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Ferras permaneció en silencio en el camino de regreso por la colina hacia la autovía. Bosch sabía que estaría pensando en el peligro en que había quedado su joven y prometedora carrera por las acciones de su viejo e imprudente compañero. Trató de sacarlo de su ensimismamiento.

– Bueno, ha sido un descalabro -dijo-. Nada de nada. ¿Has encontrado algo en la oficina?

– No mucho. Ya te lo he enseñado, el ordenador no estaba.

Había un tono huraño en su voz.

– ¿Y en el escritorio? -preguntó Bosch.

– Estaba casi vacío. Un cajón tenía facturas y cosas así. Otro, una copia de un fideicomiso: su casa, una propiedad de inversión en Laguna, pólizas de seguro; todo ese tipo de cosas las tenía en fideicomiso. Sus pasaportes también estaban en el escritorio.

– Entendido. ¿Cuánto ganó el tipo el año pasado?

– Un cuarto de millón limpio. También es propietario del cincuenta por ciento de la compañía.

– ¿Su mujer gana algo?

– No hay ingresos. No trabaja.

Bosch se fue quedando en silencio al calibrar la información. Al bajar la montaña decidió no entrar en la autovía, sino enfilar por Cahuenga Boulevard hasta Franklin y girar al este. Ferras estaba mirando por la ventanilla del lado del pasajero, pero rápidamente se fijó en el desvío.

– ¿Qué está pasando? Pensaba que íbamos al centro.

– Vamos antes a Los Feliz.

– ¿Qué hay en Los Feliz?

– El Donut Hole de Vermont.

– Hemos comido hace una hora.

Bosch miró su reloj. Eran casi las ocho y esperaba que no fuera demasiado tarde.

– No voy por los donuts.

Ferras maldijo y negó con la cabeza.

– ¿Vas a hablar con el jefe? -preguntó-. ¿Estás de broma?

– A no ser que ya se me haya escapado. Si te molesta, puedes quedarte en el coche.

– ¿Sabes que te estás saltando unos cinco eslabones de la cadena de mando? El teniente Gandle nos cortará el cuello por esto.

– A mí. Tú quédate en el coche. Será como si ni siquiera estuvieras allí.

– Salvo que uno es culpable de todo lo que haga su compañero, lo sabes. Sabes cómo funciona. Por eso los llaman «compañeros», Harry.

– Ya me ocuparé de eso, ahora no hay tiempo de ir por los canales adecuados. El jefe ha de saber lo que está pasando y yo se lo voy a contar. Probablemente terminará dándonos las gracias por la advertencia.

– El teniente Gandle no nos dará las gracias.

– Entonces también hablaré con él.

Los compañeros circularon en silencio el resto del trayecto.

El Departamento de Policía de Los Ángeles era una de las burocracias más cerradas del mundo. Había sobrevivido durante más de un siglo sin apenas buscar ideas, respuestas o líderes externos. Unos años antes, el ayuntamiento decidió que varios lustros de escándalo e inquietud comunitaria requerían liderazgo de alguien de fuera del departamento. Por segunda vez en la larga historia de la institución, la posición del jefe de policía no fue cubierta por alguien que ascendiese de entre sus filas. En consecuencia, el hombre que había sido elegido para dirigir el cotarro era examinado con tremenda curiosidad, por no decir escepticismo. Sus movimientos y hábitos estaban documentados, y todos los datos se vertían en un canal informal que conectaba a los diez mil agentes del departamento como los vasos sanguíneos en un puño cerrado. La información se pasaba en las reuniones de turno y en los vestuarios, en mensajes de texto entre ordenadores de coches patrulla, en e-mails y llamadas de teléfono, en bares de polis y barbacoas de patio trasero. Esto se traducía en que los agentes de calle de la zona sur de Los Ángeles sabían a qué preestreno de Hollywood había asistido el nuevo jefe la noche anterior; los agentes de antivicio del valle de San Fernando sabían adonde llevaba los trajes a planchar y el grupo de bandas de Venice conocía en qué supermercado le gustaba comprar a su mujer.

También significaba que el detective Harry Bosch y su compañero Ignacio Ferras sabían dónde paraba el jefe para tomarse el café y los donuts cada día de camino al Parker Center.

A las ocho de la mañana, Bosch metió el coche en el aparcamiento del Donut Hole, pero no vio rastro del coche sin identificar del jefe. El local era un establecimiento situado en los llanos que se extendían bajo los barrios de la colina de Los Feliz. Bosch paró el motor y miró a su compañero.

– ¿Te quedas?

Ferras estaba mirando por el parabrisas. Asintió sin mirar a Bosch.

– Tú mismo -dijo Bosch.

– Escucha, Harry, no te molestes, pero esto no funciona. Tú no quieres un compañero: tú quieres un recadero, alguien que no cuestione nada de lo que haces. Creo que voy a hablar con el teniente para que me ponga con otro.

Bosch lo miró y ordenó sus ideas.

– Ignacio, éste es nuestro primer caso juntos. ¿No crees que deberías esperar un poco? Eso es lo único que te va a decir Gandle. Va a decirte que no querrás empezar en Robos y Homicidios con la reputación de ser un tipo que huye de su compañero.

– Yo no huyo. Es sólo que no funciona bien.

– Ignacio, estás cometiendo un error.

– No. Creo que sería lo mejor. Para los dos.

Bosch lo miró unos segundos antes de volverse hacia la puerta.

– Como he dicho, tú mismo.

Bosch salió y se dirigió hacia la cafetería. Estaba decepcionado por la reacción y las decisiones de Ferras, pero sabía que debería darle un poco de margen. El tipo iba a ser padre y tenía que ir con pies de plomo. Bosch no era alguien que fuera a jugar seguro nunca, y eso le había costado perder a más de un compañero en el pasado. Intentaría hacer cambiar de opinión al joven una vez que el caso estuviera resuelto.

Dentro de la cafetería, Bosch esperó en la fila detrás de dos personas y luego pidió un café a un asiático que estaba detrás del mostrador.

– ¿No quiere un donut?

– No, sólo el café.

– ¿Cappuccino?

– No, café solo.

Decepcionado por la escasa venta, el hombre se acercó a una cafetera y llenó una taza. Cuando volvió, Bosch ya había sacado la placa.

– ¿Ya ha venido el jefe?

El hombre vaciló. No sabía nada de los canales de información y no sabía si debía responder. Sabía que podía perder a un cliente de perfil alto si hablaba cuando no debía.

– No pasa nada -dijo Bosch-. Se supone que he de reunirme con él aquí. Llego tarde.

Bosch trató de sonreír como si estuviera en apuros. No le salió bien y se detuvo.

– Todavía no ha pasado -dijo el hombre del mostrador.

Aliviado por el hecho de que el jefe no se le hubiera escapado, Bosch pagó el café y metió el cambio en el bote de las propinas. Fue a sentarse a una mesa vacía de la esquina. A esa hora de la mañana los clientes entraban básicamente para llevarse cafés, eran gente que cargaba combustible de camino al trabajo. Durante diez minutos, Bosch observó una sección en corte transversal de la cultura de la ciudad acercándose al mostrador, todos unidos por su adicción a la cafeína y el azúcar.

Finalmente, vio que aparcaba el Town Car negro, con el jefe en el asiento del pasajero. Bajaron tanto él como el chófer. Ambos examinaron el entorno y se dirigieron hacia la tienda de donuts. Bosch sabía que el chófer era un agente que también actuaba de guardaespaldas.

No había cola en el mostrador cuando se acercaron.

– Hola, jefe -dijo el hombre del mostrador.

– Buenos días, señor Ming, lo de siempre -respondió el jefe del departamento de policía.

Bosch se levantó y se acercó. El guardaespaldas que estaba de pie al lado del jefe se volvió y se puso alerta. Bosch se detuvo.

– Jefe, ¿puedo invitarle a un café? -preguntó Bosch.

El jefe se volvió y echó una segunda mirada al reconocer a Bosch y darse cuenta de que no era un ciudadano que quería quedar bien. Bosch vio que el jefe torcía el gesto un momento -todavía estaba lidiando con las secuelas del caso de Echo Park-, pero la expresión rápidamente se tornó impasible.

– Detective Bosch -dijo-. No está aquí para darme una mala noticia, ¿verdad?

– Más bien un adelanto, señor.

El jefe se volvió para coger una taza de café y una bolsita.

– Siéntese -dijo-. Tengo unos cinco minutos y me pagaré mi propio café.

Bosch volvió a su mesa mientras el jefe pagaba su desayuno. Se sentó y esperó a que se llevara su bandeja a otro mostrador y pusiera nata y edulcorante en el café. Bosch consideraba que el jefe había sido bueno para el departamento; había dado unos cuantos pasos en falso en cuestiones políticas y había tomado algunas decisiones discutibles en las designaciones del equipo de mando, pero era en gran medida responsable de subir la moral de la tropa.

No había sido una tarea sencilla. El jefe había heredado un departamento que operaba bajo un acuerdo federal al que se había visto sometido tras el grave caso de corrupción en la División de Rampart, investigado por el FBI, y una legión de otros escándalos. Todos los aspectos de la operación y actuación estaban sujetos a revisión y evaluación de conformidad por supervisores federales. El resultado era que el departamento no sólo estaba obedeciendo a los federales, sino que estaba inundado de burocracia federal. Y como ya estaba reducido en tamaño, a veces resultaba difícil encontrar un sitio donde se llevara a cabo cualquier tarea policial. Aun así, bajo las órdenes del nuevo jefe, la tropa se había conjurado para hacer el trabajo. Las estadísticas de delitos estaban descendiendo, lo cual para Bosch constituía una posibilidad razonable de que los delitos reales también estuvieran disminuyendo; sospechaba de todas las estadísticas.

No obstante, dejando todo esto de lado, a Bosch le gustaba el jefe por una razón más concreta: dos años antes le había devuelto su placa. Bosch se había retirado al ámbito privado, pero no tardó mucho en darse cuenta de que había cometido un error. Y cuando lo hizo, el nuevo jefe le abrió la puerta. Se había ganado la lealtad de Bosch, y era una razón para forzar la reunión en la tienda de donuts.

El jefe se sentó frente a él.

– Tiene suerte, detective. La mayor parte de los días ya me habría marchado de aquí hace una hora, pero trabajé hasta tarde anoche. Estuve en tres reuniones de control de la delincuencia con grupos de vecinos en tres zonas de la ciudad.

En lugar de abrir la bolsa y meter la mano, el jefe la rasgó por la mitad para poder extenderla y comerse sus dos donuts. Tenía uno de azúcar y otro con cobertura de chocolate.

– Éste es el asesino más peligroso de la ciudad -dijo al levantar el donut de chocolate y darle un mordisco.

– Probablemente tiene razón, jefe.

Bosch sonrió con incomodidad y trató de encontrar algo con lo que romper el hielo. Su antigua compañera Kiz Rider acababa de volver al trabajo después de recuperarse de unas heridas de bala. Rider pasó de Robos y Homicidios a la oficina del jefe, donde ya había trabajado antes.

– ¿Cómo está mi antigua compañera, jefe?

– ¿Kiz? Kiz está bien. Hace un buen trabajo para mí, y creo que está en el lugar adecuado.

Bosch asintió.

– Y usted ¿está en el lugar adecuado, detective?

Bosch miró al jefe, suponiendo que ésa era una pregunta cargada de intención. El jefe ya podría estar cuestionándolo por saltarse la cadena de mando. Antes de que pudiera pensar una respuesta, el jefe le formuló otra pregunta.

– ¿Está aquí por el caso de Mulholland?

Bosch asintió. Supuso que la noticia habría subido desde el teniente Gandle y el jefe habría sido informado con detalle del caso.

– Entreno una hora cada mañana sólo para poder comerme esto -dijo el jefe-. Me envían por fax los informes del turno de noche y los leo en la bicicleta estática. Sé que le tocó el caso del mirador y que es de interés federal. El capitán Hadley también me llamó esta mañana. Dijo que hay una hipótesis de terrorismo.

A Bosch le sorprendió enterarse de que el capitán Done Badly y la OSN también estuvieran implicados.

– ¿Qué está haciendo el capitán Hadley? -preguntó.

– Lo normal. Comprobar nuestra propia información secreta, tratando de abrir líneas con los federales. Bosch asintió.

– Así pues, ¿qué quiere decirme, detective? ¿Por qué ha venido aquí?

Bosch le expuso más ampliamente el caso, haciendo hincapié en la implicación federal y en lo que parecía un intento de dejar al departamento al margen de la investigación. Bosch reconoció que el cesio desaparecido era una prioridad y causa legítima del desembarco federal, pero aseguró que todavía se trataba de un caso de homicidio y que eso le otorgaba un papel al departamento. Relacionó las pruebas que había recogido y expuso algunas de las teorías que se habían considerado.

El jefe se terminó los dos donuts antes de que Bosch concluyera. Se limpió la boca con una servilleta y miró el reloj antes de responder. Habían pasado más de los cinco minutos que le había ofrecido inicialmente.

– ¿Qué es lo que no me está contando? -preguntó.

Bosch se encogió de hombros.

– No mucho. Acabo de tener un roce con un agente en la casa de la víctima, pero no creo que surja nada de eso.

– ¿Por qué no está aquí su compañero? ¿Por qué está esperando en el coche?

Bosch lo entendió. El jefe había visto a Ferras al examinar el aparcamiento al llegar.

– Tenemos un pequeño desacuerdo respecto a cómo proceder. Es un buen chico, pero quiere ceder con demasiada facilidad ante los federales.

– Y desde luego no es eso lo que hacemos en el departamento.

– En mi época no, jefe.

– ¿Su compañero considera apropiado saltarse la cadena de mando del departamento al acudir directamente a mí con esto?

Bosch bajó la mirada a la mesa. Lo voz del jefe tenía un tono severo.

– De hecho no estaba cómodo con eso, jefe -dijo Bosch-. No fue idea suya, sino mía. Simplemente no creía que hubiera tiempo suficiente para…

– No importa lo que usted pensara. Se trata de lo que ha hecho. Yo en su caso no hablaría de esta reunión y yo tampoco lo haré. No vuelva a hacer esto, detective. ¿Está claro?

– Sí, señor. Muy claro.

El jefe miró al aparador de cristal en el que guardaban las bandejas de donuts.

– Y, por cierto, ¿cómo sabía que estaría aquí? -preguntó.

Bosch se encogió de hombros.

– No lo recuerdo. Sólo sé que lo sabía.

Entonces se dio cuenta de que el jefe podría estar pensando que la fuente de Bosch podría ser su antigua compañera.

– No ha sido Kiz, si es lo que está pensando, jefe -dijo rápidamente-. Es sólo algo que se sabe; corre la voz por el departamento.

El jefe de policía asintió.

– Lástima -dijo-. Me gustaba este sitio. Bien situado, buenos donuts y el señor Ming que me cuida. Una pena.

Bosch se dio cuenta de que el jefe tendría que cambiar ahora su rutina. No le convenía que se supiera dónde y cuándo podían encontrarlo.

– Lo siento, señor -dijo Bosch-. Pero si me permite una recomendación, hay un sitio en el Farmer's Market llamado Bob's Donuts. Está un poco a contramano, pero merece la pena por el café y los dulces.

El jefe asintió reflexivamente.

– Lo tendré en cuenta. Ahora dígame, ¿qué es lo que quiere de mí, detective Bosch?

Bosch hizo un gesto de asentimiento. Hora de ponerse en faena.

– He de investigar el caso hasta donde me lleve, y para hacerlo necesito acceso a Alicia Kent y al socio de su marido, un tipo llamado Kelber. Los federales los tienen a los dos y creo que mi ventana de acceso se cerró hace cinco horas.

Después de una pausa, Bosch fue al meollo de la reunión improvisada.

– Por eso estoy aquí, jefe. Necesito acceso. Supongo que puede conseguírmelo.

El jefe asintió con la cabeza.

– Además de mi posición en el departamento, formo parte del operativo antiterrorista. Puedo hacer algunas llamadas, armar un buen lío y probablemente abrir la ventana. Como he dicho antes, ya tenemos a la unidad del capitán Hadley en esto y quizás él pueda abrir los canales de comunicación. Nos han marginado de estas cosas en el pasado, y puedo montar follón al respecto, llamar al director.

Bosch asintió. Todo parecía indicar que el jefe iba a jugar en su equipo.

– Pero ¿sabe qué es el reflujo, detective?

– ¿Reflujo?

– Es una afección en la cual toda la bilis te vuelve a la garganta. Arde, detective.

– Ah.

– Lo que le estoy diciendo es que si tomo estas medidas y le consigo esta ventana de oportunidad, no quiero ningún reflujo. ¿Me entiende?

– Entiendo.

El jefe se limpió la boca otra vez y puso la servilleta en la bolsa rasgada. La arrugó en una bola, con cuidado de no derramar azúcar glas en su traje negro.

– Haré las llamadas, pero va a ser complicado. No ve aquí el aspecto político, ¿eh, Bosch?

Bosch lo miró.

– ¿Señor?

– El panorama general, detective. Lo ve como una investigación de homicidio, cuando realmente hay mucho más que eso. Ha de entender que al gobierno federal le viene de perlas que este asunto del mirador forme parte de una trama de terrorismo. Una amenaza nacional bona fide iría muy bien para desviar la atención pública y facilitar la presión en otras áreas. La guerra se ha ido al cuerno, las elecciones fueron un desastre. Está lo de Oriente Próximo, el precio de la gasolina por las nubes y los índices de aprobación del presidente por los suelos. La lista sigue y sigue, y aquí habría una oportunidad de redención; una ocasión para enmendar errores del pasado, de cambiar la opinión y la atención de la población.

Bosch asintió.

– ¿Está diciendo que podrían intentar mantener esto en marcha, incluso exagerar la amenaza?

– No estoy diciendo nada, detective. Sólo estoy tratando de ampliar su perspectiva. En un caso como éste, hay que ser consciente del paisaje político. No puede entrar como un elefante en una cristalería, lo cual en el pasado fue su especialidad.

Bosch asintió.

– No sólo eso, también ha de considerar la política local -continuó el jefe-. Hay un hombre en el ayuntamiento que está al acecho de todos mis pasos.

El jefe se refería a Irvin Irving, largo tiempo subdirector del departamento cuya salida había forzado. Se había presentado con éxito a una concejalía y ahora era el crítico más severo del departamento y el jefe.

– ¿Irving? -dijo Bosch-. Sólo tiene un voto en el ayuntamiento.

– Sabe muchos secretos, y eso le ha permitido empezar a construir una base política. Me envió un mensaje después de su elección con sólo una palabra: «Espéreme». No convierta esto en algo que pueda usar, detective.

El jefe se levantó, preparado para irse.

– Piense en esto y sea cuidadoso -dijo-. Recuerde, ningún reflujo. Sin retrocesos.

– Sí, señor.

El jefe se volvió e hizo una señal a su chófer. El hombre fue a la puerta y la sostuvo para su superior.