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16

El tráfico en la autovía de Hollywood discurría lentamente hacia el centro. Según las leyes de la física del tráfico -que para cada acción había una reacción igual opuesta-, Harry Bosch tenía el camino despejado en los carriles de dirección norte. Por supuesto, contaba con la ayuda de la sirena y las luces destellantes en su coche, haciendo que los pocos vehículos que circulaban por delante se apartaran rápidamente de su camino. La fuerza aplicada era otra ley que Bosch conocía bien. Conducía un viejo Crown Vic a ciento cuarenta y tenía los nudillos blancos de agarrar el volante.

– ¿Adónde vamos? -gritó Rachel Walling por encima del sonido de la sirena.

– Te lo he dicho. Te voy a llevar al cesio.

– ¿Qué significa eso?

– Significa que una ambulancia acaba de ingresar a un hombre con un síndrome de radiación agudo en la sala de Urgencias del Queen of Angels. Llegaremos en cuatro minutos.

– ¡Maldita sea! ¿Por qué no me lo has dicho?

La respuesta era que quería contar con una ventaja, pero no se lo dijo. Permaneció en silencio mientras Walling abría su teléfono móvil y marcaba un número. Entonces ella sacó el brazo por la ventanilla y apagó la sirena del techo.

– ¿Qué estás haciendo? -exclamó Bosch-. Necesito…

– ¡Tengo que hablar!

Bosch levantó el pie del pedal y redujo a ciento veinte por seguridad. Al cabo de un momento, la llamada de Walling se conectó y Bosch la escuchó gritando órdenes. Esperaba que fuera a Brenner y no a Maxwell.

– Desvía al equipo del Mark Twain al Queen of Angels. Reúne un equipo de contaminación y llévalo también allí. Envía unidades de refuerzo y un equipo de valoración de riesgos. Tenemos un caso de exposición que podría llevarnos al material robado. Hazlo y vuelve a llamarme. Estaré allí en tres minutos.

Walling cerró el teléfono y Bosch colocó la sirena.

– ¡He dicho cuatro minutos! -gritó.

– ¡Impresióname! -gritó ella.

Bosch volvió a pisar el acelerador, aunque no lo necesitaba. Estaba seguro de que serían los primeros en llegar al hospital. Ya habían pasado Silver Lake en la autovía y se acercaba a Hollywood, pero lo cierto era que cada vez que podía ir a ciento cuarenta legítimamente en la autovía de Hollywood no desaprovechaba la ocasión. En la ciudad pocos podían presumir de haberlo hecho en las horas diurnas.

– ¿Quién es la víctima? -gritó Rachel.

– Ni idea.

Se quedaron en silencio durante un rato largo. Bosch se concentró en conducir y en sus pensamientos. Había muchas cosas que le inquietaban del caso. Enseguida tuvo que compartirlas.

– ¿Cómo crees que lo eligieron como objetivo? -dijo.

– ¿Qué? -replicó Walling, saliendo de sus pensamientos.

– Moby y El-Fayed. ¿Por qué escogieron a Stanley Kent?

– No lo sé. Quizá si es uno de ellos el que está en el hospital podremos preguntárselo.

Bosch dejó que pasara cierto tiempo. Estaba cansado de hablar a gritos, pero gritó otra pregunta.

– ¿No te inquieta que todo saliera de esa casa?

– ¿De qué estás hablando?

– La pistola, la cámara, el ordenador que utilizaron, lodo. Hay botellas de litro de Coca-Cola en la despensa y ataron a Alicia Kent con las mismas bridas que usa para cultivar las rosas en su jardín trasero. ¿No te inquieta eso? No tenían nada más que un cuchillo y pasamontañas cuando entraron por esa puerta. ¿Eso no te parece extraño?

– Has de recordar que son gente ingeniosa. Les enseñan en los campamentos. El-Fayed se entrenó en un campamento de al-Qaeda en Afganistán, y él a su vez enseñó a Nassar. Usan lo que tienen a mano. Podrías decir que derribaron el World Trade Center con un par de aviones comerciales y un par de cutres, todo depende de cómo lo mires. Más importante que las herramientas que utilizan es su implacabilidad, una cualidad que estoy segura que sabes apreciar.

Bosch iba a responder, pero estaban en la salida y tenía que concentrarse en esquivar el tráfico en las calles. Al cabo de dos minutos apagó finalmente la sirena y aparcó en la entrada de ambulancias del Queen of Angels.

Felton los recibió en la sala de Urgencias abarrotada y los condujo a la sala de tratamiento, donde había seis boxes. Un agente de seguridad privada estaba de pie fuera de uno de los boxes. Bosch avanzó, mostrando su placa. Sin apenas saludar al vigilante, abrió la cortina y se metió en el box.

El paciente estaba solo. Un hombre bajo, de pelo oscuro y piel morena, yacía bajo una telaraña de tubos y cables que se extendían por encima de la maquinaria médica hasta sus extremidades, pecho, boca y nariz. La cama de hospital estaba encajada en una tienda de plástico. El hombre apenas ocupaba la mitad del espacio de la cama y en cierto modo parecía una víctima atacada por los aparatos que le rodeaban.

Tenía los ojos entrecerrados e inmóviles. La mayor parte de su cuerpo estaba expuesto. Le habían colocado una toalla para cubrirle los genitales, pero tenía las piernas y el torso al descubierto. El lado derecho del abdomen y la cadera estaban cubiertos de quemaduras térmicas. Su mano derecha exhibía las mismas quemaduras: dolorosos anillos rojos rodeados de erupciones violáceas y húmedas. Le habían aplicado algún tipo de gel claro por encima de las quemaduras, pero no parecía estar sirviendo de mucho.

– ¿Dónde está todo el mundo? -preguntó Bosch.

– Harry, no te acerques -le advirtió Walling-. No está consciente, así que retrocedamos y hablemos con el médico antes de hacer nada.

Bosch señaló las quemaduras del paciente.

– ¿Esto puede ser por el cesio? -preguntó-. ¿Puede actuar tan deprisa?

– Por exposición directa a una cantidad grande sí. Depende de cuánto durara la exposición. Este tipo parece que llevó el material en el bolsillo.

– ¿Se parece a Moby o El-Fayed?

– No, no se parece a ninguno de los dos. Vamos.

Walling volvió a pasar al otro lado de la cortina y Bosch la siguió. Rachel ordenó al vigilante de seguridad que fuera a buscar al médico de Urgencias que estaba tratando al hombre. Abrió el teléfono y pulsó un único botón. La llamada fue respondida de inmediato.

– Positivo -dijo Walling-. Tenemos una exposición directa. Necesitamos montar un puesto de mando y un protocolo de contención.

Walling escuchó y a continuación respondió una pregunta.

– No, ninguno de los dos. Todavía no tengo una identificación. Llamaré en cuanto la tenga. -Cerró el teléfono y miró a Bosch-. El equipo de radiación llegará en diez minutos. Yo dirigiré el puesto de mando.

Una mujer con uniforme azul de hospital se les acercó con una tablilla con sujetapapeles.

– Soy la doctora Garner. Han de permanecer alejados de ese paciente hasta que sepamos mejor qué le ha ocurrido.

Bosch y Walling mostraron sus credenciales.

– ¿Qué puede decirnos? -preguntó Walling.

– No mucho en este momento. Está en pleno síndrome prodrómico, los primeros síntomas de la exposición. El problema es que no sabemos a qué estuvo expuesto ni durante cuánto tiempo. No disponemos de cuenta gris y sin ella no tenemos un protocolo de tratamiento específico. Estamos improvisando.

– ¿Cuáles son los síntomas? -preguntó Walling.

– Bueno, ya han visto las quemaduras. Ese es el menor de los problemas. El daño es interno. Su sistema inmune está colapsado y ha perdido la mayor parte del revestimiento del estómago. Su tracto gastrointestinal está destrozado. Lo estabilizamos, pero no tenemos muchas esperanzas. El estrés lo ha llevado a una parada cardiaca, y tuvimos al equipo azul aquí hace quince minutos.

– ¿Cuánto tiempo pasa desde la exposición y el inicio de este síndrome pródico? -le preguntó Bosch.

– Prodrómico. Puede ocurrir al cabo de una hora de la primera exposición.

Bosch miró al hombre que yacía bajo el toldo de plástico. Recordó la frase que había usado el capitán Hadley cuando Samir se estaba muriendo en el suelo de su sala de plegarias. «Está bordeando el desagüe.» Sabía que aquel hombre del hospital también estaba bordeando el desagüe.

– ¿Puede contarnos algo respecto a quién es y dónde lo encontraron? -preguntó Bosch a la doctora.

– Tendrá que hablar con los de la ambulancia para saber dónde lo encontraron -respondió Garner-. No tenía tiempo para meterme en eso y lo único que he oído es que lo encontraron en la calle. Se había desmayado. Y por lo que sé es…

Ella levantó la tablilla con pisapapeles y leyó la hoja superior.

– Aquí consta como Digoberto Gonzalves, de cuarenta y un años. No hay domicilio. Es lo único que sé ahora mismo.

Walling se apartó, sacando otra vez el teléfono. Bosch sabía que iba a informar del nombre para que lo comprobaran en las bases de datos de terrorismo.

– ¿Dónde está su ropa? -preguntó Bosch a la doctora-. ¿Dónde está su billetera?

– Su ropa y todas sus posesiones se sacaron de Urgencias por precaución.

– ¿Alguien lo ha mirado?

– No, señor. Nadie iba a arriesgarse a eso.

– ¿Adonde se llevaron todo?

– Tendrá que solicitar esa información al equipo de enfermeras.

Señaló un puesto de enfermeras que estaba en el centro de la zona de tratamiento. Bosch se dirigió hacia allí. La enfermera de la mesa le dijo que habían puesto todas las pertenencias del paciente en un contenedor de residuos médicos y lo habían llevado al incinerador. No estaba claro si la actuación respondía al protocolo hospitalario para tratar con casos de contaminación o era producto de puro miedo a los factores desconocidos relacionados con Gonzalves.

– ¿Dónde está el incinerador?

En lugar de darle instrucciones, la enfermera llamó al vigilante de seguridad y le pidió que llevara a Bosch a la sala del incinerador. Antes de que se pusiera en marcha, Walling lo llamó.

– Coge esto -dijo, entregándole un monitor de alerta de radiación que se había sacado del cinturón-. Y recuerda, tenemos un equipo de radiación en camino. No te arriesgues. Si eso salta, retrocede. Lo digo en serio. Retrocede.

– Entendido.

Bosch se puso el monitor de alerta en el bolsillo. Él y el vigilante se dirigieron rápidamente por un pasillo y bajaron por una escalera. En el sótano, enfilaron otro pasillo que parecía recorrer al menos una manzana de longitud hasta el otro lado del edificio.

Cuando llegaron a la sala del incinerador, el espacio estaba vacío y no parecía que se estuviera llevando a cabo ninguna incineración de residuos. Había un bidón de un metro de alto en el suelo. La tapa estaba cerrada con una cinta en la cual se leía: Precaución: residuos peligrosos.

Bosch sacó su llavero, donde tenía una navajita. Se agachó junto al bote y cortó la cinta de seguridad. Con el rabillo del ojo vio que el vigilante de seguridad retrocedía.

– Quizá debería esperar fuera -dijo Bosch-. No hay necesidad de que los dos…

Oyó que la puerta se cerraba detrás de él antes de terminar la frase.

Miró el bidón, cogió aire y levantó la tapa. La ropa de Digoberto Gonzalves había sido arrojada sin orden ni concierto en el contenedor. Había un par de botas de trabajo encima de una arrugada camisa azul de trabajo.

Bosch cogió el monitor que le había dado Walling y lo pasó como una varita mágica por encima del bidón abierto. El monitor permaneció en silencio. Bosch dejó escapar el aliento. A continuación, con la misma naturalidad que si vaciara una papelera en casa, puso el bidón boca abajo y vació su contenido en el suelo de cemento. Hizo rodar el bidón hacia un lado y movió el monitor en un patrón circular por encima de la ropa. No sonó la alarma.

A Gonzalves le habían quitado la ropa cortándola con tijeras. Había un par de téjanos sucios, una camisa de trabajo, una camiseta, calzoncillos y calcetines. Vio también un par de botas de trabajo con los cordones cortados también con tijeras. Tirada en el suelo, en medio de la ropa, había una pequeña cartera negra.

Bosch empezó con la ropa. En el bolsillo de la camisa de trabajo había un bolígrafo y un manómetro. Encontró guantes de trabajo sobresaliendo de uno de los bolsillos traseros y luego sacó un juego de llaves y un teléfono móvil del bolsillo delantero izquierdo. Pensó en las quemaduras que había visto en la cadera y la mano derecha de Gonzalves. Sin embargo, cuando abrió el bolsillo delantero derecho de los téjanos, no había cesio. El bolsillo estaba vacío.

Bosch dejó el móvil y las llaves junto a la cartera y estudió lo que tenía. Vio la insignia de Toyota en una de las llaves. Al menos sabía que un vehículo formaba parte de la ecuación. Abrió el teléfono y trató de encontrar el directorio de llamadas, pero no lo consiguió. Lo dejó de lado y abrió la cartera.

No había gran cosa. La cartera contenía una licencia de conducir mexicana con el nombre y la foto de Digoberto Gonzalves. Era de Oaxaca. Había fotos de una mujer y tres niños pequeños que Bosch supuso que había dejado atrás en México. No había green card ni ningún otro documento de ciudadanía. Tampoco había tarjetas de crédito, y en la sección de billetes sólo había seis dólares junto con varios recibos de tiendas de empeño situadas en el valle de San Fernando.

Bosch dejó la cartera al lado del teléfono, se levantó y cogió su propio móvil. Revisó el directorio hasta que encontró el número de Walling.

Respondió inmediatamente.

– He mirado su ropa. No hay cesio.

No hubo respuesta.

– Rachel, ¿has…?

– Sí, lo he oído. Sólo deseaba que lo hubieras encontrado, Harry. Quería que hubiera terminado.

– Yo también. ¿Ha surgido algo del nombre?

– ¿Qué nombre?

– Gonzalves. ¿Lo has comprobado, no?

– Ah, claro, sí. No, nada. Y quiero decir nada, ni siquiera un carnet de conducir. Creo que debe de ser un alias.

– Tengo aquí un carnet de conducir mexicano. Creo que el tipo es ilegal.

Walling reflexionó antes de responder.

– Bueno, creo que Nassar y El-Fayed llegaron a través de la frontera mexicana. Quizás ésa es la conexión. Quizás el tipo estaba trabajando con ellos.

– No lo sé, Rachel. Tengo aquí ropa de trabajo. Botas de trabajo. Creo que este tipo…

– Harry, he de colgar. Mi equipo está aquí.

– Muy bien. Vuelvo para allá.

Bosch reunió la ropa y las botas y volvió a ponerlo todo en el bidón. Dejó la cartera, las llaves y el móvil encima de la ropa y se llevó el bidón consigo. En el largo pasillo que llevaba a la escalera, sacó el teléfono y llamó al centro de comunicaciones de la ciudad. Solicitó los detalles de la llamada a la ambulancia que había llevado a Gonzalves al Queen of Angels y lo pusieron en espera.

Subió todas las escaleras y llegó a la sala de Urgencias antes de que el operador volviera al aparato.

– La llamada que ha pedido se recibió a las diez cero cinco de un teléfono registrado a nombre de Easy Print en el número 930 de Cahuenga Boulevard. Hombre caído en el aparcamiento. Enviaron una ambulancia desde la estación 54 del Departamento de Bomberos. Tiempo de respuesta 6 minutos 19 segundos. ¿Algo más?

– ¿Cuál es el cruce más cercano?

Al cabo de un momento, el operador le comunicó que el cruce de la calle estaba en Lankershim Boulevard. Bosch le dio las gracias y colgó.

La dirección donde se derrumbó Gonzalves no estaba lejos del mirador de Mulholland. Bosch se dio cuenta que casi todas las ubicaciones relacionadas con el caso hasta entonces -desde el lugar del crimen a la casa de la víctima, el domicilio de Ramin Samir y ahora el lugar donde se había derrumbado Gonzalves- cabían en una misma página del plano de Thomas Brothers. Los casos de homicidio normalmente lo arrastraban por todo el plano de Los Ángeles, pero ése no tenía vocación viajera.

Bosch miró a su alrededor por la sala de Urgencias. Se fijó en que toda la gente que antes abarrotaba la sala de espera ya no estaba. Habían llevado a cabo una evacuación y los agentes ataviados con equipo de protección se movían por la zona con monitores de radiación. Localizó a Rachel Walling junto al puesto de enfermeras y se acercó a ella. Levantó el bidón.

– Aquí están las pertenencias del tipo.

Walling cogió el bidón y lo dejó en el suelo, luego llamó a uno de los hombres con equipo de protección y le pidió que se ocupara de él. Volvió a mirar a Bosch.

– Hay un teléfono móvil -le dijo Bosch a Walling-. Tal vez puedan sacar algo.

– Se lo diré.

– ¿Cómo está la víctima?

– ¿Víctima?

– Tanto si está implicado en el caso como si no, sigue siendo una víctima.

– Si tú lo dices… Sigue inconsciente. No sé si alguna vez tendremos ocasión de hablar con él.

– Entonces me voy.

– ¿Qué? ¿Adónde? Voy contigo.

– Pensaba que dirigías el puesto de mando.

– Lo he delegado. Si no hay cesio, no me quedo. Te acompañaré. Deja que diga a la gente que me voy a seguir una pista.

Bosch vaciló, aunque en el fondo sabía que quería a Rachel Walling con él.

– Te esperaré en la puerta con el coche.

– ¿Adónde vamos?

– No sé si Digoberto Gonzalves es terrorista o sólo una víctima, pero sé una cosa: conduce un Toyota. Y creo que sé dónde encontrarlo.