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Bosch no habló hasta que salieron del aparcamiento. Decidió que a esa hora del día la autovía de Hollywood estaría desbordada por la gente que entraba a trabajar y que se circularía mejor por las calles de superficie. Creía que Sunset sería la vía más rápida al centro.
Ferras sólo tardó dos manzanas en preguntar qué había ocurrido en la cafetería.
– No te preocupes, Ignacio. Todavía tenemos el empleo.
– Entonces, ¿qué ha pasado?
– Dijo que tenías razón. No debería haberme saltado la cadena de mando, pero también ha dicho que haría unas llamadas y trataría de allanar el terreno con los federales.
– Supongo que ya veremos, pues.
– Sí, ya veremos.
Circularon en silencio durante un rato hasta que Bosch sacó a relucir el plan de su compañero de solicitar una nueva pareja.
– ¿Vas a hablar con el teniente?
Ferras hizo una pausa antes de responder. Se sentía incómodo con la pregunta.
– No lo sé, Harry. Pienso que sería lo mejor; lo mejor para los dos. Quizá trabajas mejor con mujeres.
Bosch casi rio. Ferras no conocía a Kiz Rider, su última compañera. Ella nunca estuvo de acuerdo en estar de acuerdo con Harry. Como Ferras, protestaba cada vez que Bosch se ponía en plan perro alfa con ella. Estaba a punto de aclarárselo a Ferras cuando su teléfono móvil empezó a sonar. Era el teniente Gandle.
– Harry, ¿dónde estás?
Su voz era más alta y más urgente de lo normal. Estaba nervioso por algo, y Bosch se preguntó si ya se habría enterado de la reunión en el Donut Hole. ¿Lo había traicionado el jefe?
– Estoy en Sunset. Vamos para allá.
– ¿Ya habéis pasado por Silver Lake?
– Todavía no.
– Bien. Dirigíos a Silver Lake. Id al centro recreativo, al pie del embalse.
– ¿Qué pasa, teniente?
– Han encontrado el coche robado de Kent. Hadley y su gente ya están allí preparando el puesto de mando. Han requerido a los agentes del caso en la escena.
– ¿Hadley? ¿Por qué está ahí? ¿Por qué hay allí un puesto de mando?
– La oficina de Hadley ha recibido el chivatazo y lo ha comprobado antes de decidir darnos la pista. El coche está aparcado delante de una casa que pertenece a una persona de interés. Os quiere en la escena.
– ¿Persona de interés? ¿Qué significa eso?
– La casa es la residencia de una persona en la cual la OSN está interesada; una especie de sospechoso de simpatizar con el terrorismo. No tengo todos los detalles. Ve allí, Harry.
– Muy bien. Estoy en camino.
– Llámame y cuéntame qué está ocurriendo. Si me necesitas allí avisa.
Por supuesto, Gandle no quería realmente salir de la oficina para ir a la escena. Eso lo retrasaría en sus obligaciones de control y burocracia. Bosch cerró el teléfono y trató de aumentar la velocidad, pero el tráfico era demasiado denso. Informó a Ferras de lo poco que había averiguado mediante la llamada telefónica.
– ¿Y el FBI? -inquirió Ferras.
– ¿Qué pasa con ellos?
– ¿Lo saben?
– No lo he preguntado.
– ¿Y la reunión de las diez?
– Supongo que nos preocuparemos por eso a las diez.
Llegaron a Silver Lake Boulevard en cinco minutos y Bosch giró al norte. Esa parte de la ciudad tomaba su nombre del embalse de Silver Lake que se hallaba en medio de ese barrio de clase media de búngalos y casas construidas después de la Segunda Guerra Mundial con vistas al lago artificial.
Al acercarse al centro recreativo, Bosch vio dos todoterrenos negros que reconoció como los vehículos característicos de la OSN. Nunca había problema para conseguir financiación para una unidad que supuestamente perseguía a terroristas. Había asimismo dos coches patrulla y un camión municipal de recogida de basura. Bosch aparcó detrás de uno de los coches patrulla, y Ferras y él bajaron del coche.
Había un grupo de diez hombres con ropa de faena negra -también característica de la OSN- reunidos en torno a la puerta trasera plegable de uno de los todoterrenos. Bosch se acercó a ellos, con Ferras siguiéndolo a un par de pasos. Su presencia fue percibida inmediatamente y los congregados se separaron para allanar el camino hacia el capitán Don Hadley, sentado en la puerta. Bosch no lo conocía en persona, pero lo había visto con suficiente frecuencia en televisión. Era un hombre grande, con el pelo castaño. Tenía unos cuarenta años y parecía que se había pasado la mitad de ellos entrenando en el gimnasio. Su tez rubicunda le daba la apariencia de alguien exhausto o que estaba conteniendo el aliento.
– ¿Bosch? -preguntó Hadley-. ¿Ferras?
– Soy Bosch. Él es Ferras.
– Colegas, me alegro de tenerles aquí. Creo que vamos a cerrar el caso y se lo vamos a entregar con un lazo en breve. Sólo estamos esperando a que uno de mis chicos traiga la orden para proceder.
Se levantó y señaló a uno de sus hombres. Hadley tenía un inequívoco aire de seguridad.
– Pérez, confirma esa orden, haz el favor. Estoy cansado de esperar. Luego comprueba el PO y ve a ver qué está ocurriendo allí. -Volviéndose hacia Bosch y Ferras añadió-: Vengan conmigo.
Hadley se apartó del grupo, seguido de Bosch y Ferras. El capitán los condujo a la parte de atrás del camión de basura para poder departir con ellos lejos del grupo. Hadley adoptó una pose de mando, colocando el pie en la parte de atrás del camión y apoyando el codo en la rodilla. Bosch se fijó en que llevaba un arma en una cartuchera fijada con una correa en torno a su grueso muslo derecho, como un pistolero del antiguo oeste, salvo que llevaba una semiautomática. Estaba mascando chicle sin 140 tratar de ocultarlo.
Bosch había oído muchas historias sobre Hadley. Ahora tenía la sensación de que iba a convertirse en parte de una de ellas.
– Quería que estuvieran aquí para esto -dijo Hadley.
– ¿Qué es esto exactamente, capitán? -repuso Bosch.
Hadley juntó las manos antes de hablar.
– Hemos localizado el Chrysler 300 aproximadamente a dos manzanas y media de aquí, en una calle que bordea el estanque. Las placas de matrícula coincidían con la orden y yo mismo examiné el vehículo. Es el coche que hemos estado buscando.
Bosch asintió con la cabeza. Esa parte estaba bien, pensó. ¿Y el resto?
– El vehículo está aparcado delante de una casa propiedad de un hombre llamado Ramin Samir -continuó Hadley-. Es un tipo al que le echamos el ojo hace unos años. Una persona de auténtico interés para nosotros, podría decir.
El nombre le sonaba familiar a Bosch, pero al principio no logró situarlo.
– ¿Por qué es de interés, capitán? -preguntó.
– El señor Samir es un conocido defensor de ciertas organizaciones religiosas que quieren herir a los americanos y dañar nuestros intereses. Y lo que es peor, enseña a nuestra juventud a odiar a su propio país.
La última parte le disparó el recuerdo y Bosch logró atar cabos.
No podía recordar de qué país de Oriente Próximo era, pero Bosch recordaba que Ramin Samir había sido profesor visitante de política internacional en la Universidad del Sur de California y se había echado fama por defender opiniones antiestadounidenses en las aulas y en los medios.
Causaba olas en los medios antes de los atentados del 11-S, pero después de eso se convirtieron en un tsunami. Postulaba abiertamente que los atentados estaban justificados por la intrusión y agresión de Estados Unidos en todo el planeta. Consiguió aprovechar la atención que esto le atrajo para convertirse en personaje objetivo de los medios cada vez que éstos necesitaban una cita o un fragmento de audio antiamericano. Denigraba la política de Estados Unidos hacia Israel, se oponía a la acción militar en Afganistán y calificaba la guerra en Irak de una mera expoliación de petróleo.
El papel de Samir como agitador le valió unas pocas apariciones como invitado en programas de debate de noticias de las televisiones por cable, donde todos se gritaban unos a otros. Era el complemento ideal tanto para la derecha como para la izquierda, y siempre estaba dispuesto a levantarse a las cuatro de la mañana para salir en los programas matinales del domingo en el este.
Entre tanto, usó su escaparate y celebridad para ayudar a fundar, dentro y fuera de la universidad, diversas organizaciones que rápidamente fueron acusadas por grupos conservadores y por medios de comunicación de estar relacionadas, al menos tangencialmente, con organizaciones terroristas y el yihadismo antiamericano. Algunos incluso insinuaban que tenía vínculos con el gran maestre del terror, Ossama bin Laden. Había sido investigado en diversas ocasiones, pero Samir no había sido acusado de ningún delito. No obstante, fue expulsado de la Universidad del Sur de California por un tecnicismo: no había afirmado que sus opiniones eran a título personal y no de su cátedra cuando escribió un artículo de opinión para Los Ángeles Times que sugería que la guerra de Irak era un genocidio de musulmanes planeado por Washington.
A Samir se le acabaron los quince minutos de fama. Finalmente fue excluido de los medios, que lo calificaron de provocador narcisista que hacía declaraciones descabelladas para atraer la atención más que comentar reflexivamente las cuestiones del día. Al fin y al cabo, incluso había llamado a una de sus organizaciones YMCA -Young Muslim Cause in America-, sólo para que la organización juvenil cristiana largamente establecida y conocida internacionalmente con las mismas siglas presentara una demanda que atrajera atención.
La estrella de Samir declinó y él desapareció de los medios; Bosch no recordaba cuándo fue la última vez que lo había visto en la tele o en el periódico. Pero dejando de lado la retórica, el hecho de que Samir nunca fuera acusado de un delito en un período en que el clima en Estados Unidos estaba caldeado por el miedo a lo desconocido y el deseo de venganza, siempre había indicado a Bosch que no había causa. Si hubiera habido fuego detrás del humo, Samir estaría en una celda de prisión o tras un muro en la bahía de Guantánamo. Pero ahí estaba, viviendo en Silver Lake, y Bosch era escéptico con las afirmaciones de Hadley.
– Recuerdo a este tipo -dijo-. Era sólo un charlatán, capitán. Nunca hubo ningún vínculo sólido entre Samir y…
Hadley levantó un dedo como un profesor que pide silencio.
– Nunca se estableció un vínculo sólido -le corrigió pero eso no significa nada. Este tipo recauda dinero para la Yihad Palestina y para otras causas musulmanas.
– ¿ La Yihad Palestina? -preguntó Bosch ¿Qué es eso? ¿Y qué causas musulmanas? ¿Está diciendo que las causas musulmanas no pueden ser legítimas?
– Mire, lo único que estoy diciendo es que éste es un mal tipo y tiene un coche que se ha usado para un homicidio y un robo de secio delante de su casa.
– Cesio -dijo Bosch-. Era cesio lo que robaron.
Hadley, que no estaba acostumbrado a ser corregido, entrecerró los ojos y miró a Bosch durante un momento antes de hablar.
– Lo que sea. No va a cambiar nada cómo se llame si lo tira en el embalse del otro lado de la calle o está en esa casa preparando una bomba mientras nosotros esperamos una orden.
– El FBI no mencionó que pudiese ser una amenaza en el agua -dijo Bosch.
Hadley negó con la cabeza.
– No importa. El resumen es que es una amenaza. Estoy seguro de que el FBI dijo eso. Bueno, el FBI puede hablar de lo que quiera, nosotros vamos a hacer algo al respecto.
Bosch retrocedió, como si tratara de llevar un poco de aire fresco a la discusión. La situación estaba cambiando demasiado deprisa.
– Entonces, ¿van a entrar? -preguntó.
Hadley movía la mandíbula con fuerza, masticando ostentosamente el chicle. Parecía no notar el fuerte olor a basura que emanaba de la parte posterior del camión.
– Y tanto que vamos a entrar -dijo-. En cuanto llegue la orden.
– ¿Ha conseguido una orden firmada por un juez sobre la base de un coche robado aparcado delante de la casa? -preguntó Bosch.
Hadley señaló a uno de sus hombres.
– Trae las bolsas, Pérez -dijo en voz alta. Luego le dijo a Bosch-: No, no es lo único que tenemos. La basura de hoy, detective. Envié al camión de la basura calle arriba y dos de mis hombres vaciaron los dos cubos de delante de la casa de Samir. Perfectamente legal, como sabe, y mire lo que hemos encontrado.
Pérez se acercó con las bolsas de plástico de pruebas y se las tendió a Hadley.
– Capitán, he comprobado el PO -dijo Pérez-. Todo en orden.
– Gracias, Pérez.
Hadley cogió las bolsas y volvió con Bosch y Ferras. Pérez volvió al todoterreno.
– Nuestro puesto de observación es un hombre en un árbol -dijo Hadley con una sonrisa-. Si alguien hace un movimiento allí antes de que estemos preparados nos lo hará saber.
Le entregó las bolsas a Bosch. Dos de ellas contenían pasamontañas negros de lana, y en la tercera había un trozo de papel con un plano dibujado a mano. Bosch lo miró de cerca. Eran una serie de líneas entrecruzadas con dos de ellas marcadas como Arrowhead y Mulholland. Se dio cuenta de que el plano era una representación bastante precisa del barrio donde habían matado a Stanley Kent.
Bosch le devolvió las bolsas y negó con la cabeza.
– Capitán, creo que debería esperar.
Hadley se sorprendió por la sugerencia.
– ¿Esperar? No vamos a esperar. Si este tipo y sus colegas contaminan el embalse con ese veneno, ¿cree que la gente de esta ciudad va a aceptar que nosotros estuviésemos esperando para asegurarnos de poner todos los puntos sobre las íes? No vamos a esperar.
Subrayó esta resolución escupiendo el chicle y lanzándolo a la parte de atrás del camión de la basura. Acto seguido quitó el pie del parachoques y empezó a dirigirse de nuevo hacia su equipo, pero hizo un repentino giro de ciento ochenta grados y volvió directamente a Bosch.
– Por lo que a mí respecta, tenemos al líder de una célula terrorista que opera desde esa casa y vamos a acabar con ella. ¿Qué problema tiene con eso, detective Bosch?
– Es demasiado fácil, ése es mi problema. No se trata de poner todos los puntos sobre las íes, porque eso es lo que ya han hecho los asesinos. Era un crimen cuidadosamente planeado, capitán. No habrían dejado el coche delante de la casa ni habrían tirado este material en los cubos de basura. Piénselo.
Bosch observó a Hadley reflexionando durante unos segundos, pero éste enseguida negó con la cabeza.
– Quizá no dejaron el coche allí -dijo-. Quizá todavía planean usarlo como parte de la entrega. Hay muchas variables, Bosch; cosas que desconocemos. Pero vamos a entrar. Le presentamos todo al juez y dijo que teníamos causa probable, lo cual es bastante bueno para mí. Tenemos en camino una orden 145 para entrar sin llamar y vamos a usarla.
Bosch negó con la cabeza.
– ¿De donde llegó el chivatazo, capitán? ¿Cómo encontraron el coche?
La mandíbula de Hadley empezó a trabajar, pero de repente debió de recordar que había tirado el chicle.
– Una de mis fuentes -dijo-. Llevamos casi cuatro años construyendo una red de inteligencia en esta ciudad. Hoy ha dado frutos.
– ¿Me está diciendo que sabe cuál es la fuente o llegó de forma anónima?
Hadley movió las manos en un ademán desdeñoso.
– No importa -dijo-. La información era buena. Ahí está el coche. No hay duda de eso. -Señaló en dirección al embalse.
Bosch sabía por la manera de salirse por la tangente de Hadley que el chivatazo era anónimo, el sello de identidad de una trampa.
– Capitán, le insto a que se detenga -dijo-. Hay algo que no funciona en esto. Es demasiado sencillo, y no era un plan sencillo. Esto es algún tipo de maniobra de despiste y hemos de averiguar…
– No vamos a parar, detective. Puede haber vidas en juego.
Bosch negó con la cabeza. No iba a conseguir convencer a Hadley. El hombre creía que estaba al borde de algún tipo de victoria que lo redimiría de todos los errores que había cometido.
– ¿Dónde está el FBI? -preguntó Bosch-. ¿No deberían…?
– No necesitamos al FBI -dijo Hadley, poniéndose otra vez a escasos centímetros de la cara de Bosch-. Tenemos la formación, el equipo y la capacidad. Y lo que es más importante, tenemos cojones. Por una vez vamos a ocuparnos nosotros mismos de cuidar de nuestra propia casa.
Hizo un gesto hacia el suelo como si el lugar en el que estaba fuera el último campo de batalla entre el FBI y el departamento.
– ¿Y el jefe? -intentó Bosch-. ¿Lo sabe? Acabo de…
Se detuvo, recordando la advertencia del jefe respecto a mantener en secreto su reunión en el Donut Hole.
– ¿Acaba de qué? -preguntó Hadley.
– Sólo quiero saber si lo sabe y lo aprueba.
– El jefe me ha dado plena autonomía para dirigir mi unidad. ¿Llama al jefe cada vez que sale y efectúa una detención?
Se volvió y marchó imperiosamente en dirección a sus hombres, dejando que Bosch y Ferras lo observaran.
– Uh -dijo Ferras.
– Sí -dijo Bosch.
Bosch se apartó de la parte de atrás del maloliente camión de basura y sacó su teléfono. Revisó su lista en busca del nombre de Rachel Walling. Acababa de pulsar el botón de llamada cuando se encontró otra vez con Hadley delante. Bosch no lo había oído venir.
– ¡Detective! ¿A quién está llamando?
Bosch no dudó.
– A mi teniente. Me pidió que lo pusiera al corriente cuando llegáramos aquí.
– Nada de transmisiones de móvil ni de radio. Podrían estar monitorizándolas.
– ¿Quién?
– Deme el teléfono.
– ¿ Capitán?
– Deme el teléfono o se lo retiraré. No vamos a comprometer esta operación.
Bosch cerró el teléfono sin colgar. Si tenía suerte, Walling podría responder la llamada y escuchar algo. Quizá lograría entenderlo y captar la advertencia. El FBI podría incluso ser capaz de triangular la transmisión de móvil y llegar a Silver Lake antes de que la situación se torciera por completo.
Bosch le pasó el teléfono a Hadley, que entonces se volvió hacia Ferras.
– Su teléfono, detective.
– Señor, mi esposa está embarazada de ocho meses y he de…
– Su teléfono, detective. O están con nosotros o están contra nosotros.
Hadley extendió la mano y Ferras a regañadientes sacó el teléfono del cinturón y se lo dio.
Hadley se alejó hacia uno de los todoterrenos, abrió la puerta del pasajero y puso los dos teléfonos en la guantera. Cerró de golpe el compartimento, con autoridad, y volvió a mirar a Bosch y Ferras como si los desafiara a intentar recuperar sus teléfonos.
El capitán se distrajo cuando un tercer todoterreno negro se metió en el aparcamiento y el conductor le hizo una seña con los pulgares. Hadley levantó un dedo y empezó a describir un movimiento de giro.
– Muy bien, todos -dijo en voz alta-. Tenemos la orden y conocemos el plan. Pérez, llama al apoyo aéreo y consíguenos un ojo en el cielo. El resto de los combatientes, ¡en marcha! Vamos a entrar.
Bosch observó con creciente pavor que los miembros de la OSN metían las balas en las recámaras de sus armas y se ponían cascos con protector facial. Dos de los hombres, que habían sido designados como equipo de contención de la radiación, empezaron a embutirse en trajes espaciales.
– Esto es una locura -dijo Ferras en un susurro.
– Charlie no hace surf -repuso Bosch.
– ¿Qué?
– Nada. Eres demasiado joven.