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Con el corazón agitado por mil angustias, después de la escena de aquella noche, me levanté la mañana del quinto día cuando ya estaba sonando prima, sacudido con fuerza por Guillermo, que me avisaba de la inminente reunión entre ambas legaciones.
Miré por la ventana de la celda y no vi nada. La niebla del día anterior se había convertido en un manto lechoso que cubría totalmente la meseta.
Al salir, la abadía se me apareció como nunca lo había hecho hasta entonces: sólo algunas construcciones mayores, la iglesia, el Edificio, la sala capitular, se destacaban incluso a distancia, si bien con perfiles confusos, sombras entre las sombras, pero el resto de las construcciones sólo era visible a pocos pasos. Las formas de las cosas y de los animales parecían surgir repentinamente de la nada; las personas parecían fantasmas grises que emergían de la bruma, y que sólo poco a poco, y no sin esfuerzo, se volvían reconocibles.
Nacido en tierras nórdicas, estaba habituado a aquel elemento, que, en otras circunstancias, me habría hecho pensar, no sin ternura, en la planicie y el castillo de mi infancia. Pero aquella mañana me pareció percibir una dolorosa afinidad entre las condiciones del aire y las condiciones de mi alma, y la sensación de tristeza con que me había despertado fue creciendo a medida que me acercaba a la sala capitular.
A pocos pasos de aquel edificio, divisé a Bernardo Gui despidiéndose de otra persona que al principio no reconocí. Pero cuando pasó a mi lado vi que se trataba de Malaquías. Miraba a su alrededor como alguien que no desea ser visto mientras comete un delito, pero ya he dicho que la expresión de ese hombre era por naturaleza la de alguien que oculta, o intenta ocultar, algún secreto inconfesable.
No me reconoció, y se alejó del lugar. Movido por la curiosidad, seguí a Bernardo y vi que estaba hojeando unos folios que quizá le había entregado Malaquías. Al llegar al umbral de la sala capitular, llamó con un ademán al jefe de los arqueros, que estaba cerca, y le susurró unas palabras. Después entró en el edificio, y yo tras él.
Era la primera vez que pisaba aquel sitio, que, por fuera, era de dimensiones modestas y de formas sobrias. Advertí que en épocas recientes había sido reconstruido sobre los restos de una primitiva iglesia abacial, quizá destruida en parte por algún incendio.
Al entrar se pasaba bajo un portal construido según la nueva moda, de arco ojival, sin decoraciones y rematado por un rosetón. Pero una vez en el interior se descubría un atrio, reconstruido sobre las ruinas de un viejo nártex.[137] Y al frente, otro portal, con su arco construido según la moda antigua, y su tímpano de media luna admirablemente esculpido. Debía de ser el portal de la iglesia destruida.
Las esculturas del tímpano eran tan bellas, pero no tan inquietantes, como las de la iglesia actual. También aquí un Cristo sentado en su trono dominaba el tímpano, pero junto a él, en diferentes actitudes y sosteniendo distintos objetos, estaban los doce apóstoles a quienes había ordenado que fuesen por el mundo evangelizando a las gentes. Sobre la cabeza de Cristo, en un arco dividido en doce paneles, y bajo los pies de Cristo, en una procesión ininterrumpida de figuras, estaban representados los pueblos del mundo, los que recibirían la buena nueva. Reconocí por sus trajes a los hebreos, los capadocios, los árabes, los indios, los frigios, los bizantinos, los armenios, los escitas y los romanos. Pero, mezclados con ellos, en treinta círculos dispuestos en arco por encima del arco de los doce paneles, estaban los habitantes de los mundos desconocidos, de los que sólo tenemos noticias a través del Fisiólogo y de los relatos confusos de los viajeros. Muchos me resultaron irreconocibles, a otros pude identificarlos: por ejemplo, los brutos con seis dedos en las manos; los faunos que nacen de los gusanos que se forman entre la corteza y la madera de los árboles; las sirenas con la cola cubierta de escamas, que seducen a los marineros; los etíopes con el cuerpo todo negro, que se defienden del ardor del sol cavando cavernas subterráneas; los onocentauros, hombres hasta el ombligo y el resto asnos; los cíclopes con un solo ojo, grande como un escudo; Escila con la cabeza y el pecho de muchacha, el vientre de loba y la cola de delfín; los hombres velludos de la India que viven en los pantanos y en el río Epigmáride; los cinocéfalos, que no pueden hablar sin interrumpirse a cada momento para ladrar; los esquípodos, que corren a gran velocidad con su única pierna y que cuando quieren protegerse del sol se echan al suelo y enarbolan su gran pie como una sombrilla; los astómatas de Grecia, que carecen de boca y respiran por la nariz y sólo se alimentan de aire; las mujeres barbudas de Armenia; los pigmeos; los epístigos, que algunos llaman también pállidos, que nacen sin cabeza y tienen la boca en el vientre y los ojos en los hombros; las mujeres monstruosas del Mar Rojo, de doce pies de altura, con cabellos que les llegan hasta los talones, una cola bovina al final de la espalda, y pezuñas de camello; y los que tienen la planta de los pies hacia atrás, de modo que quien sigue sus huellas siempre llega al sitio del que proceden y nunca a aquel hacia el que se dirigen; y también los hombres con tres cabezas; los de ojos resplandecientes como lámparas; y los monstruos de la isla de Circe, con cuerpo de hombre y cerviz de diferentes, y muy variados, animales…
Estos y otros prodigios estaban esculpidos en aquel portal. Pero ninguno provocaba inquietud, porque no estaban allí para significar los males de esta tierra o los tormentos del infierno, sino para mostrar que la buena nueva había llegado a todas las tierras conocidas y se estaba extendiendo a las desconocidas, y por eso el portal era una jubilosa promesa de concordia, de unidad alcanzada a través de la palabra de Cristo, de esplendorosa ecumene.
Buen presagio, dije para mí pensando en el encuentro que iba a celebrarse más allá de aquel umbral, donde unos hombres enfrentados duramente por sostener interpretaciones opuestas del evangelio quizás lograrían resolver sus diferencias. Y me dije para mí que era un miserable pecador al padecer por mis infortunios personales, mientras estaban a punto de producirse acontecimientos tan importantes para la historia de la cristiandad. Comparé la pequeñez de mis penas con la grandiosa promesa de paz y serenidad estampada en la piedra del tímpano. Pedí perdón a Dios por mi fragilidad y, ya más tranquilo, crucé el umbral.
Al entrar vi reunidos a todos los miembros de ambas legaciones, sentados unos frente a otros en una serie de sillones dispuestos en semicírculo, y en medio una mesa a la que estaban sentados el Abad y el cardenal Bertrando.
Guillermo, a quien seguí para tomar apuntes, me colocó en la parte de los franciscanos, donde estaban Michele y los suyos, y otros franciscanos de la corte de Aviñón: porque el encuentro no debía parecer un duelo entre italianos y franceses, sino una disputa entre los partidarios de la regla franciscana y sus críticos, todos unidos por una incólume y católica fidelidad a la corte pontificia.
Con Michele da Cesena estaban fray Arnaldo de Aquitania, fray Hugo de Newcastle y fray Guillermo Alnwick, que habían participado en el capítulo de Perusa, y además el obispo de Caffa, y Berengario Talloni, Bonagrazia da Bergamo y otros franciscanos de la corte aviñonesa. En la parte opuesta estaban sentados Lorenzo Decoalcone, bachiller de Aviñón, el obispo de Padua y Jean d’Anneaux, doctor en teología en París. Junto a Bernardo Gui, silencioso y absorto, estaba el dominico Jean de Baune, al que en Italia llamaban Giovanni Dalbena. Guillermo me dijo que este último había sido años atrás inquisidor en Narbona, donde había procesado a muchos begardos y terciarios, pero, como había condenado por herética precisamente una proposición sobre la pobreza de Cristo, había tenido que vérselas con Berengario Talloni, lector en el convento de aquella ciudad, quien había apelado al papa. Como por entonces Juan aún no tenía una opinión definida sobre esa materia, los llamó a Aviñón para que discutieran. Pero el debate fue infructuoso, y poco después, en el capítulo de Perusa, los franciscanos adoptaban la tesis que ya he expuesto. Por último, del lado de los aviñoneses, había varios más, entre los cuales se encontraba el obispo de Alborea.
La sesión fue abierta por Abbone, quien consideró oportuno resumir los hechos más recientes. Recordó que el año del Señor 1322 el capítulo general de los frailes franciscanos, reunido en Perusa bajo la guía de Michele da Cesena, había establecido, tras larga y cuidadosa deliberación, que Cristo, para dar ejemplo de vida perfecta, y los apóstoles, para adecuarse a su enseñanza, nunca habían poseído en común cosa alguna, ya fuese a título de propiedad o de señoría, y que esa verdad era materia de fe sana y católica, como se deducía de una serie de citas de los libros canónicos. Por lo cual, la renuncia a la propiedad de todo bien era meritoria y santa, y a esa regla de santidad se habían atenido los primeros fundadores de la iglesia militante. Y que a esa verdad se había atenido en 1312 el concilio de Vienne, y que el propio papa Juan en 1317, en la constitución sobre el estado de los frailes franciscanos que comienza diciendo Quorundam exigit, había comentado las resoluciones de aquel concilio afirmando que habían sido santamente concebidas y que eran lúcidas, consistentes y maduras. Por lo que el capítulo de Perusa, considerando que aquello que con sana doctrina la sede apostólica había aprobado siempre, siempre debía darse por aceptado, y que de ninguna manera había que apartarse de ello, se había limitado a sellar otra vez aquella decisión conciliar, con la firma de maestros en sagrada teología como fray Guillermo de Inglaterra, fray Enrique de Alemania, fray Arnaldo de Aquitania, provinciales y ministros; así como con el sello de fray Nicolás, ministro de Francia, fray Guillermo Bloc, bachiller, del ministro general y de cuatro ministros provinciales, fray Tomás de Bolonia, fray Pietro de la provincia de San Francisco, fray Fernando da Castello y fray Simone da Turonia. Sin embargo, añadió Abbone, el año siguiente el papa emitió la decretal Ad conditorem canonum, contra la que protestó fray Bonagrazia da Bergamo, por considerarla contraria a los intereses de su orden. Entonces el papa arrancó la decretal de las puertas de la iglesia mayor de Aviñón, donde se exhibía, y corrigió varios puntos. Pero en realidad resultó aún más dura, y prueba de ello fue que, como consecuencia inmediata de la misma, fray Bonagrazia pasó un año en prisión. Tampoco podía dudarse de la severidad del pontífice, pues aquel mismo año emitió la ya célebre Cum inter nonnullos, donde se condenaron definitivamente las tesis del capítulo de Perusa.
En aquel momento, interrumpiendo con cortesía a Abbone, habló el cardenal Bertrando, para decir que convenía recordar que las cosas se habían complicado, para gran irritación del pontífice, cuando en 1324 Ludovico el Bávaro había emitido la declaración de Sachsenhausen, donde sin razones válidas adoptaba las tesis de Perusa (tampoco era fácil comprender, observó Bertrando con una ligera sonrisa, cómo podía el emperador abogar con tanto entusiasmo por la pobreza, cuando él no la practicaba en absoluto), poniéndose contra el señor papa, llamándolo inimicus pacis y afirmando que deseaba provocar escándalos y discordias, tratándolo, por último, de hereje e, incluso, de heresiarca.
—No exactamente —intentó mediar Abbone.
—En el fondo afirmó eso —dijo Bertrando con tono seco.
Y añadió que precisamente para rebatir aquella inoportuna intervención del emperador, el papa se había visto obligado a emitir la decretal Quia quorundam, y que, por último, había cursado una invitación a Michele da Cesena conminándolo a presentarse ante él. Michele había respondido excusando no poder ir por encontrarse enfermo, hecho del que nadie dudaba, y había enviado a fray Giovanni Fidanza y a fray Modesto Custodio de Perusa. Pero dio la casualidad, dijo el cardenal, de que los güelfos de Perusa informaron al papa de que, lejos de estar enfermo, Michele estaba manteniendo contactos con Ludovico de Baviera. Y en cualquier caso, dejando de lado lo que podía o no haber sucedido, el hecho era que ahora fray Michele se veía bien y sereno, y que en Aviñón se le esperaba. Sin embargo, era mejor, admitía el cardenal, ponderar antes, como se estaba haciendo en aquel momento, y en presencia de hombres prudentes situados de una y otra parte, lo que luego Michele diría al papa, porque al fin y al cabo todos estaban interesados en no agravar las cosas y en resolver fraternalmente una querella que no tenía razón de ser entre un padre amantísimo y sus devotos hijos, y que hasta entonces se había agudizado sólo debido a la intervención de hombres del siglo que, por emperadores o vicarios que fuesen, nada tenían que hacer en los asuntos de la santa madre iglesia.
Intervino entonces Abonne, quien dijo que, a pesar de ser hombre de iglesia y abad de una orden a la que la iglesia tanto debía (un murmullo de respeto y consideración corrió por ambos lados del hemiciclo), no consideraba que el emperador tuviese que quedar al margen de esos asuntos, por las numerosas razones que luego expondría fray Guillermo de Baskerville. Pero, siguió diciendo Abbone, era correcto, sin embargo, que la primera parte de la discusión se desarrollara entre los enviados pontificios y los representantes de aquellos hijos de San Francisco que, por el solo hecho de participar en ese encuentro, demostraban que eran hijos devotísimos del pontífice. Por consiguiente, invitaba a fray Michele, o a quien hablase en su nombre, a que expusiera las tesis que se proponía defender en Aviñón.
Michele dijo que, para gran alegría y emoción de su parte, aquella mañana se encontraba con ellos Ubertino da Casale, a quien en 1322 el propio pontífice había pedido una relación fundada sobre el asunto de la pobreza. Y precisamente Ubertino podría resumir, con la lucidez, la erudición y la fe apasionada que todos reconocían en él, los puntos capitales de las ideas que la orden franciscana ya había hecho definitivamente suyas.
Se puso en pie Ubertino, y tan pronto como empezó a hablar comprendí por qué había podido despertar tanto entusiasmo no sólo como predicador sino también como hombre de corte. Apasionado en el ademán, persuasivo en la voz, fascinante en la sonrisa, claro y coherente en el razonamiento, tuvo cogidos a los oyentes durante todo el tiempo que duró su discurso. Comenzó con una disquisición muy docta sobre las razones en que se apoyaban las tesis de Perusa. Dijo que ante todo había que reconocer que Cristo y sus apóstoles tuvieron una doble condición, porque fueron prelados de la iglesia del nuevo testamento, y como tales tuvieron propiedades, en cuanto a la autoridad para dispensar y distribuir bienes, y dar a los pobres y a los ministros de la iglesia, como está escrito en el capítulo cuarto de los Hechos de los Apóstoles, y sobre esto nadie discute. Pero en segundo lugar, Cristo y los apóstoles deben ser considerados como personas particulares, fundamento de toda perfección religiosa, y perfectos despreciadores del mundo. Y en este sentido existen dos maneras de poseer, una de las cuales es civil y mundana, y las leyes imperiales la definen con las palabras in bonis nostris, porque se dicen nuestros aquellos bienes que nos han sido dados en custodia y que, cuando nos los quitan, tenemos derecho a reclamar. Y por eso una cosa es defender civil y mundanamente el bien propio contra el que nos lo quiere quitar, apelando al juez imperial (y afirmar que Cristo y los apóstoles poseyeron bienes de esta manera es herético, porque, como dice Mateo en el capítulo V, al que quiera litigar contigo para quitarte la túnica, déjale también el manto, y no otra cosa dice Lucas en el capítulo VI, donde Cristo aparta de sí todo dominio y señorío y lo mismo impone a sus apóstoles, y véase además el capítulo XXIV de Mateo, donde Pedro dice al Señor que para seguirlo lo han dejado todo), pero hay otra manera en que pueden poseerse las cosas temporales y es en razón de la común caridad fraterna, y en este sentido Cristo y los suyos poseyeron bienes por razón natural, razón que algunos llaman jus poli, o sea razón del cielo, basada en la naturaleza, que, sin ordenación humana, concuerda con la justa razón, mientras que el jus fori es poder que depende de las estipulaciones humanas. Antes de la primera división de las cosas, éstas fueron, en cuanto al dominio, como son ahora las cosas que no pertenecen a nadie y se conceden al que las ocupa, y en cierto sentido fueron comunes a todos los hombres, mientras que sólo después del pecado nuestros antepasados empezaron a repartirse la propiedad de las cosas y de entonces datan los dominios mundanos tal como se conocen en la actualidad. Pero Cristo y los apóstoles tuvieron bienes de la primera manera, y así tuvieron ropa, pan y pescados, y, como dice Pablo en la primera a Timoteo, tenemos alimentos y con qué cubrirnos, y estamos satisfechos. Por lo que se ve que Cristo y los suyos tuvieron esas cosas no en posesión sino en uso, o sea, sin menoscabo de su absoluta pobreza. Lo que ya el papa Nicolás II había reconocido en la decretal Exiit qui seminat.
Pero del lado contrario se levantó Jean d’Anneaux y dijo que las tesis de Ubertino le parecían reñidas no sólo con la recta razón sino también con la recta interpretación de las escrituras. Porque en el caso de los bienes perecederos, como el pan y el pescado, no puede hablarse de mero derecho de uso, y, en efecto, en tal caso no puede haber uso, sino abuso. Todo lo que los creyentes tenían en común en la iglesia primitiva, como se deduce de los Hechos segundo y tercero, lo tenían sobre la base del mismo tipo de dominio que detentaban antes de la conversión. Los apóstoles, después del descenso del Espíritu Santo, poseyeron fincas en Judea; el voto de vivir sin propiedad no se extiende a lo que el hombre necesita para vivir, y cuando Pedro dijo que lo había dejado todo no quería decir que hubiera renunciado a la propiedad; Adán tuvo dominio y propiedad de las cosas; el servidor que coge dinero de su amo no hace, sin duda, uso ni abuso del mismo; las palabras de la Exiit qui seminat en que siempre se apoyan los franciscanos, y por las que se establece que éstos sólo tienen el uso de lo que utilizan, pero no su dominio ni su propiedad, deben relacionarse sólo con los bienes que no se agotan con el uso, y de hecho si la Exiit abarcase también los bienes perecederos estaría afirmando algo imposible; el uso de hecho no puede distinguirse del dominio jurídico; todo derecho humano, sobre cuya base se poseen bienes materiales, está contenido en las leyes de los reyes; como hombre mortal, Cristo fue, desde el instante de su concepción, propietario de todos los bienes terrenales, y como Dios recibió del padre el dominio universal de todo; fue propietario de ropas, alimentos y dinero gracias a las contribuciones y ofrendas de los fieles, y si fue pobre, no lo fue por no tener propiedades sino porque no percibía los frutos de estas últimas, porque el mero dominio jurídico, separado de la recaudación de los intereses, no vuelve rico al que lo detenta; y por último, aunque la Exiit hubiese dicho otra cosa, el pontífice romano, en lo que se refiere a la fe y a las cuestiones morales, puede revocar las resoluciones de sus predecesores y afirmar, incluso, lo contrario.
Fue entonces cuando se puso en pie con ademán vehemente fray Girolamo, obispo de Caffa. La barba le temblaba de ira a pesar de que sus palabras trataban de parecer conciliadoras. Empezó a argumentar de una manera que me pareció bastante confusa.
—Lo que querría decir al santo padre, y yo mismo lo diré, empiezo aceptando que me lo corrija, porque en verdad creo que Juan es el vicario de Cristo, y por declararlo me tuvieron preso los sarracenos. Y comenzaré citando un hecho que menciona un gran doctor, relativo a la disputa que se planteó cierto día entre unos monjes sobre quién era el padre de Melquisedec. Y entonces el abad Copes, al ser interrogado sobre eso se dio un golpe en la cabeza y dijo: «Ten cuidado, Copes, porque sólo buscas lo que Dios no te ordena buscar, y descuidas lo que te ordena encontrar.» Pues bien, como se deduce con toda claridad de mi ejemplo, el hecho de que Cristo y la Virgen bienaventurada y los apóstoles nunca tuvieron nada en común ni en particular es más evidente, incluso, que el hecho de que Jesús fue hombre y Dios al mismo tiempo, ¡hasta el punto de que me parece evidente que quien negase lo primero estaría obligado a negar también lo segundo!
Lo dijo con tono triunfal, y vi que Guillermo alzaba los ojos al cielo. Sospecho que el silogismo de Girolamo le pareció bastante defectuoso, y no me atrevería a discutírselo, pero aún más defectuosa me pareció a mí la furibunda argumentación en contra que expuso Giovanni Dalbena, que dijo que quien afirma algo sobre la pobreza de Cristo afirma lo que se ve (o no se ve) a través del ojo, mientras que en la definición de su humanidad y su divinidad interviene la fe, razón por la cual las dos proposiciones no pueden compararse. Al responderle, Girolamo se mostró más agudo que su adversario:
—¡Oh, no, querido hermano, me parece que es al revés, porque todos los evangelios dicen que Cristo era hombre, y comía y bebía, y, en virtud de sus evidentísimos milagros, también era Dios, y estas son cosas que precisamente saltan a la vista!
—También los magos y los adivinos hicieron milagros —dijo Dalbena con tono de suficiencia.
—Sí, pero mediante fórmulas de arte mágico. ¿Quieres igualar los milagros de Cristo con el arte mágico? —la asamblea murmuró indignada que no quería hacer eso—. Y finalmente —prosiguió Girolamo, que ya se sentía cerca de la victoria—, ¿el señor cardenal Del Poggetto pretende considerar herética la creencia en la pobreza de Cristo, cuando sobre ella se basa la regla de una orden como la franciscana, no habiendo reino al que sus hijos no hayan llegado para predicar, y para derramar su sangre, desde Marruecos hasta la India?
—Santa alma de Pedro Hispano —murmuró Guillermo—, protégenos.
—Queridísimo hermano —vociferó entonces Dalbena, dando un paso al frente—, habla, si quieres, de la sangre de tus hermanos, pero no olvides que también religiosos de otras órdenes han pagado ese tributo…
—No es que quiera faltar al señor cardenal —gritó Girolamo—, pero ningún dominico ha muerto jamás entre los infieles, ¡mientras que sólo en mis tiempos murieron allí martirizados nueve franciscanos!
Con el rostro rojo de ira, se alzó entonces el obispo de Alborea, que era dominico:
—¡Puedo demostrar que antes de que los franciscanos llegaran a Tartaria, el papa Inocencio envió allí a tres dominicos!
—¿Ah sí? —comentó Girolamo en son de burla—. Pues bien, me consta que los franciscanos están en Tartaria desde hace ochenta años, y tienen cuarenta iglesias distribuidas por todo el país, ¡mientras que los dominicos sólo tienen cinco puestos en la costa y en total no serán más que quince frailes! ¡Y no hay más que discutir!
—Sí que lo hay —gritó Alborea—, porque estos franciscanos que paren terciarios como las perras cachorros, se lo atribuyen todo, se jactan de sus mártires, ¡y después resulta que tienen hermosas iglesias y paramentos suntuosos, y que compran y venden como los frailes de las demás órdenes!
—No, señor mío, no —replicó Girolamo—, no compran y venden ellos mismos, sino a través de los procuradores de la sede apostólica, ¡y son éstos los que detentan la posesión, mientras que los franciscanos sólo tienen el uso!
—¿En serio? —preguntó Alborea, con una sonrisa burlona—. ¿Y entonces cuántas veces has vendido sin pasar por los procuradores? Conozco la historia de unas fincas que…
—Si lo he hecho, he cometido un error —se apresuró a interrumpirlo Girolamo—. ¡No achaques a la orden mis posibles debilidades!
—Pero, venerables hermanos —intervino entonces Abbone—, no estamos aquí para discutir si los franciscanos son pobres, sino si lo fue o no Nuestro Señor…
—Pues bien —volvió a decir entonces Girolamo—, acerca de esta cuestión tengo un argumento que corta como la espada…
—San Francisco, protege a tus hijos… —dijo Guillermo, totalmente desalentado.
—El argumento es —prosiguió Girolamo— que los orientales y los griegos, que están mucho más familiarizados que nosotros con la doctrina de los santos padres, están seguros de la pobreza de Cristo. Y, si esos herejes y cismáticos sostienen con tanta claridad una verdad tan clara, ¿acaso querríamos ser más heréticos y cismáticos que ellos negándola? ¡Si los orientales escuchasen lo que algunos de nosotros predican contra esa verdad, los lapidarían!
—Pero ¿qué estás diciendo? —comentó Alborea con tono burlón—. ¿Entonces por qué no lapidan a los dominicos que precisamente predican contra ella?
—¿Los dominicos? ¡Pero si allí nunca los he visto!
Con el rostro morado, Alborea observó que aquel fray Girolamo quizá hubiera estado quince años en Grecia, mientras que él había vivido allí desde su infancia. Girolamo replicó que él, el dominico Alborea, quizá hubiera estado también en Grecia, pero haciendo una vida refinada, viviendo en hermosos palacios obispales, mientras que él, que era franciscano, y no hacía quince sino veintidós años, había predicado ante el emperador de Constantinopla. Entonces Alborea, desprovisto ya de argumentos, trató de superar la distancia que lo separaba de los franciscanos, manifestando a viva voz, y con palabras que no me atrevo a repetir, su firme intención de arrancarle la barba al obispo de Caffa, cuya virilidad ponía en duda, y al que, ateniéndose a la ley del talión, quería castigar usando la barba como látigo.
Los otros franciscanos corrieron a formar una barrera para defender a su hermano, los aviñoneses consideraron oportuno dar mano fuerte al dominico y aquello desembocó (¡oh, Señor, ten misericordia de tus hijos predilectos!) en una riña que en vano trataron de serenar el Abad y el cardenal. En el tumulto que se produjo, franciscanos y dominicos se dijeron unos a otros cosas muy graves, como si se tratase de una lucha entre cristianos y sarracenos. Sólo permanecieron en su sitio Guillermo, de una parte, y Bernardo Gui, de la otra. Guillermo parecía triste, y Bernardo, alegre… si de alegre podía calificarse la pálida sonrisa que fruncía los labios del inquisidor.
—¿No hay mejores argumentos —pregunté a mi maestro, mientras Alborea se encarnizaba con la barba del obispo de Caffa— para demostrar o refutar la tesis de la pobreza de Cristo?
—Querido Adso —dijo Guillermo—, puedes afirmar cualquiera de las dos cosas, y nunca podrás decidir, sobre la base de los evangelios, si Cristo consideró o no propia, y hasta qué punto, la túnica que llevaba puesta, y que probablemente tirase cuando estaba gastada. Y, si quieres, la doctrina de Tomás de Aquino sobre la propiedad es más audaz que la nuestra. Los franciscanos decimos: no poseemos nada, todo lo tenemos en uso. Él decía: podéis consideraros poseedores, siempre y cuando, si a alguien le faltase algo que vosotros poseyerais, le concedáis su uso, y no por caridad, sino por obligación. Pero lo que importa no es si Cristo fue o no pobre, sino si la iglesia debe o no ser pobre. Y la pobreza no se refiere tanto a la posesión o no de un palacio, como a la conservación o a la pérdida del derecho de legislar sobre las cosas terrenales.
—¡Ah, por eso al emperador le interesa tanto lo que dicen los franciscanos sobre la pobreza!
—Así es. Los franciscanos juegan a favor del imperio, contra el papa. Pero para Marsilio y para mí el juego es doble, porque quisiéramos que el juego del imperio hiciese nuestro juego y favoreciera nuestras ideas acerca del gobierno humano.
—¿Eso diréis en vuestra intervención?
—Si lo digo, cumpliré con mi misión, que era la de exponer el pensamiento de los teólogos imperiales, pero, al mismo tiempo, mi misión fracasará, porque tenía que facilitar la realización de un segundo encuentro en Aviñón, y no creo que Juan acepte que vaya allí para decir esto.
—¿Entonces?
—Entonces estoy atrapado entre dos fuerzas opuestas, como el asno que no sabe de cuál de los dos sacos de heno comer. Lo que sucede es que los tiempos no están maduros. Marsilio sueña con una transformación que en este momento es imposible, y Ludovico no es mejor que sus predecesores, aunque por ahora sea el único baluarte contra ese miserable de Juan. Quizás deba decir lo que pienso, siempre y cuando ellos no se maten antes entre sí. En cualquier caso, tú, Adso, escribe, para que al menos quede huella de lo que está sucediendo aquí.
—¿Y Michele?
—Me temo que está perdiendo el tiempo. El cardenal sabe que el papa no busca una mediación; Bernardo Gui sabe que su misión es hacer fracasar el encuentro; y Michele sabe que de todos modos irá a Aviñón, porque no quiere que la orden rompa todos los vínculos con el papa. E irá con riesgo para su vida.
Mientras hablábamos —y en realidad no sé cómo podíamos oír lo que decíamos—, la disputa había llegado a su punto culminante. Habían intervenido los arqueros, por indicación de Bernardo Gui, para impedir que los dos grupos llegasen a chocar. Pero, como sitiadores y sitiados, a uno y otro lado de la muralla de una fortaleza, se lanzaban objeciones e improperios que aquí repito al azar, porque ya no soy capaz de saber quién los profirió en cada caso, y porque, sin duda, las frases no se dijeron por turno, como hubiese ocurrido en una discusión realizada en mis tierras, sino a la manera mediterránea, una a caballo de la otra, como las olas de un mar enfurecido.
—¡El evangelio dice que Cristo tenía una bolsa!
—¡Basta de hablar de esa bolsa! ¡La pintáis hasta en los crucifijos! ¿Cómo explicas entonces que cuando Nuestro Señor estaba en Jerusalén, regresaba cada noche a Betania?
—Y si Nuestro Señor quería dormir en Betania, ¿quién eres tú para juzgar su decisión?
—No, viejo cabrón. ¡Nuestro Señor regresaba a Betania porque no tenía dinero para pagarse un albergue en Jerusalén!
—¡El cabrón eres tú, Bonagrazia! ¿Y qué comía Nuestro Señor en Jerusalén?
—¿Acaso dirías que el caballo es propietario de la avena que su amo le da para sobrevivir?
—Mira que estás comparando a Cristo con un caballo…
—No, eres tú quien comparas a Cristo con un prelado simoníaco de tu corte, ¡saco de estiércol!
—¿Sí? ¿Y cuántas veces la santa sede ha tenido que meterse en pleitos para defender vuestros bienes?
—¡Los bienes de la iglesia, no los nuestros! ¡Nosotros sólo los teníamos en uso!
—¡En uso para coméroslos, para haceros con ellos hermosas iglesias llenas de estatuas de oro! ¡Hipócritas, vehículos de iniquidad, sepulcros blanqueados, sentina de vicios! ¡Sabéis muy bien que la caridad, y no la pobreza, es el principio de la vida perfecta!
—¡Eso lo dijo el glotón de vuestro Tomás?
—¡Ten cuidado, impío! ¡Llamas glotón a un santo de la santa iglesia romana!
—¡Santo de mis sandalias, canonizado por Juan para fastidiar a los franciscanos! ¡Vuestro papa no puede hacer santos, porque es un hereje! ¡Más aún: un heresiarca!
—¡Esa cantinela ya la conocemos! Es lo que ha dicho el pelele de Baviera en Sachsenhausen. ¡Y fue vuestro Ubertino quien se lo dictó!
—¡Cuidado con lo que dices, cerdo, hijo de la prostituta de Babilonia y de otras mujerzuelas! ¡Sabes bien que aquel año Ubertino no estaba con el emperador sino precisamente en Aviñón, al servicio del cardenal Orsini, y que el papa se disponía a enviarlo como embajador a Aragón!
—Lo sé, ¡sé que hacía voto de pobreza en la mesa del cardenal, como ahora lo hace en la abadía más rica de la península! ¡Ubertino! ¿Si tú no estabas, quién sugirió a Ludovico que utilizara tus escritos?
—¿Qué culpa tengo de que Ludovico lea mis escritos? ¡Sin duda, los tuyos no puede leerlos, porque eres analfabeto!
—¿Yo analfabeto? ¿Y qué me dices de las letras de vuestro Francisco, que hablaba con las ocas?
—¡Has blasfemado!
—¡Eres tú el que blasfema, fraticello del barrilito!
—¡Sabes muy bien que nunca he hecho nada con el barrilito!
—¡Sí que lo has hecho junto con tus fraticelli, cuando te metías en la cama de Chiara da Montefalco!
—¡Que Dios te fulmine! ¡En aquella época yo era inquisidor, y Chiara ya había expirado en olor de santidad!
—¡Chiara expiraba en olor de santidad, pero tú aspirabas otro olor cuando cantabas maitines a las monjas!
—Sigue, sigue, ya te alcanzará la cólera de Dios, ¡como alcanzará a tu amo, que ha dado asilo a dos herejes, como ese ostrogodo de Eckhart y ese nigromante inglés que llamáis Branucerton!
—¡Venerables hermanos, venerables hermanos! —gritaban el cardenal Bertrando y el Abad.
Todavía arreciaba la disputa, cuando uno de los novicios que guardaban la puerta atravesó aquella confusión como quien cruza un campo castigado por el granizo y se acercó a Guillermo para decirle en voz baja que Severino quería hablarle con urgencia. Salimos al nártex, atestado de monjes curiosos que, a través de la maraña de gritos y ruidos, intentaban comprender lo que sucedía dentro. En primera fila vimos a Aymaro d’Alessandria, que nos recibió con su acostumbrada sonrisa burlona de conmiseración por la estupidez universal:
—Sin duda, desde que aparecieron las órdenes mendicantes la cristiandad se ha vuelto más virtuosa —dijo.
Guillermo lo apartó, no sin cierta rudeza, para dirigirse al rincón donde nos estaba esperando Severino. Se le veía ansioso; deseaba hablarnos en privado, pero en aquella confusión era imposible encontrar un sitio tranquilo. Quisimos salir al exterior, pero en ese momento asomó Michele da Cesena por el umbral para decirle a Guillermo que regresase, porque la disputa estaba serenándose y había que seguir con las intervenciones.
Dividido entre dos nuevos sacos de heno, Guillermo le dijo al herbolario que hablase, y éste trató de que no lo oyeran los demás.
—Es cierto que, antes de ir a los baños, Berengario estuvo en el hospital —dijo.
—¿Cómo lo sabes?
Algunos monjes se acercaron, intrigados por nuestra conversación. Severino bajó todavía más la voz, mientras miraba a su alrededor:
—Me habías dicho que ese hombre… debía tener algo consigo… Pues bien, he encontrado algo en mi laboratorio, mezclado con los otros libros… Un libro que no es mío, un libro extraño.
—Debe de ser aquél —dijo Guillermo exultante—, tráemelo en seguida.
—No puedo —dijo Severino—, después te lo explicaré, he descubierto… Creo haber descubierto algo interesante… Debes venir tú, tengo que mostrarte el libro… con cautela…
Se interrumpió. Nos dimos cuenta de que, silencioso como siempre, Jorge había aparecido casi de improviso a nuestro lado. Tenía los brazos extendidos hacia adelante, como si, no habituado a moverse en aquel sitio, intentara comprender hacia dónde estaba yendo. Una persona normal no hubiera podido escuchar los susurros de Severino, pero hacía tiempo que nos habíamos dado cuenta de que el oído de Jorge, como el de todos los ciegos, era particularmente agudo.
Sin embargo, el anciano pareció no haber escuchado nada. Incluso caminó alejándose del sitio en que nos encontrábamos. Tocó a uno de los monjes y le pidió algo. Este lo cogió con delicadeza del brazo y lo condujo hacia afuera. En ese momento volvió a aparecer Michele para llamar otra vez a Guillermo. Mi maestro tomó una decisión:
—Por favor —le dijo a Severino—, regresa en seguida al sitio de donde has venido. Enciérrate y espera a que yo llegue. Tú —me dijo— sigue a Jorge. Aunque haya escuchado algo, no creo que se haga conducir al hospital. En todo caso, averigua adónde va.
Se dispuso a regresar a la sala, y vio (yo también lo vi) a Aymaro, que trataba de abrirse paso entre el gentío para ir tras Jorge, que en aquel momento estaba saliendo. Entonces Guillermo cometió una imprudencia, porque en voz alta, y desde el otro extremo del nártex, le dijo a Severino, que ya estaba casi fuera del edificio:
—Ten mucho cuidado. ¡No permitas que nadie… que esos folios… regresen al sitio en que estaban antes!
En aquel momento, me disponía yo a seguir a Jorge, y vi al cillerero adosado contra la jamba de la puerta exterior: había oído las palabras de Guillermo y miraba alternativamente a mi maestro y al herbolario, con el rostro contraído por el miedo. Vio que Severino salía al exterior y fue tras él. Yo estaba en el umbral, y, mientras temía perder de vista a Jorge, que en cualquier momento desaparecería en la niebla, veía cómo a los otros dos también, aunque en la dirección opuesta, se los iba tragando la nada. Rápidamente, calculé qué debía hacer. Me habían ordenado que siguiera al ciego, pero porque se temía que estuviera yendo hacia el hospital. Pero la dirección que había tomado, junto con su acompañante, no era ésa, pues estaba cruzando el claustro y caminaba hacia la iglesia, o hacia el Edificio. En cambio, el cillerero estaba siguiendo, sin duda, al herbolario, y los temores de Guillermo se relacionaban con lo que podría llegar a suceder en el laboratorio. Por eso decidí seguir a estos últimos, mientras me preguntaba, entre otras cosas, adónde había ido Aymaro, suponiendo que no hubiese salido por razones muy distintas a las nuestras.
Me mantuve a una distancia razonable, pero sin perder de vista al cillerero, que ahora caminaba más lentamente, porque se había dado cuenta de que lo estaba siguiendo. No podía saber si la sombra que le pisaba los talones era yo, como tampoco yo si la sombra cuyos talones estaba pisando era él, pero, así como yo no tenía dudas sobre él, él tampoco las tenía sobre mí.
Obligándolo a controlarme, le impedía seguir de muy cerca a Severino. Y cuando la puerta del hospital surgió de entre la niebla, estaba cerrada. Gracias al cielo, Severino había entrado ya. El cillerero se volvió una vez más para mirarme —yo estaba quieto como un árbol del huerto—, después pareció tomar una decisión y echó a andar hacia la cocina. Pensé que mi misión estaba cumplida. Severino era un hombre prudente, se protegería muy bien solo, sin abrir a nadie. No me quedaba nada más que hacer, y sobre todo ardía de curiosidad por ver lo que estaba sucediendo en la sala capitular. Por tanto, decidí regresar y dar parte a Guillermo. Quizás hice mal, porque, si me hubiese quedado de guardia, nos habríamos ahorrado muchas otras desgracias. Pero esto lo sé ahora: en aquel momento no lo sabía.
Mientras regresaba, casi choqué con Bencio, que sonreía con aire de complicidad:
—Severino ha encontrado algo que dejó Berengario, ¿verdad?
—¿Y tú qué sabes? —le respondí con insolencia, tratándolo como alguien de mi edad, en parte por ira y en parte porque su rostro joven tenía en aquel momento una expresión de malicia casi infantil.
—No soy tonto —respondió Bencio—. Severino corre a decir algo a Guillermo, tú vigilas que nadie lo siga…
—Y tú nos observas demasiado, a nosotros y a Severino —dije irritado.
—¿Yo? Es verdad que os observo. Desde anteayer no pierdo de vista los baños ni el hospital. Si hubiese podido, ya habría entrado allí. Daría un ojo de la cara por saber qué encontró Berengario en la biblioteca.
—¡Quieres saber demasiadas cosas sin tener derecho a saberlas!
—Soy un estudioso y tengo derecho a saber, he venido desde el confín del mundo para conocer la biblioteca, y la biblioteca permanece cerrada como si estuviera llena de cosas malas, y yo…
—Deja que me marche —dije con tono brusco.
—Ya te dejo, puesto que me has dicho lo que quería saber.
—¿Yo?
—También callando puede hablarse.
—Te aconsejo que no entres en el hospital —le dije.
—No entraré, no entraré, quédate tranquilo. Pero nadie me prohíbe que mire desde fuera.
No seguí escuchándolo y reanudé mi camino. Pensé que aquel curioso no constituía un gran peligro. Me acerqué a Guillermo y lo puse brevemente al corriente de los hechos. Me hizo un gesto de aprobación y luego me indicó que callara. La confusión estaba disminuyendo. Los miembros de ambas legaciones estaban dándose el beso de la paz. Alborea elogiaba la fe de los franciscanos, Girolamo alababa la caridad de los predicadores, todos proclamaban su esperanza en una iglesia que ya no estuviese agitada por luchas intestinas. Unos celebraban la fortaleza de los otros, éstos la templanza de los primeros, y todos invocaban la justicia y se recomendaban la prudencia. Nunca vi tantos hombres empeñados con tanta sinceridad en el triunfo de las virtudes teologales y cardinales.
Pero ya Bertrando del Poggetto estaba invitando a Guillermo a exponer las tesis de los teólogos imperiales. Guillermo se levantó de mala gana: por una parte, se estaba dando cuenta de que el encuentro era del todo inútil; por la otra, tenía prisa por marcharse, pues a esas alturas le interesaba más el libro misterioso que la suerte del encuentro. Pero era evidente que no podía sustraerse a su deber.
Empezó, pues, a hablar, en medio de muchos «eh» y «oh», quizá más de los acostumbrados, y de los permitidos, como para dar a entender que no estaba nada seguro de lo que iba a decir, y a modo de exordio afirmó que comprendía muy bien el punto de vista de los que habían hablado antes, y que, por otra parte, lo que algunos llamaban la «doctrina» de los teólogos imperiales no era más que un conjunto de observaciones dispersas que no aspiraban a imponerse como verdades de la fe.
Después dijo que, dada la inmensa bondad que Dios había mostrado al crear el pueblo de sus hijos, amándolos a todos sin distinciones, desde aquellas páginas del Génesis donde aún no se hacía distinción entre sacerdotes y reyes, y considerando también que el Señor había otorgado a Adán y sus sucesores el dominio sobre las cosas de esta tierra, siempre y cuando obedeciesen las leyes divinas, podía sospecharse que tampoco había sido ajena al Señor la idea de que en las cosas terrenales el pueblo debía ser el legislador y la primera causa eficiente de la ley. Por pueblo, dijo, hubiese sido conveniente entender la universalidad de los ciudadanos, pero como entre éstos también hay que considerar a los niños, los idiotas, los maleantes y las mujeres, quizá podía llegarse de una manera razonable a una definición de pueblo como la parte mejor de los ciudadanos, si bien en aquel momento él no consideraba oportuno pronunciarse acerca de quiénes pertenecían efectivamente a esa parte.
Tosió un poco, pidió disculpas a los presentes diciendo que sin duda aquel día la atmósfera estaba muy húmeda, y formuló la hipótesis de que el pueblo podría expresar su voluntad a través de una asamblea general electiva. Dijo que le parecía sensato que una asamblea de esa clase pudiese interpretar, alterar o suspender la ley, porque, si la ley la hiciera uno solo, éste podría obrar mal por ignorancia o por maldad, y añadió que no era necesario recordar a los presentes cuántos casos así se habían producido recientemente. Advertí que los presentes, más bien perplejos por lo que estaba diciendo, no podían dejar de aceptar esto último, porque era evidente que cada uno pensaba en una persona distinta, y que para cada uno dicha persona era un ejemplo de maldad.
Pues bien, prosiguió Guillermo, si uno solo puede hacer mal las leyes, ¿no las hará mejor una mayoría? Desde luego, subrayó, se hablaba de las leyes terrenales, relativas a la buena marcha de las cosas civiles. Dios había dicho a Adán que no comiera del árbol del bien y del mal, y aquélla era la ley divina, pero después lo había autorizado, ¿qué digo?, incitado a dar nombre a las cosas, y en ello había dejado libre a su súbdito terrestre. En efecto, aunque en nuestra época algunos digan que nomina sunt consequentia rerum,[138] el libro del Génesis es por lo demás bastante claro sobre esta cuestión: Dios trajo ante el hombre todos los animales para ver cómo los llamaría, y cualquiera hubiese sido el nombre que éste les diese, así deberían llamarse en adelante. Y aunque, sin duda, el primer hombre había sido lo bastante sagaz como para llamar, en su lengua edénica, a toda cosa y animal de acuerdo con su naturaleza, eso no entrañaba que hubiera dejado de ejercer una especie de derecho soberano al imaginar el nombre que a su juicio correspondía mejor a dicha naturaleza. Porque, en efecto, ya se sabe qué diversos son los nombres que los hombres imponen para designar los conceptos, y que sólo los conceptos, signos de las cosas, son iguales para todos. De modo que, sin duda, la palabra nomen procede de nomos, o sea de ley, porque precisamente los hombres dan los nomina ad placitum,[139] o sea a través de una convención libre y colectiva.
Los presentes no se atrevieron a impugnar tan docta demostración. En virtud de lo cual, concluyó Guillermo, se ve con claridad que la legislación sobre las cosas de esta tierra, y por tanto sobre las cosas de las ciudades y los reinos, no guarda relación alguna con la custodia y la administración de la palabra divina, privilegio inalienable de la jerarquía eclesiástica. Infelices, así, los infieles, porque carecen de una autoridad como ésta, que interprete para ellos la palabra divina (y todos se apiadaron de los infieles). Pero, ¿acaso esto nos autoriza a decir que los infieles carecen de la tendencia a hacer leyes y a administrar sus cosas mediante gobiernos, ya sean reyes, emperadores, sultanes o califas? ¿Y acaso podía negarse que muchos emperadores romanos habían ejercido el poder temporal con gran sabiduría, por ejemplo Trajano? ¿Y quién ha otorgado a los paganos y a los infieles esa capacidad natural para legislar y vivir en comunidades políticas? ¿Acaso sus divinidades mentirosas que necesariamente no existen (o que no existen necesariamente, como quiera que se interprete la negación de esta modalidad)? Sin duda que no. Sólo podía habérsela conferido el Dios de los ejércitos, el Dios de Israel, padre de nuestro señor Jesucristo… ¡Admirable prueba de la bondad divina, que ha conferido la capacidad de juzgar sobre las cosas políticas también a quien no reconoce la autoridad del pontífice romano y no profesa los misterios sagrados, suaves y terribles del pueblo cristiano! Pero, ¿qué mejor demostración del hecho de que el dominio temporal y la jurisdicción secular nada tienen que ver con la iglesia y con las leyes de Jesucristo, y de que fueron ordenados por Dios al margen de toda ratificación eclesiástica e incluso antes del nacimiento de nuestra santa religión?
Volvió a toser, pero esta vez no fue el único. Muchos de los asistentes se agitaban en sus sillones y carraspeaban. Vi que el cardenal se pasaba la lengua por los labios y hacía un gesto, ansioso pero cortés, para invitar a Guillermo a que pasara a las conclusiones. Y entonces éste abordó las que, según la opinión de todos, incluso de quienes no las compartían, eran las consecuencias, desagradables quizá, de aquel discurso irrebatible. Dijo que le parecía que sus deducciones podían apoyarse en el ejemplo mismo de Cristo, quien no vino a este mundo para mandar, sino para someterse según las condiciones que encontró en el mundo, al menos en lo que se refería a las leyes del César. No quiso que los apóstoles tuviesen dominio y mando, y por eso parecía sabio que los sucesores de los apóstoles fuesen aliviados de todo poder mundano y coactivo. Si el pontífice, los obispos y los curas no estuvieran sometidos al poder mundano y coactivo del príncipe, la autoridad de este último se vería invalidada, y con ello se invalidaría también un orden que, como acababa de demostrar, había sido instaurado por Dios. Sin duda, deben considerarse ciertos casos muy delicados —dijo Guillermo—, como el de los herejes, sobre cuya herejía sólo la iglesia, guardiana de la verdad, puede pronunciarse, mientras que, sin embargo, la acción sólo incumbe al brazo secular. Cuando la iglesia reconoce la existencia de determinados herejes, lo justo, sin duda, es que los señale al príncipe, quien conviene que esté informado acerca de las condiciones de sus ciudadanos. Pero ¿qué tendrá que hacer el príncipe con un hereje? ¿Condenarlo en nombre de esa verdad divina cuya custodia no le atañe? El príncipe puede y debe condenar al hereje si su acción perjudica la convivencia de todos, o sea si el hereje trata de imponer su herejía matando o molestando a quienes no la comparten. Pero allí se detiene el poder del príncipe, porque nadie en esta tierra puede ser obligado mediante el suplicio a seguir los preceptos del evangelio. Si no, ¿dónde acabaría el libre arbitrio, sobre el uso del cual cada uno será juzgado en el otro mundo? La iglesia puede y debe avisar al hereje que se está saliendo de la comunidad de los fieles, pero no puede juzgarlo en la tierra ni obligarlo contra su voluntad. Si Cristo hubiese querido que sus sacerdotes obtuvieran poder coactivo, habría establecido unos preceptos precisos, como hizo Moisés con la ley antigua. Pero no los estableció. Por tanto, no quiso otorgarles ese poder. ¿O habría que pensar que sí lo quiso, pero que en tres años de predicación le faltó tiempo, o capacidad, para decirlo? Lo justo era que no lo quisiese, porque, si lo hubiera querido, el papa hubiese podido imponer su voluntad al rey, y el cristianismo no sería ya ley de libertad sino intolerable esclavitud.
Todo esto, añadió Guillermo, con rostro sonriente, no entraña una limitación de los poderes del sumo pontífice, sino un enaltecimiento de su misión: porque el siervo de los siervos de Dios no está en la tierra para ser servido, sino para servir. Y por último, sería en todo caso muy extraño que el papa tuviese jurisdicción sobre las cosas del imperio y no sobre los otros reinos de la tierra. Como se sabe, lo que el papa dice sobre las cosas divinas vale tanto para los súbditos del rey de Francia como para los del rey de Inglaterra, pero también debe valer para los súbditos del Gran Kan o del sultán de los infieles, porque precisamente se los llama infieles debido a que no son fieles a esta bella verdad. Y, por consiguiente, si el papa considerase que tiene jurisdicción temporal —en su carácter de papa— sólo sobre las cosas del imperio, podría sospecharse que, al coincidir la jurisdicción temporal con la espiritual, no sólo no tendría jurisdicción espiritual sobre los sarracenos o los tártaros, sino tampoco sobre los franceses y los ingleses, lo que constituiría una blasfemia criminal. Precisamente por eso, concluía mi maestro, quizá fuese justo afirmar que la iglesia de Aviñón injuriaba a toda la humanidad cuando sostenía que era de su incumbencia aprobar o suspender al que había sido electo emperador de los romanos. El papa no tiene sobre el imperio más derechos que sobre los otros reinos, y como no están sujetos a la aprobación del papa ni el rey de Francia ni el sultán, no se ve por qué sí deba estarlo el emperador de los alemanes y de los italianos. Ese sometimiento no es de derecho divino, porque las escrituras no lo mencionan. Y en virtud de las razones ya dichas, tampoco está consagrado por el derecho de gentes. En cuanto a las relaciones con el debate sobre la pobreza, dijo por último Guillermo, sus modestas opiniones, elaboradas en forma de amables sugerencias, tanto suyas como de Marsilio de Padua y de Juan de Jandun, permitían concluir lo siguiente: si los franciscanos querían seguir siendo pobres, el papa no podía ni debía oponerse a tan virtuoso deseo. Sin duda, si se demostrara la hipótesis de la pobreza de Cristo, ello no sólo beneficiaría a los franciscanos, sino que también reforzaría la idea de que Jesús no había querido tener jurisdicción terrenal alguna. Pero aquella mañana había oído a personas muy sabias decir que no se podía probar que Jesús hubiera sido pobre. Por tanto, le parecía más conveniente invertir la demostración. Como nadie había afirmado, ni habría podido afirmar, que Jesús hubiese reclamado para sí y para los suyos jurisdicción terrenal alguna, ese desinterés de Jesús por las cosas temporales le parecía indicio suficiente para, sin pecado, considerar plausible la idea de que Jesús también había preferido la pobreza.
Guillermo había hablado con un tono tan humilde, había expresado sus certezas de una manera tan dubitativa, que ninguno de los presentes había podido levantarse para replicar. Esto no significaba que todos estuvieran de acuerdo con lo que acababan de escuchar. No sólo los aviñoneses se agitaban ahora con la ira pintada en el rostro y haciendo comentarios por lo bajo, sino que también al propio Abad aquellas palabras parecían haberle causado una impresión muy desfavorable, como si pensase que no era así como había imaginado las relaciones entre su orden y el imperio. En cuanto a los franciscanos, Michele da Cesena estaba perplejo; Girolamo, aterrado; Ubertino, pensativo.
Rompió el silencio el cardenal Del Poggetto, siempre sonriente y sereno, quien con mucho tacto preguntó a Guillermo si iría a Aviñón para repetir aquellas cosas ante el señor papa. Guillermo preguntó cuál era el parecer del cardenal, y éste dijo que el señor papa había escuchado muchas opiniones discutibles a lo largo de su vida y que era un hombre amantísimo con todos sus hijos, pero que, sin duda, aquellas opiniones lo afligirían grandemente.
Intervino Bernardo Gui, quien hasta entonces no había abierto la boca:
—Me agradaría mucho que fray Guillermo, expositor tan hábil y elocuente de sus ideas, viniese a someterlas al juicio del pontífice…
—Me habéis convencido, señor Bernardo —dijo Guillermo—. No iré. —Y añadió dirigiéndose al cardenal, en tono de excusa—: Sabéis, esta fluxión que me está tomando el pecho desaconseja que emprenda un viaje tan largo en esta estación…
—¿Pero entonces por qué habéis hablado tanto rato? —preguntó el cardenal.
—Para dar testimonio de la verdad —dijo Guillermo con tono humilde—. La verdad nos hará libres.
—¡Pues no! —estalló entonces Jean de Baune—. ¡Aquí no se trata de la verdad que nos hará libres, sino de la libertad excesiva que pretende pasar por verdadera!
—También esto es posible —admitió Guillermo con suavidad.
De pronto tuve la intuición de que estaba por estallar una tormenta de corazones y de lenguas mucho más furiosa que la anterior. Pero no sucedió nada. Mientras estaba hablando Dalbena, había entrado el capitán de los arqueros para comunicarle algo en voz baja a Bernardo. Este se levantó de golpe y con un ademán pidió que lo escucharan.
—Hermanos —dijo—, quizás esta provechosa discusión pueda continuar en otro momento, pero ahora un hecho gravísimo nos obliga a suspender nuestros trabajos, con el permiso del Abad. Tal vez he colmado, sin quererlo, las expectativas del mismo Abad, quien esperaba descubrir al culpable de los muchos crímenes cometidos en los días pasados. Ese hombre está ahora en mis manos. Pero, ¡ay!, ha sido cogido demasiado tarde, una vez más… Algo ha sucedido allí…
Hizo un vago gesto señalando hacia afuera, cruzó rápidamente la sala y salió, seguido de muchos. Entre los primeros, Guillermo, y yo con él.
Mi maestro me miró y dijo:
—Temo que le haya sucedido algo a Severino.
Angustiados, y con paso rápido, atravesamos la explanada. El capitán de los arqueros nos condujo hacia el hospital, y al llegar vislumbramos unas sombras que se agitaban es la espesura gris: eran monjes y servidores que acudían, y arqueros de guardia ante la puerta, que les cortaban el paso.
—Esos hombres armados están allí porque yo los había enviado a buscar un hombre que podía aclarar muchos misterios —dijo Bernardo.
—¿El hermano herbolario? —preguntó el Abad estupefacto.
—No, ahora veréis —dijo Bernardo, abriéndose camino hacia el interior del edificio.
Entramos en el laboratorio de Severino, y nuestros ojos pudieron contemplar un espectáculo penoso. El infortunado herbolario yacía muerto en un lago de sangre, con la cabeza partida. A su alrededor, parecía que una tempestad hubiese devastado los anaqueles: frascos, botellas, libros y documentos estaban desparramados en medio del caos y el desastre. Junto al cuerpo había una esfera armilar, por lo menos dos veces más grande que la cabeza de un hombre. Era de metal finamente trabajado, estaba coronada por una cruz de oro, y se apoyaba sobre un pequeño trípode decorado. Ya la había visto en anteriores ocasiones: solía estar sobre la mesa que había a la izquierda de la entrada.
En el otro extremo de la habitación, dos arqueros tenían aferrado al cillerero, quien intentaba liberarse y gritaba que era inocente. Cuando vio entrar al Abad, gritó aún más fuerte:
—¡Señor, las apariencias están contra mí! Cuando entré, Severino ya estaba muerto. ¡Me han encontrado mientras observaba pasmado esta masacre!
El jefe de los arqueros se acercó a Bernardo y, con el permiso de éste, informó públicamente de los hechos. Durante dos horas, los arqueros, que habían recibido la orden de encontrar al cillerero y arrestarlo, habían estado buscándolo por la abadía. Aquella debía de ser, pensé, la orden que había dado Bernardo antes de entrar a la sala capitular. Los soldados, que no conocían el lugar, probablemente habían estado buscando en sitios equivocados, sin advertir que el cillerero, ignorante aún de su destino, estaba con los otros en el nártex. Además, la búsqueda había sido más difícil por causa de la niebla. Comoquiera que fuese, de las palabras del capitán se deducía que cuando Remigio, después de que yo lo hube dejado, se había dirigido a la cocina, alguien lo había visto y había avisado a los arqueros, quienes llegaron al Edificio cuando el cillerero ya se había marchado; sólo un momento después, porque en la cocina habían encontrado a Jorge, quien aseguró haber hablado con él muy poco antes. Entonces los arqueros habían explorado la meseta en dirección a los huertos, y allí, surgido de la niebla como un fantasma, habían encontrado al anciano Alinardo, que no sabía bien dónde estaba. Había sido Alinardo quien les había dicho que acababa de ver al cillerero entrando en el hospital. Hacia allí se habían dirigido entonces los arqueros. La puerta estaba abierta. Al entrar vieron a Severino exánime y al cillerero buscando frenéticamente en los anaqueles, echándolo todo al suelo, como si tratara de encontrar algo determinado. No era difícil comprender lo que había sucedido, concluyó el capitán. Remigio había entrado, se había arrojado sobre el herbolario, lo había matado, y después se había puesto a buscar aquello que lo había movido a matarlo.
Un arquero levantó del suelo la esfera armilar y se la tendió a Bernardo. La elegante arquitectura de círculos de cobre y plata, sostenida por una armazón más robusta de aros de bronce, había sido cogida por el tronco del trípode y asestada con fuerza sobre el cráneo de la víctima, y como consecuencia del impacto muchos de los círculos más delgados estaban rotos o aplastados en un punto. Y que ése era el sitio que había dado contra la cabeza de Severino estaba claro por las huellas de sangre e incluso por los grumos de cabellos mezclados con inmundas salpicaduras de materia cerebral.
Guillermo se inclinó sobre Severino para cerciorarse de que estaba muerto. El pobrecillo tenía los ojos velados por la sangre que había manado de su cabeza, y muy abiertos, y me pregunté si, como cuentan que sucede algunas veces, podría leerse en la pupila ya inmóvil el último vestigio de las percepciones de la víctima. Vi que Guillermo buscaba las manos del muerto para verificar si tenía manchas negras en los dedos, aunque en aquel caso estuviese muy claro cuál había sido la causa de la muerte: pero Severino tenía puestos los mismos guantes de piel que otras veces le había visto usar cuando tocaba hierbas peligrosas, ciertos lagartos verdes o insectos desconocidos.
Mientras tanto, Bernardo Gui estaba diciéndole al cillerero:
—Remigio da Varagine. ¿Ese es tu nombre, verdad? Había ordenado a mis hombres que te buscaran basándome en otras acusaciones y para confirmar otras sospechas. Ahora veo que mi decisión fue correcta, aunque, y soy el primero en reprochármelo, demasiado tardía. Señor —le dijo al Abad—, me considero casi responsable de este último crimen, porque desde la mañana sabía que este hombre debía ser puesto en manos de la justicia, después de haber escuchado las revelaciones del otro infeliz arrestado la noche pasada. Pero sois testigo de que esta mañana he tenido que cumplir con otros deberes, y mis hombres han hecho lo que han podido…
Mientras hablaba, en voz alta para que todos lo escuchasen (a todo esto, la habitación se había llenado de gente, que se metía por todos los rincones, mirando las cosas desparramadas y rotas, señalándose unos a otros y comentando por lo bajo el tremendo crimen), divisé entre la pequeña muchedumbre a Malaquías, que observaba la escena con rostro sombrío. También el cillerero lo divisó, cuando estaban arrastrándolo hacia afuera. Se liberó de los arqueros y se arrojó sobre el hermano para cogerlo por el hábito y decirle con desesperación, y cara a cara, unas pocas palabras antes de que aquéllos volvieran a agarrarlo. Y cuando ya se lo llevaban por la fuerza, se volvió una vez más hacia Malaquías y le gritó:
—¡Si juras, yo también juro!
Malaquías no respondió en seguida, como si estuviese buscando las palabras adecuadas. Después, cuando el cillerero ya estaba cruzando a la fuerza el umbral, le dijo:
—No haré nada contra ti.
Guillermo y yo nos miramos, preguntándonos qué significaba aquella escena. También Bernardo la había observado, pero no pareció turbarse, sonrió, incluso, a Malaquías, como para aprobar sus palabras y sellar así entre ellos una siniestra complicidad. Después anunció que en seguida después de comer se reuniría en la sala capitular un primer tribunal para instruir públicamente la investigación de aquellos hechos. Dio órdenes de que condujeran al cillerero a la herrería, impidiéndole que hablase con Salvatore. Después se retiró.
En aquel momento oímos que nos llamaba Bencio. Estaba detrás de nosotros.
—He entrado en seguida después que vosotros —dijo en un susurro—, cuando aún había pocas personas en la habitación, y Malaquías no estaba.
—Habrá entrado después —dijo Guillermo.
—No, yo estaba junto a la puerta y vi quiénes entraban. Os digo que Malaquías ya estaba dentro… antes.
—¿Antes de qué?
—Antes de que entrase el cillerero. No puedo jurarlo, pero creo que ha salido de detrás de aquella cortina, cuando la habitación ya estaba llena de gente —y señaló un gran cortinaje, detrás del cual había una cama que Severino usaba para que descansasen sus pacientes después de haberles administrado alguna medicina.
—¿Insinúas que fue él quien mató a Severino, y que se ocultó allí detrás al ver que entraba el cillerero? —preguntó Guillermo.
—O bien que desde allí detrás pudo ver lo que sucedía aquí. Si no, ¿por qué el cillerero le habría prometido no perjudicarlo si él no lo perjudicaba?
—Es posible —dijo Guillermo—. En cualquier caso, aquí había un libro, y todavía tendría que estar, porque tanto el cillerero como Malaquías han salido con las manos vacías.
Guillermo sabía, por lo que yo le había dicho, que Bencio sabía, y en aquel momento necesitaba ayuda. Se acercó al Abad, que observaba con tristeza el cadáver de Severino, y le rogó que los hiciera salir a todos porque quería examinar mejor el sitio. El Abad consintió, y también él salió de la habitación, no sin lanzarle a Guillermo una mirada de escepticismo, como si le reprochase que llegara siempre tarde. Malaquías intentó quedarse alegando confusas razones, pero Guillermo le señaló que aquella no era la biblioteca y que allí no podía invocar privilegios. Fue cortés pero inflexible, y así se vengó de aquella vez en que Malaquías no le había permitido examinar la mesa de Venancio.
Cuando nos quedamos los tres solos, Guillermo despejó una de las mesas de los añicos y folios que la cubrían, y me dijo que le fuese pasando uno a uno los libros de la colección de Severino. Pequeña colección, comparada con la grandísima del laberinto, pero compuesta, sin embargo, por decenas y decenas de volúmenes de diferentes tamaños, que antes estaban ordenados en los anaqueles y que ahora yacían confusamente en el suelo, mezclados con diversos objetos, y ya trastocados por las manos febriles del cillerero, y algunos incluso destrozados como si lo que éste hubiese estado buscando no fuera un libro sino algo que debía encontrarse entre las páginas de un libro. Algunos habían sido desgarrados con violencia, y yacían sin encuadernación. Recogerlos, ver rápidamente de qué trataban, y acomodarlos en pilas sobre la mesa, no fue cosa fácil, y hubo que hacerlo a toda prisa, porque el Abad nos había concedido poco tiempo, puesto que después debían entrar los monjes para recomponer el cuerpo desgarrado de Severino y disponerlo para la sepultura. Y además había que buscar alrededor, debajo de las mesas, detrás de los anaqueles y los armarios, por si algo había escapado a una primera inspección. Guillermo no quiso que Bencio me ayudase, y sólo le permitió que permaneciera de guardia junto a la puerta. A pesar de las órdenes del Abad, muchos se agolpaban tratando de entrar: sirvientes aterrados por la noticia, monjes que lloraban a su hermano, novicios que llegaban con paños blancos y palanganas con agua para lavar y envolver el cadáver…
De modo que debíamos proceder con rapidez. Yo cogía los libros y los pasaba a Guillermo, quien los examinaba y los ponía sobre la mesa. Después comprendimos que así tardábamos mucho, y empezamos a mirarlos los dos, o sea que yo cogía un libro, lo recomponía cuando estaba roto, leía el título y lo dejaba sobre la mesa. En muchos casos se trataba de folios sueltos.
—De plantis libri tres. ¡Maldición, no es éste! —decía Guillermo, y arrojaba el libro sobre la mesa.
—Thesaurus herbarum[140] —decía yo.
Y Guillermo:
—¡Déjalo, estamos buscando un libro en griego!
—¿Este? —preguntaba yo, mostrándole una obra con las páginas cubiertas de caracteres abstrusos.
Y Guillermo:
—¡No, eso es árabe, tonto! ¡Tenía razón Bacon cuando decía que el primer deber de un sabio es el de estudiar las lenguas!
—¡Pero tampoco vos sabéis árabe! —replicaba yo picado.
Y Guillermo, respondía:
—¡Pero al menos me doy cuenta cuando algo está en árabe!
Y yo me ruborizaba porque oía la risa de Bencio a mis espaldas.
Los libros eran muchos, y muchos más los apuntes, los rollos con dibujos de la cúpula celeste, los catálogos de plantas extrañas, probablemente escritos por el propio difunto en folios sueltos. Trabajamos mucho tiempo, exploramos el laboratorio de arriba a abajo, y Guillermo llegó, incluso, a desplazar, con toda frialdad, el cadáver, para ver si no había algo debajo, y también hurgó en sus ropas. Nada.
—Es imposible —dijo Guillermo—. Severino se encerró aquí dentro con un libro. El cillerero no lo tenía…
—¿No lo habrá escondido en su ropa? —pregunté.
—No, el libro que vi la otra mañana bajo la mesa de Venancio era grande, nos habríamos dado cuenta.
—¿Cómo estaba encuadernado? —pregunté.
—No sé. Estaba abierto y sólo lo vi unos pocos segundos, lo suficiente para comprender que estaba en griego, pero no recuerdo otros detalles. Sigamos: el cillerero no lo ha cogido, y tampoco Malaquías, creo.
—Es imposible que lo haya hecho —confirmó Bencio—. Cuando el cillerero lo cogió por el pecho, vimos que no podía tener nada bajo el escapulario.
—Muy bien. Es decir, muy mal. Si el libro no está en esta habitación, es evidente que algún otro, además de Malaquías y del cillerero, entró antes que ellos.
—O sea una tercera persona, ¿que mató a Severino?
—Demasiada gente —dijo Guillermo.
—Por lo demás —dije yo—, ¿quién podía saber que el libro estaba aquí?
—Jorge, por ejemplo, si oyó lo que decíamos.
—Sí —dije—, pero Jorge no habría podido matar a un hombre robusto como Severino, y con tanta violencia.
—Sin duda, no. Además, tú lo viste caminar hacia el Edificio, y los arqueros lo encontraron en la cocina poco antes de encontrar al cillerero. O sea que no habría tenido tiempo de venir hasta aquí y regresar después a la cocina. Ten en cuenta que, a pesar de que camina sin dificultades, debe ir bordeando las paredes y no hubiese podido atravesar los huertos, y menos corriendo…
—Dejad que razone con mi cabeza —dije, queriendo emular a mi maestro—. De modo que Jorge no puede haber sido. Alinardo merodeaba por el lugar, pero apenas consigue mantenerse en pie, y es imposible que haya dominado a Severino. El cillerero ha estado aquí, pero el tiempo transcurrido entre su salida de la cocina y la llegada de los arqueros fue tan breve que me parece difícil que haya podido conseguir que Severino le abriese la puerta, enfrentarse con él, matarlo y después organizar todo este jaleo. Malaquías podría haber llegado antes que nadie: Jorge oyó lo que decíamos en el nártex, fue al scriptorium para informar a Malaquías de que en el laboratorio de Severino había un libro de la biblioteca, Malaquías vino, convenció a Severino de que le abriese y lo mató, Dios sabe por qué. Pero si buscaba el libro, habría tenido que reconocerlo sin todo este revoltijo, porque es el bibliotecario. Entonces, ¿quién queda?
—Bencio —dijo Guillermo.
Bencio negó con energía moviendo la cabeza:
—No, fray Guillermo, sabéis que ardía de curiosidad. Pero si hubiese entrado aquí y hubiera podido salir con el libro, no estaría ahora con vosotros, sino en cualquier otro sitio examinando mi tesoro…
—Es una prueba casi convincente —dijo sonriendo Guillermo—. Sin embargo, tampoco tú sabes cómo es el libro. Podrías haber matado a Severino y ahora estarías aquí tratando de localizar el libro.
Bencio se ruborizó violentamente.
—¡No soy un asesino! —protestó.
—Nadie lo es hasta que no comete el primer crimen —dijo filosóficamente Guillermo—. En todo caso, el libro no está, y esto es una prueba suficiente de que no lo has dejado aquí. Y me parece razonable que, si lo hubieras cogido antes, te habrías deslizado fuera de aquí aprovechando la confusión. —Después se volvió hacia el cadáver y se quedó mirándolo. Parecía que sólo en ese momento se daba cuenta de la muerte de su amigo—. Pobre Severino —dijo—, había sospechado también de ti y de tus venenos. Y tú también te creías amenazado por un veneno, o no te habrías puesto esos guantes. Temías un peligro de la tierra y en cambio te llegó de la cúpula celeste… —Volvió a coger la esfera y la observó con atención—. Vaya a saberse por qué han usado justo este arma…
—Estaba a mano.
—Quizá. También había otras cosas, vasos, instrumentos de jardinería… Es una buena muestra de metalistería y de ciencia astronómica. Está destrozada y… ¡Santo cielo! —exclamó.
—¿Qué sucede?
—Y fue golpeada la tercera parte del sol y la tercera parte de la luna y la tercera parte de las estrellas… —recitó.
El texto del apóstol Juan no era nuevo para mí:
—¡La cuarta trompeta! —exclamé.
—Así es. Primero el granizo, después la sangre, después el agua y ahora las estrellas… Entonces hay que revisarlo todo. El asesino no ha golpeado al azar. Ha seguido un plan… Pero, ¿cabe imaginar la existencia de una mente tan malvada que sólo mate cuando puede hacerlo de acuerdo con los dictámenes del libro del Apocalipsis?
—¿Qué sucederá con la quinta trompeta? —pregunté aterrorizado. Traté de hacer memoria—: Y vi una estrella que caía del cielo sobre la tierra, y le fue dada la llave del pozo del abismo… ¿Morirá alguien ahogándose en el pozo?
—La quinta trompeta nos promete muchas otras cosas —dijo Guillermo—. Del pozo saldrá el humo de un gran horno, y después saldrán langostas que atormentarán a los hombres con un aguijón como el de los escorpiones. Y la forma de las langostas será como la de caballos con coronas de oro en la cabeza y dientes de león… Nuestro hombre puede elegir entre varias maneras de realizar las palabras del libro… Pero no sigamos imaginando. Mejor será que tratemos de recordar lo que nos dijo Severino cuando nos anunció que había encontrado el libro…
—Vos le dijisteis que os lo llevara a la sala capitular, pero él dijo que no podía.
—Sí. Después nos interrumpieron. ¿Por qué no podía? Un libro puede transportarse. Y ¿por qué se puso los guantes? ¿En la encuadernación del libro hay algo relacionado con el veneno que mató a Berengario y a Venancio? Una amenaza misteriosa, una punta infectada…
—¡Una serpiente! —dije.
—¿Por qué no una ballena? No, estamos imaginando tonterías. El veneno, como hemos visto, debería pasar por la boca. Además, Severino no dijo que no podía transportar el libro. Dijo que prefería mostrármelo aquí. Y se puso los guantes… Al menos sabemos que es un libro que hay que tocar con guantes. Y esto también vale para ti, Bencio, si, como esperas, llegas a encontrarlo. Y, puesto que eres tan servicial, puedes ayudarme. Sube al scriptorium y vigila a Malaquías. No lo pierdas de vista.
—¡Así se hará! —dijo Bencio, y salió, alegre, me pareció, por la misión que le habían encomendado.
Ya no pudimos seguir deteniendo a los monjes, y la habitación se vio invadida de gente. Había pasado la hora de la comida, y probablemente Bernardo estaba reuniendo a su tribunal en la sala capitular.
—Aquí no hay nada más que hacer —dijo Guillermo.
Una idea atravesó mi mente:
—¿El asesino no podría haber arrojado el libro por la ventana y después ir a recogerlo detrás del hospital? —pregunté.
Guillermo miró con escepticismo los ventanales del laboratorio, que parecían herméticamente cerrados.
—Vayamos a verificarlo —dijo.
Salimos e inspeccionamos la parte de atrás del edificio, que daba casi contra la muralla, dejando sólo un estrecho pasaje que Guillermo recorrió con mucha prudencia, porque allí la nieve de los días anteriores se había conservado intacta: nuestros pasos imprimían signos evidentes en la costra helada pero frágil, de modo que, si alguien hubiese pasado antes que nosotros, la nieve nos lo habría señalado. No vimos nada.
Abandonamos el hospital y mi pobre hipótesis, y mientras atravesábamos el huerto le pregunté a Guillermo si de verdad se fiaba de Bencio.
—No del todo —respondió—, pero en todo caso no le hemos dicho nada que ya no supiese, y hemos conseguido que le tenga miedo al libro. Por último, al hacer que vigile a Malaquías, también hacemos que éste lo vigile a él, porque, sin duda, también Malaquías está buscando el libro.
—¿Y qué quería el cillerero?
—Pronto lo sabremos. Sin duda quería algo, y lo quería en seguida para evitar un peligro que lo aterrorizaba. Algo que Malaquías debe conocer, si no, no se explicaría el ruego desesperado que le dirigió Remigio…
—De todos modos, el libro ha desaparecido.
—Eso es lo más verosímil —dijo Guillermo, cuando estábamos por llegar a la sala capitular—. Si estaba, y Severino dijo que estaba, o bien se lo han llevado o bien sigue allí.
—Y como no está, alguien se lo ha llevado —concluí.
—No está dicho que no haya que hacer el razonamiento partiendo de otra premisa menor. Como todo confirma que nadie pudo habérselo llevado…
—Entonces todavía debería estar allí. Pero no está.
—Un momento. Decimos que no está porque no lo hemos encontrado. Pero quizá no lo hemos encontrado, porque no lo hemos visto donde estaba.
—¡Hemos mirado en todas partes!
—Mirado, pero no visto. O bien visto, pero no reconocido… Dime, Adso, ¿cómo describió Severino el libro? ¿Qué palabras utilizó?
—Dijo que había encontrado un libro que no era suyo, que estaba en griego…
—¡No! Ahora recuerdo. Dijo que había encontrado un libro extraño. Severino era una persona culta y para una persona culta el griego no es extraño, aunque no sepa griego, porque al menos puede reconocer el alfabeto. Una persona culta tampoco calificaría de extraña una obra en árabe, aunque desconozca el árabe… —Se interrumpió un momento—: ¿Y qué haría un libro árabe en el laboratorio de Severino?
—Pero ¿por qué calificaría de extraño un libro en árabe?
—Este es el problema. Si dijo que era extraño es porque tenía un aspecto insólito, insólito al menos para él, que era herbolario y no bibliotecario. Y en las bibliotecas sucede que muchas veces se encuadernan juntos varios manuscritos antiguos, reuniendo en un solo volumen textos diferentes y curiosos, uno en griego, uno en arameo…
—…¡Y uno en árabe! —grité fulminado por aquella iluminación.
Guillermo me arrastró con rudeza fuera del nártex, para que regresase corriendo al hospital:
—¡Teutón bruto, mastuerzo, ignorante, sólo has mirado las primeras páginas y el resto no!
—Pero maestro —dije jadeando—, ¡vos mismo mirasteis las páginas que os iba mostrando y dijisteis que era árabe y no griego!
—Tienes razón, Adso, la bestia soy yo. ¡Corre, rápido!
Regresamos al laboratorio, y nos costó entrar porque los novicios ya estaban sacando el cadáver. Había otros curiosos en la habitación. Guillermo se precipitó hacia la mesa y se puso a revisar los libros en busca del volumen fatídico. Los iba arrojando al suelo ante la mirada atónita de los presentes, después los abría y volvía a abrir todos dos veces. Pero, ¡ay!, el manuscrito árabe no estaba allí. Recordaba vagamente la vieja tapa, no muy robusta, bastante gastada, reforzada con finas bandas de metal.
—¿Quién ha entrado desde que me marché? —preguntó Guillermo, a un monje.
Este se encogió de hombros: era evidente que habían entrado todos, y ninguno.
Tratamos de pensar quién podía haber sido. ¿Malaquías? Era verosímil, sabía lo que quería, quizá nos había vigilado, nos había visto salir con las manos vacías, y había regresado seguro de que lo encontraría. ¿Bencio? Recordé que, cuando se había producido nuestro altercado a propósito del texto árabe, había reído. En aquel momento me había parecido que se reía de mi ignorancia, pero quizá riera de la ingenuidad de Guillermo, pues él sabía bien de cuántas formas diferentes puede presentarse un viejo manuscrito, y quizá había pensado en ese momento lo que nosotros sólo pensamos más tarde, y que habríamos tenido que pensar en seguida, o sea que Severino no sabía árabe y que por tanto era extraño que entre sus libros hubiese un texto que no podía leer. ¿O acaso había un tercer personaje?
Guillermo se sentía profundamente humillado. Traté de consolarlo, diciéndole que hacía tres días que estaba buscando un texto en griego y era natural que hubiese descartado todos los libros que no estaban en griego. Él respondió que sin duda es humano cometer errores, pero que hay seres humanos que los cometen más que otros, y a ésos se los llama tontos, y que él se contaba entre estos últimos, y se preguntaba si había valido la pena que estudiase en París y en Oxford para después no ser capaz de pensar que los manuscritos también se encuadernan en grupos, cosa que hasta los novicios saben, salvo los estúpidos como yo, y una pareja de estúpidos tan buena como la nuestra hubiera podido triunfar en las ferias, y eso era lo que teníamos que hacer en vez de tratar de resolver misterios, sobre todo cuando nos enfrentábamos con gente mucho más astuta que nosotros.
—Pero es inútil llorar —concluyó después—. Si lo ha cogido Malaquías, ya lo habrá devuelto a la biblioteca. Y sólo podremos recuperarlo si descubrimos la manera de entrar en el finis Africae. Si lo ha cogido Bencio, habrá imaginado que tarde o temprano se me ocurriría lo que acaba de ocurrírseme y regresaría al laboratorio, o no habría procedido tan aprisa. De modo que se habrá escondido, y el único sitio donde no existe ninguna probabilidad de que se haya escondido es aquel donde primero lo buscaríamos, es decir, su celda. Por tanto, volvamos a la sala capitular y veamos si, durante la instrucción del caso, el cillerero dice algo que pueda sernos útil. Porque al fin y al cabo aún no veo claro que se propone Bernardo: buscaba a su hombre antes de la muerte de Severino, y con otros fines.
Regresamos a la sala capitular. Habríamos hecho bien en ir a la celda de Bencio, porque, como supimos más tarde, nuestro joven amigo no valoraba tanto a Guillermo y no se le había ocurrido que éste regresaría tan pronto al laboratorio, de modo que, creyendo que no lo buscarían, había ido a esconder el libro precisamente en su celda.
Pero de eso ya hablaré en su momento. En el ínterin sucedieron hechos tan dramáticos e inquietantes como para hacernos olvidar el libro misterioso. Y, si bien no lo olvidamos, tuvimos que ocuparnos de otras tareas más urgentes, vinculadas con la misión que, de todos modos, debía Guillermo desempeñar.
Bernardo Gui se situó en el centro de la gran mesa de nogal, en la sala capitular. Junto a él, un dominico desempeñaba las funciones de notario; a izquierda y derecha, dos prelados de la legación pontificia hacían de jueces. El cillerero estaba de pie ante la mesa, entre dos arqueros.
El Abad se volvió hacia Guillermo para decirle por lo bajo:
—No sé si el procedimiento es legítimo. El canon XXXVII del concilio de Letrán, de 1215, establece que no se puede instar a nadie a comparecer ante jueces cuya sede se encuentre a más de dos días de marcha del domicilio del inculpado. En este caso la situación quizá no sea ésa, porque es el juez quien viene de lejos, pero…
—El inquisidor no está sometido a la jurisdicción regular —dijo Guillermo—, y no está obligado a respetar las normas del derecho común. Goza de un privilegio especial, y ni siquiera debe escuchar a los abogados.
Miré al cillerero. Remigio estaba reducido a un estado lamentable. Miraba a su alrededor como un animal muerto de miedo, como si reconociese los movimientos y los gestos de una liturgia temida. Ahora sé que temía por dos razones, a cual más temible: una, porque todo parecía indicar que lo habían cogido in fraganti; la otra, porque desde el día anterior, cuando Bernardo había comenzado a investigar, recogiendo rumores e insinuaciones, temía que saliesen a la luz sus errores del pasado. Y su agitación había aumentado muchísimo cuando vio que cogían a Salvatore.
Si el infeliz Remigio era presa de sus propios terrores, Bernardo Gui, por su parte, sabía muy bien cómo transformar en pánico el miedo de sus víctimas. No hablaba: mientras todos esperaban que comenzase el interrogatorio, sus manos se demoraban en unos folios que tenía delante; fingía ordenarlos, pero con aire distraído. En realidad, su mirada apuntaba al acusado; una mirada mixta, de hipócrita indulgencia (como para decir: «No temas, estás en manos de una asamblea fraterna, que sólo puede querer tu bien»), de helada ironía (como para decir: «Todavía no sabes cuál es tu bien, pero pronto te lo diré») y de implacable severidad (como para decir: «En todo caso, aquí yo soy tu juez, y me perteneces»). El cillerero ya sabía todo esto, pero el silencio y la dilación del juego tenían la misión de recordárselo, casi de hacérselo saborear, para que —en lugar de olvidarlo— se sintiese aún más humillado, y su inquietud se convirtiera en desesperación, y al final sólo fuese una cosa a merced del juez, blanda cera entre sus manos.
Finalmente, Bernardo rompió el silencio. Pronunció algunas fórmulas rituales, y dijo a los jueces que daba comienzo el interrogatorio del acusado, a quien se le imputaban dos crímenes, a cual más odioso, uno de ellos por todos conocido, pero menos despreciable que el otro, porque, en efecto, cuando fue sorprendido cometiendo homicidio, el acusado ya tenía orden de captura como sospechoso de herejía.
Ya estaba dicho. El cillerero escondió el rostro entre las manos, que le costaba mover porque las tenía encadenadas. Bernardo comenzó el interrogatorio.
—¿Quién eres? —preguntó.
—Remigio da Varagine. Nací hace cincuenta y dos años, y aún era niño cuando entré en el convento de los franciscanos en Varagine.
—¿Y cómo es que hoy te encuentras en la orden de San Benito?
—Hace años, cuando el pontífice promulgó la bula Sancta Romana, como temía ser contagiado por la herejía de los fraticelli… si bien nunca me había adherido a sus proposiciones… pensé que era mejor para mi alma pecadora que me sustrajese a un ambiente cargado de seducciones, y logré ser admitido entre los monjes de esta abadía, donde sirvo como cillerero desde hace más de ocho años.
—Te sustrajiste a las seducciones de la herejía —comentó Bernardo con tono burlón—, o sea, que te sustrajiste a la encuesta del que estaba encargado de descubrir la herejía y erradicar esa mala hierba. Y los buenos monjes cluniacenses creyeron que realizaban un acto de caridad al acogerte y al acoger a gente como tú. Pero no basta con cambiar de sayo para borrar del alma la infamia de la depravación herética, y por eso estamos aquí para averiguar qué se esconde en los rincones de tu alma impenitente y qué hiciste antes de llegar a este lugar sagrado.
—Mi alma es inocente y no sé a qué os referís cuando habláis de depravación herética —dijo con cautela el cillerero.
—¿Lo veis? —exclamó Bernardo volviéndose hacia los otros jueces—. ¡Todos son así! Cuando uno de ellos es detenido, se presenta ante el tribunal como si su conciencia estuviese tranquila y sin remordimientos. Y no saben que ese es el signo más evidente de su culpabilidad, ¡porque, ante un tribunal, el justo se muestra inquieto! Preguntadle si sabe por qué ordené que lo arrestaran. ¿Lo sabes, Remigio?
—Señor —respondió el cillerero—, me agradaría que me lo explicarais.
Me sorprendí, porque tuve la impresión de que el cillerero respondía a las preguntas rituales con palabras no menos rituales, como si conociese muy bien las reglas del interrogatorio, y sus trampas, y estuviese preparado desde hacía tiempo para afrontar aquella experiencia.
—Ya está —exclamó mientras tanto Bernardo—, ¡la típica respuesta del hereje impenitente! Se mueven como zorros y es muy difícil cogerlos en falta, porque su comunidad les autoriza a mentir para evitar el castigo merecido. Recurren a respuestas tortuosas para tratar de engañar al inquisidor, que ya tiene que soportar el contacto con gente tan despreciable. ¿Por tanto, fray Remigio, nunca tuviste relaciones con los llamados fraticelli o frailes de la vida pobre o begardos?
—He vivido las vicisitudes de los franciscanos, cuando tanto se discutió sobre la pobreza, pero nunca pertenecí a la secta de los begardos.
—¿Veis? —dijo Bernardo—. Niega haber sido begardo porque éstos, si bien participan de la misma herejía, consideran a los fraticelli como una rama seca de la orden franciscana, y piensan que son más puros y más perfectos que ellos. Pero se comportan casi de la misma manera. ¿Puedes negar, Remigio, que te han visto en la iglesia, acurrucado y con el rostro vuelto hacia la pared, o prosternado y con la cabeza cubierta por la capucha, en lugar de arrodillarte y juntar las manos, como los demás hombres?
—También en la orden de San Benito los monjes se prosternan, a su debido momento…
—¡No te pregunto lo que has hecho en los momentos debidos, sino lo que has hecho en los momentos indebidos! ¡De modo que no niegas haber adoptado una u otra posición, típicas de los begardos! Pero has dicho que no eres begardo… Entonces dime: ¿en qué crees?
—Señor, creo en todo lo que cree un buen cristiano…
—¡Qué respuesta tan santa! ¿Y en qué cree un buen cristiano?
—En lo que enseña la santa iglesia.
—¿Qué santa iglesia? ¿La que consideran santa aquellos creyentes que se dicen perfectos, los seudoapóstoles, los fraticelli, los herejes? ¿O la iglesia que éstos comparan con la meretriz de Babilonia, y en la que, en cambio, todos nosotros creemos firmemente?
—Señor —dijo el cillerero desconcertado—, decidme cuál creéis que es la verdadera iglesia…
—Creo que es la iglesia romana, una, santa y apostólica, gobernada por el papa y sus obispos.
—Eso creo yo —dijo el cillerero.
—¡Admirable artimaña! —gritó el inquisidor—. ¡Admirable agudeza de dicto! Lo habéis escuchado: quiere decir que cree que yo creo en esta iglesia, ¡y se sustrae al deber de decir en qué cree él! ¡Pero conocemos muy bien estas artes de garduña! Vayamos al grano. ¿Crees que los sacramentos fueron instituidos por Nuestro Señor, que para hacer justa penitencia es preciso confesarse con los servidores de Dios, que la iglesia romana tiene el poder de desatar y atar en esta tierra lo que será atado y desatado en el cielo?
—¿Acaso no tendría que creerlo?
—¡No te pregunto lo que deberías creer, sino lo que crees!
—Creo en todo lo que vos y los otros buenos doctores me ordenáis que crea —dijo el cillerero muerto de miedo.
—¡Ah! Pero esos buenos doctores a los que te refieres, ¿no serán los que dirigen tu secta? ¿Eso querías decir cuando hablabas de buenos doctores? ¿A esos perversos mentirosos, que se creen los únicos sucesores de los apóstoles, te remites para saber cuáles son tus artículos de fe? ¡Insinúas que si creo en lo que ellos creen, entonces creerás en mí, y si no, sólo creerás en ellos!
—No he dicho eso, señor —balbució el cillerero—, vos me lo hacéis decir. Creo en vos, si me enseñáis lo que está bien.
—¡Oh, perversidad! —gritó Bernardo dando un puñetazo sobre la mesa—. Repites con siniestra obstinación el formulario que has aprendido en tu secta. Dices que me creerás sólo si predico lo que tu secta considera bueno. Esa ha sido siempre la respuesta de los seudo apóstoles, y ahora es la tuya, aunque tú mismo no lo adviertes, porque brotan de tus labios las frases que hace unos años te enseñaron para engañar a los inquisidores. Y de ese modo tus propias palabras te están denunciando, y, si no tuviese una larga experiencia como inquisidor, caería en tu trampa… Pero vayamos al grano, hombre perverso. ¿Alguna vez oíste hablar de Gherardo Segalelli, de Parma?
—He oído hablar de él —dijo el cillerero palideciendo, si de palidez aún podía hablarse en un rostro tan descompuesto.
—¿Alguna vez oíste hablar de fray Dulcino de Novara?
—He oído hablar de él.
—¿Alguna vez lo viste? ¿Conversaste con él?
El cillerero guardó silencio, como para calcular hasta qué punto le convenía declarar una parte de la verdad. Luego dijo, con un hilo de voz:
—Lo vi y hablé con él.
—¡Más fuerte! ¡Que por fin pueda oírse una palabra verdadera de tus labios! ¿Cuándo le hablaste?
—Señor, yo era fraile en un convento de la región de Novara cuando la gente de Dulcino se reunió en aquellas comarcas. También pasaron cerca de mi convento. Al principio no se sabía bien quiénes eran…
—¡Mientes! ¿Cómo podía un franciscano de Varagine estar en un convento de la región de Novara? ¡No estabas en el convento: formabas parte de una banda de fraticelli que recorría aquellas tierras viviendo de limosnas, y te uniste a los dulcinianos!
—¿Cómo podéis afirmar tal cosa, señor? —dijo temblando el cillerero.
—Te diré cómo puedo, e incluso debo, afirmarla —dijo Bernardo, y ordenó que trajeran a Salvatore.
Al ver al infeliz, que sin duda había pasado durante la noche un interrogatorio no público, y más severo, sentí una gran compasión. Ya he dicho que el rostro de Salvatore era horrible. Pero aquella mañana parecía aún más animalesco que de costumbre. No mostraba signos de violencia, pero la manera en que el cuerpo encadenado se movía, con los miembros dislocados, casi incapaz de desplazarse, arrastrado por los arqueros como un mono atado a una cuerda, demostraba bien la forma en que debía de haberse desarrollado el atroz responsorio.
—Bernardo lo ha torturado… —dije por lo bajo a Guillermo.
—En absoluto —respondió Guillermo—. Un inquisidor nunca tortura. Del cuerpo del acusado siempre se cuida el brazo secular.
—¡Pero es lo mismo!
—En modo alguno. No lo es para el inquisidor, que conserva las manos limpias, y tampoco para el interrogado, porque, cuando llega el inquisidor, cree que le trae una ayuda inesperada, un alivio para sus penas, y le abre su corazón.
Miré a mi maestro:
—Estáis bromeando —dije confundido.
—¿Te parece que se puede bromear con estas cosas? —respondió Guillermo.
Ahora Bernardo estaba interrogando a Salvatore, y mi pluma es incapaz de transcribir las palabras entrecortadas y, si ya no fuese imposible, aún más babélicas, con que aquel hombre ya quebrado, reducido al rango de un babuino, respondía, casi sin que nadie entendiera, y con la ayuda de Bernardo, quien le hacía las preguntas de modo que sólo pudiese responder por sí o por no, incapaz ya de mentir. Y mi lector puede imaginarse muy bien lo que dijo Salvatore. Contó, o admitió haber contado durante la noche, una parte de la historia que yo ya había reconstruido: sus vagabundeos como fraticello, pastorcillo y seudo apóstol, y cómo en la época de Dulcino había encontrado a Remigio entre los dulcinianos, y cómo se había escapado con él después de la batalla del monte Rebello, refugiándose, tras diversas peripecias, en el convento de Casale. Además, añadió que el heresiarca Dulcino, ya cerca de la derrota y la prisión, había entregado a Remigio algunas cartas que éste debía llevar a un sitio, o a una persona, que Salvatore desconocía. Remigio había conservado esas cartas consigo, sin atreverse a entregarlas, y cuando llegó a la abadía, temeroso de guardarlas en su poder, pero no queriendo tampoco destruirlas, las había puesto en manos del bibliotecario, sí, de Malaquías, para que éste las ocultara en algún sitio recóndito del Edificio.
Mientras Salvatore hablaba, el cillerero le echaba miradas de odio, y en determinado momento no pudo contenerse y le gritó:
—¡Víbora, mono lascivo, he sido tu padre, tu amigo, tu escudo, y así me lo pagas!
Salvatore miró a su protector, que ahora necesitaba protección, y respondió hablando con mucha dificultad:
—Señor Remigio, si pudiese era contigo. Y me eras dilectísimo. Pero conoces la familia del barrachel. Qui non habet caballum vadat cum pede…
—¡Loco! —volvió a gritarle Remigio—. ¿Esperas salvarte? ¿No sabes que también tú morirás como un hereje? ¡Di que has hablado para que no siguieran torturándote! ¡Di que lo has inventado todo!
—Qué sé yo, señor, cómo se llaman estas rejías … Paterinos, leonistos, arnaldistos, esperonistos, circuncisos… No soy homo literatus, peccavi sine malitia e el señor Bernardo muy magnífico el sabe, et ispero en la indulgentia suya in nomine patre et filio et spiritis sanctis…
—Seremos tan indulgentes como nuestro oficio lo permita —dijo el inquisidor—, y valoraremos con paternal benevolencia la buena voluntad con que nos has abierto tu alma. Ahora vete, ve a tu celda a meditar, y espera en la misericordia del Señor. Ahora tenemos que debatir una cuestión mucho más importante… O sea, Remigio, que tenías unas cartas de Dulcino, y las entregaste al hermano que se cuida de la biblioteca…
—¡No es cierto, no es cierto! —gritó el cillerero, como si esto aún pudiera servirle de algo.
Pero Bernardo justamente lo interrumpió:
—No es tu confirmación la que nos interesa, sino la de Malaquías de Hildesheim.
Hizo llamar al bibliotecario, pero no se encontraba entre los presentes. Yo sabía que estaba en el scriptorium, o alrededor del hospital, buscando a Bencio y el libro. Fueron a buscarlo, y cuando apareció, turbado y sin querer enfrentar las miradas de los otros, Guillermo me dijo por lo bajo, molesto: «Y ahora Bencio podrá hacer lo que quiera.» Pero se equivocaba, porque vi aparecer el rostro de Bencio por encima de los hombros de otros monjes, que se agolpaban en la entrada para no perderse el interrogatorio. Se lo señalé a Guillermo. En aquel momento pensamos que su curiosidad por ese acontecimiento, era aún más fuerte que la que sentía por el libro. Después supimos que a aquellas alturas Bencio ya había cerrado su innoble trato.
Así pues, Malaquías compareció ante los jueces, sin que su mirada se cruzase en ningún momento con la del cillerero.
—Malaquías —dijo Bernardo—, esta mañana, después de la confesión que había hecho Salvatore durante la noche, os he preguntado si el acusado os había hecho entrega de unas cartas…
—¡Malaquías! —aulló el cillerero—, ¡hace poco me has jurado que no harías nada contra mí!
Malaquías se volvió apenas hacia el acusado, a quien daba la espalda, y dijo con una voz bajísima, que apenas pude escuchar:
—No he perjurado. Si algo podía hacer contra ti, ya lo había hecho. Las cartas habían sido entregadas al señor Bernardo por la mañana, antes de que tú matases a Severino…
—¡Pero tú sabes, debes saber, que no maté a Severino! ¡Lo sabes porque ya estabas allí!
—¿Yo? —preguntó Malaquías—. Yo entré después de que te descubrieran.
—Y en todo caso —interrumpió Bernardo—, ¿qué buscabas en el laboratorio de Severino, Remigio?
El cillerero se volvió para mirar a Guillermo con ojos extraviados, después miró a Malaquías y luego otra vez a Bernardo:
—Pero yo… Esta mañana había oído a fray Guillermo, aquí presente, decir a Severino que vigilara ciertos folios… Desde ayer noche, después del apresamiento de Salvatore, temía que se hablase de esas cartas…
—¡Entonces sabes algo de esas cartas! —exclamó triunfalmente Bernardo.
El cillerero había caído en la trampa. Estaba dividido entre dos urgencias: la de descargarse de la acusación de herejía, y la de alejar de sí la sospecha de homicidio. Probablemente, decidió hacer frente a la segunda acusación… Por instinto, porque a esas alturas su conducta ya no obedecía a regla ni conveniencia alguna:
—De las cartas hablaré después… explicaré… diré cómo llegaron a mis manos… Pero dejadme contar lo que sucedió esta mañana. Pensé que se hablaría de esas cartas cuando vi que Salvatore caía en poder del señor Bernardo; hace años que el recuerdo de esas cartas atormenta mi corazón… Entonces, cuando oí que Guillermo y Severino hablaban de unos folios… no sé, presa del terror, pensé que Malaquías se había deshecho de ellas entregándoselas a Severino… yo quería destruirlas… por eso fui al laboratorio… la puerta estaba abierta y Severino yacía muerto… me puse a hurgar entre sus cosas en busca de las cartas … estaba poseído por el miedo…
Guillermo me susurró al oído:
—Pobre estúpido, por temor a un peligro se metió de cabeza en otro.
—Admitamos que estés diciendo casi, digo casi, la verdad —intervino Bernardo—. Pensabas que Severino tenía las cartas y las buscaste en su laboratorio. Pero, ¿por qué mataste antes a los otros hermanos? ¿Acaso pensabas que hacía tiempo que las cartas circulaban de mano en mano? ¿Acaso es habitual en esta abadía disputarse las reliquias de los herejes muertos en la hoguera?
Vi que el Abad se sobresaltaba. No había acusación más insidiosa que la de recoger reliquias de herejes, y Bernardo estaba mezclando hábilmente los crímenes con la herejía, y el conjunto con la vida del monasterio. Interrumpieron mis reflexiones los gritos del cillerero, que afirmaba no haber tenido parte alguna en los otros crímenes. Bernardo, con tono indulgente, lo tranquilizó: por el momento no era ésa la cuestión que se estaba discutiendo; el crimen por el que debía responder era el de herejía; que no intentase, pues (y aquí su tono de voz se volvió severo), distraer la atención de su pasado herético hablando de Severino o tratando de dirigir las sospechas hacia Malaquías. De modo que debía volverse al asunto de las cartas.
—Malaquías de Hildesheim —dijo mirando al testigo—, no estáis aquí como acusado. Esta mañana… habéis respondido a mis preguntas, y a mi pedido, sin tratar de ocultar nada. Repetid aquí lo que entonces me dijisteis, y no tendréis nada que temer.
—Repito lo que dije esta mañana —dijo Malaquías—. Poco tiempo después de su llegada, Remigio comenzó a ocuparse de la cocina, y teníamos frecuentes contactos por razones de trabajo… Como bibliotecario, debo cerrar por la noche el Edificio, incluida la cocina… No tengo por qué ocultar que nos hicimos amigos, pues tampoco tenía por qué sospechar de él. Me contó que conservaba unos documentos de carácter secreto: los había recibido en confesión, no debían caer en manos profanas, y él no se atrevía a seguir guardándolos. Como yo custodiaba el único sitio del monasterio prohibido para todos los demás, me pidió que guardara aquellos folios lejos de toda mirada curiosa, y yo acepté, sin imaginar que podía tratarse de documentos heréticos. Ni siquiera los leí: los puse… los puse en el sitio más recóndito de la biblioteca. Y nunca más volví a pensar en aquel hecho, hasta que esta mañana el señor inquisidor me lo mencionó. Entonces fui a buscarlos y se los entregué…
El Abad, irritado, tomó la palabra:
—¿Por qué no me informaste de tu pacto con el cillerero? ¡La biblioteca no está para guardar cosas privadas de los monjes!
Así quedaba claro que la abadía no tenía nada que ver con aquella historia.
—Señor —respondió confuso Malaquías—, me pareció que la cosa no tenía demasiada importancia. Pequé sin maldad.
—Sin duda, sin duda —dijo Bernardo con tono cordial—, estamos todos persuadidos de que el bibliotecario actuó de buena fe, y prueba de ello es la franqueza con que ha colaborado con este tribunal. Ruego fraternalmente a vuestra excelencia que no lo culpe por ese acto imprudente que cometió en el pasado. Por nuestra parte, creemos lo que ha dicho. Y sólo le pedimos que nos confirme bajo juramento que los folios que ahora le muestro son los mismos que me entregó esta mañana y los mismos que hace años recibió de Remigio da Varagine, poco después de su llegada a la abadía.
Mostraba dos pergaminos que había sacado de entre los folios que estaban sobre la mesa. Malaquías los miró y dijo con voz segura:
—Juro por Dios padre todopoderoso, por la santísima Virgen y por todos los santos que así es y ha sido.
—Esto me basta —dijo Bernardo—. Podéis marcharos, Malaquías de Hildesheim.
Mientras éste salía con la cabeza gacha, y antes de que llegase a la puerta, se escuchó una voz, procedente del grupo de los curiosos agolpados al fondo de la sala: «¡Tú le escondías las cartas y él te mostraba el culo de los novicios en la cocina!» Estallaron algunas risas; Malaquías se apresuró a salir dando empujones a izquierda y derecha; yo habría jurado que la voz era la de Aymaro, pero la frase había sido gritada en falsete. Con el rostro lívido, el Abad gritó pidiendo silencio y amenazó con tremendos castigos para todos, conminando a los monjes a que abandonasen la sala. Bernardo sonreía lúbricamente. En otra parte de la sala, el cardenal Bertrando se inclinaba hacia Jean d’Anneaux y le decía algo al oído, y éste se cubría la boca con la mano y bajaba la cabeza como para toser. Guillermo me dijo:
—El cillerero no sólo era un pecador carnal en provecho propio, sino que también hacía de rufián. Pero a Bernardo eso le tiene sin cuidado, salvo en la medida en que pueda crearle dificultades a Abbone, mediador imperial…
Fue precisamente Bernardo quien lo interrumpió para decirle:
—Después me interesaría que me dijerais, fray Guillermo, de qué folios hablabais esta mañana con Severino cuando el cillerero os escuchó y extrajo una conclusión equivocada.
Guillermo sostuvo su mirada:
—Sí, una conclusión equivocada. Hablábamos de una copia del tratado sobre la hidrofobia canina de Ayyub al Ruhawi, libro excelente cuya fama sin duda conocéis, y del que supongo que os habéis servido en no pocas ocasiones… La hidrofobia, dice Ayyub, se reconoce por veinticinco signos evidentes…
Bernardo, que pertenecía a la orden de los domini canes,[141] no juzgó oportuno afrontar una nueva batalla.
—Se trataba, pues, de cosas ajenas al caso que nos ocupa —dijo rápidamente. Y continuó con el proceso—: Volvamos a ti, fray Remigio franciscano, mucho más peligroso que un perro hidrófobo. Si en estos días fray Guillermo se hubiese fijado más en la baba de los herejes que en la de los perros, quizá también él hubiera descubierto la víbora que anidaba en la abadía. Volvamos a estas cartas. Ahora estamos seguros de que estuvieron en tus manos y de que te encargaste de esconderlas como si fuesen veneno peligrosísimo, y de que llegaste incluso a matar… —con un gesto detuvo un intento de negación—, y del asesinato hablaremos después… Que mataste, decía, para impedir que llegaran a mí. Entonces, ¿reconoces que estos folios son tuyos?
El cillerero no respondió, pero su silencio era bastante elocuente. De modo que Bernardo lo acosó:
—¿Y qué son estos folios? Son dos páginas escritas por el propio heresiarca Dulcino pocos días antes de ser apresado. Las entregó a un acólito suyo para que éste las llevara a los seguidores que aquél tenía en diversas partes de Italia. Podría leeros todo lo que en ellas se dice, y cómo Dulcino, temiendo su fin inminente, confía un mensaje de esperanza a los que llama sus hermanos ¡en el demonio! Los consuela diciendo que, aunque las fechas que anuncia no concuerden con las que había dado en sus cartas anteriores, donde había prometido que el año 1305 el emperador Federico acabaría con todos los curas, éstos no tardarán en ser destruidos. El heresiarca volvía a mentir, porque desde entonces ya han pasado más de veinte años y ninguna de sus nefastas predicciones se ha cumplido. Pero no estamos reunidos para ocuparnos de la ridícula arrogancia de dichas profecías, sino del hecho de que su portador haya sido Remigio. ¿Puedes seguir negando, fraile hereje e impenitente, que has tenido comercio y contubernio con la secta de los seudo apóstoles?
El cillerero ya no podía seguir negando:
—Señor —dijo—, mi juventud estuvo poblada de errores muy funestos. Cuando supe de la prédica de Dulcino, seducido por los errores de los frailes de la vida pobre, creí en sus palabras y me uní a su banda. Sí, es cierto, estuve con ellos en la parte de Brescia y de Bérgamo, en Como y en Val del Sesia. Con ellos me refugié en la Pared Pelada y en Val de Rassa, y por último en el monte Rebello. Pero no participé en ninguna fechoría, y, mientras cometían pillajes y violencias, en mí seguía alentando el espíritu de mansedumbre propio de los hijos de Francisco. Y precisamente en el monte Rebello le dije a Dulcino que ya no estaba dispuesto a participar en su lucha, y él me autorizó a marcharme, porque, dijo, no quería miedosos a su lado, y sólo me pidió que llevara esas cartas a Bolonia…
—¿Para entregarlas a quién? —preguntó el cardenal Bertrando.
—A algunos partidarios suyos, cuyos nombres creo recordar. Y como los recuerdo os lo digo, señor —se apresuró a afirmar Remigio. Y pronunció los nombres de algunos que el cardenal Bertrando dio muestras de reconocer, porque sonrió con aire satisfecho, mientras dirigía una señal de entendimiento a Bernardo.
—Muy bien —dijo Bernardo, y tomó nota de aquellos nombres. Después preguntó a Remigio—: ¿Cómo es que ahora nos entregas a tus amigos?
—No son mis amigos, señor, como lo prueba el hecho de que nunca les entregué las cartas. Y no me limité a eso, os lo digo ahora, después de haber tratado de olvidarlo durante tantos años: para poder salir de aquel sitio sin ser apresado por el ejército del obispo de Vercelli, que nos esperaba en la llanura, logré ponerme en contacto con algunas de sus gentes y, a cambio de un salvoconducto, les indiqué por dónde podían pasar para tomar por asalto las fortificaciones de Dulcino. De modo que una parte del éxito de las fuerzas de la iglesia se debió a mi colaboración…
—Muy interesante. Esto nos muestra que no sólo fuiste un hereje, sino también un vil traidor. Lo que no cambia para nada tu situación. Así como hace un momento, para salvarte, has intentado acusar a Malaquías, quien sin embargo te había prestado un servicio, lo mismo hiciste entonces: para salvarte, pusiste a tus compañeros de pecado en manos de la justicia. Pero sólo traicionaste sus cuerpos, nunca sus enseñanzas, y has conservado estas cartas como reliquias, esperando el día en que tuvieras el coraje, y la posibilidad, de entregarlas sin correr riesgo, para congraciarte de nuevo con los seudo apóstoles.
—No, señor, no —decía el cillerero, cubierto de sudor y con las manos que le temblaban—. No, os juro que…
—¡Un juramento! —dijo Bernardo—. ¡He aquí otra prueba de tu maldad! ¡Quieres jurar porque sabes que sé que los herejes valdenses están dispuestos a valerse de cualquier ardid, e incluso morir, con tal de no jurar! ¡Y cuando el miedo los posee fingen jurar y barbotean falsos juramentos! ¡Pero sé muy bien que no perteneces a la secta de los pobres de Lyon, maldito zorro, e intentas convencerme de que no eres lo que no eres para que no diga que eres lo que eres! Entonces, ¿juras? Jura para ser absuelto, ¡pero has de saber que no me basta con un juramento! Puedo exigir uno, dos, tres, cien, todos los que quiera. Sé muy bien que vosotros, los seudo apóstoles, acordáis dispensas al que jura en falso para no traicionar la secta. ¡De modo que cada juramento será una nueva prueba de tu culpabilidad!
—Pero entonces, ¿qué debo hacer? —gritó el cillerero, mientras caía de rodillas.
—¡No te prosternes como un begardo! No debes hacer nada. Ahora sólo yo sé qué habrá que hacer —dijo Bernardo con una sonrisa aterradora—. Tú sólo tienes que confesar. ¡Y te condenarás y serás condenado si confiesas, y te condenarás y serás condenado si no confiesas, porque serás castigado por perjuro! ¡Entonces confiesa, al menos para abreviar este penosísimo interrogatorio que turba nuestras conciencias y nuestro sentido de la bondad y la compasión!
—Pero ¿qué debo confesar?
—Dos clases de pecado. Que has pertenecido a la secta de los dulcinianos; que has compartido sus proposiciones heréticas, sus costumbres y sus ofensas a la dignidad de los obispos y los magistrados ciudadanos; que, impenitente, sigues compartiendo sus mentiras y sus ilusiones, incluso una vez muerto el heresiarca y dispersada la secta, aunque no del todo derrotada y destruida. Y que, corrupto en lo íntimo de tu corazón por las prácticas que aprendiste en aquella secta inmunda, eres culpable de los desórdenes contra Dios y los hombres que se han perpetrado en esta abadía, por razones que todavía no alcanzo a comprender, pero que ni siquiera deberán aclararse por completo cuando quede luminosamente demostrado (como lo estamos haciendo) que la herejía de los que han predicado y predican la pobreza, contra las enseñanzas del señor papa y de sus bulas, sólo puede conducir a actos criminales. Eso deberán aprender los fieles, y eso me bastará. Confiesa.
En aquel momento quedó claro lo que quería Bernardo. No le interesaba en absoluto averiguar quién había matado a los otros monjes, sino sólo demostrar que Remigio compartía de alguna manera las ideas defendidas por los teólogos del emperador. Y si lograba mostrar la conexión entre esas ideas, que eran también las del capítulo de Perusa, y las ideas de los fraticelli y de los dulcinianos, y mostrar que en aquella abadía había un hombre que participaba de todas esas herejías y había sido el autor de numerosos crímenes, entonces asestaría un verdadero golpe mortal a sus adversarios. Miré a Guillermo y comprendí que había comprendido pero que nada podía hacer, aunque hubiese previsto aquella maniobra. Miré al Abad y vi que su expresión era sombría: se daba cuenta, demasiado tarde, de que también él había caído en la trampa, y de que incluso su autoridad de mediador se estaba desmoronando, pues no faltaba mucho para que apareciera como el amo de un lugar donde se habían dado cita todas las infamias del siglo. En cuanto al cillerero, ya no sabía de qué crimen podía aún declararse inocente. Pero quizás a esas alturas ya no podía hacer cálculo alguno: el grito que salió de su boca era el grito de su alma, y en él, y con él, se liberaba de años de largos y secretos remordimientos. O sea que, después de una vida de incertidumbres, entusiasmos y desilusiones, de vileza y de traición, al ver que ya nada podía hacer para evitar su ruina, decidía abrazar la fe de su juventud, sin seguir preguntándose si ésta era justa o equivocada, como si quisiera mostrarse a sí mismo que era capaz de creer en algo.
—Sí, es cierto —gritó—, estuve con Dulcino y compartí sus crímenes, su desenfreno. Quizás estaba loco, confundía el amor de nuestro señor Jesucristo con la necesidad de libertad y con el odio a los obispos. Es cierto, he pecado, ¡pero juro que soy inocente de lo que ha sucedido en la abadía!
—Por el momento hemos obtenido algo —dijo Bernardo—. De manera que admites haber practicado la herejía de Dulcino, de la bruja Margherita y de sus cómplices. ¿Reconoces haber estado con ellos cuando cerca de Trivero ahorcaron a muchos fieles de Cristo, entre ellos un niño inocente de diez años? ¿Y cuando ahorcaron a otros hombres en presencia de sus mujeres y sus padres, porque no querían someterse a la voluntad de aquellos perros, y porque, a esas alturas, cegados por vuestra furia y vuestra soberbia, pensabais que nadie podía salvarse sin pertenecer a vuestra comunidad? ¡Habla!
—¡Sí, sí, creí esto último, e hice aquello otro!
—¿Y estabas presente cuando se apoderaron de algunos que eran fieles a los obispos, y a unos los dejaron morir de hambre en la cárcel, y a una mujer encinta le cortaron un brazo y una mano, dejando que pariera después un niño que murió en seguida sin haber sido bautizado? ¿Y estabas con ellos cuando arrasaron e incendiaron las aldeas de Mosso, Trivero, Cossila y Flecchia, y muchas otras localidades de la región de Crepacorio, y muchas casas de Mortiliano y Quorino, y cuando incendiaron la iglesia de Trivero, embadurnando antes las imágenes sagradas, arrancando las piedras de los altares, rompiendo un brazo de la estatua de la Virgen, los cálices, los ornamentos y los libros, destruyendo el campanario, apropiándose de todos los vasos de la cofradía, y de los bienes del sacerdote?
—¡Sí, sí, estuve allí, y ya nadie sabía lo que estaba haciendo! ¡Queríamos adelantar el momento del castigo, éramos la vanguardia del emperador enviado por el cielo y por el papa santo, debíamos anticipar el momento del descenso del ángel de Filadelfia, y entonces todos recibirían la gracia del espíritu santo y la iglesia se habría regenerado y después de la destrucción de todos los perversos sólo reinarían los perfectos!
El cillerero parecía estar poseído por el demonio y al mismo tiempo iluminado. El dique de silencio y simulación parecía haberse roto, y su pasado regresaba no sólo en palabras, sino también en imágenes, y era como si volviese a sentir las emociones que antaño lo habían inflamado.
—Entonces —lo acosaba Bernardo—. ¿confiesas que habéis honrado como mártir a Gherardo Segalelli, que habéis negado toda autoridad a la iglesia romana, que afirmabais que ni el papa ni ninguna otra autoridad podía prescribiros un modo de vida distinto del vuestro, que nadie tenía derecho a excomulgaros, que desde la época de San Silvestre todos los prelados de la iglesia habían sido prevaricadores y seductores, salvo Pietro da Morrone, que los laicos no están obligados a pagar los diezmos a los curas que no practiquen un estado de absoluta perfección y pobreza como lo practicaron los primeros apóstoles, y que por tanto los diezmos debían pagároslos sólo a vosotros, que erais los únicos apóstoles y pobres de Cristo, que para rezarle a Dios una iglesia consagrada no vale más que un establo, confiesas que recorríais las aldeas y seducíais a las gentes gritando «penitenciágite», que cantabais el Salve Regina para atraer pérfidamente a las multitudes, y os hacíais pasar por penitentes llevando una vida perfecta ante los ojos del mundo, pero que luego os concedíais todas las licencias y todas las lujurias, porque no creíais en el sacramento del matrimonio ni en ningún otro sacramento, y como os considerabais más puros que los otros os podíais permitir cualquier bajeza y cualquier ofensa a vuestro cuerpo y al cuerpo de los otros? ¡Habla!
—¡Sí, sí! Confieso la fe verdadera que abracé entonces con toda el alma. Confieso que abandonamos nuestras ropas en signo de desposeimiento, que renunciamos a todos nuestros bienes, mientras que vosotros, raza de perros, no renunciaréis jamás a los vuestros. Confieso que desde entonces no volvimos a aceptar dinero de nadie ni volvimos a llevarlo con nosotros, y vivimos de la limosna y no guardamos nada para mañana, y cuando nos recibían y ponían la mesa para nosotros, comíamos y luego nos marchábamos dejando sobre la mesa los restos de la comida…
—¡Y quemasteis y saqueasteis para apoderaros de los bienes de los buenos cristianos!
—Y quemamos y saqueamos, porque habíamos elegido la pobreza como ley universal y teníamos derecho a apropiarnos de las riquezas ilegítimas de los demás, y queríamos desgarrar el centro mismo de la trama de avidez que cubría todas las parroquias, pero nunca saqueamos para poseer, ni matamos para saquear: matábamos para castigar, para purificar a los impuros a través de la sangre. Quizás estábamos poseídos por un deseo inmoderado de justicia; también se peca por exceso de amor a Dios, por sobreabundancia de perfección. Éramos la verdadera congregación espiritual, enviada por el Señor y reservada para la gloria de los últimos tiempos. Buscábamos nuestro premio en el paraíso anticipando el tiempo de vuestra destrucción. Sólo nosotros éramos los apóstoles de Cristo, todos los otros le habían traicionado. Y Gherardo Segalelli había sido una planta divina, planta Dei pullulans in radice fidei. Nuestra regla procedía directamente de Dios, ¡no de vosotros, perros malditos, predicadores mentirosos que vais esparciendo olor a azufre y no a incienso, perros inmundos, carroña podrida, cuervos, siervos de la puta de Aviñón, condenados a la perdición eterna! Entonces yo creía, y hasta nuestro cuerpo se había redimido, y éramos las espadas del Señor, y para poder mataros a todos lo antes posible había que matar incluso a otros que eran inocentes. Queríamos un mundo mejor, de paz y afabilidad, y la felicidad para todos; queríamos matar la guerra que vosotros traíais con vuestra avidez. ¿Por qué nos reprocháis la poca sangre que debimos derramar para imponer el reino de la justicia y la felicidad? Lo que pasaba… lo que pasaba era que no se precisaba mucha, no había que perder tiempo, e incluso valía la pena enrojecer toda el agua del Carnasco, aquel día en Stavello, también era sangre nuestra, no la escatimábamos, sangre nuestra y sangre vuestra, lo mismo daba, pronto, pronto, los tiempos de la profecía de Dulcino urgían, había que acelerar la marcha de los acontecimientos…
Temblaba de pies a cabeza, y se pasaba las manos por el hábito como si quisiese limpiarlas de la sangre que estaba evocando.
—El glotón ha recuperado la pureza —me dijo Guillermo.
—Pero, ¿es ésta la pureza? —pregunté horrorizado.
—Sin duda, no es el único tipo que existe —dijo Guillermo—, pero en cualquiera de sus formas siempre me da miedo.
—¿Qué es lo que más os aterra de la pureza?
—La prisa —respondió Guillermo.
—Basta, basta —estaba diciendo Bernardo—, te pedimos una confesión, no un llamamiento a la masacre. Muy bien, no sólo fuiste hereje, sino que lo sigues siendo. No sólo fuiste asesino, sino que sigues matando. Entonces dime cómo mataste a tus hermanos en esta abadía, y por qué.
El cillerero dejó de temblar. Miró a su alrededor como si acabase de salir de un sueño:
—No —dijo—, con los crímenes de la abadía no tengo nada que ver. He confesado todo lo que hice, no me hagáis confesar lo que no he hecho…
—Pero ¿queda algo que puedas no haber hecho? ¿Ahora te declaras inocente? ¡Oh, corderillo, oh, modelo de mansedumbre! ¿Lo habéis oído? ¡Hace años sus manos estuvieron tintas de sangre, pero ahora es inocente! Quizá nos hemos equivocado. Remigio da Varagine es un modelo de virtud, un hijo fiel de la iglesia, un enemigo de los enemigos de Cristo, siempre ha respetado el orden que la mano vigilante de la iglesia se empeña en imponer en aldeas y ciudades, siempre ha respetado la paz de los comercios, los talleres de los artesanos, los tesoros de las iglesia. Es inocente, no ha hecho nada, ¡ven a mis brazos, hermano Remigio, deja que te consuele de las acusaciones que malvados han hecho caer sobre ti! —y mientras Remigio lo miraba con ojos extraviados, como si de golpe estuviera a punto de creer en una absolución final, Bernardo recuperó su actitud anterior y dijo con tono de mando al capitán de los arqueros—: Me repugna tener que recurrir a métodos que el brazo secular siempre ha aplicado sin el consentimiento de la iglesia. Pero hay una ley que está por encima de mis sentimientos personales. Rogadle al Abad que os indique un sitio donde puedan disponerse los instrumentos de tortura. Pero que no se proceda en seguida. Ha de permanecer tres días en su celda, con cepos en las manos y en los pies. Luego se le mostrarán los instrumentos. Sólo eso. Y al cuarto día se procederá. Al contrario de lo que creían los seudo apóstoles, la justicia no lleva prisa, y la de Dios tiene siglos por delante. Ha de procederse poco a poco, en forma gradual. Y sobre todo recordad lo que se ha dicho tantas veces: hay que evitar las mutilaciones y el peligro de muerte. Precisamente, una de las gracias que este procedimiento concede al impío es la de saborear y esperar la muerte, pero no alcanzarla antes de que la confesión haya sido plena, voluntaria y purificadora.
Los arqueros se inclinaron para levantar al cillerero, pero éste clavó los pies en el suelo y opuso resistencia, mientras indicaba que quería hablar. Cuando se le autorizó, empezó a hablar, pero le costaba sacar las palabras de la boca y su discurso era como la farfulla de un borracho, y tenía algo de obsceno. Sólo a medida que fue hablando recobró aquella especie de energía salvaje que había animado hasta hacía un momento su confesión.
—No, señor. La tortura no. Soy un hombre vil. Traicioné en aquella ocasión. Durante once años he renegado en este monasterio de mi antigua fe, percibiendo los diezmos de los viñateros y los campesinos, inspeccionando los establos y los chiqueros para que cundiesen y enriquecieran al Abad. He colaborado de buen grado en la administración de esta fábrica del Anticristo. Y me he sentido cómodo, había olvidado los días de la rebelión, me regodeaba en los placeres de la boca e incluso en otros. Soy un hombre vil. Hoy he vendido a mis antiguos hermanos de Bolonia, como entonces vendí a Dulcino. Y como hombre vil, disfrazado de soldado de la cruzada, asistí al apresamiento de Dulcino y Margherita, cuando el sábado santo los llevaron al castillo del Bugello. Durante tres meses estuve dando vueltas alrededor de Vercelli, hasta que llegó la carta del papa Clemente con la orden de condenarlos. Y vi cómo hacían pedazos a Margherita delante de Dulcino, y cómo gritaba mientras la masacraban, pobre cuerpo que una noche también yo había tocado… Y mientras su roto cadáver se quemaba vi cómo se apoderaron de Dulcino, y le arrancaron la nariz y los testículos con tenazas incandescentes, y no es cierto lo que después se dijo, que no lanzó ni un gemido. Dulcino era alto y robusto, tenía una gran barba de diablo y cabellos rojos que le caían en rizos sobre los hombros, era bello e imponente cuando nos guiaba, con su sombrero de alas anchas, y la pluma, y la espada ceñida sobre el hábito talar. Dulcino metía miedo a los hombres y hacía gritar de placer a las mujeres… Pero, cuando lo torturaron, también él gritó de dolor, como una mujer, como un ternero. Perdía sangre por todas las heridas, mientras lo llevaban de sitio en sitio, y seguían hiriéndolo un poco más, para mostrar cuánto podía durar un emisario del demonio, y él quería morir, pedía que lo remataran, pero murió demasiado tarde, al llegar a la hoguera, y para entonces ya sólo era un montón de carne sangrante. Yo iba detrás, y me felicitaba por haber escapado a aquella prueba, estaba orgulloso de mi astucia, y el bellaco de Salvatore estaba conmigo, y me decía: «¡Qué bien que hemos hecho, hermano Remigio, en comportarnos como personas sensatas ¡No hay nada más terrible que la tortura!» Aquel día hubiera abjurado de mil religiones. Y hace años, muchos años, que me reprocho aquella vileza, y aquella felicidad conseguida al precio de tanta vileza, aunque siempre con la esperanza de poder demostrarme algún día que no era tan vil. Hoy me has dado esa fuerza, señor Bernardo, has sido para mí lo que los emperadores romanos fueron para los más viles de entre los mártires. Me has dado el coraje para confesar lo que creí con el alma, mientras mi cuerpo se retiraba, incapaz de seguirla. Pero no me exijas demasiado coraje, más del que puede soportar esta carcasa mortal. La tortura no. Diré todo lo que quieras. Mejor la hoguera, ya. Se muere asfixiado, antes de que el cuerpo arda. La tortura como a Dulcino, no. Quieres un cadáver, y para tenerlo necesitas que me haga responsable de los otros cadáveres. En todo caso, no tardaré en ser cadáver. De modo que te doy lo que me pides. He matado a Adelmo da Otranto porque odiaba su juventud y la habilidad que tenía para jugar con monstruos parecidos a mí: viejo, gordo, pequeño e ignorante. He matado a Venancio da Salvemec porque sabía demasiado y era capaz de leer libros que yo no entendía. He matado a Berengario da Arundel porque odiaba su biblioteca; yo, que aprendí teología dando palos a los párrocos demasiado gordos. He matado a Severino de Sant’Emmerano… ¿Por qué lo he matado? Porque coleccionaba hierbas; yo, que estuve en el monte Rebello, donde nos comíamos las hierbas sin preguntarnos cuáles eran sus virtudes. En realidad, también podría matar a los otros, incluido nuestro Abad: ya esté con el papa o con el imperio, siempre estará entre mis enemigos y siempre lo he odiado, incluso cuando me daba de comer porque yo le daba de comer a él. ¿Te basta con esto? ¡Ah, no! Quieres saber cómo he matado a toda aquella gente… Pues bien, los he matado… Veamos… Evocando las potencias infernales, con la ayuda de mil legiones cuyo mando obtuve mediante las artes que me enseñó Salvatore. Para matar a alguien no es preciso que lo golpeemos personalmente: el diablo lo hace por nosotros… si sabemos cómo hacer para que nos obedezca.
Miraba a los presentes con aire de complicidad, riendo. Pero ya era la risa del demente, aunque, como me señaló más tarde Guillermo, ese demente hubiera tenido la cordura necesaria para arrastrar a Salvatore en la caída, y vengarse así de su delación.
—¿Y cómo lograbas que el diablo te obedeciera. —lo urgió Bernardo, que tomaba ese delirio como una legítima confesión.
—¡También tú lo sabes! ¡No se comercia tantos años con endemoniados sin acabar metido en su piel! ¡También tú lo sabes, martirizador de apóstoles! Coges un gato negro, ¿verdad? Que no tenga ni un solo pelo blanco (ya lo sabes), y le atas las patas, luego lo llevas a medianoche hasta un cruce de caminos, y una vez allí gritas en alta voz: «¡Oh, gran Lucifer, emperador del infierno, te cojo y te introduzco en el cuerpo de mi enemigo, así como tengo prisionero a este gato, y si matas a mi enemigo, a medianoche del día siguiente, en este mismo sitio, te sacrificaré este gato, y harás todo lo que te ordeno por los poderes de la magia que estoy practicando según el libro oculto de San Cipriano, en el nombre de todos los jefes de las mayores legiones del infierno, Adramech, Alastor y Azazel, a quienes ahora invoco junto a todos sus hermanos…!» —sus labios temblaban, los ojos parecían haberse salido de las órbitas, y empezó a rezar, mejor dicho, parecía un rezo, pero lo que hacía era implorar a todos los barones de las legiones del infierno— : Abigor, pecca pro nobis… Amón, miserere nobis… Samael, libera nos a bono… Belial aleyson… Focalor, in corruptionem meam intende… Haborym, damnamus dominum… Zaebos, anum meum aperies… Leonardo, asperge me spermate tuo et inquinabor…[142]
—¡Basta, basta! —gritaban los presentes santiguándose—. ¡Oh, Señor, perdónanos a todos!
El cillerero ya no hablaba. Después de pronunciar los nombres de todos aquellos diablos, cayó de bruces, y una saliva blancuzca empezó a manar de su boca torcida mientras los dientes le rechinaban. A pesar de la mortificación que le infligían las cadenas, sus manos se juntaban y separaban convulsivamente, sus pies lanzaban patadas al aire. Guillermo se dio cuenta de que yo estaba temblando de terror; me puso la mano sobre la cabeza e hizo presión en la nuca, hasta que me tranquilicé:
—Aprende —me dijo—, cuando a un hombre lo torturan, o amenazan con torturarlo, no sólo dice lo que ha hecho, sino también lo que hubiera querido hacer, aunque no supiese que lo quería. Ahora Remigio desea la muerte con toda su alma.
Los arqueros se llevaron al cillerero, aún presa de convulsiones. Bernardo recogió sus folios. Luego clavó la mirada en los presentes, quienes, presa de gran turbación, permanecían inmóviles en sus sitios.
—El interrogatorio ha concluido. El acusado, reo confeso, será conducido a Aviñón, donde se celebrará el proceso definitivo, para escrupulosa salvaguardia de la verdad y la justicia. Y sólo después de ese proceso regular será quemado. Ya no os pertenece, Abbone, y tampoco me pertenece a mí, que sólo he sido el humilde instrumento de la verdad. El instrumento de la justicia está en otro sitio. Los pastores han cumplido con su deber, ahora es el turno de los perros: deben separar la oveja infecta del rebaño, y purificarla a través del fuego. El miserable episodio en el transcurso del cual este hombre ha resultado culpable de tantos crímenes atroces ha concluido. Que ahora la abadía viva en paz. Pero el mundo… —y aquí alzó la voz y se volvió hacia el grupo de los legados—, ¡el mundo aún no ha encontrado la paz, el mundo está desgarrado por la herejía, que se refugia incluso en las salas de los palacios imperiales! Que mis hermanos recuerden lo siguiente: un cingulum diaboli[143] liga a los perversos seguidores de Dulcino con los honrados maestros del capítulo de Perusa. No olvidemos que ante los ojos de Dios los delirios del miserable que acabamos de entregar a la justicia no se diferencian de los de los maestros que se hartan en la mesa del alemán excomulgado de Baviera. La fuente de las iniquidades de los herejes se nutre de muchas prédicas distintas… algunas elogiadas, y todavía impunes. Dura pasión y humilde calvario los de aquel a quien, como mi pecadora persona, Dios ha llamado para reconocer la víbora de la herejía doquiera que ésta anide. Pero el ejercicio de esta santa tarea enseña que no sólo es hereje quien practica la herejía a la vista de todos. Hay cinco indicios probatorios que permiten reconocer a los partidarios de la herejía. Primero: quienes visitan de incógnito a los herejes cuando se encuentran en prisión; segundo: quienes lamentan su apresamiento y han sido sus amigos íntimos durante la vida (en efecto, es difícil que la actividad del hereje haya pasado inadvertida a quien durante mucho tiempo lo frecuentó); tercero: quienes sostienen que los herejes fueron condenados injustamente, a pesar de haberse demostrado su culpabilidad; cuarto: quienes miran con malos ojos y critican a los que persiguen a los herejes y predican con éxito contra ellos, y a éstos puede descubrírselos por los ojos, por la nariz, por la expresión, que intentan disimular, porque revela su odio hacia aquellos por los que sienten rencor y su amor hacia aquellos cuya desgracia lamentan. Quinto, y último, signo es el hecho de que, una vez quemados los herejes, recojan los huesos convertidos en cenizas, y que los conviertan en objeto de veneración… Pero yo atribuyo también muchísimo valor a un sexto signo, y considero amigos clarísimos de los herejes a aquellos en cuyos libros (aunque éstos no ofendan abiertamente la ortodoxia) los herejes encuentran las premisas a partir de las cuales desarrollan sus perversos razonamientos.
Y mientras eso decía sus ojos se clavaban en Ubertino. Toda la legación franciscana comprendió perfectamente lo que Bernardo estaba sugiriendo. El encuentro ya había fracasado. Nadie se hubiese atrevido a retomar la discusión de la mañana, porque sabía que cada palabra sería escuchada pensando en los últimos, y desgraciados, acontecimientos. Si el papa había enviado a Bernardo para que impidiera cualquier arreglo entre ambos grupos, podía decirse que su misión había sido un éxito.
Mientras la sala capitular se iba vaciando lentamente, Michele se acercó a Guillermo, y después se les unió Ubertino. Juntos salimos de allí para dirigirnos al claustro y poder conversar protegidos por la niebla, que no daba señas de disiparse y que, incluso, parecía aún más densa ahora que estaba oscureciendo.
—No creo que sea necesario comentar lo que acaba de suceder —dijo Guillermo—. Bernardo nos ha derrotado. No me preguntéis si ese dulciniano imbécil es realmente culpable de todos estos crímenes. Por mi parte, estoy convencido de que no lo es. En todo caso, estamos como al principio. Juan quiere que vayas solo a Aviñón, Michele, y este encuentro no ha servido para obtener las garantías que deseábamos. Al contrario, ha sido una muestra de cómo allí podrá torcerse todo lo que digas. De donde se deduce, creo, que no debes ir.
Michele movió la cabeza:
—Pero iré. No quiero un cisma. Tú, Guillermo, hoy has hablado claro, has dicho qué es lo que quieres. Pues bien, no es eso lo que yo quiero: me doy cuenta de que las resoluciones del capítulo de Perusa han sido utilizadas por los teólogos imperiales para decir más de lo que nosotros quisimos decir. Quiero que la orden franciscana sea aceptada, con sus ideales de pobreza, por el papa. Y el papa tendrá que comprender que, sólo si la orden adopta la idea de pobreza, podrá reabsorber sus ramificaciones heréticas. No pienso en la asamblea del pueblo ni en el derecho de gentes. Debo impedir que la orden se disuelva en una pluralidad de fraticelli. Iré a Aviñón y si es necesario haré acto de sumisión ante Juan. Transigiré en todo, menos en el principio de pobreza.
—¿Sabes que arriesgas la vida? —intervino Ubertino.
—Que así sea —respondió Michele—, peor es arriesgar el alma.
Arriesgó seriamente la vida y, si Juan estaba en lo justo (de lo cual aún no termino de convencerme), perdió también el alma. Como ya todos saben, una semana después de los hechos que estoy relatando, Michele fue a ver al papa. Se mantuvo firme durante cuatro meses, hasta que en abril del año siguiente Juan convocó un consistorio donde lo trató de loco, temerario, testarudo, tirano, cómplice de los herejes, víbora que anidaba en el propio seno de la iglesia. Y cabe pensar que a aquellas alturas, y desde su punto de vista, Juan tenía razón, porque durante aquellos cuatro meses Michele se había hecho amigo del amigo de mi maestro, el otro Guillermo, el de Occam, y había llegado a compartir sus ideas, no muy distintas, salvo que aún más radicales, de las que mi maestro compartía con Marsilio y había expuesto aquella mañana. La vida de estos disidentes se volvió precaria en Aviñón, y a finales de mayo Michele, Guillermo de Occam, Bonagrazia da Bergamo, Francesco d’Ascoli y Henri de Talheim decidieron huir. Los hombres del papa los persiguieron hasta Niza, Tolón, Marsella y Aigues Mortes, donde los alcanzó el cardenal Pierre de Arrablay, quien en vano intentó persuadirlos de que regresaran, incapaz de vencer sus resistencias, su odio por el pontífice, su miedo. En junio llegaron a Pisa, donde los imperiales les brindaron una acogida triunfal, y en los meses que siguieron Michele denunció públicamente a Juan. Pero ya era demasiado tarde. La suerte del emperador estaba declinando. Desde Aviñón, Juan tramaba una maniobra para reemplazar al general de los franciscanos, y acabó consiguiéndolo. Mejor habría hecho Michele aquel día decidiendo no ir a ver al papa: habría podido ocuparse en persona de la resistencia de los franciscanos, en lugar de perder tantos meses poniéndose a merced de su enemigo, mientras su posición se iba debilitando… Pero quizás así lo había dispuesto la omnipotencia divina… Por otra parte, ahora ya no sé quién de ellos estaba en lo justo: cuando han pasado muchos años, el fuego de las pasiones se extingue, y con él lo que creíamos que era la luz de la verdad. ¿Quién de nosotros es todavía capaz de decir si tenía razón Héctor o Aquiles, Agamenón o Príamo, cuando luchaban por la belleza de una mujer que ahora es ceniza de cenizas?
Pero me pierdo en divagaciones melancólicas, en vez de decir cómo concluyó aquella triste conversación. Michele estaba decidido, y no hubo manera de hacer que desistiese. Y ahora se planteaba otro problema, y Guillermo lo expuso sin ambages: el propio Ubertino ya no estaba seguro. Las frases que le había dirigido Bernardo, el odio que ya le tenía el papa, el hecho de que, mientras Michele aún representaba un poder con el que debía pactarse, Ubertino, en cambio, se hubiera quedado solo…
—Juan quiere a Michele en la corte y a Ubertino en el infierno. Si conozco bien a Bernardo, de aquí a mañana, y con la complicidad de la niebla, Ubertino habrá sido asesinado. Y si alguien preguntase quién ha sido, la abadía podría cargar muy bien con otro crimen… Se dirá que han sido unos diablos evocados por Remigio con sus gatos negros, o algún otro dulciniano que aún queda en este recinto…
Ubertino se veía preocupado.
—¿Y entonces? —preguntó.
—Entonces —dijo Guillermo—, ve a hablar con el Abad. Pídele una cabalgadura, provisiones, y una carta para alguna abadía lejana, al otro lado de los Alpes. Y aprovecha la niebla y la oscuridad para salir en seguida.
—¿Pero acaso los arqueros no vigilan las puertas?
—La abadía tiene otras salidas; el Abad las conoce. Bastará con que un sirviente te espere un poco más abajo, con una cabalgadura. Tú saldrás por algún punto de la muralla, cruzarás un trecho de bosque y te pondrás en camino. Pero hazlo en seguida, antes de que Bernardo se recobre del éxtasis de su triunfo. Yo he de ocuparme de otro asunto. Tenía dos misiones: una ha fracasado, que al menos no fracase la otra. Quiero echar mano a un libro, y a un hombre. Si todo va bien, estarás fuera antes de que pueda inquietarme por ti. De modo que adiós.
Abrió los brazos. Conmovido, Ubertino lo estrechó entre los suyos:
—Adiós, Guillermo, eres un inglés loco y arrogante, pero tienes un gran corazón. ¿Volveremos a vernos?
—Sin duda —lo tranquilizó Guillermo—, Dios lo querrá.
Pero Dios no lo quiso. Como ya he dicho, Ubertino murió asesinado misteriosamente dos años más tarde. Vida dura y aventurera la de aquel viejo combativo y apasionado. Quizá no fuera un santo, pero confío en que Dios haya premiado la inconmovible seguridad con que creyó serlo. Cuanto más viejo me vuelvo, más me abandono a la voluntad de Dios, y menos aprecio la inteligencia, que quiere saber, y la voluntad, que quiere hacer: y el único medio de salvación que reconozco es la fe, que sabe esperar con paciencia sin preguntar más de lo debido. Y, sin duda, Ubertino tuvo mucha fe en la sangre y la agonía de Nuestro Señor crucificado.
Quizá también pensé en ello entonces, y el viejo místico lo percibió, o adivinó que alguna vez pensaría así. Me sonrió con ternura y me abrazó, sin la pasión con que a veces me había cogido en los días precedentes. Me abrazó como un abuelo abraza a su nieto, y la misma actitud tuve yo al responderle. Después se alejó con Michele para buscar al Abad.
—¿Y ahora? —le pregunté a Guillermo.
—Ahora volvamos a nuestros crímenes.
—Maestro, hoy han sucedido cosas muy graves para la cristiandad, y vuestra misión ha fracasado. Sin embargo, parece interesaros más la solución de este misterio que el conflicto entre el papa y el emperador.
—Los locos y los niños siempre dicen la verdad, Adso. Quizá sea porque como consejero imperial mi amigo Marsilio es mejor que yo, pero como inquisidor valgo más yo. Incluso más que Bernardo, y que Dios me perdone. Porque a Bernardo no le interesa descubrir a los culpables, sino quemar a los acusados. A mí, en cambio, lo que más placer me proporciona es desenredar una madeja bien intrincada. O tal vez sea también porque en un momento en que, como filósofo, dudo de que el mundo tenga algún orden, me consuela descubrir, si no un orden, al menos una serie de relaciones en pequeñas parcelas del conjunto de los hechos que suceden en el mundo. Además, es probable que exista otra razón: el hecho de que en esta historia se jueguen cosas más grandes y más importantes que la lucha entre Juan y Ludovico…
—¡Pero si es una historia de robos y venganzas entre monjes de poca virtud! —exclamé perplejo.
—Alrededor de un libro prohibido, Adso, alrededor de un libro prohibido —respondió Guillermo.
Los monjes ya estaban yendo a cenar. Michele da Cesena llegó en mitad de la comida, se sentó a nuestro lado y nos comunicó que Ubertino había partido. Guillermo lanzó un suspiro de alivio.
Cuando acabó la cena, evitamos al Abad, que estaba conversando con Bernardo, y localizamos a Bencio, que nos saludó con una media sonrisa, mientras intentaba ganar la salida. Guillermo lo alcanzó y lo obligó a seguirnos hasta un rincón de la cocina.
—Bencio —le dijo—, ¿dónde está el libro?
—¿Qué libro?
—Bencio, ni tú ni yo somos tontos. Hablo del libro que buscábamos hoy en el laboratorio de Severino, y que yo no reconocí pero tú sí, de modo que luego fuiste a cogerlo…
—¿Por qué pensáis que lo he cogido.
—Pienso que es así, y tú también lo piensas. ¿Dónde está?
—No puedo decirlo.
—Bencio, si no me lo dices hablaré con el Abad.
—No puedo decirlo por orden del Abad —dijo Bencio en tono virtuoso—. Después de que nos vimos sucedió algo que debéis saber. Al morir Berengario, quedó vacante el puesto de ayudante del bibliotecario. Esta tarde Malaquías me ha pedido que ocupe este puesto. Hace justo media hora el Abad ha dado su autorización, y a partir de mañana por la mañana, espero, seré iniciado en los secretos de la biblioteca. Es cierto que esta mañana he cogido el libro; lo había escondido en mi celda, bajo el jergón, sin echarle ni siquiera una ojeada, porque sabía que Malaquías me estaba vigilando. En determinado momento, él me propuso lo que acabo de contaros. Entonces hice lo que debe hacer un ayudante del bibliotecario: le entregué el libro.
No pude contenerme e intervine, con violencia:
—Pero Bencio, ayer, y anteayer, tú… vos decíais que ardíais de curiosidad por conocer, que no deseabais que la biblioteca siguiese ocultando misterios, que un estudioso debe saber…
Bencio no decía nada, y se ruborizó, pero Guillermo me detuvo:
—Adso, desde hace unas horas Bencio se ha pasado a la otra parte. Ahora es él el guardián de esos secretos que quería conocer, y como tal dispondrá de todo el tiempo que desee para conocerlos.
—Pero ¿y los otros? —pregunté—. ¡Bencio hablaba en nombre de todos los sabios!
—Eso era antes —dijo Guillermo, y me arrastró fuera, dejando a Bencio sumido en la confusión.
—Bencio —me dijo luego Guillermo— es víctima de una gran lujuria, que no es la de Berengario ni la del cillerero, sino la de muchos estudiosos, la lujuria del saber. Del saber por sí mismo. Se encontraba excluido de una parte de ese saber, y deseaba apoderarse de ella. Ahora lo ha hecho. Malaquías sabía con quién trataba, y se valió del recurso más idóneo para recuperar el libro y sellar los labios de Bencio. Me preguntarás de qué sirve dominar toda esa reserva de saber si se acata la regla que impide ponerlo a disposición de todos los demás. Pero por eso he hablado de lujuria. No era lujuria la sed de conocimiento que sentía Roger Bacon, pues quería utilizar la ciencia para hacer más feliz al pueblo de Dios y, por tanto, no buscaba el saber por el saber. En cambio, la curiosidad de Bencio es insaciable, es orgullo del intelecto, un medio como cualquiera de los otros de que dispone un monje para transformar y calmar los deseos de su carne, o el ardor que lleva a otros a convertirse en guerreros de la fe, o de la herejía. No sólo es lujuria la de la carne. También lo es la de Bernardo Gui: perversa lujuria de justicia, que se identifica con la lujuria del poder. Es lujuria de riqueza la de nuestro santo y ya no romano pontífice. Era lujuria de testimonio, de transformación, de penitencia y de muerte la del cillerero en su juventud. Y es lujuria de libros la de Bencio. Como todas las lujurias, como la de Onán, que derramaba su semen en la tierra, es lujuria estéril, y nada tiene que ver con el amor, ni siquiera con el amor carnal…
—Lo sé —murmuré sin querer.
Guillermo fingió no haber escuchado. Pero, como continuando con lo que iba diciendo, añadió:
—El amor bueno quiere el bien del amado.
—¿Acaso Bencio no querrá el bien de sus libros; (pues ahora también son suyos) y no pensará que su bien consiste precisamente en permanecer lejos de manos rapaces? —pregunté.
—El bien de un libro consiste en ser leído. Un libro está hecho de signos que hablan de otros signos, que, a su vez, hablan de las cosas. Sin unos ojos que lo lean, un libro contiene signos que no producen conceptos. Y por tanto, es mudo. Quizá esta biblioteca haya nacido para salvar los libros que contiene, pero ahora vive para mantenerlos sepultados. Por eso se ha convertido en pábulo de impiedad. El cillerero ha dicho que traicionó. Lo mismo ha hecho Bencio. Ha traicionado. ¡Oh, querido Adso, qué día más feo! ¡Lleno de sangre y destrucción! Por hoy tengo bastante. Vayamos también nosotros a completas, y después a dormir.
Al salir de la cocina encontramos a Aymaro. Nos preguntó si era cierto lo que se murmuraba: que Malaquías había propuesto a Bencio para el cargo de ayudante. No pudimos hacer otra cosa que confirmárselo.
—Este Malaquías ha hecho muchas cosas finas, hoy —dijo Aymaro con su habitual sonrisa de desprecio e indulgencia—. Si hubiese justicia, el diablo vendría a llevárselo esta noche.
El oficio de vísperas se había celebrado en medio de la confusión, cuando aún proseguía el interrogatorio del cillerero, y los novicios, curiosos, habían escapado al control de su maestro para observar a través de ventanas y rendijas lo que estaba sucediendo en la sala capitular. Ahora toda la comunidad debía rezar por el alma de Severino. Se pensaba que el Abad les hablaría a todos y todos se preguntaban qué diría. Pero después de la ritual homilía de San Gregorio, del responso y de los tres salmos prescritos, el Abad sólo se asomó al púlpito para anunciar que aquella tarde no hablaría. Eran tantas las desgracias que habían afligido a la abadía, dijo, que ni siquiera el padre común podía hablarles en tono de reproche y admonición. Todos, sin excepción alguna, debían hacer un severo examen de conciencia. Pero como alguien debía hablar, proponía que la admonición viniera de quien, por ser el más anciano de todos y encontrarse ya cerca de la muerte, se hubiese visto menos envuelto en las pasiones terrenales que tantos males habían ocasionado. Por derecho de edad la palabra hubiera correspondido a Alinardo da Grottaferrata, pero todos sabían cuán frágil era la salud del venerable hermano. El que seguía a Alinardo, según el orden establecido por el paso inexorable del tiempo, era Jorge. Y a él estaba cediéndole en aquel momento la palabra el Abad.
Escuchamos un murmullo del lado de los asientos que solían ocupar Aymaro y los otros italianos. Supuse que el Abad había confiado el sermón a Jorge sin consultar con Alinardo. Mi maestro me señaló por lo bajo que la de no hablar había sido una prudente decisión del Abad: porque cualquier cosa que hubiese dicho habría sido sopesada por Bernardo y los otros aviñoneses presentes. En cambio, el anciano Jorge se limitaría a alguno de sus vaticinios místicos, y los aviñoneses no le darían demasiada importancia.
—Pero yo sí —añadió Guillermo—, porque no creo que Jorge haya aceptado, o quizá pedido, hablar, sin un propósito muy preciso.
Jorge subió al púlpito, apoyándose en alguien. Su rostro estaba iluminado por la luz del trípode, única lámpara encendida en la nave. La luz de la llama ponía en evidencia la oscuridad que pesaba sobre sus ojos, que parecían dos agujeros negros.
—Queridísimos hermanos —empezó diciendo—, y vosotros, amados huéspedes, si queréis escuchar a este pobre viejo… Los cuatro muertos que afligen a nuestra abadía (para no decir nada de los pecados, antiguos y recientes, cometidos por los más desgraciados de entre los vivos) no deben, lo sabéis, atribuirse a los rigores de la naturaleza, que, con sus ritmos implacables, administra nuestra jornada en esta tierra, desde la cuna a la tumba. Quizá todos penséis que, por confusos y doloridos que os haya dejado, esta triste historia no alcanza a vuestras almas, porque todos, salvo uno, sois inocentes, y cuando éste sea castigado lloraréis, sin duda, la ausencia de los desaparecidos. Pero no tendréis que defenderos de ninguna acusación ante el tribunal de Dios. Eso pensáis. ¡Locos! —gritó con voz terrible—. ¡Locos y temerarios! El que ha matado soportará ante Dios la carga de sus culpas, pero sólo porque ha aceptado ser el intermediario de los decretos de Dios. Así como era preciso que alguien traicionase a Jesús para que pudiera cumplirse el misterio de la redención, y sin embargo el Señor decretó la condenación y el oprobio para el que lo traicionó, del mismo modo alguien en estos días ha pecado trayendo muerte y destrucción, ¡pero yo os digo que esta destrucción ha sido, si no querida, al menos permitida por Dios para humillación de nuestra soberbia!
Calló, y su mirada vacía se dirigió a la lóbrega asamblea, como si con los ojos pudiese captar las emociones, mientras que de hecho eran sus oídos los que saboreaban el silencio y la consternación que imperaban en la nave.
—En esta comunidad —prosiguió—, serpentea desde hace mucho el áspid del orgullo. Pero ¿qué orgullo? ¿El orgullo del poder, en un monasterio aislado del mundo? Sin duda que no. ¿El orgullo de la riqueza? Hermanos míos, antes de que resonaran en el mundo conocido los ecos de las largas querellas sobre la pobreza y la posesión, desde la época de nuestro fundador, incluso habiéndolo tenido todo, no hemos tenido nada, porque nuestra única riqueza verdadera siempre ha sido la observancia de la regla, la oración y el trabajo. Pero de nuestro trabajo, del trabajo de nuestra orden y en particular del trabajo de este monasterio, es parte, incluso esencial, el estudio y la custodia del saber. La custodia, digo, no la búsqueda, porque lo propio del saber, cosa divina, es el estar completo y fijado desde el comienzo en la perfección del verbo que se expresa a sí mismo. La custodia, digo, no la búsqueda, porque lo propio del saber, cosa humana, es el haber sido fijado y completado en los siglos que se sucedieron entre la predicación de los profetas y la interpretación de los padres de la iglesia. No hay progreso, no hay revolución de las épocas en las vicisitudes del saber, sino, a lo sumo, permanente y sublime recapitulación. La historia humana marcha con movimiento incontenible desde la creación, a través de la redención, hacia el retorno de Cristo triunfante, que aparece rodeado de un nimbo, para juzgar a vivos y a muertos. Pero el saber divino y humano no sigue ese curso: firme como una roca inconmovible, nos permite, cuando somos capaces de escuchar su voz con humildad, seguir, y predecir, ese curso, pero sin que éste haga mella en él. Yo soy el que es, dijo el Dios de los hebreos. Yo soy el camino, la verdad y la vida, dijo Nuestro Señor. Pues bien, el saber no es otra cosa que el atónito comentario de esas dos verdades. Todo lo demás que se ha dicho fue proferido por los profetas, los evangelistas, los padres y los doctores para iluminar esas dos sentencias. Y a veces algún comentario pertinente se encuentra incluso en los paganos, que no las conocían, y cuyas palabras han sido retomadas por la tradición cristiana. Pero aparte de eso no hay nada más que decir. Sí, en cambio, que meditar una y otra vez, que glosar, que conservar. Esta, y no otra, era y debería ser la misión de nuestra abadía, de su espléndida biblioteca. Se cuenta que en cierta ocasión un califa oriental entregó a las llamas la biblioteca de una famosa ciudad, y que, mientras ardían aquellos millares de volúmenes, decía que podían y debían desaparecer: porque, o bien repetían lo que ya decía el Corán, y por tanto eran inútiles, o bien contradecían lo que afirmaba ese libro que los infieles consideran sagrado, y por tanto eran dañinos. Los doctores de la iglesia, y nosotros con ellos, no razonaron así. Todo aquello que comenta e ilumina la escritura debe ser conservado, porque entiende la gloria de las divinas escrituras; todo aquello que contradice lo que ellas afirman no debe ser destruido, porque sólo si se lo conserva es posible contradecirlo a su vez, por obra del que sea capaz, y haya recibido la misión de hacerlo, del modo y en el momento que el Señor disponga. De ahí la responsabilidad de nuestra orden a lo largo de los siglos, y el peso que abruma hoy a nuestra abadía: orgullosos de la verdad que proclamamos, custodiamos con prudencia y humildad las palabras que le son hostiles, sin dejar que ellas nos contaminen. Pues bien, hermanos míos, ¿cuál es el pecado de orgullo que puede tentar al monje estudioso? El de interpretar su trabajo, ya no como custodia, sino como búsqueda de alguna noticia que aún no haya sido dada a los hombres, como si la última no hubiese resonado ya en las palabras del último ángel que habla en el último libro de las escrituras: «Yo atestiguo a todo el que escucha mis palabras de la profecía de este libro que, si alguno añade a estas cosas, Dios añadirá sobre él las plagas escritas en este libro; y si alguno quita de las palabras del libro de esta profecía, quitará Dios su parte del árbol de la vida y de la ciudad santa, que están escritos en este libro». Pues bien… ¿No os parece, infortunados hermanos, que estas palabras aluden precisamente a lo que ha sucedido no hace mucho entre estos muros, y que, a su vez, lo que ha sucedido entre estos muros alude precisamente a las vicisitudes mismas del siglo que vivimos, que, tanto en la palabra como en las obras, en las ciudades como en los castillos, en las orgullosas universidades, como en las iglesias catedrales, trata de esforzarse por descubrir nuevos codicilos a las palabras de la verdad, deformando el sentido de esa verdad ya enriquecida por todos los escolios, esa verdad que en vez de estúpidos añadidos lo que necesita es una intrépida defensa? Este es el orgullo que ha serpenteado y sigue serpenteando entre estos muros: y yo digo a quien se ha empeñado y sigue empeñándose en romper los sellos de los libros que le están vedados, que ese es el orgullo que el Señor ha querido castigar y seguirá castigando hasta que no se rebaje y se humille, porque, dada nuestra fragilidad, al Señor nunca le ha sido, ni le es, difícil encontrar los instrumentos para realizar su venganza.
—¿Has escuchado, Adso? —me dijo por lo bajo Guillermo—. El viejo sabe más de lo que dice. Tenga o no parte en esta historia, el hecho es que sabe, y nos advierte que mientras los monjes curiosos sigan violando la biblioteca, la abadía no recuperará su paz.
Después de una larga pausa, Jorge siguió hablando:
—Pero ¿quién es, en definitiva, el símbolo mismo de este orgullo? ¿De quién son los orgullosos figura y mensajeros, cómplices y abanderados? ¿Quién en verdad ha actuado y quizá sigue actuando entre estos muros, para avisarnos de que los tiempos están próximos, y para que nos consolemos, porque si los tiempos están próximos, aunque los sufrimientos sean insoportables no son infinitos en el tiempo, puesto que el gran ciclo de este universo está por consumarse? ¡Oh! Lo habéis comprendido muy bien, y tenéis miedo de pronunciar su nombre, porque también es el vuestro, pero aunque vosotros tengáis miedo, yo no lo tengo, y diré ese nombre en voz muy alta, para que vuestras vísceras se retuerzan de terror y vuestros dientes castañeteen hasta cortaros la lengua, y para que el hielo que se forme en vuestra sangre haga caer un velo de tinieblas sobre vuestros ojos… ¡Es la bestia inmunda, el Anticristo!
Volvió a hacer otra pausa inacabable. Los asistentes parecían estar muertos. Lo único que se movía en toda la iglesia era la llama del trípode, pero hasta las sombras que formaba esa llama parecían congeladas. El único ruido, ahogado, era el jadeo de Jorge, que se secaba el sudor de la frente. Después continuó:
—Quizá quisierais decirme: «No, aún no llega, ¿dónde están los signos de su llegada?» ¡Necio quien lo diga! ¡Pero si cada día en el gran anfiteatro del mundo, y en su imagen reducida, que es este monasterio, nuestros ojos pueden contemplar las catástrofes que anuncian su llegada! Está dicho que cuando se acerque el momento surgirá en occidente un rey extranjero, señor de bienes dolosos, ateo, matador de hombres, tramposo, sediento de oro, capaz de mil ardides, malvado, enemigo y perseguidor de los fieles, y que en su época la plata no importará, sino sólo el oro. Lo sé bien: mientras me escucháis, vuestra mente no para de preguntarse si el que estoy describiendo se parece al papa, al emperador, al rey de Francia o a cualquier otro, para luego poder decir: ¡Es mi enemigo, yo estoy del lado bueno! Pero no soy tan ingenuo como para indicaros un hombre; cuando llega el Anticristo, llega en todos y para todos, y todos forman parte de él. Estará en las bandas de salteadores que saquearán ciudades y comarcas; estará en signos repentinos del cielo, donde de pronto surgirán arco iris, cuernos y fuegos, al tiempo que se oirán bramidos de voces y hervirá el mar. Está dicho que los hombres y las bestias engendrarán dragones, pero con ello quería decirse que los corazones concebirán odio y discordia. ¡No miréis a vuestro alrededor para ver si descubrís las bestias de las miniaturas con que os deleitáis en los pergaminos! Está dicho que las jóvenes esposas parirán niños capaces de hablar perfectamente, y que esos niños anunciarán que los tiempos están maduros y pedirán que se los mate. ¡Pero no busquéis en las aldeas de abajo! ¡Los niños demasiado sabios ya han sido matados entre estos muros! Y, como los de las profecías, tenían el aspecto de hombres ya canosos, y eran los hijos cuadrúpedos de las profecías, y los espectros, y los embriones que deberían profetizar en el vientre de las madres pronunciando encantamientos mágicos. Y todo está escrito, ¿sabéis? Y está escrito que habrá gran agitación en los estamentos sociales, en los pueblos, en las iglesias; que surgirán pastores inicuos, perversos, llenos de desprecio, codiciosos, ávidos de placer, hambrientos de ganancias, afectos a los discursos vanos, fanfarrones, arrogantes, golosos, malvados, libidinosos, jactanciosos, enemigos del evangelio, reacios a pasar por la puerta estrecha, dispuestos a despreciar una y otra vez la palabra verdadera; y aborrecerán todo camino de piedad, no se arrepentirán de sus pecados y así difundirán entre los pueblos la incredulidad, el odio entre hermanos, la maldad, la crueldad, la envidia, la indiferencia, el latrocinio, la ebriedad, la intemperancia, la lascivia, el placer carnal, la fornicación y todos los demás vicios. Desaparecerán la aflicción, la humildad, el amor a la paz, la pobreza, la compasión, el don del llanto… ¡Vamos! ¿Acaso no os reconocéis, todos los aquí presentes, monjes de la abadía y poderosos que habéis llegado de fuera?
Durante la pausa que siguió, se escuchó un crujido. Era el cardenal Bertrando que se agitaba en su asiento. En el fondo, pensé, Jorge se estaba comportando como un gran predicador, y mientras fustigaba a sus hermanos no dejaba de amonestar a los visitantes. Habría dado cualquier cosa por saber qué pasaba en aquel momento por la cabeza de Bernardo, o de los rechonchos aviñoneses.
—Y será entonces, o sea precisamente ahora —tronó Jorge— cuando el Anticristo, que pretende imitar a Nuestro Señor, hará su blasfema parusía. En esa época (o sea en ésta), todos los reinos se verán trastocados, quedarán sumidos en la escasez y en la pobreza, y la penuria durará muchos meses, y habrá inviernos de un rigor desconocido. Y los hijos de esa época (o sea de ésta) ya no contarán con nadie que administre sus bienes y conserve los alimentos en sus almacenes, y serán humillados en los mercados de compra y venta. ¡Bienaventurados los que entonces ya no vivan, o los que, si viven, logren sobrevivir! Llegará entonces el hijo de la perdición, el adversario que se gloria y se hincha de orgullo, exhibiendo innumerables virtudes para engañar al mundo entero, y para prevalecer sobre los justos. Siria se derrumbará y llorará por sus hijos. Cilicia erguirá su cabeza hasta que aparezca el que está llamado a juzgarla. La hija de Babilonia se levantará del trono de su esplendor para beber del cáliz de la amargura. Capadocia, Licia y Licaonia doblarán el espinazo porque multitudes enteras serán destruidas en la corrupción de su iniquidad. Por todas partes surgirán campamentos de bárbaros y carros de guerra para ocupar las tierras. En Armenia, en el Ponto y en Bitinia los adolescentes morirán por la espada, las niñas caerán en cautiverio, los hijos y las hijas consumarán incestos; Pisidia, que tanto se enorgullece de su gloria, será obligada a arrodillarse; la espada se descargará sobre Fenicia; Judea se vestirá de luto y se preparará para el día de la perdición que merece por su impureza. Por todas partes cundirá entonces el espanto y la desolación. El Anticristo arrasará occidente y destruirá las vías de comunicación, sus manos empuñarán la espada y arrojarán fuego y todo lo quemará con la violencia de la llama enfurecida: su fuerza será la blasfemia, su mano el engaño; su derecha la destrucción, su izquierda será portadora de tinieblas. Por estos rasgos se lo reconocerá: ¡su cabeza será de fuego ardiente, su ojo derecho estará inyectado en sangre, su ojo izquierdo será de un verde felino, y tendrá dos pupilas, y sus párpados serán blancos, y su labio inferior será grande, su fémur ser débil, los pies grandes, el pulgar chato y alargado!
—Parece su propio retrato —comentó Guillermo con voz burlona y casi inaudible.
La frase era muy impía, pero se la agradecí, porque ya se me estaban poniendo los pelos de punta. Apenas pude contener la risa hinchando los carrillos y soltando luego el aire sin abrir los labios. En el silencio que siguió a las últimas palabras del viejo, el ruido que hice se oyó clarísimo, pero por suerte todos pensaron que era alguien que tosía, o lloraba, o temblaba estremecido, y todos tenían razones para ello.
—Y en ese momento —estaba diciendo Jorge— todo se hundirá en la arbitrariedad, los hijos levantarán la mano contra los padres, la mujer urdirá intrigas contra el marido, el marido acusará a la mujer ante la justicia, los amos serán inhumanos con los sirvientes y los sirvientes desobedecerán a los amos, ya no habrá respeto por los ancianos, los adolescentes querrán mandar, todos pensarán que el trabajo es un esfuerzo inútil, en todas partes se elevarán cánticos de gloria a la licencia, al vicio, a la disoluta libertad de las costumbres. Y a continuación vendrá una ola de estupros, adulterios, perjurios, pecados contra natura, y enfermedades, vaticinios y encantamientos, y apare-cerán en el cielo cuerpos voladores, surgirán entre los cristianos falsos profetas, falsos apóstoles, corruptores, impostores, brujos, violadores, avaros, perjuros y falsificadores. Los pastores se convertirán en lobos, los sacerdotes mentirán, los monjes desearán las cosas del mundo, los pobres no acudirán en ayuda de los jefes, los poderosos no tendrán misericordia, los justos se volverán testigos de la injusticia. Todas las ciudades serán sacudidas por terremotos, habrá pestes en todas las comarcas, habrá tempestades de viento que levantarán inmensas nubes de tierra, los campos quedarán contaminados, el mar secretará humores negruzcos, se producirán prodigios desconocidos en la luna, las estrellas se apartarán de su trayectoria normal, otras estrellas, desconocidas, surcarán el cielo, en verano nevará y apretará el calor en invierno. Y habrán llegado los tiempos del fin y el fin de los tiempos… El primer día a la hora tercia se elevará en el firmamento del cielo una voz grande y potente, una nube purpúrea alcanzará desde septentrión, truenos y relámpagos la seguirán, y caerá sobre la tierra una lluvia de sangre. El segundo día la tierra será arrancada de su sitio y el humo de un gran fuego cruzará las puertas del cielo. El tercer día los abismos de la tierra retumbarán desde los cuatro rincones del cosmos. Los pináculos del firmamento se abrirán, el aire se llenará de pilastras de humo y habrá hedor a azufre hasta la hora décima. El cuarto día al comienzo de la mañana el abismo se licuará y emitirá truenos, y los edificios se derrumbarán. El quinto día a la hora sexta se destruirán las potencias de luz y la rueda del sol, y habrá tinieblas en el mundo hasta la noche, y las estrellas y la luna no cumplirán su misión. El sexto día a la hora cuarta el firmamento se partirá de oriente a occidente y los ángeles podrán mirar hacia la tierra a través de la hendidura de los cielos y todos los que están en la tierra podrán ver a los ángeles que mirarán desde el cielo. Entonces todos los hombres se esconderán en las montañas para huir de la mirada de los ángeles justos. Y el séptimo día llegará Cristo en la luz de su padre. Y entonces se celebrará el juicio de los buenos y su asunción, en la eterna buenaventuranza de los cuerpos y las almas. ¡Pero no meditaréis sobre esto esta noche, orgullosos hermanos! ¡No serán los pecadores quienes vean el alba del octavo día, cuando una voz suave y melodiosa se eleve desde oriente hasta el medio del cielo, y se manifieste el Ángel que gobierna a todos los otros ángeles santos, y todos los ángeles avancen con él, sentados en un carro de nubes, corriendo llenos de júbilo por el aire, para liberar a los elegidos que han creído, y todos juntos se regocijen porque se habrá consumado la destrucción de este mundo! ¡No, no nos regocijaremos con orgullo esta noche! Pero sí meditaremos sobre las palabras que pronunciará el Señor para alejar de su lado a los que no hayan merecido la absolución: «¡Alejaos de mí, malditos, desapareced en el fuego eterno que os han preparado el diablo y sus ministros! ¡Vosotros mismos os lo habéis merecido! ¡Gozad ahora de vuestro premio! ¡Alejaos de mí, bajad a las tinieblas exteriores y al fuego inextinguible! ¡Yo os he dado forma, y vosotros habéis seguido a otro! ¡Os habéis hecho sirvientes de otro amo, id a vivir con él en la oscuridad, con él, con la serpiente que no da tregua, en medio del chirrido de los dientes! ¡Os di oídos para que escuchaseis las escrituras, y escuchasteis las palabras de los paganos! ¡Os hice una boca para que glorificaseis a Dios, y la usasteis para las falsedades de los poetas y para los enigmas de los bufones! ¡Os di los ojos para que vieseis la luz de mis preceptos, y los usasteis para escudriñar en las tinieblas! Soy un juez humano pero justo. A cada uno daré lo que se merece. Quisiera tener misericordia de vosotros, pero no encuentro aceite en vuestros vasos. Estaría dispuesto a apiadarme de vosotros, pero vuestras lámparas están veladas por el humo. Alejaos de mí…» Así hablará el Señor. Y entonces aquellos… y nosotros, quizá, bajaremos al suplicio eterno. En nombre del Padre, del Hijo y del Espíritu Santo.
—¡Amén! —respondieron todos al unísono.
En fila, sin un susurro, los monjes se dirigieron a sus celdas. Sin deseo de hacer comentario alguno, desaparecieron también los franciscanos y los hombres del papa, en busca de aislamiento y reposo. Mi corazón estaba dolorido.
—A la cama, Adso —me dijo Guillermo, mientras subía las escaleras del albergue de los peregrinos—. No es una noche para quedarse dando vueltas. A Bernardo Gui podría ocurrírsele la idea de anticipar el fin del mundo empezando por nuestras carcasas. Mañana trataremos de asistir a maitines, porque, cuando acabe el oficio, Michele y los otros franciscanos partirán.
—¿También se marchará Bernardo con sus prisioneros? —pregunté con un hilo de voz.
—Seguramente. Aquí ya no tiene nada que hacer. Querrá llegar a Aviñón antes que Michele, pero cuidando de que la llegada de este último coincida con el proceso del cillerero, franciscano, hereje y asesino. La hoguera del cillerero será la antorcha propiciatoria que alumbrará el primer encuentro de Michele con el papa.
—¿Y qué le sucederá a Salvatore… y a la muchacha?
—Salvatore acompañará al cillerero, porque tendrá que ser testigo en su proceso. Puede ser que a cambio de ese servicio Bernardo le perdone la vida. Quizá lo deje huir y luego lo haga matar. También podría ser que lo dejara realmente en libertad, porque alguien como Salvatore no interesa para nada a alguien como Bernardo. Quizás acabe asesinando viajeros en algún bosque del Languedoc…
—¿Y la muchacha?
—Ya te he dicho que es carne de hoguera. Pero la quemarán antes, por el camino, para edificación de alguna aldea cátara de la costa. He oído decir que Bernardo tendrá que encontrarse con su colega Jacques Fournier (recuerda este nombre; por ahora quema albigenses, pero apunta más alto), y una hermosa bruja sobre un montón de leña servirá muy bien para acrecentar el prestigio y la fama de ambos…
—¿Pero no puede hacerse algo para salvarlos? —grité—. ¿No puede interceder el Abad?
—¿Por quién? ¿Por el cillerero, que es un reo confeso? ¿Por un miserable como Salvatore? ¿O acaso piensas en la muchacha?
—¿Y si así fuese? —me atreví a responder—. En el fondo, es la única inocente de los tres. Sabéis bien que no es una bruja…
—¿Y crees que después de lo que ha sucedido el Abad estaría dispuesto a arriesgar el poco prestigio que le queda para salvar a una bruja?
—¡Asumió la responsabilidad de la fuga de Ubertino!
—Ubertino era uno de sus monjes, y no estaba acusado de nada. Además, qué tonterías me estás diciendo: Ubertino era una persona importante. Bernardo sólo hubiese podido atacarlo por la espalda.
—De modo que el cillerero tenía razón: ¡los simples siempre pagan por todos, incluso por quienes hablan a favor de ellos, incluso por personas como Ubertino y Michele, que con sus prédicas de penitencia los han incitado a la rebelión!
Estaba desesperado; ni siquiera se tenía en cuenta que la muchacha no era una hereje de los fraticelli, seducida por la mística de Ubertino. Era una campesina, y pagaba por algo que no tenía nada que ver con ella.
—Así es —me respondió tristemente Guillermo—. Y si lo que estás buscando es una esperanza de justicia, te diré que algún día, para hacer las paces, los perros grandes, el papa y el emperador, pasarán por encima del cuerpo de los perros más pequeños que han estado peleándose en su nombre. Y entonces Michele o Ubertino recibirán el mismo trato que hoy recibe tu muchacha.
Ahora sé que Guillermo estaba profetizando, o sea razonando sobre la base de principios de filosofía natural. Pero en aquel momento ni sus profecías ni sus razonamientos me brindaron el menor consuelo. Lo único cierto era que la muchacha sería quemada. Y yo me sentía en parte responsable de su suerte, porque de algún modo en la hoguera expiaría también el pecado que yo había cometido con ella.
Sin ningún pudor estallé en sollozos, y corrí a refugiarme en mi celda. Pasé toda la noche mordiendo el jergón y gimiendo impotente, porque ni siquiera me estaba permitido lamentarme —como había leído en las novelas de caballería que compartía con mis compañeros de Melk— invocando el nombre de la amada.
Del único amor terrenal de mi vida no sabía, ni supe jamás, el nombre.
Atrio o vestíbulo situado a la entrada de las iglesias paleocristianas y bizantinas.
«Los nombres son consecuencia de las cosas.»
Nomen [nombre] procede de nomos; [en griego, ley]; Nomina adplacitum, «Los nombres a capricho»; es otra etimología falsa, derivada de cierta apariencia o semejanza externa de ambas palabras. nomen y nomos.
«Tres libros sobre las plantas». «Tesoro de las hierbas.»
«perros del Señor». Dominicos o Dominicanos [juego de palabras sin base alguna etimológica].
«Abigor, peca por nosotros… Amón, ten compasión de nosotros… Samael, líbranos del bien… Belial, ten compasión… Focalor, dirígete a mi corrupción… Haborym, condenamos al señor… Zaebos, abrirás mi ano… Leonardo, rocíame con tu semen y quedaré manchado».
«un cinturón del diablo».