172925.fb2 El nombre de la rosa - читать онлайн бесплатно полную версию книги . Страница 6

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TERCER DÍA

ENTRE LAUDES Y PRIMA

Donde se encuentra un paño manchado de sangre en la celda del desaparecido Berengario, y eso es todo.

Mientras escribo vuelvo a sentir el cansancio de aquella noche, mejor dicho, de aquella mañana. Después del oficio, el Abad ordenó a la mayoría de los monjes, ya alarmados, que buscaran por todas partes. Búsqueda infructuosa.

Cuando estaban por llamar a laudes, un monje que buscaba en la celda de Berengario encontró, bajo el jergón, un paño manchado de sangre. Al verlo, el Abad pensó que era un mal presagio. Estaba presente Jorge, quien, una vez enterado, dijo: «¿Sangre?», como si le pareciera inverosímil. Cuando se lo dijeron a Alinardo, éste movió la cabeza y comentó:

—No, no, con la tercera trompeta la muerte viene por agua…

—Ahora todo está claro —dijo Guillermo al observar el paño.

—¿Entonces dónde está Berengario? —le preguntaron.

—No lo sé —respondió.

Al oírlo, Aymaro alzó los ojos al cielo y dijo por lo bajo a Pietro da San Albano:

—Así son los ingleses.

Ya cerca de prima, cuando el sol había salido, se enviaron sirvientes a explorar al pie del barranco, a todo lo largo de la muralla. Regresaron a la hora tercia, sin haber encontrado nada.

Guillermo me dijo que no podíamos hacer nada útil, que había que esperar los acontecimientos. Dicho eso, se dirigió a la herrería, donde se enfrascó en una sesuda conversación con Nicola, el maestro vidriero.

Yo me senté en la iglesia, cerca de la puerta central, mientras se celebraban las misas. Así, devotamente, me quedé dormido, y por mucho tiempo, porque, al parecer, los jóvenes necesitan dormir más que los viejos, quienes ya han dormido mucho y se disponen a hacerlo para toda la eternidad.

TERCIA

Donde Adso reflexiona en el scriptorium sobre la historia de su orden y sobre el destino de los libros.

Salí de la iglesia menos fatigado pero con la mente confusa, porque sólo en las horas nocturnas el cuerpo goza de un descanso tranquilo. Subí al scriptorium, pedí permiso a Malaquías y me puse a hojear el catálogo. Mientras miraba distraído los folios que iban pasando ante mis ojos, lo que en realidad hacía era observar a los monjes.

Me impresionó la calma y la serenidad con que estaban entregados a sus tareas, como si no hubiese desaparecido uno de sus hermanos y no lo estuvieran buscando afanosamente por todo el recinto, y como si ya no hubiesen muerto otros dos en circunstancias espantosas. Aquí se ve, dije para mí, la grandeza de nuestra orden: durante siglos y siglos, hombres como éstos han asistido a la irrupción de los bárbaros, al saqueo de sus abadías. Han visto precipitarse reinos en vórtices de fuego, y, sin embargo, han seguido ocupándose con amor de sus pergaminos y sus tintas, y han seguido leyendo en voz baja unas palabras transmitidas a través de los siglos y que ellos transmitirían a los siglos venideros. Si habían seguido leyendo y copiando cuando se acercaba el milenio, ¿por qué dejarían de hacerlo ahora?

El día anterior, Bencio había dicho que con tal de conseguir un libro raro estaba dispuesto a cometer actos pecaminosos. No mentía ni bromeaba. Sin duda, un monje debería amar humildemente sus libros, por el bien de estos últimos y no para complacer su curiosidad personal, pero lo que para los legos es la tentación del adulterio, y para el clero secular la avidez de riquezas, es para los monjes la seducción del conocimiento.

Hojeé el catálogo y empezó un baile de títulos misteriosos: Quinti Sereni de medicamentis, Phaenomena, Liber Aesopi de natura animalium, Liber Aethici peronymi de cosmographia, Libri tres quos Arculphus episcopus Adamnano escipiente de locis sanctis ultramarinis designavit conscribendos, Libellus Q. Iulii Hilarionis de origine mundi, Solini Polyhistor de situ orbis terrarum et mirabilibus, Almagesthus…[85] No me asombré de que el misterio de los crímenes girase en torno a la biblioteca. Para aquellos hombres consagrados a la escritura, la biblioteca era al mismo tiempo la Jerusalén celestial y un mundo subterráneo situado en la frontera de la tierra desconocida y el infierno. Estaban dominados por la biblioteca, por sus promesas y sus interdicciones. Vivían con ella, por ella y, quizá, también contra ella, esperando, pecaminosamente, poder arrancarle algún día todos sus secretos. ¿Por qué no iban a arriesgarse a morir para satisfacer alguna curiosidad de su mente, o a matar para impedir que alguien se apoderase de cierto secreto celosamente custodiado?

Tentaciones, sin duda; soberbia del intelecto. Muy distinto era el monje escribiente que había imaginado nuestro santo fundador: capaz de copiar sin entender, entregado a la voluntad de Dios, escribiente en cuanto orante, y orante en cuanto escribiente. ¿Qué había sucedido? ¡Oh, sin duda, no sólo en eso había degenerado nuestra orden! Se había vuelto demasiado poderosa, sus abades rivalizaban con los reyes. ¿Acaso Abbone no era un ejemplo de monarca que con ademán de monarca intentaba dirimir las controversias entre los monarcas? Hasta el saber que las abadías habían acumulado se usaba ahora como mercancía para el intercambio, era motivo de orgullo, de jactancia, y fuente de prestigio. Así como los caballeros ostentaban armaduras y pendones, nuestros abades ostentaban códices con miniaturas. Y aún más (¡qué locura!) desde que nuestros monasterios habían perdido la palma del saber: porque ahora las escuelas catedralicias, las corporaciones urbanas y las universidades copiaban quizá más y mejor que nosotros, y producían libros nuevos… y tal vez fuese esta la causa de tantas desgracias.

La abadía donde me encontraba era, quizá, la última capaz de alardear por la excelencia en la producción y reproducción del saber. Pero precisamente por eso sus monjes ya no se conformaban con la santa actividad de copiar: también ellos, movidos por la avidez de novedades, querían producir nuevos complementos de la naturaleza. No se daban cuenta —entonces lo intuí confusamente, y ahora, cargado ya de años y experiencia, lo sé con seguridad— de que al obrar de ese modo estaban decretando la ruina de lo que constituía su propia excelencia. Porque si el nuevo saber que querían producir llegaba a atravesar libremente aquella muralla, con ello desaparecería toda diferencia entre ese lugar sagrado y una escuela catedralicia o una universidad ciudadana. En cambio, mientras permaneciera oculto, su prestigio y su fuerza seguirían intactos, a salvo de la corrupción de las disputas, de la soberbia cuodlibetal que pretende someter todo misterio y toda grandeza a la criba del sic et non. Por eso, dije para mí, la biblioteca está rodeada de un halo de silencio y oscuridad: es una reserva de saber, pero sólo puede preservar ese saber impidiendo que llegue a cualquiera, incluidos los propios monjes. El saber no es como la moneda, que se mantiene físicamente intacta incluso a través de los intercambios más infames; se parece más bien a un traje de gran hermosura, que el uso y la ostentación van desgastando. ¿Acaso no sucede ya eso con el propio libro, cuyas páginas se deshacen, cuyas tintas y oros se vuelven opacos, cuando demasiadas manos lo tocan? Precisamente, cerca de mí, Pacifico da Tivoli hojeaba un volumen antiguo, cuyos folios parecían pegados entre sí por efecto de la humedad. Para poder hojearlo debía mojarse con la lengua el índice y el pulgar, y su saliva iba mermando el vigor de aquellas páginas. Abrirlas significaba doblarlas, exponerlas a la severa acción del aire y del polvo, que roerían las delicadas nervaduras del pergamino, encrespado por el esfuerzo, y producirían nuevo moho en los sitios donde la saliva había ablandado, pero al mismo tiempo debilitado, el borde de los folios. Así como un exceso de ternura ablanda y entorpece al guerrero, aquel exceso de amor posesivo y lleno de curiosidad exponía el libro a la enfermedad que acabaría por matarlo.

¿Qué había que hacer? ¿Dejar de leer y limitarse a conservar? ¿Eran fundados mis temores? ¿Qué habría dicho mi maestro?

No lejos de mí, el rubricante Magnus de Iona estaba blandando con yeso un pergamino que antes había raspado con piedra pómez, y que luego acabaría de alisar con la plana. A su lado, Rábano de Toledo había fijado su pergamino a la mesa y con un estilo de metal estaba trazando líneas horizontales muy finas entre unos agujeritos que había practicado a ambos lados del folio. Pronto las dos láminas se llenarían de colores y de formas, y cada página sería como un relicario, resplandeciente de gemas engastadas en la piadosa trama de la escritura. Estos dos hermanos míos, dije para mí, viven ahora su paraíso en la tierra. Estaban produciendo nuevos libros, iguales a los que luego el tiempo destruiría inexorable… Por tanto, ninguna fuerza terrenal podía destruir la biblioteca, puesto que era algo vivo. Pero, si era algo vivo, ¿por qué no se abría al riesgo del conocimiento? ¿Era eso lo que deseaba Bencio y lo que quizá también había deseado Venancio?

Me sentí confundido y tuve miedo de mis propios pensamientos. Quizás no fuesen los más adecuados para un novicio cuya única obligación era respetar humilde y escrupulosamente la regla, entonces y en los años que siguieran… como siempre he hecho, sin plantearme otras preguntas, mientras a mi alrededor el mundo se hundía más y más en una tormenta de sangre y de locura.

Era la hora de la comida matinal. Me dirigí a la cocina. Los cocineros, de quienes ya era amigo, me dieron algunos de los bocados más exquisitos.

SEXTA

Donde Adso escucha las confidencias de Salvatore, que no pueden resumirse en pocas palabras pero que le sugieren muchas e inquietantes reflexiones.

Mientras comía, vi en un rincón a Salvatore. Era evidente que ya había hecho las paces con el cocinero, pues estaba devorando con entusiasmo un pastel de carne de oveja. Comía como si nunca lo hubiese hecho en su vida: no dejaba caer ni una migaja. Parecía estar dando gracias al cielo por aquel alimento extraordinario.

Se me acercó y me dijo en su lenguaje estrafalario, que comía por todos los años en que había ayunado. Le pedí que me contara. Me describió una infancia muy penosa en una aldea donde el aire era malsano, las lluvias excesivas y los campos pútridos, en medio de un aire viciado por miasmas mortíferos. Por lo que alcancé a entender, algunos años, los aluviones que corrían por el campo, estación tras estación habían borrado los surcos, de modo que un moyo de semillas daba un sextario, y después ese sextario se reducía aún, hasta desaparecer. Los señores tenían los rostros blancos como los pobres, aunque —observó Salvatore— muriesen muchos más de éstos que de aquellos, quizá —añadió con una sonrisa— porque pobres había más… Un sextario costaba quince sueldos, un moyo sesenta sueldos, los predicadores anunciaban el fin de los tiempos, pero los padres y los abuelos de Salvatore recordaban que no era la primera vez que esto sucedía de modo que concluyeron que los tiempos siempre estaban a punto de acabar. Y cuando hubieron comido todas las carroñas de los pájaros, y todos los animales inmundos que pudieron encontrar, corrió la voz de que en la aldea alguien había empezado a desenterrar a los muertos. Como un histrión, Salvatore se esforzaba por explicar cómo hacían aquellos «homines malísimos» que cavaban con los dedos en el suelo de los cementerios al día siguiente de algún entierro. «¡Ñam!», decía, e hincaba el diente en su pastel de oveja, pero en su rostro yo veía la mueca del desesperado que devoraba un cadáver. Y además había otros peores, que, no contentos con cavar en la tierra consagrada, se escondían en el bosque, como ladrones, para sorprender a los caminantes. «¡Zas!», decía Salvatore, poniéndose el cuchillo en el cuello, y «¡Ñam!». Y los peores de todos atraían a los niños con huevos o manzanas, y se los comían, pero, aclaró Salvatore con mucha seriedad, no sin antes cocerlos. Me contó que en cierta ocasión había llegado a la aldea un hombre vendiendo carne cocida a un precio muy barato, y que nadie comprendía tanta suerte de golpe, pero después el cura dijo que era carne humana, y la muchedumbre enfurecida se arrojó sobre el hombre y lo destrozó. Pero aquella misma noche alguien de la aldea cavó en la tumba del caníbal y comió su carne, y cuando lo descubrieron, la aldea también lo condenó a muerte.

Pero no fue esto lo único que me contó Salvatore. Con palabras truncadas, obligándome a recordar lo poco que sabía de provenzal y de algunos dialectos italianos, me contó la historia de su fuga de la aldea natal, y su vagabundeo por el mundo. Y en su relato reconocí a muchos que ya había conocido o encontrado por el camino, y ahora reconozco a muchos otros que conocí más tarde, de modo que quizá, después de tantos años, le atribuya aventuras y delitos de otros, que conocí antes o después de él, y que ahora en mi mente fatigada se funden en una sola imagen, precisamente por la fuerza de la imaginación, que, combinando el recuerdo del oro con el de la montaña, sabe producir la idea de una montaña de oro.

Durante el viaje, Guillermo había hablado a menudo de los simples; algunos de sus hermanos designaban así a la gente del pueblo y a las personas incultas. El término siempre me pareció vago, porque en las ciudades italianas había encontrado mercaderes y artesanos que no eran letrados pero que tampoco eran incultos, aunque sus conocimientos se manifestasen a través de la lengua vulgar. Y por ejemplo, algunos de los tiranos que en aquella época gobernaban la península nada sabían de teología, de medicina, de lógica y de latín, pero, sin duda, no era simples ni menesterosos. Por eso creo que también mi maestro, al hablar de los simples, usaba un concepto más bien simple. Pero, sin duda, Salvatore era un simple, procedía de una tierra castigada durante siglos por la miseria y por la prepotencia de los señores feudales. Era un simple, pero no un necio. Soñaba con un mundo distinto, que en la época en que huyó de casa de sus padres, se identificaba, por lo que me dijo, con el país de Jauja, donde los árboles segregan miel y dan hormas de queso y olorosos chorizos.

Impulsado por esa esperanza —como si no quisiese reconocer que este mundo es un valle de lágrimas, donde (según me han enseñado) hasta la injusticia ha sido prevista, para mantener el justo equilibrio, por una providencia cuyos designios quieren ocultársenos—, Salvatore viajó por diversos países, desde su Monferrate natal hacia la Liguria, y después a Provenza para subir luego hacia las tierras del rey de Francia.

Salvatore vagó por el mundo, mendigando, sisando, fingiéndose enfermo, sirviendo cada tanto a algún señor, para volver después al bosque y al camino real. Por el relato que me hizo, lo imaginé unido a aquellas bandas de vagabundos que luego, en los años que siguieron, vería pulular cada vez más por toda Europa: falsos monjes, charlatanes, tramposos, truhanes, perdularios y harapientos, leprosos y tullidos, caminantes, vagabundos, cantores ambulantes, clérigos, apátridas, estudiantes que iban de un sitio a otro, tahúres, malabaristas, mercenarios inválidos, judíos errantes, antiguos cautivos de los infieles que vagaban con la mente perturbada, locos, desterrados, malhechores con las orejas cortadas, sodomitas, y mezclados con ellos, artesanos ambulantes, tejedores, caldereros, silleros, afiladores, empajadores, albañiles, junto con pícaros de toda calaña, tahúres, bribones, pillos, granujas, bellacos, tunantes, faramalleros, saltimbanquis, trotamundos, buscones, y canónigos y curas simoníacos y prevaricadores, y gente que ya sólo vivía de la inocencia ajena, falsificadores de bulas y sellos papales, vendedores de indulgencias, falsos paralíticos que se echaban a la puerta de las iglesias, tránsfugas de los conventos, vendedores de reliquias, perdonadores, adivinos y quiromantes, nigromantes, curanderos, falsos mendicantes, y fornicadores de toda calaña, corruptores de monjas y muchachas por el engaño o la violencia, falsos hidrópicos, epilépticos fingidos, seudo hemorróidicos, simuladores de gota, falsos llagados, e incluso falsos dementes, melancólicos ficticios. Algunos se aplicaban emplastos en el cuerpo para fingir llagas incurables, otros se llenaban la boca con una sustancia del color de la sangre para simular esputos de tuberculoso, y había pícaros que simulaban la invalidez de alguno de sus miembros, que llevaban bastones sin necesitarlos, que imitaban ataques de epilepsia, que se fingían sarnosos, con falsos bubones, con tumores simulados, llenos de vendas, pintados con tintura de azafrán, con hierros en las manos y vendajes en la cabeza, colándose hediondos en las iglesias y dejándose caer de golpe en las plazas, escupiendo baba y con los ojos en blanco, echando por la nariz una sangre hecha con zumo de moras y bermellón, para robar comida o dinero a las gentes atemorizadas que recordaban la invitación de los santos padres a la limosna: comparte tu pan con el hambriento, ofrece tu casa al que no tiene techo, visitemos a Cristo, recibamos a Cristo, vistamos a Cristo, porque así como el agua purga al fuego, la limosna purga nuestros pecados.

También después de la época a la que me estoy refiriendo he visto y sigo viendo, a lo largo del Danubio, muchos de aquellos charlatanes que, como los demonios, tenían sus propios nombres y sus propias subdivisiones: biantes, affratres, falsibordones, affarfantes, acapones, alacrimantes, asciones, acadentes, mutuatores, cagnabaldi, atrementes, admiracti, acconi, apezentes, affarinati, spectini, iucchi, falpatores, confitentes, compatrizantes.

Eran como légamo que se derramaba por los senderos de nuestro mundo, y entre ellos se mezclaban predicadores de buena fe, herejes en busca de nuevas presas, sembradores de discordia. Había sido precisamente el papa Juan, siempre temeroso de los movimientos de los simples que se dedicaban a la predicación, y a la práctica de la pobreza, quien arremetiera contra los predicadores mendicantes, quienes, según él, atraían a los curiosos enarbolando estandartes con figuras pintadas, predicaban y se hacían entregar dinero valiéndose de amenazas. ¿Tenía razón el papa simoníaco y corrupto cuando equiparaba a los frailes mendicantes que predicaban la pobreza con aquellas bandas de desheredados y saqueadores? En aquella época, después de haber viajado un poco por la península italiana, ya no tenía muy claras mis ideas: había oído hablar de los frailes de Altopascio, que en su predicación amenazaban con excomuniones y prometían indulgencias, que por dinero absolvían a fratricidas y a ladrones, a perjuros y a asesinos, que iban diciendo que en su hospital se celebraban hasta cien misas diarias, y que recaudaban donativos para sufragarlas, y que decían que con sus bienes se dotaba a doscientas muchachas pobres. También había oído hablar de fray Pablo El Cojo, eremita del bosque de Rieti que se jactaba de haber sabido por revelación directa del Espíritu Santo que el acto carnal no era pecado, y así seducía a sus víctimas, a las que llamaba hermanas, obligándolas a desnudarse y recibir azotes y a hacer cinco genuflexiones en forma de cruz, para después ofrendarlas a Dios, no sin instarlas a que se prestaran a lo que llamaba el beso de la paz. Pero, ¿qué había de cierto en todo eso? ¿Qué tenían que ver aquellos eremitas supuestamente iluminados con los frailes de vida pobre que recorrían los caminos de la península haciendo verdadera penitencia, ante la mirada hostil de unos clérigos y obispos cuyos vicios y rapiñas flagelaban?

El relato de Salvatore, que se iba mezclando con las cosas que yo ya sabía, no revelaba diferencia alguna: todo parecía igual a todo. Algunas veces lo imaginaba como uno de aquellos mendigos inválidos de Turena que, según se cuenta, al aparecer el cadáver milagroso de San Martín, salieron huyendo por miedo a que el santo los curara, arrebatándoles así su fuente de ganancias, pero el santo, implacable, les concedió su gracia antes de que lograsen alejarse, devolviéndoles el uso de los miembros en castigo por el mal que habían hecho. Otras veces, en cambio, el rostro animalesco del monje se iluminaba con una dulce claridad, mientras me contaba cómo, en medio de su vagabundeo con aquellas bandas, había escuchado la palabra de ciertos predicadores franciscanos, también ellos fugitivos, y había comprendido que la vida pobre y errabunda que llevaba no debía padecerse como una triste fatalidad, sino como un acto gozoso de entrega. Y así había pasado a formar parte de unas sectas y grupos de penitentes cuyos nombres no sabía repetir y cuyas doctrinas apenas lograba explicar. Deduje que se había encontrado con patarinos y valdenses, y quizá también con cátaros, arnaldistas y humillados, y que vagando por el mundo había pasado de un grupo a otro, asumiendo poco a poco como misión su vida errante, y haciendo por el Señor lo que hasta entonces había hecho por su vientre.

Pero, ¿cómo y hasta cuándo había estado con aquellos grupos? Por lo que pude entender, unos treinta años atrás había sido acogido en un convento franciscano de Toscana, donde había adoptado el sayo de San Francisco, aunque sin haber recibido las órdenes. Allí, creo, había aprendido el poco latín que hablaba, mezclándolo con las lenguas de todos los sitios en que, pobre apátrida, había estado, y de todos los compañeros de vagabundeo que había ido encontrando, desde mercenarios de mi tierra hasta bogomilos dálmatas. Allí, según decía, se había entregado a la vida de penitencia (penitenciágite, me repetía con mirada ardiente, y otra vez oí aquella palabra que tanta curiosidad había despertado en Guillermo) pero al parecer tampoco aquellos franciscanos tenían muy claras las ideas, porque en cierta ocasión invadieron la casa del canónigo de la iglesia cercana, al que acusaban de robar y de otras ignominias, y lo arrojaron escaleras abajo, causando así la muerte del pecador, y luego saquearon la iglesia. Enterado el obispo, envió gente armada, y así fue como los frailes se dispersaron y Salvatore vagó largo tiempo por la Alta Italia unido a una banda de fraticelli, o sea de franciscanos mendicantes, al margen ya de toda ley y disciplina.

Buscó luego refugio en la región de Toulouse, donde le sucedió algo extraño, en una época en que, enardecido, escuchaba el relato de las grandes hazañas de los cruzados. Sucedió que una muchedumbre de pastores y de gente humilde se congregó en gran número para cruzar el mar e ir a combatir contra los enemigos de la fe. Se les dio el nombre de pastorcillos. Lo que en realidad querían era huir de aquellas infelices tierras. Tenían dos jefes, que les inculcaban falsas teorías: un sacerdote que por su conducta se había quedado sin iglesia, y un monje apóstata de la orden de San Benito. Hasta tal punto habían enloquecido a aquellos miserables, que incluso muchachos de dieciséis años, contra la voluntad de sus padres, llevando consigo sólo una alforja y un bastón, sin dinero, abandonaron los campos para correr tras ellos, formando todos una gran muchedumbre que los seguía como un rebaño. Ya no los movía la razón ni la justicia, sino sólo la fuerza y la voluntad de sus jefes. Se sentían como embriagados por el hecho de estar juntos, finalmente libres y con una vaga esperanza de tierras prometidas. Recorrían aldeas y ciudades cogiendo todo lo que encontraban, y si alguno era arrestado, asaltaban la cárcel para liberarlo. Cuando entraron en la fortaleza de París para liberar a algunos de sus compañeros arrestados por orden de los señores, viendo que el preboste de la ciudad intentaba resistir, lo golpearon y lo arrojaron por la escalinata, y después echaron abajo las puertas de la cárcel. Ocuparon luego el prado de San Germán, donde se desplegaron en posición de combate. Pero nadie se atrevió a hacerles frente, de modo que salieron de París y se dirigieron hacia Aquitania. E iban matando a todos los judíos que encontraban a su paso, y se apoderaban de sus bienes…

—¿Por qué a los judíos? —pregunté.

Y Salvatore me respondió:

—¿Por qué no?

Entonces me explicó que toda la vida habían oído decir a los predicadores que los judíos eran los enemigos de la cristiandad y que acumulaban los bienes que a ellos les eran negados. Yo le pregunté si no eran los señores y los obispos quienes acumulaban esos bienes a través del diezmo, y si, por tanto, los pastorcillos no se equivocaban de enemigos. Me respondió que, cuando los verdaderos enemigos son demasiado fuertes, hay que buscarse otros enemigos más débiles. Pensé que por eso los simples reciben tal denominación. Sólo los poderosos saben siempre con toda claridad cuáles son sus verdaderos enemigos. Los señores no querían que los pastorcillos pusieran en peligro sus bienes, y tuvieron la inmensa suerte de que los jefes de los pastorcillos insinuasen la idea de que muchas de las riquezas estaban en poder de los judíos.

Le pregunté quién había convencido a la muchedumbre de que era necesario atacar a los judíos. Salvatore no lo recordaba. Creo que cuando tanta gente se congrega para correr tras una promesa, y de pronto surge una exigencia, nunca puede saberse quién es el que habla. Pensé que sus jefes se habían educado en los conventos y en las escuelas obispales, y que hablaban el lenguaje de los señores, aunque lo tradujeran en palabras comprensibles para los pastores. Y los pastores no sabían dónde estaba el papa, pero sí dónde estaban los judíos. En suma, pusieron sitio a una torre alta y sólida, perteneciente al rey de Francia, donde los judíos, aterrorizados, habían ido en masa a refugiarse. Y con valor y tenacidad éstos se defendían arrojando leños y piedras. Pero los pastorcillos prendieron fuego a la puerta de la torre, acorralándolos con las llamas y el humo. Y al ver que no podían salvarse, los judíos prefirieron matarse antes que morir a manos de los incircuncisos, y pidieron a uno de ellos, que parecía el más valiente, que los matara con su espada. Este dijo que sí y mató como a quinientos. Después salió de la torre con los hijos de los judíos y pidió a los pastorcillos que lo bautizaran. Pero los pastorcillos le respondieron: «¿Has hecho tal matanza entre tu gente y ahora quieres salvarte de morir?» Y lo destrozaron. Pero respetaron la vida de los niños, y los hicieron bautizar. Después se dirigieron hacia Carcasona, y a su paso perpetraron otros crímenes sangrientos. Entonces el rey de Francia comprendió que habían pasado ya los límites y ordenó que se les opusiese resistencia en toda ciudad por la que pasaran, y que se defendiese incluso a los judíos como si fueran hombres del rey…

¿Por qué aquella súbita preocupación del rey por los judíos? Quizás porque se dio cuenta de lo que podrían llegar a hacer los pastorcillos en todo el reino, y vio que su número era cada vez mayor. Entonces se apiadó incluso de los judíos, ya fuese porque éstos eran útiles para el comercio del reino, ya porque había que destruir a los pastorcillos y era necesario que todos los buenos cristianos encontraran motivos para deplorar sus crímenes. Pero muchos cristianos no obedecieron al rey, porque pensaron que no era justo defender a los judíos, enemigos constantes de la fe cristiana. Y en muchas ciudades las gentes del pueblo, que habían tenido que pagar usura a los judíos, se sentían felices de que los pastorcillos los castigaran por su riqueza. Entonces el rey ordenó bajo pena de muerte que no se diera ayuda a los pastorcillos. Reunió un numeroso ejército y los atacó y muchos murieron, mientras que otros se salvaron refugiándose en los bosques, donde acabaron pereciendo de hambre. En poco tiempo fueron aniquilados. Y el enviado del rey los iba apresando y los hacía colgar en grupos de veinte o de treinta, escogiendo los árboles más grandes, para que el espectáculo de sus cadáveres sirviese de ejemplo eterno y ya nadie se atreviera a perturbar la paz del reino.

Lo extraño es que Salvatore me contó esta historia como si se tratase de una empresa muy virtuosa. Y de hecho seguía convencido de que la muchedumbre de los pastorcillos se había puesto en marcha para conquistar el sepulcro de Cristo y liberarlo de los infieles. Y no logré persuadirlo de que esa sublime conquista ya se había logrado en la época de Pedro el Ermitaño y de San Bernardo, durante el reinado de Luis el Santo, de Francia. De todos modos, Salvatore no partió a luchar contra los infieles, porque tuvo que retirarse a toda prisa de las tierras francesas. Me dijo que se había dirigido hacia la región de Novara, pero no me aclaró demasiado lo que le sucedió allí. Por último, llegó a Casale, donde logró que lo admitieran en el convento de los franciscanos (creo que fue allí donde encontró a Remigio), justo en la época en que muchos de ellos, perseguidos por el papa, cambiaban de sayo y buscaban refugio en monasterios de otras órdenes, para no morir en la hoguera, tal como había contado Ubertino. Dada su larga experiencia en diversos trabajos manuales (que había realizado tanto con fines deshonestos, cuando vagaba libremente, como con fines santos, cuando vagaba por el amor de Cristo), el cillerero lo convirtió en su ayudante. Y por eso justamente hacía tantos años que estaba en aquel sitio, menos interesado por los fastos de la orden que por la administración del almacén y la despensa, libre de comer sin necesidad de robar y de alabar al Señor sin que lo quemaran.

Todo esto me lo fue contando entre bocado y bocado, y me pregunté qué parte había añadido su imaginación, y qué parte había guardado para sí.

Lo miré con curiosidad, no porque me asombrara su experiencia particular, sino al contrario, porque lo que le había sucedido me parecía una espléndida síntesis de muchos hechos y movimientos que hacían de la Italia de entonces un país fascinante e incomprensible.

¿Qué emergía de ese relato? La imagen de un hombre de vida aventurera, capaz incluso de matar a un semejante sin ser consciente de su crimen. Pero, si bien en aquella época cualquier ofensa a la ley divina me parecía igual a otra, ya empezaba a comprender algunos de los fenómenos que oía comentar, y me daba cuenta de que una cosa es la masacre que una muchedumbre, en arrebato casi ascético, y confundiendo las leyes del Señor con las del diablo, puede realizar, y otra cosa es el crimen individual perpetrado a sangre fría, astuta y calladamente. Y no me parecía que Salvatore pudiera haberse manchado con semejante crimen.

Por otra parte, quería saber algo sobre lo que había insinuado el Abad, y me obsesionaba la figura de fray Dulcino, para mí casi desconocida. Sin embargo, su fantasma parecía presente en muchas conversaciones que había escuchado durante aquellos dos días. De modo que le pregunté a bocajarro:

—¿En tus viajes nunca encontraste a fray Dulcino?

Su reacción fue muy extraña. Sus ojos, ya muy abiertos, parecieron salirse de las órbitas; se persignó varias veces; murmuró unas frases entrecortadas, en un lenguaje que esa vez me resultó del todo ininteligible. Creí entender, sin embargo, que eran negaciones. Hasta aquel momento me había mirado con simpatía y confianza, casi diría que con amistad. En cambio, la mirada que entonces me dirigió fue casi de odio. Después pretextó cualquier cosa y se marchó.

A aquellas alturas yo me moría de curiosidad. ¿Quién era ese fraile que infundía terror a cualquiera que oyese su nombre? Decidí que debía apagar lo antes posible mi sed de saber. Una idea atravesó mi mente. ¡Ubertino! Era él quien había pronunciado ese nombre la primera noche que lo encontramos. Conocía todas las vicisitudes, claras y oscuras, de los frailes, de los fraticelli y de otra gentuza que pululaba por entonces. ¿Dónde podía encontrarlo a aquella hora? Sin duda, en la iglesia, sumergido en sus oraciones. Y hacia allí, puesto que gozaba de un momento de libertad, dirigí mis pasos.

No lo encontré, ni lograría encontrarlo hasta la noche. De modo que mi curiosidad siguió insatisfecha, mientras sucedían los acontecimientos que ahora debo narrar.

NONA

Donde Guillermo habla con Adso del gran río de la herejía, de la función de los simples en la iglesia, de sus dudas acerca de la cognoscibilidad de las leyes generales, y casi de pasada le cuenta cómo ha descifrado los signos nigrománticos que dejó Venancio.

Encontré a Guillermo en la herrería, trabajando con Nicola, los dos bastante enfrascados en su trabajo. Habían dispuesto sobre la mesa un montón de pequeños discos de vidrio, quizá ya listos para ser insertados en una vidriera, y con instrumentos idóneos habían reducido el espesor de algunos a la medida deseada. Guillermo los estaba probando poniéndoselos delante de los ojos. Por su parte, Nicola estaba dando instrucciones a los herreros para que fabricaran la horquilla donde habrían de engastarse los vidrios adecuados.

Guillermo refunfuñaba irritado, porque la lente que más le satisfacía hasta ese momento era de color esmeralda, y decía que no le interesaba ver los pergaminos como si fuesen prados. Nicola se alejó para vigilar el trabajo de los herreros. Mientras trajinaba con sus vidrios, le conté a mi maestro la conversación con Salvatore.

—Se ve que el hombre ha tenido una vida muy variada —dijo—, quizá sea cierto que ha estado con los dulcinianos. Esta abadía es un verdadero microcosmos; cuando lleguen los enviados del papa Juan y de fray Michele el cuadro estará completo.

—Maestro —le dije— ya no entiendo nada.

—¿A propósito de qué Adso?

—Ante todo, a propósito de las diferencias entre los grupos heréticos. Pero sobre esto os preguntaré después. Lo que me preocupa ahora es el problema mismo de la diferencia: Cuando hablasteis con Ubertino me dio la impresión de que tratabais de demostrarle que los santos y los herejes son todos iguales. En cambio, cuando hablasteis con el Abad os esforzasteis por explicarle la diferencia que va de hereje a hereje, y de hereje a ortodoxo. O sea que a Ubertino lo censurasteis por considerar distintos a los que en el fondo son iguales, y al Abad por considerar iguales a los que en el fondo son distintos.

Guillermo dejó un momento las lentes sobre la mesa:

—Mi buen Adso, tratemos de hacer algunas distinciones, incluso a la manera de las escuelas de París. Pues bien, allí dicen que todos los hombres tienen una misma forma sustancial, ¿verdad?

—Así es —dije, orgulloso de mi saber—. Son animales, pero racionales, y se distinguen por la capacidad de reír.

—Muy bien. Sin embargo, Tomás es distinto de Buenaventura, y el primero es gordo mientras que el segundo es flaco, e incluso puede suceder que Uguccione sea malo mientras que Francesco es bueno, y que Aldemaro sea flemático mientras que Agilulfo es bilioso. ¿O no?

—Qué duda cabe.

—Entonces, esto significa que hay identidad, entre hombres distintos, en cuanto a su forma sustancial, y diversidad en cuanto a los accidentes, o sea en cuanto a sus terminaciones superficiales.

—Me parece evidente.

—Entonces, cuando digo a Ubertino que la misma naturaleza humana, con sus complejas operaciones, se aplica tanto al amor del bien como al amor del mal, intento convencerlo de la identidad de dicha naturaleza humana. Cuando luego digo al Abad que hay diferencia entre un cátaro y un valdense, hago hincapié en la variedad de sus accidentes. E insisto en esa diferencia porque a veces sucede que se quema a un valdense atribuyéndole los accidentes propios de un cátaro y viceversa. Y cuando se quema a un hombre se quema su sustancia individual, y se reduce a pura nada lo que era un acto concreto de existir, bueno de por sí, al menos para los ojos de Dios, que lo mantenía en la existencia. ¿Te parece que es una buena razón para hacer hincapié en las diferencias?

—Sí, maestro —respondí entusiasmado—. ¡Ahora comprendo por qué hablasteis así, y valoro vuestra buena filosofía!

—No es la mía, y ni siquiera sé si es la buena. Pero lo importante es que hayas comprendido. Veamos ahora tu segunda pregunta.

—Sucede que me siento un inútil. Ya no logro distinguir cuáles son las diferencias accidentales de los valdenses, los cátaros, los pobres de Lyon, los humillados, los begardos, los terciarios, los lombardos, los joaquinistas, los patarinos, los apostólicos, los pobres de Lombardía, los arnaldistas, los guillermitas, los seguidores del espíritu libre y los luciferinos. ¿Qué debo hacer?

—¡Oh, pobre Adso! —exclamó riendo Guillermo, y me dio una palmadita afectuosa en la nuca— ¡La culpa no es en absoluto tuya! Mira, es como si durante estos dos últimos siglos, e incluso antes, este mundo nuestro hubiese sido barrido por rachas de impaciencia, de esperanza y de desesperación, todo al mismo tiempo… Pero no, la analogía no es buena. Piensa mejor en un río, caudaloso e imponente, que recorre millas y millas entre firmes terraplenes, de modo que se ve muy bien dónde está el río, dónde el terraplén y dónde la tierra firme. En cierto momento, el río, por cansancio, porque ha corrido demasiado tiempo y recorrido demasiada distancia, porque ya está cerca del mar, que anula en sí a todos los ríos, ya no sabe qué es. Se convierte en su propio delta. Quizá subsiste un brazo principal pero de él surgen muchos otros, en todas direcciones, y algunos se comunican entre sí, y ya no se sabe dónde acaba uno y dónde empieza otro, y a veces es imposible saber si algo sigue siendo río o ya es mar…

—Si no interpreto mal vuestra alegoría, el río es la ciudad de Dios, o el reino de los justos, que se estaba acercando al milenio, y en medio de aquella incertidumbre ya no pudo contenerse, y surgieron falsos y verdaderos profetas, y todo desembocó en la gran llanura donde habrá de producirse el Harmagedón…

—No era en eso en lo que estaba pensando. Pero también es verdad que los franciscanos siempre tenemos presente la idea de una tercera edad y del advenimiento del reino del Espíritu Santo. Pero no, lo que quería era que comprendieses cómo el cuerpo de la iglesia, que durante siglos también ha sido el cuerpo de la sociedad, el pueblo de Dios, se ha vuelto demasiado rico, y caudaloso, y arrastra las escorias de todos los sitios por los que ha pasado, y ha perdido su pureza. Los brazos del delta son, por decirlo así, otros tantos intentos del río por llegar lo más rápidamente posible al mar, o sea al momento de la purificación. Pero mi alegoría era imperfecta, sólo servía para explicarte que, cuando el río ya no se contiene, los brazos de la herejía y de los movimientos de renovación son numerosísimos y se confunden entre sí. Si lo deseas, puedes añadir a mi pésima alegoría la imagen de alguien empeñado en reconstruir los terraplenes del río, pero infructuosamente. De modo que algunos brazos del delta quedan cubiertos de tierra, otros son desviados hacia el río a través de canales artificiales, mientras que los restantes quedan en libertad, porque es imposible conservar todo el caudal y conviene que el río pierda una parte de sus aguas si quiere seguir discurriendo por su cauce, si quiere que su cauce sea reconocible.

—Cada vez entiendo menos.

—Y yo igual. No soy muy bueno para las parábolas. Mejor olvida esta historia del río e intenta comprender que muchos de los movimientos a que te has referido nacieron hace doscientos años o quizá más, y que ya han desaparecido, mientras que otros son recientes…

—Sin embargo, cuando se habla de herejes se los menciona a todos juntos.

—Es cierto, pero esta es una de las formas en que se difunde la herejía, y al mismo tiempo una de las formas en que se destruye.

—Otra vez no os entiendo.

—¡Dios mío, qué difícil es! Bueno. Supón que eres un reformador de las costumbres y que marchas con un grupo de compañeros a la cima de una montaña, para vivir en la pobreza, y que después de cierto tiempo muchos acuden a ti, incluso desde tierras lejanas, y te consideran un profeta, o un nuevo apóstol, y te siguen. ¿Es verdad que vienen por ti, o por lo que tú dices?

—No sé, supongo que sí. Si no, ¿por qué vendrían?

—Porque han oído de boca de sus padres historias sobre otros reformadores, y leyendas sobre comunidades más o menos perfectas, y piensan que se trata de lo mismo.

—De modo que cada movimiento hereda los hijos de los otros.

—Sí, porque la mayoría de los que se suman a ellos son simples, personas que carecen de sutileza doctrinal. Sin embargo, los movimientos de reforma de las costumbres surgen en sitios diferentes, de maneras diferentes y con doctrinas diferentes. Por ejemplo, a menudo se confunden los cátaros con los valdenses. Sin embargo, hay mucha diferencia entre unos y otros. Los valdenses predicaban a favor de una reforma de las costumbres dentro de la iglesia; los cátaros predicaban a favor de una iglesia distinta, predicaban una visión distinta de Dios y de la moral. Los cátaros pensaban que el mundo estaba dividido entre las fuerzas opuestas del bien y del mal, y construyeron una iglesia donde existía una distinción entre los perfectos y los simples creyentes, y tenían sus propios sacramentos y sus propios ritos. Establecieron una jerarquía muy rígida, casi tanto como la de nuestra santa madre iglesia, y en modo alguno pensaban en destruir toda forma de poder. Eso explica por qué se adhirieron a ese movimiento hombres con poder, hacendados y feudatarios. Tampoco pensaban en reformar el mundo, porque según ellos la oposición entre el bien y el mal nunca podrá superarse. Los valdenses, en cambio (y con ellos los arnaldistas o los pobres de Lombardía), querían construir un mundo distinto, basado en el ideal de la pobreza. Por eso acogían a los desheredados y vivían en comunidad, manteniéndose con el trabajo de sus manos. Los cátaros rechazaban los sacramentos de la iglesia; los valdenses no: sólo rechazaban la confesión auricular.

—Pero entonces, ¿por qué se los confunde y se habla de ellos como si fuesen la misma mala hierba?

—Ya te lo he dicho: lo que les da vida también les da muerte. Se desarrollan por el aflujo de los simples, ya estimulados por otros movimientos, y persuadidos de que se trata de una misma corriente de rebelión y de esperanza son destruidos por los inquisidores, que atribuyen a unos los errores de los otros, de modo que, si los seguidores de un movimiento han cometido determinado crimen, ese crimen será atribuido a los seguidores de cualquier otro movimiento. Los inquisidores yerran según la razón, porque confunden doctrinas diferentes; y tienen razón porque los otros yerran, pues, cuando en cierta ciudad surge un movimiento, digamos, de arnaldistas, hacia él convergen también aquellos que hubiesen sido, o han sido, cátaros o valdenses en otras partes. Los apóstoles de fray Dulcino predicaban la destrucción física de los clérigos y señores, y cometieron muchos actos de violencia; los valdenses se oponían a la violencia, al igual que los fraticelli. Pero estoy seguro de que en la época de fray Dulcino convergieron en su grupo muchos que antes habían secundado a los fraticelli o a los valdenses. Los simples, Adso, no pueden escoger libremente su herejía: se aferran al que predica en su tierra, al que pasa por la aldea o por la plaza. Es con eso con lo que juegan sus enemigos. El hábil predicador sabe presentar a los ojos del pueblo una sola herejía, que quizá propicie al mismo tiempo la negación del placer sexual y la comunión de los cuerpos; de ese modo logra mostrar a los herejes como una sola maraña de contradicciones diabólicas que ofenden al sentido común.

—¿O sea que no están relacionados entre sí y sólo por engaño del demonio un simple que desearía ser joaquinista o espiritual acaba cayendo en manos de los cátaros, o viceversa?

—No, no es eso. A ver, Adso, intentemos empezar de nuevo. Te aseguro que estoy tratando de explicarte algo sobre lo que yo tampoco estoy muy seguro. Pienso que el error consiste en creer que primero viene la herejía y después los simples que la abrazan (y por ella acaban abrasados). En realidad, primero viene la situación en que se encuentran los simples, y después la herejía.

—¿Cómo es eso?

—Ya conoces la constitución del pueblo de Dios. Un gran rebaño, ovejas buenas y ovejas malas, vigiladas por unos mastines, que son los guerreros, o sea el poder temporal, el emperador y los señores, y guiadas por los pastores, los clérigos, los intérpretes de la palabra divina. La imagen es clara.

—Pero no es veraz. Los pastores luchan con los perros, porque unos quieren tener los derechos de los otros.

—Así es, y precisamente por eso no se ve muy bien cómo es el rebaño. Ocupados en destrozarse mutuamente, los perros y los pastores ya no se cuidan del rebaño. Hay una parte que está afuera.

—¿Afuera?

—Sí, al margen. Campesinos que no son campesinos de Dios porque carecen de tierra, o porque la que tienen no basta para alimentarlos. Ciudadanos que no son ciudadanos porque no pertenecen a ningún gremio ni corporación: plebe, gente a merced de cualquiera. ¿Alguna vez has visto un grupo de leprosos en el campo?

—Sí, en cierta ocasión vi uno. Eran como cien, deformes, con la carne blancuzca que se les caía a pedazos. Andaban con muletas; los ojos sangrantes, los párpados hinchados. No hablaban ni gritaban: chillaban como ratas.

—Para el pueblo cristiano, son los otros los que están fuera del rebaño. El rebaño los odia, y ellos odian al rebaño. Querrían que todos estuviésemos muertos, que todos fuésemos leprosos como ellos.

—Sí, recuerdo una historia del rey Marco, que debía condenar a la bella Isolda, y ya estaba por darla a las llamas cuando vinieron los leprosos y le dijeron que había peor castigo que la hoguera. Y le gritaban: «¡Entréganos a Isolda, déjanos poseerla, la enfermedad aviva nuestros deseos, entrégala a tus leprosos! ¡Mira cómo se pegan los andrajos a nuestras llagas purulentas! ¡Ella, que junto a ti se envolvía en ricas telas forradas de armiño y se adornaba con exquisitas joyas, verá la corte de los leprosos, entonces sí que reconocerá su pecado y echará de menos entrar en nuestros tugurios, se acostará con nosotros, y este hermoso fuego de espino!»

—Veo que para ser un novicio de San Benito tienes lecturas bastante curiosas —comentó burlándose Guillermo, y yo me ruboricé, porque sabía que un novicio no debe leer novelas de amor, pero en el monasterio de Melk los más jóvenes nos las pasábamos, y las leíamos de noche a la luz de la vela—. No importa —siguió diciendo Guillermo— veo que has comprendido lo que quería decirte. Los leprosos, excluidos, querrían arrastrar a todos a su ruina. Y cuanto más se los excluya más malos se volverán, y cuanto más se los represente como una corte de lémures que desean la ruina de todos, más excluidos quedarán. San Francisco lo vio claro; por eso lo primero que hizo fue irse a vivir con los leprosos. Es imposible cambiar al pueblo sin reincorporar a los marginados.

—Pero estabais hablando de otros excluidos; los movimientos heréticos no están compuestos de leprosos.

—El rebaño es como una serie de círculos concéntricos que van desde las zonas más alejadas del rebaño hasta su periferia inmediata. Los leprosos significan la exclusión en general. San Francisco lo vio claro. No quería sólo ayudar a los leprosos, pues en tal caso su acción se hubiese limitado a un acto de caridad, bastante pobre e impotente. Con su acción quería significar otra cosa. ¿Has oído hablar de cuando predicó a los pájaros?

—¡Oh sí! Me han contado esa historia bellísima, y he sentido admiración por el santo que gozaba de la compañía de esas tiernas criaturas de Dios —dije henchido de fervor.

—Pues bien, no te han contado la verdadera historia, sino la que ahora está reconstruyendo la orden. Cuando Francisco habló al pueblo de la ciudad y a sus magistrados y vio que no lo entendían, se dirigió al cementerio y se puso a predicar a los cuervos y a las urracas, a los gavilanes, a las aves de rapiña que se alimentaban de cadáveres.

—¡Qué horrible! ¿Entonces no eran pájaros buenos?

—Eran aves de presa, pájaros excluidos, como los leprosos. Sin duda, Francisco estaba pensando en aquel pasaje del Apocalipsis que dice: Vi un ángel puesto de pie en el sol, que gritó con una gran voz, diciendo a todas las aves que vuelan por lo alto del cielo: «¡Venid, congregaos al gran festín de Dios, para comer las carnes de los reyes, las carnes de los tribunos, las carnes de los valientes, las carnes de los caballos y de los que cabalgan en ellos, las carnes de todos los libres y de los esclavos, de los pequeños y de los grandes!»

—¿De modo que Francisco quería soliviantar a los excluidos?

—No; eso fue lo que hicieron Dulcino y los suyos. Francisco quería que los excluidos, dispuestos a la rebelión, se reincorporasen al pueblo de Dios. Para reconstruir el rebaño había que recuperar a los excluidos. Francisco no pudo hacerlo, y te lo digo con mucha amargura. Para reincorporar a los excluidos tenía que actuar dentro de la iglesia, para actuar dentro de la iglesia tenía que obtener el reconocimiento de su regla, que entonces engendraría una orden, y una orden, como la que, de hecho, engendró, reconstruiría la figura del círculo, fuera del cual se encuentran los excluidos. Y ahora comprenderás por qué existen las bandas de los fraticelli y de los joaquinistas, a cuyo alrededor vuelven a reunirse los excluidos.

—Pero no estábamos hablando de Francisco, sino de la herejía como producto de los simples y de los excluidos.

—Así es. Hablábamos de los excluidos del rebaño de las ovejas. Durante siglos, mientras el papa y el emperador se destrozaban entre sí por cuestiones de poder, aquellos siguieron viviendo al margen, los verdaderos leprosos, de quienes los leprosos sólo son la figura dispuesta por Dios para que pudiésemos comprender esta admirable parábola y al decir «leprosos» entendiéramos excluidos, pobres, simples, desheredados, desarraigados del campo, humillados en las ciudades. Pero no hemos entendido, el misterio de la lepra sigue obsesionándonos porque no supimos reconocer que se trataba de un signo. Al encontrarse excluidos del rebaño, todos estaban dispuestos a escuchar, o a producir, cualquier tipo de prédica que, invocando la palabra de Cristo, de hecho denunciara la conducta de los perros y de los pastores y prometiese que algún día serían castigados. Los poderosos siempre lo supieron. La reincorporación de los excluidos entrañaba una reducción de sus privilegios. Por eso a los excluidos que tomaban conciencia de su exclusión los señalaban como herejes, cualesquiera que fuesen sus doctrinas. En cuanto a éstos, hasta tal punto los cegaba el hecho de su exclusión que realmente no tenían el menor interés por doctrina alguna. En esto consiste la ilusión de la herejía. Cualquiera es hereje, cualquiera es ortodoxo. No importa la fe que ofrece determinado movimiento, sino la esperanza que propone. Las herejías son siempre expresión del hecho concreto de que existen excluidos. Si rascas un poco la superficie de la herejía, siempre aparecerá el leproso. Y lo único que se busca al luchar contra la herejía es asegurarse de que el leproso siga siendo tal. En cuanto a los leprosos, ¿qué quieres pedirles? ¿Que sean capaces de distinguir lo correcto y lo incorrecto que pueda haber en el dogma de la Trinidad o en la definición de la Eucaristía? ¡Vamos, Adso! Estos son juegos para nosotros, que somos hombres de doctrina. Los simples tienen otros problemas. Y fíjate en que nunca consiguen resolverlos. Por eso se convierten en herejes.

—Pero ¿por qué algunos los apoyan?

—Porque les conviene para sus asuntos, que raramente se relacionan con la fe y las más de las veces se reducen a la conquista del poder.

—¿Por eso la iglesia de Roma acusa de herejes a todos sus enemigos?

—Por eso. Y por eso también considera ortodoxa toda herejía que puede someter a su control, o que debe aceptar porque se ha vuelto demasiado poderosa y sería inoportuno tenerla en contra. Pero no hay una regla estricta, depende de los hombres y de las circunstancias. Y lo mismo vale en el caso de los señores laicos. Hace cincuenta años la comuna de Padua emitió una ordenanza que imponía una multa de un denario fuerte a quien matase a un clérigo.

—¡Eso es nada!

—Justamente. Era una manera de atizar el odio del pueblo contra los clérigos; la ciudad estaba enfrentada con el obispo. Entonces comprenderás por qué hace tiempo, en Cremona, los partidarios del imperio ayudaron a los cátaros, no por razones de fe, sino para perjudicar a la iglesia de Roma. A veces las magistraturas de las ciudades apoyan a los herejes porque éstos traducen el evangelio a la lengua vulgar: la lengua vulgar es la lengua de las ciudades; el latín, la lengua de Roma y de los monasterios. O bien apoyan a los valdenses porque éstos afirman que todos, hombres y mujeres, grandes y pequeños, pueden enseñar y predicar, y el obrero, que es discípulo, diez años después busca otro de quien convertirse en maestro…

—¡De ese modo eliminan la diferencia que hacía irreemplazables a los clérigos! Pero entonces, ¿por qué después las mismas magistraturas ciudadanas se vuelven contra los herejes y dan mano fuerte a la iglesia para que los envíe a la hoguera?

—Porque comprenden que si esos herejes continúan creciendo acabarán cuestionando también los privilegios de los laicos que hablan la lengua vulgar. En el concilio de Letrán, el año 1179 (ya ves que estas historias datan de hace casi dos siglos), Walter Map advertía sobre los riesgos que entrañaba dar crédito a las doctrinas de hombres idiotas e iletrados como los valdenses. Si mal no recuerdo, alegaba que no tienen domicilio fijo, que van descalzos, que no tienen propiedad personal alguna, puesto que todo lo poseen en común, y desnudos siguen a Cristo desnudo; y que empiezan de esta manera tan humilde porque son personas excluidas, pero si se les deja demasiado espacio acabarán echándolos a todos. Por eso más tarde las ciudades apoyaron a las órdenes mendicantes y en particular a nosotros, los franciscanos: porque permitían establecer una relación armoniosa entre la necesidad de penitencia y la vida ciudadana, entre la iglesia y los burgueses interesados en sus negocios.

—Entonces, ¿se logró armonizar el amor de Dios con el amor de los negocios?

—No. Se detuvieron los movimientos de renovación espiritual, se los encauzó dentro de los límites de una orden reconocida por el Papa. Sin embargo, no pudo encauzarse la tendencia que subyacía a esas manifestaciones. Y en parte emergió en los movimientos de flagelantes, que no hacen daño a nadie, en bandas armadas como las de fray Dulcino, en ritos de hechicería como los de los frailes de Montefalco que mencionaba Ubertino…

—Pero ¿quién tenía razón? ¿Quién tiene razón? ¿Quién se equivocó? —pregunté desorientado.

—Todos tenían sus razones, todos se equivocaron.

—Pero vos —dije casi a gritos, en un ímpetu de rebelión—, ¿por qué no tomáis partido? ¿Por qué no me decís quién tiene razón?

Guillermo se quedó un momento callado, mientras levantaba hacia la luz la lente que estaba tallando. Después la bajó hacia la mesa y me mostró, a través de dicha lente, un instrumento que había en ella:

—Mira —me dijo—. ¿Qué ves?

—Veo el instrumento, un poco más grande.

—Pues bien, eso es lo máximo que se puede hacer: mirar mejor.

—Pero el instrumento es siempre el mismo.

—También el manuscrito de Venancio seguirá siendo el mismo una vez que haya podido leerlo gracias a esta lente. Pero quizá cuando lo haya leído conozca yo mejor una parte de la verdad. Y quizá entonces podamos mejorar en parte la vida en el monasterio.

—¡Pero eso no basta!

—No creas que es poco lo que te digo, Adso. Ya te he hablado de Roger Bacon. Quizá no haya sido el hombre más sabio de todos los tiempos, pero siempre me ha fascinado la esperanza que animaba su amor por el saber. Bacon creía en la fuerza, en las necesidades, en las invenciones espirituales de los simples. No habría sido un buen franciscano si no hubiese pensado que a menudo Nuestro Señor habla por boca de los pobres, de los desheredados, de los idiotas, de los analfabetos. Si hubiera podido conocerlos de cerca se habría interesado más por los fraticelli que por los provinciales de la orden. Los simples tienen algo más que los doctores, que suelen perderse en la búsqueda de leyes muy generales: tienen la intuición de lo individual. Pero esa intuición por sí sola no basta. Los simples descubren su verdad, quizá más cierta que la de los doctores de la iglesia, pero después la disipan en actos impulsivos. ¿Qué hacer? ¿Darles la ciencia? Sería demasiado fácil, o demasiado difícil. Además, ¿qué ciencia? ¿La de la biblioteca de Abbone? Los maestros franciscanos han meditado sobre este problema. El gran Buenaventura decía que la tarea de los sabios es expresar con claridad conceptual la verdad implícita en los actos de los simples…

—Como el capítulo de Perusa y las doctas disertaciones de Ubertino, que transforman en tesis teológicas la exigencia de pobreza de los simples —dije.

—Sí, pero ya has visto: eso siempre llega demasiado tarde, si es que llega, y para entonces la verdad de los simples se ha transformado en la verdad de los poderosos, más útil para el emperador Ludovico que para un fraile de la vida pobre. ¿Cómo mantenerse cerca de la experiencia de los simples conservando lo que podríamos llamar su virtud operativa, la capacidad de obrar para la transformación y el mejoramiento de su mundo? Ese fue el problema que se planteó Bacon: «Quod enim laicali ruditate turgescit non habet effectum nisi fortuito»,[86] decía. La experiencia de los simples se traduce en actos salvajes e incontrolables. «Sed opera sapientiae certa lege vallantur et in finem debitum efficaciter diriguntur».[87] Lo que equivale a decir que también para las cosas prácticas, ya se trate de mecánica, de agricultura o del gobierno de una ciudad se requiere un tipo de teología. Consideraba que la nueva ciencia de la naturaleza debía ser la nueva gran empresa de los sabios, quienes, a través de un nuevo tipo de conocimiento de los procesos naturales, tratarían de coordinar aquellas necesidades básicas, aquel acervo desordenado, pero a su manera justo y verdadero, de las esperanzas de los simples. La nueva ciencia, la nueva magia natural. Sólo que, según él, esa empresa debía ser dirigida por la iglesia. Pero creo que esto se explica porque en su época la comunidad de los clérigos coincidía con la comunidad de los sabios. Hoy ya no es así; surgen sabios fuera de los monasterios, fuera de las catedrales e incluso fuera de las universidades. Mira, por ejemplo, en este país: el mayor filósofo de nuestro siglo no ha sido un monje, sino un boticario. Hablo de aquel florentino cuyo poema habrás oído nombrar, si bien yo no lo he leído, porque no comprendo la lengua vulgar en que está escrito, y por lo que sé de él creo que no me gustaría demasiado, pues es una disquisición sobre cosas muy alejadas de nuestra experiencia. Sin embargo, creo que también contiene las ideas más claras que hemos podido alcanzar acerca de la naturaleza de los elementos y del cosmos en general, así como acerca del gobierno de los estados. Por tanto considero que, así como también yo y mis amigos pensamos que en lo relativo a las cosas humanas ya no corresponde a la iglesia legislar, sino a la asamblea del pueblo, del mismo modo, en el futuro, será la comunidad de los sabios la que deberá proponer esa teología novísima y humana que es filosofía natural y magia positiva.

—Noble empresa. Pero, ¿es factible?

—Bacon creía que sí.

—¿Y vos?

—También yo lo creía. Pero para eso habría que estar seguro de que los simples tienen razón porque cuentan con la intuición de lo individual, que es la única buena. Sin embargo, si la intuición de lo individual es la única buena, ¿cómo podrá la ciencia reconstruir las leyes universales por cuyo intermedio, e interpretación, la magia buena se vuelve operativa?

—Eso, ¿cómo podrá?

—Ya no lo sé. Lo he discutido mucho en Oxford con mi amigo Guillermo de Occam, que ahora está en Aviñón. Sembró mi ánimo de dudas. Porque, si sólo es correcta la intuición de lo individual, entonces será bastante difícil demostrar que el mismo tipo de causas tienen el mismo tipo de efectos. Un mismo cuerpo puede ser frío o caliente, dulce o amargo, húmedo o seco, en un sitio, y no serlo en otro. ¿Cómo puedo descubrir el vínculo universal que asegura el orden de las cosas, si no puedo mover un dedo sin crear una infinidad de nuevos entes, porque con ese movimiento se modifican todas las relaciones de posición entre mi dedo y el resto de los objetos? Las relaciones son los modos por los que mi mente percibe los vínculos entre los entes singulares, pero ¿qué garantiza la universalidad y la estabilidad de esos modos?

—Sin embargo, sabéis que a determinado espesor de un vidrio corresponde determinada posibilidad de visión, y porque lo sabéis estáis ahora en condiciones de construir unas lentes iguales a las que habéis perdido. Si no, no podríais.

—Aguda respuesta, Adso. En efecto, he formulado la proposición de que a igualdad de espesor debe corresponder igualdad de poder visual. Y lo he hecho porque en otras ocasiones he tenido intuiciones individuales del mismo tipo. Sin duda, el que experimenta con las propiedades curativas de las hierbas sabe que todos los individuos herbáceos de igual naturaleza tienen efectos de igual naturaleza en los pacientes que presentan iguales disposiciones. Por eso el experimentador formula la proposición de que toda hierba de determinado tipo es buena para el que sufre de calentura, o de que toda lente de determinado tipo aumenta en igual medida la visión del ojo. Es indudable que la ciencia a la que se refería Bacon versa sobre estas proposiciones. Fíjate que no hablo de cosas, sino de proposiciones sobre las cosas. La ciencia se ocupa de las proposiciones y de sus términos, y los términos indican cosas iguales. ¿Comprendes, Adso? Tengo que creer que mi proposición funciona porque así me lo ha mostrado la experiencia, pero para creerlo tendría que suponer la existencia de unas leyes universales de las que, sin embargo, no puedo hablar, porque ya la idea de la existencia de leyes universales, y de un orden dado de las cosas, entrañaría el sometimiento de Dios a las mismas, pero Dios es algo tan absolutamente libre que, si lo quisiese, con un sólo acto de su voluntad podría hacer que el mundo fuese distinto.

—O sea que, si no entiendo mal, hacéis y sabéis por qué hacéis, pero no sabéis por qué sabéis que sabéis lo que hacéis.

Debo decir con orgullo que Guillermo me lanzó una mirada de admiración:

—Puede que así sea —dijo—. De todos modos ya ves por qué me siento tan poco seguro de mi verdad, aunque crea en ella.

—¡Sois más místico que Ubertino! —dije con cierta malicia.

—Quizá. Pero, como ves, trabajo con las cosas de la naturaleza. Tampoco en la investigación que estamos haciendo me interesa saber quién es bueno y quién es malo. Sólo quiero averiguar quién estuvo ayer por la noche en el scriptorium, quién cogió mis anteojos, quién dejó en la nieve huellas de un cuerpo que arrastra a otro cuerpo, y donde está Berengario. Una vez conozca esos hechos, intentar relacionarlos entre sí, suponiendo que sea posible, porque es difícil decir a qué causa corresponde cada efecto. Bastaría la intervención de un ángel para que todo cambiase, por eso no hay que asombrarse si resulta imposible demostrar que determinada cosa es la causa de determinada otra. Aunque siempre haya que intentarlo, como estoy haciendo en este caso.

—¡Qué vida difícil, la vuestra!

—Con todo, encontré a Brunello —exclamó Guillermo, refiriéndose al caballo de hacía dos días.

—¡O sea que hay un orden en el mundo! —comenté jubiloso.

—O sea que hay un poco de orden en mi pobre cabeza —respondió Guillermo.

En aquel momento regresó Nicola esgrimiendo con aire triunfal una horquilla casi acabada.

—Y cuando esta horquilla esté sobre mi pobre nariz —dijo Guillermo—, quizá mi pobre cabeza esté algo más ordenada.

Llegó un novicio diciendo que el Abad quería ver a Guillermo y que lo esperaba en el jardín. Mi maestro se vio obligado a postergar sus experimentos para más tarde. Salimos a toda prisa hacia el lugar del encuentro. Por el camino, Guillermo se dio una palmada en la frente, como si de pronto hubiese recordado algo.

—Por cierto —dijo—, he descifrado los signos cabalísticos de Venancio.

—¿Todos? ¿Cuándo?

—Mientras dormías. Y depende de lo que entiendas por todos. He descifrado los signos que aparecieron cuando acerqué la llama al pergamino, los que tú copiaste. Los apuntes en griego deberán esperar a que yo tenga unas nuevas lentes.

—¿Entonces? ¿Se trataba del secreto del finis Africae?

—Sí, y la clave era bastante fácil. Venancio disponía de los doce signos zodiacales y de ocho signos más, que designaban los cinco planetas, los dos luminares y la Tierra. En total veinte signos. Suficientes para asociarlos con las letras del alfabeto latino, puesto que puede usarse la misma letra para expresar el sonido de las iniciales de unum y velut. Sabemos cuál es el orden de las letras. ¿Cuál podía ser el orden de los signos? He pensado en el orden de los cielos. Si se coloca el cuadrante zodiacal en la periferia exterior, el orden es Tierra, Luna, Mercurio, Venus, Sol, etcétera, y luego la sucesión de los signos zodiacales según la secuencia tradicional, como la menciona, entre otros, Isidoro de Sevilla, empezando por Aries y el solsticio de primavera, y terminando por Piscis. Pues bien, al aplicar esta clave se descubre que el mensaje de Venancio tiene un sentido.

Me mostró el pergamino, donde había transcrito el mensaje en grandes caracteres latinos: Secretum finis Africae manus supra idolum age primum et septimum de quatuor.[88]

—¿Está claro? —preguntó.

—La mano sobre el ídolo opera sobre el primero y el séptimo de los cuatro… —repetí moviendo la cabeza—. ¡No está nada claro!

—Ya lo sé. Ante todo habría que saber qué entendía Venancio por idolum. ¿Una imagen, un fantasma, una figura? Y luego, ¿qué serán esos cuatro que tienen un primero y un séptimo? ¿Y qué hay que hacer con ellos? ¿Moverlos, empujarlos, tirar de ellos?

—Entonces no sabemos nada y estamos igual que antes —dije, muy contrariado.

Guillermo se detuvo y me miró con expresión no del todo benévola.

—Querido muchacho —dijo—, éste que aquí ves es un pobre franciscano, que con sus modestos conocimientos y el poco de habilidad que debe a la infinita potencia del Señor ha logrado descifrar en pocas horas una escritura secreta cuyo autor estaba convencido de ser el único capaz de descifrar… ¿Y tú, miserable bribón, eres tan ignorante como para atreverte a decir que estamos igual que al principio?

Traté de disculparme como pude. Había herido la vanidad de mi maestro. Sin embargo, él sabía lo orgulloso que yo estaba de la rapidez y consistencia de sus deducciones. Era cierto que su trabajo había sido admirable; él no tenía la culpa de que el astutísimo Venancio no sólo hubiese ocultado su descubrimiento tras el velo de un oscuro alfabeto zodiacal, sino que también hubiera formulado un enigma indescifrable.

—No importa, no importa, no me pidas disculpas —dijo Guillermo interrumpiéndome—. En el fondo tienes razón: aún sabemos muy poco. Vamos.

VÍSPERAS

Donde se habla de nuevo con el Abad, Guillermo tiene algunas ideas sorprendentes para descifrar el enigma del laberinto, y consigue hacerlo del modo más razonable. Después, él y Adso comen pastelillo de queso.

El Abad nos esperaba con rostro sombrío y preocupado. Tenía un pergamino en la mano.

—Acabo de recibir una carta del abad de Conques —dijo—. Me comunica el nombre de la persona a quien Juan ha confiado el mando de los soldados franceses, y el cuidado de la indemnidad de la legación. No es un hombre de armas ni un hombre de corte, y también formará parte de la legación.

—Extraño connubio de diferentes virtudes —dijo inquieto Guillermo—. ¿Quién será?

—Bernardo Gui, o Bernardo Guidoni, como queráis llamarlo.

Guillermo profirió una exclamación en su lengua, que ni yo ni el Abad entendimos, y quizá fue mejor para todos, porque la palabra que dijo tenía resonancias obscenas.

—El asunto no me gusta —añadió en seguida—. Bernardo ha sido durante años el martillo de los herejes en la región de Toulouse y ha escrito una Practica officii inquisitionis heretice pravitatis[89] para uso de quienes deban perseguir y destruir a los valdenses, begardos, terciarios, fraticelli y dulcinianos.

—Lo sé. Conozco el libro. Inspirado en excelentes principios.

—Excelentes —admitió Guillermo—. Bernardo es devoto servidor de Juan, quien en el pasado le ha confiado muchas misiones, en Flandes y aquí, en la Alta Italia. Ni siquiera cuando fue nombrado obispo en Galicia, abandonó la actividad inquisitorial, pues nunca llegó a trasladarse a la sede de su diócesis. Yo creía que ahora estaba retirado en Lodeve, también con el cargo de obispo, pero, según parece, Juan vuelve a usar de sus servicios, y precisamente aquí, en el norte de Italia. ¿Por qué precisamente Bernardo? ¿Por qué al mando de gente armada…?

—Hay una respuesta —dijo el Abad—, y confirma todos los temores que ayer os expresaba. Bien sabéis, aunque no queráis reconocerlo, que, salvo por la abundancia de argumentos teológicos, las tesis del capítulo de Perusa sobre la pobreza de Cristo y de la iglesia son las mismas que, en forma bastante más temeraria, y con un comportamiento menos ortodoxo, sostienen muchos movimientos heréticos. No se requiere un esfuerzo demasiado grande para demostrar que las tesis de Michele da Cesena, adoptadas por el emperador, son las mismas de Ubertino y de Angelo Clareno. Hasta aquí ambas legaciones estarán de acuerdo. Pero Gui podría ir más lejos, y es lo bastante hábil como para hacerlo: intentar demostrar que las tesis de Perusa son las mismas de los fraticelli o de los seudoapóstoles. ¿Estáis de acuerdo?

—¿Decís que es así o que Bernardo Gui dirá que es así?

—Digamos que digo que él lo dirá —concedió prudentemente el Abad.

—También yo creo que lo dirá. Pero eso estaba previsto. Quiero decir que sabíamos que sucedería, aunque Juan no hubiese enviado a Bernardo. A lo sumo Bernardo lo hará mejor que muchos curiales incapaces, y la discusión con él requerirá mucha mayor sutileza.

—Sí, pero aquí es donde surge el problema que ayer os mencionaba. Si entre hoy y mañana no encontramos al culpable de dos, o quizá de tres crímenes, tendré que otorgar a Bernardo la facultad de vigilar lo que sucede en la abadía. A un hombre investido de tales poderes (y recordemos que con nuestro consenso) no podré ocultarle que en la abadía se han producido, y todavía se siguen produciendo, hechos inexplicables. Si no lo hiciera, cuando lo descubriese, si, Dios no lo quiera, llegase a producirse un nuevo hecho misterioso, tendría todo el derecho de clamar que ha sido traicionado…

—Tenéis razón —musitó Guillermo preocupado—. No hay nada que hacer. Habrá que estar atentos, y vigilar a Bernardo, quien estará vigilando al misterioso asesino. Quizá sea para bien, pues, al concentrarse en la búsqueda del asesino, Bernardo deberá descuidar un poco la discusión.

—No olvidéis que al consagrarse a la búsqueda del asesino, Bernardo será como una espina clavada en el flanco de mi autoridad. Este turbio asunto me obligara por primera vez a ceder parte del poder que ejerzo en este recinto. El hecho es nuevo, no sólo en la historia de la abadía, sino también en la de la propia orden cluniacense. Haría cualquier cosa por evitarlo. Y lo primero que podría hacer sería negar hospitalidad a la legación.

—Ruego encarecidamente a vuestra excelencia que reflexione sobre tan grave decisión —dijo Guillermo—. Obra en vuestro poder una carta del emperador donde éste os invita calurosamente a…

—No ignoro los vínculos que me ligan al emperador —dijo con brusquedad Abbone—. Y también vos los conocéis. Por tanto sabéis que lamentablemente no puedo desdecirme. Pero aquí están sucediendo cosas muy feas. ¿Dónde está Berengario? ¿Qué le ha pasado? ¿Qué estáis haciendo?

—No soy más que un fraile que durante muchos años desempeñó con eficacia el oficio de inquisidor. Sabéis que en dos días es imposible descubrir la verdad. Además, ¿qué poderes me habéis otorgado? ¿Acaso puedo entrar en la biblioteca? ¿Acaso puedo formular todas las preguntas que quiera, apoyándome siempre en vuestra autoridad?

—No veo qué relación existe entre los crímenes y la biblioteca —dijo irritado el Abad.

—Adelmo era miniaturista; Venancio, traductor; Berengario, ayudante del bibliotecario… —explicó Guillermo con paciencia.

—Desde ese punto de vista, los sesenta monjes tienen que ver con la biblioteca, así como tienen que ver con la iglesia. Entonces, ¿por qué no buscáis en la iglesia? Fray Guillermo, estáis realizando una investigación por mandato mío, y dentro de los límites en que os he rogado que la realicéis. En todo lo demás, dentro de este recinto, yo soy el único amo después de Dios, y gracias a él. Y lo mismo valdrá para Bernardo. Por otra parte —añadió con tono más calmado—, ni siquiera es seguro que venga para participar en el encuentro. El abad de Conques me escribe diciéndome que viene a Italia para ir hacia el sur. Dice incluso que el papa ha rogado al cardenal Bertrando del Poggetto que suba desde Bolonia para ponerse a la cabeza de la legación pontificia. Quizá Bernardo venga para encontrarse con el cardenal.

—Lo cual, desde una perspectiva más amplia, sería peor. Bertrando es el martillo de los herejes en la Italia central. Este encuentro de dos campeones de la lucha contra los herejes puede anunciar una ofensiva más vasta en el país, que acabaría involucrando a todo el movimiento franciscano…

—Hecho de que sin tardanza informaríamos al emperador —dijo el Abad—, pero entonces el peligro no sería inmediato. Estaremos atentos. Adiós.

Guillermo permaneció en silencio mientras el Abad se alejaba. Después dijo:

—Sobre todo, Adso, tratemos de no caer en apresuramientos. Es imposible resolver aprisa los problemas cuando para ello se necesita acumular tantas experiencias individuales. Ahora regresaré al taller, porque sin las lentes no sólo seré incapaz de leer el manuscrito, sino que tampoco valdrá la pena que volvamos esta noche a la biblioteca. Tú ve a averiguar si se sabe algo de Berengario.

En aquel momento llegó corriendo Nicola da Morimondo, trayendo pésimas noticias. Mientras intentaba biselar mejor la lente más adecuada, aquella en la que Guillermo había puesto sus mayores esperanzas, ésta se había quebrado. Y otra, que quizá hubiese podido reemplazarla, se había rajado cuando intentaba engastarla en la horquilla. Con ademán desconsolado, Nicola nos señaló el cielo. Era hora de vísperas y estaba cayendo la oscuridad. Aquel día ya no era posible seguir trabajando. Otro día perdido, admitió Guillermo con amargura, conteniéndose (según me confesó más tarde) para no coger del cuello al inhábil vidriero, quien, por lo demás, ya se sentía bastante humillado.

Con su humillación lo dejamos y fuimos a averiguar qué se sabía de Berengario. Por supuesto, no lo habían encontrado.

Teníamos la sensación de hallarnos en un punto muerto. Como no sabíamos qué hacer, dimos una vuelta por el claustro. Pero no tardé en advertir que Guillermo estaba absorto, con la mirada perdida, como si no viese nada. Un momento antes había extraído del sayo un ramito de aquellas hierbas que le había visto recoger hacía varias semanas. Ahora lo estaba masticando, y parecía producirle una especie de serena excitación. En efecto, estaba como ausente, pero cada tanto se le iluminaban los ojos, como si una idea nueva se hubiese encendido en el vacío de su mente; después volvía a hundirse en aquel embotamiento tan extraño, tan activo. De pronto dijo:

—Sí, podría ser…

—¿Qué? —pregunté.

—Estaba pensando en una manera de orientarnos en el laberinto. No es demasiado sencilla, pero sería eficaz… En el fondo, la salida está en el torreón oriental; eso lo sabemos. Ahora supón que tuviésemos una máquina que nos dijera dónde está el norte. ¿Qué sucedería en tal caso?

—Desde luego, con sólo doblar hacia nuestra derecha miraríamos hacia oriente. O con sólo caminar en la dirección opuesta sabríamos que estábamos dirigiéndonos hacia el torreón meridional. Pero, admitiendo incluso la existencia de semejante magia, el laberinto sigue siendo precisamente un laberinto, de modo que tan pronto como nos dirigiésemos hacia oriente nos encontraríamos con una pared que nos impediría continuar en esa dirección, y volveríamos a extraviarnos…

—Sí, pero la máquina a la que me refiero señalaría siempre hacia el norte, aunque cambiásemos de dirección, y en cada sitio sería capaz de decirnos hacia dónde deberíamos doblar.

—Sería maravilloso. Pero habría que tener esa máquina, y ésta debería ser capaz de reconocer el norte de noche y en un lugar cerrado, desde donde no se pudiera ver el sol ni las estrellas… ¡Creo que ni siquiera vuestro Bacon poseía semejante máquina! —dije riendo.

—Y te equivocas —repuso Guillermo—, porque se ha logrado fabricar una máquina como esa, y algunos navegantes la han utilizado. No necesita del sol ni de las estrellas, porque aprovecha la fuerza de una piedra prodigiosa, similar a la que vimos en el hospital de Severino, aquella que atrae el hierro. Además de Bacon, la estudió un mago picardo, Pierre de Maricourt, quien describe sus múltiples usos.

—¿Y vos podríais construirla?

—No es muy difícil. Esa piedra puede usarse para obtener muchas cosas prodigiosas. Por ejemplo, una máquina capaz de moverse perpetuamente sin intervención de fuerza exterior alguna. Pero ha sido también un sabio árabe, Baylek al Qabayaki, quien ha descrito la manera más sencilla de utilizarla. Coges un vaso lleno de agua y pones a flotar un corcho en el que has clavado una aguja de hierro. Luego pasas la piedra magnética sobre la superficie del agua, moviéndola en círculo, hasta que la aguja adquiera las mismas propiedades que tiene la piedra. Entonces la aguja —pero otro tanto habría hecho la piedra si hubiese podido moverse alrededor de un perno— se coloca con la punta hacia el norte. Y si te mueves con el vaso, la aguja siempre se desplaza para señalar hacia septentrión. Es inútil decirte que si, tomando como referencia septentrión, también marcas en el borde del vaso la posición del mediodía, la del aquilón, etc., siempre sabrás hacia dónde debes dirigirte en la biblioteca para llegar al torreón oriental.

—¡Qué maravilla! Pero ¿por qué la aguja siempre apunta hacia septentrión? La piedra atrae el hierro, lo he visto. Y supongo que una inmensa cantidad de hierro atraerá a la piedra. Pero entonces… ¡Entonces en dirección a la estrella polar, en los confines del globo, existen grandes minas de hierro!

—En efecto, alguien ha mencionado esa posibilidad. Pero la aguja no apunta exactamente hacia la estrella náutica, sino hacia el punto donde convergen los meridianos celestes. Signo de que, como se ha dicho, «hic lapis gerit in se similitudinem coeli»,[90] y la inclinación de los polos del imán depende de los polos del cielo, no de los de la tierra. Este es un buen ejemplo de movimiento impreso a distancia, no por directa causalidad material: problema del que se ocupa mi amigo Giovanni di Gianduno cuando el emperador no le pide que descubra la manera de sepultar Aviñón en las entrañas de la tierra…

—Entonces vayamos a coger la piedra de Severino, un vaso, agua, un corcho… —dije excitado.

—No corras tanto. Ignoro a qué pueda deberse, pero nunca he visto una máquina que, perfecta en la descripción de los filósofos, resulte igual de perfecta en su funcionamiento mecánico. En cambio, la hoz del campesino, que jamás ha descrito filósofo alguno, funciona como corresponde… Tengo miedo de que si nos paseamos por el laberinto con una lámpara en una mano y un vaso lleno de agua en la otra… Espera, se me ocurre otra idea. La máquina señalaría también hacia el norte si estuviésemos fuera del laberinto, ¿verdad?

—Sí, pero entonces no la necesitaríamos, porque tendríamos el sol y las estrellas.

—Lo sé, lo sé. Pero si la máquina funciona tanto fuera como dentro, ¿por qué no sucedería otro tanto con nuestra cabeza?

—¿Nuestra cabeza? Claro que también funciona fuera. ¡Desde fuera sabemos perfectamente cuál es la orientación del Edificio! ¡Pero cuando estamos dentro es cuando ya no entendemos nada!

—Eso mismo. Pero, olvida ahora la máquina. Pensando en la máquina he acabado pensando en las leyes naturales y en las leyes de nuestro pensamiento. Lo que importa es lo siguiente: debemos encontrar desde fuera un modo de describir el Edificio tal como es por dentro…

—¿Cómo?

—Déjame pensar. No debe de ser tan difícil…

—¿Y el método que mencionabais ayer? ¿No os proponíais recorrer el laberinto haciendo signos con un trozo de carbón?

—No, cuanto más lo pienso, menos me convence. Quizá no logro recordar bien la regla, o quizá para orientarse en un laberinto haya que tener una buena Ariadna, que espere en la puerta con la punta del ovillo. Pero no hay hilos lo bastante largos. Y aunque los hubiese, eso significaría (a menudo las fábulas dicen la verdad) que sólo con una ayuda externa puede salirse de un laberinto. En el caso de que las leyes de fuera sean iguales a las de dentro. Pues bien, Adso, usaremos las ciencias matemáticas. Sólo en las ciencias matemáticas, como dice Averroes, existe identidad entre las cosas que nosotros conocemos y las cosas que se conocen en modo absoluto.

—Entonces reconoced que admitís la existencia de conocimientos universales.

—Los conocimientos matemáticos son proposiciones que construye nuestro intelecto para que siempre funcionen como verdaderas, porque son innatas o bien porque las matemáticas se inventaron antes que las otras ciencias. Y la biblioteca fue construida por una mente humana que pensaba de modo matemático, porque sin matemáticas es imposible construir laberintos. Por tanto, se trata de confrontar nuestras proposiciones matemáticas con las proposiciones del constructor, y puede haber ciencia de tal comparación, porque es ciencia de términos sobre términos. En todo caso, deja de arrastrarme a discusiones metafísicas. ¿Qué bicho te ha picado hoy? Mejor aprovecha tu buena vista, coge un pergamino, una tablilla, algo donde marcar signos, y un estilo… Muy bien, ya los tienes. ¡Qué hábil eres, Adso! Demos una vuelta alrededor del Edificio, antes de que acabe de oscurecer.

De modo que dimos aquella vuelta alrededor del Edificio. Es decir, examinamos de lejos los torreones oriental, meridional y occidental, así como los muros entre unos y otros. La parte restante daba al precipicio, pero por razones de simetría no debía de ser diferente del sector que podíamos observar.

Y lo que observamos, comentó Guillermo mientras me hacía tomar unos apuntes muy detallados en mi tablilla, fue que en cada muro había dos ventanas, y en cada torreón cinco.

—Ahora razona —dijo mi maestro—. En cada una de las habitaciones que visitamos había una ventana…

—Salvo en las de siete lados.

—Es natural, porque son las que están en el centro de cada torre.

—Y salvo otras que no eran heptagonales y tampoco tenían ventanas.

—Olvídalas. Primero encontraremos la regla. Después trataremos de justificar las excepciones. Por tanto, en la parte exterior tendremos cinco habitaciones por torre y dos habitaciones por muro, cada una de ellas con una ventana. Pero si desde una habitación con ventana se camina hacia el interior del Edificio, aparece otra sala con ventana. Signo de que esas ventanas son internas. Ahora bien, ¿qué forma tiene el pozo interno, tal como se ve desde la cocina y el scriptorium?

—Octagonal.

—Perfecto. Y a cada lado del octágono pueden perfectamente abrirse dos ventanas. Eso significa, quizá, que en cada lado del octágono hay dos habitaciones internas. ¿Estoy en lo cierto?

—Sí, pero ¿y las habitaciones sin ventana?

—En total son ocho. Cinco de las paredes de las salas heptagonales internas corresponden a otras tantas habitaciones en cada torreón. ¿A qué corresponden las dos paredes restantes? No a una habitación que daría al exterior, porque en tal caso deberían verse las ventanas en el muro. Tampoco corresponden a una habitación dispuesta junto al octágono, por las mismas razones, y además porque en ese caso serían habitaciones demasiado largas. En efecto, trata de dibujar la imagen de la biblioteca vista desde arriba, y verás que por cada torre deben existir dos habitaciones que limitan con la habitación heptagonal y que, por el lado opuesto, comunican con otras dos habitaciones, situadas a su vez junto al pozo octagonal interno.

Intenté dibujar el plano que mi maestro me había sugerido, y lancé un grito de triunfo.

—¡Pero entonces ya lo sabemos todo! Dejadme contar… ¡La biblioteca tiene cincuenta y seis habitaciones, cuatro de ellas heptagonales, y cincuenta y dos más o menos cuadradas, ocho de estas últimas sin ventana, y veintiocho dan al exterior mientras dieciséis dan al interior!

—Y cada uno de los cuatro torreones tiene cinco habitaciones de cuatro paredes y una de siete… La biblioteca está construida de acuerdo con una proporción celeste a la que cabe atribuir diversos y admirables significados.

—Espléndido descubrimiento, pero entonces, ¿por qué es tan difícil orientarse en ella?

—Porque lo que no corresponde a ley matemática alguna es la disposición de los pasos. Unas habitaciones permiten acceder a varias otras. Las hay, en cambio, que sólo permiten acceder a una única habitación. Incluso cabe preguntarse si no habrá habitaciones desde las que sea imposible acceder a cualquier otra. Si piensas en esto, además en la falta de luz, en la imposibilidad de guiarse por la posición del sol, a lo que hay que añadir las visiones y los espejos, comprenderás que el laberinto es capaz de confundir a cualquiera que lo recorra, turbado ya por un sentimiento de culpa. Pienso, además, en lo desesperados que estábamos ayer noche cuando no lográbamos encontrar la salida. El máximo de confusión logrado a través del máximo de orden: el cálculo me parece sublime. Los constructores de la biblioteca eran grandes maestros.

—¿Cómo haremos para orientarnos?

—Ahora no será difícil. Con el mapa que acabas de trazar, y que, mal que bien, debe de corresponder al plano de la biblioteca, tan pronto como lleguemos a la primera sala heptagonal trataremos de pasar a una de las dos habitaciones ciegas. Desde allí, si caminamos siempre hacia la derecha, después de tres o cuatro habitaciones, deberíamos llegar otra vez a un torreón, que sólo podrá ser el torreón septentrional, hasta que lleguemos a otra habitación ciega, que, por la izquierda, limitará con la sala heptagonal, y, por la derecha, deberá permitirnos un recorrido similar al que acabo de describirte, al cabo del cual llegaríamos al torreón de poniente.

—Sí. Suponiendo que todas las habitaciones comuniquen con otras habitaciones…

—Así es. Por eso necesitaremos tu plano, para marcar cuáles son las paredes sin abertura, y saber qué desviaciones vamos haciendo. Pero será bastante sencillo.

—¿Seguro que resultará? —pregunté perplejo, porque me parecía demasiado sencillo.

—Resultará. «Omnes enim causae effectuum naturalium dantur per lineas, angulos et figuras. Aliter enim impossibile est scire propter quid in illis»[91] —citó—. Son palabras de uno de los grandes maestros de Oxford. Sin embargo, lamentablemente, aún no lo sabemos todo. Hemos descubierto la manera de no perdernos. Ahora se trata de saber si existe una regla que gobierna la distribución de los libros en las diferentes habitaciones. Y los versículos del Apocalipsis no nos dicen demasiado, entre otras razones porque hay muchos que se repiten en diferentes habitaciones…

—¡Sin embargo, del libro del apóstol habrían podido extraerse mucho más que cincuenta y seis versículos!

—Sin duda. De modo que sólo algunos versículos sirven. Es extraño. Como si hubiese habido menos de cincuenta que sirvieran; treinta, veinte… ¡Oh, por la barba de Merlín!

—¿De quién?

—No tiene importancia, es… un mago de mi tierra… ¡Han usado tantos versículos como letras tiene el alfabeto! ¡Sin duda es así! El texto de los versículos no importa, sólo importan las letras iniciales. Cada habitación está marcada por una letra del alfabeto, ¡y todas juntas componen un texto que debemos descubrir!

—Como un carmen figurativo, ¡con forma de cruz o de pez!

—Más o menos, y es probable que en la época en que se construyó la biblioteca ese tipo de cármenes estuviesen de moda.

—¿Y dónde empieza el texto?

—En una inscripción más grande que las otras, en la sala heptagonal del torreón por el que se entra… O bien… Sí, ¡en las frases que están en rojo!

—¡Pero son tantas!

—Entonces habrá muchos textos, o muchas palabras. Ahora lo que puedes hacer es copiar mejor tu mapa, y en un tamaño más grande. Cuando recorramos la biblioteca no sólo irás marcando, con pequeños signos, las habitaciones por las que pasemos, y la posición de las puertas y de las paredes (así como de las ventanas), sino también las letras iniciales de los versículos que vayamos encontrando, ingeniándotelas, como un buen miniaturista, para que las letras en rojo sean más grandes que las otras.

—¿Cómo habéis sido capaz de resolver —dije admirado— el misterio de la biblioteca observándola desde fuera, si no habíais podido resolverlo cuando estuvisteis dentro?

—Así es como conoce Dios el mundo, porque lo ha concebido en su mente, o sea, en cierto sentido, desde fuera, antes de crearlo, mientras que nosotros no logramos conocer su regla, porque vivimos dentro de él y lo hemos encontrado ya hecho.

—¡Así pueden conocerse las cosas mirándolas desde fuera!

—Las cosas del arte, porque en nuestra mente volvemos a recorrer los pasos que dio el artífice. No las cosas de la naturaleza, porque no son obra de nuestra mente.

—Pero en el caso de la biblioteca es suficiente, ¿verdad?

—Sí —dijo Guillermo—. Pero sólo en este caso. Ahora vayamos a descansar. Hasta mañana por la mañana no podré hacer nada. Espero que entonces tendré mis lentes. Mejor es que durmamos y nos levantemos temprano. Trataré de pensar un poco.

—¿Y la cena?

—¡Ah, sí, la cena! Ahora ya es tarde. Los monjes están asistiendo al oficio de completas. Pero quizá la cocina aún no esté cerrada. Ve a buscar algo.

—¿Robar?

—Pedir. A Salvatore, que ya es amigo tuyo.

—¡Entonces él robará!

—¿Acaso eres el guardián de tu hermano? —preguntó Guillermo, repitiendo las palabras de Caín.

Pero comprendí que bromeaba: lo que quería decir era que Dios es grande y misericordioso. De modo que me puse a buscar a Salvatore, y lo encontré cerca de las cuadras.

—Hermoso —dije señalando a Brunello, para iniciar la conversación—. Me gustaría montarlo.

—Non è possibile. Abbonis est. Pero el caballo no necesita ser bueno para correr bien… —me señaló un caballo robusto pero no muy agraciado—. También ese sufficit… Vide illuc, tertius equi…

Quería indicarme el tercer caballo. Me dio risa su latín estrafalario.

—¿Y qué harás con él? —le pregunté.

Entonces me contó una historia muy rara. Dijo que era posible lograr que cualquier caballo, hasta el animal más viejo y más débil, corriese tan rápido como Brunello. Para ello hay que mezclar en su avena una hierba llamada satirion, muy picada, y luego untarle los muslos con grasa de ciervo. Después se monta y, antes de espolearlo, se le hace apuntar el morro hacia levante y se pronuncian junto a sus orejas, tres veces y en voz baja, las palabras «Gaspar, Melchor, Merquisardo». El caballo partirá a toda carrera y en una hora recorrerá la distancia que Brunello recorrería en ocho. Y si se le cuelgan del cuello los dientes de un lobo que el propio caballo haya matado en su carrera, ni siquiera sentirá la fatiga.

Le pregunté si alguna vez había probado la receta. Me respondió —acercándose con aire circunspecto y hablándome al oído, y echándome su aliento realmente desagradable— que era muy difícil, porque ahora el satirion sólo lo cultivaban ya los obispos y sus amigos, los caballeros, quienes lo utilizaban para aumentar su poder. Le interrumpí para decirle que aquella noche mi maestro deseaba leer unos libros en su celda y prefería comer allí.

—Encargo yo —dijo—, hago pastelillo de queso.

—¿Cómo es?

—Facilis. Coges il queso que no sea demasiado viejo ni demasiado salado, y cortado en rebanaditas en trozos cuadrados o sicut te guste. Et postea pondrás un poco de butiro o bien de mantecca fresca á rechauffer sopra la brasia. Y dentro porremmo dos rebanadas di queso, y cuando te parece que esté blando, zucharum et cannella supra positurum du bis. Et ponlo en seguida en tabula, porque pide comerse caliente caliente.

—Encárgate del pastelillo de queso —le dije, y se alejó hacia la cocina diciéndome que lo esperara.

Media hora después llegó trayendo un plato cubierto con un paño. Olía bien.

—Tene —me dijo, y también me dio una lámpara grande, llena de aceite.

—¿Para qué me la das? —pregunté.

—Sais pas, moi —dijo con aire socarrón—. Fileisch tu magister quiere ir a sitio oscuro questa notte.

Sin duda, Salvatore sabía más de lo que se sospechaba. No seguí investigando, y llevé la comida a Guillermo. Comimos y después me retiré a mi celda. O al menos fingí que lo hacía. Todavía deseaba ver a Ubertino. De modo que a hurtadillas entré en la iglesia.

DESPUÉS DE COMPLETAS

Donde Ubertino refiere a Adso la historia de fray Dulcino, Adso por su cuenta recuerda o lee en la biblioteca otras historias, y después acontece que se encuentra con una muchacha hermosa y terrible como un ejército dispuesto para el combate.

En efecto, encontré a Ubertino ante la estatua de la Virgen. Me uní a él en silencio y durante un momento (lo confieso) fingí que rezaba. Después me atreví a hablarle:

—Padre santo, ¿puedo pediros que me alumbréis y me aconsejéis?

Ubertino me miró, me cogió de la mano, se puso de pie y me condujo hasta una banqueta donde ambos nos sentamos. Me estrechó con fuerza y pude sentir su aliento en mi rostro.

—Queridísimo hijo —empezó diciéndome—, todo lo que este pobre y viejo pecador pueda hacer por tu alma lo hará con alegría. ¿Qué te inquieta? ¿Acaso la ansiedad? —preguntó, también con la ansiedad casi pintada en el rostro—. ¿La ansiedad de la carne?

—No —respondí ruborizándome—, en todo caso, la ansiedad de la mente, que quiere conocer demasiado…

—Eso es malo. El Señor lo conoce todo. A nosotros sólo nos incumbe alabar su sabiduría.

—Pero también nos incumbe distinguir entre el bien y el mal, y comprender las pasiones humanas. Soy novicio, pero más tarde seré monje y sacerdote, y debo saber dónde está el mal, y qué aspecto tiene, para reconocerlo cuando surja la ocasión, y para enseñar a los otros cómo reconocerlo.

—Tienes razón, muchacho. Y ahora dime qué quieres conocer.

—La mala hierba de la herejía, padre —dije con convicción. Y luego, de una tirada—: He oído hablar de un hombre malvado que sedujo a muchos otros: fray Dulcino.

Ubertino guardó silencio. Después dijo:

—Tienes razón, nos lo oíste mencionar a fray Guillermo y a mí la otra noche. Pero es una historia muy fea, y me duele hablar de ella, porque enseña (sí, en este sentido conviene que la conozcas, para extraer una enseñanza), porque enseña, decía, cómo el amor de penitencia y el deseo de purificar el mundo pueden engendrar la sangre y el exterminio —se acomodó mejor en la banqueta, y aflojó la presión del brazo sobre mis hombros, pero tocándome siempre el cuello con una mano, como para comunicarme no sé si su saber o su ardor—. La historia empieza antes de fray Dulcino, hace más de sesenta años, cuando yo era niño. Sucedió en Parma. Allí comenzó a predicar un tal Gherardo Segalelli, que recorría las calles invitándolos a todos a hacer vida de penitencia. «¡Penitenciágite!», gritaba, y era su manera inculta de decir: «Penitentiam agite, appropinquabit enim regnum coelorum.»[92] Invitaba a sus discípulos a comportarse como los apóstoles, y quiso que a su secta la llamaran la orden de los apóstoles y que sus miembros recorriesen el mundo como pobres mendicantes, viviendo sólo de la limosna…

—Igual que los fraticelli —dije—. ¿Acaso no fue este el mandato de Nuestro Señor, y de vuestro Francisco?

—Sí —admitió Ubertino con una leve vacilación en la voz y suspirando—. Pero quizá Gherardo exageró. Él y los suyos fueron acusados de no reconocer la autoridad de los sacerdotes ni la celebración de la misa ni la confesión, y de vagar ociosos por el mundo.

—También a los franciscanos espirituales se les hicieron esas acusaciones. ¿Acaso no afirman hoy los franciscanos que no hay que reconocer la autoridad del papa?

—Sí, pero reconocen la de los sacerdotes. Nosotros mismos somos sacerdotes. Es difícil distinguir en estas cosas, muchacho. Tan sutil es la línea que separa el bien y el mal… Como quiera que haya sido, Gherardo se equivocó y pecó de herejía. Pidió que lo admitieran en la orden franciscana, pero nuestros hermanos no lo aceptaron. Pasaba los días en la iglesia de nuestros frailes y vio que en las pinturas los apóstoles aparecían representados con sandalias en los pies Y con capas sobre los hombros, de modo que se dejó crecer el cabello y la barba, y se puso sandalias en los pies y en la cintura la cuerda de los franciscanos, porque todo aquel que quiere fundar una nueva congregación siempre toma algo de la orden del beato Francisco.

—Entonces hacía bien…

—Pero en algo se equivocó… Vestido con una capa blanca sobre una túnica blanca, y con el cabello largo, conquistó entre los simples fama de santidad. Vendió una casita que tenía y una vez que tuvo el dinero se subió a una roca desde donde antiguamente solían arengar los podestás, con la bolsa de monedas en la mano, y no las arrojó ni las entregó a los pobres, sino que llamó a unos pillos que jugaban allí cerca y vació la bolsa sobre ellos diciéndoles: «Que coja el que quiera», y los pillos cogieron el dinero y fueron a jugárselo a los dados, y blasfemaban contra el Dios viviente, y él, que les había dado el dinero, los escuchaba sin ruborizarse.

—Pero también Francisco se desprendió de todo y hoy Guillermo me ha contado que fue a predicar a las cornejas y a los gavilanes, y también a los leprosos, o sea a la hez que el pueblo de los que se decían virtuosos tenía marginada…

—Sí, pero Gherardo se equivocó en algo. Francisco nunca llegó a enfrentarse con la santa iglesia, y el evangelio dice que hay que dar a los pobres, no a los pillos. Gherardo dio y no recibió nada a cambio, porque la gente a la que había dado era mala, y malos fueron sus comienzos, mala la continuación y malo el fin, porque su secta fue condenada por el papa Gregorio X.

—Quizás era un papa con menos visión que el que aprobó la regla de Francisco…

—Sí, pero Gherardo se equivocó en algo. Francisco, en cambio, sabía bien lo que hacía. ¡Además, muchacho, aquellos porquerizos y vaqueros convertidos de pronto en seudoapóstoles querían vivir tranquilamente, y sin sudor, vivir de las limosnas de aquellos que con tanta fatiga y con tan heroico ejemplo de pobreza habían educado los frailes franciscanos! Pero no es eso —añadió en seguida—. Lo que sucedió fue que, para parecerse a los apóstoles, que todavía eran judíos, Gherardo Segalelli se hizo circuncidar, lo que iba contra las palabras de Pablo a los gálatas… Y ya sabes que muchas personas de gran santidad anuncian que el Anticristo ha de venir del pueblo de los circuncisos. Pero Gherardo hizo algo todavía peor. Fue recogiendo a los simples y diciéndoles: «Venid conmigo a la viña», y aquellos que no lo conocían entraban con él en la viña ajena, creyendo que era suya, y comían la uva de los otros.

—No habrán sido los franciscanos los que defendieron la propiedad ajena —dije con descaro.

Ubertino me lanzó una mirada severa:

—Los franciscanos piden la pobreza para sí mismos, pero nunca la han pedido para los otros. No puedes atentar impunemente contra la propiedad de los buenos cristianos; si lo haces, los buenos cristianos te señalarán como un bandido. Eso fue lo que le sucedió a Gherardo, de quien llegó a decirse (mira, no sé si es verdad, pero confío en la palabra de fray Salimbene, que conoció a aquella gente) que para poner a prueba su fuerza de voluntad y su continencia durmió con algunas mujeres sin tener relaciones sexuales. Pero, cuando sus discípulos trataron de imitarlo, los resultados fueron muy diferentes… ¡Oh, no son cosas que deba saber un muchacho! La hembra es vehículo del demonio… Gherardo siguió gritando «penitenciágite», pero uno de sus discípulos, un tal Guido Putagio, intentó apoderarse de la dirección del grupo, e iba con gran pompa y con muchas cabalgaduras y gastaba mucho dinero y organizaba grandes banquetes como los cardenales de la iglesia de Roma. Y en cierto momento ambos se enfrentaron por el control de la secta, y sucedieron cosas muy feas. Sin embargo, fueron muchos los que siguieron a Gherardo, no sólo campesinos, sino también gente de las ciudades, inscrita en los gremios, y Gherardo los hacía desnudar para que siguiesen desnudos a Cristo desnudo y los enviaba a predicar por el mundo, pero él se hizo hacer un traje sin mangas, blanco, de tela resistente, ¡y con esa ropa parecía más un bufón que un religioso! Vivían a la intemperie, pero a veces subían a los púlpitos de las iglesias interrumpiendo la asamblea del pueblo devoto y echando a los predicadores. Y en cierta ocasión pusieron a un niño en el trono episcopal de la iglesia de Sant’Orso, en Rávena. Y se decían herederos de la doctrina de Joaquín de Fiore.

—También los franciscanos lo dicen —repliqué—, también Gherardo da Borgo San Donnino ¡también vos lo decís!

—Cálmate, muchacho. Joaquín de Fiore fue un gran profeta y fue el primero en comprender que la llegada de Francisco marcaría la renovación de la iglesia. Pero los seudoapóstoles utilizaron su doctrina para justificar las propias locuras. Segalelli llevaba consigo a un apóstol femenino, una tal Tripia o Ripia, que decía tener el don de la profecía. Una mujer, ¿entiendes?

—Pero padre —intenté alegar— vos mismo, la otra noche, hablabais de la santidad de Chiara da Montefalco y de Angela da Foligno…

—¡Estas eran santas! ¡Vivían en la humildad reconociendo el poder de la iglesia, no se arrogaron jamás el don de la profecía! En cambio, los seudoapóstoles afirmaban que también las mujeres podían ir predicando de ciudad en ciudad, como sostuvieron también muchos otros herejes. Y ya no se hacía diferencia alguna entre célibes y casados, ni voto alguno fue tenido ya por perpetuo. En suma, para no aburrirte demasiado con historias tan tristes, cuyos matices no estás en condiciones de apreciar plenamente, te diré que por último el obispo Obizzo, de Parma, decidió encarcelar a Gherardo. Pero entonces sucedió algo extraño, que demuestra lo débil que es la naturaleza humana, y lo insidiosa que es la hierba de la herejía. Porque el obispo acabó liberando a Gherardo, y lo sentó a su mesa, junto a él, y reía de sus bromas, y lo tenía como bufón.

—Pero ¿por qué?

—Lo ignoro. O quizá sí, sepa por qué. El obispo era noble y no le gustaban los mercaderes y artesanos de la ciudad. Quizá no dejaba de agradarle que con sus predicas de pobreza Gherardo los atacase, y pasara de pedir limosna a robar. Pero al final intervino el papa, y el obispo tuvo que tomar una actitud de justa severidad. De modo que Gherardo acabó quemado como hereje impenitente. Eso sucedió a comienzos de este siglo.

—¿Y qué tiene que ver fray Dulcino con todo esto?

—Tiene que ver, y esto demuestra que la herejía sobrevive a la propia destrucción de los herejes. El tal Dulcino era el bastardo de un sacerdote que vivía en la diócesis de Novara, en esta parte de Italia, un poco más hacia el norte. Hay quien dice que nació en otra parte, en el valle de Ossola, o en la Romaña. Pero eso no importa. Era un joven de ingenio agudísimo, y se le dieron estudios, pero robó al sacerdote que se ocupaba de él y huyó hacia el este, a la ciudad de Trento. Allí empezó a predicar lo mismo que había predicado Gherardo, de manera aún más herética, pues afirmaba que era el único apóstol verdadero de Dios y que todo debía ser común en el amor y que era lícito ir con cualquier mujer, de modo que nadie podía ser acusado de concubinato, aunque yaciese con su mujer o su hija.

—¿De verdad predicaba eso, o fue acusado de predicarlo? Porque he oído decir que también a los espirituales se los acusó de crímenes, como sucedió con aquellos frailes de Montefalco…

—De hoc satis[93] —me interrumpió bruscamente Ubertino—. Aquellos habían dejado de ser frailes. Eran herejes. Justamente, contaminados por Dulcino. Y por otra parte, escucha: basta saber lo que Dulcino hizo después para reconocer su impiedad. Tampoco sé cómo llegó a conocer las doctrinas de los seudoapóstoles. Quizá pasó por Parma, cuando joven, y escuchó a Gherardo. Lo que se sabe es que en la región de Bolonia estuvo en contacto con aquellos herejes después de la muerte de Segalelli. Y se sabe con toda seguridad que empezó a predicar en Trento. Allí sedujo a una muchacha hermosísima y de familia noble, llamada Margherita, o ella lo sedujo a él, como Eloísa sedujo a Abelardo, ¡porque no olvides que a través de la mujer penetra el diablo en el corazón de los hombres! Entonces el obispo de Trento lo expulsó de su diócesis, pero Dulcino ya había reunido más de mil adeptos, e inició una larga marcha que volvió a llevarlo a la región donde había nacido. Por el camino se le unían otros ilusos, seducidos por su palabra, y quizá también se le unieron muchos herejes valdenses de estas tierras del norte. Cuando llegó a la región de Novara, Dulcino encontró un ambiente favorable a su rebelión, porque los vasallos que gobernaban la comarca de Gattinara en nombre del obispo de Vercelli habían sido expulsados por la población, que por tanto acogió a los bandidos de Dulcino como buenos aliados.

—¿Qué habían hecho los vasallos del obispo?

—Lo ignoro, y no me incumbe juzgarlo. Pero ya ves que la herejía suele ir unida a la rebelión contra los señores. Por eso, el hereje empieza predicando la pobreza y después acaba cediendo a todas las tentaciones del poder, la guerra y la violencia. En Vercelli había una lucha entre las diferentes familias de la ciudad, y los seudoapóstoles se aprovecharon de la situación, y las familias, a su vez, supieron sacar ventaja del desorden introducido por los seudoapóstoles. Los señores feudales reclutaban aventureros para saquear las ciudades, y los ciudadanos pedían la protección del obispo de Novara.

—¡Qué historia tan complicada! Pero ¿Dulcino con quién estaba?

—No sé, estaba de parte suya, se había inmiscuido en todas esas disputas y se aprovechaban de ellas para predicar la lucha contra la propiedad ajena en nombre de la pobreza. Él y los suyos, que ya eran unos treinta mil, acamparon sobre un monte llamado La Pared Pelada, no lejos de Novara, y allí construyeron fortificaciones y habitáculos, y Dulcino ejercía su poder sobre toda aquella muchedumbre de hombres y mujeres que vivían en la promiscuidad más vergonzosa. Desde allí enviaba a sus fieles cartas en las que exponía su doctrina herética. Decía y escribía que su ideal era la pobreza, y que no estaban ligados por ningún vínculo de obediencia externa, y que él, Dulcino, era el enviado de Dios para revelar las profecías e interpretar el sentido de las escrituras del antiguo y del nuevo testamento. Y a los miembros del clero secular, a los predicadores y a los franciscanos los llamaba ministros del diablo, y eximía a todos de obedecerles. Y hablaba de cuatro edades en la vida del pueblo de Dios: la primera, la del antiguo testamento, la de los patriarcas y los profetas, antes de la llegada de Cristo, en la que el matrimonio era bueno porque la gente debía multiplicarse. La segunda, la edad de Cristo y los apóstoles, que fue la época de la santidad y la castidad. Después vino la tercera, en que los pontífices debieron aceptar primero las riquezas terrenales para poder gobernar al pueblo. Pero cuando los hombres empezaron a alejarse del amor a Dios vino Benito, que habló en contra de toda posesión temporal. Cuando más tarde también los monjes de Benito se dedicaron a acumular riquezas, vinieron los frailes de San Francisco y de Santo Domingo, aún más severos que Benito en la predicación contra el dominio y la riqueza terrenales. Y ahora que la vida de tantos prelados volvía a contradecir todos aquellos preceptos justos, la tercera edad tocaba ya a su fin y había que convertirse a las enseñanzas de los apóstoles.

—Pero entonces Dulcino predicaba lo mismo que ya habían predicado los franciscanos, y entre ellos precisamente los espirituales, ¡y vos mismo, padre!

—¡Oh, sí! ¡Pero extraía una conclusión perversa! Decía que, para acabar con esta tercera edad de la corrupción, todos los clérigos, los monjes y los frailes debían morir de muerte muy cruel. Decía que todos los prelados de la iglesia, los clérigos, las monjas, los religiosos y religiosas, y todos los miembros de la orden de los predicadores y de los franciscanos, y los eremitas, y el propio papa Bonifacio, deberían ser exterminados por el emperador que él, Dulcino, eligiese, que habría de ser precisamente Federico de Sicilia.

—Pero, ¿acaso no fue Federico quien acogió en Sicilia a los espirituales expulsados de Umbría? ¿Acaso no son los franciscanos los que piden que el emperador, en este caso Ludovico, destruya el poder temporal del papa y los cardenales?

—Lo propio de la herejía, o de la locura, es transformar los pensamientos más rectos, y extraer de ellos unas consecuencias contrarias a las leyes de Dios y de los hombres: Los franciscanos nunca han pedido al emperador que mate a los otros sacerdotes.

Ahora sé que se engañaba, porque, cuando unos meses más tarde el bávaro impuso su propio orden en Roma, Marsilio y otros franciscanos hicieron a los religiosos fieles al papa precisamente lo que Dulcino había pedido que se les hiciera. Con esto no quiero decir que Dulcino estuviese en lo justo; en todo caso, diría que también Marsilio estaba equivocado. Pero empezaba a preguntarme, sobre todo después de la conversación de aquella tarde con Guillermo, cómo los simples que seguían a Dulcino hubiesen podido distinguir entre las promesas de los espirituales y la aplicación que de ellas hacía Dulcino. ¿Acaso su culpa no consistía en que llevaba a la práctica lo que unos hombres con fama de ortodoxos habían predicado en un plano puramente místico? ¿O acaso radicaba ahí la diferencia, y la santidad consistía en esperar que Dios nos otorgase lo que sus santos nos habían prometido, sin tratar de obtenerlo por vías terrenales? Ahora sé que es así y sé por qué Dulcino se equivocaba: no hay que transformar el orden de las cosas, aunque haya que esperar con fervor su transformación. Pero aquella noche me debatía entre ideas contradictorias.

—Por último —estaba diciéndome Ubertino—, la herejía siempre se reconoce porque va acompañada de soberbia. En una segunda carta, del año 1303, Dulcino se designaba jefe supremo de la congregación apostólica, y nombraba lugartenientes suyos a la pérfida Margherita (una mujer), a Longino da Bergamo, a Federico da Novara, a Alberto Carentino y a Valderico da Brescia. Y después empezaba a desvariar acerca de una sucesión de papas venideros: dos buenos —el primero y el último— y dos malos —el segundo y el tercero—. El primero es Celestino; el segundo, Bonifacio VIII, de quien los profetas dicen: «La soberbia de tu corazón te ha envilecido, ¡oh, tú, que vives en las grietas de las rocas!» Al tercer papa no lo nombra, pero de él habría dicho Jeremías: «como león en la selva». Y, oh, infamia, según Dulcino el león era Federico de Sicilia. Todavía no sabía quién habría de ser el cuarto papa, el papa santo, el papa angélico del que hablaba el abad Joaquín. Este papa sería elegido por Dios, y entonces Dulcino y todos los suyos (que en aquel momento ya eran cuatro mil) recibirían juntos la gracia del Espíritu Santo, y la iglesia resultaría renovada, para no volver a corromperse, hasta el fin del mundo. Pero en los tres años anteriores a su advenimiento debería consumarse todo el mal. Y eso fue lo que trató de hacer Dulcino, llevando la guerra a todas partes. Y el cuarto papa, y en esto se ve cómo se burla el demonio de sus súcubos, fue precisamente Clemente V, que convocó la cruzada contra Dulcino. E hizo bien, porque en aquellas cartas Dulcino ya sostenía doctrinas inconciliables con la ortodoxia. Dijo que la iglesia romana era una meretriz, que no era obligatorio obedecer a los sacerdotes, que todos los poderes espirituales pertenecían a la secta de los apóstoles, que sólo éstos formaban la nueva iglesia, que ellos podían anular el matrimonio, que para salvarse era necesario pertenecer a la secta, que ningún papa podía absolver del pecado, que no debían pagarse los diezmos, que había más perfección en la vida sin votos que en la vida con votos, que, para rezar, una iglesia consagrada no valía más que un establo, y que podía adorarse a Cristo tanto en los bosques como en las iglesias.

—¿Es cierto que dijo todo eso?

—Sí, seguro, pues lo escribió. Y desgraciadamente hizo cosas todavía peores. Una vez instalado en la Pared Pelada, empezó a saquear las aldeas de abajo, a hacer incursiones para aprovisionarse… En suma, desencadenó una verdadera guerra contra las comarcas vecinas.

—¿Todas estaban en su contra?

—No se sabe. Quizás algunas lo apoyaban, ya te he dicho que había sabido insertarse en la inextrincable maraña de discordias que agitaba la región. A todo esto, llegó el invierno, el invierno de 1305, uno de los más rigurosos de aquellas décadas, y la miseria se instaló en las comarcas circundantes. Dulcino envió una tercera carta a sus seguidores, y otros muchos se unieron a su gente. Pero allí arriba la vida se había vuelto imposible y el hambre llegó a ser tal que comieron la carne de los caballos y otros animales, y heno cocido. Y muchos murieron.

—Pero, ¿contra quién peleaban en aquel momento?

—El obispo de Vercelli había apelado a Clemente V y éste había convocado una cruzada contra los herejes. Se decretó la indulgencia plenaria para todos aquellos que participaran en la misma, y se pidió ayuda a Ludovico de Saboya, a los inquisidores de Lombardía y al arzobispo de Milán. Fueron muchos los que cogieron la cruz para auxiliar a las gentes de Vercelli y de Novara, desplazándose incluso desde Saboya, desde Provenza y desde Francia, y todos se pusieron bajo las órdenes del obispo de Vercelli. Los choques entre las vanguardias de ambos ejércitos se sucedían con mucha frecuencia, pero las fortificaciones de Dulcino eran inexpugnables, y los impíos se las arreglaban para recibir refuerzos.

—¿De quiénes?

—De otros impíos, creo, satisfechos por todo aquel desorden. Sin embargo, hacia finales de dicho año de 1305 el heresiarca se vio obligado a retirarse de la Pared Pelada, dejando a los heridos y a los enfermos, y se dirigió hacia el territorio de Trivero, en uno de cuyos montes se hizo fuerte. El monte se llamaba Zubello, pero desde entonces se lo llamó Rubello o Rebello, porque en él se habían hecho fuertes los rebeldes contra la iglesia. No puedo contarte todo lo que sucedió allí, pero, en suma, los estragos fueron tremendos. Sin embargo, los rebeldes tuvieron que rendirse, Dulcino y los suyos fueron capturados, y con toda justicia acabaron en la hoguera.

—¿También la bella Margherita?

Ubertino me miró:

—¿No te has olvidado de eso, verdad? Sí, dicen que era bella, y muchos señores del lugar trataron de casarse con ella para salvarla de la hoguera. Pero no quiso. Murió impenitente junto a su impenitente amante. Y esto ha de servirte de lección: guárdate de la meretriz de Babilonia, aunque se encarne en la más exquisita de las criaturas.

—Ahora explicadme, padre. Me he enterado de que el cillerero del convento, y quizá también Salvatore, se encontraron con Dulcino, y que de alguna manera estuvieron con él…

—Calla, no pronuncies juicios temerarios. Conocí al cillerero en un convento franciscano. Aunque es verdad que después de los acontecimientos relacionados con Dulcino. En aquellos años, antes de que decidiesen refugiarse en la orden de San Benito, muchos espirituales corrieron graves riesgos, y debieron abandonar sus conventos. Ignoro dónde estuvo Remigio antes de nuestro encuentro, pero sé que siempre ha sido un buen fraile, al menos desde el punto de vista de la ortodoxia. En cuanto al resto, ¡ay!, la carne es débil…

—¿Qué queréis decir?

—No son cosas que debas saber. Pero, en fin, puesto que ya hemos tocado el tema, y puesto que debes estar en condiciones de distinguir entre el bien y el mal… —tuvo aún un momento de vacilación—, te diré que me han llegado rumores, aquí, en la abadía, de que el cillerero es incapaz de resistir ciertas tentaciones… Pero son rumores. Debes aprender a ni siquiera pensar en esas cosas —me atrajo de nuevo hacia sí, y, abrazándome con fuerza, me señaló la estatua de la Virgen—: Debes iniciarte en el amor inmaculado. En esta mujer que aquí ves la feminidad se ha sublimado. Por eso puedes decir que ella sí es bella, como la amada del Cantar de los Cantares. En ella —dijo con el rostro extasiado en un rapto de goce interior, como el Abad el día antes, al hablar de las gemas y el oro de sus utensilios—, en ella hasta la gracia del cuerpo se convierte en signo de las bellezas celestiales, por eso el escultor la ha representado con todas las gracias que deben adornar a una mujer —me señaló el busto elegante de la Virgen, que mantenía erguido y firme un corpiño ajustado en el centro por unos cordoncillos con los que jugueteaban las manitas del Niño Jesús—. ¿Ves? Pulchra enim sunt ubera quae paululum supereminent et tument modice, nec fluitantia licenter, sed leniter restricta, repressa sed non depressa…[94] ¿Qué te inspira la visión de esa dulcísima imagen?

Me ruboricé violentamente, como agitado por un fuego interior. Ubertino debió de advertirlo, o quizá percibió el ardor de mis mejillas, porque en seguida añadió:

—Pero debes aprender a distinguir entre el fuego del amor sobrenatural y el deliquio de los sentidos. Hasta a los santos les cuesta distinguirlos.

—Pero ¿cómo se reconoce el amor bueno? —pregunté tembloroso.

—¿Qué es el amor? Nada hay en el mundo, ni hombre ni diablo ni cosa alguna, que sea para mí tan sospechosa como el amor, pues éste penetra en el alma más que cualquier otra cosa. Nada hay que ocupe y ate más el corazón que el amor. Por eso, cuando no dispone de armas para gobernarse, el alma se hunde, por el amor, en la más honda de las ruinas. Y creo que, sin la seducción de Margherita, Dulcino no se habría condenado, y que, sin la vida perversa y promiscua de la Pared Pelada, muchos no se habrían sentido atraídos por su rebelión. Y fíjate que no te digo estas cosas sólo del amor malo, del que, naturalmente, todos han de huir como de algo diabólico, sino también, y lleno de miedo, del amor bueno que se da entre Dios y el hombre, y entre éste y su prójimo. Porque a menudo sucede que dos o tres, hombres o mujeres, se amen bastante cordialmente, y sientan especial afecto unos por otros, y deseen vivir siempre juntos, y cada uno está‚ siempre dispuesto a hacer lo que el otro desee. Y te confieso que un sentimiento como éste fue el que abrigué por mujeres virtuosas como Angela y Chiara. Pues bien, también ese amor es bastante reprobable, aunque tenga un sentido espiritual y está inspirado en Dios… Porque, si el alma, indefensa, se entrega al fuego del amor, a pesar de no ser éste carnal, también acaba cayendo, o bien agitándose en el desorden. Oh, el amor tiene efectos muy diversos; primero ablanda al alma, luego la enferma… Pero más tarde ésta siente el fuego verdadero del amor divino, y grita, y se lamenta, y es como piedra que en el horno se calcina, y se deshace y crepita lamida por las llamas…

—¿Y es bueno ese amor?

Ubertino me acarició la cabeza, y al mirarlo vi que sus ojos estaban llenos de lágrimas:

—Sí, este sí que es amor bueno. —Retiró la mano de mis hombros—. ¡Pero qué difícil, qué difícil es distinguirlo del otro! Y a veces, cuando tu alma es tentada por los demonios, te sientes como el hombre colgado del cuello: con las manos atadas a la espalda y los ojos vendados, suspendido de la horca, pero aún vivo, sin nadie que lo ayude ni lo conforte ni lo cure, girando en el vacío…

Su rostro ya no sólo estaba bañado de lágrimas sino también cubierto por un velo de sudor.

—Ahora vete —me dijo impaciente—, te he dicho lo que querías saber. Aquí el coro de los ángeles, allá la boca del infierno. Vete, y alabado sea el Señor.

Se prosternó de nuevo ante la Virgen y oí un sollozo quedo. Estaba rezando.

No salí de la iglesia. La conversación con Ubertino había despertado en mi alma, y en mis vísceras, un extraño ardor, un desasosiego indescriptible. Quizá fue eso lo que me impulsó a desobedecer. Y decidí regresar solo a la biblioteca. Ni siquiera yo sabía qué buscaba. Quería explorar solo un sitio desconocido, me fascinaba la idea de poder orientarme en él sin la ayuda de mi maestro. Subí a la biblioteca como Dulcino había subido al monte Rubello.

Llevaba conmigo la lámpara (¿por qué la había traído?, ¿acaso porque ya alimentaba secretamente aquel proyecto?), y atravesé el osario casi con los ojos cerrados. No tardé en llegar al scriptorium.

Creo que era una noche marcada por la fatalidad, porque, mientras curioseaba entre las mesas, vi que en una había abierto un manuscrito que algún monje estaba copiando en aquellos días. El título atrajo en seguida mi atención: Historia fratris Dulcini Heresiarche. Creo que era la mesa de Pietro da Sant Albano, quien según había oído decir estaba escribiendo una monumental historia de la herejía (desde luego, el proyecto quedó interrumpido a raíz de los sucesos de la abadía… pero no anticipemos los acontecimientos). No era raro, pues, que estuviese allí aquel texto, y también había otros sobre temas parecidos, sobre los patarinos y los flagelantes. Sin embargo, su presencia me pareció un signo sobrenatural, no sé si celeste o diabólico. De modo que me incliné sobre él comido por la curiosidad. No era muy largo. En la primera parte narraba, con muchos más detalles que ya no recuerdo, los mismos hechos que me había descrito Ubertino. También mencionaba los múltiples crímenes cometidos por los dulcinianos durante la guerra y el asedio. Y había una descripción de la batalla final, que fue muy cruenta. Pero también me enteré de cosas que Ubertino no me había contado, y a través de alguien que evidentemente había sido testigo de los hechos, y cuya imaginación aún seguía impresionada por los mismos.

Así fue como supe que en marzo de 1307, el sábado santo, Dulcino, Margherita y Longino, por fin apresados, fueron conducidos a la ciudad de Biella y entregados al obispo, quien esperó la decisión papal. Cuando el papa tuvo noticia de los hechos escribió lo siguiente al rey de Francia, Felipe: «Han llegado hasta nosotros noticias muy gratas, que nos llenan de gozo y de júbilo, porque después de muchos peligros, fatigas, estragos y de repetidas incursiones, ese demonio testaferro, hijo de Belcebú y horrendísimo heresiarca, Dulcino, se encuentra finalmente preso, junto con sus secuaces, en nuestras cárceles, por obra de nuestro venerable hermano Raniero, obispo de Vercelli, habiendo sido capturado el día de la santa cena del Señor. Y matada ese mismo día la numerosa gente que con él estaba». El papa no tuvo piedad con los prisioneros, y ordenó al obispo que los condenara a muerte. De modo que en julio de aquel mismo año, el día uno del mes, los herejes fueron entregados al brazo secular. Mientras las campanas de la ciudad tocaban a rebato, los pusieron en un carro rodeados por sus verdugos; detrás iban los soldados, y así recorrieron toda la ciudad, deteniéndose en cada esquina para lacerar las carnes de los reos con tenazas candentes. Primero quemaron a Margherita, ante la vista de Dulcino, a quien no se le movió ni un músculo de la cara, como tampoco había emitido lamento alguno cuando las tenazas se hincaron en su carne. Después el carro siguió su marcha, mientras los verdugos metían sus instrumentos en unos recipientes donde ardía abundante fuego. Otras torturas padeció Dulcino, pero siguió mudo, salvo cuando le cortaron la nariz, porque entonces encogió levemente los hombros, y cuando le arrancaron el miembro viril, pues en ese momento lanzó un largo suspiro, como un quejido resignado. Sus últimas palabras sonaron a impenitencia, y avisó que al tercer día resucitaría. Después lo quemaron y sus cenizas se dispersaron al viento.

Cerré el manuscrito con manos temblorosas. Como me habían dicho, Dulcino era culpable de muchos crímenes, pero había muerto horrendamente en la hoguera. Y una vez allí su comportamiento… ¿había sido firme como el de los mártires, o perverso como el de los condenados? Mientras subía tambaleándome por la escalera, comprendí por qué estaba tan perturbado. De pronto recordé una escena que había visto no muchos meses antes, a poco de llegar a Toscana. Me pregunté incluso cómo había podido olvidarla hasta aquel momento, como si mi alma enferma hubiese querido borrar un recuerdo que la oprimía cual una pesadilla. En realidad, no la había olvidado, porque cada vez que oía hablar de los fraticelli volvía a ver aquellas imágenes, pero para expulsarlas en seguida hacia lo más recóndito de mi espíritu, como si el haber sido testigo de aquel horror fuese ya un pecado.

Donde primero oí hablar de los fraticelli fue en Florencia. Vi quemar a uno en la hoguera. Fue poco antes de ir a Pisa para encontrarme con fray Guillermo. Como se demoraba en llegar a esa ciudad, mi padre me había autorizado a visitar Florencia, que habíamos oído elogiar por sus bellísimas iglesias. Después de recorrer un poco la Toscana, para aprender mejor la lengua vulgar italiana, había pasado una semana en Florencia, porque tanto había oído hablar de ella que deseaba conocerla.

Apenas llegué tuve noticias de que un importante proceso estaba causando conmoción en la ciudad. En aquellos días un hereje de los fraticelli, acusado de crímenes contra la religión, había sido llevado ante el obispo y otros eclesiásticos y estaba siendo sometido a un severo interrogatorio. Decidí, pues, seguir a mis informantes hasta el lugar de los acontecimientos. Por el camino oí decir que el hereje, llamado Michele, era en realidad un hombre muy piadoso, que había predicado la penitencia y la pobreza, repitiendo las palabras de San Francisco, y que había sido arrastrado ante los jueces por la malicia de ciertas mujeres, que, fingiendo confesarse con él, le habían atribuido después proposiciones heréticas, e, incluso, que los hombres del obispo lo habían cogido en casa de aquellas mujeres, lo que mucho me sorprendió, porque un hombre de iglesia no debería administrar los sacramentos en sitios tan poco adecuados, pero esa parecía ser la debilidad de los fraticelli, la de no saber respetar las conveniencias, y quizá había algo de cierto en el rumor según el cual, además de ser herejes, eran personas de costumbres dudosas (así como se decía siempre que los cátaros eran búlgaros y sodomitas).

Llegué hasta la iglesia de San Salvatore, donde se desarrollaba el proceso, pero no pude entrar debido a la gran muchedumbre congregada a sus puertas. Había algunos encaramados a las ventanas, y desde allí, cogidos de las rejas, contaban a los demás lo que oían y veían. En aquel momento estaban leyéndole a fray Michele la confesión que había hecho el día anterior, donde afirmaba que Cristo y sus apóstoles nunca tuvieron nada en propiedad, ni en privado ni en común, pero Michele protestaba diciendo que el notario había añadido «muchas consecuencias falsas» gritaba (eso lo oí desde fuera): «¡Deberéis responder por esto el día del juicio!» Pero los inquisidores leyeron la confesión tal como la habían redactado y al final le preguntaron si quería adherirse humildemente a las opiniones de la iglesia y de todo el pueblo de la ciudad. Y oí gritar en alta voz a Michele que quería adherirse a lo que él creía, o sea que «quería tener por pobre a Cristo crucificado, y por hereje al papa Juan XXII, puesto que afirmaba lo contrario». Se produjo entonces una gran discusión, en la que los inquisidores, muchos de los cuales eran franciscanos, querían hacerle entender que las Escrituras no decían lo que él decía, mientras él, a su vez, los acusaba de negar la regla de su propia orden, y ellos contraatacaban preguntándole si acaso pretendía enseñarles a interpretar las Escrituras a ellos, que eran maestros en la materia. Y fray Michele, en verdad muy terco, no cedía, hasta que los otros empezaron a provocarlo con frases como «y entonces queremos que consideres a Cristo propietario y al papa Juan católico y santo». Y Michele, insumiso, replicaba: «No, es hereje.» Y los otros decían que jamás habían visto alguien tan firme en su iniquidad. Pero entre la muchedumbre agolpada fuera del edificio muchos decían que era como Cristo en medio de los fariseos, y comprendí que entre el pueblo había muchos que creían en la santidad de fray Michele.

Por último, los hombres del obispo se lo llevaron de nuevo a la cárcel con los pies en el cepo. Por la tarde me enteré de que muchos frailes amigos del obispo habían ido a insultarlo y a pedirle que se retractara, pero que él respondía como alguien que estuviese seguro de su verdad. Y repetía a todo el mundo que Cristo era pobre y que San Francisco y Santo Domingo también lo habían dicho, y que si profesar esa opinión justa le valía el ser condenado al suplicio, tanto mejor, porque dentro de poco tiempo podría ver lo que dicen las Escrituras, y a los veinticuatro ancianos venerables del Apocalipsis, y Jesucristo, y San Francisco, y los mártires gloriosos. Y me contaron que dijo: «Si con tanto fervor leemos la doctrina de ciertos santos abades, con cuanto mayor fervor y goce hemos de desear encontrarnos entre ellos.» Y al oír ese tipo de cosas los inquisidores salían de la cárcel con expresión sombría, exclamando indignados (y eso pude escucharlo): «¡Es la piel del diablo!»

Al día siguiente nos enteramos de que la condena ya había sido dictada. Fui al obispado donde pude ver el pergamino y copié parte del texto en mi tablilla.

Empezaba así: «In nomine Domini amen. Hec est quedam condemnatio corporalis et sententia condemnationis corporalis lata, data et in hiis scriptis sententialiter pronumptiata et promulgata…»,[95] etcétera, y proseguía con una severa descripción de los pecados y culpas del mencionado Michele, que transcribo en parte para que el lector juzgue con prudencia:

Johannem vocatum fratrem Micchaelem Iacobi, de comitatu Sancti Frediani, hominem male condictionis, et pessime conversationis, vite et fame, hereticum et heretica labe pollutum et contra fidem catholicam credentem et affirmantem… Deum pre oculis non habendo sed potius humani generis inimicum, scienter, studiose, appensate, nequiter et animo et intentione, exercendi hereticam pravitatem stetit et conversatus fuit cum Fraticellis, vocatis Fraticellis della povera vita hereticis et scismaticis et eorum pravam sectam et heresim secutus fuit et sequitur contra fidem cactolicam… et accessit ad dictam civitatem Florentie et in locis publicis dicte civitatis in dicta inquisitione contentis, credidit, tenuit et pertinaciter affirmavit ore et corde… quod Christus redentor noster non habuit rem aliquam in proprio vel comuni sed habuit a quibuscumque rebus quas sacra scriptura eum habuisse testatur, tantum simplicem tacti usum.[96]

Pero no eran éstos los únicos crímenes que se le imputaban. Y entre los restantes había uno que me pareció feísimo, aunque no estoy seguro (tal como se desarrolló el proceso) de que en verdad llegara a afirmar tanto, pero, en suma, ¡se decía que aquel franciscano había sostenido que Santo Tomás de Aquino no era santo ni gozaba de la salvación eterna, sino que estaba condenado y hundido en la perdición! Y la sentencia concluía confirmando la pena, pues el acusado en ningún momento había querido retractarse:

Costat nobis etiam ex predictis et ex dicta sententia lata per dictum dominum episcopum florentinum, dictum Johannem fore hereticum, nolle se tantis herroribus et heresi corrigere et emendare, et se ad rectam viam fidei dirigere, habentes dictum Johannem pro irreducibili, pertinace et hostinato in dictis suis perversis herroribus, ne ipse Johannes de dictis suis sceleribus et herroribus perversis valeat gloriari, et ut eius pena aliis transeat in exemplum; idcirco, dictum Johannem vocatum fratrem Micchaelem hereticum et scismaticum quod ducatur ad locum iustitie consuetum, et ibidem igne et flammis igneis accensis concremetur et comburatur, ita quod penitus moriatur et anima a corpore separetur.[97]

Y aún después de haberse hecho pública la sentencia, acudieron a la cárcel unos eclesiásticos para advertir a Michele de lo que sucedería, e incluso les oí decir: «Fray Michele, ya está lista la mitra y los manteletes, y en ellos han pintado unos fraticelli junto con unos diablos.» Querían asustarlo para conseguir que por fin se retractara. Pero fray Michele se hincó de rodillas y dijo: «Pienso que junto a la hoguera estará nuestro padre Francisco y, más aún, creo que estarán Jesús y los apóstoles y los gloriosos mártires Antonio y Bartolomé.» Lo cual era una manera de rechazar por última vez las ofertas de los inquisidores.

A la mañana siguiente también yo acudí al puente del obispado, donde se habían reunido los inquisidores, ante cuya presencia fue traído, siempre con el cepo puesto, fray Michele. Uno de sus fieles se arrodilló ante él para recibir la bendición, y los soldados lo prendieron y se lo llevaron en seguida a la cárcel. Después, los inquisidores volvieron a leerle la sentencia al condenado y volvieron a preguntarle si quería arrepentirse. Cada vez que la sentencia decía que era un hereje, Michele respondía «hereje no soy, pecador sí, pero católico», y, cuando el texto decía «el venerabilísimo y santísimo papa Juan XXII» Michele respondía «no, hereje». Entonces el obispo ordenó a Michele que se arrodillase ante él, y Michele dijo que no se arrodillaba ante herejes. Y cuando lo hicieron arrodillar por la fuerza, murmuró: «Dios no me culpará por esto». Y como lo habían conducido hasta allí ataviado con todos los paramentos sacerdotales, empezó una ceremonia en cuyo transcurso le fueron quitando uno por uno dichos paramentos, hasta quedar sólo con esa especie de falda larga que en Florencia llaman cioppa. Y, como es costumbre cuando se priva a un cura de la dignidad sacerdotal, con un hierro afilado le cortaron las yemas de los dedos y le afeitaron la cabeza. Después fue entregado al capitán y sus hombres, quienes lo trataron con mucha rudeza y volvieron a ponerle el cepo para llevarlo de nuevo a la cárcel, mientras él iba diciendo a la multitud: «per Dominum moriemur».[98] Según me informaron, hasta el día siguiente no sería quemado. Y en el transcurso de aquel día fueron otra vez a preguntarle si quería confesarse y comulgar. Pero se negó a cometer pecado aceptando los sacramentos de quien estaba en pecado. Y creo que no obró bien, porque con ello mostró que estaba corrupto por la herejía de los patarinos.

Llegó por fin la mañana del suplicio, y fue a buscarlo un confaloniero que me parecía persona amiga, porque le preguntó qué clase de hombre era y por qué se empecinaba cuando era suficiente con que afirmase lo que todo el pueblo afirmaba y aceptase la opinión de la santa madre iglesia. Pero Michele se mantuvo más firme que nunca y dijo: «Creo en Cristo pobre crucificado». Y el confaloniero se marchó haciendo un ademán de impotencia. Entonces llegaron el capitán y sus hombres, quienes cogieron a Michele y lo llevaron al patio, donde estaba el vicario del obispo, que volvió a leerle la confesión y la sentencia. Michele volvió a hablar para rechazar unas opiniones falsas que se le atribuían, y en verdad eran cosas tan sutiles que no las recuerdo, y en aquel momento tampoco pude comprenderlas del todo. Pero eran fundamentales, pues de ellas dependía, sin duda, la vida de Michele, y en general la suerte reservada a los fraticelli. Lo cierto era que yo no alcanzaba a comprender por qué los hombres de la iglesia y del brazo secular se ensañaban así contra unas personas que querían vivir en la pobreza y que consideraban que Cristo no había poseído bienes terrenales. Porque, decía para mí, en todo caso deberían temer a los hombres que quieren vivir en la riqueza y apoderarse del dinero de los otros, y sumir a la iglesia en el pecado e introducir en ella prácticas simoníacas. Y así se lo dije a uno que estaba junto a mí, porque no podía quedarme callado. Y este se sonrió y me dijo que, cuando un fraile practica la pobreza, se convierte en un mal ejemplo para el pueblo, que acaba por rechazar a los frailes que no la practican. Y añadió que aquella prédica de la pobreza metía ideas malas en la cabeza de la gente, que llegaría a enorgullecerse de su pobreza, y el orgullo puede conducir a muchos actos orgullosos. Y acabó diciendo que yo debería saber que predicar a favor de la pobreza de los frailes entrañaba tomar partido por el emperador y que esto no complacía demasiado al papa; si bien me aclaró que no veía muy bien cómo se llegaba a esa conclusión. Los argumentos me parecieron válidos, aunque los hubiese expuesto una persona de poca cultura. Sólo que entonces ya no comprendía por qué fray Michele quería morir de un modo tan horrendo con la finalidad de complacer al emperador, o tal vez para dirimir una disputa entre contrapuestas órdenes religiosas. En efecto, alguien entre los presentes estaba diciendo:

—No es un santo. Lo ha enviado Ludovico para sembrar la discordia entre los ciudadanos. Los fraticelli son toscanos pero detrás de ellos están los enviados del imperio.

Otros, en cambio: «Pero si es un loco, un endemoniado, que está hinchado de orgullo y goza con el martirio por maldita soberbia. Estos frailes leen demasiadas vidas de santos, ¡mejor sería que se casaran!» Y otros aun: «No, todos los cristianos deberían ser así y estar dispuestos a dar testimonio de su fe como en la época de los paganos.» Y mientras escuchaba aquellas voces, sin saber ya qué pensar, de pronto volví a ver la cara del condenado, pues los que se agolpaban delante me lo quitaban a menudo de la vista. Y vi el rostro del que mira algo que no es de esta tierra, como a veces lo he visto en las estatuas de los santos arrebatados en visiones místicas. Y comprendí que, ya fuera un loco o un vidente, estaba decidido a morir porque creía que con ello derrotaría a su enemigo, cualquiera que éste fuese. Y comprendí que su ejemplo traería la muerte de otros muchos. Y lo único que me asombró fue su enorme firmeza, porque aún hoy no sé si lo que en esos hombres prevalece es un amor orgulloso de la verdad en que creen, que los lleva a morir, o bien un orgulloso deseo de muerte, que los lleva a dar testimonio de su verdad, cualquiera que ésta sea. Y esto me pasma de admiración y temor.

Pero volvamos al suplicio, pues ya todos se estaban dirigiendo hacia el lugar de la ejecución.

El capitán y sus hombres lo sacaron por la puerta, vestido con su faldilla, en parte desabotonada, y caminaba con pasos largos y mirando al suelo, mientras recitaba su plegaria, y parecía un mártir. Había una multitud increíble de gente y muchos gritaban: «¡No mueras!» Y él les respondía: «Quiero morir por Cristo.» «Pero tú no mueres por Cristo» le decían, y él replicaba: «Muero por la verdad.» Al llegar a un sitio llamado la esquina del Procónsul, alguien le gritó que rogara a Dios por todos ellos, y él bendijo a la muchedumbre. Y en los Fondamenti de Santa Liperata uno le dijo: «¡Qué necio eres, cree en el papa!», y él respondió: «Ese papa ya es como un dios para vosotros» y añadió: «Questi vostri paperi v’hanno ben conci»[99] (que, como me explicaron, era un juego de palabras, o agudeza, en dialecto toscano, donde los papas aparecían como animales). Y todos se asombraron de que fuese a la muerte haciendo bromas.

En San Giovanni le gritaron: «¡Salva la vida!», y él respondió: «¡Salvaos de los pecados!» En el Mercado Viejo le gritaron: «¡Sálvate, sálvate!», y él respondió: «¡Salvaos del infierno!» En el Mercado Nuevo le gritaron: «¡Arrepiéntete, arrepiéntete!», y él respondió: «¡Arrepentíos de la usura!» Y, al llegar a la Santa Croce, vio a los frailes de su orden en la escalinata y les reprochó que no siguieran la regla de San Francisco. Y algunos se encogieron de hombros, pero otros sintieron vergüenza y se cubrieron el rostro con la capucha.

Y cuando iba hacia la puerta de la Justicia muchos le dijeron: «¡Abjura, abjura, no quieras la muerte!», y él: «Cristo murió por nosotros.» Y ellos: «Pero tú no eres Cristo, ¡no debes morir por nosotros!», y él «Pero quiero morir por él». En el prado de la Justicia uno le dijo si no podía hacer como cierto fraile superior de su orden, que había abjurado, pero Michele respondió que aquel fraile no había abjurado, y vi que entre la muchedumbre muchos asentían y alentaban a Michele para que se mantuviera firme. Entonces yo y muchos otros comprendimos que eran partidarios suyos. Y nos apartamos.

Salimos, por último, y frente a la puerta vimos la pira, o chozo, como lo llaman allí, porque los leños forman una especie de cabañita. Y alrededor montaron guardia unos caballeros armados, para impedir que la gente se acercase demasiado. Y entonces cogieron a fray Michele y lo ataron al poste. Y todavía pude oír que alguien le gritaba: «Pero, ¿qué es esto? ¿Por quién quieres morir?», y él respondió: «Es una verdad que hay dentro de mí, y de la que sólo puedo dar testimonio con mi muerte.» Encendieron el fuego. Y fray Michele, que ya había entonado el Credo, entonó a continuación el Te Deum. Quizá llegó a cantar ocho versículos. Después se inclinó como para estornudar y cayó al suelo, porque se habían quemado las ligaduras. Y ya estaba muerto, porque antes de que todo el cuerpo se queme el hombre muere por el gran calor que hace estallar el corazón y el humo que invade el pecho.

Después ardió toda la choza, como una antorcha, y el resplandor fue muy grande, y de no ser por el pobre cuerpo carbonizado de Michele, que aún podía verse entre los leños incandescentes, habría dicho que estaba contemplando la zarza ardiente. Y tan cerca estuve de tener una visión que (recordé mientras subía a la biblioteca) espontáneamente brotaron de mis labios unas palabras sobre el rapto extático que había leído en los libros de Santa Hildegarda: «La llama consiste en una claridad esplendente, un vigor ingénito y un ardor ígneo, mas la claridad esplendente la tiene para relucir, y el ardor ígneo para quemar.»

Recordé algunas frases de Ubertino sobre el amor. La imagen de Michele en la hoguera se confundió con la de Dulcino, y la de Dulcino con la de la bella Margherita. Volví a sentir el desasosiego que había experimentado en la iglesia.

Traté de pasarlo por alto y avancé con decisión hacia el laberinto.

Era la primera vez que entraba solo. Las largas sombras que la lámpara proyectaba sobre el suelo me aterraban tanto como las visiones de las otras noches. A cada momento temía encontrarme con un nuevo espejo, porque es tal la magia de los espejos que no dejan de inquietarte aunque sepas que se trata de espejos.

Por lo demás, no intentaba orientarme, ni evitar la habitación de los perfumes que producen visiones. Caminaba como afiebrado, sin saber adónde quería ir. En realidad, no me alejé demasiado del punto de partida, porque poco después volví a aparecer en la sala heptagonal por la que había entrado. En una mesa había algunos libros que me pareció no haber visto la noche anterior. Supuse que eran obras que Malaquías había retirado del scriptorium y que aún no había devuelto a sus lugares. No sabía a qué distancia me encontraba de la sala de los perfumes, porque estaba un poco atontado, y quizá fuera por algún efluvio que llegaba hasta allí, a no ser que se debiese a lo que había estado recordando momentos antes. Abrí un volumen exquisitamente ilustrado cuyo estilo me indujo a pensar que procedía de los monasterios de la última Tule.

En la página donde empezaba el santo evangelio del apóstol Marcos, me impresionó la imagen de un león. Sin duda, era un león, aunque nunca había visto yo uno de carne y hueso. El miniaturista había reproducido con fidelidad sus rasgos, quizá inspirándose en la visión de los leones de Hibernia, tierra de criaturas monstruosas, y me persuadí de que ese animal, como dice, por lo demás, el Fisiólogo, reúne en sí todos los caracteres de las cosas más horrendas y al mismo tiempo más majestuosas. Así, aquella imagen evocaba simultáneamente en mí la imagen del enemigo y la de Nuestro Señor Jesucristo; no sabía qué clave simbólica debía usar para interpretarla, y temblaba de pies a cabeza, no sólo por temor, sino también por el viento que penetraba a través de las rendijas de las paredes.

El león que vi tenía una boca llena de dientes, y una cabeza primorosamente cubierta de escamas, como la de las serpientes, el cuerpo, enorme, estaba plantado sobre cuatro patas robustas cuyas zarpas exhibían unas uñas agudas y feroces. La imagen pintada en el pergamino hacía pensar en una de aquellas alfombras orientales que más tarde pude contemplar, donde, sobre un fondo de escamas rojo y verde esmeralda se dibujaban, amarillos como la peste, unos robustos y horrendos arquitrabes hechos con huesos. Amarilla era también la cola, que se retorcía por encima del lomo hasta la cabeza, para acabar en una última voluta rematada con mechones blancos y negros.

Ya grande era la impresión que me había producido el león (más de una vez me había vuelto para mirar hacia atrás, como si temiese la aparición repentina de un animal como aquél), cuando decidí mirar otros folios y, al comienzo del evangelio de Mateo, mis ojos tropezaron con la imagen de un hombre. No sé por qué me asusté más que al ver el león: el rostro era humano, pero el cuerpo estaba metido en una especie de casulla rígida que llegaba hasta los pies, y aquella casulla o coraza tenía incrustadas piedras duras de color rojo y amarillo. Me pareció que esa cabeza, que asomaba enigmática por encima de un castillo de rubíes y topacios, era (¡hasta qué punto el terror me hacía blasfemar!) la del misterioso asesino cuyas huellas intangibles estábamos siguiendo. Más tarde comprendí por qué establecía una relación tan estrecha entre la fiera y el hombre acorazado, de una parte, y el laberinto, de la otra: porque los dos, al igual que todas las figuras de aquel libro, emergían de una trama que era un entrelazamiento de laberintos, donde las líneas de ónix y esmeralda, los hilos de crisopacio, las cintas de berilo parecían aludir en su conjunto a la maraña de salas y pasillos que me rodeaba en aquel momento. Mis ojos se perdían, en la página, por senderos rutilantes como mis pies estaban haciéndolo en la angustiosa sucesión de las salas, y al ver representada en aquellos folios mi marcha errante por la biblioteca me llené de inquietud y pensé que cada uno de esos libros contaba, con matices secretamente burlones, la historia que yo estaba viviendo en aquel momento. «De te fabula narratur»,[100] dije para mí, y me pregunté si aquellas páginas no contendrían ya la historia de los instantes que me esperaban en el futuro.

Abrí otro libro, y me pareció que procedía de la escuela hispánica. Los colores eran violentos, los rojos parecían sangre o fuego. Era el libro de la revelación del apóstol, y otra vez, como la noche anterior, volví a caer en la página de la mulier amicta sole.[101] Pero no era el mismo libro, la miniatura era distinta, aquí el artista había pintado con más detalle las facciones de la mujer. Comparé el rostro, los pechos, los sinuosos flancos, con la estatua de la Virgen que había contemplado junto a Ubertino. Aunque de signo distinto, también esta mujer me pareció bellísima. Pensé que no debía insistir en aquellos pensa-mientos, y pasé algunas páginas. Encontré otra mujer, pero esa vez se trataba de la meretriz de Babilonia. No me impresionaron tanto sus facciones como la idea de que era una mujer como la otra, y de que sin embargo, mientras aquella era el receptáculo de todas las virtudes, ésta era el vehículo de todos los vicios. Pero en ambos casos los rasgos eran femeninos, y en determinado momento ya no supe reconocer dónde estaba la diferencia. Otra vez sentí aquella agitación interna; la imagen de la Virgen que había contemplado en la iglesia se confundió con la de la bella Margherita. «Estoy condenado», dije para mí. O bien: «¡Estoy loco!» Y decidí que no podía quedarme en la biblioteca.

Por suerte estaba cerca de la escalera. Me precipité a riesgo de tropezar y quedarme sin luz. En seguida estuve bajo las amplias bóvedas del scriptorium, pero, sin detenerme ni un instante, me lancé por la escalera en dirección al refectorio.

Allí me detuve, jadeante. Por las vidrieras penetraba la luz de la luna. La noche era tan luminosa que mi lámpara, indispensable para recorrer las celdas y pasillos de la biblioteca, resultaba casi superflua. Sin embargo, no la apagué, como si me hiciese falta su compañía. Todavía jadeaba; pensé que beber un poco de agua me ayudaría a recobrar la calma. Como la cocina estaba al lado, atravesé el refectorio y abrí lentamente una de las puertas que daba a la otra mitad de la planta baja del Edificio.

En ese momento mi terror, lejos de disminuir, aumentó. Porque en seguida me di cuenta de que había alguien en la cocina, junto al horno de pan. O al menos me di cuenta de que en ese rincón brillaba una lámpara, de modo que, asustadísimo, apagué la mía. Era tal mi susto que asusté al otro (o a los otros), porque su lámpara se apagó en seguida. Pero inútilmente, porque la luz nocturna iluminaba bastante la cocina como para dibujar ante mí, en el suelo, una o varias sombras confusas.

Helado de miedo, no me atrevía a retroceder ni a avanzar. Oí un cuchicheo, y me pareció escuchar, muy queda, una voz de mujer. Después, una sombra oscura y voluminosa surgió del grupo informe que se recortaba vagamente junto al horno, y huyó hacia la salida: la puerta, que debía de estar entornada, se cerró tras ella.

Nos quedamos, yo parado en el umbral de la puerta que daba al refectorio, y algo indeterminado junto al horno. Algo indeterminado y —¿cómo decirlo?— gimiente. En efecto, desde la sombra me llegaba un gemido, como un llanto apagado, un sollozo rítmico, de miedo.

Nada hay que infunda más valor al miedoso que el miedo ajeno: sin embargo, no fue un impulso de valor el que hizo que me acercara a aquella sombra. Diría, más bien, que fue un impulso de ebriedad bastante parecido al que había experimentado en el momento de las visiones. Algo en la cocina era similar al humo que me había sorprendido en la biblioteca la noche anterior. O quizá fuesen sustancias diferentes, pero sus efectos sobre mis sentidos exacerbados eran indiscernibles. Percibí un olor acre a traganta, alumbre y tártaro, sustancias que los cocineros usaban para aromatizar el vino. O tal vez fuese que, como supe más tarde, aquellos días estaban preparando la cerveza (bebida bastante apreciada en aquella comarca del norte de la península), que allí se elaboraba siguiendo la modalidad de mi país, o sea con brezo, mirto de los pantanos y romero de estanque silvestre. Aromas que, más que mi nariz, embriagaron mi mente.

Mi instinto racional me incitaba a gritar «¡vade retro!»[102] y alejarme de la cosa gimiente —sin duda, un súcubo que me enviaba el maligno—, pero algo en mi vis appetitiva[103] me impulsó hacia adelante, como si quisiese tomar parte en un hecho prodigioso.

Así me fui acercando a la sombra, hasta que la luz nocturna, que penetraba por los ventanales, me permitió divisar a una mujer temblorosa, que, con una mano, apretaba un envoltorio contra su pecho, y que, llorando, retrocedía hacia la boca del horno.

Que Dios, la Beata Virgen y todos los santos del Paraíso me asistan ahora en el relato de lo que entonces me sucedió. El pudor, y la dignidad propia de mi condición (de monje ya anciano en este bello monasterio de Melk, ámbito de paz y de serena meditación), me aconsejarían atenerme a la más pía prudencia. Para preservar tanto mi propia paz como la de mi lector, debería limitarme a decir que me sucedió algo malo, pero que no es decente explicar en qué consistió.

Pero me he comprometido a contar, sobre aquellos hechos remotos, toda la verdad, y la verdad es indivisible, resplandece con su propia luz, y no admite particiones dictadas por nuestros intereses y por nuestra vergüenza. El problema consiste más bien en contar lo que sucedió, no como lo veo y lo recuerdo ahora (aunque todavía lo recuerde todo con implacable intensidad, sin saber si aquellos hechos y pensamientos quedaron grabados con tanta claridad en mi memoria por el acto de contrición que vino después, o por la insuficiencia de este último, de modo que aún sigo torturándome, evocando en mi mente dolorida hasta el más mínimo detalle de aquel vergonzoso acontecimiento), sino tal como lo vi y lo sentí entonces. Y si puedo hacerlo, con fidelidad de cronista, es porque cuando cierro los ojos, soy capaz de repetir no sólo todo lo que en aquellos momentos hice, sino también todo lo que pensé como si estuviese copiando un pergamino escrito en aquel momento. De modo que así debo hacerlo, y que San Miguel Arcángel me proteja: pues para edificación de los lectores futuros, y para flagelación de mi culpa, me propongo cantar ahora cómo puede caer un joven en las celadas que le tiende el demonio, para que éstas puedan quedar en evidencia y ser descubiertas, y para que quienes cayeren en ellas puedan desbaratarlas.

Se trataba, pues, de una mujer. ¡Qué digo! De una muchacha. Como hasta entonces mi trato con los seres de ese sexo había sido muy limitado (y gracias a Dios siguió siéndolo en lo sucesivo), no sé qué edad podía tener. Sé que era joven, casi adolescente, quizá tuviese dieciséis o dieciocho primaveras, o quizá veinte, y, me impresionó la intensa, concreta, humanidad que emanaba de aquella figura. No era una visión, y en todo caso me pareció valde bona.[104] Tal vez porque temblaba como un pajarillo en invierno, y lloraba, y tenía miedo de mí.

De modo que, pensando que es deber del buen cristiano socorrer al prójimo, me acerqué con mucha suavidad, y en buen latín le dije que no debía temer porque era un amigo, en todo caso no un enemigo, y sin duda no el enemigo, como quizás ella estaba temiendo.

Tal vez por la mansedumbre que irradiaba mi mirada, la criatura se calmó, y se me acercó. Me di cuenta de que no entendía mi latín, e instintivamente le hablé en mi lengua vulgar alemana, cosa que la asustó muchísimo, no sé si por los sonidos duros, insólitos para la gente de aquella comarca, o porque esos sonidos le recordaron alguna experiencia previa con soldados de mi tierra. Entonces sonreí, porque pensé que el lenguaje de los gestos y del rostro es más universal que el de las palabras, y se calmó. También ella me sonrió y dijo unas palabras.

La lengua vulgar que utilizó me era casi desconocida, en todo caso era distinta de la que había aprendido un poco en Pisa, pero por la entonación comprendí que me decía algo agradable, y creí entender algo así como: «Eres joven, eres hermoso…» Es muy raro que un novicio, cuya infancia haya transcurrido por completo en un monasterio, tenga ocasión de escuchar afirmaciones acerca de su belleza. Más aun, con frecuencia se le advierte que la belleza corporal es algo fugaz e indigno de consideración. Pero las trampas que nos tiende el enemigo son innumerables y confieso que aquella referencia a mi hermosura, aunque no fuese veraz, acarició dulcemente mis oídos y me colmó de emoción. Sobre todo porque, mientras eso decía, la muchacha extendió su mano y con las yemas de los dedos rozó mi mejilla, por entonces aún imberbe. Sentí como un desvanecimiento, pero en aquel momento no sospeché que podía haber pecado alguno en todo ello. Tal es el poder del demonio, que quiere ponernos a prueba y borrar de nuestra alma las huellas de la gracia.

¿Qué sentí? ¿Qué vi? Sólo recuerdo que las emociones del primer instante fueron indecibles, porque ni mi lengua ni mi mente habían sido educadas para nombrar ese tipo de sensaciones. Y así fue hasta que acudieron en mi ayuda otras palabras interiores, oídas en otro momento y en otros sitios, y dichas, sin duda, con otros fines, pero que me parecieron prodigiosamente adecuadas para describir el gozo que estaba sintiendo, como si hubiesen nacido con la única misión de expresarlo. Palabras que se habían ido acumulando en las cavernas de mi memoria y ahora subían a la superficie (muda) de mis labios, haciéndome olvidar que en las escrituras o en los libros de los santos habían servido para expresar realidades mucho más esplendorosas. Pero ¿existía realmente una diferencia entre las delicias de que habían hablado los santos y las que mi ánimo conturbado experimentaba en aquel instante? En aquel instante se anuló mi capacidad de percibir con lucidez la diferencia. Anulación que, según creo, es el signo del naufragio en los abismos de la identidad.

De pronto me pareció que la muchacha era como la virgen negra pero bella de que habla el Cantar. Llevaba un vestidito liso de tela ordinaria, que se abría de manera bastante impúdica en el pecho, y en el cuello tenía un collar de piedrecillas de colores, creo que de ínfimo valor. Pero la cabeza se erguía altiva sobre un cuello blanco como una torre de marfil, los ojos eran claros como las piscinas de Hesebón, la nariz era una torre del Líbano, la cabellera, como púrpura. Sí, su cabellera me pareció como un rebaño de cabras, y sus dientes como rebaños de ovejas que suben del lavadero, de a pares, sin que ninguna adelante a su compañera. Y empecé a musitar: «¡Qué hermosa eres, amada mía! ¡Qué hermosa eres! Tu cabellera es como un rebaño de cabras que baja de los montes de Galaad, como cinta de púrpura son tus labios, tu mejilla es como raja de granada, tu cuello es como la torre de David, que mil escudos adornan.» Y consternado me preguntaba quién sería la que se alzaba ante mí como la aurora, bella como la luna, resplandeciente como el sol, terribilis ut castrorum acies ordinata.[105]

Entonces la criatura se acercó aún más, arrojó a un rincón el oscuro envoltorio que había estado apretando contra el pecho, y volvió a alzar la mano para acariciar mi rostro, y volvió a decir las palabras que ya había dicho. Y mientras yo no sabía si escapar de ella o acercármele aún más, mientras mi cabeza latía como si las trompetas de Josué estuviesen a punto de derribar los muros de Jericó, y al mismo tiempo la deseaba y tenía miedo de tocarla, ella sonrió de gozo, lanzó un débil gemido de cabra enternecida, y soltó los lazos que cerraban su vestido a la altura del pecho; y se quitó el vestido del cuerpo como una túnica, y quedó ante mí como debió de haber estado Eva ante Adán en el jardín del Edén. «Pulchra sunt ubera quae paululum supereminent et tument modice»,[106] musité repitiendo la frase que había dicho Ubertino, porque sus senos me parecieron como dos cervatillos, dos gacelas gemelas pastando entre los lirios, su ombligo una copa redonda siempre colmada de vino embriagador, su vientre una gavilla de trigo en medio de flores silvestres.

«O sidus clarum puellarum», le grité, «o porta clausa, fons hortorum, cella custos unguentorum, cella pigmentaria!»,[107] y sin quererlo me encontré contra su cuerpo, sintiendo su calor, y el perfume acre de unos ungüentos hasta entonces desconocidos. Recordé: «¡Hijos, nada puede el hombre cuando llega el loco amor!» y comprendí que, ya fuese lo que sentía una celada del enemigo o un don del cielo, nada podía hacer para frenar el impulso que me arrastraba, y grité: «O, langueo!» y: «Causam languoris video nec caveo!»[108] Porque además un olor de rosas emanaba de sus labios y eran bellos sus pies en las sandalias, y las piernas eran como columnas y como columnas también sus torneados flancos, dignos del más hábil escultor «¡Oh, amor, hija de las delicias! Un rey ha quedado preso en tu trenza» musitaba para mí, y caí en sus brazos, y juntos nos desplomamos sobre el suelo de la cocina y no sé si fue mi iniciativa o fueron las artes de ella, pero me encontré libre de mi sayo de novicio y no tuvimos vergüenza de nuestros cuerpos et cuncta erant bona.[109]

Y me besó con los besos de su boca, y sus amores fueron más deliciosos que el vino, y delicias para el olfato eran sus perfumes, y era hermoso su cuello entre las perlas y sus mejillas entre los pendientes, qué hermosa eres, amada mía, qué hermosa eres, tus ojos son palomas (decía) muéstrame tu cara, deja que escuche tu voz, porque tu voz es armoniosa y tu cara encantadora, me has enloquecido de amor, hermana mía, ha bastado una mirada, uno solo de tus collares, para enloquecerme, panal que rezuma son tus labios, tu lengua guarda tesoros de miel y de leche, tu aliento sabe a manzanas, tus pechos a racimos de uva, tu paladar escancia un vino exquisito que se derrama entre los dientes y los labios embriagando en un instante mi corazón enamorado… Fuente en su jardín, nardo y azafrán, canela y cinamomo, mirra y aloe, comía mi panal y mi miel, bebía mi vino y mi leche, ¿quién era? ¿Quién podía ser aquella que surgía como la aurora, hermosa como la luna, resplandeciente como el sol, terrible como un escuadrón con sus banderas?

¡Oh, Señor!, cuando el alma cae en éxtasis, la única virtud reside en amar lo que se ve (¿verdad?), la máxima felicidad reside en tener lo que se tiene, porque allí la vida bienaventurada se bebe en su misma fuente (¿acaso no está dicho?), porque allí se saborea la vida verdadera que después de ésta mortal, nos tocar vivir junto a los ángeles en la eternidad… Esos eran mis pensamientos, y me parecía que por fin se estaban cumpliendo las profecías, mientras la muchacha me colmaba de goces indescriptibles, y era como si todo mi cuerpo fuese un ojo por delante y por detrás, y pudiese ver al mismo tiempo todo lo que había alrededor. Y comprendí que de allí, del amor, surgen al mismo tiempo la unidad y la suavidad y el bien y el beso y el abrazo, como ya había oído decir creyendo que me hablaban de algo distinto. Y sólo en un momento, mientras mi goce estaba por tocar el cenit, pensé que quizá estaba siendo poseído, y de noche, por el demonio meridiano, obligado por fin a revelar su verdadera naturaleza demoníaca al alma en éxtasis que le pregunta «¿quién eres?» él, que sabe arrebatar el alma y engañar al cuerpo. Pero en seguida me convencí de que las diabólicas eran mis vacilaciones, porque nada podía ser más justo, más bueno, más santo que lo que entonces estaba sintiendo, con una suavidad que crecía por momentos. Como la ínfima gota de agua, que al mezclarse con el vino desaparece y adquiere el color y el sabor del vino, como el hierro incandescente, que se vuelve casi indiscernible del fuego y pierde su forma primitiva, como el aire inundado por la luz del sol, que se transforma en supremo resplandor y se funde en idéntica claridad, hasta el punto de no parecer iluminado, sino él mismo luz iluminante, así me sentía yo morir en tierna licuefacción, sólo con fuerzas para musitar las palabras del salmo: «Mi pecho es como vino nuevo, sin respiradero, que rompe odres nuevos», y de pronto vi una luz enceguecedora y en medio una forma del color del zafiro que ardía con un fuego esplendoroso y muy suave, y esa luz brillante se irradió a través del fuego esplendoroso, y ese fuego esplendoroso a través de la forma rutilante, y esa luz enceguecedora junto con el fuego esplendoroso a través de toda la forma.

Mientras, casi desmayado, caía sobre el cuerpo al que me acababa de unir, comprendí, en un último destello de lucidez, que la llama consiste en una claridad esplendente, un vigor ingénito y un ardor ígneo, mas la claridad esplendente la tiene para relucir y el ardor ígneo para quemar. Después comprendí qué abismo de abismos esto entrañaba.

Ahora que, con mano temblorosa (no sé si por horror del pecado que estoy evocando, o por añoranza pecaminosa del hecho que rememoro) escribo estas líneas, advierto que, para describir aquel éxtasis abominable, he utilizado las mismas palabras que, pocas páginas más arriba, utilicé para describir el fuego en que se consumía el cuerpo martirizado del hereje Michele. No es casual que mi mano, fiel ejecutora de los designios del alma, haya trazado las mismas palabras para expresar dos experiencias tan disímiles, porque probablemente entonces, cuando las viví, me impresionaron de la misma manera, como han vuelto a hacerlo hace un momento, cuando intentaba revivirlas en el pergamino.

Hay un arte secreto que permite nombrar con palabras análogas fenómenos distintos entre sí: es el arte por el cual las cosas divinas pueden nombrarse con nombres de cosas terrenales, y así, mediante símbolos equívocos, puede decirse que Dios es león o leopardo, que la muerte es herida, el goce llama, la llama muerte, la muerte abismo, el abismo perdición, la perdición deliquio y el deliquio pasión.

¿Por qué, para nombrar el éxtasis de muerte que me había impresionado en el mártir Michele, usaba las palabras a que había recurrido la santa para nombrar el éxtasis (divino) de vida, y por qué sólo podía valerme de esas mismas palabras para nombrar el éxtasis (pecaminoso y efímero) de goce terreno, que en seguida se había convertido también en sentimiento de muerte y aniquilación? Era un muchacho entonces, pero en este momento trato de reflexionar no sólo sobre la forma en que, a pocos meses de distancia, viví dos experiencias igualmente excitantes y dolorosas, sino también sobre la forma en que, aquella noche en la abadía, a pocas horas de distancia, por la memoria y los sentidos, evoqué una y aprehendí la otra, y además sobre la forma en que, hace un momento, al redactar estas líneas, he vuelto a vivirlas, y sobre el hecho de que, las tres veces, su expresión íntima haya consistido en las palabras nacidas de la experiencia distinta de un alma santa que sentía cómo iba aniquilándose en la visión de la divinidad. ¿No habré blasfemado (entonces, ahora)? ¿Qué había de común entre el deseo de muerte de Michele, el rapto que sentí al verlo arder en la hoguera, el deseo de unión carnal que sentí con la muchacha, el místico pudor que me indujo a traducirlo en forma alegórica, y aquel deseo de gozosa aniquilación que incitaba a la santa a morir de su propio amor para vivir más eternamente? ¿Es posible que cosas tan equívocas se digan de una manera tan unívoca? Sin embargo, parecería que esto es lo que nos enseñan los más sabios doctores: omnis ergo figura tanto evidentius veritatem demonstrat quanto apertius per dissimilem similitudinem figuram se esse et non veritatem probat.[110] Pero, si el amor por el fuego y el abismo son figura del amor por Dios, ¿pueden ser también figura del amor por la muerte y del amor por el pecado? Sí, como el león y la serpiente son al mismo tiempo figura de Cristo y del demonio. Lo que sucede es que la justeza de la interpretación sólo puede establecerse recurriendo a la autoridad de los padres, y en el caso que me atormenta no existe una auctoritas a la que mi mente dócil pueda remitirse, y la duda me abrasa (¡y otra vez la figura del fuego interviene para definir el vacío de verdad y la plenitud del error que me aniquilan!). ¿Qué sucede, Señor, en mi alma, ahora que me dejo atrapar por el torbellino de los recuerdos, desencadenando esta conflagración de épocas diferentes, como si estuviese por alterar el orden de los astros y la secuencia de sus movimientos celestes? Sin duda, transgredo los límites de mi inteligencia enferma y pecadora. ¡Ánimo!, retomemos la tarea que humildemente me he propuesto. Estaba hablando de lo que sucedió aquel día y de la confusión total de los sentidos en que me hundí. Ya está, he dicho lo que recordé entonces: que a eso se limite mi débil pluma de cronista fiel y veraz.

Permanecí tendido, no sé por cuánto tiempo, junto a la muchacha. Con un movimiento muy leve, su mano seguía tocando por sí sola mi cuerpo, bañado ahora de sudor. Sentía yo un regocijo interior, que no era paz, sino como un rescoldo, como fuego que perdura bajo la ceniza cuando la llama está ya muerta. No dudaría en llamar bienaventurado (murmuré como en sueños) a quien le fuera concedido sentir algo similar, aunque sólo pocas veces (y de hecho aquella fue la única ocasión en que lo sentí), en esta vida, y sólo a toda prisa, y sólo por un instante. Como si ya no existiésemos, como si hubiésemos dejado por completo de sentirnos nosotros mismos, como rendidos, aniquilados, y si algún mortal (decía para mí) pudiera probar lo que he probado, rechazaría de inmediato este mundo perverso, se sentiría confundido por la maldad de la vida cotidiana, sentiría el peso del cuerpo mortal… ¿No era eso lo que me habían enseñado? Aquel impulso de mi alma toda a perderse en la beatitud era, sin duda (ahora lo comprendía), la irradiación del sol eterno, y por el goce que éste produce el hombre se abre, se ensancha, se agranda, y en su interior se abre una garganta ávida que después resulta muy difícil volver a cerrar, tal es la herida que abre la espada del amor, y nada hay aquí abajo más dulce y más terrible. Pero tal es el derecho del sol, sus rayos son flechas que van a clavarse en el herido, y las llagas se agrandan, y el hombre se abre y se dilata, y hasta sus venas estallan, y sus fuerzas ya no pueden ejecutar las órdenes que reciben y sólo obedecen al deseo, el alma arde abismada en el abismo de lo que está tocando, mientras siente que su deseo y su verdad son superados por la realidad que ha vivido y sigue viviendo.

Y al llegar a este punto, uno asiste estupefacto a su propio desvanecimiento.

Inmerso en esas sensaciones de inenarrable goce interior, me adormecí.

Cuando, poco más tarde, volví a abrir los ojos, la luz de la noche, quizá debido a la presencia de alguna nube, era mucho menos intensa. Tendí la mano hacia un lado y no sentí el cuerpo de la muchacha. Volví la cabeza: ya no estaba.

La ausencia del objeto que había desencadenado mi deseo y saciado mi sed, me hizo ver de golpe tanto la vanidad de ese deseo como la perversidad de esa sed. Omne animal triste post coitum.[111] Adquirí conciencia del hecho de que había pecado. Ahora, después de tantos y tantos años, mientras sigo llorando amargamente mi falta, no puedo olvidar que aquella noche sentí un goce muy intenso, y ofendería al Altísimo, que ha creado todas las cosas en bondad y en belleza, si no admitiese que incluso en aquella historia de dos pecadores sucedió algo que de por sí, naturaliter, era bueno y bello. Cuando lo que debería yo hacer sería pensar en la muerte, que se acerca. Pero entonces era joven, y no pensé en la muerte, sino que, copiosa y sinceramente, lloré por mi pecado.

Me levanté temblando, porque, además, había estado mucho tiempo sobre las gélidas losas de la cocina y tenía el cuerpo aterido. Me vestí con la sensación de estar afiebrado. Entonces divisé en un rincón el envoltorio que la muchacha había abandonado al huir. Me incliné para examinarlo: era una especie de lío de tela enrollada, y parecía proceder de la cocina. Lo abrí y al principio no reconocí su contenido, ya sea por falta de luz o por su forma informe. Después comprendí: entre coágulos de sangre y jirones de carne más fláccida y blancuzca, surcado de lívidos nervios, lo que mis ojos contemplaban, ya muerto pero aún palpitante de vida —la vida gelatinosa de las vísceras muertas—, era un corazón de gran tamaño.

Un velo oscuro cayó sobre mis ojos, una saliva acídula me llenó la boca. Lancé un grito y me desplomé como se desploma un cuerpo muerto.

NOCHE

Donde Adso, trastornado, se confiesa a Guillermo y medita sobre la función de la mujer en el plan de la creación, pero después descubre el cadáver de un hombre.

Cuando volví en mí, alguien estaba mojándome la cara. Era fray Guillermo. Tenía una lámpara y me había puesto algo bajo la cabeza.

—¿Qué ha sucedido, Adso —me preguntó—, para que andes de noche por la cocina robando despojos?

En pocas palabras: Guillermo se había despertado, había ido a buscarme no sé por qué razón, y al no encontrarme había sospechado que estaba haciendo alguna bravata en la biblioteca. Cuando se acercaba al Edificio por el lado de la cocina, había visto una sombra que salía en dirección al huerto (era la muchacha que se alejaba, quizá porque había oído que alguien venía). Había tratado de reconocerla y de seguir sus pasos, pero ella (o sea, lo que para él era una sombra) había llegado hasta la muralla y había desaparecido. Entonces Guillermo —después de explorar los alrededores— había entrado en la cocina y me había descubierto inconsciente.

Cuando, todavía aterrorizado, le señalé el envoltorio que contenía el corazón, y balbucí algo acerca de un nuevo crimen, se echó a reír:

—¡Pero Adso! ¿Qué hombre tendría un corazón tan grande? Es un corazón de vaca, o de buey; justo hoy han matado un animal. Mejor explícame cómo se encuentra en tus manos.

Oprimido por los remordimientos y atolondrado, además, por el terror, no pude contenerme y prorrumpí en sollozos, mientras le pedía que me administrase el sacramento de la confesión. Así lo hizo y le conté todo sin ocultarle nada.

Fray Guillermo me escuchó con mucha seriedad, pero con una sombra de indulgencia. Cuando hube acabado, adoptó una expresión severa y me dijo:

—Sin duda, Adso, has pecado, no sólo contra el mandamiento que te obliga a no fornicar, sino también contra tus deberes de novicio. En tu descargo obra la circunstancia de que te has visto en una de aquellas situaciones en las que hasta un padre del desierto se habría condenado. Y sobre la mujer como fuente de tentación ya han hablado bastante las escrituras. De la mujer dice el Eclesiastés que su conversación es como fuego ardiente, y los Proverbios dicen que se apodera de la preciosa alma del hombre, y que ha arruinado a los más fuertes. Y también dice el Eclesiastés: Hallé que es la mujer más amarga que la muerte y lazo para el corazón, y sus manos, ataduras. Y otros han dicho que es vehículo del demonio. Aclarado esto, querido Adso, no logro convencerme de que Dios haya querido introducir en la creación un ser tan inmundo sin dotarlo al mismo tiempo de alguna virtud. Y me resulta inevitable reflexionar sobre el hecho de que Él les haya concedido muchos privilegios y motivos de consideración, sobre todo tres muy importantes. En efecto, ha creado al hombre en este mundo vil, y con barro, mientras que a la mujer la ha creado en un segundo momento, en el paraíso, y con la noble materia humana. Y no la ha hecho con los pies o las vísceras del cuerpo de Adán, sino con su costilla. En segundo lugar, el Señor, que todo lo puede, habría podido encarnarse directamente en un hombre, de alguna manera milagrosa, pero, en cambio, prefirió vivir en el vientre de una mujer, signo de que ésta no era tan inmunda. Y cuando apareció después de la resurrección, se le apareció a una mujer. Por último, en la gloria celeste ningún hombre será rey de aquella patria, pero sí habrá una reina, una mujer que jamás ha pecado. Por tanto, si el Señor ha tenido tantas atenciones con la propia Eva y con sus hijas, ¿es tan anormal que también nosotros nos sintamos atraídos por las gracias y la nobleza de ese sexo? Lo que quiero decirte, Adso, es que, sin duda, no debes volver a hacerlo, pero que tampoco es tan monstruoso que hayas caído en la tentación. Y, por otra parte, que un monje, al menos una vez en su vida, haya experimentado la pasión carnal, para, llegado el momento, poder ser indulgente y comprensivo con los pecadores a quienes deberá aconsejar y confortar… pues bien, querido Adso, es algo que no debe desearse antes de que suceda, pero que tampoco conviene vituperar una vez sucedido. Así que, ve con Dios, y no hablemos más de esto. En cambio, para no pensar demasiado en algo que mejor será olvidar, si es que lo logras —y me pareció que en aquel momento su voz vacilaba, como ahogada por una emoción muy profunda—, preguntémonos qué sentido tiene lo que ha sucedido esta noche. ¿Quién era esa muchacha y con quién tenía cita?

—Eso sí que no lo sé, y no he visto al hombre que estaba con ella.

—Bueno, pero podemos deducir quién era basándonos en una serie de indicios inequívocos. Ante todo, era un hombre feo y viejo, con el que una muchacha no va de buena gana, sobre todo si es tan hermosa como la describes, aunque me parece, querido lobezno, que en la situación en que te encontrabas cualquier bocado te habría sabido exquisito.

—¿Por qué feo y viejo?

—Porque la muchacha no iba con él por amor, sino por un paquete de riñones. Sin duda se trataba de una muchacha de la aldea, que, quizás no por primera vez, se entregaba a algún monje lujurioso por hambre, obteniendo como recompensa algo en que hincar el diente, ella y su familia.

—¡Una meretriz! —exclamé horrorizado.

—Una campesina pobre, Adso. Probablemente, con hermanitos que alimentar. Y que, si pudiera hacerlo, se entregaría por amor, y no por lucro. Como lo ha hecho esta noche. En efecto, me dices que te ha encontrado joven y hermoso, y que te ha dado gratis y por amor lo que a otros, en cambio, habría dado por un corazón de buey y unos trozos de pulmón. Y tan virtuosa se ha sentido por su entrega gratuita, tan aliviada, que ha huido sin tomar nada a cambio. Por esto, pues, pienso que el otro, con quien te ha comparado, no era joven ni hermoso.

Confieso que, por hondo que fuese mi arrepentimiento, aquella explicación me llenó de un orgullo muy agradable, pero callé, y dejé que mi maestro prosiguiera.

—Ese viejo repelente debía de ser alguien que, por alguna razón vinculada con su oficio, pudiera bajar a la aldea y tener contacto con los campesinos. Debía de conocer la manera de hacer entrar y salir gente por la muralla. Además, debía saber que en la cocina estarían estos despojos (probablemente, mañana dirían que, como la puerta había quedado abierta, un perro había entrado y se los había comido). Por último, debía de tener algún sentido de la economía, y cierto interés en que la cocina no se viese privada de vituallas más preciosas, porque, si no, le habría dado un bistec u otro trozo más exquisito. Como ves, la imagen de nuestro desconocido se perfila con mucha claridad, y todas estas propiedades, o accidentes, convienen perfecta-mente a una sustancia que me atrevería a definir como nuestro cillerero, Remigio da Varagine. O, si me equivocara, como nuestro misterioso Salvatore. Quien, además, por ser de esta región, sabe hablar bastante bien con la gente del lugar, y sabe cómo convencer a una muchacha para que haga lo que quería hacerle hacer, si no hubieses llegado tú.

—Sin duda, así es —dije convencido—. Pero ¿para qué nos sirve saberlo ahora?

—Para nada, y para todo. El episodio puede estar o no relacionado con los crímenes que investigamos. Además, si el cillerero ha sido dulciniano, una cosa explica la otra, y viceversa. Y, por último, ahora sabemos que, de noche, esta abadía es escenario de múltiples y agitados acontecimientos. Quién sabe si nuestro cillerero, o Salvatore, que con tanto desenfado la recorren en la oscuridad, no sabrán acaso más de lo que dicen.

—Pero ¿nos lo dirán a nosotros?

—No, si nos andamos con contemplaciones y pasamos por alto sus pecados. Pero, en caso de que debiéramos averiguar algo a través de ellos, ahora sabemos cómo convencerlos de que hablen. Con otras palabras, en caso de necesidad, el cillerero o Salvatore estarán en nuestro poder, y que Dios nos perdone esta prevaricación, puesto que tantas otras cosas perdona —dijo, y me miró con malicia, y yo no tuve ánimo para comentar la justicia o injusticia de sus consideraciones.

»Y ahora deberíamos irnos a la cama, porque sólo falta una hora para maitines. Pero te veo todavía agitado, pobre Adso, todavía atemorizado por el pecado que has cometido… Nada como un buen alto en la iglesia para relajar el ánimo. Por mi parte, te he absuelto, pero nunca se sabe. Ve a pedirle confirmación al Señor.

Y me dio una palmada bastante enérgica en la cabeza, quizá como prueba de viril y paternal afecto, o como indulgente penitencia. O quizá (como pecaminosamente pensé en aquel momento) por una especie de envidia benigna, natural en un hombre sediento de experiencias nuevas e intensas como él.

Nos dirigimos a la iglesia por nuestro camino habitual, que yo atravesé a toda prisa y con los ojos cerrados, porque aquella noche todos aquellos huesos me recordaban demasiado que también yo era polvo, y lo insensato que había sido el acto orgulloso de mi carne.

Al llegar a la nave, divisamos una sombra ante el altar mayor. Creí que todavía era Ubertino. Pero era Alinardo, que en un primer momento no nos reconoció. Dijo que como ya no podía dormir, había decidido pasar la noche rezando por el joven monje desaparecido (ni siquiera se acordaba del nombre). Rezaba por su alma, en caso de que estuviera muerto, y por su cuerpo, si es que yacía enfermo o solo en algún sitio.

—Demasiados muertos —dijo—, demasiados muertos… Pero estaba escrito en el libro del apóstol. Con la primera trompeta, el granizo; con la segunda, la tercera parte del mar se convierte en sangre… La tercera trompeta anuncia la caída de una estrella ardiente sobre la tercera parte de los ríos y fuentes. Y os digo que así ha desaparecido nuestro tercer hermano. Y temed por el cuarto, porque será herida la tercera parte del sol, y de la luna y las estrellas, de suerte que la oscuridad será casi completa…

Mientras salíamos del transepto, Guillermo se preguntó si no habría alguna verdad en las palabras del anciano.

—Pero —le señalé—, eso supondría que una sola mente diabólica, guiándose por el Apocalipsis, ha premeditado las tres muertes, suponiendo que también Berengario esté muerto. Sin embargo, sabemos que la de Adelmo fue voluntaria.

—Así es —dijo Guillermo—, aunque la misma mente diabólica, o enferma, podría haberse inspirado en la muerte de Adelmo para organizar en forma simbólica las otras dos. En tal caso, Berengario debería de estar en un río o en una fuente. Y en la abadía no hay ríos ni fuentes, al menos no lo bastante profundos para que alguien pueda ahogarse o ser ahogado…

—Sólo hay baños —dije casi al azar.

—¡Adso! —exclamó Guillermo—. ¿Sabes que puede ser una idea? ¡Los baños!

—Pero ya los habrán revisado…

—Esta mañana he observado a los servidores mientras buscaban. Han abierto la puerta del edificio de los baños y han echado una ojeada general, pero no han hurgado, porque entonces no pensaban que debían buscar algo oculto, y esperaban encontrarse con un cadáver que yaciese teatralmente en alguna parte, como el de Venancio en la tinaja… Vayamos a echar un vistazo. Todavía está oscuro, y creo que nuestra lámpara tiene aún buena llama.

Así lo hicimos. Nos resultó fácil abrir la puerta del edificio de los baños, junto al hospital.

Ocultas entre sí por amplias cortinas, había una serie de bañeras, no recuerdo cuántas. Los monjes las usaban para su higiene los días que fijaba la regla, y Severino las usaba por razones terapéuticas, porque nada mejor que un baño para calmar el cuerpo y la mente. En un rincón había una chimenea que permitía calentar el agua sin dificultad. Vimos que estaba sucia de cenizas recientes, y ante ella había un gran caldero volcado. El agua se sacaba de la fuente que había en un rincón.

Miramos en las primeras bañeras, que estaban vacías. Sólo la última, oculta tras una cortina, estaba llena, y junto a ella se veían, en desorden, unas ropas. A primera vista, a la luz de nuestra lámpara, sólo vimos la superficie calma del líquido. Pero, cuando la iluminamos desde arriba, vislumbramos en el fondo, exánime, un cuerpo humano, desnudo. Lentamente, lo sacamos del agua: era Berengario. Como dijo Guillermo, su rostro sí era el de un ahogado. Las facciones estaban hinchadas. El cuerpo, blanco y fofo, sin pelos, parecía el de una mujer, salvo por el espectáculo obsceno de las fláccidas partes pudendas. Me ruboricé, y después tuve un estremecimiento. Me persigné, mientras Guillermo bendecía el cadáver.


  1. Quinti Sereni de medicamentis, [libro] de «Quinto Sereno sobre medicamentos»; Phaenoma, «Fenómenos»; Liber Aesopi de natura animalium; «Libro de Esopo acerca de la naturaleza de los animales»; Liber Aethici peronymi de cosmographia, «Libro de Etico perónimo [?] de cosmografía»; Libri tres quos Arculphus episcopios adamnano escipiente de locis sanctis ultramarinis designavit conscribendos, «Tres libros que el obispo Arculfo destinó para escribir sobre los santos lugares ultramarinos, recibiendo el encargo de escribirlos Adamnano [?]; Libellus Q. Iulii Hilarionis de origine mundi, «Librito de Q. Julio Hilarión sobre el origen del mundo»; Solini Polyhistor de situ orbis terrarum et mirabilibus, [Libro] «de Solino Polihistor [?] sobre el emplazamiento del mundo terráqueo y de sus maravillas» y Almagesthus) «El Almagesto».

  2. «lo que en efecto se hincha por la torpeza de los laicos no tiene efecto si no casualmente».

  3. «Pero las obras de la sabiduría están controladas por cierta ley y se dirigen eficazmente a un fin debido.»

  4. «El secreto del confín de África una mano sobre un ídolo toma [o coge] el primero y el séptimo de cuatro» [?].

  5. «Prácticas del cargo de la inquisición de la herética maldad».

  6. «Esta piedra lleva en sí la semejanza del cielo.»

  7. «En efecto todas las causas de efectos naturales se dan por medio de líneas, ángulos y figuras. Por otra parte es imposible en efecto saber por qué [se dan] en ellas». Procede de la obra titulada De luce, de Roberto Grossatesta, Maestro de Oxford (siglos xii-xiii).

  8. «Haced penitencia, pues se acercará el reino de los cielos» (san Mateo, 3, 2, en pretérito perfecto: appropinquavit [se acercó]).

  9. «de esto, basta».

  10. «En efecto, son hermosos los pechos que sobresalen un poco y se abultan módicamente y no flotan licenciosamente, sino suavemente ceñidos, recogidos, pero no hundidos…»

  11. «En el nombre del Señor. Amén. Ésta es una condenación corporal y la sentencia de la condenación corporal ha sido propuesta, dada y en estos escritos pronunciada y promulgada a modo de sentencia…» En el texto latino aparecen varias palabras con ortografía latina no clásica.

  12. «Juan llamado Miguel de Santiago, del condado de San Frediano, hombre de mala condición y de conversación, vida y fama pésimas, herético y manchado con la mancha de la herejía, que cree y afirma contra la fe católica… no teniendo a Dios presente sino más bien al enemigo del género humano, conscientemente, reflexivamente, torpemente y con ánimo e intención de practicar la maldad herética se mantuvo firme y convivió con los Fratricelli, llamados Fratricelli de la vida pobre, herejes y cismáticos, y siguió su malvada secta y herejía y sigue contra la fe católica… y entró en la dicha ciudad de Florencia y en los lugares públicos de dicha ciudad incluidos en la referida inquisición creyó, mantuvo y afirmó con pertinacia de boca y de corazón que Cristo nuestro redentor no poseyó cosa alguna en propiedad ni en común sino que tuvo tan sólo el simple uso de hecho, de cuantas cosas atestigua la sagrada escritura que las poseyó.»

  13. «Nos consta también de lo afirmado anteriormente y de la dicha sentencia dada por el dicho señor obispo de Florencia, que el referido Juan es hereje, que no quiere corregirse y enmendarse de tantos errores y herejías y convertirse al recto camino de la fe, considerando al dicho Juan por irreductible, pertinaz y obstinado en sus dichos perversos errores, para que el mismo Juan no pretenda gloriarse de sus repetidos crímenes y perversos errores, y para que su castigo sea ejemplo a los demás, en consecuencia sea conducido a dicho Juan, llamado hermano Miguel, hereje y cismático, al lugar acostumbrado de la justicia y allí mismo sea quemado y abrasado con fuego y llamas ígneas encendidas, de manera que muera totalmente y su alma sea separada del cuerpo…» El texto latino aparece en su morfología, sintaxis y ortografía bastante alejado de las exigencias del latín clásico. Este proceso de herejía está tomado íntegramente de un texto del siglo XIV, según el libro Ensayos sobre El nombre de la rosa, de Renato Giovannoli (editor), Barcelona, Lumen, 1987.

  14. «moriremos por el Señor».

  15. ¡Bien que os han cagado vuestros ansarones!

  16. «de ti habla la fábula» o «es de ti del que se trata en esta historia» (Horacio, Sátiras, 1,1,69-70).

  17. «mujer ceñida por el sol». Frase repetida en otras páginas, tomada del Apocalipsis, 12,1.

  18. «marcha atrás» [retrocede]. Texto evangélico de Marcos, 8,33.

  19. «fuerza apetecedora».

  20. «muy buenas» (Génesis, 1,31).

  21. «terrible como una línea ordenada de campamentos» (Cantar de los Cantares, 6,10).

  22. «hermosos son los pechos que sobresalen un poco y se hinchan suavemente».

  23. «Oh rutilante estrella de las jóvenes, oh puerta cerrada, fuente de jardines, celda guardadora de perfumes, celda de los colores.»

  24. «Oh, desfallezco / Veo la causa del desfallecimiento y no le pongo remedio».

  25. «y todo era bueno».

  26. «Así pues toda figura tanto más evidentemente demuestra la verdad cuanto más claramente prueba por medio de una semejanza disimilar que ella es figura y no la verdad» (De Hugo de San Víctor: Commetariorum in Hieranchiam coelestem S. Dionysii Aeropagitae libri dedem).

  27. «todo animal [está] triste después del coito».