172925.fb2 El nombre de la rosa - читать онлайн бесплатно полную версию книги . Страница 5

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SEGUNDO DÍA

MAITINES

Donde pocas horas de mística felicidad son interrumpidas por un hecho sumamente sangriento.

Símbolo unas veces del demonio y otras de Cristo resucitado, no existe animal más mudable que el gallo. En nuestra orden los hubo perezosos, que no cantaban al despuntar el sol. Por otra parte, sobre todo en los días de invierno, el oficio de maitines se desarrolla cuando aún es de noche y la naturaleza está dormida, porque el monje debe levantarse en la oscuridad, y en la oscuridad debe orar mucho tiempo, en espera del día, iluminando las tinieblas con la llama de la devoción. Por eso la costumbre prevé sabiamente que algunos monjes no se acuesten como sus hermanos, sino que velen y pasen la noche recitando con ritmo siempre igual el número de salmos que les permita medir el tiempo transcurrido, para que, una vez cumplidas las horas consagradas al sueño de los otros, puedan dar a los otros la señal de despertar.

Así, aquella noche nos despertaron los que recorrían el dormitorio y la casa de los peregrinos tocando una campanilla, mientras uno iba de celda en celda gritando el Benedicamus Domino, al que respondían sucesivos Deo gratias.[43]

Guillermo y yo nos atuvimos al uso benedictino; en menos de media hora estuvimos listos para afrontar la nueva jornada, y nos dirigimos hacia el coro, donde los monjes esperaban arrodillados en el suelo, recitando los primeros quince salmos, hasta que entraran los novicios conducidos por su maestro. Después, cada uno se sentó en su puesto y el coro entonó el Domine labia mea aperies et os meum annuntiabit laudem tuam.[44] El grito ascendió hacia las bóvedas de la iglesia como la súplica de un niño. Dos monjes subieron al púlpito y cantaron el salmo noventicuatro, Venite exultemus, al que siguieron los otros prescriptos. Y sentí el ardor de una fe renovada.

Los monjes estaban en sus asientos, sesenta figuras igualadas por el sayo y la capucha, sesenta sombras apenas iluminadas por la lámpara del gran trípode, sesenta voces consagradas a la alabanza del Altísimo. Y al escuchar aquella conmovedora armonía, preludio de las delicias del paraíso, me pregunté si de verdad la abadía era un sitio de misterios ocultos, de ilícitos intentos de descubrirlos y de oscuras amenazas. Porque en aquel momento la veía, en cambio, como refugio de santos, cenáculo de virtudes, relicario de saber, arca de prudencia, torre de sabiduría, recinto de mansedumbre, bastión de entereza, turíbulo de santidad.

Después de los salmos comenzó la lectura del texto sagrado. Algunos monjes cabeceaban por el sueño, y uno de los que habían velado aquella noche recorría los asientos con una lamparilla para despertar a los que se quedaban dormidos. Cuando eso sucedía, el monje sorprendido in fraganti debía pagar su falta cogiendo la lámpara y continuando la ronda de vigilancia. Después se cantaron otros seis salmos. A los que siguió la bendición del Abad. El semanero pronunció las oraciones, y todos se inclinaron hacia el altar en un minuto de recogimiento cuya dulzura sólo puede comprenderse si se ha vivido alguna vez un momento tan intenso de ardor místico y de profunda paz interior. Finalmente, con la capucha de nuevo sobre el rostro, se sentaron todos y entonaron el solemne Te Deum. También yo alabé al Señor por haberme librado de mis dudas, descargándome de la sensación de inquietud en que me había sumido el primer día pasado en la abadía. Somos seres frágiles, me dije, incluso entre estos monjes doctos y devotos el maligno esparce pequeñas envidias, sutiles enemistades, pero es sólo humo que el viento impetuoso de la fe disipa tan pronto como todos se reúnen en el nombre del Padre, y Cristo vuelve a estar con ellos.

Entre maitines y laudes el monje no regresa a su celda, aunque todavía sea noche cerrada. Los novicios se dirigieron con su maestro hacia la sala capitular, para estudiar los salmos; algunos monjes permanecieron en la iglesia para acomodar los objetos litúrgicos; la mayoría se encaminó al claustro donde en silencio cada uno se hundió en la meditación; y lo mismo hicimos Guillermo y yo. Los sirvientes aún dormían, y seguían durmiendo cuando, con el cielo todavía oscuro, regresamos al coro para el oficio de laudes.

Se entonaron de nuevo los salmos, y uno en especial, entre los previstos para el lunes, volvió a sumirme en los temores de antes: «La culpa se ha apoderado del impío, de lo íntimo de su corazón, no hay temor de Dios en sus ojos, actúa fraudulentamente con él, y así su lengua se vuelve odiosa.» Pensé que era un mal augurio que justo aquel día la regla prescribiese una admonición tan terrible. Tampoco calmó mis palpitaciones de inquietud la habitual lectura del Apocalipsis, que siguió a los salmos de alabanza. Y volví a ver las figuras de la portada que tanto habían subyugado mi corazón y mis ojos el día anterior. Pero después del responsorio, el himno y el versículo, cuando estaba iniciándose el cántico del evangelio, percibí a través de las ventanas del coro, justo encima del altar, una pálida claridad que ya encendía los diferentes colores de las vidrieras, mortificados hasta entonces por la tiniebla. Aún no era la aurora, que triunfaría durante prima, justo en el momento de entonar el Deus qui est sanctorum splendor mirabilis y el Iam lucis orto sidere.[45] Apenas era el débil anuncio del alba invernal, pero bastó, y bastó para reconfortar mi corazón la leve penumbra que en la nave estaba reemplazando a la oscuridad nocturna.

Cantábamos las palabras del libro divino, y, mientras así dábamos testimonio del Verbo que había venido a iluminar a las gentes, me pareció que el astro diurno iba invadiendo el templo con todo su fulgor. Me pareció que la luz, aún ausente, resplandecía en las palabras del cántico, lirio místico que se abría oloroso entre la crucería de las bóvedas. «Gracias, Señor, por ese momento de goce indescriptible», oré en silencio, y dije a mi corazón: «Y tú, necio, ¿qué temes?»

De pronto se alzaron clamores por el lado de la puerta septentrional. Me pregunté cómo podía ser que los sirvientes, que debían de estar preparándose para iniciar sus tareas, perturbasen de aquel modo el oficio sagrado. En ese momento entraron tres porquerizos y, con el terror en el rostro, se acercaron al Abad para susurrarle algo. Al comienzo éste hizo ademán de calmarlos, como si no desease interrumpir el oficio, pero entraron otros sirvientes y los gritos se hicieron más fuertes: «¡Es un hombre, un hombre muerto!», dijo alguien, y otros: «Un monje, ¿no has visto los zapatos?»

Los que estaban orando callaron. El Abad salió a toda prisa, haciéndole una señal al cillerero para que lo siguiese. Guillermo fue tras ellos, pero ya los otros monjes abandonaban sus asientos y se precipitaban fuera de la iglesia.

El cielo estaba claro y la capa de nieve sobre el suelo realzaba la luminosidad de la meseta. Detrás del coro, frente a los chiqueros, donde desde el día anterior se destacaba la presencia del gran recipiente para la sangre de los cerdos, un extraño objeto casi cruciforme asomaba del borde de la tinaja, como dos palos clavados en el suelo, que, cubiertos con trapos, sirviesen para espantar a los pájaros.

Pero eran dos piernas humanas, las piernas de un hombre clavado de cabeza en la vasija llena de sangre.

El Abad ordenó que extrajeran el cadáver del líquido infame (porque, lamentablemente, ninguna persona viva habría podido permanecer en aquella posición obscena). Vacilando, los porquerizos se acercaron al borde y, no sin mancharse, extrajeron la pobre cosa sanguinolenta. Como me habían explicado, si se mezclaba bien en seguida después del sacrificio, y se dejaba al frío, la sangre no se coagulaba, pero la capa que cubría el cadáver empezaba a endurecerse, empapaba la ropa y volvía el rostro irreconocible. Se acercó un sirviente con un cubo de agua y lo arrojó sobre el rostro del miserable despojo. Otro se inclinó con un paño para limpiarle las facciones. Y ante nuestros ojos apareció el rostro blanco de Venancio de Salvernec, el especialista en griego con quien habíamos conversado por la tarde ante los códices de Adelmo.

—Quizás Adelmo se haya suicidado —dijo Guillermo, mirando fijamente aquel rostro— pero sin duda, éste no. Y tampoco cabe pensar que haya trepado por casualidad hasta el borde de la tinaja y haya caído dentro por error.

El Abad se le acercó:

—Como veis, fray Guillermo, algo sucede en la abadía, algo que requiere toda vuestra sabiduría. Pero, os lo suplico, ¡actuad pronto!

—¿Estaba en el coro durante el oficio? —preguntó Guillermo, señalando el cadáver.

—No. Había notado que su asiento estaba vacío.

—¿No faltaba nadie más?

—Me parece que no. No vi nada.

Guillermo vaciló antes de formular la siguiente pregunta, y luego la susurró, cuidando de que nadie más lo escuchara:

—¿Berengario estaba en su sitio?

El Abad lo miró con inquieta admiración, como dando casi a entender que se asombraba de que mi maestro abrigase una sospecha que durante un momento él mismo había abrigado, pero por razones más comprensibles. Después dijo rápidamente:

—Estaba. Su asiento se encuentra en la primera fila, casi a mi derecha.

—Desde luego —dijo Guillermo—, todo esto no significa nada. No creo que nadie, para entrar al coro, haya pasado por detrás del ábside, de modo que el cadáver pudo haber estado aquí desde hace varias horas, al menos desde que todos se fueron a dormir.

—Es cierto, los primeros sirvientes se levantan al alba, y por eso sólo lo han descubierto ahora.

Guillermo se inclinó sobre el cadáver, como si estuviese habituado a tratar con cuerpos muertos. Mojó el paño que yacía a un lado en el agua del cubo y limpió mejor el rostro de Venancio. Entre tanto los otros monjes se apiñaban aterrados, formando un círculo vocinglero que el Abad estaba intentando acallar. Entre ellos se abrió paso Severino, a quien incumbía el cuidado de los cuerpos de la abadía, y se inclinó junto a mi maestro. Para escuchar su diálogo, y para ayudar a Guillermo, que necesitaba otro paño limpio empapado de agua, me uní a ellos, haciendo un esfuerzo para vencer mi terror y mi asco.

—¿Alguna vez has visto un ahogado? —preguntó Guillermo.

—Muchas veces —dijo Severino—. Y, si no interpreto mal lo que insinuáis, su rostro no es como éste; las facciones aparecen hinchadas.

—Entonces el hombre ya estaba muerto cuando alguien lo arrojó a la tinaja.

—¿Por qué habría de hacerlo?

—¿Por qué habría de matarlo? Estamos ante la obra de una mente perversa. Pero ahora hay que ver si el cuerpo presenta heridas o contusiones. Propongo llevarlo a los baños, desnudarlo, lavarlo y examinarlo. En seguida estaré contigo.

Y mientras Severino, una vez recibida la autorización del Abad, hacía transportar el cuerpo por los porquerizos, mi maestro pidió que se ordenara a los monjes regresar al coro por el mismo camino que habían utilizado al venir, y que otro tanto hicieran los sirvientes, para que el espacio quedara vacío. Sin preguntarle la razón de ese pedido, el Abad lo satisfizo. De modo que nos quedamos solos junto a la tinaja, cuya sangre se había derramado en parte durante la macabra operación, manchando de rojo la nieve circundante que el agua vertida había disuelto en varios sitios, solos junto al gran cuajarón oscuro en el lugar donde habían acostado el cadáver.

—Bonito enredo —dijo Guillermo señalando el complejo juego de pisadas que los monjes y los sirvientes habían dejado alrededor—. La nieve, querido Adso, es un admirable pergamino en el que los cuerpos de los hombres escriben con gran claridad. Pero éste es un palimpsesto mal rascado y quizá no logremos leer nada de interés. De aquí a la iglesia, los monjes han pasado en tropel, de aquí al chiquero y a los establos, ha pasado una multitud de sirvientes. El único espacio intacto es el que va de los chiqueros al Edificio. Veamos si descubrimos algo interesante.

—Pero, ¿qué queréis descubrir? —pregunté.

—Si no se arrojó solo al recipiente, alguien lo trajo hasta aquí cuando ya estaba muerto, supongo. Y el que transporta el cuerpo de otro deja huellas profundas en la nieve. Ahora mira si encuentras alrededor unas huellas que te parezcan distintas de las de estos monjes vociferantes que han arruinado nuestro pergamino.

Eso hicimos. Y me apresuro a decir que fui yo, Dios me salve de la vanidad, quien descubrí algo entre el recipiente y el Edificio. Eran improntas de pies humanos, bastante hondas, en una zona por la que nadie había pasado, y, como mi maestro advirtió de inmediato, menos nítidas que las dejadas por los monjes y los sirvientes, signo de que había caído nieve sobre ellas y que, por tanto, databan de más tiempo. Pero lo que nos pareció más interesante fue que entre aquellas improntas había una huella más continua, como de algo arrastrado por el que había dejado las improntas. O sea, una estela que iba de la tinaja a la puerta del refectorio, por el lado del Edificio que estaba entre la torre meridional y la septentrional.

—Refectorio, scriptorium, biblioteca —dijo Guillermo—. De nuevo la biblioteca. Venancio murió en el Edificio, y muy probablemente en la biblioteca.

—¿Por qué justo en la biblioteca?

—Trato de ponerme en el lugar del asesino. Si Venancio hubiese muerto, asesinado, en el refectorio, en la cocina o en el scriptorium, ¿por qué no dejarlo allí? Pero si murió en la biblioteca, había que llevarlo a otro sitio, ya sea porque en la biblioteca nunca lo habrían descubierto (y quizá al asesino le interesaba precisamente que lo descubrieran), o bien porque quizá el asesino no desea que la atención se concentre en la biblioteca.

—¿Y por qué podría interesarle al asesino que lo descubrieran?

—No lo sé. Son hipótesis. ¿Quién te asegura que el asesino mató a Venancio porque lo odiaba? Podría haberlo matado, como a cualquier otro, para significar otra cosa.

—Omnis mundi creatura, quasi liber et scriptura…[46] —murmuré—. Pero, ¿qué tipo de signo sería?

—Eso es lo que no sé. Pero no olvidemos que también existen signos que sólo parecen tales, pero que no tienen sentido, como blitiri o bu-ba-baff…

—¡Sería atroz matar a un hombre para decir bu-ba-baff!

—Sería atroz —comentó Guillermo— matar a un hombre para decir Credu in unum Deum

En ese momento llegó Severino. Había lavado y examinado cuidadosamente el cadáver: Ninguna herida, ninguna contusión en la cabeza. Muerto como por encanto.

—¿Como por castigo divino? —preguntó Guillermo.

—Quizá —dijo Severino.

—¿O por algún veneno?

Severino vaciló:

—También puede ser.

—¿Tienes venenos en el laboratorio? —preguntó Guillermo, mientras nos encaminábamos hacia el hospital.

—También los tengo. Pero depende de lo que entiendas por veneno. Hay sustancias que en pequeñas dosis son saludables, y que en dosis excesivas provocan la muerte. Como todo buen herbolario, las poseo y las uso con discreción. En mi huerto cultivo, por ejemplo, la valeriana. Pocas gotas en una infusión de otras hierbas sirven para calmar al corazón que late desordenadamente. Una dosis exagerada provoca entumecimiento y puede matar.

—¿Y no has observado en el cadáver los signos de algún veneno en particular?

—Ninguno. Pero muchos venenos no dejan huellas.

Habíamos llegado al hospital. El cuerpo de Venancio, lavado en los baños, había sido transportado allí y yacía sobre la gran mesa del laboratorio de Severino: los alambiques y otros instrumentos de vidrio y loza me hicieron pensar (aunque sólo tuviese una idea indirecta del mismo) en el laboratorio de un alquimista. En una larga estantería fijada a la pared externa se veía un nutrido conjunto de frascos, jarros y vasijas con sustancias de diferentes colores.

—Una hermosa colección de simples —dijo Guillermo—. ¿Todos proceden de vuestro jardín?

—No —dijo Severino—. Muchas sustancias, raras y que no crecen en estas zonas, han ido llegando a lo largo de los años, traídas por monjes de todas partes del mundo. Tengo cosas preciosas y rarísimas, junto con otras sustancias que pueden obtenerse fácilmente en la vegetación de este sitio. Mira… alghalingho pesto, procede de Catay, me la dio un sabio árabe. Aloe sucotrino, procede de las Indias, óptimo cicatrizante. Ariento vivo, resucita a los muertos, mejor dicho, despierta a los que han perdido el sentido. Arsénico: peligrosísimo, un veneno mortal para el que lo ingiere. Borraja, planta buena para los pulmones enfermos. Betónica, buena para las fracturas de la cabeza. Almáciga, detiene los flujos pulmonares y los catarros molestos. Mirra…

—¿La de los magos? —pregunté.

—La de los magos, pero aquí sirve para evitar los abortos, y procede de un árbol llamado Balsamodendron myrra. Esta otra es numia, rarísima, producto de la descomposición de los cadáveres momificados, y sirve para preparar muchos medicamentos casi milagrosos. Mandrágora officinalis, buena para el sueño…

—Y para despertar el deseo de la carne —comentó mi maestro.

—Eso dicen, pero aquí no se la usa de esa manera, como podéis imaginar —sonrió Severino—. Mirad esta otra —dijo cogiendo un frasco—, tucia, milagrosa para los ojos.

—¿Y ésta qué es? —preguntó con mucho interés Guillermo tocando una piedra apoyada en un estante.

—¿Esta? Me la regalaron hace tiempo. La llaman lopris amatiti o lapis ematitis. Parece poseer diversas virtudes terapéuticas, pero aún no las he descubierto. ¿La conocéis?

—Sí —dijo Guillermo—. Pero no como medicina.

Extrajo del sayo un cuchillito y lo acercó lentamente a la piedra. Cuando el cuchillito, que su mano desplazaba con mucha delicadeza, estuvo muy cerca de la piedra, vi que la hoja hacía un movimiento brusco, como si Guillermo hubiese perdido el pulso, cosa que no era posible, porque lo tenía muy firme. Y la hoja se adhirió a la piedra con un ruidito metálico.

—¿Ves? —me dijo Guillermo—. Atrae el hierro.

—¿Y para qué sirve?

—Para varias cosas que ya te explicaré. Ahora quisiera saber, Severino, si aquí hay algo capaz de matar a un hombre.

Severino reflexionó un momento, demasiado largo diría yo, dada la nitidez de su respuesta:

—Muchas cosas. Ya te he dicho que el límite entre el veneno y la medicina es bastante tenue, los griegos usaban la misma palabra, pharmacon, para referirse a los dos.

—¿Y no hay nada que os hayan sustraído últimamente?

Severino volvió a reflexionar. Luego, sopesando casi las palabras, dijo:

—Nada, últimamente.

—¿Y en el pasado?

—Quizá. No recuerdo. Hace treinta años que estoy en la abadía, y veinticinco en el hospital.

—Demasiado para una memoria humana —admitió Guillermo. Luego dijo, de pronto—: Ayer hablábamos de plantas que pueden provocar visiones. ¿Cuáles son?

Con gestos y ademanes, Severino dio a entender que le interesaba evitar ese tema:

—Mira, tendría que pensarlo, son tantas las sustancias milagrosas que tengo aquí. Pero, mejor hablemos de Venancio. ¿Qué me dices de él?

—Tendría que pensarlo —contestó Guillermo.

PRIMA

Donde Bencio da Upsala revela algunas cosas, Berengario da Arundel revela otras, y Adso aprende en qué consiste la verdadera penitencia.

El desgraciado incidente había trastornado la vida de la comunidad. La agitación debida al hallazgo del cadáver había interrumpido el oficio sagrado. El Abad había ordenado en seguida a los monjes que regresaran al coro para orar por el alma de su hermano.

Las voces de los monjes eran entrecortadas. Nos situamos en una posición que nos permitiese estudiar sus fisonomías en los momentos en que, según la liturgia, no tuvieran puesta la capucha. En seguida divisamos el rostro de Berengario. Pálido, contraído, reluciente de sudor. El día anterior habíamos oído en dos ocasiones rumores sobre él y las relaciones especiales que tenía con Adelmo. Lo llamativo no era el hecho de que, siendo coetáneos, fuesen amigos, sino el tono evasivo con que se había aludido a aquella amistad.

Junto a él percibimos a Malaquías. Oscuro, ceñudo, impenetrable. Junto a Malaquías, el rostro igualmente impenetrable del ciego Jorge. Nos llamó la atención, en cambio, el nerviosismo de Bencio de Upsala, el estudioso de retórica que habíamos conocido el día anterior en el scriptorium, y sorprendimos una rápida mirada que lanzó en dirección a Malaquías.

—Bencio está nervioso; Berengario, aterrado —observó Guillermo—. Habrá que interrogarlos en seguida.

—¿Por qué? —pregunté ingenuamente.

—Nuestro oficio es duro. Duro oficio el del inquisidor; tiene que golpear a los más débiles, y cuando mayor es su debilidad.

En efecto: apenas acabado el oficio, nos acercamos a Bencio, que se dirigía a la biblioteca. El joven pareció contrariado al oír que Guillermo lo llamaba, y pretextó débilmente que tenía trabajo. Parecía con prisa por llegar al scriptorium. Pero mi maestro le recordó que el Abad le había encargado una investigación, y lo condujo al claustro. Nos sentamos en el parapeto interno, entre dos columnas. Bencio esperaba que Guillermo hablase, echando cada tanto miradas hacia el Edificio.

—Entonces —preguntó Guillermo—, ¿qué se dijo aquel día en que Adelmo, tú, Berengario, Venancio, Malaquías y Jorge discutisteis sobre los marginalia?

—Ya lo oísteis ayer. Jorge señaló que no es lícito adornar con imágenes risibles los libros que contienen la verdad. Venancio observó que el propio Aristóteles había hablado de los chistes y de los juegos de palabras como instrumentos para descubrir mejor la verdad, y que, por tanto, la risa no debía de ser algo malo si podía convertirse en vehículo de la verdad. Jorge señaló que, por lo que recordaba, Aristóteles había hablado de esas cosas en el libro de la Poética y refiriéndose a las metáforas. Y que ya eran dos circunstancias inquietantes: primero, porque la Poética, durante tanto tiempo ignorada por el mundo cristiano, y quizá por decreto divino, nos ha llegado a través de los moros infieles…

—Pero fue traducida al latín por un amigo del angélico doctor de Aquino —observó Guillermo.

—Eso fue lo que yo le dije —comentó Bencio, reanimándose de pronto—. Conozco poco el griego y pude acercarme a ese gran libro precisamente a través de la traducción de Guillermo de Moerbeke. Así se lo dije. Pero Jorge añadió que el segundo motivo para inquietarse era que el Estagirita se refería allí a la poesía, que es una disciplina sin importancia y que vive de figmenta. A lo que Venancio replicó que también los salmos son obra de poesía y utilizan metáforas, y Jorge montó en cólera porque, dijo, los salmos son obra de inspiración divina y utilizan metáforas para transmitir la verdad, mientras que en sus obras los poetas paganos utilizan metáforas para transmitir la mentira y sólo para proporcionar deleite, cosa que me ofendió sobremanera…

—¿Por qué?

—Porque me ocupo de retórica, y leo a muchos poetas paganos y sé… mejor dicho, creo que a través de su palabra también se han transmitido verdades naturaliter cristiane… Total que, en ese momento, si mal no recuerdo, Venancio mencionó otros libros y Jorge se enfureció mucho.

—¿Qué libros?

Bencio vaciló antes de responder:

—No recuerdo. ¿Qué importa de qué libros se habló?

—Importa mucho, porque estamos tratando de comprender algo que ha sucedido entre hombres que viven entre los libros, con los libros, de los libros, y, por tanto, también es importante lo que dicen sobre los libros.

—Es cierto —dijo Bencio, sonriendo por primera vez y con el rostro casi iluminado—. Vivimos para los libros. Dulce misión en este mundo dominado por el desorden y la decadencia. Entonces quizá podáis comprender lo que sucedió aquel día. Venancio, que conoce… que conocía muy bien el griego, dijo que Aristóteles había dedicado especialmente a la risa el segundo libro de la Poética y que si un filósofo tan grande había consagrado todo un libro a la risa, la risa debía de ser algo muy importante. Jorge dijo que muchos padres habían dedicado libros enteros al pecado, que es algo importante pero muy malo, y Venancio replicó que por lo que sabía Aristóteles había dicho que la risa era algo bueno, y adecuado para la transmisión de la verdad, y entonces Jorge le preguntó desafiante si acaso había leído ese libro de Aristóteles, y Venancio dijo que nadie podía haberlo leído todavía porque nunca se había encontrado y quizá estaba perdido. Y, en efecto, nadie ha podido leer el segundo libro de la Poética. Guillermo de Moerbeke nunca lo tuvo entre sus manos. Entonces Jorge dijo que si no lo habían encontrado era porque nunca se había escrito, porque la providencia no quería que se glorificaran cosas frívolas. Yo quise calmar los ánimos, porque Jorge monta fácilmente en cólera y Venancio lo estaba provocando con sus palabras, y dije que en la parte de la Poética que conocemos, y en la Retórica, se encuentran muchas observaciones sabias sobre los enigmas ingeniosos, Venancio estuvo de acuerdo conmigo. Ahora bien, con nosotros estaba Pacifico da Tivoli, que conoce bastante bien los poetas paganos, y dijo que en cuando a enigmas ingeniosos nadie supera a los poetas africanos. Citó, incluso, el enigma del pez, de Sinfosio:

Est domus in terris, clara quae voce resultat.Ipsa domus resonat, tacitus sed non sonat hospes.Ambo tamen currunt, hospes simul et domus una.[47]

Entonces Jorge dijo que Jesús había recomendado que nuestro discurso fuese por sí o por no, y que el resto procedía del maligno. Y que bastaba decir pez para nombrar al pez, sin ocultar su concepto con sonidos engañosos. Y añadió que no le parecía prudente tomar a los africanos como modelo… Y entonces…

—¿Entonces?

—Entonces sucedió algo que no comprendí. Berengario se echó a reír. Jorge lo reconvino y él dijo que reía porque se le había ocurrido que buscando bien entre los africanos podrían encontrarse enigmas de muy otro tipo, y no tan fáciles como el del pez. Malaquías, que estaba presente, se puso furioso, y casi cogió a Berengario por la capucha, ordenándole que atendiese sus tareas… Berengario, como sabéis, es su ayudante…

—¿Y después?

—Después Jorge puso fin a la discusión alejándose. Todos volvimos a nuestras ocupaciones, pero mientras trabajábamos vi primero a Venancio y luego a Adelmo que se acercaban a Berengario para preguntarle algo. Desde lejos me di cuenta de que intentaba zafarse, pero a lo largo del día ambos volvieron a acercársele. Y aquella misma tarde vi a Berengario y Adelmo confabulando en el claustro, antes de dirigirse los dos al refectorio. Ya está, esto es todo lo que yo sé.

—O sea que sabes que las dos personas que han muerto recientemente en circunstancias misteriosas le habían preguntado algo a Berengario —dijo Guillermo.

Bencio respondió incómodo:

—¡No he dicho eso! He dicho qué sucedió aquel día, y porque vos me lo habíais preguntado… —Reflexionó un instante y luego añadió deprisa—: Pero si queréis conocer mi opinión, Berengario les habló de algo que hay en la biblioteca. Allí es donde deberíais buscar.

—¿Por qué piensas en la biblioteca? ¿Qué quiso decir Berengario cuando habló de buscar entre los africanos? ¿No quería decir que había que leer mejor a los poetas africanos?

—Quizá, eso pareció decir, pero entonces ¿por qué se pondría tan furioso Malaquías? En el fondo, es él quien decide si debe permitir o no la lectura de un libro de poetas africanos. Pero yo sé algo: al hojear el catálogo de los libros, se encuentra, entre las indicaciones que sólo conoce el bibliotecario, una, muy frecuente, que dice «Africa», y he encontrado incluso una que decía «finis Africae». En cierta ocasión, pedí un libro que llevaba ese signo, no recuerdo cuál, el título había despertado mi curiosidad. Y Malaquías me dijo que los libros que llevaban ese signo se habían perdido. Eso es lo que sé. Por esto os digo: bien, vigilad a Berengario, y vigiladlo cuando sale de la biblioteca. Nunca se sabe.

—Nunca se sabe —concluyó Guillermo despidiéndolo.

Después empezó a pasear por el claustro conmigo, y observó que: en primer lugar, Berengario era de nuevo blanco de las murmuraciones de sus hermanos; y, en segundo lugar, Bencio parecía ansioso por empujarnos hacia la biblioteca. Yo dije que quizá quería que descubriésemos ciertas cosas que también él quería conocer, y Guillermo admitió que bien podía ser así, pero que igual cabía la posibilidad de que empujándonos hacia la biblioteca estuviese alejándonos de otro sitio. ¿Cuál?, pregunté. Y Guillermo dijo que no lo sabía, quizá el scriptorium, la cocina, el coro, el dormitorio, el hospital. Yo dije que el día anterior había sido él, Guillermo, quien estaba fascinado por la biblioteca, y él me contestó que quería dejarse fascinar por las cosas que le gustaban y no por las que le aconsejaban otros. Aunque, sin embargo, debíamos vigilar la biblioteca, y aunque, a aquella altura de los acontecimientos, tampoco hubiera estado mal que intentásemos encontrar la manera de penetrar en ella. Porque las circunstancias ya lo autorizaban a sentirse curioso dentro de los límites de la cortesía y del respeto por los usos y las leyes de la abadía.

Nos estábamos alejando del claustro. Los sirvientes y los novicios salían de la iglesia, porque había acabado la misa. Y al doblar hacia el lado occidental del templo divisamos a Berengario, que salía por la puerta del transepto para dirigirse al Edificio a través del cementerio. Guillermo lo llamó, él se detuvo, y nos acercamos. Estaba todavía más turbado que cuando lo habíamos visto en el coro, y comprendí que Guillermo decidía aprovechar su estado de ánimo, como ya había hecho con Bencio.

—De modo que, al parecer, fuiste el último que vio a Adelmo con vida —le dijo.

Berengario vaciló, como si estuviera por desmayarse: «¿Yo?», preguntó con un hilo de voz. Guillermo había lanzado la pregunta casi al azar, probablemente porque Bencio le había dicho que después de vísperas ambos habían estado confabulando en el claustro. Pero debía de haber dado en el blanco. Y era evidente que Berengario estaba pensando en otro encuentro, que realmente había sido el último, porque empezó a hablar en forma entrecortada.

—¿Cómo podéis decir eso? ¡Lo vi antes de irme a dormir, como todos los demás!

Entonces Guillermo decidió que valía la pena acosarlo:

—No, tú lo viste después, y sabes más de lo que demuestras. Pero ya hay dos muertos en danza y no puedes seguir callando. ¡Sabes muy bien que hay muchas maneras de hacer hablar a una persona!

Más de una vez Guillermo me había dicho que, incluso cuando era inquisidor, no había recurrido jamás a la tortura, pero Berengario pensó que aludía a ella (o bien Guillermo le dio pie para que lo pensara). En cualquier caso, la estratagema dio resultado.

—Sí, sí —dijo Berengario, echándose a llorar sin dejar de hablar al mismo tiempo—; vi a Adelmo aquella noche, ¡pero cuando ya estaba muerto!

—¿Cómo? —inquirió Guillermo—. ¿Al pie del barranco?

—No, no, lo vi en el cementerio. Caminaba entre las tumbas, espectro entre espectros. Me bastó verle para darme cuenta de que ya no formaba parte de los vivos, su rostro era el de un cadáver, sus ojos contemplaban el castigo eterno. Por supuesto, sólo a la mañana siguiente, cuando supe que había muerto, comprendí que me había topado con su fantasma, pero incluso entonces había advertido que estaba teniendo una visión y que mis ojos contemplaban un alma condenada, un lémur ¡Oh, Señor, con qué voz de ultratumba me habló!

—¿Qué dijo?

—«¡Estoy condenado!»; eso dijo. «Este que ves aquí es uno que vuelve del infierno y que al infierno debe regresar». Esto dijo. Y yo le pregunté a gritos: «¡Adelmo! ¿De veras vienes del infierno? ¿Cómo son las penas del infierno?» Y entre tanto yo temblaba, porque acababa de salir del oficio de completas, donde había escuchado la lectura de unas páginas terribles acerca de la ira del Señor. Y entonces me dijo: «Las penas del infierno son infinitamente más grandes de lo que nuestra lengua es capaz de describir. ¿Ves», dijo, «esta capa de sofismas en la que he estado envuelto hasta hoy? Pues me pesa y me aplasta como si llevase sobre los hombros la torre más grande de París o la montaña más grande del mundo. Y nunca podré quitármela de encima. Y este castigo me lo ha impuesto la justicia divina por haberme vanagloriado, por haber creído que mi cuerpo era un sitio de delicias, por haber supuesto que sabía más que los otros, y por haberme deleitado con cosas monstruosas y, al anhelarlas en mi imaginación, haberlas convertido en cosas aún más monstruosas dentro de mi alma. Y ahora tendré que vivir con ellas toda la eternidad. ¿Ves? ¡El forro de esta capa es todo como de brasas y fuego vivo, y es este el fuego que abrasa mi cuerpo, y este castigo se me ha impuesto por el pecado deshonesto de la carne, a cuyo vicio me entregué, y ahora este fuego me inflama y me quema sin cesar! ¡Acerca tu mano, bello maestro!», añadió, «para que de este encuentro puedas extraer una enseñanza útil, en pago de las muchas que de ti he recibido, ¡acerca tu mano, bello maestro!» Y sacudió un dedo de la suya, que ardía, y una pequeña gota de sudor cayó sobre mi mano, y sentí como si me la hubiese perforado, hasta el punto de que por muchos días la llevé oculta, para que la marca no se viese. Dicho eso, desapareció entre las tumbas, y a la mañana siguiente supe que el cuerpo que tanto me había aterrorizado estaba ya muerto al pie del torreón.

Berengario jadeaba, y lloraba. Guillermo le preguntó:

—¿Y por qué te llamó bello maestro? Teníais la misma edad. ¿Acaso le habías enseñado algo?

Berengario se tapó la cara con la capucha y cayó de rodillas, abrazando las piernas de Guillermo:

—¡No sé, no sé por qué me llamó así, yo no le enseñé nada! —Y estalló en sollozos—: ¡Padre, tengo miedo, quiero confesarme con vos, apiadaos de mí, un diablo me come las entrañas!

Guillermo lo apartó de sí y le tendió su mano para que se pusiera de pie.

—No, Berengario, no me pidas que te confiese. No cierres mis labios abriendo los tuyos. Lo que quiero saber de ti, me lo dirás de otro modo. Y, si no me lo dices, lo descubriré por mi cuenta. Pídeme misericordia, si quieres, pero no me pidas silencio. Son demasiados los que callan en esta abadía. Dime mejor cómo viste que su rostro estaba pálido si era noche cerrada, cómo pudiste quemarte la mano si llovía, granizaba o nevaba, qué hacías en el cementerio. ¡Vamos! —Y lo sacudió de los hombros, con brutalidad— ¡Dime eso al menos!

A Berengario le temblaba todo el cuerpo:

—No sé qué hacía en el cementerio, no recuerdo. No sé cómo vi su rostro, quizá llevaba yo una luz… No, él llevaba una luz, una vela, quizá viese su rostro a la luz de la llama…

—¿Cómo podía llevar una luz si llovía y nevaba?

—Era después de completas, en seguida después de completas todavía no nevaba, empezó después… Recuerdo que empezaban a caer las primeras ráfagas mientras yo huía hacia el dormitorio. Huía hacia el dormitorio, y el fantasma se alejaba en dirección opuesta… Después no recuerdo nada más. Os lo ruego, no sigáis interrogándome, ya que no queréis confesarme.

—Bueno —dijo Guillermo—, ahora ve, ve al coro, ve a hablar con el Señor, ya que no quieres hablar con los hombres, o ve a buscar a un monje que quiera escuchar tu confesión. Porque si desde aquella noche no has confesado tus pecados, cada vez que te acercaste a los sacramentos cometiste sacrilegio. Ve. Ya volveremos a vernos.

Berengario se alejó corriendo. Y Guillermo se restregó las manos, como le había visto hacer siempre que estaba satisfecho por algo.

—Bueno —dijo—, ahora se han aclarado muchas cosas.

—¿Aclarado, maestro? ¿Aclarado ahora que también tenemos el fantasma de Adelmo?

—Querido Adso, ese fantasma me parece bastante sospechoso, y, en cualquier caso, recitó una página que ya he leído en algún libro para uso de los predicadores. Me parece que estos monjes leen demasiado, y luego, cuando se excitan, reviven las visiones que tuvieron mientras leían. No sé si de veras Adelmo dijo esas cosas, o Berengario las escuchó porque necesitaba escucharlas. El hecho es que esta historia confirma varias hipótesis que había formulado. Por ejemplo: Adelmo se suicidó, y la historia de Berengario nos dice que, antes de morir, estuvo dando vueltas, presa de una gran excitación, y arrepentido por algo que había hecho. Estaba excitado y asustado por su pecado, porque alguien lo había asustado, e, incluso, es probable que le hubiese contado el episodio de la aparición infernal que luego, con tanta y alucinante maestría, le recitó a su vez a Berengario. Y pasaba por el cementerio porque venía del coro, donde había hablado (o se había confesado) con alguien que le había infundido terror y remordimientos. Y de allí se alejó, como revela la historia de Berengario, en dirección opuesta al dormitorio. O sea hacia el Edificio, pero también (es posible) hacia la muralla, a la altura de los chiqueros, desde donde he deducido que debió de arrojarse al barranco. Y se arrojó antes de la tormenta, murió al pie de la muralla, y sólo más tarde el derrumbamiento arrastró su cadáver hasta un punto situado entre la torre septentrional y la oriental.

—Pero, ¿y la gota de sudor ardiente?

—Ya figuraba en la historia que había escuchado y que después repitió, o que Berengario se imaginó en medio de la excitación y del remordimiento que lo dominaban. Porque, ya oíste cómo hablaba: al remordimiento de Adelmo corresponde, como antistrofa, el remordimiento de Berengario. Y, si Adelmo venía del coro, es probable que llevase un cirio, y la gota que cayó sobre la mano de su amigo sólo era una gota de cera. Pero, sin duda, la quemadura que sintió Berengario fue mucho más intensa para él porque Adelmo lo llamó maestro. O sea que Adelmo le reprochaba haberle enseñado algo que ahora lo sumía en una desesperación mortal. Y Berengario lo sabe, y sufre porque sabe que empujó a Adelmo hacia la muerte haciéndole hacer algo que no debía. Y después de lo que hemos oído decir de nuestro ayudante de bibliotecario, no es difícil imaginar, querido Adso, de qué puede tratarse.

—Creo que comprendo lo que sucedió entre ambos —dije avergonzándome de mi sagacidad—, pero, ¿no creemos todos en un Dios de misericordia? Decís que probablemente Adelmo acababa de confesarse: ¿por qué trató de castigar su primer pecado con un pecado, sin duda, aún mayor o, al menos, igual de grave?

—Porque alguien le dijo cosas que lo sumieron en la desesperación. Ya te he dicho que las palabras que asustaron a Adelmo, y con las que luego éste asustó a Berengario, procedían de algún libro de los que ahora suelen utilizar los predicadores, y que alguien se había servido de ellas para amonestar a Adelmo. Nunca como en estos últimos años los predicadores han ofrecido al pueblo, para estimular su piedad y su terror (así como su fervor y su respeto por la ley humana y divina), palabras tan truculentas, tan perturbadoras y tan macabras. Nunca como en nuestros días se han alzado, en medio de las procesiones de flagelantes, alabanzas más intensas, inspiradas en los dolores de Cristo y de la Virgen ; nunca como hoy se ha insistido en excitar la fe de los simples describiéndoles las penas del infierno.

—Quizá sea por necesidad de penitencia —dije.

—Adso, nunca he oído invocar más la penitencia que en esta época, en la que ni los predicadores ni los obispos ni tampoco mis hermanos, los espirituales, logran ya promover la verdadera penitencia.

—Pero la tercera edad, el papa angélico, el capítulo de Perusa… —dije confundido.

—Nostalgias. La gran época de la penitencia ha terminado. Por esto hasta el capítulo general de la orden puede hablar de penitencia. Hace cien o doscientos años soplaron vientos de renovación. Entonces, bastaba hablar de penitencia para ganarse la hoguera, ya fuese uno santo o hereje. Ahora cualquiera habla de ella. En cierto sentido, hasta el papa lo hace. No te fíes de las renovaciones del género humano que se comentan en las curias y en las cortes.

—Pero fray Dulcino… —me atreví a decir, curioso por saber más de aquél cuyo nombre había oído pronunciar varias veces el día anterior.

—Murió, y mal, como había vivido, porque también él llegó demasiado tarde. Además, ¿qué sabes tú de él?

—Nada, por eso os pregunto…

—Preferiría no hablar nunca de él. Tuve que ocuparme de algunos de los llamados apóstoles, y pude observarlos de cerca. Una historia triste. Te llenaría de confusión. Al menos así sucedió en mi caso. Y mayor confusión sentirías al enterarte de mi incapacidad para juzgar aquellos hechos. Es la historia de un hombre que cometió insensateces porque puso en práctica lo que había oído predicar a muchos santos. En determinado momento, ya no pude saber quién tenía la culpa, me sentí como… como obnubilado por el aire de familia que soplaba en los dos campos enfrentados: el de los santos que predicaban la penitencia y el de los pecadores que la ponían en práctica, a menudo a expensas de los otros… Pero estaba hablando de otra cosa. O quizá no, quizá siempre he hablado de lo mismo: acabada la época de la penitencia, la necesidad de penitencia se transformó para los penitentes en necesidad de muerte. Y para derrotar a la penitencia verdadera, que engendraba la muerte, quienes mataron a los penitentes enloquecidos, devolviendo la muerte a la muerte, reemplazaron la penitencia del alma por una penitencia de la imaginación, que apela a visiones sobrenaturales de sufrimiento y de sangre, espejo, según ellos, de la penitencia verdadera. Un espejo que impone en vida, a la imaginación de los simples, y a veces incluso a la de los doctos, los tormentos del infierno. Según dicen, para que nadie peque. Esperando que el miedo aparte a las almas del pecado, y confiando en poder reemplazar la rebeldía por el miedo.

—Pero; ¿es verdad que así no pecarán? —pregunté ansioso.

—Depende de lo que entiendas por pecar, Adso —dijo mi maestro—. No quisiera ser injusto con la gente de este país en el que vivo desde hace varios años, pero me parece que la poca virtud de los italianos se revela en el hecho de que, si no pecan, es por miedo a algún ídolo, aunque digan que se trata de un santo. San Sebastián o San Antonio les infunden más miedo que Cristo. Si alguien desea conservar limpio un lugar, lo que hace en este país para evitar que lo meen, porque en esto los italianos son como los perros, es grabar con el buril[48] a cierta altura una imagen de San Antonio, y eso basta para alejar a los que quieran mear en dicho sitio. Así los italianos, incitados por sus predicadores, corren el riesgo de volver a las antiguas supersticiones. Y ya no creen en la resurrección de la carne; sólo tienen miedo a las heridas corporales y a las desgracias, y por eso temen más a San Antonio que a Cristo.

—Pero Berengario no es italiano —observé.

—No importa, me refiero al clima que la iglesia y los predicadores han difundido por esta península, y que desde aquí se difunde a todas partes. Y que llega, incluso, a una venerable abadía habitada por monjes doctos como éstos.

—Pero, al menos, no pecarán —insistí, porque estaba dispuesto a contentarme con eso.

—Si esta abadía fuese un speculum mundi, ya tendrías la respuesta.

—Pero, ¿lo es?

—Para que haya un espejo del mundo es preciso que el mundo tenga una forma —concluyó Guillermo, que era demasiado filósofo para mi mente adolescente.

TERCIA

Donde se asiste a una riña entre personas vulgares, Aymaro d’Alessandria hace algunas alusiones y Adso medita sobre la santidad y sobre el estiércol del demonio. Después, Guillermo y Adso regresan al scriptorium, Guillermo ve algo interesante, mantiene una tercera conversación sobre la licitud de la risa, pero, en definitiva, no puede mirar donde querría.

Antes de subir al scriptorium pasamos por la cocina para alimentarnos, porque desde la hora de despertar no habíamos tomado nada. Me recuperé en seguida con una escudilla de leche caliente. La gran chimenea situada en la pared sur ardía ya como una fragua, y en el horno se estaba cociendo el pan para el día. Dos cabreros estaban descargando el cuerpo de una oveja que acababan de matar. Percibí a Salvatore entre los cocineros, y me sonrió con su boca de lobo. Y vi que cogía de una mesa un resto del pollo de la noche pasada, y lo entregaba a escondidas a los cabreros, quienes con un guiño de satisfacción lo metieron en sus chaquetas. Pero el cocinero jefe se dio cuenta y regañó a Salvatore:

—¡Cillerero, cillerero —dijo—, debes administrar los bienes de la abadía, no despilfarrarlos!

—¡Filii Dei son! —dijo Salvatore—. ¡Jesús dijo que facite por él lo que facite a uno de estos pueri![49]

—¡Fraticello de mis calzones, franciscano pedorrero! —le gritó entonces el cocinero—. ¡Ya no estás entre tus frailes mendigos! ¡De proveer a los hijos de Dios se encargará la misericordia del Abad!

El rostro de Salvatore se oscureció, y exclamó revolviéndose en un acceso de ira:

—¡No soy un fraticello franciscano! ¡Soy un monje Sancti Benedicti! ¡Merdre à toy, bogomilo de mierda!

—¡Bogomila la ramera que te follas de noche con tu verga herética, cerdo! —gritó el cocinero.

Salvatore hizo salir aprisa a los cabreros y, al pasar junto a nosotros, nos miró preocupado:

—¡Fraile —le dijo a Guillermo—, defiende tu orden, que no es la mía, explícale que los filios Francisci non ereticos esse![50] —Y después me susurró al oído—: Ille menteur, pufff —y escupió al suelo.

El cocinero lo echó de mala manera y cerró la puerta tras él.

—Fraile —le dijo a Guillermo con respeto—, no hablaba mal de vuestra orden y de los hombres santísimos que la integran. Le hablaba a ese falso franciscano y falso benedictino que no es ni carne ni pescado.

—Sé de dónde viene —dijo Guillermo con tono conciliador—. Pero ahora es un monje como tú y le debes fraterno respeto.

—Pero mete las narices donde no debe meterlas, porque lo protege el cillerero, y cree que él es el cillerero. ¡Dispone de la abadía como si le perteneciese, tanto de día como de noche!

—¿Por qué de noche? —preguntó Guillermo.

El cocinero hizo un gesto como para dar a entender que no quería hablar de cosas poco virtuosas. Guillermo no insistió, y acabó de beber su leche.

Mi curiosidad era cada vez mayor. El encuentro con Ubertino, los rumores sobre el pasado de Salvatore y del cillerero, las alusiones cada vez más frecuentes a los fraticelli y a los franciscanos heréticos, la reticencia del maestro a hablarme de fray Dulcino… En mi mente empezaban a ordenarse una serie de imágenes. Por ejemplo, mientras viajábamos habíamos encontrado al menos en dos ocasiones una procesión de flagelantes. A veces la población los miraba como santos; otras, en cambio, empezaba a correr el rumor de que eran herejes. Sin embargo, eran siempre los mismos. Caminaban en fila de a dos por las calles de la ciudad, sólo cubiertos en las partes pudendas, pues ya no tenían sentido de la vergüenza. Cada uno empuñaba un flagelo de cuero, y con él se iban azotando las espaldas hasta sacarse sangre; y vertiendo abundantes lágrimas, como si estuviesen viendo la pasión del Salvador, imploraban con un canto lastimero la misericordia del Señor y el auxilio de la Madre de Dios. No sólo de día, sino también de noche, portando cirios encendidos, a pesar del rigor del invierno, acudían en tropel a las iglesias y se arrodillaban humildemente ante los altares, precedidos por sacerdotes con cirios y estandartes, y no sólo hombres y mujeres del pueblo, sino también nobles matronas, y mercaderes… Y entonces se producían grandes actos de penitencia. Los ladrones devolvían lo robado, y otros confesaban sus crímenes.

Pero Guillermo los había mirado con frialdad y me había dicho que aquella no era verdadera penitencia. Hacía un momento me lo había repetido: el período de la gran purificación penitencial había acabado, y lo que veíamos era obra de los propios predicadores, que organizaban la devoción de las muchedumbres para evitar que éstas fuesen presa de otro deseo de penitencia… Este sí herético, y al que todos tenían miedo. Pero yo era incapaz de percibir la diferencia, aunque existiese. Me parecía que esa diferencia no residía en lo que hacían unos y otros, sino en la mirada con que la iglesia juzgaba los actos de unos y de otros.

Pensé en la discusión con Ubertino. Sin duda, Guillermo había argumentado bien, había intentado decirle que no era mucha la diferencia entre su fe mística (y ortodoxa) y la fe perversa de los herejes. Ubertino se había indignado, como si para él la diferencia estuviese clarísima. Y yo me había quedado con la impresión de que Ubertino era diferente precisamente porque era el que sabía percibir la diferencia. Guillermo se había sustraído a los deberes de la Inquisición porque ya no era capaz de percibirla. Por eso no podía hablarme de aquel misterioso fray Dulcino. Pero entonces (me decía) era evidente que Guillermo había perdido la ayuda del Señor, que no sólo enseña a percibir la diferencia, sino que también, por decirlo así, señala a sus elegidos otorgándoles tal capacidad de discriminación. Ubertino y Chiara da Montefalco (a pesar de estar rodeada de pecadores) habían conservado la santidad justamente porque eran capaces de discriminar. Esa y no otra cosa era la santidad.

Pero ¿por qué Guillermo no era capaz de discriminar? Sin embargo, era un hombre muy agudo, y en lo referente a los hechos naturales era capaz de percibir la mínima desigualdad y el mínimo parentesco entre las cosas…

Estaba sumido en estos pensamientos, mientras Guillermo acababa de beber su leche, cuando oímos un saludo. Era Aymaro d’Alessandria, a quien ya habíamos conocido en el scriptorium, y cuyo rostro me había llamado la atención: una sonrisa de mofa permanente, como si la fatuidad de los seres humanos ya no lo engañase, como si tampoco le pareciera demasiado importante esa tragedia cósmica.

—¿Entonces, fray Guillermo, ya os habéis acostumbrado a esta cueva de locos?

—Me parece un sitio habitado por hombres admirables en mérito, tanto a su santidad como a su doctrina —dijo cautamente Guillermo.

—Lo era. Cuando los abades se comportaban como abades y los bibliotecarios como bibliotecarios. Ahora, ya habéis visto lo que sucede allí arriba —y señaló el primer piso—, ese alemán medio muerto, con ojos de ciego, sólo tiene oídos para escuchar devotamente los delirios de ese español ciego, con ojos de muerto. Pareciera que el Anticristo fuese a llegar cualquiera de estos días, se rascan pergaminos pero entran poquísimos libros nuevos… Mientras aquí hacemos eso, allá abajo, en las ciudades, se actúa… Hubo tiempos en los que desde nuestras abadías se gobernaba el mundo. Hoy, ya lo veis, el emperador nos usa para que sus amigos puedan encontrarse con sus enemigos (algo he sabido de vuestra misión, los monjes hablan y hablan, no tienen otra cosa que hacer), pero sabe que el país se gobierna desde las ciudades. Nosotros seguimos recogiendo el grano y criando gallinas, mientras allí abajo cambian varas de seda por piezas de lino, y piezas de lino por sacos de especias, y todo ello por buen dinero. Nosotros custodiamos nuestro tesoro, pero allá abajo se acumulan tesoros. Y también libros. Y más bellos que los nuestros.

—En el mundo suceden. Sí, muchas cosas nuevas. Pero, ¿por qué pensáis que la culpa es del Abad?

—Porque ha dejado la biblioteca en manos de extranjeros, y gobierna la abadía como una fortaleza cuya función fuese defender la biblioteca. Una abadía benedictina, situada en esta comarca italiana, debería ser un sitio donde decidieran los italianos, y como italianos. ¿Qué hacen hoy los italianos, que ni siquiera tienen un papa? Comercian, y fabrican, y son más ricos que el rey de Francia. Entonces, hagamos lo mismo nosotros: si sabemos hacer bellos libros, fabriquémoslos para las universidades, e interesémonos por lo que sucede allá abajo. No me refiero al emperador, con todo el respeto por vuestra misión, fray Guillermo, sino a lo que hacen los boloñeses a los florentinos. Desde aquí podríamos controlar el paso de los peregrinos y los mercaderes que van desde Italia a la Provenza, y viceversa. Abramos la biblioteca a los textos escritos en lengua vulgar, y subirán hasta aquí incluso aquellos que ya no escriben en latín. En cambio, nos domina un grupo de extranjeros, que siguen dirigiendo la biblioteca como si en Cluny fuese todavía abad el buen Odilon.

—Pero el Abad es italiano —dijo Guillermo.

—Aquí el Abad no cuenta para nada —dijo Aymaro, siempre con su sonrisa de mofa—. En lugar de cabeza tiene un armario de la biblioteca, con carcoma. Para contrariar al papa, deja que la abadía sea invadida por fraticelli… Me refiero, fraile, a esos herejes, tránsfugas de vuestra orden santísima. Y, para agradar al emperador, hace venir monjes de todos los monasterios del norte, como si aquí no tuviésemos excelentes copistas, y hombres que saben griego y árabe, y como si en Florencia o en Pisa no hubiese hijos de mercaderes, ricos y generosos, dispuestos a entrar en la orden, si la orden les ofreciera la posibilidad de acrecentar el poder y el prestigio de sus padres. Pero aquí sólo existe indulgencia con las cosas del mundo cuando se trata de permitir a los alemanes que… ¡Oh, Señor, fulminad mi lengua porque estoy por decir cosas poco convenientes!

—¿En la abadía suceden cosas poco convenientes? —preguntó Guillermo, como quien no quiere la cosa, mientras se servía más leche.

—También el monje es un hombre —sentenció Aymaro.

»Pero aquí son menos hombres que en otros sitios —añadió luego—. Y quede claro que, si algo he dicho, no he sido yo quien lo ha dicho.

—Muy interesante. ¿Y son opiniones sólo vuestras o hay muchos que piensan como vos?

—Muchos, muchos. Muchos que ahora lamentan la desgracia del pobre Adelmo, pero que no se hubiesen quejado si al precipicio hubiera caído otro, que ronda por la biblioteca más de lo que debiera.

—¿Qué queréis decir?

—He hablado demasiado. Aquí hablamos demasiado, como ya habréis advertido. Aquí, de una parte, nadie respeta el silencio. Y, de otra, se lo respeta demasiado. Aquí, en lugar de hablar o de callar, habría que actuar. En la época de oro de nuestra orden, cuando un abad no tenía temple de abad, una buena copa de vino envenenado y ya estaba, a elegir el sucesor. Desde luego, fray Guillermo, no os he dicho estas cosas para hablar mal del Abad o de los otros hermanos. Dios me guarde de hacerlo. Por suerte, no tengo el feo vicio de la maledicencia. Pero no quisiera que el Abad os hubiera pedido que investigaseis sobre mí o sobre otros monjes, como Pacifico da Tivoli o Pietro de Sant’Albano. Nosotros no tenemos nada que ver con lo que sucede en la biblioteca. Aunque ya quisiéramos tener un poco más que ver. Y, ahora, destapad este nido de víboras vos, que habéis quemado tantos herejes.

—Nunca quemé a nadie —respondió secamente Guillermo.

—Era una manera de decir —admitió Aymaro, con una amplia sonrisa—. Buena caza, fray Guillermo, pero prestad atención de noche.

—¿Por qué no de día?

—Porque de día se cura el cuerpo con las hierbas buenas y de noche se enferma la mente con las hierbas malas. No creáis que Adelmo se precipitó al abismo empujado por las manos de otro, ni que las manos de alguien hundieron a Venancio en la sangre. Aquí hay uno que no quiere que los monjes decidan por sí solos adónde ir, qué hacer y qué leer. Y se recurre a las fuerzas del infierno, o de los nigromantes amigos del infierno, para confundir las mentes de los curiosos…

—¿Habláis del padre herbolario?

—Severino da Sant’Emmerano es buena persona. Desde luego, alemán él, alemán Malaquías…

Y, después de haber demostrado una vez más que no estaba dispuesto a hablar mal de nadie, Aymaro subió a la sala de trabajo.

—¿Qué habrá querido decirnos? —pregunté.

—Todo y nada. Una abadía es siempre un sitio donde los monjes luchan entre sí para conseguir el gobierno de la comunidad. También ocurre en Melk, aunque, siendo novicio, puede que aún no hayas tenido tiempo de percibirlo. Pero en tu país conquistar el gobierno de una abadía significa conquistar una posición desde la cual se trata directamente con el emperador. En este país, en cambio, la situación es distinta, el emperador está lejos, incluso cuando baja hasta Roma. No hay cortes, y ahora ni siquiera existe la del papa. Como ya habrás visto, lo que hay son ciudades.

—Sí, y me han impresionado mucho. En Italia la ciudad no es como en mi tierra… No es sólo un sitio para habitar: es un sitio para tomar decisiones. Siempre están todos en la plaza, los magistrados de la ciudad importan más que el emperador o que el papa… Son… reinos aparte.

—Y los reyes son los mercaderes. Y su arma es el dinero. El dinero, en Italia, no tiene la misma función que en tu país o en el mío. El dinero circula en todas partes, pero allí la vida sigue en gran medida dominada por el intercambio de bienes, pollos o gavillas de trigo, una hoz o un carro, y el dinero sirve para obtener esos bienes. En cambio, como habrás advertido, en las ciudades italianas son los bienes los que sirven para obtener dinero. Y también los curas y los obispos, y hasta las órdenes religiosas, deben echar cuentas con el dinero. Así se explica que la rebelión contra el poder se manifieste como reivindicación de la pobreza, y se rebelan contra el poder los que están excluidos de la relación con el dinero, y cada vez que se reivindica la pobreza estallan los conflictos y los debates, y toda la ciudad, desde el obispo al magistrado, se siente directamente atacada si alguien insiste demasiado en predicar la pobreza. Donde alguien reacciona ante el hedor del estiércol del demonio, los inquisidores huelen el hedor del demonio. Ahora comprenderás también lo que sugería Aymaro. En los tiempos áureos de la orden, una abadía benedictina era el sitio desde donde los pastores vigilaban el rebaño de los fieles. Aymaro quiere que se vuelva a la tradición. Pero la vida del rebaño ha cambiado, y para volver a la tradición (a la gloria y al poder de otros tiempos) la abadía debe aceptar que el rebaño ha cambiado, y para ello debe cambiar. Y como hoy en este país el rebaño no se domina con las armas ni con el esplendor de los ritos, sino con el control del dinero, Aymaro quiere que el conjunto de la abadía, incluida la biblioteca, se conviertan en un taller, en una fábrica de dinero.

—¿Y qué tiene que ver esto con los crímenes, o con el crimen?

—Todavía no lo sé. Pero ahora quisiera subir. Ven.

Los monjes ya estaban trabajando. En el scriptorium reinaba el silencio, pero no era aquel silencio que emana de la laboriosa paz de los corazones. Berengario, que había llegado poco antes que nosotros, se mostró incómodo al vernos. Los otros monjes levantaron las cabezas de sus mesas. Sabían que estábamos allí para descubrir algo relativo a Venancio, y la dirección misma de sus miradas hizo que nuestra atención se fijara en un sitio vacío, bajo una de las ventanas que daban al octógono central.

Aunque el día fuese muy frío, la temperatura en el scriptorium era agradable. No por azar lo habían instalado encima de las cocinas, que irradiaban bastante calor, entre otras causas, porque los conductos de los dos hornos de abajo pasaban por el interior de las pilastras en que se apoyaban las dos escaleras de caracol situadas en los torreones occidental y meridional. En cuanto al torreón septentrional, en la parte opuesta de la gran sala, no tenía escalera, pero sí una gran chimenea encendida que irradiaba un calor muy agradable. Además, el suelo estaba cubierto de paja, por lo que nuestros pasos eran silenciosos. El ángulo menos caldeado era el del torreón oriental, y, en efecto, noté que, como en aquel momento eran menos los monjes allí presentes que los puestos de trabajo disponibles, todos tendían a evitar las mesas situadas en ese sector. Cuando, más tarde, advertí que la escalera de caracol del torreón oriental era la única que no sólo comunicaba, hacia abajo, con el refectorio, sino también, hacia arriba, con la biblioteca, me pregunté si acaso la calefacción de la sala no obedecía a un cálculo cuidadoso, destinado a disuadir a los monjes del deseo de curiosear por aquella parte, y a facilitarle al bibliotecario el control del acceso a la biblioteca. Pero quizá fuesen sospechas exageradas, con las que intentaba imitar malamente a mi maestro, pues no tardé en advertir que semejante cálculo no hubiese sido de mucha utilidad en verano. Salvo (me dije) que en verano aquella parte fuera precisamente la más expuesta al sol, y, por consiguiente, también entonces, la menos frecuentada por los monjes.

La mesa del pobre Venancio estaba situada a espaldas de la gran chimenea y era, probablemente, una de las más codiciadas. En aquella época yo no había pasado todavía muchos años en un scriptorium, pero después gran parte de mi vida transcurriría en ellos, de modo que conozco los sufrimientos que el copista, el rubricante y el estudioso deben soportar en sus mesas durante las largas horas invernales, cuando los dedos se entumecen sobre el estilo (porque ya con una temperatura normal, después de escribir durante seis horas, los dedos sienten el terrible calambre del monje y el pulgar duele como si lo estuvieran machacando en un mortero). Y así se explica que a menudo encontremos al margen de los manuscritos frases dejadas por el copista como testimonio de su padecimiento (y de su impaciencia), por ejemplo: «¡Gracias a Dios no falta mucho para que oscurezca!» o «¡Si tuviese un buen vaso de vino!», o «Hoy hace frío, hay poca luz, este pergamino tiene pelos, hay algo que no va» Como dice un antiguo proverbio, tres dedos sostienen la pluma, pero el que trabaja es todo el cuerpo. Trabaja, es decir, sufre.

Pero estaba hablando de la mesa de Venancio. Como todas las situadas alrededor del patio octagonal, destinadas a los estudiosos, era más pequeña que las otras, situadas bajo las ventanas de las paredes externas, y destinadas a los copistas y miniaturistas. Sin embargo, también Venancio trabajaba con un atril, probablemente porque estaba consultando manuscritos que la abadía había recibido en préstamo para copiar. Encima de la mesa había una estantería baja en la que se amontonaban unos folios sueltos; como estaban en latín, deduje que era lo último que había estado traduciendo. Los folios, cubiertos por una escritura rápida, no estaban ordenados en páginas, de modo que después deberían haber pasado a las mesas del copista y del miniaturista. Por eso eran bastante ilegibles. Entre los folios se veía algún libro en griego. Otro libro griego estaba abierto en el atril: era la obra que Venancio había estado traduciendo los últimos días. En aquella época yo todavía no sabía griego, pero mi maestro leyó el título y dijo que era de un tal Luciano y que contaba la historia de un hombre transformado en asno. Esto me hizo recordar una fábula análoga de Apuleyo, cuya lectura solía prohibirse severamente a los novicios.

—¿Cómo es que Venancio estaba traduciendo esto? —preguntó Guillermo a Berengario, que estaba a nuestro lado.

—Es un pedido que hizo a la abadía el señor de Milán. En compensación, la abadía obtendría un derecho de prelación sobre el vino que produzcan unas fincas situadas en la parte de oriente —dijo Berengario, señalando a lo lejos con la mano. Pero se apresuró a añadir—: No es que la abadía se preste a realizar trabajos venales para los laicos. Pero el que encargó la traducción consiguió que el dogo de Venecia nos prestara este precioso manuscrito griego, obsequio del emperador bizantino. Y, una vez acabado el trabajo de Venancio, habríamos hecho dos copias: una para el que encargó la traducción y otra para nuestra biblioteca.

—Que, por tanto, también acoge fábulas paganas —dijo Guillermo.

—La biblioteca es testimonio de la verdad y del error —dijo entonces una voz a nuestras espaldas.

Era Jorge. También esa vez me asombró (y con frecuencia volvería a hacerlo en los días sucesivos) la manera inopinada que tenía aquel anciano de aparecer, como si nosotros no lo viéramos y él sí nos viese. Me pregunté, incluso, qué podía estar haciendo un ciego en el scriptorium. Pero más tarde me di cuenta de que Jorge era omnipresente en la abadía. Y a menudo estaba en el scriptorium, sentado en un sillón cerca de la chimenea, y no parecía escapársele nada de lo que sucedía en la sala. En cierta ocasión le oí preguntar en alta voz desde aquel sitio: ¿Quién sube?, mientras volvía la cabeza hacia Malaquías, que, con pasos amortiguados por la paja, se dirigía a la biblioteca. Los monjes lo estimaban mucho y solían leerle pasajes de difícil comprensión, consultarlo para redactar algún escolio o pedirle consejos sobre la manera de representar algún animal o algún santo. Entonces clavaba sus ojos muertos en el vacío, como mirando unas páginas que su memoria había conservado nítidas, y respondía que los falsos profetas van vestidos de obispos y que de sus labios salen ranas, o cuáles eran las piedras que debían adornar la muralla de la Jerusalén celeste, o que en los mapas los arimaspos[51] debían representarse cerca de la tierra del cura Juan, pero cuidando de no excederse en la pintura de su monstruosidad, porque no debían seducir al que los contemplara, sino figurar como emblemas, reconocibles pero no concupiscibles, y tampoco repelentes hasta el punto de provocar risa.

En cierta ocasión, oí que aconsejaba a un escoliasta sobre la manera de interpretar la recapitulatio en los textos de Ticonio de acuerdo con las ideas de San Agustín, para no incurrir en la herejía donatista. Otra vez lo escuché aconsejar sobre la manera de distinguir, en el comentario de un texto, entre los herejes y los cismáticos. Y en otra ocasión, responder a la pregunta de un estudioso diciéndole qué libro debía buscar en el catálogo de la biblioteca, y casi en qué folio encontraría la referencia, mientras le aseguraba que el bibliotecario no pondría el menor obstáculo para entregárselo, porque se trataba de una obra inspirada por Dios. Y otra vez oí que decía que cierto libro no podía buscarse porque, si bien figuraba en el catálogo, hacía cincuenta años que las ratas lo habían arruinado, y se pulverizaba entre los dedos con sólo tocarlo. En resumen: era la memoria misma de la biblioteca, y el alma del scriptorium. A veces amonestaba a los monjes cuando les oía charlar: «¡Apresuraos a dejar testimonio de la verdad! ¡Los tiempos están próximos!», y aludía a la llegada del Anticristo.

—La biblioteca es testimonio de la verdad y del error —dijo, pues, Jorge.

—Sin duda, Apuleyo de Madaura tuvo fama de mago —dijo Guillermo—. Pero, tras el velo de la fantasía, esta fábula también contiene una valiosa moraleja, porque enseña lo caro que se pagan las faltas cometidas. Además, creo que la historia del hombre transformado en asno alude claramente a la metamorfosis del alma que cae en el pecado.

—Quizá —dijo Jorge.

—Y ahora también comprendo por qué, durante la conversación que mencionaron ayer, Venancio se interesó tanto por los problemas de la comedia. En efecto: también este tipo de fábulas puede asimilarse a las comedias de los antiguos. A diferencia de las tragedias, no narran hechos sucedidos a hombres que han existido en la realidad. Como dice Isidoro, son ficciones: «Fabulae poetae a fando nominaverunt quia non sunt res factae sed tantum loquendo fictae…»[52]

En un primer momento no comprendí por qué Guillermo se había metido en aquella discusión erudita, y justo con un hombre que no parecía tener mayor predilección por dichos temas. Pero la respuesta de Jorge me demostró lo sutil que había estado mi maestro.

—Aquel día el tema de discusión no eran las comedias, sino sólo la licitud de la risa —dijo frunciendo el ceño.

Yo recordaba muy bien que, justo el día anterior, cuando Venancio se había referido a aquella discusión, Jorge había dicho que no recordaba sobre qué había versado.

—¡Ah! —dijo Guillermo como al descuido—. Creí que habíais hablado de las mentiras de los poetas y de los enigmas ingeniosos…

—Se habló de la risa —dijo secamente Jorge—. Los paganos escribían comedias para hacer reír a los espectadores, y hacían mal. Nuestro Señor Jesucristo nunca contó comedias ni fábulas, sino parábolas transparentes que nos enseñan alegóricamente cómo ganarnos el paraíso, amén.

—Me pregunto —dijo Guillermo—, por qué rechazáis tanto la idea de que Jesús pudiera haber reído. Creo que, como los baños, la risa es una buena medicina para curar los humores y otras afecciones del cuerpo, sobre todo la melancolía.

—Los baños son buenos, y el propio Aquinate los aconseja para quitar la tristeza, que puede ser una pasión mala cuando no corresponde a un mal susceptible de eliminarse a través de la audacia. Los baños restablecen el equilibrio de los humores. La risa sacude el cuerpo, deforma los rasgos de la cara, hace que el hombre parezca un mono.

—Los monos no ríen, la risa es propia del hombre, es signo de su racionalidad.

—También la palabra es signo de la racionalidad humana, y con la palabra puede insultarse a Dios. No todo lo que es propio del hombre es necesariamente bueno. La risa es signo de estulticia. El que ríe no cree en aquello de lo que ríe, pero tampoco lo odia. Por tanto, reírse del mal significa no estar dispuesto a combatirlo, y reírse del bien significa desconocer la fuerza del bien, que se difunde por sí solo. Por eso la Regla dice: «Decimus humilitatis gradus est si non sit facilis ac promptus in risu, quia scriptum est: stultus in risu exaltat vocem suam.»[53]

—Quintiliano —interrumpió mi maestro— dice que la risa debe reprimirse en el caso del panegírico, por dignidad, pero que en muchas otras circunstancias hay que estimularla. Tácito alaba la ironía de Calpurnio Pisón. Plinio el Joven escribió: «Aliquando praeterea rideo, jocor, ludo, homo sum».[54]

—Eran paganos —replicó Jorge—. La Regla dice: «Scurrilitates vero vel verba otiosa et risum moventia aeterna clausura in omnibus locis damnamus, et ad talia eloquia discipulum aperire os non permittimus».[55]

—Sin embargo, cuando ya el verbo de Cristo había triunfado en la tierra, Sinesio de Cirene dijo que la divinidad había sabido combinar armoniosamente lo cómico y lo trágico, y Elio Sparziano dice que el emperador Adriano, hombre de elevadas costumbres y de ánimo naturaliter cristiano, supo mezclar los momentos de alegría con los de gravedad. Por último, Ausonio recomienda dosificar con moderación lo serio y lo jocoso.

—Pero Paolino da Nola y Clemente de Alejandría nos advirtieron del peligro que encierran esas tonterías, y Sulpicio Severo dice que San Martín nunca se mostró arrebatado por la ira ni presa de la hilaridad.

—Sin embargo, menciona algunas respuestas del santo spiritualiter salsa —dijo Guillermo.

—Eran respuestas rápidas y sabias, no risibles. San Efraín escribió una parénesis contra la risa de los monjes, ¡y en el De habitu et conversatione monachorum[56] se recomienda evitar las obscenidades y los chistes como si fuesen veneno de áspid!

—Pero Hildeberto dijo: «Admittenda tibi joca sunt post seria quaedam, sed tamen et dignis ipsa gerenda modis».[57] Y Juan de Salisbury autoriza una hilaridad moderada. Por último, el Eclesiastés, que citabais hace un momento al mencionar vuestra Regla, si bien dice, en efecto, que la risa es propia del necio, admite al menos una risa silenciosa, la del ánimo sereno.

—El ánimo sólo está sereno cuando contempla la verdad y se deleita con el bien que ha realizado, y la verdad y el bien no mueven a risa. Por eso Cristo no reía. La risa fomenta la duda.

—Pero a veces es justo dudar.

—No veo por qué debiera serlo. Cuando se duda hay que acudir a una autoridad, a las palabras de un padre o de un doctor, y entonces desaparece todo motivo de duda. Me parece que estáis impregnado de doctrinas discutibles, como las de los lógicos de París. Pero San Bernardo, con su es así y no es así, supo oponerse al castrado Abelardo, que quería someter todos los problemas al examen frío y sin vida de una razón no iluminada por las Escrituras. Sin duda, el que acepta esas ideas peligrosísimas también puede valorar el juego del necio que ríe de aquello cuya verdad, denunciada ya de una vez para siempre, debe ser el objeto único de nuestro saber. Y así, al reír, el necio dice implícitamente: «Deus non est».[58]

—Venerable Jorge —dijo Guillermo—, creo que sois injusto cuando tratáis de castrado a Abelardo, porque sabéis que fue la iniquidad ajena la que lo sumió en esa triste condición.

—Fueron sus pecados. Fue la soberbia de su confianza en la razón humana. Así la fe de los simples fue escarnecida, los misterios de Dios desentrañados (mejor dicho, se intentó desentrañarlos, ¡necios quienes lo intentaron!), abordadas con temeridad cuestiones relativas a las cosas más altas, escarnecidos los padres por haber considerado que no eran respuestas sino consuelo lo que esas cuestiones requerían.

—No estoy de acuerdo, venerable Jorge. Dios quiere que ejerzamos nuestra razón a propósito de muchas cosas oscuras sobre las que la escritura nos ha dejado en libertad de decidir. Y cuando alguien os incita a creer en determinada proposición, lo primero que debéis hacer es considerar si la misma es o no aceptable, porque nuestra razón ha sido creada por Dios, y lo que agrada a nuestra razón no puede no agradar a la razón divina, sobre la cual, por otra parte, sólo sabemos lo que, por analogía y a menudo por negación, inferimos basándonos en las operaciones de nuestra propia razón. Y ahora fijaos en que, a veces, para minar la falsa autoridad de una proposición absurda, que repugna a la razón, también la risa puede ser un instrumento idóneo. A menudo la risa sirve para confundir a los malvados y para poner en evidencia su necedad. Cuentan que cuando los paganos sumergieron a San Mauro en agua hirviente, éste se quejó de que el baño estuviese tan frío; el gobernador pagano puso estúpidamente la mano en el agua para probarla, y se escaldó. Bello acto de aquel santo mártir, que ridiculizó así a los enemigos de la fe.

Jorge sonrió con malignidad y dijo:

—También en los episodios que cuentan los predicadores hay muchas patrañas. Un santo sumergido en agua hirviendo sufre por Cristo y se contiene para no gritar, ¡no tiende trampas infantiles a los paganos!

—¿Veis? ¡Esta historia os parece inaceptable para la razón y la acusáis de ser ridícula! Aunque tácitamente, y dominando vuestros labios, os estáis riendo de algo y queréis que tampoco yo lo tome en serio. Reís de la risa, pero reís.

Jorge hizo un gesto de fastidio:

—Jugando con la risa me estáis arrastrando a hablar de frivolidades. Pero sabéis bien que Cristo no reía.

—No estoy muy seguro. Cuando invita a los fariseos a que arrojen la primera piedra, cuando pregunta de quién es la efigie estampada en la moneda con que ha de pagarse el tributo, cuando juega con las palabras y dice: «Tu es petrus»,[59] creo que dice cosas ingeniosas, para confundir a los pecadores, para alentar a los suyos. También habla con ingenio cuando dice a Caifás: «Tú lo has dicho». Y Jerónimo, cuando comenta el pasaje de Jeremías en que Dios dice a Jerusalén «nudavi femora contra faciem tuam», explica: «Sive nudabo et relevabo femora et posteriora tua».[60] De modo que hasta Dios se expresa mediante agudezas para confundir a los que quiere castigar. Y bien sabéis que, en el momento más vivo de la disputa entre cluniacenses y cistercienses, los primeros acusaron a los segundos, para ridiculizarles, de no llevar calzones. Y en el Speculum stultorum, el asno Brunello se pregunta qué sucedería si por la noche el viento levantase las mantas y el monje viera sus partes pudendas…

Los monjes que estaban alrededor rompieron a reír, y Jorge montó en cólera:

—Estáis arrebatándome a estos hermanos para arrastrarlos a una fiesta de locos. Ya sé que es común entre los franciscanos conquistarse las simpatías del pueblo con este tipo de tonterías, pero sobre estos ludi os diré lo que dice un verso que en cierta ocasión oí en boca de uno de vuestros predicadores: «Tum podex carmen extulit horridulum».[61]

La reprimenda era un poco excesiva: Guillermo había estado impertinente, pero ahora Jorge lo acusaba de emitir pedos por la boca. Me pregunté si con la severidad de su respuesta el anciano no estaría invitándonos a salir del scriptorium. Pero vi que Guillermo, tan combativo hacía un momento, adoptaba la más dócil de las actitudes.

—Os pido perdón, venerable Jorge —dijo—. Mi boca no ha sabido ser fiel a mi pensamiento; no quise faltaros al respeto. Quizá lo que decís sea justo, y quizá yo esté equivocado.

Ante este acto de exquisita humildad, Jorge emitió un gruñido, que tanto podía expresar satisfacción como perdón, y no pudo hacer más que regresar a su sitio, mientras los monjes, que durante la discusión se habían ido acercando, fueron refluyendo hacia sus mesas de trabajo. Guillermo volvió a arrodillarse ante la mesa de Venancio y continuó hurgando entre las hojas. Su respuesta humildísima le había permitido ganar algunos segundos de tranquilidad. Y lo que pudo ver en ese brevísimo lapso guió la búsqueda que emprendería aquella misma noche.

Sin embargo, sólo fueron unos pocos segundos. Bencio se acercó en seguida, fingiendo haber olvidado su estilo sobre la mesa cuando se había aproximado para escuchar la conversación con Jorge. Le susurró a Guillermo que debía hablar urgentemente con él, y dijo que lo vería detrás de los baños. Le dijo que saliese primero, y que por su parte no tardaría en seguirlo.

Guillermo vaciló un instante, después llamó a Malaquías, que desde su mesa de bibliotecario, junto al catálogo, había observado todo lo anterior, y le pidió, en virtud del mandato que había recibido del Abad (e hizo mucho hincapié en ese privilegio), que pusiera a alguien de guardia junto a la mesa de Venancio, porque consideraba conveniente para su investigación que nadie se acercase a ella durante el resto del día, hasta que él pudiese regresar. Lo dijo en alta voz, porque así no sólo comprometía a Malaquías para que vigilara a los monjes sino también a estos últimos para que vigilaran a aquél. El bibliotecario no pudo hacer más que aceptar, y Guillermo se alejó conmigo.

Mientras atravesábamos el huerto en dirección a los baños, que estaban junto al edificio del hospital, Guillermo observó:

—Parece que a muchos no les gusta que ande tocando algo que hay sobre, o debajo de, la mesa de Venancio.

—¿Qué será?

—Tengo la impresión de que ni siquiera ellos lo saben.

—Entonces, ¿Bencio no tiene nada que decirnos y sólo hace esto para alejarnos del scriptorium?

—En seguida lo sabremos —dijo Guillermo.

Y, en efecto, Bencio no se hizo esperar.

SEXTA

Donde, por un extraño relato de Bencio, llegan a saberse cosas poco edificantes sobre la vida en la abadía.

Lo que Bencio nos dijo fue un poco confuso. Parecía que, realmente, sólo nos había atraído hacia allí para alejarnos del scriptorium, pero también que, incapaz de inventar un pretexto convincente, estaba diciéndonos cosas ciertas, fragmentos de una verdad más grande que él conocía.

Nos dijo que por la mañana había estado reticente, pero que ahora, después de una madura reflexión, pensaba que Guillermo debía conocer toda la verdad. Durante la famosa conversación sobre la risa, Berengario se había referido al «finis Africae». ¿De qué se trataba? La biblioteca estaba llena de secretos, y sobre todo de libros que los monjes nunca habían podido consultar. Las palabras de Guillermo sobre el examen racional de las proposiciones habían causado honda impresión en Bencio. Consideraba que un monje estudioso tenía derecho a conocer todo lo que guardaba la biblioteca. Criticó con ardor el concilio de Soissons, que había condenado a Abelardo. Y, mientras así hablaba, fuimos comprendiendo que aquel monje todavía joven, que se deleitaba en el estudio de la retórica, tenía arrebatos de independencia y aceptaba con dificultad los límites que la disciplina de la abadía imponía a la curiosidad de su intelecto. Siempre me han enseñado a desconfiar de esa clase de curiosidades, pero sé bien que a mi maestro no le disgustaba esa actitud, y advertí que simpatizaba con Bencio y que creía en lo que éste estaba diciendo. En resumen: Bencio nos dijo que no sabía de qué secretos habían hablado Adelmo, Venancio y Berengario, pero que no le hubiese desagradado que de aquella triste historia surgiera alguna claridad sobre la forma en que se administraba la biblioteca, y que confiaba en que mi maestro, como quiera que desenredase la madeja del asunto, extrayera elementos susceptibles de hacer que el Abad se sintiese inclinado a suavizar la disciplina intelectual que pesaba sobre los monjes; venidos de tan lejos, como él, añadió, precisamente para nutrir su intelecto con las maravillas que escondía el amplio vientre de la biblioteca.

Creo que de verdad Bencio esperaba que la investigación tuviese estos efectos. Sin embargo, también era probable que al mismo tiempo, devorado como estaba por la curiosidad, quisiera reservarse, como había previsto Guillermo, la posibilidad de ser el primero que hurgase en la mesa de Venancio, y que para mantenernos lejos de ella estuviese dispuesto a darnos otras informaciones. Que fueron las siguientes.

Berengario, como ya muchos monjes sabían, estaba consumido por una insana pasión cuyo objeto era Adelmo, la misma pasión que la cólera divina había castigado en Sodoma y Gomorra. Así se expresó Bencio, quizá por consideración a mi juventud. Pero quien ha pasado su adolescencia en un monasterio sabe que, aunque haya mantenido la castidad, ha oído hablar, sin duda, de esas pasiones, y a veces ha tenido que cuidarse de las acechanzas de quienes a ellas habían sucumbido. ¿Acaso yo mismo, joven novicio, no había recibido en Melk misivas de cierto monje ya anciano que me escribía el tipo de versos que un laico suele dedicar a una mujer? Los votos monacales nos mantienen apartados de esa sentina de vicios que es el cuerpo de la hembra, pero a menudo nos acercan muchísimo a otro tipo de errores. Por último, ¿acaso puedo dejar de ver que mi propia vejez aún conoce la agitación del demonio meridiano cuando, en ocasiones, estando en el coro, mis ojos se detienen a contemplar el rostro imberbe de un novicio, puro y fresco como una muchacha?

No digo esto para poner en duda la decisión de consagrarme a la vida monástica, sino para justificar el error de muchos a quienes la carga sagrada les resulta demasiado gravosa. Para justificar, tal vez, el horrible delito de Berengario. Pero, según Bencio, parece que aquel monje cultivaba su vicio de una manera aún más innoble, porque recurría al chantaje para obtener de otros lo que la virtud y el decoro les habrían impedido otorgar.

De modo que desde hacía tiempo los monjes ironizaban sobre las tiernas miradas que Berengario lanzaba a Adelmo, cuya hermosura parecía haber sido singular. Pero este último, totalmente enamorado de su trabajo, que era quizá su única fuente de placer, no prestaba mayor atención al apasionamiento de Berengario. Sin embargo, aunque lo ignorase, puede que su ánimo ocultara una tendencia profunda hacia esa misma ignominia. El hecho es que Bencio dijo que había sorprendido un diálogo entre Adelmo y Berengario en el que este último, aludiendo a un secreto que Adelmo le pedía que le revelara, le proponía la vil transacción que hasta el lector más inocente puede imaginar. Y parece que Bencio oyó en boca de Adelmo palabras de aceptación, pronunciadas casi con alivio. Como si, aventuraba Bencio, no otra cosa desease, y como si para aceptar le hubiera bastado poder invocar una razón distinta del deseo carnal. Signo, argumentaba Bencio, de que el secreto de Berengario debía de estar relacionado con algún arcano del saber, para que así Adelmo pudiera hacerse la ilusión de que se entregaba a un pecado de la carne para satisfacer una apetencia intelectual. Y, añadió Bencio con una sonrisa, cuántas veces él mismo no era presa de apetencias intelectuales tan violentas que para satisfacerlas hubiese aceptado secundar apetencias carnales ajenas, incluso contrarias a su propia apetencia carnal.

—¿Acaso no hay momentos —preguntó a Guillermo— en los que estaríais dispuesto a hacer incluso cosas reprobables para tener en vuestras manos un libro que buscáis desde hace años?

—El sabio y muy virtuoso Silvestre II, hace dos siglos, regaló una preciosísima esfera armilar[62] a cambio de un manuscrito, creo que de Estacio o de Lucano —dijo Guillermo. Y luego añadió prudentemente—: Pero se trataba de una esfera armilar, no de la propia virtud.

Bencio admitió que su entusiasmo lo había hecho exagerar, y retomó la narración. Movido por la curiosidad, la noche en que Adelmo moriría, había vigilado sus pasos y los de Berengario. Después de completas, los había visto caminando juntos hacia el dormitorio. Había esperado largo rato en su celda, que no distaba mucho de las de ellos, con la puerta entreabierta, y había visto claramente que Adelmo se deslizaba, en medio del silencio que rodeaba el reposo de los monjes, hacia la celda de Berengario. Había seguido despierto, sin poder conciliar el sueño, hasta que oyó que se abría la puerta de Berengario y que Adelmo escapaba casi a la carrera, mientras su amigo intentaba retenerlo. Berengario lo había seguido hasta el piso inferior. Bencio había ido tras ellos, cuidando de no ser visto, y en la entrada del pasillo inferior había divisado a Berengario que, casi temblando, oculto en un rincón, clavaba los ojos en la puerta de la celda de Jorge. Bencio había adivinado que Adelmo se había arrojado a los pies del anciano monje para confesarle su pecado. Y Berengario temblaba, porque sabía que su secreto estaba descubierto, aunque fuese a quedar guardado por el sello del sacramento.

Después Adelmo había salido, con el rostro muy pálido, había apartado de sí a Berengario que intentaba hablarle, y se había precipitado fuera del dormitorio. Tras rodear el ábside de la iglesia, había entrado en el coro por la puerta septentrional (que siempre permanece abierta de noche). Probablemente, quería rezar. Berengario lo había seguido, pero no había entrado en la iglesia, y se paseaba entre las tumbas del cementerio retorciéndose las manos.

Bencio estuvo vacilando sin saber qué hacer, hasta que de pronto vio a una cuarta persona moviéndose por los alrededores. También había seguido a Adelmo y Berengario, y sin duda no había advertido la presencia de Bencio, que estaba erguido junto al tronco de un roble plantado al borde del cementerio. Era Venancio. Al verlo, Berengario se había agachado entre las tumbas. También Venancio había entrado en el coro. En aquel momento, temiendo que lo descubrieran, Bencio había regresado al dormitorio. A la mañana siguiente, el cadáver de Adelmo había aparecido al pie del barranco. Eso era todo lo que Bencio sabía.

Pronto sería la hora de comer. Bencio nos dejó, y mi maestro no le hizo más preguntas. Nos quedamos un rato detrás de los baños y después dimos un breve paseo por el huerto, meditando sobre aquellas extrañas revelaciones.

—Frangula —dijo de pronto Guillermo, inclinándose para observar una planta, que, como era invierno, había reconocido por el arbusto—. La infusión de su corteza es buena para las hemorroides. Y aquello es arctium lappa; una buena cataplasma de raíces frescas cicatriza los eczemas de la piel.

—Sois mejor que Severino —le dije—, pero ahora ¡decidme qué pensáis de lo que acabamos de oír!

—Querido Adso, deberías aprender a razonar con tu propia cabeza. Probablemente, Bencio nos ha dicho la verdad. Su relato coincide con el que hoy temprano nos hizo Berengario, tan mezclado con alucinaciones. Intenta reconstruir los hechos. Berengario y Adelmo hacen juntos algo muy feo, ya lo habíamos adivinado. Y Berengario debe de haber revelado a Adelmo algún secreto que, ¡ay!, sigue siendo un secreto. Después de haber cometido aquel delito contra la castidad y las reglas de la naturaleza, Adelmo sólo piensa en franquearse con alguien que pueda absolverle, y corre a la celda de Jorge. Este, como hemos podido comprobar, tiene un carácter muy severo, y, sin duda, abruma a Adelmo con reproches que lo llenan de angustia. Quizá no le da la absolución, quizá le impone una penitencia irrealizable, es algo que ignoramos, y que Jorge nunca nos dirá. Lo cierto es que Adelmo corre a la iglesia para arrodillarse ante el altar, pero no consigue calmar sus remordimientos. En ese momento se le acerca Venancio. No sabemos qué se dijeron. Quizás Adelmo confía a Venancio el secreto que Berengario acaba de transmitirle (en pago), por el que ya no siente ningún interés, porque ahora tiene su propio secreto, mucho más terrible y candente. ¿Qué hace entonces Venancio? Quizá, comido por la misma curiosidad que hoy agitaba a nuestro Bencio, contento por lo que acaba de saber, se marcha dejando a Adelmo presa de sus remordimientos. Al verse abandonado, éste piensa en matarse; desesperado, se dirige al cementerio, donde encuentra a Berengario. Le dice palabras tremendas, le echa en cara su responsabilidad, lo llama maestro y dice que le ha enseñado a hacer cosas ignominiosas. Creo que, quitando las partes alucinatorias, el relato de Berengario fue exacto. Adelmo le repitió las mismas palabras atormentadoras que acababa de decirle a él Jorge. Y es entonces cuando Berengario, muy turbado, se marcha en una dirección, mientras Adelmo se aleja hacia el otro lado, decidido a matarse. El resto casi lo conocemos como si hubiésemos sido testigos de los hechos. Todos piensan que alguien mató a Adelmo. Venancio lo interpreta como un signo de que el secreto de la biblioteca es aún más importante de lo que había creído, y sigue investigando por su cuenta. Hasta que alguien lo detiene, antes o después de haber descubierto lo que buscaba.

—¿Quién lo mata? ¿Berengario?

—Quizá. O Malaquías, encargado de custodiar el Edificio. O algún otro. Cabe sospechar de Berengario precisamente porque está asustado, y porque sabía que Venancio conocía su secreto. O de Malaquías: debe custodiar la integridad de la biblioteca, descubre que alguien la ha violado, y mata. Jorge lo sabe todo de todos, conoce el secreto de Adelmo, no quiere que yo descubra lo que tal vez haya encontrado Venancio… Muchos datos aconsejarían dirigir hacia él las sospechas. Pero dime cómo un hombre ciego puede matar a otro que está en la plenitud de sus fuerzas, y cómo un anciano, eso sí, robusto, pudo llevar el cadáver hasta la tinaja. Y, por último, ¿el asesino no podría ser el propio Bencio? Podría habernos mentido, podría estar obrando con unos fines inconfesables. ¿Y por qué limitar las sospechas a los que participaron en la conversación sobre la risa? Quizás el delito tuvo otros móviles, que nada tienen que ver con la biblioteca. De todos modos se imponen dos cosas: averiguar cómo se entra en la biblioteca, y conseguir una lámpara. De esto último ocúpate tú. Date una vuelta por la cocina a la hora de la comida y coge una…

—¿Un hurto?

—Un préstamo, a la mayor gloria del Señor.

—En tal caso, contad conmigo.

—Muy bien. En cuanto a entrar en el Edificio, ya vimos por donde apareció Malaquías ayer noche. Hoy haré una visita a la iglesia, y en especial a aquella capilla. Dentro de una hora iremos a comer. Después tenemos una reunión con el Abad. Podrás asistir tú también, porque he pedido que haya un secretario para tomar nota de lo que se diga.

NONA

Donde el Abad se muestra orgulloso de las riquezas de su abadía y temeroso de los herejes, y al final Adso se pregunta si no habrá hecho mal en salir a recorrer el mundo.

Encontramos al Abad en la iglesia, frente al altar mayor. Estaba vigilando el trabajo de unos novicios que habían sacado de algún sitio recóndito una serie de vasos sagrados, cálices, patenas, custodias, y un crucifijo que no había visto durante el oficio de la mañana. Ante la refulgente belleza de aquellos sagrados utensilios, no pude contener una exclamación de asombro. Era pleno mediodía y la luz penetraba a raudales por las ventanas del coro, y con más abundancia aún por las de las fachadas, formando blancos torrentes que, como místicos arroyos de sustancia divina, iban a cruzarse en diferentes puntos de la iglesia, inundando incluso el altar.

Los vasos, los cálices, todo revelaba la materia preciosa con que estaba hecho: entre el amarillo del oro, la blancura inmaculada de los marfiles y la transparencia del cristal, vi brillar gemas de todos los colores y tamaños, reconocí el jacinto, el topacio, el rubí, el zafiro, la esmeralda, el crisólito, el ónix, el carbunclo, el jaspe y el ágata. Y al mismo tiempo advertí algo que por la mañana, arrobado primero en la oración, y confundido luego por el terror, no había notado: el frontal del altar y otros tres paneles que formaban su corona eran todos de oro, y de oro parecía el altar por dondequiera que se lo mirase.

El Abad sonrió al ver mi asombro:

—Estas riquezas que veis —dijo volviéndose hacia nosotros— y otras que aún veréis, son la herencia de siglos de piedad y devoción, y el testimonio del poder y la santidad de esta abadía. Príncipes y poderosos de la tierra, arzobispos y obispos, han sacrificado a este altar, y a los objetos que le están destinados, los anillos de sus investiduras, los oros y las piedras que señalaban su grandeza, y han querido entregarlos para que fuesen fundidos aquí para la mayor gloria del Señor y de este sitio que es suyo. Aunque hoy la abadía haya sido profanada por otro acontecimiento luctuoso, no podemos olvidar el poder y la fuerza del Altísimo, que se alza frente a la evidencia de nuestra fragilidad. Se avecinan las festividades de la Santa Navidad, y estamos empezando a limpiar los utensilios sagrados, para que el nacimiento del Salvador pueda festejarse con todo el fasto y la magnificencia que merece y requiere. Todo deberá manifestarse en su mismo esplendor… —añadió, mirando fijamente a Guillermo, y luego comprendí por qué insistía con tanto orgullo en justificar su manera de proceder—, porque pensamos que es útil y conveniente no esconder sino, por el contrario, exhibir las ofrendas hechas al Señor.

—Así es —dijo cortésmente Guillermo—. Si vuestra excelencia estima que así ha de glorificarse al Señor, qué duda cabe de que vuestra abadía ha alcanzado la máxima excelencia en esta ofrenda de alabanzas.

—Así debe ser. Si por voluntad de Dios o por imposición de los profetas, se utilizaban ánforas y jarras de oro y pequeños morteros áureos para recoger la sangre de cabras, terneros o terneras en el templo de Salomón, ¡con mayor razón, llenos de reverencia y devoción, hemos de utilizar, para recibir la sangre de Cristo, vasos de oro y piedras preciosas, escogiendo para ello lo más valioso de entre las cosas creadas! Si se produjese una segunda creación y nuestra sustancia llegara a igualarse con la de los querubines y serafines, seguiría siendo indigno el servicio que podría rendir a una víctima tan inefable…

—Así sea —dije.

—Muchos objetan que una mente santamente inspirada, un corazón puro, una intención llena de fe deberían bastar para esta sagrada función. Somos los primeros en afirmar en forma explícita y decidida que eso es lo esencial, pero estamos persuadidos de que también debe rendirse homenaje a través del ornamento exterior de los utensilios sagrados, porque es sumamente justo y conveniente que sirvamos a nuestro Salvador en todo y sin restricciones, puesto que Él ha querido asistirnos en todo sin restricciones ni excepciones.

—Esta ha sido siempre la opinión de los grandes de vuestra orden —admitió Guillermo—. Recuerdo haber leído páginas muy bellas sobre los ornamentos de las iglesias en las obras del grandísimo y venerable abate Suger.

—Así es —dijo el Abad—. ¿Veis este crucifijo? Aún no está completo… —lo cogió con infinito amor y lo contempló con el rostro iluminado por la beatitud—: Todavía faltan unas perlas aquí; no he encontrado aún las que se ajusten a sus dimensiones. San Andrés dijo que en la cruz del Gólgota los miembros de Cristo eran como otros tantos adornos de perlas. Y de perlas han de ser los adornos de este humilde simulacro de aquel gran prodigio. Aunque también me ha parecido conveniente hacer engastar aquí, justo sobre la cabeza del Salvador, el más bello diamante que jamás hayáis visto —con sus manos devotas, con los largos dedos blancos, acarició las partes más preciosas del santo madero, mejor dicho, del santo marfil, porque de esa espléndida materia estaban hechos los brazos de la cruz—. Cuando me deleito contemplando todas las bellezas de esta casa de Dios, y el encanto de las piedras multicolores borra las preocupaciones externas, y una digna meditación me lleva a considerar, transfiriendo lo material a lo inmaterial, la diversidad de las virtudes sagradas, tengo la impresión de hallarme, por decirlo así, en una extraña región del universo, aún no del todo libre en la pureza del cielo, pero ya en parte liberada del fango de la tierra. Y me parece que, por gracia de Dios, puedo alejarme de este mundo inferior para alcanzar el superior, por vía anagógica…[63]

Mientras así hablaba había vuelto el rostro hacia la nave. Una ola de luz que penetraba desde lo alto lo estaba iluminando —especial benevolencia del astro diurno— en el rostro y en las manos, que, arrobado de fervor, tenía abiertas y extendidas en forma de cruz.

—Toda criatura —dijo—, ya sea visible o invisible, es una luz, hija del padre de las luces. Este marfil, este ónix, pero también la piedra que nos rodea, son una luz, porque yo percibo que son buenos y bellos, que existen según sus propias reglas de proporción, que difieren en género y especie del resto de los géneros y especies, que están definidos por sus correspondientes números, que se ajustan a sus respectivos órdenes, que buscan los lugares que les son propios, de acuerdo con sus diferencias de gravedad. Y mejor se me revelan estas cosas cuanto más preciosa es la materia que contemplo, pues, si para remontarme a la sublimidad de la causa, cuya plenitud me es inaccesible, debo partir de la sublimidad del efecto, y si ya el estiércol y el insecto consiguen hablarme de la divina causalidad, ¡cuánto mejor lo harán efectos tan admirables como el oro y el diamante, cuánto mejor brillará en ellos la potencia creadora de Dios! Y entonces, cuando percibo en las piedras esas cosas superiores, mi alma llora conmovida de júbilo, y no por vanidad terrenal o por amor a las riquezas, sino por amor purísimo de la causa primera no causada.

—En verdad ésta es la más dulce de las teologías —dijo Guillermo con perfecta humildad.

Y pensé que estaba utilizando aquella insidiosa figura de pensamiento que los retóricos llaman ironía, y que siempre debe usarse precedida por la pronunciatio, que es su señal y justificación.

Pero Guillermo nunca lo hacía, de modo que el Abad, más propenso a utilizar las figuras del discurso, tomó a Guillermo al pie de la letra, y añadió, llevado aún por su rapto místico:

—Es la vía más inmediata para entrar en contacto con el Altísimo, teofanía material.

Guillermo tosió educadamente: «Eh… oh…», dijo. Eso hacía cada vez que quería cambiar de tema. Logró hacerlo con mucha gentileza, porque tenía la costumbre —típica, creo, de los hombres de su tierra— de emitir una serie de gemidos preliminares cada vez que se proponía hablar, como si emprender la exposición de un pensamiento acabado constituyera un gran esfuerzo para su mente. Sin embargo, yo me había dado cuenta de que cuanto más duraban esos gemidos preliminares más seguro estaba de la bondad de la proposición que después expresaría.

—Eh… oh… —dijo, pues, Guillermo—. Hemos de hablar del encuentro y del debate sobre la pobreza…

—La pobreza… —dijo, aún absorto, el Abad, como si le costase descender de la hermosa región del universo adonde lo habían transportado sus gemas—. Es cierto, el encuentro…

Y empezaron a discutir minuciosamente sobre cosas que en parte yo conocía y que en parte logré entender al escuchar su conversación. Se trataba, como ya he dicho al comienzo de este fiel relato, de la doble querella que oponía de una parte al emperador y al papa, y de la otra al papa y a los franciscanos, que en el capítulo de Perusa, si bien con muchos años de atraso, habían adoptado las tesis de los espirituales acerca de la pobreza de Cristo; y del enredo que se había originado al unirse los franciscanos al imperio, triángulo de oposiciones y de alianzas que ahora se había convertido en cuadrado por la intervención —todavía incomprensible para mí— de los abades de la orden de San Benito.

Nunca he acabado de comprender por qué los abades benedictinos habían dado protección y asilo a los franciscanos espirituales, incluso antes de que su propia orden adoptase, hasta cierto punto, sus opiniones. Porque si los espirituales predicaban la renuncia a todos los bienes de este mundo, los abades de mi orden, en cambio, seguían una vía no menos virtuosa pero del todo opuesta, como claramente había podido comprobar aquel mismo día. Pero creo que los abades consideraban que un poder excesivo del papa equivalía a un poder excesivo de los obispos y las ciudades, y mi orden había conservado intacto su poder a través de los siglos precisamente contra el clero secular y los mercaderes de las ciudades, presentándose como mediadora directa entre el cielo y la tierra, y consejera de los soberanos.

Muchas veces había oído yo repetir la frase según la cual el pueblo de Dios se divide en pastores (o sea los clérigos), perros (o sea los guerreros) y ovejas, el pueblo. Pero más tarde he aprendido que esa frase puede repetirse de diferentes maneras. Los benedictinos habían hablado a menudo no de tres sino de dos grandes divisiones, una relacionada con la administración de las cosas terrenales y otra relacionada con la administración de las cosas celestes. En lo referente a las cosas terrenales valía la división entre el clero, los señores laicos y el pueblo, pero por encima de esa tripartición dominaba la presencia del ordo monachorum, vínculo directo entre el pueblo de Dios y el cielo, y los monjes no tenían nada que ver con los pastores seculares que eran los curas y los obispos, ignorantes y corruptos, que ahora servían los intereses de las ciudades, donde las ovejas ya no eran los buenos y fieles campesinos sino los mercaderes y los artesanos. La orden benedictina no veía mal que el gobierno de los simples estuviese a cargo de los clérigos seculares, siempre y cuando el establecimiento de la regla definitiva de aquella relación incumbiese a los monjes, que estaban en contacto directo con la fuente de todo poder terrenal, el imperio, así como lo estaban con la fuente de todo poder celeste. Y creo que fue por eso que muchos abades benedictinos, para afirmar la dignidad del imperio frente al poder de las ciudades (donde los obispos y los mercaderes se habían unido), estuvieron incluso dispuestos a brindar protección a los franciscanos espirituales, cuyas ideas no compartían, pero cuya presencia les era útil, porque proporcionaban buenos argumentos al imperio en su lucha contra el poder excesivo del papa.

Deduje que aquellas debían de ser las razones por las que Abbone estaba dispuesto a colaborar con Guillermo, enviado del emperador para mediar entre la orden franciscana y la sede pontificia. En efecto: a pesar de la violencia de la querella, que tanto hacía peligrar la unidad de la iglesia, Michele da Cesena, a quien el papa Juan había llamado en reiteradas ocasiones a Aviñón, se había decidido finalmente a aceptar la invitación, porque no deseaba una ruptura definitiva entre su orden y el pontífice. Como general de los franciscanos quería que triunfaran las posiciones de su orden, pero al mismo tiempo le interesaba obtener el consenso papal, entre otras razones porque intuía que sin ese consenso no podría durar demasiado a la cabeza de la orden.

Pero muchos le habían hecho ver que el papa lo esperaría en Francia para tenderle una celada, acusarlo de herejía y procesarlo. Por eso aconsejaban que antes del viaje se hicieran algunos tratos. Marsilio había tenido una idea mejor: enviar junto a Michele un legado imperial que expusiese al papa el punto de vista de los partidarios del emperador. No tanto para convencer al viejo Cahors como para reforzar la posición de Michele, quien, al formar parte de una legación imperial, ya no podría ser una presa tan fácil para la venganza pontificia.

Sin embargo, también esa idea presentaba numerosos inconvenientes, y no podía realizarse en forma inmediata. De allí había surgido la idea de un encuentro preliminar entre los miembros de la legación imperial y algunos enviados del papa, a fin de probar las respectivas posiciones y redactar los acuerdos para un encuentro en que la seguridad de los visitantes italianos estuviese garantizada. La organización de ese primer encuentro había sido confiada precisamente a Guillermo de Baskerville. Quien luego debería exponer en Aviñón el punto de vista de los teólogos imperiales, si hubiese estimado que el viaje era posible sin peligro. Empresa nada fácil, porque se suponía que el papa, que deseaba que Michele fuese solo para poder reducirlo más fácilmente a la obediencia, enviaría a Italia una legación con el propósito de hacer todo lo posible para que el viaje de los emisarios imperiales a su corte no llegara a realizarse. Hasta ese momento Guillermo se había movido con gran habilidad. Después de largas consultas con varios abades benedictinos (por eso nuestro viaje había tenido tantas etapas) había elegido la abadía en la que nos encontrábamos, precisamente porque se sabía que el Abad era devotísimo del imperio, y, sin embargo, dada su gran habilidad diplomática, tampoco era mal visto en la corte pontificia. Territorio neutral, pues, la abadía, donde los dos grupos habrían podido encontrarse.

Pero las resistencias del pontífice no habían acabado allí. Sabía que, una vez en el terreno de la abadía, su legación quedaría sometida a la jurisdicción del Abad, y como en ella también habría algunos miembros del clero secular, se negaba a aceptar esa cláusula porque temía una celada por parte del imperio. De modo que había puesto como condición que la indemnidad de sus enviados estuviese garantizada por la presencia de una compañía de arqueros del rey de Francia al mando de una persona de su confianza. Algo había escuchado yo sobre esto cuando en Bobbio Guillermo se reunió con un embajador del papa: habían tratado de definir la fórmula que determinara la misión de dicha compañía, o sea que quería decir garantizar la indemnidad de los legados pontificios. Al final se había aceptado una fórmula propuesta por los aviñoneses, que había parecido razonable: los hombres armados y el que los mandara tendrían jurisdicción sobre todos aquellos que de alguna manera tratasen de atentar contra la vida de los miembros de la legación pontificia y de influir sobre su comportamiento y sobre su juicio mediante actos violentos. En aquel momento, el acuerdo había respondido a puras preocupaciones formales. Pero ahora, después de los hechos que acababan de producirse en la abadía, el Abad estaba inquieto, y comunicó sus dudas a Guillermo. Si la legación llegaba a la abadía antes de que se descubriera al autor de los dos crímenes (al día siguiente las preocupaciones del Abad habrían de crecer, porque los crímenes serían ya tres), habría que reconocer que en aquel recinto circulaba alguien capaz de influir mediante actos violentos sobre el juicio y el comportamiento de los legados pontificios.

De nada valía tratar de ocultar los crímenes que se habían cometido, porque, si llegara a suceder alguna otra cosa, los legados pontificios pensarían que existía una conjura contra ellos. Por tanto, sólo quedaban dos soluciones. O bien Guillermo descubría al asesino antes de que llegase la legación (y aquí el Abad lo miró fijamente, como reprochándole sin palabras que aún no hubiera aclarado el asunto), o bien se imponía informar directamente de lo que estaba sucediendo al representante del papa, y pedirle que, mientras durasen las sesiones, se ocupara de que la abadía estuviese bajo estricta vigilancia. Pero el Abad hubiera preferido no hacerlo, porque eso significaba renunciar a una parte de su soberanía, y dejar, incluso, que los franceses controlasen a sus monjes. Sin embargo, no podía arriesgarse. Tanto Guillermo como el Abad lamentaban el cariz que estaban tomando las cosas, pero no tenían demasiadas alternativas. De modo que quedaron en verse al día siguiente para tomar una decisión definitiva. Entre tanto sólo podían confiar en la misericordia divina y en la sagacidad de Guillermo.

—Haré lo posible, vuestra excelencia —dijo Guillermo—. Sin embargo, no veo cómo este asunto podría comprometer el éxito de la reunión. Incluso el representante pontificio tendrá que comprender que hay una diferencia entre la obra de un loco, de un ser sanguinario o quizá sólo de un alma extraviada, y los graves problemas que vendrán a discutir esos hombres de probada rectitud.

—¿Os parece? —preguntó el Abad, mirándolo fijamente—. No olvidéis que los de Aviñón están acostumbrados a encontrarse con los franciscanos, o sea con personas peligrosamente próximas a los fraticelli y a otros aún más insensatos que los fraticelli, herejes peligrosos que se han manchado con crímenes —y aquí el Abad bajó el tono de su voz—, en comparación con los cuales los hechos aquí acaecidos, sin duda horribles, empalidecen como el sol cuando hay niebla.

—¡No es lo mismo! —exclamó Guillermo excitado—. No podéis medir con el mismo rasero a los franciscanos del capítulo de Perusa y a cualquier banda de herejes que ha entendido mal el mensaje del evangelio convirtiendo la lucha contra las riquezas en una serie de venganzas privadas o de locuras sanguinarias.

—No hace muchos años que, a pocas millas de aquí, una de esas bandas, como las llamáis, arrasó a hierro y fuego las tierras del obispo de Vercelli y las montañas del novarés —dijo secamente el Abad.

—Estáis hablando de fray Dulcino y de los apóstoles…

—De los pseudo apóstoles —corrigió el Abad.

Y otra vez oía mencionar yo a fray Dulcino y a los pseudo apóstoles, y otra vez con tono circunspecto, y casi con un matiz de terror.

—De los seudo apóstoles —admitió de buen grado Guillermo—. Pero no tenían nada que ver con los franciscanos.

—Con quienes compartían la veneración por Joaquín de Calabria —dijo sin darle respiro el Abad—. Preguntádselo a vuestro hermano Ubertino.

—Me permito señalar a vuestra excelencia que ahora es hermano vuestro —dijo Guillermo sonriendo y haciendo una especie de reverencia, como para felicitar al Abad por la adquisición que había hecho su orden al acoger a un hombre tan afamado.

—Lo sé, lo sé —respondió también sonriendo el Abad—. Y vos sabéis con cuánta solicitud fraternal nuestra orden acogió a los espirituales cuando cayó sobre ellos la ira del papa. No hablo sólo de Ubertino, sino también de muchos otros hermanos más humildes, de los que poco se sabe, y de los que quizá debería saberse más. Porque a veces ha sucedido que tránsfugas vestidos con el sayo de los franciscanos buscaron asilo entre nosotros, pero luego he sabido que sus vidas azarosas los habían llevado, durante cierto tiempo, bastante cerca de los dulcinianos.

—¿También aquí?

—También aquí. Os estoy revelando algo que en verdad conozco muy poco, y en todo caso no lo suficiente como para formular acusaciones. Pero, como estáis investigando sobre la vida de esta abadía, conviene que también vos conozcáis ciertas cosas. Así pues, os diré que sospecho (atención, sospecho sobre la base de lo que he oído o adivinado) que hubo una etapa muy oscura en la vida de nuestro cillerero, que precisamente llegó aquí hace años, siguiendo el éxodo de los franciscanos.

—¿El cillerero? ¿Remigio da Varagine un dulciniano? Me parece el ser más apacible, y en todo caso menos preocupado por nuestra señora la pobreza, que jamás haya visto… —dijo Guillermo.

—Y, en efecto, no puedo reprocharle nada, y le estoy agradecido por sus buenos servicios, que le han valido el reconocimiento de toda la comunidad. Pero digo esto para que comprendáis lo fácil que es encontrar relaciones entre un fraile y un fraticello.

—De nuevo vuestra excelencia es injusta, si puedo permitirme esta palabra —lo interrumpió Guillermo—. Estábamos hablando de los dulcinianos, no de los fraticelli. De los que podrá decirse cualquier cosa (sin saber tampoco de quiénes se habla, porque los hay de muchas clases), salvo que sean sanguinarios. Lo más que podrá reprochárseles es haber puesto en práctica sin demasiada sensatez lo que los espirituales han predicado con mayor mesura y animados por el auténtico amor a Dios, y en este sentido admito que el límite entre unos y otros es bastante tenue.

—¡Pero los fraticelli son herejes! —lo interrumpió secamente el Abad—. No se limitan a afirmar la tesis de la pobreza de Cristo y los apóstoles, doctrina que, si bien no tiendo a compartir, me parece un arma útil para contrarrestar la soberbia de los de Aviñón. Los fraticelli extraen de esa doctrina una consecuencia práctica, se valen de ella para legitimar la rebelión, el saqueo, la perversión de las costumbres.

—Pero, ¿qué fraticelli?

—Todos en general. Sabéis que se han manchado con crímenes innombrables, que no reconocen el matrimonio, que niegan el infierno, que cometen sodomía, que abrazan la herejía bogomila del ordo Bulgarie y del ordo Drygonthie…

—¡Por favor, no confundáis cosas distintas! ¡Habláis de los fraticelli, de los patarinos, de los valdenses, de los cátaros, y entre éstos de los bogomilos de Bulgaria y herejes de Dragovitsa, como si todos fuesen iguales!

—Lo son —dijo secamente el Abad—, lo son porque son herejes y lo son porque ponen en peligro el orden mismo del mundo civil, incluido el orden del imperio que al parecer vos defendéis. Hace más de cien años, los secuaces de Arnaldo da Brescia incendiaron las casas de los nobles y de los cardenales, y esos fueron los frutos de la herejía lombarda de los patarinos. Conozco historias terribles sobre aquellos herejes, y las he leído en Cesario de Eisterbach. En Verona, el canónigo de San Gedeón, Everardo, advirtió en cierta ocasión que el dueño de la casa donde se hospedaba salía todas las noches junto con su mujer y su hija. Interrogó a uno de los tres para saber adónde iban y qué hacían. Ven y verás, fue la respuesta, y los siguió hasta una casa subterránea muy grande, donde estaban reunidas muchas personas de ambos sexos. En medio del silencio general, un heresiarca pronunció un discurso plagado de blasfemias, con la intención de corromper sus vidas y sus costumbres. Después, apagadas las velas, cada cual se echó sobre su vecina, sin hacer distinciones entre la esposa legítima y la mujer soltera, entre la viuda y la virgen, entre la patrona y la sierva, como tampoco (¡aún peor!, ¡que el Señor me perdone por hablar de cosas tan horribles!) entre la hija y la hermana. Al ver todo eso, Everardo, joven frívolo y lujurioso, fingiéndose discípulo, se acercó no sé si a la hija del dueño de su casa o a otra muchacha, y cuando se apagaron las velas pecó con ella. Desgraciadamente, siguió partici-pando en esas reuniones durante más de un año, hasta que un día el maestro dijo que aquel joven frecuentaba con tanto provecho sus sesiones que no tardaría en poder iniciar a los neófitos. Fue entonces cuando Everardo comprendió en qué abismo había caído, y consiguió librarse de su seducción diciendo que no había frecuentado aquella casa porque lo atrajese la herejía, sino porque lo atraían las muchachas. Fue expulsado. Pero así, como veis, es la ley y la vida de los herejes, patarinos, cátaros, joaquinistas, espirituales de toda calaña. Y no hay que asombrarse de que así sea: no creen en la resurrección de la carne ni en el infierno como castigo de los malvados, y consideran que pueden hacer cualquier cosa impunemente. En efecto, se llaman a sí mismos catharoi, o sea puros.

—Abbone, vivís aislado en esta espléndida y santa abadía, alejada de las iniquidades del mundo. La vida de las ciudades es mucho más compleja de lo que creéis, y, como sabéis, también en el error y en el mal hay grados. Lot fue mucho menos pecador que sus conciudadanos, que concibieron pensamientos inmundos incluso sobre los ángeles enviados por Dios, y la traición de Pedro fue nada comparada con la traición de Judas; en efecto, uno fue perdonado y el otro no. No podéis considerar que los patarinos y los cátaros sean lo mismo. Los patarinos son un movimiento de reforma de las costumbres dentro de las leyes de la santa madre iglesia. Lo que siempre quisieron fue mejorar el modo de vida de los eclesiásticos.

—Afirmando que no debían tomarse los sacramentos impartidos por sacerdotes impuros…

—En lo que erraron, pero este fue su único error de doctrina. Porque ellos nunca se propusieron alterar la ley de Dios.

—Pero la prédica patarina de Arnaldo da Brescia, en Roma, hace más de doscientos años, lanzó a la turba de los campesinos a incendiar las casas de los nobles y de los cardenales.

—Arnaldo intentó atraer hacia su movimiento de reforma a los magistrados de la ciudad. Estos no lo siguieron. Quienes sí lo escucharon fueron los pobres y los desheredados. Él no fue responsable de la energía y la furia con que estos últimos respondieron a sus llamamientos en pro de una ciudad menos corrupta.

—La ciudad siempre es corrupta.

—La ciudad es el sitio donde hoy vive el pueblo de Dios, del que vos, del que nosotros somos los pastores. Es el sitio del escándalo, donde el prelado rico predica la virtud al pueblo pobre y hambriento. Los desórdenes de los patarinos nacen de esa situación. Son dolorosos, pero no son incomprensibles. Los cátaros son otra cosa. Es una herejía oriental, ajena a la doctrina de la iglesia. No sé si realmente cometen o han cometido los crímenes que se les imputan. Sé que rechazan el matrimonio, que niegan el infierno. Me pregunto si muchas de las falsas imputaciones que se les han hecho no se basan sólo en el carácter (sin duda, abominable) de sus ideas.

—¿Me estáis diciendo que los cátaros no se mezclaron con los patarinos, y que ambos no son sino dos de las innumerables caras de la misma manifestación demoníaca?

—Digo que muchas de esas herejías, independientemente de las doctrinas que defienden, tienen éxito entre los simples porque les sugieren la posibilidad de una vida distinta. Digo que en general los simples no saben mucho de doctrina. Digo que a menudo ha sucedido que las masas de simples confundieran la predicación cátara con la de los patarinos, y ésta en general con la de los espirituales. La vida de los simples, Abbone, no está iluminada por el saber y el sentido agudo de las distinciones, propios de los hombres sabios como nosotros. Además, es una vida obsesionada por la enfermedad y la pobreza, y por la ignorancia, que les impide expresarlas en forma inteligible. A menudo, para muchos de ellos, la adhesión a un grupo herético es sólo una manera como cualquier otra de gritar su desesperación. La casa de un cardenal puede quemarse porque se desea perfeccionar la vida del clero, o bien porque se considera inexistente el infierno que éste predica. Pero siempre se quema porque existe el infierno de este mundo, donde vive el rebaño que debemos cuidar. Y sabéis muy bien que, si ellos no distinguen entre la iglesia búlgara y los secuaces del cura Liprando, a menudo ha sucedido que las autoridades imperiales y sus partidarios tampoco han distinguido entre los espirituales y los herejes. No pocas veces grupos de gibelinos han apoyado movimientos populares de inspiración cátara, porque les convenía en su lucha política. Considero que obraron mal. Pero luego he sabido que a menudo esos mismos grupos, para deshacerse de esos adversarios inquietos y peligrosos, y demasiado «simples», atribuyeron a unos las herejías de los otros, y los empujaron a todos a la hoguera. He visto, os juro Abbone, he visto con mis propios ojos, hombres de vida virtuosa, partidarios sinceros de la pobreza y la castidad, pero enemigos de los obispos, a quienes estos últimos entregaron al brazo secular, estuviese éste al servicio del imperio o de las ciudades libres, acusándolos de promiscuidad sexual y sodomía, prácticas abominables en las que otros, quizá, pero no ellos habían incurrido. Los simples son carne de matadero: se los utiliza cuando sirven para debilitar al poder enemigo, y se los sacrifica cuando ya no sirven.

—O sea que —dijo el Abad con evidente malicia—, entre Dulcino y sus locos, y entre Gherardo Segalelli y aquellos infames asesinos, hubo cátaros malvados o fraticelli virtuosos, bogomilos sodomitas o patarinos reformadores. ¿Mé diréis, entonces, Guillermo, vos que todo lo sabéis sobre los herejes, hasta el punto de parecer uno de ellos, quién tiene la verdad?

—A veces ninguna de las partes —dijo con tristeza Guillermo.

—¿Veis cómo tampoco vos sabéis distinguir entre los diferentes tipos de herejes? Yo al menos tengo una regla. Sé que son herejes los que ponen en peligro el orden que gobierna al pueblo de Dios. Y defiendo al imperio porque me asegura la vigencia de ese orden. Combato al papa porque está entregando el poder espiritual a los obispos de las ciudades, que se alían con los mercaderes y las corporaciones, y serán incapaces de mantener ese orden. Nosotros lo hemos mantenido durante siglos. Y en cuanto a los herejes, también tengo una regla, que se resume en la respuesta de Arnaldo Amalrico, abad de Citeaux, cuando le preguntaron qué había que hacer con los ciudadanos de Beziers, ciudad sospechosa de herejía: «Matadlos a todos; Dios reconocerá a los suyos».

Guillermo bajó la mirada y permaneció un momento en silencio. Después dijo:

—La ciudad de Beziers fue tomada, y los nuestros no hicieron diferencias de dignidad ni de sexo ni de edad, y pasaron por las armas a casi veinte mil hombres. Después de la matanza, la ciudad fue saqueada y quemada.

—Una guerra santa sigue siendo una guerra.

—Una guerra santa sigue siendo una guerra. Quizá por eso no deberían existir guerras santas. Pero, ¿qué estoy diciendo?, he venido para defender los derechos de Ludovico, quien, sin embargo, está arrasando Italia. También yo me encuentro atrapado en un extraño juego de alianzas. Extraña la alianza de los espirituales con el imperio; extraña la del imperio con Marsilio, que reclama la soberanía para el pueblo; extraña también la de nosotros dos, tan distintos por nuestros objetivos y nuestras tradiciones. Pero tenemos dos tareas en común. El éxito del encuentro, y el descubrimiento de un asesino. Tratemos de realizarlas en paz.

El Abad abrió los brazos:

—Dadme el beso de la paz, fray Guillermo. Con un hombre de vuestro saber podríamos discutir largamente de sutiles cuestiones teológicas y morales. Pero no debemos caer en la tentación de discutir por mero gusto, como hacen los maestros de París. Es cierto, hay una tarea importante que nos espera, y debemos proceder de común acuerdo. Pero he hablado de estas cosas porque creo que existe una relación, ¿comprendéis?, una posible relación, o bien la posibilidad de que otros puedan establecer una relación, entre los crímenes que se han producido y las tesis de vuestros hermanos. Por eso os he avisado, para que evitemos cualquier sospecha o insinuación por parte de los aviñoneses.

—¿No debería suponer también que vuestra sublimidad me ha sugerido además una pista para mi investigación? ¿Pensáis que en el fondo de los acontecimientos recientes puede haber alguna historia oscura, relacionada con el pasado herético de algún monje?

El Abad calló unos instantes, mirando a Guillermo, y sin que su rostro mostrara expresión alguna. Después dijo:

—En este triste asunto el inquisidor sois vos. A vos incumbe abrigar sospechas y arriesgaros incluso a que no sean justas. Yo sólo soy aquí el padre común. Y, añado, si hubiese sabido que el pasado de alguno de mis monjes permitía abrigar sospechas fundadas, ya habría procedido a arrancar esa mala hierba. Os he dicho todo lo que sé. Es justo que lo que no sé surja a la luz gracias a vuestra sagacidad. En todo caso, no dejéis de informarme, y a mí en primer lugar.

Saludó y salió de la iglesia.

—La historia se complica, querido Adso —dijo Guillermo con gesto sombrío—. Corremos detrás de un manuscrito, nos interesamos en las diatribas de algunos monjes demasiado curiosos y en el comportamiento de otros monjes demasiado lujuriosos, y de pronto se perfila, cada vez con mayor nitidez, otra pista, totalmente distinta. El cillerero, pues… Y con él vino ese extraño animal, Salvatore… Pero ahora debemos ir a descansar, porque hemos decidido no dormir durante la noche.

—Entonces, ¿todavía pensáis entrar en la biblioteca esta noche? ¿Creéis que esta historia del cillerero es una mera sospecha del Abad?

Guillermo caminó hacia el albergue de los peregrinos. Al llegar al umbral se detuvo y retomó lo que estaba diciendo:

—En el fondo; el Abad me pidió que investigara sobre la muerte de Adelmo cuando pensaba que algo turbio sucedía entre sus monjes jóvenes. Pero ahora la muerte de Venancio despierta otras sospechas. Quizás el Abad ha intuido que la clave del misterio se encuentra en la biblioteca, y no quiere que investigue sobre eso. Y entonces me ofrece la pista del cillerero precisamente para apartar mi atención del Edificio.

—Pero, ¿por qué no querría que…?

—No preguntes demasiado. El Abad me dijo desde el principio que la biblioteca no se toca. Sus razones tendrá. Quizá también él está envuelto en algo que al principio no creía vinculado con la muerte de Adelmo, y ahora ve que el escándalo se va extendiendo y que él mismo puede resultar implicado. Y no quiere que se descubra la verdad, o al menos no quiere que sea yo quien la descubra…

—Pero entonces vivimos en un sitio abandonado por Dios —dije con desánimo.

—¿Acaso has conocido alguno en el que Dios se sintiese a sus anchas? —me preguntó Guillermo, mirándome desde la cima de su estatura.

Después me dijo que fuese a descansar. Mientras me acostaba, pensé que mi padre no debería haberme enviado a recorrer el mundo, pues era más complejo de lo que yo creía. Estaba aprendiendo demasiado.

—Salva me ab ore leonis[64] —recé mientras me quedaba dormido.

DESPUÉS DE VÍSPERAS

Donde, a pesar de la brevedad del capítulo, el venerable Alinardo dice cosas bastante interesantes sobre el laberinto y sobre el modo de entrar en él.

Me desperté cuando estaba por sonar la hora de la cena. Me sentía atontado por el sueño, porque el sueño diurno es como el pecado carnal: cuanto más dura mayor es el deseo que se siente de él, pero la sensación que se tiene no es de felicidad, sino una mezcla de hartazgo y de insatisfacción. Guillermo no estaba en su celda; era evidente que hacía mucho que se había levantado. Después de dar unas vueltas, lo encontré cuando salía del Edificio. Me dijo que había estado en el scriptorium, hojeando el catálogo y observando el trabajo de los monjes, siempre con la idea de acercarse a la mesa de Venancio para seguir revisándola. Sin embargo, por uno u otro motivo, todos parecían interesados en no dejar que curioseara entre aquellos folios. Primero se le había acercado Malaquías, para mostrarle unas miniaturas muy exquisitas. Después, Bencio lo había tenido ocupado con cualquier pretexto. A continuación, cuando estaba ya inclinado para proseguir su inspección, Berengario se había puesto a revolotear a su alrededor ofreciéndose a ayudarle.

Por último, Malaquías, al ver que mi maestro parecía firmemente decidido a ocuparse de las cosas de Venancio, le había dicho con toda claridad que, antes de hurgar entre los folios del muerto, quizá convenía obtener la autorización del Abad; que él mismo, a pesar de ser el bibliotecario, se había abstenido de hacerlo, por respeto y disciplina; y que en todo caso nadie se había acercado a aquella mesa, tal como Guillermo le había pedido, y nadie se acercaría a ella hasta que interviniese el Abad. Guillermo le había recordado la autorización del Abad para investigar en toda la abadía; y Malaquías le había preguntado, no sin malicia, si acaso el Abad también lo había autorizado para que se moviera libremente por el scriptorium o, Dios no lo quisiese, por la biblioteca. Guillermo había comprendido que no era cuestión de enfrentarse con Malaquías, por más que todos aquellos movimientos y temores alrededor de los folios de Venancio habían reforzado, desde luego, su interés por conocerlos. Pero tan decidido estaba a regresar allí durante la noche, aunque todavía no supiese cómo, que había preferido evitar incidentes. Se veía, sin embargo, que pensaba en el modo de desquitarse, y, si no hubiese estado buscando la verdad, su actitud habría parecido muy obstinada y quizá reprobable.

Antes de entrar al refectorio dimos otro paseíto por el claustro, para disipar las nieblas del sueño en el aire frío de la tarde. Aún había algunos monjes que se paseaban meditando. En el jardín que daba al claustro percibimos la figura centenaria de Alinardo da Grottaferrata, que, ya físicamente inútil, pasaba gran parte del día entre las plantas, cuando no estaba rezando en la iglesia. Parecía totalmente insensible al frío, y estaba sentado sobre la parte externa del pórtico.

Guillermo le dirigió unas palabras de saludo y el viejo pareció alegrarse de que alguien le hablara.

—Un día sereno —dijo Guillermo.

—Por gracia de Dios —respondió el viejo.

—Sereno en el cielo, pero oscuro en la tierra. ¿Conocíais bien a Venancio?

—¿Qué Venancio? —dijo el viejo. Después se encendió una luz en sus ojos—. Ah, el muchacho que murió. La bestia se pasea por la abadía…

—¿Qué bestia?

—La gran bestia que viene del mar… Siete cabezas, diez cuernos y en los cuernos diez diademas y en las cabezas tres nombres de blasfemia. La bestia que parece un leopardo, con pies como de oso y boca como de león… Yo la he visto.

—¿Dónde la habéis visto? ¿En la biblioteca?

—¿Biblioteca? ¿Por qué? Hace años que no voy al scriptorium, y nunca he visto la biblioteca. Nadie va a la biblioteca. Conocí a los que subían a la biblioteca…

—¿A quiénes? ¿A Malaquías, a Berengario?

—Oh, no… —dijo el viejo riendo con voz ronca—. Antes. El bibliotecario que hubo antes de Malaquías, hace muchos años…

—¿Quién era?

—No recuerdo, murió, cuando Malaquías era todavía muy joven. Y el que hubo antes del maestro de Malaquías, y era joven ayudante de bibliotecario cuando yo era joven… Pero yo nunca pisé la biblioteca. Laberinto…

—¿La biblioteca es un laberinto?

—Hunc mundum tipice laberinthus denotat ille —recitó absorto el anciano—. Intranti largus, redeunti sed nimis artus.[65] La biblioteca es un gran laberinto, signo del laberinto que es el mundo. Cuando entras en ella no sabes si saldrás. No es necesario violar las columnas de Hércules.

—¿De modo que no sabéis cómo se entra en la biblioteca cuando están cerradas las puertas del Edificio?

—¡Oh, sí! —dijo riendo el viejo—. Muchos lo saben. Pasa por el osario. Puedes pasar por el osario, pero no quieres pasar por el osario. Los monjes muertos vigilan.

—¿Esos son los monjes muertos que vigilan, y no los que recorren de noche con una luz la biblioteca?

—¿Con una luz? —El viejo pareció asombrado—. Nunca oí hablar de eso. Los monjes muertos están en el osario, los huesos bajan poco a poco desde el cementerio y se reúnen allí para vigilar el pasadizo. ¿Nunca viste el altar de la capilla por la que se llega al osario?

—Es la tercera de la izquierda después del transepto, ¿verdad?

—¿La tercera? Puede ser. Es la que tiene la piedra del altar esculpida con mil esqueletos. La cuarta calavera de la derecha; le hundes los ojos… y estás en el osario. Pero no vamos, yo nunca he ido. El Abad no quiere.

—¿Y la bestia? ¿Dónde habéis visto la bestia?

—¿La bestia? Ah, el Anticristo… Ya llega, se ha cumplido el milenio, lo esperamos…

—Pero el milenio se ha cumplido hace trescientos años, y en aquel momento no llegó…

—El Anticristo no llega cuando se cumplen los mil años. Cuando se cumplen los mil años se inicia el reino de los justos, después llega el Anticristo para confundir a los justos, y luego se producirá la batalla final.

—Pero los justos reinarán durante mil años —dijo Guillermo—. O bien han reinado desde la muerte de Cristo hasta el final del primer milenio, y entonces fue precisamente en ese momento cuando debió llegar el Anticristo, o bien todavía no han reinado y entonces el Anticristo está muy lejos.

—El milenio no se calcula desde la muerte de Cristo sino desde la donación de Constantino. Los mil años se cumplen ahora.

—¿Y entonces es ahora cuando acaba el reino de los justos?

—No lo sé, ya no lo sé… Estoy fatigado. Es un cálculo difícil. Beato de Liebana lo hizo, pregúntale a Jorge, él es joven, tiene buena memoria… Pero los tiempos están maduros. ¿No has oído las siete trompetas?

—¿Por qué las siete trompetas?

—¿No te han dicho cómo murió el otro muchacho, el miniaturista? El primer ángel ha soplado por la primera trompeta y ha habido granizo y fuego mezclado con sangre. Y el segundo ángel ha soplado por la segunda trompeta y la tercera parte del mar se ha convertido en sangre… ¿Acaso el segundo muchacho no murió en un mar de sangre? ¡Cuidado con la tercera trompeta! Morirá la tercera parte de las criaturas que viven en el mar. Dios nos castiga. Todo el mundo alrededor de la abadía está infestado de herejía, me han dicho que en el trono de Roma hay un papa perverso que usa hostias para prácticas de nigromancia, y con ellas alimenta a sus morenas… Y aquí hay alguien que ha violado la interdicción y ha roto los sellos del laberinto.

—¿Quién os lo ha dicho?

—Lo he oído, todos murmuran y dicen que el pecado ha entrado en la abadía. ¿Tienes garbanzos?

La pregunta, dirigida a mí, me cogió de sorpresa.

—No, no tengo garbanzos —dije confundido.

—La próxima vez tráeme garbanzos. Los tengo en la boca, mira mi pobre boca desdentada, hasta que se ablandan. Estimulan la saliva, aqua fons vitae.[66] ¿Mañana me traerás garbanzos?

—Mañana os traeré garbanzos —le dije.

Pero se había adormecido. Lo dejamos y nos dirigimos al refectorio.

—¿Qué pensáis de lo que nos ha dicho? —pregunté a mi maestro.

—Goza de la divina locura de los centenarios. En sus palabras es difícil distinguir lo verdadero de lo falso. Sin embargo, creo que nos ha dicho algo sobre cómo entrar en el Edificio. He examinado la capilla por la que apareció Malaquías la noche pasada. Es cierto que hay un altar de piedra, y en su base hay esculpidas calaveras. Esta noche probaremos.

COMPLETAS

Donde se entra en el Edificio, se descubre un visitante misterioso, se encuentra un mensaje secreto escrito con signos de nigromante, y desaparece, en seguida después de haber sido encontrado, un libro que luego se buscará en muchos otros capítulos, sin olvidar el robo de las preciosas lentes de Guillermo.

La cena fue triste y silenciosa. Habían pasado poco más de doce horas desde el descubrimiento del cadáver de Venancio. Todos miraban a hurtadillas su sitio vacío. Cuando fue la hora de completas, la procesión que se dirigió al coro parecía un cortejo fúnebre. Nosotros participamos en el oficio desde la nave, sin perder de vista la tercera capilla. Había poca luz, y, cuando vimos que Malaquías surgía de la oscuridad para dirigirse a su asiento, no pudimos descubrir el sitio exacto por el que había entrado. En todo caso nos mantuvimos ocultos en la sombra de la nave lateral, para que nadie viese que nos quedábamos al acabar el oficio. En mi escapulario tenía la lámpara que había cogido en la cocina durante la cena. Después la encenderíamos con la llama del gran trípode de bronce que ardía durante toda la noche. Tenía una mecha nueva, y mucho aceite. De modo que no nos faltaría luz.

Estaba demasiado excitado por lo que íbamos a hacer como para prestar atención al rito, y casi no me di cuenta de que éste había acabado. Los monjes se bajaron las capuchas y con el rostro cubierto salieron en lenta fila hacia sus celdas. La iglesia quedó vacía, iluminada por los resplandores del trípode.

—¡Vamos! —dijo Guillermo—. ¡A trabajar!

Nos acercamos a la tercera capilla. La base del altar parecía realmente un osario: talladas con singular maestría, se veía, encima de un montón de tibias, una serie de calaveras que, con sus órbitas huecas y profundas, infundían temor a cualquiera que las contemplase. Guillermo repitió en voz baja las palabras que había pronunciado Alinardo (cuarta calavera a la derecha, hundirle los ojos). Introdujo los dedos en las órbitas de aquel rostro descarnado y en seguida oímos como un chirrido ronco. El altar se movió, girando sobre un gozne secreto, y ante nosotros apareció una negra abertura donde, al levantar mi lámpara, divisamos unos escalones cubiertos de humedad. Decidimos bajar, no sin antes haber discutido sobre la eventual conveniencia de cerrar la entrada al pasadizo. Mejor no hacerlo, dijo Guillermo, porque no estábamos seguros de saber cómo abrirla al regresar. Y en cuanto al peligro de que nos descubrieran, si a aquella hora llegase alguien con la intención de poner en funcionamiento dicho mecanismo, sin duda sabría cómo entrar, y no por encontrarse con el acceso cerrado dejaría de penetrar en el pasadizo.

Después de bajar algo más de diez escalones, llegamos a un pasillo a cuyos lados estaban dispuestos unos nichos horizontales, similares a los que más tarde pude observar en muchas catacumbas. Pero aquella era la primera vez que entraba en un osario, y sentí un miedo enorme. Durante siglos se habían depositado allí los huesos de los monjes: una vez desenterrados, los habían ido amontonando en los nichos sin intentar recomponer la figura de sus cuerpos. Sin embargo, en algunos nichos sólo había huesos pequeños, y en otros sólo calaveras, dispuestas con cuidado, casi en forma de pirámide, para que no se desparramasen, y, en verdad, el espectáculo era terrorífico, sobre todo por el juego de sombras y de luces que creaba nuestra lámpara a medida que nos desplazábamos. En un nicho vi sólo manos, montones de manos, ya irremediablemente enlazadas entre sí, una maraña de dedos muertos. Lancé un grito, en aquel sitio de muertos, porque por un momento tuve la impresión de que ocultaba algo vivo, un chillido y un movimiento rápido en la sombra.

—Ratas —me tranquilizó Guillermo.

—¿Qué hacen aquí las ratas?

—Pasan, como nosotros, porque el osario conduce al Edificio y, por tanto, a la cocina. Y a los sabrosos libros de la biblioteca. Y ahora comprenderás por qué es tan severa la expresión de Malaquías. Su oficio lo obliga a pasar por aquí dos veces al día, al anochecer y por la mañana. Él sí que no tiene de qué reír.

—Pero, ¿por qué el evangelio no dice en ninguna parte que Cristo rió? —pregunté sin estar demasiado seguro de que así fuera—. ¿Es verdad lo que dice Jorge?

—Han sido legiones los que se han preguntado si Cristo rió. El asunto no me interesa demasiado. Creo que nunca rió porque, como hijo de Dios, era omnisciente y sabía lo que haríamos los cristianos. Pero, ya hemos llegado.

En efecto, gracias a Dios el pasillo había acabado y estábamos ante una nueva serie de escalones, al final de los cuales sólo tuvimos que empujar una puerta de madera dura con refuerzos de hierro para salir detrás de la chimenea de la cocina, justo debajo de la escalera de caracol que conducía al scriptorium.

Mientras subíamos nos pareció escuchar un ruido arriba.

Permanecimos un instante en silencio, y luego dije:

—Es imposible. Nadie ha entrado antes que nosotros…

—Suponiendo que ésta sea la única vía de acceso al Edificio. Durante siglos fue una fortaleza, de modo que deben de existir otros accesos secretos además del que conocemos. Subamos despacio. Pero no tenemos demasiadas alternativas. Si apagamos la lámpara, no sabremos por dónde vamos; si la mantenemos encendida, avisaremos al que está arriba. Sólo nos queda la esperanza de que, si hay alguien, su miedo sea mayor que el nuestro.

Llegamos al scriptorium por el torreón meridional. La mesa de Venancio estaba justo del lado opuesto. Al desplazarnos íbamos iluminando sólo partes de la pared, porque la sala era demasiado grande. Confiamos en que no habría nadie en la explanada, porque hubiese visto la luz a través de las ventanas. La mesa parecía en orden, pero Guillermo se inclinó en seguida para examinar los folios de la estantería, y lanzó una exclamación de contrariedad.

—¿Falta algo? —pregunté.

—Hoy he visto aquí dos libros, y uno era en griego. Ese es el que falta. Alguien se lo ha llevado, y a toda prisa, porque un pergamino cayó al suelo.

—Pero la mesa estaba vigilada…

—Sí. Quizás alguien lo cogió hace muy poco. Quizás aún esté aquí. —Se volvió hacia las sombras y su voz resonó entre las columnas—: ¡Si estás aquí, ten cuidado!

Me pareció una buena idea: como ya había dicho mi maestro, siempre es mejor que el que nos infunde miedo tenga más miedo que nosotros.

Guillermo puso encima de la mesa el folio que había encontrado en el suelo, y se inclinó sobre él. Me pidió que lo iluminase. Acerqué la lámpara y vi una página que hasta la mitad estaba en blanco, y que luego estaba cubierta por unos caracteres muy pequeños cuyo origen me costó mucho reconocer.

—¿Es griego? —pregunté.

—Sí, pero no entiendo bien —extrajo del sayo sus lentes, se los encajó en la nariz y después se inclinó aún más sobre el pergamino—. Es griego. La letra es muy pequeña, pero irregular. A pesar de las lentes me cuesta trabajo leer. Necesitaría más luz. Acércate…

Mi maestro había cogido el folio y lo tenía delante de los ojos. En lugar de ponerme detrás de él y levantar la lámpara por encima de su cabeza, lo que hice, tontamente, fue colocarme delante. Me pidió que me hiciese a un lado y al moverme rocé con la llama el dorso del folio. Guillermo me apartó de un empujón, mientras me preguntaba si quería quemar el manuscrito. Después lanzó una exclamación. Vi con claridad que en la parte superior de la página habían aparecido unos signos borrosos de color amarillo oscuro. Guillermo me pidió la lámpara y la desplazó por detrás del folio, acercando la llama a la superficie del pergamino para calentarla, cuidando de no rozarla. Poco a poco, como si una mano invisible estuviese escribiendo «Mane, Tekel, Fares», vi dibujarse en la página blanca, uno a uno, a medida que Guillermo iba desplazando la lámpara, y mientras el humo que se desprendía de la punta de la llama ennegrecía el dorso del folio, unos rasgos que no se parecían a los de ningún alfabeto, salvo a los de los nigromantes.

—¡Fantástico! —dijo Guillermo—. ¡Esto se pone cada vez más interesante! —Echó una ojeada alrededor, y dijo—: Será mejor no exponer este descubrimiento a la curiosidad de nuestro misterioso huésped, suponiendo que aún esté aquí…

Se quitó las lentes y las dejó sobre la mesa. Después enrolló con cuidado el pergamino y lo guardó en el sayo. Todavía aturdido tras aquella secuencia de acontecimientos por demás milagrosos, estaba ya a punto de pedirle otras explicaciones cuando de pronto un ruido seco nos distrajo. Procedía del pie de la escalera oriental, por donde se subía a la biblioteca.

—Nuestro hombre está allí, ¡atrápalo! —gritó Guillermo.

Y nos lanzamos en aquella dirección, él más rápido y yo no tanto, por la lámpara. Oí un ruido como de alguien que tropezaba y caía; al llegar vi a Guillermo al pie de la escalera, observando un pesado volumen de tapas reforzadas con bullones metálicos. En ese momento oímos otro ruido, pero del lado donde estábamos antes.

—¡Qué tonto soy! —gritó Guillermo—. ¡Rápido, a la mesa de Venancio!

Me di cuenta de que alguien situado en la sombra detrás de nosotros había arrojado el libro para alejarnos del lugar.

De nuevo Guillermo fue más rápido y llegó antes a la mesa. Yo, que venía detrás, alcancé a ver entre las columnas una sombra que huía y embocaba la escalera del torreón occidental.

Encendido de coraje, pasé la lámpara a Guillermo y me lancé a ciegas hacia la escalera por la que había bajado el fugitivo. En aquel momento me sentía como un soldado de Cristo en lucha contra todas las legiones del infierno, y ardía de ganas de atrapar al desconocido para entregarlo a mi maestro. Casi rodé por la escalera de caracol tropezando con el ruedo de mi hábito (¡juro que aquella fue la única ocasión de mi vida en que lamenté haber entrado en una orden monástica!), pero en el mismo instante —la idea me vino como un relámpago— me consolé pensando que mi adversario también debía de sufrir el mismo impedimento. Y además, si había robado el libro, sus manos debían de estar ocupadas. Casi me precipité en la cocina, detrás del horno del pan, y a la luz de la noche estrellada que iluminaba pálidamente el vasto atrio, vi la sombra fugitiva, que salía por la puerta del refectorio, cerrándola detrás de sí. Me lancé hacia ella, tardé unos segundos en poder abrirla, entré, miré alrededor, y no vi a nadie. La puerta que daba al exterior seguía atrancada. Me volví. Sombra y silencio. Percibí un resplandor en la cocina. Me aplasté contra una pared. En el umbral que comunicaba los dos ambientes apareció una figura iluminada por una lámpara. Grité. Era Guillermo.

—¿Ya no hay nadie? Me lo imaginaba. Ese no ha salido por una puerta. ¿No ha cogido el pasadizo del osario?

—¡No, ha salido por aquí, pero no sé por dónde!

—Ya te lo he dicho, hay otros pasadizos, y es inútil que los busquemos. Quizás en este momento nuestro hombre esté saliendo al exterior en algún sitio alejado del Edificio. Y con él mis lentes.

—¿Vuestras lentes?

—Como lo oyes. Nuestro amigo no ha podido quitarme el folio, pero, con gran presencia de ánimo, al pasar por la mesa ha cogido mis lentes.

—¿Y por qué?

—Porque no es tonto. Ha oído lo que dije sobre estas notas, ha comprendido que eran importantes, ha pensado que sin las lentes no podría descifrarlas, y sabe muy bien que no confiaré en nadie como para mostrárselas. De hecho, es como si no las tuviese.

—Pero ¿cómo sabía que teníais esas lentes?

—¡Vamos! Aparte del hecho de que ayer hablamos de ellas con el maestro vidriero, esta mañana en el scriptorium las he usado mientras estaba hurgando entre los folios de Venancio. De modo que hay muchas personas que podrían conocer el valor de ese objeto. En efecto: todavía podría leer un manuscrito normal, pero éste no —y empezó a desenrollar el misterioso pergamino—, porque la parte escrita en griego está en letra demasiado pequeña, y la parte superior es demasiado borrosa…

Me mostró los signos misteriosos que habían aparecido como por encanto al calor de la llama:

—Venancio quería ocultar un secreto importante y utilizó una de aquellas tintas que escriben sin dejar huella y reaparecen con el calor. O, si no, usó zumo de limón. En todo caso, como no sé qué sustancia utilizó y los signos podrían volver a desaparecer, date prisa, tú que tienes buenos ojos, y cópialos en seguida, lo más parecidos que puedas, y no estaría mal que los agrandaras un poco.

Esto hice, sin saber lo que copiaba. Era una serie de cuatro o cinco líneas que en verdad parecían de brujería. Aquí sólo reproduzco los primeros signos, para dar al lector una idea del enigma que teníamos ante nuestros ojos:

Cuando hube acabado de copiar, Guillermo cogió mi tablilla y, a pesar de estar sin lentes, la mantuvo lejos de sus ojos para poderla examinar.

—Sin duda se trata de un alfabeto secreto, que habrá que descifrar —dijo—. Los trazos no son muy firmes, y es probable que tu copia tampoco los haya mejorado, pero es evidente que los signos pertenecen a un alfabeto zodiacal. ¿Ves? En la primera líneas tenemos… —Alejó aún más la tablilla, entrecerró los ojos en un esfuerzo de concentración dijo—: Sagitario, Sol, Mercurio, Escorpión…

—¿Qué significan?

—Si Venancio hubiese sido un ingenuo, habría usado el alfabeto zodiacal más corriente: A igual a Sol, B igual a Júpiter… Entonces la primera línea se leería así… intenta transcribirla: RAIOASVL… —Se interrumpió—. No, no quiere decir nada, y Venancio no era ningún ingenuo. Se valió de otra clave para transformar el alfabeto. Tendré que descubrirla.

—¿Se puede? —pregunté admirado.

—Sí, cuando se conoce un poco la sabiduría de los árabes. Los mejores tratados de criptografía son obra de sabios infieles, y en Oxford he podido hacerme leer alguno de ellos. Bacon tenía razón cuando decía que la conquista del saber pasa por el conocimiento de las lenguas. Hace siglos Abu Bakr Ahmad ben Ali ben Washiyya an-Nabati escribió un Libro del frenético deseo del devoto por aprender los enigmas de las escrituras antiguas, donde expuso muchas reglas para componer y descifrar alfabetos misteriosos, útiles para las prácticas mágicas, pero también para la correspondencia entre los ejércitos o entre un rey y sus embajadores. He visto asimismo otros libros árabes donde se enumera una serie de artificios bastante ingeniosos. Por ejemplo, puedes remplazar una letra por otra, puedes escribir una palabra al revés, puedes invertir el orden de las letras, pero tomando una sí y otra no, y volviendo a empezar luego desde el principio, puedes, como en este caso, remplazar las letras por signos zodiacales, pero atribuyendo a las letras ocultas su valor numérico, para después, según otro alfabeto, transformar los números en otras letras…

—¿Y cuál de esos sistemas habrá utilizado Venancio?

—Habría que probar todos éstos, y también otros. Pero la primera regla para descifrar un mensaje consiste en adivinar lo que quiere decir.

—¡Pero entonces ya no es preciso descifrarlo! —exclamé riendo.

—No quise decir eso. Lo que hay que hacer es formular hipótesis sobre cuáles podrían ser las primeras palabras del mensaje, y después ver si la regla que de allí se infiere vale para el resto del texto. Por ejemplo, aquí Venancio ha cifrado sin duda la clave para entrar en el finis Africae. Si trato de pensar que el mensaje habla de eso, de pronto descubro un ritmo… Trata de mirar las primeras tres palabras, sin considerar las letras, atendiendo sólo a la cantidad de signos IIIIIIII IIIII IIIIIII… Ahora trata de dividir los grupos en sílabas de al menos dos símbolos cada una, y recita en voz alta: ta-ta-ta, ta-ta, ta-ta-ta… ¿No se te ocurre nada?

—A mí no.

—Pero a mí sí. Secretum finis Africae… Si es así, en la última palabra la primera y la sexta letra deberían ser iguales; y así es, el símbolo de la Tierra aparece dos veces. Y la primera letra de la primera palabra, la S, debería ser igual a la última de la segunda: y, en efecto, el signo de la Virgen se repite. Tal vez estemos en el buen camino. Sin embargo, también podría tratarse de una serie de coincidencias. Hay que descubrir una regla de correspondencia…

—¿Pero dónde?

—En la cabeza. Inventarla. Y después ver si es la correcta. Pero podría pasarme un día entero probando. No más tiempo, sin embargo, porque, recuérdalo, con un poco de paciencia cualquier escritura secreta puede descifrarse. Pero ahora se nos haría tarde y lo que queremos es visitar la biblioteca. Además, sin las lentes no podré leer la segunda parte del mensaje, y en eso tú no puedes ayudarme porque estos signos, para tus ojos…

——Graecum est, non legitur[67] —completé sintiéndome humillado.

—Eso mismo. Ya ves que Bacon tenía razón. ¡Estudia! Pero no nos desanimemos. Subamos a la biblioteca. Esta noche ni diez legiones infernales conseguirían detenernos.

Me persigné:

—Pero ¿quién puede haber sido el que se nos adelantó? ¿Bencio?

—Bencio ardía en deseos de saber qué había entre los folios de Venancio, pero no me pareció que pudiese jugarnos una mala pasada como ésta. En el fondo, nos propuso una alianza. Además me dio la impresión de que no tenía valor para entrar de noche en el Edificio.

—¿Entonces Berengario? ¿O Malaquías?

—Me parece que Berengario sí es capaz de este tipo de cosas. En el fondo, comparte la responsabilidad de la biblioteca, lo corroe el remordimiento por haber traicionado uno de sus secretos, pensaba que Venancio había sustraído aquel libro y quizá quería volver a colocarlo en su lugar. Como no pudo subir, ahora debe de estar escondiéndolo en alguna parte y podremos cogerlo con las manos en la masa, si Dios nos asiste, cuando trate de ponerlo de nuevo en su sitio.

—Pero también pudo haber sido Malaquías, movido por las mismas intenciones.

—Yo diría que no. Malaquías dispuso de todo el tiempo que quiso para hurgar en la mesa de Venancio cuando se quedó solo para cerrar el Edificio. Eso yo ya lo sabía, pero era algo inevitable. Ahora sabemos precisamente que no lo hizo. Y si piensas un poco advertirás que no teníamos razones para sospechar que Malaquías supiese que Venancio había entrado en la biblioteca y que había cogido algo. Eso lo saben Berengario y Bencio, y lo sabemos tú y yo. Después de la confesión de Adelmo, también Jorge podría saberlo, pero sin duda no era él el hombre que se precipitó con tanto ímpetu por la escalera de caracol…

—Entonces, Berengario o Bencio…

—¿Y por qué no Pacifico da Tivoli u otro de los monjes que hemos visto hoy? ¿O Nicola el vidriero, que sabe de la existencia de mis anteojos? ¿O ese personaje extravagante, Salvatore, que, según nos han dicho, anda por las noches metido en vaya a saber qué cosas? Debemos tener cuidado y no reducir el número de los sospechosos sólo porque las revelaciones de Bencio nos hayan orientado en una dirección determinada. Quizá Bencio quería confundirnos.

—Pero nos pareció que era sincero.

—Sí, pero recuerda que el primer deber de un buen inquisidor es el de sospechar ante todo de los que le parecen sinceros.

—Feo trabajo el del inquisidor —dije.

—Por eso lo abandoné. Pero ya ves que ahora debo volver a él. Bueno, vamos, a la biblioteca.

NOCHE

Donde se penetra por fin en el laberinto, se tienen extrañas visiones, y, como suele suceder en los laberintos, una vez en él se pierde la orientación.

Enarbolando la lámpara delante de nosotros, volvimos a subir al scriptorium, ahora por la escalera oriental, que después continuaba hasta el piso prohibido. Yo pensaba en las palabras de Alinardo sobre el laberinto y esperaba cosas espantosas.

Cuando salimos de la escalera para entrar en el sitio donde no habríamos debido penetrar, me sorprendió encontrarme en una sala de siete lados, no muy grande, sin ventanas, en la que reinaba, como por lo demás en todo aquel piso, un fuerte olor a cerrado o a moho. Nada terrible, pues.

Como he dicho, la sala tenía siete paredes, pero sólo en cuatro de ellas se abría, entre dos columnitas empotradas, un paso bastante ancho sobre el que había un arco de medio punto. Arrimados a las otras paredes se veían unos enormes armarios llenos de libros dispuestos en orden. En cada armario había una etiqueta con un número, y lo mismo en cada anaquel: a todas luces se trataba de los números que habíamos visto en el catálogo. En el centro de la habitación había una gran mesa, también cargada de libros. Todos los volúmenes estaban cubiertos por una capa de polvo bastante tenue, signo de que los libros se limpiaban con cierta frecuencia. Tampoco en el suelo se veían muestras de suciedad. Sobre el arco de una de las puertas había una inscripción, pintada en la pared, con las siguientes palabras: Apocalypsis Iesu Christi.[68] A pesar de que los caracteres eran antiguos, no parecía descolorida. Después, al examinar las que encontramos en las otras habitaciones, vimos que en realidad las letras estaban grabadas en la piedra, y con bastante profundidad, y que las cavidades habían sido rellenadas con tinte, como en los frescos de las iglesias.

Salimos por una de las puertas. Nos encontramos en otra habitación en la que había una ventana, pero no con vidrios sino con lajas de alabastro. Dos paredes eran continuas y en otra se veía un arco, similar al que acabábamos de atravesar, que daba a otra habitación, también con dos paredes continuas, una con una ventana, y otra puerta situada frente a nosotros. En las dos habitaciones había inscripciones similares a la que ya habíamos visto, pero con textos diferentes: Super thronos viginti quatuor,[69] rezaba la de la primera; Nomen illi mors,[70] la de la segunda. En cuanto a lo demás, aunque las dos habitaciones fuesen más pequeñas que aquella por la que habíamos entrado en la biblioteca (de hecho, aquélla era heptagonal y éstas rectangulares), el mobiliario era similar: armarios con libros y mesa en el centro.

Pasamos a la tercera habitación. En ella no había libros ni inscripción. Bajo la ventana se veía un altar de piedra. Además de la puerta por la que habíamos entrado, había otras dos: una que daba a la habitación heptagonal del comienzo, y otra por la que nos introdujimos en una nueva habitación, similar a las demás, salvo por la inscripción que rezaba: Obscuratus est sol et aer.[71] De allí se accedía a una nueva habitación, cuya inscripción rezaba: Facta est grando et ignis.[72] No había más puertas, o sea que no se podía seguir avanzando y para salir había que retroceder.

—Veamos un poco —dijo Guillermo—. Cinco habitaciones cuadran-gulares o más o menos trapezoidales, cada una de ellas con una ventana, dispuestas alrededor de una habitación heptagonal, sin ventanas, hasta la que se llega por la escalera. Me parece elemental. Estamos en el torreón oriental; desde fuera cada torreón presenta cinco ventanas y cinco paredes. El cálculo es exacto. La habitación vacía es justo la que mira hacia oriente, como el coro de la iglesia, y al alba la luz del sol ilumina el altar, cosa que me parece muy apropiada y devota. La única idea que considero astuta es la de las lajas de alabastro. De día filtran una luz muy bonita, pero de noche ni siquiera dejan pasar los rayos lunares. De modo que no es un gran laberinto. Ahora veamos adónde dan las otras dos puertas de la habitación heptagonal. Creo que no tendremos dificultades para orientarnos.

Mi maestro se equivocaba, pues los constructores de la biblioteca habían sido más hábiles de lo que imaginábamos. No sé cómo explicar lo que sucedió, pero cuando salimos del torreón el orden de las habitaciones se volvió más confuso. Unas tenían dos puertas; otras, tres. Todas tenían una ventana, incluso aquellas a las que entrábamos desde habitaciones con ventana, convencidos de que nos dirigíamos hacia el interior del Edificio. En cada una el mismo tipo de armarios y de mesas; los libros, agrupados siempre en buen orden, parecían todos iguales, y ni que decir tiene que no nos ayudaban a reconocer el sitio de un vistazo. Tratamos de orientarnos por las inscripciones. En cierto momento pasamos por una habitación donde se leía In diebus illis;[73] después de dar algunas vueltas nos pareció que habíamos regresado a ella. Pero recordábamos que la puerta situada frente a la ventana daba a una habitación donde se leía Primogenitus mortuorum,[74] y ahora, en cambio, daba a otra que de nuevo tenía la inscripción Apocalypsis Iesu Christi, pero que no era la sala heptagonal de la que habíamos partido. Eso nos hizo pensar que a veces las inscripciones se repetían. Encontramos dos habitaciones adyacentes con la inscripción Apocalypsis, y enseguida otra con la inscripción Cecidit de coelo stella magna.[75]

No había dudas sobre la fuente de todas esas frases: eran versículos del Apocalipsis de Juan, pero ¿por qué estaban pintadas en las paredes? ¿A qué lógica obedecía su colocación? Para colmo de confusiones, descubrimos que algunas frases, no muchas, no estaban escritas en negro sino en rojo. En determinado momento volvimos a la sala heptagonal de la que habíamos partido (podía reconocerse por la entrada de la escalera), y otra vez salimos hacia la derecha, tratando de pasar de una habitación a otra sin desviarnos. Atravesamos tres habitaciones y llegamos ante una pared sin aberturas. Sólo había otra puerta, que comunicaba con otra habitación, también con otra sola puerta, por la que accedimos a una serie de cuatro habitaciones al cabo de las cuales llegamos de nuevo ante una pared. Retrocedimos hasta la habitación anterior, que tenía dos salidas; atravesamos la que antes habíamos descartado y llegamos a una nueva habitación, y volvimos a encontrarnos en la sala heptagonal de la que habíamos partido.

—¿Cómo se llamaba la habitación desde la que acabamos de retroceder? —preguntó Guillermo.

—Equus albus[76] —dije tratando de recordar.

—Bueno, regresemos a ella.

Enseguida la encontramos. Una vez allí, salvo retroceder, sólo quedaba la posibilidad de pasar a la habitación llamada Gratia vobis et pax,[77] donde nos pareció que, saliendo por la derecha, tampoco retrocederíamos. En efecto, encontramos otras dos habitaciones, In diebus illis y Primogenitus mortuorum (pero ¿no serían las que habíamos encontrado antes?), y finalmente, llegamos a una habitación donde nos pareció que aún no habíamos estado: Tertia pars terrae combusta est.[78] Pero para entonces ya éramos incapaces de situarnos respecto del torreón oriental.

Adelantando la lámpara, me lancé hacia las siguientes habitaciones. Un gigante de proporciones amenazadoras, y cuyo cuerpo ondeante y fluido parecía el de un fantasma, salió a mi encuentro.

—¡Un diablo! —grité, y poco faltó para que se me cayese la lámpara, mientras corría a refugiarme entre los brazos de Guillermo.

Este cogió la lámpara y haciéndome a un lado avanzó con una determinación que me pareció sublime. También él vio algo, porque se detuvo bruscamente. Después volvió a asomarse y alzó la lámpara. Se echó a reír.

—Realmente ingenioso. ¡Un espejo!

—¿Un espejo?

—Sí, mi audaz guerrero —dijo Guillermo—. Hace poco, en el scriptorium, te has arrojado con tanto valor sobre un enemigo real, y ahora te asustas de tu propia imagen. Un espejo, que te devuelve tu propia imagen, agrandada y deformada.

Cogiéndome de la mano me llevó hasta la pared situada frente a la entrada de la habitación. Ahora que la lámpara estaba más cerca podía ver, en una hoja de vidrio con ondulaciones, nuestras dos imágenes, grotescamente deformadas, cuya forma y altura variaba según nos acercásemos o nos alejásemos.

—Léete algún tratado de óptica —dijo Guillermo con tono burlón—. Sin duda, los fundadores de la biblioteca lo han hecho. Los mejores son los de los árabes. Alhazen compuso un tratado De aspectibus[79] donde, con rigurosas demostraciones geométricas, describe la fuerza de los espejos. Según la ondulación de su superficie, los hay capaces de agrandar las cosas más minúsculas (¿y qué hacen si no mis lentes?), mientras que otros presentan las imágenes invertidas, u oblicuas, o muestran dos objetos en lugar de uno, o cuatro en lugar de dos. Otros, como éste, convierten a un enano en un gigante, o a un gigante en un enano.

—¡Jesús! —exclamé—. Entonces, ¿son éstas las visiones que algunos dicen haber tenido en la biblioteca?

—Quizá. La idea es realmente ingeniosa. —Leyó la inscripción situada sobre el espejo: Super thronos viginti quatuor—. Ya la hemos encontrado, pero en una sala sin espejo. Además, ésta no tiene ventanas, y tampoco es heptagonal. ¿Dónde estamos? —Miró alrededor y después se acercó a un armario—. Adso, sin aquellos benditos oculi ad legendum no logro comprender lo que hay escrito en estos libros. Léeme algunos títulos.

Cogí un libro al azar:

—¡Maestro, no está escrito!

—¿Cómo? Veo que está escrito. ¿Qué lees en él?

—No leo. No son letras del alfabeto, y no es griego, no podríais reconocerlo. Parecen gusanillos, sierpes, cagaditas de mosca…

—¡Ah! es árabe. ¿Qué más hay?

—Varios más. Aquí hay uno en latín, gracias a Dios… Al… Al Kuwarizmi, Tabulae.

—¡Las tablas astronómicas de Al Kuwarizmi, traducidas por Adelardo de Bath! ¡Una obra rarísima! ¿Qué más?

—Isa ibn Ali, De oculis, Alkindi, De radiis stellatis[80]

—Ahora mira lo que hay en la mesa.

Abrí un gran volumen que había sobre la mesa, un De bestiis, y ante mis ojos apareció una exquisita miniatura que representaba un bellísimo unicornio.

—Muy bien pintado —comentó Guillermo, que podía ver las imágenes—. ¿Y aquél?

Liber monstruorum de diversis generibus[81] —leí—. Este también tiene bellas imágenes, pero me parece que son más antiguas.

Guillermo inclinó el rostro sobre el texto:

—Iluminado por monjes irlandeses, hace por lo menos un par de siglos. En cambio, el libro del unicornio es mucho más reciente; creo que está iluminado a la manera de los franceses.

Otra vez tuve ocasión de admirar la sabiduría de mi maestro. Pasamos a la siguiente habitación, y luego a las cuatro posteriores, todas con ventanas, y todas llenas de libros en lenguas desconocidas, junto con otros de ciencias ocultas, y finalmente llegamos a una pared que nos obligó a volver sobre nuestros pasos, porque las últimas cinco habitaciones sólo comunicaban entre sí, y de ninguna de ellas podía salirse hacia otra dirección.

—Por la inclinación de las paredes, deberíamos de estar en el pentágono de otro torreón —dijo Guillermo—, pero falta la sala heptagonal del centro, de modo que, quizá nos equivoquemos.

—¿Y las ventanas? ¿Cómo puede haber tantas ventanas? Es imposible que todas las habitaciones den al exterior.

—Olvidas el pozo central. Muchas de las ventanas que hemos visto dan al octógono del pozo. Si fuese de día, la diferencia de luminosidad nos permitiría distinguir las ventanas externas de las internas, e incluso, reconocer quizá la posición de las habitaciones respecto al sol. Pero por la noche no se ven esas diferencias. Retrocedamos.

Regresamos a la habitación del espejo y nos dirigimos hacia la tercera puerta, por la que nos pareció que aún no habíamos pasado. Vimos una sucesión de tres o cuatro habitaciones, y en el fondo vislumbramos un resplandor.

—¡Hay alguien! —exclamé ahogando la voz.

—Si lo hay, ya ha percibido nuestra lámpara —dijo Guillermo, cubriendo, sin embargo, la llama con la mano. Permanecimos quietos durante uno o dos minutos. El resplandor seguía oscilando levemente, pero sin aumentar ni disminuir.

—Quizá sólo sea una lámpara —siguió Guillermo—, de las que se ponen para convencer a los monjes de que la biblioteca está habitada por las almas de los muertos. Pero hay que averiguarlo. Tú quédate aquí cubriendo la lámpara, mientras yo me adelanto con cautela.

Todavía avergonzado por el triste papel que había hecho delante del espejo, quise redimirme ante los ojos de Guillermo:

—No, voy yo —dije—, vos quedaos aquí. Avanzaré con cautela, soy más pequeño y más ágil. Tan pronto como compruebe que no hay peligro os llamaré.

Así lo hice. Atravesé tres habitaciones caminando pegado a las paredes, ágil como un gato (o como un novicio que baja a la cocina para robar queso de la despensa, empresa en la que había tenido ocasión de destacarme en Melk). Llegué hasta el umbral de la habitación de donde procedía el resplandor, bastante débil, y pegándome a la pared en que se apoyaba la columna de la derecha, me asomé‚ para espiar. No había nadie. Sobre la mesa había una especie de lámpara que, casi extinguida, despedía abundante humo. No era una linterna como la nuestra. Parecía más bien un turíbolo[82] descubierto; no tenía llama, pero bajo una tenue capa de ceniza algo se quemaba. Me armé de valor y entré. Junto al turíbolo, sobre la mesa, había un libro abierto en el que se veían imágenes de colores muy vivos. Me acerqué y vi cuatro franjas de diferentes colores: amarillo, bermellón, turquesa y tierra quemada. Destacaba la figura de una bestia horrible, un dragón de diez cabezas, que con la cola barría las estrellas del cielo y las arrojaba hacia la tierra. De pronto vi que el dragón se multiplicaba, y las escamas se separaban de la piel para formar un anillo rutilante que giraba alrededor de mi cabeza. Me eché hacia atrás y vi que el techo de la habitación se inclinaba y bajaba hacia mí. Después escuché como un silbido de mil serpientes, pero no terrorífico, sino casi seductor, y apareció una mujer rodeada de luz, que acercó su rostro al mío echándome el aliento. Extendí los brazos para alejarla y me pareció que mis manos tocaban los libros del armario de enfrente, o que éstos se agrandaban enormemente. Ya no sabía dónde me encontraba, ni dónde estaba la tierra ni el cielo. En el centro de la habitación vi a Berengario, que me miraba con una sonrisa desagradable, rebosante de lujuria. Me cubrí el rostro con las manos y mis manos me parecieron viscosas y palmeadas como patas de escuerzo. Grité, creo, y sentí un sabor ligeramente ácido en la boca. Y entonces me hundí en una oscuridad infinita, que parecía abrirse más y más bajo mis pies, y perdí el conocimiento.

Después de lo que me parecieron siglos, desperté al sentir unos golpes que retumbaban en mi cabeza. Estaba tendido en el suelo y Guillermo me estaba dando bofetadas en las mejillas. Ya no me encontraba en aquella habitación, y mis ojos descubrieron una inscripción que rezaba Requiescant a laboribus suis.[83]

—Vamos, vamos, Adso —me susurraba mi maestro—. No es nada.

—Las cosas… —dije, todavía delirando—. Allí, la bestia…

—Ninguna bestia. Te he encontrado delirando al pie de una mesa sobre la que había un bello apocalipsis mozárabe, abierto en la página de la mulier amicta sole[84] enfrente del dragón. Pero por el olor me di cuenta de que habías respirado algo malo, y en seguida te saqué de allí. También a mí me duele la cabeza.

—Pero ¿qué he visto?

—No has visto nada. Lo que sucede es que en aquella habitación se quemaban unas sustancias capaces de provocar visiones. Las reconocí por el olor. Es algo de los árabes; quizá lo mismo que el Viejo de la Montaña hacía aspirar a sus asesinos antes de cada misión. Así se explica el misterio de las visiones. Alguien pone hierbas mágicas durante la noche para hacer creer a los visitantes inoportunos que la biblioteca está protegida por presencias diabólicas. En definitiva, ¿qué sentiste?

Confusamente, por lo que fui capaz de recordar, le describí mi visión. Guillermo se echó a reír:

—La mitad es una ampliación de lo que habías visto en el libro, y la otra mitad es la expresión de tus deseos y de tus miedos. Esos son los efectos que provocan dichas hierbas. Mañana tendremos que hablar con Severino; creo que sabe más de lo que quiere hacernos creer. Son hierbas, sólo hierbas, sin necesidad de las operaciones nigrománticas que mencionaba el vidriero. Hierbas, espejos… Son muchos y muy sabios los artificios que se utilizan para defender este sitio consagrado al saber prohibido. La ciencia usada, no para iluminar, sino para ocultar. La santa defensa de la biblioteca está en manos de una mente perversa. Pero la noche ha sido dura. Ahora hay que salir de aquí. Estás descompuesto y necesitas agua y aire fresco. Es inútil tratar de abrir estas ventanas; están demasiado altas y probablemente hace décadas que no se abren. ¿Cómo han podido pensar que Adelmo se arrojó por una de ellas?

Salir, dijo Guillermo. Como si fuese fácil. Sabíamos que a la biblioteca sólo podía llegarse por un torreón, el oriental. Pero ¿dónde estábamos en aquel momento? Habíamos perdido totalmente la orientación. Mientras deambulábamos temiendo no poder salir nunca de allí, yo tambaleándome aún y a punto de vomitar, Guillermo bastante preocupado por mí y enfadado consigo mismo por la insuficiencia de sus conocimientos, tuvimos, mejor dicho tuvo él, una idea para el día siguiente. Suponiendo que lográsemos salir, deberíamos regresar a la biblioteca con un tizón de madera quemada o con otra sustancia apta para marcar signos en las paredes.

—Sólo hay una manera —recitó, en efecto, Guillermo— de encontrar la salida de un laberinto. Al llegar a cada nudo nuevo, o sea hasta el momento no visitado, se harán tres signos en el camino de llegada. Si se observan signos en alguno de los caminos del nudo, ello indicará que el mismo ya ha sido visitado, y entonces sólo se marcará un signo en el camino de llegada. Cuando todos los pasos de un nudo ya estén marcados, habrá que retroceder. Pero si todavía quedan uno o dos pasos sin marcar, se escogerá uno al azar, y se lo marcará con dos signos. Cuando se escoja un paso marcado con un solo signo, se marcarán dos más, para que ya tenga tres. Si al llegar a un nudo sólo se encuentran pasos marcados con tres signos, o sea, si no quedan pasos que aún falte marcar, ello indicará que ya se han recorrido todas las partes del laberinto.

—¿Cómo lo sabéis? ¿Sois experto en laberintos?

—No, recito lo que dice un texto antiguo que leí en cierta ocasión.

—¿Y con esa regla se puede encontrar la salida?

—Que yo sepa, casi nunca. Pero igual probaremos. Además, en los próximos días tendré lentes y dispondré de más tiempo para examinar los libros. Quizás donde el itinerario de las inscripciones nos confunde, el de los libros, en cambio, nos proporcione una regla de orientación.

—¿Tendréis las lentes? ¿Cómo haréis para recuperarlas?

—He dicho que tendré lentes. Haré unas nuevas. Creo que el vidriero está esperando una ocasión como ésta para probar algo nuevo. Suponiendo que disponga de instrumentos adecuados para tallar los vidrios. Porque estos últimos no faltan en su taller.

Mientras deambulábamos buscando el camino, sentí de pronto, en medio de una habitación, una mano invisible que me acariciaba el rostro, al tiempo que un gemido, que no era humano ni animal, resonaba en aquel cuarto y en el de al lado, como si un espíritu vagase por las salas. Debería de haber estado preparado para las sorpresas de la biblioteca, pero de nuevo me aterroricé y di un salto hacia atrás. También Guillermo debía de haber sentido lo mismo que yo, porque se estaba tocando la mejilla, y, con la lámpara en alto, miraba a su alrededor. Alzó una mano, después observó la llama, que ahora parecía más viva. Entonces se humedeció un dedo y lo mantuvo vertical delante de sí.

—¡Claro! —exclamó después.

Y me mostró dos sitios, en dos paredes enfrentadas, donde, a la altura de un hombre, se abrían dos troneras muy estrechas. Bastaba acercar la mano para sentir el aire frío que llegaba del exterior. Y al acercar la oreja se oía un murmullo, como si ahora soplase viento afuera.

—Algún sistema de ventilación debía tener la biblioteca —dijo Guillermo—. Si no la atmósfera sería irrespirable, sobre todo en verano. Además, estas troneras también aseguran una dosis adecuada de humedad, para que los pergaminos no se sequen. Pero los fundadores fueron aún más ingeniosos. Dispusieron las troneras de tal modo que, en las noches de viento, el aire que penetra por estas aberturas forme corrientes cruzadas que, al atascarse en las sucesivas habitaciones, produzcan los sonidos que acabamos de oír. Sumados a los espejos y a las hierbas, estos últimos infunden aún más miedo a los incautos que, como nosotros, penetran en la biblioteca sin conocer bien su disposición. Por un instante hemos pensado que unos fantasmas nos estaban echando su aliento sobre el rostro. Hasta ahora no lo habíamos sentido porque sólo ahora se ha levantado viento. Otro misterio resuelto. ¡Pero todavía no sabemos cómo salir!

Mientras hablábamos seguíamos deambulando, extraviados, sin ni siquiera leer las inscripciones, que parecían todas iguales. Nos topamos con una nueva sala heptagonal, recorrimos las habitaciones adyacentes, y tampoco encontramos la salida. Retrocedimos. Pasó casi una hora. No intentábamos saber dónde podíamos estar. En determinado momento, Guillermo decidió que debíamos darnos por vencidos y que sólo quedaba echarse a dormir en alguna sala, y esperar que al otro día Malaquías nos encontrase. Mientras nos lamentábamos por el miserable final de nuestra hermosa empresa, reencontramos de pronto la sala donde estaba la escalera. Agradecimos al cielo con fervor, y bajamos llenos de alegría.

Una vez en la cocina, nos lanzamos hacia la chimenea. Entramos en el pasadizo del osario, y juro que la mueca mortuoria de aquellas cabezas descarnadas me pareció dulce como la sonrisa de alguien querido. Regresamos a la iglesia y salimos por la puerta septentrional, para ir a sentarnos, felices, entre las lápidas. El agradable aire de la noche me pareció un bálsamo divino. Las estrellas brillaban a nuestro alrededor, y las visiones de la biblioteca me parecieron bastante lejanas.

—¡Qué hermoso es el mundo y qué feos son los laberintos! —dije aliviado.

—¡Qué hermoso sería el mundo si existiese una regla para orientarse en los laberintos! —respondió mi maestro.

—¿Qué hora será? —pregunté.

—He perdido la noción del tiempo. Pero convendría que estemos en nuestras celdas antes de que llamen a maitines.

Caminamos junto a la pared izquierda de la iglesia, pasamos frente a la portada (giré la cabeza porque no quería ver a los ancianos del Apocalipsis, ¡super thronos viginti quatuor!) y atravesamos el claustro para llegar al albergue de los peregrinos. En el umbral del edificio estaba el Abad, que nos miró con gesto severo.

—Os he buscado durante toda la noche —dijo, dirigiéndose a Guillermo—. No os he encontrado en vuestra celda ni en la iglesia…

—Estábamos siguiendo una pista —dijo vagamente Guillermo, con visible incomodidad.

El Abad lo miró un momento y luego dijo con voz grave y pausada:

—Os busco desde que acabó el oficio de completas. Berengario no estaba en el coro.

—¡Qué me estáis diciendo! —exclamó Guillermo con aire risueño. En efecto: acababa de convencerse de que había estado escondido en el scriptorium.

—No estaba en el coro durante el oficio de completas —repitió el Abad—, y no ha regresado a su celda. Están por llamar a maitines. Veremos si aparece ahora. Si no, me temo que haya sucedido otra desgracia.

Cuando llamaron a maitines, Berengario no estaba.


  1. «Bendigamos al Señor.» «[demos] gracias a Dios». Invocaciones litúrgicas.

  2. «Señor, abrirás mis labios y mi boca anunciará tu alabanza» (Salmo 50,17).

  3. «Dios que es el esplendor admirable de los santos.» «Salido ya el sol» (Himno I de Prima).

  4. «toda criatura del mundo es como un libro y escritura».

  5. «Hay una casa en la tierra, que retumba con voz clara.La casa misma resuena, pero no suena el callado huésped.Ambos sin embargo corren, al mismo tiempo el huésped y la casa.»

  6. Instrumento de acero, prismático y puntiagudo, que sirve a los grabadores para abrir y hacer líneas en los metales.

  7. «Son hijos de Dios. Jesús dijo que haced por él lo que haced a uno de estos niños» (sic).

  8. «que los hijos de Francisco no son heréticos».

  9. Cada uno de los pobladores fabulosos de una región asiática, que tenían solamente un ojo y luchaban con los grifos para arrebatarles las riquezas de que estos eran guardadores.

  10. «Los poetas [las] llamaron fábulas de la palabra fando [hablar], porque no son hechos sucedidos, sino sólo fingidos por la palabra [es decir, hablando]». El original latino juega con las aliteraciones expresivas «fando, factae, fictae», que no se logran en la traducción española.

  11. «El décimo grado de la humildad es que el monje no sea fácil ni pronto a la risa, porque está escrito: el estólido al reír levanta la voz» (Regla de san Benito, Cap. VII, De la humildad).

  12. «alguna vez además río, bromeo, juego, soy hombre».

  13. «Las chocarrerías o las palabras ociosas y que excitan la risa las condenamos en todos los lugares a una prohibición eterna y no permitimos que el discípulo abra la boca a tales expresiones.»

  14. «Del hábito y conversación de los monjes».

  15. «Después de ciertas cosas serias debes admitir jocosidades, pero se deben llevar a cabo de manera digna.»

  16. «No hay Dios.»

  17. «Tú eres Pedro.»

  18. «Desnudé los muslos frente a tu rostro. O desnudaré o descubriré tus muslos y tus posaderas.»

  19. «entonces el ano lanzó un poema desaliñado».

  20. Instrumento astronómico, compuesto de aros, graduados o no, que representan las posiciones de los círculos más importantes de la esfera celeste y en cuyo centro suele colocarse un pequeño globo que figura la Tierra.

  21. Por elevación y enajenamiento del alma en la contemplación de las cosas divinas.

  22. «sálvame de la boca del león».

  23. «aquel laberinto denota típicamente a este mundo. Para el que entra ancho, pero para el que sale demasiado estrecho».

  24. «el agua fuente de vida».

  25. «es griego, no se lee». Adagio medieval con el que se justificaba el desconocimiento del griego, dándole poca importancia.

  26. «Apocalipsis de Jesucristo».

  27. «Sobre los veinticuatro tronos».

  28. «Su nombre [es] la muerte».

  29. «Se oscureció el sol y el aire».

  30. «Se hizo granito y fuego».

  31. «En aquellos días».

  32. «Primogénito de los muertos».

  33. «Cayó del cielo una estrella grande».

  34. «Caballo blanco».

  35. «Gracia y paz para vosotros».

  36. «La tercera parte de la tierra fue quemada».

  37. «Sobre las miradas».

  38. «Sobre los ojos». «De los radios estrellados».

  39. «Libro de los monstruos de diversas clases».

  40. Turíbulo: Incensario.

  41. «descansen de sus trabajos» (Apocalipsis, 14, 13).

  42. «mujer ceñida por el sol». Frase repetida en otros pasajes (Apocalipsis, 12,1).