félix Pérez, masticando distraídamente una tapa de pasta de cangrejo que tenía en el mostrador, Bernal se preguntaba qué género de antigua lesión cerebral habría conducido a semejante cuadro de comportamiento. ¿Qué especie de sexualidad desviada lo explicaba? No había señales de que las chicas hubiesen sido violadas o maltratadas de cualquier otra forma, ni sexualmente ni en general, salvo el método de matar elegido, que parecía haber sido particularmente humano, dentro de la gama de modi interficendi que Bernal había observado a lo largo de su profesión. Además, era un método bastante insólito; tal vez fuera ésta la mejor pista del caso. Bernal se sentía particularmente espoleado por la necesidad de capturar al responsable antes de que muriera otra joven inocente.

No le interesaba el prestigio personal ni el aumento de su reputación, como tal vez fuera el caso de hombres más jóvenes o más ambiciosos. Al fin y al cabo, a los cincuenta y ocho años podía pedir el retiro con todo el sueldo y no tenía el menor deseo de ser un «superpolicía» como los periódicos llamaban ahora a uno de los comisarios mejor situados en el escalafón. Bajo el régimen franquista, raramente se había dado a conocer el nombre de los policías que ocupaban altos cargos, cosa que les había permitido un amplio margen de anonimato y que por ello mismo había despertado el temor popular. Además, a ninguno se le habrían pedido cuentas en aquella época por abuso de poder. En el presente, claro, con la joven democracia, tenían que adoptar un papel más público y algunos de sus colegas ya habían empezado a «cortejar» a la gente representativa de los medios de comunicación social para asegurarse un trato favorable. No era éste el estilo de Bernal. No tenía nada importante que reprocharse por sus actos pasados, aunque sabía que no siempre se había conducido según las normas, sino más bien según una difusa idea de justicia, que nunca había analizado con precisión y que tenía poca relación con las definiciones estrictamente jurídicas del Código Penal.

Tras apurar la ginebra, Bernal dirigió una mirada valorativa al viejo bar, con su altillo de reducidas dimensiones y rejas pintadas de marrón, demasiado pequeñas para sostener a nadie en realidad, su breve hilera de banderitas en honor del Real Madrid y el «reservado», también pequeño, con dos mesas de juego cubiertas por un tapete verde. Esperaba que nunca cambiara, aunque el Madrid antiguo estaba desapareciendo o transformándose a pasos acelerados, y aquél era uno de los pocos bares de la época de principios de siglo que aún sobrevivían cerca del barrio de Salamanca. El dueño se puso a cerrar por la parte de la barra que daba directamente a la calle cuando Bernal se despidió y salió al aire nocturno y frío.

Al entrar en el piso, notó que la puerta tropezaba con algo que había detrás y que no había estado allí al salir por la mañana.

– ¿Geñita? ¿Dónde estás? No puedo entrar. Hay algo que obstruye la puerta.

– Espera, Luis, no empujes. Vas a estropear el piano -la voz de su mujer venía de la terraza.

– Pero si no tenemos piano -exclamó el hombre.

Eugenia llegó sin aliento, sujetando un busto de escayola de Beethoven, que al parecer había estado limpiando con un plumero. El hombre advirtió que la cara y los brazos de la mujer estaban llenos de polvo.

– ¿Qué ha pasado? -preguntó, mientras la mujer movía muebles suficientes para que el hombre entrase-. ¿Y de dónde ha salido todo esto?

– Es de la señora que se murió en el piso de abajo, doña Adoración. Ella y su difundo marido, que Dios los tenga en su gloria, eran muy amantes de la música y su sobrina recibió la última voluntad de la señora en una carta en que dice que quiere que nos quedemos con el piano vertical y algunas otras cosas.

– Pero, Geñita, nosotros no sabemos tocar el piano.

– Ya lo sé, pero es que es de madera de rosal muy mona. Míralo, míralo -con ademán de entendida, pasó los dedos sobre el ya muy gastado barniz-. Más de cien años de antigüedad, y los bonitos candelabros de bronce, que quiero que los atornilles bien. Pensaba que nuestros nietos, cuando vengan, podrían tocar en él.

– Por ahora sólo tenemos uno, Geñita -dijo el hombre con paciencia.

– Pero seguro que tendremos más y que Diego se casará uno de estos días. Sólo hay un inconveniente: no entra por el pasillo por culpa de la esquina. ¿No podrías ayudarme a levantarlo?

– Pero ¿no te das cuenta de que la armazón es de hierro y pesa una tonelada? ¿Cómo lo has subido hasta aquí?

– La portera me mandó a su hermano y su primo, que casualmente habían venido a visitarla, y ellos se las apañaron para subirlo por las escaleras.

– ¿Dónde has pensado ponerlo?

– Creo que quedaría bien en el comedor si trasladamos el aparador a la otra pared.

– Bueno, déjalo estar ahora. Diego me ayudará moverlo por la mañana. Aún no ha venido, ¿no?

– Vino a comer, se echó una siesta de dos horas y luego dijo que tenía que ir a la calle Libreros a comprar unos libros de texto. Le hacen allí el veinte por ciento de descuento -este aspecto le daba una gran satisfacción-. Le di quinientas pesetas. ¿Verdad que no fue demasiado?