172927.fb2 El Ocaso De Los Dioses De La Estepa - читать онлайн бесплатно полную версию книги . Страница 2

El Ocaso De Los Dioses De La Estepa - читать онлайн бесплатно полную версию книги . Страница 2

CAPÍTULO II

Caía el crepúsculo cuando nuestro tren se aproximaba a Moscú. El convoy era extraordinariamente largo y como durante toda aquella jornada de viaje desde Riga a Moscú el tiempo había sido siempre cambiante alternándose el sol con furiosos chubascos, yo imaginaba una porción de los vagones bajo la lluvia y otra brillando al sol. Los vagones de cabeza debían de haber penetrado ya en el mal tiempo; me acerqué a la ventanilla para contemplar el páramo, cuando una ráfaga de lluvia se estrelló con violencia contra los cristales. Esta vez el tren ya no llegó a salir a la luz. Cuando acabó la zona de lluvia, el sol se había ocultado y la tarde había dejado de existir. Tras los cristales oscurecidos, en la llanura desierta, el ocaso, la tarde y la propia noche ajustaban sus cuentas en silencio. No duró mucho la operación, todo era efímero, quizá el mal tiempo contribuía a ello, y por fin resultó evidente que en torno, a lo largo de los raíles y aun mucho más lejos no había quedado más que la noche.

En dos o tres ocasiones tuve la impresión de que entrábamos en Moscú, pero no eran más que algunos de sus suburbios apartados, cuyas luces comenzaron a enmarañarme las ideas, hasta que finalmente renuncié a mis elucubraciones.

Durante las los días de veraneo había visto en sueños a Moscú varias veces, pero siempre de un modo torturante: llegaba allí y, sin embargo, no lograba encontrar las calles que conducían al centro; me perdía en alguna zona lateral. Los semáforos no funcionaban, los trolebuses eran lentos igual que los ciervos de los cuentos. Tanto en Yalta como en Riga, encontrándome lejos, había sentido nostalgia de Moscú y había acudido a las bibliotecas de ambas casas de reposo en busca de alguna novela contemporánea que describiera en detalle la ciudad en que había vivido y viviría aún un período de mi vida. Pero en ambos casos había salido de la biblioteca decepcionado. Ninguna novela soviética describía a Moscú con cierta exactitud. Aun cuando los personajes vivían en ella o la visitaban de paso, permanecían, como yo en mis sueños, en ciertas calles periféricas, casi nunca se trasladaban al centro, a la calle Gorki, al bulevar Tverskoi, al Okhotni Riad, a las proximidades del hotel Metropol, como si les tuvieran miedo. Incluso cuando pasaban por allí casualmente, lo hacían como aturdidos, no oían nada, no veían nada, cuando mucho tenían ojos y oídos para el Kremlim y su carillón. Huían del centro como presas del pánico, esto se percibía hasta en el ritmo de las frases del autor, quien sólo recuperaba la calma cuando salía de Moscú, lejos, lo más lejos posible, hasta encontrar algún apartado koljoz, donde se sentaba tranquilamente a la turca y, a lo largo de centenares de páginas, describía con todo lujo de detalles cada callejuela, cada plazuela.

Había intentado inútilmente descubrir algún lazo entre la suerte de angustia contenida que había experimentado en mis sueños sobre Moscú y aquella huida (se diría que se trataba de una cierta autodeportación) de los escritores soviéticos lejos de su capital.

Por los cristales ya menos empañados comprendí que el tren había disminuido la velocidad. Bajo la lluvia de comienzos del otoño, un poco tímidamente, con un silbido que parecía marchar en línea paralela a los raíles, el tren se acercaba a la Riyski Vokzal. Había pegado la cara al cristal, esperando con impaciencia que aparecieran las luces de la estación. Sentía en mi interior una lucidez indiferente. Por fin apareció el largo andén de cemento, cuya desolación percibí desde los primeros metros. Empapado y ceniciento, resbalaba como una culebra aplastada junto a los vagones. No fue preciso que la serpiente saliera en su totalidad de la guarida. Comprendí de antemano que Lida Snieguina, a quien había enviado un telegrama con dos días de antelación, no había acudido a recibirme. Sale con algún otro. Esa fue la primera idea que me vino a las mientes. Ni siquiera fue preciso que se me ocurriera: llevaba largo tiempo en mi interior, pero sólo se manifestó en el momento en que el tren se detenía. Sale con algún otro, piii, piii. Ah, ahora recordaba que poco antes casi había escuchado silbar esta noticia a la locomotora, que fue la primera en entrar y en observar lo que sucedía en el andén.

¡Guárdate del verano!, me había dicho un compañero de curso antes de que nos separáramos para irnos de vacaciones. El verano ejerce un enorme poder sobre las muchachas rusas. Y para probarme que todos sus fracasos se habían producido en verano, me relató unas historias de las que invariablemente formaban parte estaciones de ferrocarril y billetes con los números confundidos.

Sale con otro. O se trata de un aborto. Recordaba vagamente que, la última vez, ella me había pedido que tuviera cuidado. (Nada más que esta vez, te lo ruego, sólo esta vez.) Pero yo no le hice caso.

Con la maleta en la mano descendí al andén. Aquí y allá se veían cuerpos humanos abrazados, cuyas cabezas mezcladas semejaban grandes conchas. También ellos han pasado el verano separados, pensé, sin embargo se han esperado unos a otros.

En la plaza que se abría frente a la estación tomé un taxi y tras la nuca vieja del chófer, rematada por una gorra de piel, di la dirección: Butyrski Hutor, residencia del Instituto Gorki.

A diferencia de la vieja construcción de dos plantas, rodeada de jardines, del Instituto mismo en el bulevar Tverskoi, la residencia de los estudiantes y los aspirantes de Butyrski Hutor era un edificio macizo de siete pisos que se erguía sobre un solar desnudo. Sin saber por qué, con cierto desosiego, me incliné hacia la ventanilla del taxi para divisarlo desde lejos, entre el resto de las construcciones. Me encontraba aún pegado al cristal cuando su silueta se dibujó a cierta distancia y comprendí de pronto la causa del confuso desconcierto que me invadía. El edificio estaba casi a oscuras. Esperaba encontrarme con las ventanas iluminadas, pero sólo en una, hacia el sexto o séptimo piso, se divisaba una luz y ésta era tan pálida que tornaba más perceptible el abandono. Por lo visto no ha vuelto nadie de vacaciones, me dije.

Pagué al taxista, descendí y mientras caminaba hacia la entrada, levanté una vez más los ojos para asegurarme de que la residencia estaba en efecto vacía. Una encima de la otra, todas las plantas estaban a oscuras y la cuarta, la de las chicas, me pareció especialmente sombría.

En la conserjería de la planta baja tuve la impresión de que tía Katia me saludaba sin la cordialidad acostumbrada. Parecía estar buscando algo en el cajón de su mesa y por un segundo se encendió en mi cerebro la idea de que pudiera haber llegado un telegrama con alguna mala noticia de Albania para mí. Pero no descubrí en sus ojos, protegidos por las gafas, el menor rastro de compasión.

– Tú, muchacho, y ese compañero tuyo, el otro albanés, debéis presentaron en la comisaría de policía- dijo por fin.

Arrugué el entrecejo y a punto estuve de preguntarle por qué, cuando leí en sus ojos el mismo interrogante, justo el que había matado en ellos toda su habitual cordialidad.

– ¿Y por qué?- pregunté no obstante. Volví a pensar en el aborto.

– No lo sé- dijo ella. -Algo he oído decir sobre vuestra documentación.- Pronunció la palabra documentación acentuando la «u», como todos los rusos sin escolarizar.

Tras los vidrios redondos de sus gafas de vieja, su mirada parecía interrogar: ¿Qué es lo que habéis hecho por ahí, tú y ese compañero tuyo, durante el verano?

– Yo tengo los papales en regla- dije. -Y mi compañero está en Albania.

Ella se encogió de hombros. Después volvió a buscar algo en el cajón y esperé a que me extendiera algún fajo de cartas o periódicos procedentes de Albania, pero el cajón se cerró con un crujido seco.

– ¿No hay correo?- le pregunté.

Ella denegó con la cabeza.

Cogí mi maleta y le volví la espalda. El ascensor estaba averiado. Hasta llegar al sexto piso donde se encontraba mi habitación, pasándome la maleta de una mano a otra, me pregunté varias veces a qué se debería la citación de la policía.

Llegué por fin ante la puerta de mi alojamiento, la abrí y dejé la maleta en la entrada. Estaba cansado. Me senté en la cama con las manos apoyadas en las rodillas. Por un instante me pareció que no deseaba otra cosa más que tumbarme en aquella cama y dormir, dormir hasta borrar de mi memoria ese día de mi vida carente de alegría. Pero unos segundos después hice justo lo contrario: me incorporé y con cierta torpeza comencé a recorrer la habitación de un extremo a otro. Sobre la mesa estaba el magnetófono; la tapa había quedado abierta desde la última vez que había estado allí con Lida. Había música grabada en las cintas, pero me pareció más fácil remover las piedras ciclópeas de un mausoleo milenario para extraer de su interior quién sabe qué momia, que poner en movimiento aquellas bobinas. No sé por qué la sola idea de oír música en semejante silencio se me antojó monstruosa.

Sin pensar qué iba a hacer, me levanté, abrí la puerta y salí al pasillo. Parecía más largo de lo normal, con una única bombilla alumbrando en el otro extremo. Permanecí unos instantes en pie sin hacer un solo movimiento ni pensar en nada. El corredor era verdaderamente muy largo. Cincuenta o sesenta puertas daban a él. Ningún corredor había jugado nunca un papel tan importante en mi vida. Lo recordaba tal como era los sábados ruidosos, o los días de fiesta, a altas horas de la madrugada, mientras los borrachos murmuraban en las habitaciones, recitaban versos dementes o intentaban derribar las puertas de cerradura automática que se habían atascado con ellos dentro.

Caminé lentamente. El entarimado, levantado en algunos sitios, crujía bajo cada paso mío: La corredera… Sentí un estremecimiento lejano, de esos que provoca el entrelazamiento de los buenos y los malos recuerdos. Bajo aquel pasillo había otros cinco, encima un séptimo y en todos ellos habían sucedido las mismas cosas: las personas los habían recorrido, habían entrado y salido de las habitaciones, habían recibido y despedido amigos, se habían contado unos a otros intrigas y murmuraciones literarias, proyectos de novelas por lo general mejor compuestos que sus obras, habían acompañado a muchachas y a mujeres adultas que recorrían el camino hasta el ascensor entre risas, silencios o sollozos y que, después de meterse en la caja, tras la red metálica de seguridad, se habían tornado sorprendentemente semejantes a pájaros dispuestos a emprender el vuelo o a bestias apresadas en una trampa. A veces sucedía que, una vez dentro del ascensor, la muchacha le estrellaba a su acompañante la puerta en las narices y entonces, mientras la cabina descendía lentamente, él bajaba corriendo las escaleras, tratando de alcanzarla en la planta baja. Las escaleras giraban en torno al hueco protegido por la red metálica, en cuyo interior se desplazaba la cabina del ascensor, y el perseguidor parecía entonces una clemátide enroscándose en una columna monumental.

Bajo mis plantas, los listones del entarimado continuaban crujiendo. La soledad del pasillo era insoportable. La puerta de Ladonshikov. Más allá, la de Taburokov, de Asia Central. Después, sucesivamente, las de Jeronim Stulpanz, letón; Artashez Pogosian, armenio; dos georgianos, ambos apellidados Shota, el uno estalinista, el otro antiestalinista; Juri Goncharov, ruso; Kiuzengueshi, de las tierras septentrionales de los chechenes, o quizá de los esquimales, con una tristeza de tundras color ceniza en las pupilas, pero sobre todo en los dientes, que hablaba un ruso entrecortado, pronunciado en voz tan baja que parecía un susurro de canas y que siempre que me acercaba a él tenía la sensación de ir a hundirme en su interior como en una ciénaga, solo y triste, y abandonado de todos; por fin las puertas de Shoguenchukov, caucasiano, y del lituano Maskiavicius.

Los miembros de nuestro curso ocupaban la mayor parte de la sexta planta. En las puertas no se leía el nombre de ninguno, aunque la mayoría de los ocupantes de las habitaciones eran escritores de renombre en sus países o ciudades de procedencia. Algunos eran presidentes de las Uniones de Escritores de las repúblicas o regiones autónomas que a causa de la pesada carga, propia de sus funciones o de sutiles intrigas, se habían visto obligados a abandonar los estudios y sólo ahora, derrotados al fin sus adversarios, tras haberlos acusado de estalinismo, de nacionalismo burgués, rusofobia, folklorismo, chovinismo de pequeño Estado, etcétera, después de haberles quebrado sus carreras literarias, prohibido la edición de sus obras, obligado a entregarse al alcohol, a suicidarse o simplemente haberlos deportado, después de haber superado todo esto, habían pensado en acudir al Instituto Gorki para perfeccionar sus conocimientos literarios. Algunos de ellos eran diputados del Soviet Supremo de sus repúblicas, otros importantes personajes sociales. Un día, en el seminario de economía política, mientras se discutía la inflación, Shoguenchukov, que se sentaba en el mismo banco que yo, dijo con asombrosa sangre fría: cuando era primer ministro hube de enfrentarme en una ocasión a un problema semejante.

Caminaba ahora por el tramo más oscuro del pasillo. No se veía nada, como no fueran las placas de bronce de la inmortalidad, que todos ellos, tenían la plena certeza, soñaban con ver un día sobre sus puertas, aquellas puertas de pacotilla pintadas con pintura común al aceite. «Aquí, de 1958 a 1960, habitó el ilustre Abdulahanov». «Aquí de 1955 a 1960 habitó…» Espera, estuve a punto de gritar. Bajo una puerta próxima, igual que líquido derramado, se filtraba una luz pálida. Era la habitación de Anatol Kuznechov, y se trataba sin duda de la luz que había visto desde lejos en el taxi. De modo que Kuznechov ha vuelto de vacaciones antes que yo. Si me hubieran dicho un momento antes que había una persona conocida en aquel Sáhara de siete plantas, habría corrido como un loco hacia él… Una palabra, hermano, una palabra en este mutismo. Pero me imaginé los ojos del autor de La continuación de la leyenda, dos pequeñas rajaduras tras los gruesos vidrios de sus gafas y dejé caer la mano con que estaba a punto de llamar. No me agradaba aquel hombre, como no me agradaba Yuri Goncharov, del que uno de los Shota afirmaba era el más eminente escritor de todas las tierras bañadas por el Volga, mientras el otro insistía en que se trataba de un simple confidente. Comencé a descender las escaleras lentamente. En cierto momento me pareció oír voces ahogadas y me detuve a escuchar. Pensé que quizá Kuznechov estuviera leyendo en voz alta lo que había escrito. Al llegar a la quinta planta el murmullo se repitió. Era un gargajeo sofocado, que me obligó a detenerme de nuevo. Parecía haber regresado alguno de los ocupantes de las habitaciones de ese piso, cuyas ventanas debían de dar al patio interior. Eché a andar por el pasillo en penumbra con la esperanza de que se tratara de alguno de mis conocidos. Por fin, gracias a la luz que se filtraba bajo una puerta, encontré la habitación. Era en efecto, una de las que se asomaban al patio interior, pero no sabía quién la ocupaba. En esa planta se alojaban los estudiantes del cuarto y quinto cursos y alguno del curso superior. Me detuve unos instantes ante la puerta cerrada, intentando recordar a quién pertenecía la habitación.

Volvió a oírse una voz en el interior y al instante recordé que allí es donde se alojaba el chino Ping, a quien los estudiantes habían apodado «Que se abran cien flores», aunque su cara podía recordar a cualquier cosa menos a las flores. Debía de estar leyendo en voz alta. Junto con su rostro recordé su forma de hablar y al instante me dije que quizá fuera más fácil entender el ruso de un pájaro carpintero que el suyo.

Me alejé y continué bajando las escaleras. El resto de los pisos estaba completamente muerto. En la entrada, tía Katia volvió a echarme una mirada de pocos amigos. Mientras salía, me di cuenta de que nunca había necesitado su cordialidad como aquella noche. Ella podría recuperar después la afabilidad que la caracterizaba, la solicitud que la mayor parte de las babuchkas rusas nos demostraban a nosotros los extranjeros, ella podría volver a tratarme con su habitual dulzura, pero yo no le perdonaría jamás la frialdad de aquella noche.

Al llegar a la calle comprobé que la lluvia había cesado. En la parada del trolebús había poca gente. Sentí vibrar los cables y vi desde lejos al ciervo parsimonioso de los sueños, con la cornamenta alzada, acercándose en la semioscuridad.

Descendí del trolebús en la plaza Pushkin. La calle Gorki estaba como siempre muy iluminada y llena de animación. El tramo comprendido entre el edificio de Izvestia y el hotel Moscova, la acera derecha sobre todo, era el lugar de paseo preferido por los residentes del Instituto Gorki. Se debía quizá a que la vieja casa de Herzen, convertida en sede del Instituto, se encontraba precisamente en la confluencia del bulevar Tverskoi con la avenida principal de Moscú.

Sobre la fachada del edificio de Izvestia, el noticiario luminoso mencionaba cierta exposición, el nombre de Nixon. Ah, debe de ser la exposición norteamericana del parque Sokolniki, pensé. Podrían leerse también noticias de Ucrania, de los Urales, una partida o un regreso de Jruchov del extranjero, pero me mareé intentando leerlo y di media vuelta. En el Cinema Central ponían Las noches de Cabiria, que yo había visto en Riga. Una gran multitud se agolpaba a la entrada. Maquinalmente volví de nuevo la cabeza hacia la fachada del Izvestia. En el aeropuerto, Nikita Jruchov había sido recibido por el presidente del Presidium… Pero Lida Snieguina no había acudido a recibirme a mí al Riyski Vokzal. Estaba en verdad deprimido. En la acera frente al cine había un kiosco con numerosas cabinas de teléfono. No estaba enfadado con Lida sino sencillamente triste cuando entré en una de ellas. Introduje la moneda, marqué el número y esperé. El receptor despedía un olor acre a tabaco. Se me ocurrió que alguien debía de haber roto para siempre con alguien a través de aquel teléfono un minuto antes, de lo contrario no tenía explicación aquel olor tan nauseabundo. Quise colgar de inmediato, desprenderme del instrumento siniestro, sin embargo no hice ningún movimiento, me limité a esperar. Los intervalos entre los pitidos eran muy largos. Intenté imaginar los andares de Lida en dirección al teléfono, pisando (no se por qué) con tacones altos sobre la alfombra, aquel reflejo retozón en los cabellos y el cuello erguido, incompatible con la vulgaridad. Fueron precisamente sus cabellos y su cuello, de los que parecía desprenderse de forma continua una descarga eléctrica, lo que atrajo mi atención por vez primera durante una velada en el Instituto Gorki, mientras ella bailaba con un georgiano. Sabía que los cuellos de las personas eran tan característicos como sus rostros, incluso había oído decir que los alemanes, después de inventar el método de fusilamiento con un tiro en la nuca, para que los ejecutores no vieran el rostro de las víctimas, se habían encontrado más tarde con el problema de los cuellos, los cuales, aun careciendo de ojos y boca, resultaban tan expresivos como las caras y ejercían prácticamente el mismo efecto psicológico sobre los verdugos. A pesar de ello, durante las semanas posteriores a nuestro encuentro me sorprendía no descubrir en ella nada distinto de la impresión que me había producido su cuello la noche que nos conocimos. Delicado, terso, de distante desenvoltura, más allá del jabón y de la cosmética, aquel cuello expresaba toda la frialdad y a la vez toda la ternura de esa muchacha, si a la reserva pudiera llamársele frialdad y ternura a la pasión.

Ignoro por qué, pero desde el instante en que comencé a seguirla con la mirada sentí que sobre aquel cuello tan hermoso como el de un cisne pesaba una permanente amenaza. Puede que fuera ésta la forma en que se manifestó al comienzo mi interés por ella, o puede que ella tuviera alguna suerte de vínculo con todo lo que había visto y oído en los pasillos de la residencia de Butyrski. El caso es que yo sentía que el cuello de Lida Snieguina estaba amenazado tanto por los dientes del ruidoso Abdulahanov, como por los del susurrante Kiuzengueshi.

En torno imperaba el bullicio acostumbrado en una velada de baile en el Instituto Gorki, aquel color peculiar debido al contraste entre la gloria inmortal de la literatura y sus representantes vivos, que a veces bailaban mal, balbuceaban o decían banalidades. Sabía que la verdadera vida de esas veladas se limitaba a las primeras horas, mientras las muchachas asistentes estaban aún fascinadas ante la expectativa de conocer por fin a ciertos escritores. Y los Goethes y los Villons, sus parejas de baile, las rodeaban: la gloria estaba allí, tan próxima que no sabían hacia dónde volver los ojos. Te presento a mi amigo Piotr Reutski, es poeta. ¿Has leído La mañana de los abedules? Aquí tienes a su autor. ¿Ah, sí? Sí, el mismo. Todo esto flotaba en un halo de sobrentendidos, en la ilusión de que el simple hecho de relacionarse con los escritores podría convertirlas en personajes, proporcionarles quizá el derecho a ver sus iniciales inscritas a la cabeza de un poema o un relato, por no mencionar los diarios póstumos, la publicación de la correspondencia íntima, las memorias, los archivos…

Transcurría aún la primera fase de la velada (pues en la segunda mitad la verdad iba descubriéndose poco a poco y llegaba un momento en que las muchachas comenzaban a mirar a sus parejas con desprecio e intentaban desasirse de sus brazos; había llegado incluso a suceder, como fue el caso de Nutfula Shakenov, que la muchacha abofeteara al mismo con cuyo nombre había soñado dos horas antes entrelazar al suyo para ser recordados por los siglos de los siglos, grabados ambos en sus tumbas, junto a los versos que él le habría dedicado: recuerdo aquel mes de abril, aquel frío abril de Kara-Kum), transcurría por tanto aún la mitad color de rosa de la velada y sin embargo ella, Lida Snieguina, lo observaba todo con un desdén manifiesto. Parecía arrepentida de haber acudido, mientras una amiga suya llegaba al colmo de la excitación. Oh, es curioso, me contó Lida después, cuando ya habíamos trabado conocimiento, es una chica interesante, pero siente una pasión demencial por los escritores. Ese de ahí es un prosista, ¿no es verdad?, me dijo señalando con la mano a un tal Kurganov. Cuatro meses esperó mi amiga a que publicara un relato que debía referirse a ella. ¿Y sabe cómo terminó todo? El relato efectivamente se publicó, pero la protagonista de la historia era una ordeñadora del koljoz «El camino leninista». Sin embargo, créame, mi amiga quedó satisfecha, pues él la convenció de que en realidad tras el personaje de la ordeñadora se ocultaba ella misma. Yo a eso lo llamaría…, no sé ni yo misma cómo lo llamaría. ¿Y usted?¿No será también usted escritor?

¡Ah, no!, palomita, me dije, es tarde para que caiga en la trampa. Había que ser verdaderamente torpe para no comprender que no sentía la menor simpatía por los escritores, hasta puede que se hubiera aproximado a mí precisamente porque le había parecido que no era uno de ellos. No, le respondí con la cabeza. Le conté algo relacionado con el cine, arrepintiéndome al instante por no haber elegido una profesión todavía más alejada de la literatura, como por ejemplo jugador de ping-pong o egiptólogo. Me preguntó si no estudiaría para guionista o dialoguista, y yo, para ponerme al abrigo de todo riesgo, le susurré algo sobre la traducción de películas, es decir, de los subtítulos aunque, en realidad, no es exactamente así sino… De haber continuado, habría acabado encargándome del mantenimiento de las luces durante el rodaje, pero la música cesó y ambos nos separamos.

Durante la siguiente pieza le dije riendo que resultaba un tanto chocante que ella expresara con tanta franqueza su falta de simpatía por los escritores precisamente allí, en su propia fortaleza. Se encogió de hombros y me explicó que en realidad amaba tanto la literatura como a los escritores… muertos, pero a los vivos… quizá porque había conocido a un par de ellos, o puede que por culpa de su amiga… no le habían gustado… pero… los muertos… Otra vez los vivos y los muertos, pensé, cabalgando sobre la misma montura, como en la balada de Costandin y Doruntina. Aquella tarde surgió en mí por vez primera el deseo de contarle la vieja leyenda de la palabra dada. En realidad ni yo mismo sé con certeza qué fue lo que me impidió hacerlo.

Entretanto, su amiga, con evidente satisfacción, bailaba a nuestro lado con Kurganov, y yo le dije a Lida que seguramente él le estaría prometiendo hacerla aparecer en una novela, y luego en la novela encarnaría a una vicepresidenta de koljoz o a una activista social de cabellos grises que representaría a la República Socialista de Bielorrusia en cualquier conferencia por la paz.

Lida se rió de buena gana y a mí me pareció el momento más adecuado para pedirle su número de teléfono. Luminoso, como un collar de seis perlas relucientes, el número salió de la profundidad misteriosa de su ser, de la profundidad de sus caderas, de sus piernas rectas, de su bajo vientre, de su pecho, cuello, labios: aguzado por el tránsito a través de toda ella, compuesto de media docena de cifras mágicas mediante las cuales, haciendo girar un pequeño disco de acuerdo con un moderno rito, yo reclamaría su voz en el universo. Estaba más cansado que un buscador de perlas y, cuando por fin su amiga y ella se marcharon acompañadas de Kurganov, me dije que era verdaderamente una de las muchachas más interesantes que había conocido, pero albergaba cierta reserva, temía que fuera un poco fría. Sin embargo, cuando pasados unos días le telefoneé por vez primera y con una voz cálida y algo adormilada ella me dijo: «Estaba esperando que me llamara», sentí que mis prevenciones eran injustificadas. Nos estuvimos viendo durante los meses de abril, mayo y una parte de junio, hasta el comienzo de las vacaciones veraniegas (era estudiante de Medicina), y cuantas veces le telefoneaba pensaba que, sorprendentemente, ciertas muchachas poseían en su ser mismo, en sus pulmones, quizá en sus cuerdas vocales, cierto mecanismo que hacía pasar su voz del estado normal al amoroso. Era, por decirlo así, una especie de transformador de corriente.

Todo esto lo pensé en el interior de la estrecha cabina telefónica, durante los intervalos entre las señales, aspirando aquel olor acre de cigarrillos Ruptura. ¿Cómo no se les había ocurrido ese nombre? Sería sin lugar a dudas una de las marcas preferidas: cigarrillos Razluka, Ruzalka, Riyski Vokzal.

La imaginaba aún caminando hacia el teléfono con aquellos andares suyos erguidos y mi imaginación rasgaba sin piedad el pasillo de su casa, lo estiraba como Procusto, con el fin de justificar su tardanza, su interminable caminar. Por fin, la moneda de quince kopecs cayó en el vientre del aparato, o mejor dicho en el fondo de mi estómago, pesada como el plomo, igual que una vieja moneda del reino de Herodes.

¡Halo, halo!, reclamaba al otro extremo una voz débil. Era su abuela quien, tras un breve esfuerzo, qué, quién, ah, Lida, llegó a hacerme entender que se había ido a Crimea.

Salí de la cabina y después de atravesar la plaza Pushkin, eché a andar por la acera derecha de la calle Gorki, donde grupos de jóvenes vestidos a la moda solían pasar horas enteras persiguiendo con la mirada a las chicas bonitas. A mi espalda, sobre la fachada del edificio de Izvestia, el anuncio luminoso continuaba deletreando noticias. Jruchov se preparaba para un nuevo viaje. Últimamente la prensa había comenzado a llamarle Nikitushka o Nikitinka, utilizando los diminutivos cariñosos reservados a los héroes populares como Ilia Muromec y demás. Siempre que había intentado utilizar con Lida apelativos cariñosos como Lidushka o Lidochka, había provocado una oleada de risas a causa del acento, que yo colocaba no sobre la primera sílaba sino sobre la segunda, de acuerdo con la fonética de la lengua albanesa. De modo que Lida se encontraba ahora en pleno veraneo, del mismo modo que yo hasta pocos días antes, en Dubulti. A medida que caminaba sentía un deseo irrefrenable de hablar con alguien aunque fuera por teléfono. Cambiar dos palabras sobre el tiempo, el verano, no importa acerca de qué ni con quién, daba igual quién fuese, incluso con una estatua (ah, si se las pudiera llamar por teléfono). Ante mí se alzaba el gran edificio de la Central de Correos. Brigita, pronuncié para mí el nombre de mi amiga letona. ¿Cómo no se me había ocurrido antes telefonearle? Subí casi corriendo las escaleras del edificio. Brigita había abandonado Dubulti dos días antes que yo. Ahora debía de estar en su casa de Riga, uno de aquellos pisos viejos, sólidos, con la gran estufa de cerámica ocupando casi toda una pared y los pesados muebles de madera de roble. Me gustaba esa ciudad, donde ya habrían comenzado los fríos, con sus edificios grises, sus chaflanes con miradores que parecían yelmos de caballeros y sus calles de empedrado secular, cuyos nombres finalizaban casi siempre en «baum».

Di el número de teléfono y me senté a esperar en uno de los bancos. Las voces serpenteantes de las telefonistas repetían a través de los altavoces nombres de ciudades lejanas, algunas de las cuales, no sé bien por qué, creía hace tiempo desaparecidas. Escuché el nombre de Magadán, Astracán y otros aun más fabulosos (se diría que podía telefonearse desde allí a toda la Horda de Oro) y sentí que una especie de lasitud me inundaba el cuerpo entero. Pensé que Kiuzengueshi telefoneaba sin duda desde allí a sus tundras grisáceas al caer la tarde, tranquilizándolas con un susurro secreto y haciéndoles quién sabe qué promesas a aquellas horas del ocaso, cuando pocos pájaros vuelan bajo sobre ellas, sobre aquel crepúsculo entristecedor que se prolonga durante seis meses.

Puede que Brigita esté todavía en casa y no se haya ido a pasear por esas calles con «baum», pensé. A lo largo de la última semana de mi estancia en Riga había hecho mal tiempo y la lluvia nos había obligado en bastantes ocasiones a meternos en cines donde ponían películas que ya habíamos visto, en cafés de los que acabábamos de salir y en algún caso en pequeñas iglesias protestantes, en las que aún se celebraban servicios religiosos. Habíamos ido varias veces a Xintars y a aquellas otras estaciones con nombres del mundo de los cosméticos, y ahora el aroma de sus cabellos, el de la pasta de dientes y el de sus labios, que ella se pintaba muy discretamente, lo justo para que no se le agrietaran con el viento del mar, se mezclaba hasta confundirse en una sola percepción con las estaciones de ferrocarril.

Una de las telefonistas pronunció mi nombre. Entré en una de las numerosas cabinas, repetí infinidad de veces halo, halo, escuché después palabras en letón, que naturalmente no comprendí en absoluto, mientras en la cabina vecina una voz áspera hablaba con Samarkanda, o puede que con el mismo Kara-Kum. A continuación se introdujo en mi línea otra voz, una lengua desconocida, un parloteo breve, y de nuevo me pareció escuchar frases de letón, seguidas de otras voces quejosas, lejanas. Casi perdidas las esperanzas en medio de aquel embrollo continental, lancé su nombre que fue de inmediato devorado, rasgado, pulverizado, absorbido por la arena, el barro de los pantanos, la taiga, las auroras boreales, y en la superficie no quedó nada más que un hambre gris que seguía reclamando otros nombres, quizá el mío propio, con un lamento estremecedor. Colgué el teléfono y salí apresuradamente del edificio. Mientras me abría camino entre la multitud, comencé a sentir un dolor de cabeza insoportable, un violento latido en las sienes, bum, bum, como si las calles de Riga me estuvieran golpeando con las porras de goma de sus terminaciones en «baum, baum».

En Ohotni Riad la muchedumbre oscura, mojada, parecía comprimirse entre la construcción maciza de la Comisión del Plan del Estado y el hotel Moscova. A lo lejos se percibía nebulosa la silueta del Bolshoi y un poco más allá, levemente salpicado de luz azul y violeta, se alzaba el viejo edificio del hotel para extranjeros, el Metrópolis, ante el cual la policía realizaba repetidas operaciones de limpieza de prostitutas. Aminoré el paso, dudando si regresar por la derecha, por Kuznecki Most o tomar la estrecha y ruidosa Petrovka o bien ascender hacia la plaza Roja. Cualquier paseante solitario habría escogido la primera dirección, mas, curiosamente, continué avanzando hacia la plaza que todo el mundo que no ha estado en Moscú imagina el centro de la capital. En realidad, caminando por las tardes en dirección a la plaza Roja, cualquiera se da cuenta de que la corriente humana de la calle Gorki va a morir en sus cercanías, de que la multitud va clareando y de que son muy escasos los transeúntes que continúan hasta la plaza secular, con dificultad, como llega la sangre hasta el cerebro de un hipotenso. Si frente al Kremlin no se encontraran los gigantescos almacenes Gum, ésta sería sin duda una de las zonas más desoladas de Moscú.

El Gum debía de estar aún abierto, pues en la acera que lo flanqueaba había mucha animación. Al otro lado, delante del Museo Histórico, no se veía un alma. Continué caminando con progresiva lentitud hasta llegar a la plaza. Si por la calle Gorki tenía oportunidad de pasar casi diariamente y con parecida frecuencia por la plaza Sverdlov, Arbat o el bulevar Tverskoi, incluso por la plaza Dzerzinski, donde comenzaba la línea 3 del trolebús que llegaba hasta Butyrski, por el contrario muy rara vez llegaba hasta la plaza Roja y sólo si era domingo. Tal vez que mi escasa inclinación a hacerlo se debiera al desengaño que tiempo atrás había experimentado al contemplar por vez primera la muralla rojiza del Kremlin. Había algo incompleto, apático, una ausencia de drama en aquellos muros bajos de ladrillo y en las torres que se alzaban desdeñosas aquí y allá. Puede que me lo pareciera a mí por haber crecido en una ciudad, en el centro de la cual se levantaba una fortaleza de casi cien metros de alto, con las torres envueltas a veces entre las nubes, de murallas cenicientas y amenazadoras de las que incluso ahora, mil años después de su construcción, se desprendían a veces enormes bloques de piedra que rodaban desde lo alto como rayos, aplastaban casas y mataban personas. Por el contrario, de aquella extensión adormecida de los muros del Kremlin, de aquella ausencia de dinamismo emanaba una mansedumbre rojiza que empobrecía cualquier esfuerzo imaginativo. Ningún caballero impetuoso, con la Luna iluminando su casco de acero, podía llevar mensaje alguno a las puertas de aquel castillo; sólo franqueaban sus portalones los monjes de gestos parsimoniosos del monasterio de la Trinidad, con sus mantos de piel, hablando en eslavo antiguo en compañía de falsos Dimitri, para hacer la historia de Rusia.

Algo de esto pensé confusamente mientras caminaba junto a los muros de la vieja fortaleza. Bajo la iluminación apenas azul, las cúpulas armoniosas de la iglesia de San Basilio parecían a veces turbantes musulmanes, otras burbujas multicolores, infladas por el soplo de una boca gigantesca. En la mitología eslava se hablaba de una cabeza monstruosa que, sola en medio de la estepa, soplaba así, hinchando sus enormes carrillos para provocar tormentas de arena. Este huracán derribaba a cualquier caballero que osara aparecer en el horizonte. Siempre que leían algo acerca de aquella cabeza me estremecía de terror aunque la muerte que provocaba no fuera sangrienta ni misteriosa. Pero quizá fuera precisamente eso lo que me hacía estremecer: esa aniquilación provocada por un hálito de viento y barro, en mitad de la llanura muda y rasa, de la que no emergía más que la cabeza. Semejante mitología es preferible no tenerla, decía a veces Maskiavicius. Es una mitología de estepa y polvo. Desmedrados dioses eslavos. ¡Ah, que leyendas poseéis vosotros, los balcánicos, igual que nosotros los lituanos! Pero qué quieres, el realismo socialista no nos permite escribirlas. Así hablaba Maskiavicius. Sin embargo no era una persona seria y lo que decía un día ya no lo mantenía al siguiente.

Atravesé la plaza y avancé por la acera del Gum. Cerca se encontraba el monumento a Minini y Pojarski, cuyo pedestal era la plataforma que había servido antaño de cadalso. Desde allí los muros del Kremlin parecían aun más apacibles. Una voz confusa me decía que el macbethismo o el budismo de un castillo no vienen determinados por el color gris o rojizo de sus muros ni por su forma misteriosa sino por el aspecto de templetes de madera de sus torres. Esa misma voz gemía dentro de mí que, a pesar de su rojiza indiferencia, aquella fortaleza semieuropea semiasiática quizá albergaba ya o albergaría muy pronto un inmenso misterio. El cadalso para las decapitaciones se encontraba todavía allí, a escasa distancia de sus muros, como una Luna separada del horizonte. Me acordé del aviso para que me presentara en la comisaría que me había transmitido tía Katia y después, casi en voz alta, pensé que estaba muy cansado y que debía regresar a la residencia.

Reinaba allí la misma tranquilidad y la misma oscuridad de antes. Mientras subía las escaleras me preguntaba dónde podría quemar aunque sólo fuera una hora más de aquella noche, ¿en la habitación de Anatol Kuznechov o en la del chino Ping? Sentí que no tenía deseos de ir ni a la una ni a la otra, que prefería una habitación vacía. Me alejé lentamente y con paso de fantasma subí a la sexta planta. Recordé el silencio de templo de los corredores de la Casa de Creación de Yalta, los pasos furtivos de Ladonshikov sobre las alfombras y al chófer de Paustovski, Valentin, quien con ojos llorosos a causa del exceso de alcohol nos decía entre hipidos que él, Paustovski, era un hombre de oro, pero qué quieres si le envenena el alma su mujer, esa bruja, más que bruja, que incluso a él, a Valentin, le había emponzoñado la vida y que si conducía aún aquel automóvil era únicamente por fidelidad a él, a Paustovski, que si no fuera por él no habría continuado un día más a su servicio, que prefería conducir camiones transportando cerdos, abono o coches fúnebres, con tal de no verle más la cara a aquella harpía. Pero qué le voy a hacer, proseguía cuando se calmaba un poco, era un regalo que le había hecho a su patrón aquel cerdo pelirrojo, Arbuzov, ese que se dedicaba a escribir dramas y que con sus dramas él, Valentin, no se limpiaría ni… Porque, continuaba explicando, estos escritores se tienen unas envidias terribles unos a otros, y ese Arbuzov, al ver que escribiendo libros no era capaz de aventajar a Kostantin Georgevich, que sus calumnias no le habían causado daño ni había logrado envenenarlo, hacerlo deportar ni inocularle una enfermedad contagiosa, de modo que, al no poder hacerle víctima de ninguna desgracia, terminó por traspasarle a su propia esposa. Habitualmente, llegado a este punto, Valentín miraba en torno para comprobar si quedaba todavía entre su auditorio alguien que desconociera que la mujer actual de Paustovski no era sino la ex mujer de Arbuzov. Le colgó del cuello esa peste, continuaba tras comprobar que todos sabían la verdad, y le arruinó la vida, de lo contrario el presidente de la Unión de Escritores Soviéticos se llamaría ahora Kostantin Georgevich, y no ese cabeza de tambor, Fedine. Y en lugar del Volga azul de Paustovski, él, Valentin conduciría un gran Zim y cobraría trescientos rublos más de sueldo.

No se por qué, a mi pesar, continuaba recordando con todo detalle los monólogos de Valentin. Quise apartar mis pensamientos de ello pero, curiosamente, regresaba sin remisión al mismo punto. Quizá fuera porque había escuchado esos monólogos en pasillos desiertos idénticos a éstos. Puede que debiera marcharme de aquel pasillo para que cesara el murmullo en mi interior. Marcharme, pero ¿a dónde? A mi habitación, no me apetecía. Allí, en una cinta magnetofónica, tenía registrada la voz de Lida. Allí se encontraba ella extendida como en un ataúd largo y mágico, sin cuerpo ni cabello, nada más que su voz. Lo más lejos posible de ese magnetófono, pensé, y de pronto, mientras todo mi ser reclamaba un espacio para escapar, para olvidar, me acordé del ala izquierda del enorme edificio. Esta ala estaba casi siempre vacía y se componía esencialmente de apartamentos de reserva que en períodos determinados se utilizaban para alojar a los pedagogos del Instituto, como hotel de la Unión de Escritores, o como vivienda provisional para aquellos escritores que se separaban de sus mujeres y no tenían adónde ir. El año anterior había vivido allí la actriz Tatiana Samoilova, después de casarse en segundas nupcias con un dramaturgo mediocre, cuyo apartamento se lo había quedado su primera mujer tras la separación. Algunas noches en que había bebido un poco, me gustaba acudir a este ala muerta. Tenía una llave con la que podía abrir uno de los apartamentos vacíos. Era, podría decirse, mi segunda residencia, mi otra vivienda silenciosa y secreta. ¿Quieres venir a mi dacha?, le había dicho una de esas noches movidas a Lida Snieguina, arrastrándola de la mano por los pasillos en penumbra del ala izquierda. Ella había quedado fascinada con aquel apartamento deshabitado en cuyo techo y paredes las lejanas luces de los coches resbalaban como gusanos transparentes.

La soledad se cura con soledad, pensé, mientras buscaba en mis bolsillos la llave. La encontré por fin y emprendí el camino hacia allá. El entarimado de los pasillos continuaba crujiendo levemente detrás de mí incluso cuando ya me había alejado. Encontré la puerta, la abrí y entré. Deslicé la mano por la pared y di con el interruptor de la luz. Eran las mismas paredes revestidas de papel floreado sobre fondo verde, que daban a la estancia la apariencia de un sarcófago. Me dirigí a una de las habitaciones y permanecí unos instantes en pie, con las manos en los bolsillos. Completamente absorto. Al encender la luz de la habitación contigua algo me detuvo en el umbral. Alguien había profanado mi templo. Sorprendido, contemplaba uno de los rincones de la habitación donde había una botella vacía, una lata de conserva y algo más. Di unos pasos y vi junto a la botella un papel de envolver rasgado, que debía de haber contenido algo grasiento. Poco más allá había un montón de papeles. Me agaché y cogí algunas de las hojas. Estaban densamente mecanografiadas. Ninguna otra cosa alrededor. Parecía que el visitante desconocido había acudido allí sin otro propósito que beber vodka y leer aquellas hojas escritas a máquina, que quizá no le habían gustado y las había dejado abandonadas junto con los restos de la cena. Durante un instante tuve el presentimiento de que vendría, abriría bruscamente la puerta y me encontraría allí. Pero los restos de la lata de conserva llevaban tiempo secos. Me arrodillé y cogí el resto del fajo de hojas escritas. Debían de ser doscientas o trescientas. Al primer vistazo comprendí por los guiones de los diálogos que se trataba de una obra literaria. Le faltaba el comienzo, alrededor de la mitad de las páginas y desde luego el título. Comenzaba en la página 304 y se interrumpía en la 514. Por un momento estuve tentado de dejar los papeles en el suelo, pero de forma automática mis ojos se pusieron a leer la primera hoja, allí donde comenzaba el capítulo XXXI. «Zivago, Zivago, continuaba repitiendo Strelnikov en el vagón en que acababan de montar. Un nombre de comerciante o de aristócrata. Un profesor, doctor en Moscú…». Me salté cuarenta o cincuenta páginas y en un punto mis ojos atraparon la frase: «él analizaba y comentaba con idéntica pasión Los endemoniados de Dostoievski y el Manifiesto Comunista y…». Sin duda habría continuado leyendo aquel pasaje, pero se me resbalaron unas cuantas hojas y, mientras me agachaba a recogerlas, perdí la página que leía. Hojeé el manuscrito rápidamente y sólo en la última página leí las líneas donde se interrumpía el relato. «Afuera nevaba. El viento empujaba los copos por todas partes. Caía cada vez más espesos, más pesados, igual que si persiguieran algo sin descanso, y Yuri Andreiev miraba por la ventana como si lo que veía no fuera nieve sino…».

¿Qué será este manuscrito?, me dije. Pensé por un momento que quizá se tratara de una obra olvidada por alguien mientras bebía, pero recordé la frase sobre Dostoievski y el Manifiesto Comunista y se me ocurrió que podía ser un manuscrito prohibido que circulaba de mano en mano. En los últimos tiempos ese sistema se había convertido en algo habitual. Tres meses atrás, pasada ya la medianoche, quizá poco antes de amanecer, Maskiavicius, borracho como una cuba, había llamado, mejor dicho se había derrumbado sobre mi puerta y cuando le abrí, me extendió unas hojas mecanografiadas, murmurando: toma y lee lo que ha escrito ese… ese, bueno, Dante Tvardovski, o según le llaman, Margarita, no, Alexander Alighieri. Sólo pasado un cuarto de hora pude enterarme de que en aquellas hojas estaba impreso a máquina un poema prohibido de Alexander Tvardovski titulado: «Vasili Tiorkin desde el otro mundo…».

Dejé el fajo de papeles donde lo había encontrado, junto a la botella de vodka, la lata de conserva y el papel de envolver y después de echar una última mirada desde la puerta a aquella entristecedora naturaleza muerta, apagué todas las luces y salí.

No me quedaba otro lugar adónde ir que mi habitación. Estaba cansado y me tendí finalmente en la cama pero, a pesar de mis esfuerzos por dormir, no conseguía llegar más que a la periferia del sueño, unas llanuras grises, incoloras, insonoras, lejos todavía de la particular naturaleza de mis sueños cuando duermo de verdad. En aquel estado de duermevela oía el silbido de los cables del trolebús cuando alguno se acercaba a la parada. Los ciervos parsimoniosos de los cuentos intentaban conducirme al centro de Moscú, pero eran incapaces de avanzar, vagaban extraviados por el aire, los cuernos se les enganchaban en las nubes mientras bajo sus vientres sendas grises, deformes y anónimas, esperaban a que cayéramos sobre ellas.

Tres días después los estudiantes, los aspirantes y los pedagogos de los dos niveles del Instituto Gorki comenzaron a regresar. La gran casa iba cobrando vida. De nuestro curso, el primero que llegó fue Ladonshikov, siempre con su sonrisa estereotipada, satisfecho de su suerte y de la buena marcha de las cosas en la gran Unión Soviética. Su amplio rostro, con cierto tinte rosado en las mejillas, poseía permanentemente una suerte de fervor, de solemnidad de mitin, una especie de nostalgia de los encuentros con los lectores y las viejas heroínas del trabajo socialista, un partidismo sonriente y un oficialismo discreto como el color beige de su gabardina, cortada de acuerdo con el patrón de la vestimenta semioficial. Si se lo observaba con cuidado, sobre todo cuando decía: Vot tak tovarishi, así pues, camaradas, se creería que de acuerdo con el modelo de aquel rostro se habían dado todas las directivas y tal vez tomado parte de las decisiones de la presidencia de la Unión de Escritores Soviéticos a propósito de ciertas características del héroe positivo. La presencia de Ladonshikov incitaba a pensar con fastidio en todo ello. Sólo había un caso en que perdía su sonrisa soviética: cuando se trataba de los judíos. Entonces, de forma brusca, se convertía en otro hombre, sus movimientos se desequilibraban, la proporción entre el optimismo y el pesimismo se quebraba de pronto en su rostro, las frases del tipo vot tak tovarishi eran sustituidas por otras, a veces obscenas, y sin embargo en estas infrecuentes ocasiones, aunque brutal y pestilente por lo que decía, resultaba más humano porque a pesar de despedir olor a establo y a excrementos, se trataba al menos de un olor verdadero. Lo había visto varias veces en ese estado el invierno anterior, en Yalta, mientras vigilaba la ventana de Paustoski. Pero uno de los Shota decía en esas ocasiones: no le tengas miedo a Ladonshikov. Curiosamente, según Shota, en ese estado era incapaz de hacer daño a nadie. Era en su estado habitual, solemne-rosado-sonriente, cuando resultaba peligroso y podía enviarte con toda facilidad a la Butyrka, como había hecho un año antes con dos colegas suyos. Siempre que, al salir del metro en la estación Novoslobodskaia recorría el interminable muro rojizo de la cárcel de Butyrski, recordaba las palabras del georgiano.

Los dos Shota regresaron juntos ese mismo día. Se habían peleado varias veces durante las vacaciones por los cafés de Tbilisi, se habían enviado recíprocamente al diablo (no quiero volver a verte más el pelo); después, sorprendentemente, habían acabado yendo a parar a la misma residencia de reposo, donde habían vuelto a pelearse, increpándose el uno al otro: qué haces pegado a mi sombra, cuándo voy a librarme de ti; se habían marchado después ambos, interrumpiendo sus vacaciones sólo por no verse, hasta que por fin, para mayor sorpresa, entre los centenares de trenes que hacían el trayecto de Georgia a Moscú, habían ido a parar no sólo al mismo tren sino al mismo compartimiento.

Al día siguiente llegaron uno tras otro los bálticos Jeronim Stulpanz y Maskiavicius, los dos bastante achispados, seguidos de las Vírgenes de Bielorrusia (así llamaban a las mujeres de nuestro curso aunque sólo una de ellas procedía de allí). El grupo de Kara-Kum, como se apodaba a los asiáticos, llegó hacia la medianoche, completamente borracho, llevando a rastras a Taburokov, que se había empeñado en meterse en la embajada israelí para decirle al embajador un par de cosas -bastaban un par de cosas- que tranquilizaran su conciencia de escritor, de modo que ese hijo de perra no pudiera decir después que él, Taburokov, no le había advertido a tiempo que hasta la fecha había cambiado tres veces de alfabeto, paff, que a él tanto le daba a fin de cuentas, él se cagaba en el río Jordán por muy sagrado que fuera. Con lo que hemos tenido que pasar nosotros, que hemos asfixiado en la cuna misma a todas las Volgas y Olgas junto con los alfabetos, porque nosotros tenemos a Cirilo y Metodio y la gloriosa arena soviética, y la unidad sin parangón, brrr, tengo frío…

Artashez Pogosian, o La Masa de Decenas de Millones, apodado así porque, cuando se acercaba a alguna mesa en la que había bebida, decía frotándose las manos: ¿No sobrará algo también para nosotros, las masas de decenas de millones? Pogosian, pues, satisfecho de haberse separado de su mujer, llegó junto con los otros causasianos, todos tambaleantes a excepción de Shogenchukov que llegó solo en un tren posterior, un poco demacrado y con una genuina tristeza de ex primer ministro en el rostro.

Ese mismo día llegaron los moldavos, los rusos de Siberia y de Rusia Central, entre ellos Yuri Goncharov, o Yuri Donosçik, denunciante, como le llamaba uno de los Shota; después los judíos, los tártaros y los ucranianos, los únicos que habían viajado en avión. El último de todos, con el rostro ceniciento, fue Kiuzenguesh, que llegó al día siguiente por la tarde. Se encerró como de costumbre en su habitación, de donde sólo salió al cabo de cuarenta y ocho horas. Jeronim Stulpanz, cuya habitación se encontraba junto a la suya, decía que siempre se encerraba al regresar de la tundra, porque no conseguía habituarse a la fragmentación del tiempo en días de veinticuatro horas. Se trata de un problema serio para los escritores de esa tierra, continuaba Stulpanz. Imagínate, pasarte toda la vida con noches y días que duran seis meses y después dividir el tiempo artificialmente en la obra literaria. Kiuzenguesh, por ejemplo, no es capaz de escribir: «Al día siguiente se fue», porque allí, al día siguiente significa medio año después. O cuando un autor de la tundra escribe «cayó la tarde», es tan raro en la vida que suena casi lo mismo que «comenzó el tercer plan quinquenal», o «se inició la guerra». Tienen problemas nuestros camaradas de la tundra, continuaba Stulpanz. Una noche Kiuzenguesh me dijo algo, pero hablaba en voz tan baja que no me enteré de nada. Sin duda se lamentaba de cosas semejantes. La realidad es que la utilización del componente temporal en las obras de los camaradas de la tundra merecería un estudio específico. Hay aquí terreno para una verdadera innovación, aun a costa del peligro de deslizarse al modernismo, como ha hecho, según se dice, ese francés, ese Proust, que ha organizado un verdadero lío con el tiempo. Es preciso estudiar específicamente el realismo socialista en la tundra, ¿o no tengo razón? Stulpanz, tú no sabes lo que dices, le increpaba Nuftula Shakenov, ¿acaso no sabes que en la tundra y en la taiga juntas, en una extensión de tres millones y pico de kilómetros cuadrados no hay más que un escritor, Kiuzenguesh? ¿Es que va a ser necesario crear una teoría literaria para él solo?

Esto nos parecía a todos entristecedor y grandioso a un tiempo. ¡Reinar en solitario sobre un territorio seis veces mayor que Europa! ¡Ser la conciencia gris de la tundra!

Los pasillos de la vieja mansión de dos plantas de Herzen y el jardín rodeado de una verja de hierro con dos puertas, una de las cuales, la principal, daba al bulevar Tverskoi y la otra, la trasera, a la Malaia Bronja, estaban repletos de gente. Difícilmente podría encontrarse en el mundo un espacio tan reducido en que bulleran tantos sueños de gloria inmortal. Solía ocurrir que, mirando de soslayo aquellas cabezas de apariencia normal, algunas hermosas y enérgicas, la mayoría despeinadas y aturdidas, se recibiera la impresión de que ya estuvieran convirtiéndose en bronce o en mármol. La impresión resultaba tan verídica que un estudiante de cuarto año, manco, y Nuftula Shakenov, que tenía la nariz corroída, parecían, sobre todo durante las horas del ocaso y el alcohol, estatuas extraídas sin excesiva precaución de excavaciones arqueológicas.

Eran sobre todo los estudiantes de primero quienes animaban los pasillos. Parecían borrachos, atravesados por la euforia, como si de rayos X se tratara, empalidecidos por un sudor sonriente y perpetuo. Deambulaba entre ellos un muchacho joven, de ojos rasgados y chispeantes, esbelto y de buen porte, llegado de muy lejos, de los montes Altai. Saltaba de corro en corro, se plantaba ante quien le parecía, decía lo que se le ocurría y se iba en busca de otro corrillo. ¿De dónde has sacado esos pantalones?, me dijo al pasar junto a mí. Sus ojos rasgados se abrieron cuanto les permitía su forma, tornándose aun más hermosos. ¡Qué pantalones tan maravillosos!, exclamó. ¿Dónde los has encontrado? Yo le di las explicaciones del caso con frialdad, molesto de que me tuteara siendo más joven que yo. Él se dio cuenta, hizo dos o tres reverencias colocando una mano sobre el pecho y me pidió excusas diciendo que estaba dispuesto a dirigirse a mí en segunda, tercera, incluso en cuarta persona si la hubiera, con tal de que no me ofendiera, pues él procedía de las altas montañas de Altai, donde las personas son más sinceras y más puras que en ninguna otra parte. You, you, you, sonreía repitiendo la única palabra inglesa que sabía, y yo le respondí que lo había dicho precisamente en albanés. Supo entonces que yo era albanés y me prometió muy exaltado que desde aquel mismo instante usaría sólo pantalones albaneses, pues eran al parecer los más elegantes del mundo y que yo tenía que dejarle copiar el modelo. Me confesó entonces atropelladamente que deseaba que todo lo suyo fuera perfecto, que en el plazo de un mes tenía que conocer a la chica más guapa de Moscú, tenía que ser la más guapa y tener una historia de amor con ella. Soy virgen, continuó con apasionamiento, e igual que las Altai, cuyas cumbres son sublimes, yo quiero perder la virginidad con la muchacha más inaccesible de Moscú. Tengo que lograrlo a toda costa, si no, ni yo mismo sé lo que haré. Qué suerte haberte encontrado. Oh, perdón, you, you, you. Empezaré por los pantalones. Un hombre que no tiene los pantalones como es debido no se merece nada bueno en la vida. Lo quiero todo perfecto porque yo vengo de Altai y allí es todo puro, elevado y eterno. No puedo salir con una chica corriente; o con la más bonita o con ninguna. No está mal, le dije en tono medio burlón pero sin malicia, aunque quizá resulte difícil que todo sea, por así decirlo, del nivel de Altai. ¡Ah, jamás conseguirá convencerme!, me interrumpió furioso. Será mejor que usted, que lleva los pantalones más bonitos de esta ciudad, me diga dónde puedo encontrar a la muchacha más bonita de Moscú. Sonreí y abrí la boca para contestarle, divertido, que no encontraría lo que buscaba ni aunque pidiera ayuda a la KGB, pero él, con los ojos clavados en mí como un gato salvaje, parecía esperar en serio que yo pronunciara el nombre, la dirección y hasta el número de teléfono de la Bella Durmiente del Bosque.