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GARCÍA NOBLEJAS

El sol apretaba aquella mañana, a pesar de la brisa que soplaba por la calle de los Hermanos García Noblejas, la arteria de tan largo nombre que iba desde la Cruz de los Caídos, al extremo de Alcalá, hasta el barrio de San Blas. En la punta noroccidental comenzaban las fincas de las clases pudientes, de hermosa vista, pero de la estación metropolitana de Ciudad Lineal hacia el sureste la ancha avenida discurría entre casas obreras de construcción apresurada, aunque, a juzgar por las ocasionales arboledas de los solares embarrados que se abrían entre los edificios, pertenecían a todas luces al estamento superior de la clase trabajadora.

El mercadito que había detrás de la avenida consistía en realidad en una serie de tiendas especializadas, en forma de L, y, salvo dos panaderías, dos churrerías que soltaban humo negro a la hora del desayuno, en que las largas tiras de masa se introducían en aceite hirviendo, unas tiendas de ultramarinos y una lencería, casi todas se habían transformado en bares. Telesforo, el lotero jorobado, recorría dichos bares diariamente a la hora de comer para salir al encuentro de los trabajadores que entraban a tomar una rápida caña de cerveza; todos le conocían y a menudo le invitaban a tomar algo; su consumición preferida era un bíter con alcohol.

Telesforo, aunque no tenía ni idea de teoría económica, había empezado a darse cuenta de que el desempleo y la inflación crecientes aumentaban en realidad la venta de billetes de lotería y por tanto los ingresos procedentes del diez por ciento de comisión que él añadía al valor de los billetes. Cuanto peor lo pasaba la gente, más invertía en el juego. Casi todos aquellos bares estaban alfombrados de boletos que vendía el barman a cinco pesetas unidad para sorteos de poca monta en los que se ofrecían premios de ciento veinticinco a mil pesetas. Los parroquianos llamaban «cromos» a los boletos, porque por lo general llevaban impresa la imagen borrosa y mal coloreada de una modelo en una «pose» bastante salaz.

Le llamaba la atención aquella fiebre del juego que había afectado a la población de los barrios obreros desde que la muerte de Franco viniera a liberalizar las cosas. La lotería nacional que él vendía tenía su tradición, claro, desde el siglo dieciocho (aunque él no lo sabía). Pero consideraba perjudiciales para su negocio, aparte el auge de las quinielas, los sorteos organizados en los bares, las tómbolas y más recientemente los locales de bingo. No obstante, los siete bares del mercadito le habían rentado una comisión de trescientas cincuenta pesetas y cinco invitaciones a beber en el espacio de media hora.

Cruzó la calle para dirigirse a la estación de García Noblejas, con la intención de ir al barrio de la Concepción para comer con su hermana. Las escaleras de la boca del Metro estaban llenas de propaganda electoral y en el vestíbulo donde estaban las taquillas había dos mujeres repartiendo panfletos con una foto de Trotski, pertenecientes a uno de los partidos de extrema izquierda a quienes se había prohibido participar en las elecciones. Telesforo enseñó su billete amarillo de ida y vuelta laboral para que se lo sellara la taquillera, con la que intercambió un cordial saludo, y bajó acto seguido por las escaleras flanqueadas de mármol que llevaban al andén de la dirección América. Aquella línea, la 7, era reciente, y se le antojaba una vergüenza que los azulejos coloreados de las paredes se hubieran ensuciado con pegatinas electorales y pintadas de propaganda.

Tras una larga espera, el pulcro tren azul oscuro y azul claro entró en la estación casi en silencio, emitiendo apenas un siseo de los frenos neumáticos, y, cuando se abrieron las puertas, Telesforo se acomodó en uno de los asientos tapizados en rojo de lo que parecía un vagón vacío. Estuvo ocupado en contar el dinero que llevaba y los billetes de lotería que le quedaban, y pasó cierto tiempo antes de que advirtiese la presencia de una chica alta y extrañamente vestida que se apoltronaba en un asiento del extremo opuesto.

El tren pitó con fuerza y aceleró mientras salía de la estación de García Noblejas. Engolfado en sus cuentas, Telesforo no alzó los ojos cuando llegaron a Ascao, donde no subió nadie. Circunstancia poco sorprendente en realidad, puesto que casi toda la gente trabajaba hasta las dos o dos y media. En la siguiente estación, Pueblo Nuevo, donde se empalmaba con la Línea 5, los pocos pasajeros que ocupaban los otros vagones bajaron para tomar un tren que les llevase al centro de la ciudad.