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El sol todavía estaba bajo la línea que formaban las crestas de las colinas, pero el amanecer ya iluminaba el cielo. A la luz del día, el mirador de Mulholland no mostraba ningún signo de la violencia de la noche anterior. Incluso los restos que normalmente quedaban en una escena del crimen -guantes de goma, tazas de café y cinta amarilla- habían sido retirados o quizás arrastrados por el viento. Era casi como si nunca hubieran disparado a Stanley Kent, como si nunca hubieran dejado su cadáver en el promontorio con la vista aérea de la ciudad. Bosch había investigado centenares de homicidios a lo largo de sus años en el departamento de policía, y nunca se había acostumbrado a la rapidez con la cual la ciudad parecía reponerse -al menos externamente- y seguir adelante como si nunca hubiera ocurrido nada.
Pateó el suelo blando y naranja y observó los matorrales que había al fondo del precipicio. Tomó una decisión y se dirigió hacia el coche. Ferras lo observó marchar.
– ¿Qué vas a hacer? -preguntó Ferras.
– Voy a la casa. Si vienes, sube al coche.
Ferras vaciló y luego trotó detrás de Bosch. Volvieron al Crown Vic y condujeron hacia Arrowhead Drive. Bosch sabía que los federales tenían a Alicia Kent, pero él todavía tenía el llavero del Porsche del marido.
El coche federal que habían localizado cuando habían pasado diez minutos antes permanecía estacionado delante de la casa de los Kent. Bosch aparcó en el sendero, bajó y se dirigió con paso firme a la puerta de entrada. No hizo caso del coche de la calle, ni siquiera cuando oyó que se abría la puerta. Consiguió encontrar la llave adecuada y meterla en la cerradura antes de oír una voz detrás.
– FBI. Quieto ahí.
Bosch puso la mano en el pomo.
– No abra esa puerta.
Bosch se volvió y miró al hombre que se acercaba por el sendero. Sabía que quienquiera que estuviera asignado a vigilar la casa sería el hombre más bajo en el tótem de Inteligencia Táctica, uno que la había cagado o un agente con un historial incómodo. Podía aprovecharse de eso.
– Homicidios Especiales del Departamento de Policía de Los Ángeles -dijo-. Vamos a terminar aquí.
– No -dijo el agente-. El FBI ha asumido la jurisdicción de esta investigación y se ocupa de todo.
– Lo siento, tío, no he recibido el memorando -dijo Bosch-. Si nos disculpas. -Se volvió hacia la puerta.
– No abras esa puerta -repitió el agente-. Ahora es una investigación de seguridad nacional. Puedes comprobarlo con tus superiores.
Bosch negó con la cabeza.
– Puede que tú tengas superiores. Yo tengo supervisores. -Lo que sea. No vais a entrar en esa casa. -Harry -dijo Ferras-, tal vez…
Bosch levantó una mano para cortarlo. Volvió a dirigirse al agente.
– Déjame ver una identificación -dijo.
El agente puso cara de exasperación y sacó sus credenciales. Abrió la cartera y las mostró. Bosch estaba preparado. Agarró al agente por la muñeca y pivotó. El cuerpo del agente se precipitó hacia delante y Bosch usó el antebrazo para empujarlo de cara a la puerta. Tiró de la mano del agente -que todavía sostenía sus credenciales- y se la colocó detrás de su espalda.
El agente empezó a debatirse y protestar, pero era demasiado tarde. Bosch apoyó el hombro en su espalda para mantenerlo inmovilizado contra la puerta y deslizó su mano libre bajo la chaqueta del hombre. Encontró y arrancó las esposas del cinturón del agente y empezó a esposarlo.
– Harry, ¿qué estás haciendo? -gritó Ferras.
– Te lo he dicho. Nadie nos va a cerrar el paso.
Una vez que tuvo al agente con las manos esposadas a su espalda, retrocedió y le arrebató las credenciales. Las abrió y miró el nombre: Clifford Maxwell. Bosch lo hizo girar y se guardó las credenciales en el bolsillo lateral de su chaqueta.
– Tu carrera ha terminado -dijo Maxwell con calma.
– Dímelo tú -dijo Bosch.
Maxwell miró a Ferras.
– Si sigues con esto, estás acabado tú también -dijo-.Será mejor que lo pienses.
– Calla, Cliff-dijo Bosch-. El único que va a estar acabado serás tú cuando vuelvas a Táctica y les cuentes cómo te redujeron dos de los palurdos locales.
Eso lo silenció. Bosch abrió la puerta de la calle y metió al agente en la casa. Lo empujó sin contemplaciones hacia un sillón de la sala de estar.
– Siéntate -dijo-. Y cierra el pico.
Se agachó y abrió la chaqueta de Maxwell para poder ver dónde llevaba el arma. Su pistola estaba en una cartuchera bajo el brazo; no conseguiría alcanzarla con las muñecas esposadas a la espalda. Bosch cacheó las piernas del agente para asegurarse de que no llevaba otra arma. Satisfecho, retrocedió.
– Ahora cálmate -dijo-. No tardaremos mucho.
Bosch miró por el pasillo, haciendo una señal a su compañero para que lo siguiera.
– Empieza en la oficina y yo empezaré en el dormitorio-le instruyó-. No buscamos nada y lo buscamos todo; lo sabremos cuando lo veamos. Mira el ordenador. Quiero enterarme de cualquier cosa inusual. -Harry.
Bosch se detuvo en el pasillo y miró a Ferras. Sabía que su joven compañero estaba cada vez más asustado. Le dejó hablar, aunque todavía se hallaban a una distancia desde la que Maxwell podía oírlos.
– No deberíamos hacerlo así-dijo Ferras.
– ¿Cómo deberíamos hacerlo, Ignacio? ¿Crees que deberíamos seguir los canales? ¿Pedir a nuestro jefe que hable con su jefe, tomarnos un cortado y esperar permiso para hacer nuestro trabajo?
Ferras señaló por el pasillo hacia la sala de estar.
– Entiendo la necesidad de no perder velocidad -dijo-. Pero ¿crees que va a dejarlo estar? Va a pedir nuestras placas, Harry, y no me importa caer en acto de servicio, pero no por lo que acabamos de hacer.
Bosch admiró a Ferras por usar el plural, y eso le dio la paciencia para retroceder y poner una mano en el hombro de su compañero. Bajó la voz para que Maxwell no pudiera oírlo desde la sala de estar.
– Escúchame, Ignacio, no va a ocurrir nada por esto. Nada, ¿vale? Llevo más tiempo que tú en esto y sé cómo funciona el FBI. Joder, ¡mi ex mujer trabajaba en el FBI!, y sé mejor que nadie que la prioridad número uno de los federales es que no les saquen los colores. Es una filosofía que les enseñan en Quantico y cala en los huesos de todos los agentes en todas las oficinas de campo de cada ciudad. No saques los colores al FBI. Así que, cuando terminemos aquí y lo soltemos, este tipo no va a decir a nadie lo que hicimos, ni siquiera que estuvimos aquí. ¿Por qué te crees que está sentado en la casa? ¿Por qué es FBInteligente? Ni hablar. Está porque quedó en ridículo o hizo quedar en ridículo al FBI. Y no va a hacer ni decir nada que le cause más problemas.
Bosch hizo una pausa para permitir que Ferras respondiera. No lo hizo.
– Bueno, vamos a movernos con rapidez aquí y a registrar la casa -continuó Bosch-. Cuando estuve antes lo único importante era la viuda y tratar con ella; luego tuvimos que salir corriendo a Saint Aggy's. Quiero tomarme mi tiempo, pero ser rápido, ¿sabes qué quiero decir? Quiero ver este lugar a la luz del día y pulverizar un poco el caso. Así es como me gusta trabajar. Te sorprendería lo que encuentras a veces. Lo que has de recordar es que siempre hay una transferencia; esos dos asesinos dejaron su marca en algún lugar de esta casa y creo que a la brigada científica y a todos los demás se les ha pasado. Ha de haber una transferencia. Vamos a encontrarla.
Ferras asintió con la cabeza.
– Vale, Harry.
Bosch le dio una palmada en el hombro
– Bien. Empezaré por el dormitorio. Registra la oficina.
Bosch recorrió el pasillo y estaba en el umbral del dormitorio cuando Ferras repitió su nombre. Bosch se volvió y se acercó hasta la oficina. Su compañero estaba de pie detrás del escritorio.
– ¿Dónde estaba el ordenador? -preguntó Ferras.
Bosch negó con la cabeza en un gesto de frustración.
– Estaba en la mesa. Se lo han llevado.
– ¿El FBI?
– ¿Quién si no? No estaba en la lista de la brigada científica, sólo la alfombrilla del ratón. Busca en el escritorio. Mira a ver qué más puedes encontrar. No nos llevaremos nada, sólo miraremos.
Bosch volvió a recorrer el pasillo hacia el dormitorio principal. Parecía que no lo habían tocado desde la última vez que él lo había visto. Aún se percibía un ligero olor a orina en el colchón sucio.
Se acercó a la mesilla de noche del lado izquierdo de la cama. Vio polvo negro para detectar huellas en los pomos y los dos cajones, así como en las superficies planas. Encima de la mesa había una lámpara y una foto enmarcada de Stanley y Alicia Kent. Bosch cogió la foto y la estudió. La pareja posaba junto a un rosal en plena floración, como si estuvieran al lado de un hijo. Bosch tenía claro que el rosal era de Alicia y que en el patio de atrás encontrarían otros como ése. En una parte más alta de la ladera se alzaban las tres primeras letras del cartel de Hollywood, y Bosch se dio cuenta de que la foto probablemente se había tomado en el jardín trasero de la casa. Ya no habría más fotos como ésa de la feliz pareja.
Dejó la foto y abrió los cajones de la mesa uno por uno. Estaban llenos de objetos personales pertenecientes a Stanley; varias gafas de lectura, libros y frascos de medicamentos. El cajón inferior estaba vacío, y Bosch recordó que era el lugar donde Stanley guardaba su pistola.
Bosch cerró los cajones y fue a la esquina de la habitación, al otro lado de la mesa. Estaba buscando un nuevo ángulo, una visión fresca. Se dio cuenta de que necesitaba las fotos de la escena del crimen y se las había dejado en una carpeta en el coche.
Recorrió el pasillo hacia la puerta de entrada. Al llegar a la sala vio a Maxwell en el suelo, delante de la silla donde Bosch lo había dejado. Había logrado pasar las caderas entre las muñecas esposadas y tenía las rodillas dobladas arriba con las muñecas detrás de ellas. Levantó la mirada a Bosch con el rostro colorado y sudoroso.
– Estoy atascado -dijo Maxwell-. Ayúdame.
Bosch casi rio.
– En un minuto.
Salió a la calle y fue al coche, donde recogió las carpetas que contenían los informes y fotos de la escena del crimen. También se había dejado la copia de la foto de Alicia Kent enviada por correo electrónico.
Al volver a la casa y dirigirse por el pasillo hacia las habitaciones de atrás, Maxwell lo llamó.
– Vamos, ayúdame, tío.
Bosch no le hizo caso. Recorrió el pasillo y miró el despacho al pasar. Ferras estaba revisando los cajones del escritorio, apilando encima de la mesa las cosas que quería mirar.
En el dormitorio, Bosch sacó la foto que había recibido Kent por e-mail y puso las carpetas sobre la mesita. Sostuvo la foto para compararla con la habitación. Se acercó a la puerta del armario con lunas y la abrió en un ángulo que encajaba con el de la fotografía. Se fijó en el albornoz blanco que en la foto aparecía sobre un sillón en la esquina del dormitorio. Entró en el vestidor y buscó la prenda, que puso en la misma posición en el sillón.
Se situó en el lugar del dormitorio desde donde creía que se había tomado la foto del e-mail. Examinó la habitación, esperando que algo le llamara la atención. Se fijó en el reloj parado en la mesilla de noche y luego lo cotejó con la foto. El reloj estaba apagado allí también.
Bosch se acercó a la mesilla, se agachó y miró detrás de ésta. El reloj estaba desenchufado. Metió la mano y volvió a enchufarlo. En la pantalla digital empezó a destellar 12.00 en numerales rojos. El reloj funcionaba. Sólo había que ponerlo en marcha.
Bosch pensó en esto y supo que tenía otra pregunta para Alicia Kent. Supuso que los hombres que estaban en la casa habían desconectado el reloj. La cuestión era por qué. Quizá no querían que Alicia Kent supiera cuánto tiempo había pasado atada en la cama.
Bosch dejó de lado las preguntas y se acercó a la cama, donde abrió una de las carpetas y sacó las fotografías de la escena del crimen. Las estudió y se fijó en que la puerta del armario estaba abierta en un ángulo ligeramente diferente al de la foto del e-mail y que el albornoz no estaba, porque Alicia Kent se lo había puesto después de su rescate. Cruzó hacía el armario, colocó la puerta en el mismo ángulo en que estaba en la fotografía de la escena del crimen, retrocedió y examinó la habitación.
No surgió nada. La transferencia todavía lo eludía. Sentía una desazón en las entrañas, como si se le estuviera pasando algo. Algo que estaba allí mismo en la habitación con él.
El fracaso provoca presión. Bosch miró el reloj y vio que la reunión federal -si es que realmente se producía- iba a empezar dentro de menos de tres horas.
Salió del dormitorio y recorrió el pasillo hacia la cocina, deteniéndose en cada habitación y registrando los armarios y cajones, pero sin encontrar nada sospechoso o fuera de lugar. En el gimnasio, abrió una puerta de armario y lo encontró lleno de ropa de abrigo con olor a humedad en las perchas. Los Kent obviamente se habían trasladado a Los Ángeles desde climas más fríos, y como la mayoría de la gente que venía de otro lugar, se negaban a separarse de su ropa de invierno. Nadie estaba seguro de qué dosis de Los Ángeles sería capaz de soportar. Siempre era bueno estar preparado para salir corriendo.
Sin tocar nada del contenido del armario, cerró la puerta. Antes de salir de la habitación se fijó en una decoloración rectangular en la pared, junto a los ganchos donde colgaban las colchonetas de entrenamiento. Había ligeras marcas de cinta adhesiva que indicaban el lugar donde un póster o quizás un calendario grande había estado pegado a la pared.
Cuando llegó a la sala de estar, Maxwell todavía estaba en el suelo, con la cara colorada y sudando de tanto debatirse. Había logrado pasar una pierna a través del aro creado por sus muñecas esposadas, pero aparentemente no podía pasar la otra para colocar las manos delante. Estaba tendido en el suelo de baldosas con las muñecas atadas detrás de las piernas. A Bosch le recordó a un niño de cinco años sosteniéndose a sí mismo en un esfuerzo por mantener el control de la vejiga.
– Casi hemos terminado, agente Maxwell -dijo Bosch.
Maxwell no respondió.
En la cocina, Bosch salió por la puerta de atrás al patio y el jardín. Verlo a la luz del día cambió su perspectiva. El patio se hallaba en una pendiente, y Bosch contó cuatro filas de rosales que subían por el terraplén. Algunos estaban en flor y otros no. Unos se sostenían en palos que llevaban etiquetas de identificación de diferentes variedades de plantas. Bosch subió por la colina y examinó unos pocos antes de volver a la casa.
De nuevo en la cocina, cerró la puerta de atrás a su espalda y abrió otra, que sabía que conducía a un garaje adjunto de dos plazas. Había una fila de armarios en la pared del fondo del garaje. Abrió uno a uno los armarios y examinó el contenido. Había sobre todo herramientas para el jardín y utensilios domésticos, así como muchos sacos de fertilizante y nutrientes de suelo para cultivar rosas.
Vio un cubo de basura con ruedas. Bosch lo abrió; tenía dentro una bolsa de plástico. La sacó, la abrió y vio que contenía lo que parecían residuos de cocina. Encima había unas toallas de papel arrugadas que estaban manchadas de violeta. Parecía que alguien había secado un líquido derramado. Sostuvo una de las toallas y olió en ella zumo de uva.
Después de volver a dejar la basura en el cubo, salió del garaje y se encontró con su compañero en la cocina.
– Está tratando de soltarse -dijo Ferras de Maxwell.
– Deja que lo intente. ¿Has terminado en la oficina?
– Casi. No sabía dónde estabas.
– Ve a terminar y nos largaremos.
Después de que Ferras se fuese, Bosch miró en los armarios de la cocina y en la despensa, y examinó todos los alimentos y artículos apilados en los estantes. A continuación, fue al cuarto de baño de invitados y observó el lugar donde se había recogido la ceniza de cigarrillo. En la cisterna de porcelana blanca había una decoloración marrón de una longitud que equivalía aproximadamente a la mitad de un cigarrillo.
Bosch miró con curiosidad la marca. Habían pasado siete años desde que dejó de fumar, pero no recordaba haber dejado nunca que un cigarrillo se consumiera así. Si lo hubiera terminado, lo habría arrojado al inodoro y habría tirado de la cadena. Estaba claro que ese cigarrillo se había olvidado.
Una vez que hubo concluido con la casa, Bosch volvió a la sala de estar y llamó a su compañero.
– Ignacio ¿estás preparado? Nos vamos.
Maxwell todavía estaba en el suelo, pero parecía cansado de su lucha y resignado a su apuro.
– Vamos, ¡maldita sea! -gritó finalmente-. ¡Quítame las esposas!
Bosch se acercó.
– ¿Dónde está tu llave? -preguntó.
– Bolsillo izquierdo de la chaqueta.
Bosch se agachó y metió la mano en el bolsillo de la chaqueta del agente. Sacó un juego de llaves y las manipuló hasta que encontró la de las esposas. Agarró la cadena entre las dos argollas y estiró hacia arriba para poder meter la llave. No lo hizo con suavidad.
– Ahora sé bueno si te suelto -dijo.
– ¿Bueno? Te voy a partir el culo.
Bosch soltó la cadena y las muñecas de Maxwell cayeron al suelo.
– ¿Qué estás haciendo? -gritó Maxwell-. ¡Suéltame!
– Un consejo, Cliff. La próxima vez que amenaces con partirme el culo, deberías esperar a que te suelte. -Se incorporó y lanzó las llaves al suelo en el otro lado de la sala-. Tú mismo.
Bosch se volvió y se dirigió hacia la puerta de la calle. Ferras ya estaba saliendo.
Al cerrar, Bosch miró a Maxwell estirado en el suelo. El rostro del agente estaba colorado como un tomate al proferir una última amenaza.
– Esto no va a quedar así, cabrón.
– Entendido.
Bosch cerró la puerta. Cuando llegó al coche miró por encima del techo a su compañero. Ferras parecía tan mortificado como algunos de los sospechosos que había llevado en el asiento trasero.
– Anímate -dijo Bosch.
Al entrar en el Crown Vic, tuvo una visión del agente del FBI arrastrándose sobre su bonito traje por el suelo de la sala de estar hacia las llaves. Sonrió.