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Tania no necesitó más de una llamada para localizar a Dillon en el hotel.
– La cosa está que arde -anunció-. La búsqueda de una pista sobre usted se ha desplazado a Belfast.
– Cuénteme.
Ella lo hizo y concluido el relato, preguntó:
– ¿Usted entiende lo que está pasando?
– Sí -dijo él-. El tal McGuire era un pez gordo de los provisionales en aquella época.
– ¿Y murió, o anda por ahí todavía?
– En eso Devlin tiene razón. Se rumoreó que había muerto a consecuencia de un ajuste de cuentas interno del movimiento, pero eso no fue más que una argucia para retirarlo de la circulación una temporada.
– Si consiguen localizarlo, ¿podría crearle dificultades a usted?
– Quizá, pero no si le localizo yo primero.
– Y ¿cómo se las arreglará para eso?
– Conozco a un hermanastro suyo, un tal Macey. Él sabrá dónde se le puede encontrar.
– Pero eso significa que tendría que ir a Belfast usted mismo.
– No es difícil. Una hora y cuarto con la British Airways.
Ahora no recuerdo a qué hora sale el último vuelo de la noche, tendré que consultarlo.
– Espere, tengo aquí los horarios de la compañía -dijo ella, al tiempo que rebuscaba en su escritorio. Halló la guía y la hojeó buscando la página de los vuelos a Belfast-. El último avión despega a las ocho y media. Son las siete menos cuarto ahora, pero con los embotellamientos de la tarde sería mortal tratar de llegar a Heathrow, sobre todo con este mal tiempo, se perderá por lo menos una hora o quizás hora y media.
– ¿Y mañana por la mañana?, contestó Dillon
– A las ocho y media, también.
– Será cuestión de madrugar.
– ¿Le parece prudente?
– Nada lo es en esta vida, ¿no cree? Sabré arreglármelas, no se preocupe. Seguiremos en contacto.
Colgó, reflexionó unos momentos y luego llamó a la British Airways para reservar una plaza en el primer vuelo de la mañana, dejando abierto el vuelo de retorno. Encendió un cigarrillo y se acercó a la ventana. Si le parecía prudente, había dicho ella, e intentó recordar lo que Tommy McGuire podía saber acerca de él allá por el ochenta y uno. No lo de Danny Fahy, de eso estaba seguro porque en aquel entonces Fahy vivía oculto y no intervenía en nada. Era una relación puramente personal. Pero lo de Jack Harvey era otro asunto; al fin y al cabo, había sido el mismo McGuire quien le había señalado a Harvey como un posible proveedor de armas.
Tras ponerse la americana, sacó la gabardina del armario y salió. Cinco minutos después paraba un taxi en la esquina, subió y ordenó al taxista que le llevase rápidamente a Covent Garden.
Gordon Brown estaba sentado frente al escritorio de Ferguson, en el despacho a media luz, y estaba asustado como nunca en su vida.
– No lo hice con mala intención, brigadier, se lo juro.
– Pues ¿con qué intención se quedó usted una copia del informe?
– Fue una tontería, lo confieso, un capricho. Sentí curiosidad porque iba dirigido al primer ministro.
– ¿Se da cuenta de lo que ha hecho, Gordon? ¡Un hombre de carrera, y después de tantos años de servicio en el ejército!
El inspector Lane, de la sección especial, era un individuo casi cuarentón que con su arrugado traje de tweed y sus gafas más bien parecía un maestro de escuela.
– Voy a preguntárselo una vez más, señor Brown -dijo, apoyándose en una esquina del escritorio-. ¿Ha sacado copias como ésta otras veces?
– Desde luego que no, ¡se lo juro!
– ¿Y ninguna otra persona le ha sugerido que lo hiciera?
Gordon se mostró escandalizado.
– ¡Por todos los santos, inspector! Eso sería traición. He sido brigada en el Servicio de Información Militar.
– Sí, señor Brown, eso lo sabemos -dijo Lane.
En este punto sonó el teléfono interior y Ferguson descolgó. Era un subordinado de Lane, el sargento Mackie.
– Estoy en el antedespacho, brigadier. Acabamos de registrar el piso de Camden. ¿Si me hacen el favor de salir usted y el inspector?
– Gracias -dijo Ferguson, y colgó-. Está bien, vamos a darle un poco de tiempo para que lo piense mejor, Gordon. ¿Inspector?
Con una seña a Lane, se puso en pie y se encaminó hacia la puerta. El inspector le siguió y una vez fuera vieron a Mackie en el antedespacho, todavía con la gabardina y el sombrero impermeable puestos, y con una bolsa de plástico en la mano.
– ¿Han encontrado algo, sargento? -le preguntó Lane.
– Creo que así podríamos decirlo, señor -Mackie sacó de la bolsa un archivador de cartón y lo mostró-. Una colección bastante interesante.
Las copias de los informes aparecían pulcramente clasificadas; las primeras eran las de fecha más reciente, de los comunicados dirigidos al primer ministro. Lane comentó:
– ¡Caramba, brigadier! A lo que parece, andaba en esto desde hace bastante tiempo.
– Ya lo veo -dijo Ferguson-. Pero, ¿con qué finalidad?
– ¿Quiere decir que trabajaba para alguien, señor?
– Indudablemente. Estoy ocupado en una operación de naturaleza muy delicada. Hubo en París un atentado contra un hombre que trabajaba para mí, y murió una mujer. Nosotros nos preguntábamos cómo pudo localizarles el malo de la película, digamos para entendernos. Ahora ya lo sabemos; los detalles de estos informes eran comunicados a una tercera persona. Eso debió ser.
Lane asintió.
– Será preciso continuar con el interrogatorio.
– No, porque andamos escasos de tiempo. Vamos a intentarlo de otra manera. Dejemos que se vaya. Es un simple, y creo que hará lo más simple.
– Estoy de acuerdo, señor -se volvió Lane hacia su ayudante-. No le pierda de vista, Mackie, o tendrá que volver a patrullar las calles en Brixton. Y yo con usted, si fracasamos.
Los dos policías salieron a toda prisa, y Ferguson abrió la puerta y entró de nuevo en su despacho, yendo a ocupar su sillón.
– Un asunto muy lamentable, Gordon.
– ¿Qué harán conmigo, brigadier?
Ferguson tomó entre las manos la copia del informe.
– Tendré que pensarlo. Ha cometido usted una estupidez incalificable -y agregó con un suspiro-: Váyase, Gordon. Váyase a casa. Hablaremos mañana por la mañana.
Gordon Brown apenas lograba creer en su buena suerte. Sin darse apenas cuenta de lo que hacía, abrió la puerta del despacho y salió al pasillo en dirección al guardarropa del personal. Acababa de salvarse por los pelos. Aquello podía haber significado el fin, y no sólo la pérdida de su carrera y su jubilación, sino incluso la cárcel. Ahora lo que se imponía era echar cruz y raya, y Tania tendría que aceptarlo. Bajó al sótano al tiempo que se ponía el abrigo, se metió en su coche y momentos después enfilaba hacia Whitehall, seguido de cerca por Mackie y Lane en el Ford Capri del sargento, que llevaba una matrícula corriente.
En el barrio de Covent Garden las tiendas abrían por la noche, y Dillon lo sabía. Pese al frío invernal las calles aún tenían muchos transeúntes, y él se dio prisa en dirigirse a la tienda de atrezzo teatral de Clayton cerca de Neal's Yard. Halló iluminados los escaparates, la puerta cedió al empujarla y sonó la campanilla.
Clayton apartó la cortinilla, sonriendo.
– ¡Ah! Es usted. ¿En qué puedo servirle?
– Pelucas -solicitó Dillon.
– Tenemos un buen surtido -decía verdad; las había de todas clases, de cabello corto, de cabello largo, onduladas, rubias, pelirrojas.
Dillon seleccionó una media melena de cabello gris.
– Entiendo -dijo Clayton-. ¿Un papel de abuelita?
– Algo parecido. ¿Y la ropa? No quiero nada de fantasía, prendas de segunda mano serían lo mejor.
– Pase.
Clayton se metió en la trastienda y Dillon le siguió. Había muchas estanterías con ropa y un montón de prendas en un rincón. Le pasó revista con mucha soltura y seleccionó una falda larga de color castaño con cintura elástica y una vieja gabardina larga que le llegaba casi hasta los tobillos.
– Qué papel va a ser, ¿una vagabunda o la bruja del saco?
– Se llevaría usted una sorpresa -Dillon había visto unos tejanos en el montón; se hizo con ellos y luego seleccionó entre los zapatos de otro montón un par de mocasines que habían visto mejores tiempos.
– Esto servirá -dijo-. ¡Ah!, y esto -tomando una antigua pañoleta de un estante-. Métalo todo en un par de bolsas de plástico y dígame cuánto le debo.
Clayton se puso a empaquetar.
– Debería darle las gracias por llevarse todo eso, pero hay que comer. Serán diez pavos para usted.
Dillon pagó y se hizo con las bolsas.
– Muchas gracias.
Clayton fue a abrirle la puerta.
– A usted, y déles un buen espectáculo.
– ¡Ah!, ya lo creo -replicó Dillon, y en seguida enfiló a paso vivo hacia la esquina, donde hizo seña a un taxi y regresó al hotel.
Cuando Tania Novikova fue a abrir la puerta y se encontró con Gordon Brown supo en seguida, por instinto, que algo iba mal.
– ¿Qué pasa, Gordon? Te prometí que iría a verte.
– Necesitaba hablar contigo, Tania, era urgente. ¡Ha pasado una cosa terrible!
– Tranquilízate -dijo ella-. Tómalo con calma. Sube y cuéntamelo todo.
Lane y Mackie se hallaban estacionados al fondo de la calle y el inspector usó en seguida el teléfono del coche para comunicar la dirección a Ferguson.
– El sargento Mackie ha inspeccionado la entrada, señor. La tarjeta dice que es una tal Tania Novikova.
– ¡Por Dios! -exclamó Ferguson.
– ¿La conoce, señor?
– Una supuesta secretaria de la embajada soviética, inspector. En realidad es capitana del KGB.
– Entonces seguro que debe actuar a las órdenes del coronel Yuri Gatov, señor, que es el encargado de la estación de Londres.
– Yo no estoy tan seguro. Gatov es hombre de Gorbachev y de ideas muy prooccidentales. Tengo entendido, en cambio, que la Novikova se sitúa más a la derecha que Gengis Jan. Me extrañaría que Gatov estuviera enterado de todo esto.
– ¿Va a notificárselo, señor?
– Todavía no. Oigamos primero lo que tiene que decir ella. Es información lo que buscamos.
– ¿Quiere que entremos, señor?
– No, esperen un poco. Estaré con ustedes dentro de veinte minutos.
Tania miró con cautela por entre las cortinas. Al fondo de la calle vio a Mackie de pie junto a su coche y eso fue suficiente; ella era capaz de reconocer a un policía en cualquier lugar del mundo, Moscú, París, Londres… eran iguales en todas partes.
– Cuéntame otra vez lo que ocurrió, Gordon, sin olvidar detalle.
Gordon Brown hizo lo que le mandaba y ella le escuchó con paciencia, sin ningún comentario. Por último asintió.
– Hemos tenido suerte, Gordon, mucha suerte. Anda y ve a la cocina, a preparar un poco de café para los dos. Tengo que hacer un par de llamadas -le oprimió la mano-. Luego pasaremos un rato muy especial tú y yo.
– ¿De veras? -se le animaron las facciones, y salió.
Ella descolgó y llamó al apartamento de Makeiev en París. Estuvo largo rato sonando, pero cuando iba a desistir respondieron al otro lado y ella dijo:
– ¿Josef? Soy Tania.
– Me has pillado en la ducha. Estoy empapando la alfombra.
– Serán sólo unos segundos, Josef. Es para decirte adiós. Estoy quemada. Mi informador se ha descubierto. De un momento a otro echarán abajo la puerta.
– ¡Dios mío! -exclamó él-. ¿Y Dillon?
– En seguridad, y funcionando a plena marcha. Lo que va a hacer ese hombre incendiará el mundo.
– Pero… ¿y tú, Tania?
– No te preocupes, no dejaré que me atrapen. Adiós, Josef.
Colgó, encendió un cigarrillo y a continuación llamó al hotel dando el número de la habitación de Dillon, que contestó en seguida.
– Soy Tania -dijo-. Algo ha salido mal.
Él se lo tomó con aparente calma.
– ¿Muy mal?
– Descubrieron a mi informador y luego lo dejaron suelto, y el pobre idiota los ha encaminado hasta mí. La secreta está al fondo de la calle, o mucho me equivoco.
– Entiendo. ¿Qué piensa usted hacer?
– No se preocupe, no voy a quedarme a contarles nada. Una cosa. Ellos saben que Gordon me pasó el informe de anoche. Estaba en la cabina telefónica de la cantina del ministerio cuando Ferguson lo detuvo.
– Comprendo.
– Prométame una cosa -dijo ella.
– ¿El qué?
– Hágalos volar a todos, por favor-el timbre de la puerta estaba sonando y ella concluyó-: Debo terminar. Buena suerte, Dillon.
En el instante de colgar entró Gordon Brown con el café y las tazas.
– ¿Han llamado?
– Sí, Gordon. Por favor, sé un encanto y ve a ver quién es, anda.
Él bajó y abrió la puerta. Tania respiró hondo. Morir no era difícil. La causa en que ella creía había sido siempre lo más importante de su vida. Aplastó la colilla del cigarrillo, abrió un cajón de su escritorio, sacó una pistola Makarov y se disparó un tiro en la sien derecha.
A mitad de la escalera Gordon Brown volvió corriendo sobre sus pasos e irrumpió en la habitación. Al verla caída junto al escritorio, con la pistola todavía en la derecha, exhaló un grito terrible y cayó de rodillas.
– ¡Tania, amor mío! -se lamentó.
Y cuando oyó el golpe de un objeto pesado contra la puerta, en la planta baja, supo lo que tenía que hacer. Quitó la Makarov de la mano del cadáver. Cuando la levantó, su propia mano temblaba. Respiró hondo tratando de serenarse y apretó el gatillo en el mismo instante en que la puerta de la entrada cedía y Lane y Mackie se precipitaban escaleras arriba, con Ferguson pisándoles los talones.
Al fondo de la calle se había formado el habitual grupito de curiosos. Dillon se unió a la gente, con el cuello levantado y las manos en los bolsillos. Empezaron a caer algunos copos de nieve cuando abrieron las puertas traseras de la ambulancia, y vio que metían dos camillas cubiertas con mantas. La ambulancia se alejó y Ferguson se quedó unos momentos de pie en la calle, hablando con Lane y Mackie. Dillon reconoció en seguida al brigadier, cuya foto le había sido mostrada hacía bastantes años. Evidentemente, sus dos interlocutores eran policías.
Al cabo de un rato, Ferguson se metió en su coche con chófer y se alejó, Mackie entró en la casa y Lane también se marchó. La estratagema era obvia; Mackie se quedaba en la vivienda por si aparecía alguien. Una cosa era segura: Tania había muerto y por lo visto también su amante; Dillon supo que gracias a este doble sacrificio podía considerarse a salvo.
Regresó al hotel y acto seguido llamó a París para hablar con Makeiev.
– Tengo malas noticias, Josef.
– ¿Tania?
– ¿Cómo lo sabes?
– Telefoneó. ¿Qué ha pasado?
– La descubrieron, o mejor dicho descubrieron al informador. Prefirió matarse, Josef, antes que dejarse prender. Una mujer muy entera.
– ¿Y el informador, el amigo de ella?
– Hizo lo mismo. He visto cómo se llevaban los cadáveres en una ambulancia. Ferguson estaba allí.
– ¿En qué sentido te afecta esto?
– En ninguno. A primera hora de la mañana me voy a Belfast, para cortar la única pista que podría llevarles hasta mí.
– ¿Y luego?
– Vais a quedar maravillados, Josef, tú y tu amigo árabe. ¿Qué te parecería el gabinete de Guerra británico al completo?
– ¡Santo Dios! ¿No lo dirás en serio?
– Desde luego que sí. Tendrás noticias muy pronto.
Colgó, se puso la americana y bajó al bar, silbando una cancioncilla.
Ferguson esperaba al coronel Yuri Gatov sentado en un reservado del bar, frente a la entrada de Kensington Park y la embajada soviética. El ruso, un hombre alto, de cabello blanco y abrigo de pelo de camello, se presentó dando muestras de agitación.
– No puedo creerlo, Charles. ¿Que ha muerto Tania Novikova? ¿Por qué?
– Mira, Yuri. Tú y yo nos conocemos desde hace más de veinticinco años. Hemos sido adversarios muchas veces, pero voy a concederte el beneficio de creer que realmente deseas el cambio y el final del conflicto Este-Oeste.
– ¡Pero si es así, y tú lo sabes!
– Por desgracia, no todos en el KGB están de acuerdo contigo, a lo que parece, y Tania Novikova era de ésos.
– Sí, es cierto que era partidaria de la línea dura, pero ¿qué estás diciéndome con eso, Charles?
De manera que Ferguson le contó lo de Dillon, el atentado fallido contra la señora Thatcher, lo de Gordon Brown, lo de Brosnan, todo. Gatov preguntó:
– Así ¿dices que ese disidente del IRA quiere atentar contra el primer ministro y que Tania andaba complicada en ello?
– Muy directamente complicada.
– Yo no sabía nada, Charles. Te lo juro.
– Y yo te creo, amigo, pero es preciso que existiera otro eslabón. Quiero decir que ella se las arregló para transmitir la información vital a París, donde estaba Dillon. Así fue como él supo lo de Brosnan y todo lo demás.
– París -dijo Gatov-. Se me ocurre una cosa. ¿Sabíais que ella estuvo tres años en París antes de ser destinada a Londres? ¿Y sabes quién es el jefe de la estación del KGB en París?
– Claro que sí, es Josef Makeiev -dijo Ferguson.
– Que no es muy partidario de Gorbachev, que digamos, sino muy de la vieja guardia.
– Lo cual explicaría muchas cosas -añadió Ferguson-. Pero nunca lograremos demostrarlo.
– Cierto -asintió Gatov-. Aunque voy a llamarle de todos modos, sólo para inquietarle un poco.
Makeiev no se había alejado mucho del teléfono, así que descolgó a la primera llamada.
– Makeiev al habla.
– ¿Josef? Soy Yuri Gatov. Te llamo desde Londres.
– Yuri. Qué sorpresa -dijo Makeiev, poniéndose inmediatamente en guardia.
– Tengo una noticia desagradable, Josef. Es sobre Tania, Tania Novikova.
– ¿Qué pasa con ella?
– Se ha suicidado esta tarde junto con un amante suyo, un funcionario del Ministerio de Defensa.
– Santo cielo -exclamó Makeiev procurando hablar en tono convincente.
– Le pasaba información reservada. Acabo de tener una reunión con Charles Ferguson, del Grupo Cuarto. ¿Conoces a Charles?
– Desde luego.
– Me pilló totalmente desprevenido. Debo decirte que yo no estaba al corriente de las actividades de Tania. Como ha trabajado para ti durante tres años, Josef, pensé que tú la conocerías mejor. ¿Se te ocurre alguna explicación?
– Ninguna, me temo.
– ¡Ah! Bien, si te enteras de algo no dejes de llamarme.
Makeiev se sirvió un escocés y se asomó a contemplar la helada que cubría las calles de París. En un instante de desvarío se le ocurrió llamar a Michael Aroun, pero luego se dijo que no serviría de nada. Y Tania había hablado con tanta certeza. Que iba a incendiar el mundo, ésas fueron sus palabras.
Alzó la copa.
– Brindo por ti, Dillon -dijo en voz baja-. A ver si eres capaz de conseguirlo.
Eran casi las once en el River Room del Savoy, y aunque la orquestina seguía tocando, Harry Flood, Brosnan y Mary estaban a punto de dar por terminada la espera cuando se presentó por fin Ferguson.
– Hoy sí necesito una copa y más que nunca. Que sea un escocés doble, por favor.
Flood llamó a un camarero y le transmitió la petición, mientras Mary preguntaba:
– ¿Qué diablos ha ocurrido?
Ferguson les hizo un rápido resumen de todos los acontecimientos del día y cuando hubo terminado, Brosnan comentó:
– Eso explica muchas cosas, pero lo más desagradable es que no adelantamos nada en cuanto a Dillon.
– He de subrayar un punto -le interrumpió Ferguson-. Cuando arresté a Brown en la cantina del ministerio, él hablaba por teléfono y tenía el informe en la mano. Creo probable que estuviese comunicándose con la Novikova en aquel momento.
– Ahora le entiendo -intervino Mary-. ¿Quiere decir que ella, a su vez, pudo transmitir esa información a Dillon?
– Es posible -dijo Ferguson.
– ¿Qué quieren dar a entender? -preguntó Brosnan-. ¿Que acaso Dillon irá a Belfast también?
– Quizá, si le atribuyó importancia suficiente -añadió Ferguson.
– Será menester tentar la suerte, entonces -se volvió Brosnan hacia Mary-. Saldremos a primera hora de la mañana. Será mejor que nos vayamos ahora.
Mientras cruzaban el vestíbulo en dirección a la salida, Brosnan y Ferguson se adelantaron, charlando, y Mary se volvió hacia Flood:
– Le aprecia usted mucho, ¿verdad?
– ¿A Martin? -dijo él, y asintió-. El Vietcong me tuvo prisionero en un pozo durante muchas semanas. Cuando vinieron las lluvias solía inundarse y yo me veía obligado a pasar toda la noche de pie para no ahogarme. Había sanguijuelas, lombrices y todo lo que usted quiera. Y cierto día, cuando las cosas estaban peor que nunca, apareció una mano que tiró de mí para sacarme. Era Martin, con una cinta ciñéndole la frente, el cabello largo y la cara pintada, que parecía un indio. Es un tipo extraordinario.
Mary contempló a Brosnan.
– Sí, en efecto, creo que esas palabras le describen muy bien.
Dillon telefoneó pidiendo un taxi para las seis, y bajó a esperar en la entrada del hotel, con la maleta en una mano y un maletín en la otra. Lucía gabardina, traje, corbata a rayas y gafas, conforme al papel de Peter Hilton que representaba en aquellos momentos y a cuyo nombre se hallaban su permiso de conducir y la licencia de piloto. En la maleta iban los efectos personales y los artículos adquiridos en Clayton de Covent Garden, todo pulcramente doblado junto con una toalla del hotel, calcetines y calzoncillos. Era un equipaje normal e incluso lo de la peluca podía explicarse con facilidad.
La carrera hasta Heathrow fue rápida a aquella hora de la mañana. Recogió la tarjeta de vuelo en el mostrador y tras entregar su equipaje y enterarse del número de su asiento, se dispuso a esperar.
No iba armado, pues no ignoraba que habría sido imposible pasar, dadas las máximas medidas de seguridad vigentes para todos los vuelos a Belfast.
Se hizo con una colección de periódicos, subió al restaurante y pidió un desayuno completo a la inglesa. A continuación se puso a leer los periódicos, fijándose sobre todo en la marcha de la guerra del golfo.
En Gatwick la nieve empezaba a cuajar junto a la pista cuando despegó la Lear. Una vez alcanzaron la altura de crucero Mary preguntó:
– ¿En qué piensa usted en estos momentos?
– No estoy seguro -replicó Brosnan-. Ha pasado mucho tiempo desde la última vez que estuve en Belfast. Liam Devlin, Anne-Marie, ¡tantas cosas!
– ¿Y Sean Dillon?
– No se preocupe, a ése no le olvido. No podría -se volvió y se quedó mirando a lo lejos mientras la Lear se elevaba para evitar las nubes y giraba hacia el noroeste.
Aunque Dillon no podía saberlo, cuando su avión aterrizó en el aeropuerto Aldergrove, a las afueras de Belfast, hacía rato que Brosnan y Mary habían desembarcado y se encaminaban al hotel Europa. Tardaron como media hora en hacerle entrega de su equipaje, tras lo cual se puso a la cola; los funcionarios de aduanas inspeccionaron a algunos pasajeros, pero él pasó sin problemas, y al cabo de cinco minutos estaba fuera y subiéndose en un taxi.
– ¿Es usted inglés? -le preguntó el taxista.
Dillon adoptó en seguida su acento de Belfast:
– Y ¿qué le hace pensar eso?
– Jesús! Disculpe usted -contestó el taxista-. ¿Adónde vamos?
– Búsqueme algún hotel de Falls Road -pidió Dillon-. Que esté cerca de Craig Street.
– Hay poco que ver por allá.
– Recuerdos de la juventud -explicó Dillon-. Llevo muchos años trabajando en Londres y he venido sólo para un día, por negocios. Se me ocurrió que podía hacer una visita a los viejos fantasmas.
– Como usted quiera. Está el Deepdene, pero como le decía, no es nada del otro jueves.
En aquel instante los adelantó una tanqueta Saracen y cuando enfilaron hacia la avenida principal, vieron una patrulla militar.
– Las cosas no cambian -dijo Dillon.
– No, claro, y la mayoría de estos chicos ni siquiera habían nacido cuando empezó el jaleo -aseguró el taxista-. Quiero decir que adónde vamos a parar, ¿a otros cien años de guerra?
– Sólo Dios lo sabe -respondió Dillon con santurronería, y desplegó su periódico.
El taxista tenía razón. El Deepdene no era gran cosa, un voluminoso edificio Victoriano en una calleja lateral que daba a Falls Road. Dillon pagó la carrera, entró y se encontró en un vestíbulo venido a menos, con una raída alfombra. Cuando hizo sonar el timbre del mostrador apareció una mujer corpulenta, con aspecto de matrona.
– ¿En qué puedo servirte, amigo?
– Una habitación para esta noche.
– Está bien -dijo ella empujando el libro de registro hacia él y volviéndose para descolgar una llave-. La número nueve, en la primera planta.
– ¿Quiere cobrar ahora?
– Si usted quiere, pero no hace falta. Una sabe reconocer a un caballero cuando lo ve.
Subió por la escalera, buscó la puerta y abrió. La habitación era tan ruin como cabía esperar, con un lavabo de latón y un perchero. Dejó la maleta sobre la mesa y volvió a salir, no sin cerrar la puerta con llave, para explorar el pasillo hasta que localizó la salida de emergencia. Al llegar al pie de la escalera abrió la puerta y salió a un patio bastante mugriento; el callejón lindaba con los patios traseros de una serie de casas de aspecto increíblemente abandonado, pero que a él no le deprimieron en absoluto. Era una zona que conocía muy bien y donde, en su día, había obligado al ejército inglés a bailar una danza infernal. Continuó por la calleja sonriendo al recordarlo, hasta que salió a Falls Road.