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El helicóptero de transporte de tropas se ladeó sobre una plantación de caucho de doce hectáreas y se posó en la zona de aterrizaje con la habitual caída final que te sacudía la columna. Hari Kari Bosch, Bunk Simmons, Ted Furness y Gabe Finley saltaron al barro. El capitán Gillette estaba esperándolos, aguantándose el casco con una mano para que no se le volara con la ventolera del rotor. Al helicóptero le costó levantar los patines de aterrizaje del barro -era el primer día seco después de seis días de lluvia-, pero logró despegar y sobrevoló un canal de irrigación para regresar al cuartel general del III Cuerpo.

– Acompáñenme -dijo Gillette.

Bosch y Simmons llevaban en el país el tiempo suficiente para tener apodos, pero Furness y Finley eran novatos y estaban haciendo prácticas sobre el terreno, y Bosch sabía que estaban cagados de miedo. Iba a ser su primer descenso, y nada de lo que te enseñan en una escuela de túneles de San Diego puede prepararte para las imágenes, sonidos y olores de la realidad.

El capitán los llevó a una mesa de naipes dispuesta en el interior de la tienda de campaña y trazó su plan. El sistema de túneles que discurría bajo Ben Cat era extenso y había que derribarlo como parte de un intento de la línea de avanzada de hacerse con el control del pueblo. Ya estaban aumentando las incursiones sorpresa en el interior del perímetro del campo, así como las bajas entre los zapadores. El capitán explicó que el mando del III Cuerpo le estaba dando en la cresta a diario. No hizo mención de que le preocuparan los muertos y heridos entre sus filas. Las víctimas eran reemplazables, pero su posición de favor con el coronel del III Cuerpo no lo era.

El plan era una sencilla operación de limpieza de túneles. El capitán desenrolló un mapa que había trazado con la ayuda de los habitantes del pueblo que habían estado en los túneles. Señaló cuatro pequeñas bocas distintas y explicó que las cuatro ratas de túneles bajarían simultáneamente para forzar a los hombres del Vietcong que estuvieran bajo tierra hacia un quinto agujero, donde los soldados de la División Relámpago del Trópico estarían esperando en la superficie para masacrarlos. Por el camino, Bosch y sus compañeros ratas pondrían cargas y la operación terminaría con la implosión de todo el sistema de túneles.

El plan era bastante simple hasta que bajaron allí en la oscuridad y el laberinto no coincidía con el plano que habían estudiado en la mesa de naipes de la tienda. Bajaron cuatro, pero sólo uno salió vivo. Relámpago del Trópico no causó ninguna baja al enemigo ese día. Y ése fue el día en que Bosch supo que la guerra estaba perdida, al menos para él. Fue entonces cuando supo que algunos hombres de rango a veces luchaban en batallas con enemigos que estaban en su interior.

Bosch y Ferras iban en la parte de atrás del todoterreno del capitán Hadley. Pérez conducía y Hadley iba fusil en mano, con un casco de radio para poder dirigir la operación. La radio del vehículo estaba sintonizando la frecuencia del canal de la operación, la cual no se encontraría listada en ningún directorio de frecuencia pública. El volumen del altavoz estaba alto.

Eran los terceros en la comitiva de todoterrenos negros. A media manzana de la casa objetivo, Pérez frenó para dejar que los otros dos vehículos siguieran con lo planeado.

Bosch se inclinó hacia delante entre los dos asientos delanteros para poder ver mejor a través del parabrisas. Cada uno de los otros vehículos llevaba a cuatro hombres de pie en los estribos laterales. Los coches tomaron velocidad antes de girar bruscamente hacia la casa de Samir. Uno enfiló el sendero de entrada del pequeño búngalo estilo Craftsman hacia la parte de atrás; el otro subió el bordillo y cruzó el césped delantero. Cuando el vehículo pesado impactó en el bordillo, uno de los hombres de la OSN que iba de pie en los estribos se tambaleó y cayó dando tumbos por el césped.

Los demás saltaron de sus puestos y avanzaron hacia la puerta delantera. Bosch suponía que lo mismo estaba ocurriendo por la parte de atrás. No estaba de acuerdo con el plan, pero admiraba su precisión. Se oyó un estallido cuando un artefacto explosivo voló la puerta delantera, y casi inmediatamente sonó otro en la parte de atrás.

– Muy bien, adelante -ordenó Hadley a Pérez.

La radio del vehículo cobró vida con informes del interior de la casa.

– ¡Estamos dentro!

– ¡Estamos atrás!

– ¡Habitación delantera despejada! Vamos…

La voz se cortó por el sonido de armas automáticas.

– ¡Tiros!

– Nos…

– ¡Fuego!

Bosch oyó más disparos, pero no a través de la radio; ahora sonaban lo bastante cerca para oírlos en directo. Pérez detuvo el vehículo en la calle, cruzado en ángulo por delante de la casa. Las cuatro puertas se abrieron a la vez y todos saltaron, dejando el coche abierto y la radio atronando.

– ¡Todo despejado! ¡Todo despejado!

– Un sospechoso caído. ¡Necesitamos una ambulancia!

En menos de veinte segundos todo había terminado.

Bosch cruzó el jardín detrás de Hadley y Pérez, con Perras a su lado. Entraron por la puerta principal con las armas levantadas. Inmediatamente los recibió uno de los hombres de Hadley. Encima del bolsillo delantero de su camisa de faena se leía el nombre de Peck.

– ¡Despejado! ¡Despejado!

Bosch bajó el arma al costado, pero no la enfundó. Miró a su alrededor, a lo que era una sala de estar escasamente amueblada. Olía a pólvora quemada y vio un humo azulado flotando en el aire.

– ¿Qué tenemos? -preguntó Hadley.

– Uno caído, uno detenido -dijo Peck-. Allí atrás.

Siguieron a Peck por un corto pasillo hasta una sala con alfombras tejidas en el suelo. Un hombre al que Bosch reconoció como Ramin Samir yacía boca arriba en el suelo. La sangre fluía desde las dos heridas del pecho, empapando una túnica de color crema, el suelo y una de las alfombras. Una mujer joven con idéntica túnica yacía boca abajo y gimoteando, con las manos esposadas a la espalda.

Había un revólver en el suelo junto al cajón abierto de un pequeño armario con velas votivas encima. La pistola estaba a medio metro del lugar donde yacía Samir.

– Fue a por la pistola y le disparamos -dijo Peck.

Bosch miró a Samir. No estaba consciente y su pecho subía y bajaba con un ritmo quebrado.

– Está bordeando el desagüe -dijo Hadley-. ¿Qué hemos encontrado?

– Hasta el momento no hay materiales -dijo Peck-. Ahora vamos a traer el equipo.

– Muy bien, vamos a registrar el coche -ordenó Hadley-. Y sacad a la mujer de aquí.

Mientras los dos hombres levantaban a la mujer que lloraba y la sacaban de la habitación como si fuera un ariete, Hadley volvió a dirigirse a la acera donde se hallaba el Chrysler 300. Bosch y Ferras lo siguieron.

Miraron en el coche, pero no lo tocaron. Bosch se fijó en que no estaba cerrado con llave. Se inclinó para mirar dentro a través de la ventanilla del pasajero.

– Las llaves están puestas -dijo.

Sacó un par de guantes de látex, los estiró y se los puso.

– Vamos a tomar una lectura antes, Bosch -dijo Hadley.

El capitán señaló a uno de sus hombres, que llevaba un monitor de radiación. El hombre pasó el artefacto por encima del coche, pero sólo obtuvo unos pequeños pops en el maletero.

– Podríamos tener algo aquí mismo -dijo Hadley.

– Lo dudo -dijo Bosch-. No está aquí.

Abrió la puerta lateral y se inclinó hacia el interior.

– Bosch, espere…

Bosch pulsó el botón que abría el maletero antes de que Hadley pudiera terminar. Se oyó un sonido neumático y el maletero se abrió. Bosch se apartó del coche y fue a la parte de atrás. El maletero estaba vacío, pero Bosch vio las mismas cuatro muescas que había visto antes en el maletero del Porsche de Stanley Kent.

– No está -dijo Hadley, mirando el maletero-. Ya deben de haber hecho la transferencia.

– Sí. Mucho antes de traer el coche aquí. -Bosch miró a Hadley a los ojos-. Era una pista falsa, capitán. Se lo dije.

Hadley se movió hacia Bosch para poder hablar sin que todo su equipo le oyera, pero lo interceptó Peck.

– ¿ Capitán…?

– ¿Qué? -bramó Hadley.

– El sospechoso está en código siete.

– Entonces cancela la ambulancia y llama al forense.

– Sí, señor. La casa está despejada. No hay materiales y los monitores no captan ninguna firma.

Hadley miró a Bosch y rápidamente volvió a mirar a Peck.

– Diles que registren otra vez -ordenó-. El cabrón fue a por una pistola. Tenía que estar escondiendo algo. Destrozad la casa si hace falta, especialmente esa habitación, parece un lugar de encuentro para terroristas.

– Es una sala de plegaria -dijo Bosch-. Y quizás el tipo fue a buscar la pistola porque se acojonó cuando la gente entró derribando las puertas.

Peck no se había movido. Estaba escuchando a Bosch.

– ¡Vamos! -ordenó Hadley-. ¡Destrozad esa puta casa! El material estaba en un contenedor de plomo. Que no haya lectura no significa que no esté ahí.

Peck corrió de nuevo hacia la casa y Hadley clavó su mirada en Bosch.

– Necesitamos que el equipo forense procese el vehículo -dijo Bosch-. Y no tengo teléfono para hacer la llamada.

– Vaya a buscar su teléfono y haga la llamada.

Bosch volvió al todoterreno. Observó que metían a la mujer que había en la casa en la parte de atrás de uno de los vehículos aparcados en el jardín. Todavía estaba llorando y Bosch supuso que las lágrimas no se detendrían enseguida. Primero por Samir, luego por ella.

Al inclinarse a través de la puerta del 4x4 de Hadley, se dio cuenta de que el vehículo aún estaba en marcha. Apagó el motor, abrió la guantera y sacó los dos teléfonos. Abrió y comprobó el suyo para ver si la llamada a Rachel Walling aún estaba conectada. No lo estaba y no estaba seguro de si la llamada se había llegado a establecer.

Se topó con Hadley en cuanto se apartó de la puerta. Estaban separados de los demás y nadie podía oírlos.

– Bosch, si intenta causar problemas a esta unidad, le causaré problemas a usted. ¿Entendido?

Bosch lo estudió un momento antes de responder.

– Claro, capitán. Me alegro de que piense en la unidad.

– Tengo contactos que llegan hasta la cima del departamento y también fuera de él. Puedo hacerle daño.

– Gracias por el consejo.

Bosch empezó a alejarse, pero entonces se detuvo. Quería decir algo, pero vaciló.

– ¿Qué? -dijo Hadley-. Dígalo.

– Sólo estaba pensando en un capitán para el que trabajé una vez, hace mucho tiempo y en otro lugar. No paraba de dar pasos equivocados y sus cagadas costaban vidas de buena gente, así que finalmente tuvo que parar. Ese capitán terminó muerto en una letrina a manos de sus propios hombres. Contaban que después no podían separar sus partes de la mierda.

Bosch se alejó, pero Hadley se detuvo.

– ¿Qué se supone que significa? ¿Es una amenaza?

– No, es una historia.

– ¿Y está llamando al tipo de ahí dentro buena gente? Deje que le diga algo, un tipo como ése se levanta y vitorea cuando los aviones se estrellan en los edificios.

– No sé qué clase de persona era, capitán. Sólo sé que no formaba parte de esto y que le tendieron una trampa, igual que a usted -respondió Bosch-. Si averigua quién le dio el chivatazo del coche, hágamelo saber. Podría ayudarnos.

Bosch se acercó a Ferras y le devolvió el teléfono. Le dijo a su compañero que se quedara en la escena para supervisar el análisis forense del Chrysler.

– ¿Adónde vas, Harry?

– Al centro.

– ¿Y la reunión con el FBI?

Bosch no miró el reloj.

– Se nos ha pasado. Llámame si encuentran algo.

Bosch lo dejó allí y empezó a caminar por la calle hacia el centro recreativo donde estaba aparcado el coche.

– Bosch, ¿adónde va? -le llamó Hadley-. ¡No ha terminado aquí!

Bosch le saludó con la mano sin mirar atrás. Siguió caminando. A medio camino del centro recreativo vio al primer furgón de la tele pasando en dirección a la casa de Samir.