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– ¿Qué ponía el cartel? ¿Lo has visto, Simon? Era una especie de letrero al borde de la carretera.
Deborah St. James aminoró la velocidad del coche y miró hacia atrás. Ya habían doblado una curva, y la espesa maraña de ramas desnudas de robles y castaños de Indias ocultaba tanto la carretera como el muro de piedra caliza cubierta de líquenes que la flanqueaba. En el punto donde se encontraban, un esquelético seto, despojado por el invierno y oscurecido por el crepúsculo, delimitaba la carretera.
– No era un cartel del hotel, ¿verdad? ¿Viste algún camino?
Su marido abandonó el estado de contemplación en que había pasado casi todo el largo trayecto desde el aeropuerto de Manchester, dedicado a admirar el paisaje invernal de Lancashire, con su suave mezcla de páramos castaños y tierras de cultivo color salvia, al tiempo que meditaba sobre la posible herramienta utilizada para cortar un grueso cable eléctrico antes de utilizarlo para atar de pies y manos el cadáver femenino encontrado la semana anterior en Surrey.
– ¿Un camino? -preguntó-. Puede que hubiera uno. No me fijé, pero el letrero anunciaba a una quiromántica y médium residente en la población.
– ¿Bromeas?
– No. ¿Es una característica del hotel que me habías ocultado?
– No que yo sepa.
Deborah miró por el parabrisas. La carretera empezaba a descender, y las luces de un pueblo brillaban a lo lejos, tal vez a unos dos kilómetros.
– Supongo que aún no hemos llegado.
– ¿Cómo se llama el sitio?
– Crofters Inn.
– El letrero no ponía eso, decididamente. Debía ser el anuncio de una profesional. Al fin y al cabo, estamos en Lancashire. Me sorprende que el hotel no se llame «El Caldero».
– En ese caso, no habríamos venido, amor. Me hago supersticiosa a medida que envejezco.
– Entiendo.
St. James sonrió en la creciente oscuridad. «A medida que envejezco.» Solo tenía veinticinco años. Poseía toda la energía y la promesa de su juventud.
Aun así, parecía cansada -sabía que no dormía bien en los últimos tiempos- y estaba pálida. Lo que necesitaba eran unos días en el campo, largos paseos y descanso. Había trabajado demasiado durante los pasados meses, más que él, encerrada hasta altas horas de la madrugada en el cuarto oscuro, y se levantaba demasiado temprano para realizar encargos apenas relacionados con sus verdaderos intereses. Intento ensanchar mis horizontes, decía. Paisajes y retratos no bastan, Simon. Necesito hacer más. Estoy pensando en darme publicidad, quizá una nueva exposición de mi trabajo en verano. No la tendré preparada si no salgo por ahí, miro lo que hay, pruebo cosas nuevas, pongo toda la carne en el asador, consigo más contactos y… Él no discutía ni trataba de disuadirla. Se limitaba a esperar que la crisis pasara. Habían capeado varias durante los dos primeros años de su matrimonio. Siempre intentaba recordar aquella circunstancia cuando empezaba a desesperar de superar la actual.
Deborah colocó un mechón cobrizo detrás de la oreja y cambió de marcha.
– Sigamos hasta el pueblo, ¿vale?
– Si no quieres que te lean antes la palma.
– ¿El futuro, quieres decir? No, gracias.
Lo había dicho sin la menor intención. A juzgar por la falsa desenvoltura de su respuesta, comprendió que ella no lo había interpretado así.
– Deborah… -dijo.
Deborah cogió su mano. Sin apartar los ojos de la carretera, la apretó contra la mejilla. Tenía la piel fría. Era suave, como el amanecer.
– Lo siento -dijo-. Es nuestra escapada. No la estropeemos.
Habló sin mirarle. Cada vez con más frecuencia, en los momentos de tensión, esquivaba sus ojos. Era como si creyera que le concedía una ventaja indebida, cuando él pensaba en todo momento que la ventaja era de Deborah.
Dejó pasar el momento. Acarició su cabello. Apoyó la mano sobre su muslo. Deborah siguió conduciendo.
El pueblo de Winslough, construido alrededor de la cuesta de una colina, solo distaba unos dos kilómetros del letrero de la quiromántica. Primero, pasaron ante la iglesia, un edificio normando con almenas en la torre y a lo largo del tejado, y un reloj azul perpetuamente detenido en las tres y veintidós; después dejaron atrás la escuela primaria y una hilera de casas adosadas encaradas a un campo. Crofters Inn se alzaba en lo alto de la colina, en un triángulo de tierra donde la carretera de Clitheroe se encontraba con los cruces oeste-este que conducían a Lancaster o Yorkshire.
Deborah detuvo el coche en el cruce. Frotó el vaho que cubría el parabrisas, escudriñó el edificio y suspiró.
– Bueno, no hay mucho que decir, ¿verdad? Pensaba… Esperaba que… Parecía muy romántico en el folleto.
– Está bien.
– Es del siglo catorce. Tiene un gran salón donde se alojaba un tribunal de la Magistratura. El techo del comedor es de madera, y el bar no ha cambiado en doscientos años. El folleto también decía que…
– Está bien.
– Pero yo quería que fuera…
– Deborah. -Ella le miró por fin-. El hotel no es el motivo de haber venido, ¿verdad?
Deborah volvió a mirar el edificio. Pese a sus palabras, lo estaba viendo por la lente de su cámara y evaluaba la composición. Cómo estaba situado en el triángulo de tierra, el lugar que ocupaba en el pueblo, el diseño. Era algo tan natural como respirar.
– No -dijo al fin, aunque algo a regañadientes-. No, no es el motivo. Supongo.
Condujo a través de una puerta que se abría en el extremo oeste del hostal y frenó en el aparcamiento. Como los demás edificios del pueblo, el hostal combinaba la piedra caliza color tostado típica del condado y piedra arenisca. Incluso desde atrás, aparte de la madera blanca y las jardineras verdes de las ventanas, henchidas de un despliegue abigarrado de pensamientos invernales, el hostal carecía de adornos y rasgos distintivos. Su característica más significativa era una ominosa sección de techo de pizarra cóncavo. St. James confió en que no estuviera sobre su habitación.
– Bien -dijo Deborah, con cierta resignación.
St. James se inclinó hacia ella, giró su cara hacia él y la besó.
– ¿Te he dicho alguna vez que deseaba ver Lancashire desde hace años?
– En tus sueños -contestó Deborah sonriendo, saliendo del coche.
St. James abrió la puerta. Notó que el aire frío y húmedo se derramaba sobre él como agua; olía a leña, a tierra húmeda y a hojas podridas. Levantó su pierna mala y la dejó caer sobre los guijarros. No había nieve en el suelo, pero la escarcha cubría el césped de lo que sería en verano una terraza al aire libre. Ahora estaba abandonada, pero la imaginó llena de turistas, armados con jarras de cervezas, que venían a pasear por los páramos, subir a las colinas y pescar en el río que oía pero no veía, a unos treinta metros de distancia. Un sendero conducía hacia él -lo pudo ver porque sus losas escarchadas reflejaban las luces del hostal-, y aunque el terreno del hostal no abarcaba el río, se había practicado una puerta en el muro que hacía las veces de frontera. La puerta estaba abierta y, mientras miraba, una joven salió corriendo, al tiempo que encajaba una bolsa de plástico blanca dentro del enorme anorak que llevaba. Era naranja fluorescente y, pese a la considerable estatura de la muchacha, colgaba hasta sus rodillas y llamaba la atención sobre sus piernas, embutidas en unas gigantescas botas Wellington verdes manchadas de barro.
Se sobresaltó cuando vio a Deborah y St. James, pero en lugar de pasar de largo, se encaminó hacia ellos y, sin más ceremonias, cogió la maleta que St. James había sacado del maletero. Escudriñó en el interior y se apoderó también de las muletas.
– Aquí están -dijo, como si les hubiera buscado junto al río-. Un poco tarde, ¿no? ¿No ponía en el registro que llegarían a las cuatro?
– Creo que no dijimos la hora -contestó Deborah, algo confusa-. Nuestro avión no aterrizó hasta…
– Da igual. Ya han llegado, ¿no? Aún falta mucho rato para la cena. -Desvió la vista hacia las brumosas ventanas inferiores del hostal, tras las cuales se movía una forma amorfa, bajo las luces brillantes de una colina-. Es necesaria una advertencia. Eviten el buey a la bourguignonne. Así llama al estofado el cocinero. Sígame.
Cargó las maletas hacia una puerta trasera. Con una maleta en una mano y las muletas de St. James bajo el brazo, caminaba con un peculiar cojeo, y sus Wellington resbalaban sobre los guijarros. Por lo visto, la única solución consistía en seguirla, como así hicieron St. James y Deborah. Cruzaron el aparcamiento, subieron un tramo de escalera y pasaron por la puerta posterior del hostal, que daba acceso a un pasillo en el que se abría una puerta, con un letrero escrito a mano que rezaba: «Salón de Residentes».
La chica dejó caer la maleta sobre la alfombra y apoyó las muletas sobre ella, con los extremos apretados contra una descolorida rosa Axminster.
– Ya está -anunció, y se frotó las manos como indicando que su cometido terminaba allí-. ¿Le dirán a mamá que Josie les estaba esperando fuera? Josie. Soy yo. -Apoyó un dedo contra su pecho-. Me harán un favor, en realidad. Se lo devolveré.
St. James se preguntó cómo. La chica les miró con ansiedad.
– De acuerdo -dijo-. Sé lo que están pensando. Para ser sincera, la tiene tomada conmigo, si saben a qué me refiero. No es que haya hecho nada, cosas muy tontas, pero sobre todo es por culpa de mi pelo. No suele tener este aspecto, aunque creo que aguantará un tiempo.
St. James no supo si estaba hablando del estilo o el color, pero ambos eran execrables. El primero pretendía adoptar forma de cuña, y parecía ejecutado por las tijeras para las uñas de alguien y la máquina de afeitar eléctrica de otra persona. La dotaba de una notable semejanza con Enrique V, tal como está plasmado en la Galería Nacional de Retratos. El segundo consistía en un desafortunado tono salmón que luchaba a brazo partido con la chaqueta fluorescente. Sugería un teñido realizado con más entusiasmo que experiencia.
– Pasta -dijo la muchacha, sin venir a cuento.
– ¿Perdón?
– Pasta de colorante. Ya sabe, esa cosa que se pone en el pelo. Se suponía que iba a proporcionarme reflejos rojos, pero no funcionó. -Hundió las manos en los bolsillos de la chaqueta-. Todo se vuelve contra mí, créanme. Traten de encontrar a un tío de primero de bachiller con mi estatura. Pensé que si me arreglaba el cabello, quizá lograría que alguno de quinto o sexto se fijara en mí. Estúpida. Lo sé. No hace falta que me lo digan. Mamá no cesa de repetirlo desde hace tres días. «¿Qué voy a hacer contigo, Josie?» Josie. Soy yo. Mamá y el señor Wragg son los propietarios del hostal. Por cierto, su pelo es bestial. -Esta frase iba dirigida a Deborah, a la que Josie estaba inspeccionando con no poco interés-. Y también es alta, pero supongo que habrá parado de crecer.
– Creo que sí.
– Yo no. El médico dice que sobrepasaré el metro ochenta. Una regresión a los vikingos, dice, se ríe y me palmea el hombro como si yo tuviera que captar el chiste. Lo que me pregunto es qué hacían los vikingos en Lancashire.
– Y tu madre, sin duda, querrá saber qué estabas haciendo junto al río -comentó St. James.
Josie pareció confusa y agitó las manos.
– No era en el río, exactamente, y tampoco nada malo. De veras. Y solo se trata de un favor. Bastará con que mencionen mi nombre. «Una joven salió a recibirnos en el aparcamiento, señora Wragg. Alta. Un poco desgarbada. Dijo que se llamaba Josie. Era muy agradable.» Si lo dejan caer así, mamá se calmará un ratito.
– ¡Jo-se-phine! -gritó una voz de mujer en algún lugar del hostal-. ¡Jo-se-phine Eugenia Wragg!
Josie se encogió.
– Detesto que haga eso. Me recuerda al colegio. «Josephine Eugene. Parece una judía.»
No era cierto, pero era alta y se movía con la torpeza de una adolescente que ha cobrado conciencia súbitamente de su cuerpo antes de haberse acostumbrado a él. St. James pensó en su hermana a la misma edad, maldecida por la estatura, unas facciones aguileñas que aún no se habían desarrollado del todo y un nombre andrógino. Sidney, se presentaba con sarcasmo, el último chico St. James. Había soportado las burlas de sus compañeras durante años.
– Gracias por esperarnos en el aparcamiento, Josie -dijo muy serio-. Es agradable que te reciban cuando llegas a un sitio.
El rostro de la muchacha se iluminó.
– Sí. Oh, sí -dijo, y se dirigió hacia la puerta por la que habían venido-. Se lo devolveré. Ya lo verá.
– No lo dudo.
– Pasen por el pub. Alguien les atenderá allí. -Agitó la mano hacia otra puerta, en el extremo opuesto de la sala-. He de sacarme estas botas, y deprisa. -Les dirigió otra mirada suplicante-. No hablarán de mis botas, ¿verdad? Son del señor Wragg.
Lo cual distaba mucho de explicar por qué había caminado como un nadador con aletas.
– Mis labios están sellados -dijo St. James-. ¿Deborah?
– Lo mismo digo.
Josie sonrió a modo de respuesta y salió por la puerta.
Deborah recogió las muletas de St. James y contempló la estancia en forma de L que servía de salón. Su colección de muebles recargados era poco distinguida, y algunas pantallas de lámpara estaban torcidas, pero un aparador albergaba una serie de revistas a disposición de los huéspedes, y en una librería se apretujaban hasta cincuenta volúmenes. El papel pintado (margaritas y rosas entrelazadas) se veía recién puesto sobre el revestimiento de pino, y una mezcla de perfume flotaba en el aire. Deborah se volvió hacia St. James. Este sonrió.
– ¿Qué? -dijo ella.
– Como en casa.
– En la de alguien, al menos.
Deborah se encaminó al pub.
Por lo visto, habían llegado durante el período de cierre, porque no había nadie tras la barra de caoba ni en las mesas estilo pub, cuyos posavasos para apoyar las jarras de cerveza moteaban la madera de naranja y beige. Dejaron atrás las mesas, con sus correspondientes taburetes y sillas, y caminaron bajo un techo bajo, de robustas vigas ennegrecidas por generaciones de humo y decoradas con un despliegue de complicadas herraduras de caballo. En la chimenea todavía fulguraban los restos del fuego de la tarde, que chasqueaban cuando las últimas bolsas de resina estallaban.
– ¿Dónde se habrá metido esa condenada chica? -preguntó una mujer.
Hablaba desde lo que aparentaba ser un despacho. La puerta estaba abierta a la izquierda de la barra. Al lado, subía una escalera de peldaños extrañamente inclinados, como agobiados por algún peso. La mujer salió, aulló «¡Jo-se-phine!» hacia lo alto de la escalera, y entonces vio a St. James y su mujer. Al igual que Josie, se sobresaltó. Al igual que Josie, era alta y delgada, y sus codos eran aguzados como puntas de flecha. Se llevó una mano tímida al cabello y se quitó una hebilla de plástico adornada con capullos de rosa que lo apartaba de sus mejillas. Bajó la otra hasta la falda y sacudió unas hilas.
– Toallas -dijo, como para explicar la última actividad-. Tenía que doblarlas. No lo hizo. Yo tuve que hacerlo. Eso resume la vida con una chica de catorce años.
– Nos estaba esperando -dijo Deborah-. Nos ayudó a cargar nuestras cosas.
– ¿De veras? -Los ojos de la mujer se desviaron hacia la maleta-. Ustedes deben ser el señor y la señora St. James. Bienvenidos. Les daremos Tragaluz.
– ¿Tragaluz?
– La habitación. Es la mejor. Me temo que un poco fría en esta época del año, pero hemos puesto una estufa más.
«Fría» no hacía justicia a la temperatura de la habitación donde les condujo, dos tramos de escalera más arriba, en la parte más alta del hotel. Aunque la estufa funcionaba a tope y enviaba palpables oleadas de calor, las tres ventanas y los dos tragaluces adicionales de la habitación actuaban como transmisores del frío exterior. Acercarse a medio metro de ellas suponía penetrar en un campo de hielo.
La señora Wragg corrió las cortinas.
– La cena se sirve desde las siete y media hasta las nueve. ¿Quieren algo antes? ¿Han tomado té? Josie les preparará una tetera, si lo desean.
– Yo no quiero nada -dijo St. James-. ¿Deborah?
– No.
La señora Wragg asintió. Frotó los brazos con sus manos.
– Bien -dijo. Se agachó para coger un hilo blanco de la alfombra. Lo anudó alrededor de un dedo-. El baño es aquella puerta. Cuidado con la cabeza. El dintel es un poco bajo, pero todos lo son. Es el edificio. Es antiguo, ya saben.
– Sí, por supuesto.
La mujer se acercó a la cómoda, situada entre las dos ventanas delanteras, y efectuó mínimos ajustes en un espejo móvil, y algunos más en el pañito de encaje sobre el que descansaba.
– Aquí tienen más mantas -explicó, mientras abría el ropero. Palmeó el tapizado de zaraza de la única silla de la habitación-. De Londres, ¿verdad? -añadió, cuando resultó evidente que no podía hacer nada más.
– Sí -contestó St. James.
– No viene mucha gente de Londres.
– La distancia es bastante grande.
– No, no es eso. Los londinenses van al sur. Dorset, Cornualles. Todo el mundo lo hace.
Se acercó a la pared situada detrás de la silla y movió uno de los dos grabados que colgaban, una copia de Dos chicas al piano, de Renoir, montada sobre un tapete blanco que empezaba a amarillear por los bordes.
– Hay muy poca gente a la que le guste el frío -dijo.
– Tiene mucha razón.
– Los del norte también van a Londres. Persiguen sueños, creo. Como Josie. ¿Les…? Supongo que les hizo preguntas sobre Londres.
St. James miró a su mujer. Deborah había abierto la maleta sobre la cama. Al oír la pregunta, dejó lo que estaba haciendo y se levantó, con una bufanda gris en las manos.
– No -dijo-. No habló de Londres.
La señora Wragg cabeceó, y después alumbró una fugaz sonrisa.
– Bien, eso es bueno, ¿no? Porque a la muchacha se le ocurren toda clase de maldades cuando se trata de algo que pueda alejarla de Winslough. -Se frotó las manos y las enlazó sobre la cintura-. Bien. Han venido en busca de aire puro y buenas caminatas. Tenemos en abundancia. Por los páramos, los campos, las colinas. El mes pasado nevó. La primera vez que nevaba en estos parajes desde hacía años, pero ahora solo hay escarcha. «La nieve de los tontos», como decía mi madre. Todo se llena de barro, pero espero que hayan traído botas.
– Así es.
– Estupendo. Pregunten a mi Ben, el señor Wragg, cuál es el mejor sitio para ir a pasear. Nadie conoce esta tierra como mi querido Ben.
– Gracias -dijo Deborah-. Lo haremos. Tenemos ganas de dar paseos, y también de ver al vicario.
– ¿Al vicario?
– Sí.
– ¿Al señor Sage?
– Sí.
La mano derecha de la señora Wragg se deslizó desde su cintura hasta el cuello de la blusa.
– ¿Qué ocurre? -preguntó Deborah. St. James y ella intercambiaron una mirada-. El señor Sage sigue en la parroquia, ¿verdad?
– No. Está… -La señora Wragg apretó los dedos contra el cuello y completó su pensamiento a toda prisa-. Supongo que habría ido a Cornualles. Como todo el mundo, por así decirlo.
– ¿Qué significa eso? -preguntó St. James.
– Es… -La mujer tragó saliva-. Es el lugar donde está enterrado.
Polly Yarkin pasó un trapo húmedo sobre la encimera y lo dobló pulcramente al borde del fregadero. Era un trabajo inútil. Nadie había utilizado la cocina del vicario durante las últimas cuatro semanas y, a juzgar por los indicios, pasarían más semanas antes de que alguien la utilizara, pero seguía acudiendo diariamente a la vicaría, como había hecho durante los últimos seis años, y cuidaba de la casa ahora al igual que en vida del señor Sage y sus dos jóvenes predecesores, cada uno de los cuales había pasado tres años en el pueblo, antes de encaminarse hacia metas más importantes. Si es que existía algo similar en la Iglesia anglicana.
Polly se secó las manos con un paño de cocina a cuadros y lo dejó en el estante que corría sobre el fregadero. Aquella mañana había encerado el suelo de linóleo, y quedó complacida cuando observó su reflejo en la prístina superficie. No era un reflejo perfecto, por supuesto. Un suelo no era un espejo, pero veía con bastante nitidez los rizos de cabello rojizo que escapaban al apretado nudo de la bufanda en su nuca. Y también podía ver, demasiado bien, la silueta de su cuerpo, la espalda encorvada por el peso de sus pechos como melones.
Los riñones le dolían como siempre, y las tirillas del sujetador rebosante se le clavaban en los hombros. Deslizó el dedo índice bajo una y se encogió cuando, al aligerar la presión sobre un hombro, descargó todo el peso sobre el otro. Qué suerte tienes, Poli, habían cloqueado sus compañeras de colegio menos desarrolladas, los chicos se vuelven locos solo de pensar en ti. Y su madre había dicho, concebida en el círculo, bendecida por la diosa, con su típico estilo criptomaternal, y le había propinado un palmetazo en el culo la primera y última vez que la muchacha había insinuado someterse a una operación quirúrgica para aliviar el peso que colgaba como plomo de su pecho.
Hundió los puños en la parte inferior de la espalda y echó un vistazo al reloj de pared, que colgaba sobre la mesa de la cocina. Las seis y media. Nadie acudiría ya a la vicaría a estas horas. Era absurdo demorarse más.
En realidad, no existían motivos que explicaran la continua presencia de Polly en casa del señor Sage. Aun así, iba cada mañana y se quedaba hasta después de oscurecer. Sacaba el polvo, limpiaba y decía a los capilleros de la iglesia que era importante, incluso crucial en aquella época del año, tener la casa preparada para el sustituto del señor Sage. Mientras trabajaba, no dejaba de vigilar el menor movimiento del vecino más próximo a la vicaría.
Lo hacía cada día desde el fallecimiento del señor Sage, cuando Colin Shepherd había venido por primera vez con su cuaderno de policía y sus preguntas de policía para examinar las pertenencias del señor Sage con sus tranquilos y expertos modales de policía. Solo le dedicaba una mirada cuando ella abría la puerta cada mañana. Decía hola, Polly, y desviaba la vista. Se encaminaba al estudio o al dormitorio del vicario; en ocasiones, se sentaba a examinar el correo. Tomaba notas y contemplaba durante largos minutos la agenda del señor Sage, como si la inspección de los compromisos del vicario pudiera proporcionarle la clave de su muerte.
Háblame, Colin, deseaba decirle cuando estaba en la casa. Como antes. Vuelve a mí. Seamos amigos.
Pero no decía nada. A cambio, le ofrecía té. Y cuando él lo rechazaba: «No, gracias, Polly, me iré enseguida», ella reanudaba su trabajo, sacaba brillo a los espejos, limpiaba la parte interior de las ventanas, frotaba retretes, suelos, lavabos y bañeras hasta que las manos le dolían y la casa resplandecía. Siempre que podía, le observaba y catalogaba los detalles destinados a hacer más llevadero su peso. Colin tiene la mandíbula demasiado cuadrada. Los ojos son de un verde muy bonito, pero demasiado pequeños. Se peina de una manera curiosa, intenta echarse el pelo hacia atrás, siempre con la raya en medio, y luego le cae hacia delante hasta cubrir su frente. No para de toquetearlo, y utiliza los dedos a modo de peine.
Pero los dedos le robaban el aliento, y allí terminaba el inútil catálogo. Tenía las manos más bonitas del mundo.
Por culpa de aquellas manos y el pensar en los dedos resbalando sobre su piel, siempre terminaba donde había empezado. Háblame, Colin. Como antes.
El nunca lo hacía, y así estaba bien, porque Polly, en realidad, no deseaba que fuera como antes entre ellos.
La investigación concluyó demasiado pronto para su gusto. Colin Shepherd, policía del pueblo, leyó el resultado de sus pesquisas, con voz serena, en la encuesta del juez de instrucción. Había ido como todos los demás habitantes del pueblo, que se apretujaban en el gran salón del hostal. Pero, al contrario que los demás, solo había ido para ver a Colin y oírle hablar.
– Muerte accidental -anunció el juez-, por envenenamiento fortuito.
El caso quedó cerrado.
Sin embargo, cerrar el caso no puso fin a los susurros, las insinuaciones o la realidad de que en un pueblo como Winslough «envenenamiento» y «fortuito» constituían, una clara invitación a las habladurías y una indudable contradicción en los términos. Por lo tanto, Polly había seguido en su puesto, y cada mañana llegaba a la vicaría a las siete y media, con la esperanza de que el caso se reabriera y Colin regresara.
Se dejó caer en una silla de la cocina, cansada, y deslizó los pies en las botas de trabajo que había dejado aquella mañana sobre la creciente pila de periódicos. Nadie había pensado en cancelar las suscripciones del señor Sage. Había estado demasiado ocupada pensando en Colin. Lo haría mañana, decidió. Tendría una excusa para volver de nuevo.
Cuando cerró la puerta principal, se detuvo unos instantes en los peldaños de la vicaría para liberar el pelo de la bufanda que lo sujetaba. Los rizos, como virutillas de acero herrumbrosas, se desplegaron alrededor de su rostro, y la brisa nocturna agitó los de su nuca. Dobló la bufanda en forma de triángulo, y procuró que las palabras «¡Rita me leyó como un libro en Blackpool!» no se vieran. La pasó sobre su cabeza y anudó los extremos bajo la barbilla. Su cabello, sujeto de esta manera, le arañó las mejillas y el cuello. Sabía que su aspecto no podía ser menos atractivo, pero al menos no aletearía sobre su cabeza y se le metería en la boca camino de casa. Además, detenerse en la escalera bajo la luz del porche, que siempre dejaba abierta en cuanto el sol se ponía, le concedía la oportunidad de dirigir una mirada descarada a la casa de al lado. Si las luces estaban encendidas, si el coche estaba en el camino particular…
No era ese el caso. Mientras cruzaba el trecho de grava y salía a la calle, Polly se preguntó qué habría hecho si Colin Shepherd hubiera estado en casa aquella noche.
¿Llamar a la puerta?
«¿Sí? Ah, hola. ¿Qué pasa, Polly?»
¿Tocar el timbre?
«¿Ocurre algo?»
¿Mirar por la ventana?
«¿Necesitas a la policía?»
¿Entrar por las buenas, empezar a hablar y rezar para que Colin contestara?
«No sé qué quieres de mí, Polly.»
Se abotonó el abrigo bajo la barbilla y sopló un aliento gris y vaporoso en sus manos. La temperatura estaba descendiendo. Habría menos de cinco grados. Se formaría hielo en la carretera y aguanieve si llovía. Si él no tomaba las curvas con prudencia, perdería el control del coche. Quizá se tropezaría con él. Sería la única que podría ayudarle. Mecería su cabeza en el regazo, apoyaría la mano sobre su frente, le apartaría el pelo de la frente y le daría calor. Colin.
– Volverá contigo, Polly -había dicho el señor Sage tres noches antes de su muerte-. Mantente firme y espérale. Disponte a escuchar. Va a necesitarte para rehacer su vida. Quizá antes de lo que supones.
Pero todo aquello no era más que parafernalia cristiana, el reflejo de las creencias más inútiles de la Iglesia. Si uno rezaba lo bastante, había un Dios que escuchaba, sopesaba peticiones, acariciaba su larga barba blanca, componía una expresión pensativa y decía: «Síiii, entiendo», y hacía realidad los sueños.
Un montón de basura.
Polly se dirigió hacia el sur, salió del pueblo y caminó por la cuneta de la carretera de Clitheroe. Andar resultaba difícil. El sendero estaba lleno de barro y sembrado de hojas muertas. Oía el chapoteo de sus pasos sobre el fragor del viento que azotaba los árboles.
Al otro lado de la calle, la iglesia estaba a oscuras. No habría vísperas hasta que llegara el nuevo vicario. El Consejo Eclesiástico había celebrado entrevistas durante las dos últimas semanas, pero al parecer escaseaban los sacerdotes que quisieran instalarse en un pueblo. Daba la impresión de que, sin luces brillantes y millones de habitantes, no había almas que salvar, pero no era ese el caso. Había mucho que salvar en Winslough. Sage se había dado cuenta enseguida, y lo había observado en la misma Polly.
Porque pecaba desde hacía mucho tiempo. Había trazado el círculo en el frío del invierno, en las noches tibias de verano, en primavera y otoño. Había dispuesto el altar hacia el norte. Colocaba las velas en las cuatro puertas del círculo y, mediante el agua, la sal y las hierbas, creaba un cosmos sagrado y mágico al que podía rezar. Todos los elementos estaban presentes: el agua, el aire, el fuego, la tierra. El cordón serpenteaba alrededor de su muslo. Notaba la vara fuerte y segura en su mano. Utilizaba clavos para el incienso, laurel para la madera, y se entregaba (en cuerpo y alma, afirmaba) al Rito del Sol. Por la salud y la vitalidad. Rogaba esperanza cuando los médicos la descartaban. Pedía curación cuando la única promesa era la morfina que calmaba el dolor, hasta que la muerte ponía fin a todo.
Iluminada por las velas y la llama del laurel encendido, había entonado la súplica a Aquellos cuya presencia invocaba con el mayor fervor:
Que la salud de Annie sea restaurada.
Que el Dios y la Diosa atiendan mi plegaria.
Y se había dicho, completamente convencida, que sus intenciones eran puras y buenas. Rezó por Annie, su amiga de la infancia, la dulce Annie Shepherd, esposa del amado Colin, pero solo los puros podían invocar a la Diosa y obtener respuesta. La magia de los que rogaban tenía que ser inmaculada.
Polly, guiada por un impulso, volvió hacia la iglesia y entró en el cementerio. Estaba tan negro como el interior de la boca del Dios con Cuernos, pero no precisaba luz para orientarse, ni tampoco necesitaba leer la lápida. Annie Alice Shepherd. Y debajo, las fechas y la inscripción: «A mi querida esposa». No había nada más, ningún adorno, porque así era Colin.
– Oh, Annie -dijo Polly a la lápida, que se alzaba en las sombras más profundas, donde la pared del cementerio pasaba junto a un castaño de ramas gruesas-. Me ha ocurrido tres veces, como dijo el Redentor, pero te juro, Annie, que no era mi intención hacerte daño.
Aun antes de terminar la frase, se vio asediada por las dudas. Dejaron su conciencia al desnudo, como una plaga de langosta. Dejaron al descubierto lo peor de lo que había sido, una mujer que deseaba al marido de otra.
– Hiciste lo que pudiste, Polly -había dicho el señor Sage, al tiempo que acariciaba su mano-. Nadie puede curar el cáncer con oraciones. Se puede rezar para que los médicos sean capaces de ayudar, o para que el paciente reúna fuerzas para soportar sus sufrimientos, pero la enfermedad en sí… No, querida Polly, no se cura con oraciones.
La intención del vicario había sido buena, pero no la conocía. No era el tipo de hombre capaz de comprender sus pecados. Lo que ocultaba en la parte más sucia de su corazón no se absolvía diciendo: «Ve en paz».
Ahora, pagaba por triplicado el hecho de haber desencadenado sobre sí la ira de los Dioses, pero no la habían castigado con el cáncer. Ni Hammurabi habría imaginado una venganza más refinada.
– Me cambiaría por ti, Annie -susurró Polly-. Lo juro.
– ¿Polly?
Un susurro incorpóreo la contestó. Retrocedió de un salto y se llevó la mano a la boca. Un torrente de sangre se agolpó en sus ojos.
– ¿Polly? ¿Eres tú?
Se oyeron unos pasos al otro lado de la pared, botas de goma que pisaban las heladas hojas muertas caídas sobre el suelo. Entonces, Polly le vio. Sombra entre las sombras. Olió el humo de pipa que se pegaba a su ropa.
– ¿Brendan?
No tuvo que esperar para confirmar su sospecha. La escasa luz bañó la nariz ganchuda de Brendan Power. No había otro perfil semejante en todo Winslough.
– ¿Qué haces aquí?
El hombre pareció leer en la pregunta una invitación implícita e involuntaria. Saltó el muro. Ella se apartó. El hombre se acercó con paso decidido. Polly vio que sostenía la pipa en la mano.
– He ido a la mansión.
Golpeó la pipa contra la lápida de Annie; briznas de tabaco quemado cayeron como virutas de ébano sobre la piel helada de la tumba. A juzgar por sus siguientes palabras, Brendan comprendió al instante lo inapropiado de su comportamiento.
– Oh, maldita sea. Lo siento. -Se agachó y apartó el tabaco con la mano. Se enderezó, guardó la pipa en el bolsillo y removió los pies-. Volvía al pueblo por el sendero peatonal. Vi a alguien en el cementerio y… -Bajó la cabeza, como si examinara sus botas negras, apenas visibles-. Esperaba que fueras tú, Polly.
– ¿Cómo está tu mujer? -preguntó ella.
Brendan alzó la cabeza.
– Han surgido nuevos contratiempos en la renovación de la casa. Un grifo de la bañera ha saltado. Una alfombra se estropeó. Rebecca está hecha una furia.
– Muy comprensible, ¿no? Quiere un hogar propio. No debe de ser fácil vivir con papá y mamá, sobre todo ahora que espera un niño.
– No. No es fácil. Para nadie, Polly.
La joven apartó la vista al percibir la urgencia de su tono, y miró hacia Cotes Hall donde, desde hacía cuatro meses, un equipo de decoradores y artesanos se dedicaban a remozar el edificio victoriano, abandonado desde hacía mucho tiempo, con el fin de dejarlo a punto para Brendan y su mujer.
– No sé por qué no contrata a un vigilante nocturno.
– Dice que por nada del mundo contratará a un vigilante. Ya tiene a la señora Spence. Le paga para que esté allí, y eso es más que suficiente, afirma.
– ¿Y…? -Se esforzó en pronunciar el nombre sin delatar nada-. ¿La señora Spence nunca ha oído que alguien entrara?
– Desde su casa, no. Dice que está demasiado lejos de la mansión. Cuando hace la ronda, nunca ve a nadie.
– Ah.
Permanecieron en silencio. Brendan removió los pies. La tierra helada crujió bajo su peso. Una ráfaga de viento nocturno sopló entre las ramas del castaño y agitó el pelo de Polly que la bufanda no lograba sujetar.
– Polly.
Captó el tono apremiante de su voz, como una súplica. Ya lo había visto en su rostro cuando pedía permiso para sentarse a su mesa del pub, y hacía acto de aparición como si intuyera sus movimientos, cada vez que Polly entraba en Crofters Inn para tomar una copa. Ahora, como en aquellas ocasiones, sintió un nudo en el estómago y frío en sus miembros.
Sabía lo que él deseaba, lo mismo que todo el mundo: escapar, algún secreto al que aferrarse, algún sueño formado a medias: ¿Qué más le daba si ella salía perjudicada? ¿En qué libro de contabilidad se reflejaba el precio exacto que costaba herir un alma?
Estás casado, Brendan, quiso decir en un tono que combinara paciencia y compasión. Aunque te amara, que no es el caso, como bien sabes, tienes mujer. Vete a casa con ella. Métete en la cama y haz el amor a Rebecca. Tuviste suficientes ganas como para hacerlo en otro tiempo.
Pero arrastraba la maldición de ser una mujer poco propensa al rechazo o la crueldad.
– Me voy, Brendan -se limitó a decir-. Mi mamá me está esperando para cenar.
Volvió sobre sus pasos.
Oyó que él la seguía.
– Te acompañaré -dijo Brendan-. No deberías andar sola por aquí.
– Está demasiado lejos. Además, ibas en dirección contraria.
– Por el sendero -replicó, con tal seguridad que su respuesta parecía ser el summum de la lógica-. A través del prado. Saltando los muros. No vine por la carretera. -Adaptó su paso al de ella-. Tengo una linterna -añadió, y la sacó del bolsillo-. No deberías caminar de noche sin una linterna.
– Solo son dos kilómetros, Brendan. No hay peligro.
– Por si acaso.
Polly suspiró. Quería explicarle que no podía caminar con ella por la oscuridad. Les vería gente. Malinterpretaría la situación.
Pero sabía por adelantado cuál sería su respuesta. Pensarán que vuelvo a casa, diría. Cada día salgo a pasear.
Qué inocente era. Qué poco sabía de la vida en los pueblos. Qué poco importaría a cualquiera que les viera el hecho de que Polly y su madre habían vivido veinte años en la casa provista de gabletes que se encontraba situada en la boca del camino que conducía a Cotes Hall. Nadie se detendría a pensar en ello, o a pensar que Brendan estaba verificando la marcha de los trabajos en la mansión, con vistas a mudarse con su mujer. «Cita nocturna», sería la descripción de los lugareños. Rebecca se enteraría. Armaría un escándalo.
Claro que Brendan ya estaba pagando caro su error. Polly no albergaba la menor duda. Había visto lo bastante a Rebecca Townley-Young durante su vida para saber que casarse con ella, aun en las mejores condiciones, sería muy poco gratificante.
Por lo tanto, entre otras cosas, sentía pena por Brendan, y por eso le permitía sentarse con ella en el Crofters Inn por las noches, y por eso ahora continuaba caminando por la cuneta, la vista clavada en la brillante luz que proyectaba la linterna de Brendan. No intentó entablar conversación. Tenía una idea bastante aproximada de cómo acabaría cualquier conversación con Brendan Power.
Resbaló en una piedra, medio kilómetro más adelante, y Brendan la cogió por el brazo.
– Cuidado -la previno.
Notó la presión de sus dedos contra el seno. A cada paso que daba, los dedos subían y bajaban, como la parodia de una caricia.
Se encogió de hombros, con la esperanza de soltarse. Brendan afianzó su presa.
– Era una Craigie Stockwell -dijo Brendan con timidez, para romper el incómodo silencio.
Polly arrugó el entrecejo.
– Craigie ¿qué?
– La alfombra de la mansión. Una Craigie Stockwell. De Londres. Está hecha un asco. El desagüe de la pila estaba obturado con un trapo. Desde el viernes por la noche, diría yo. Parecía que hubiera manado agua durante todo el fin de semana.
– ¿Y nadie se dio cuenta?
– Habíamos ido a Manchester.
– ¿No vigila nadie cuando van los obreros, para comprobar que todo esté en orden?
– ¿Te refieres a la señora Spence? -Brendan meneó la cabeza-. Se limita a comprobar las puertas y ventanas.
– Pero ¿no debería…?
– No es un guardia de seguridad, e imagino que estar sola la pone nerviosa. Sin un hombre, quiero decir. Es un lugar solitario.
Sin embargo, Polly sabía que había ahuyentado a unos intrusos, al menos en una ocasión. Había oído el disparo. Y luego, unos minutos después, los pasos frenéticos de dos o tres personas que corrían sin dejar de gritar, y luego el rugido de una moto. La noticia se esparció por el pueblo. Con Juliet Spence no se jugaba.
Polly se estremeció. Se había levantado viento. Soplaba en ráfagas breves y gélidas que atravesaban el desnudo seto de espinos que bordeaba la carretera. Albergaba la promesa de un amanecer aún más abundante en escarcha.
– Tienes frío -dijo Brendan.
– No.
– Estás temblando, Polly. Ven. -La rodeó con el brazo y la atrajo hacia sí-. Así está mejor, ¿eh? -Polly no contestó-. Caminamos juntos al mismo paso, ¿verdad? ¿Te has dado cuenta? Si me rodeas la cintura con el brazo, aún andaremos mejor.
– Brendan.
– Esta semana no has ido al pub. ¿Por qué?
Guardó silencio. Removió los hombros. Brendan no la soltó.
– Polly, ¿has estado en Cotes Fell?
La joven notó frío en las mejillas. Se deslizó como tentáculos cuello abajo. Ah, pensó, ya ha sucedido. Porque él la había visto en aquel lugar una noche del otoño pasado. Había oído su petición. Sabía lo peor.
Brendan prosiguió en tono desenvuelto.
– Creo que cada día me gusta más ir a pasear por la montaña. He subido al embalse tres veces… He dado un largo paseo por el canal de Bowland, y otro cerca de Claughton, en Beacon Fell. El aire es puro. ¿Te fijaste, al llegar a la cumbre? Bueno, supongo que estás demasiado ocupada para hacer excursiones.
Ahora lo dirá, pensó ella. Ahora anunciará el precio que he de pagar por su silencio.
– Con tantos hombres en tu vida.
La alusión era un acertijo.
Brendan la miró fijamente.
– Tiene que haber hombres. A montones, diría yo. Será por eso que no has ido al pub. Ocupada, ¿eh? Citas, quiero decir. Alguien especial, sin duda.
Alguien especial. Polly lanzó una triste carcajada.
– Hay alguien, ¿verdad? Una mujer como tú. Ningún hombre se podría resistir, si tuviera la menor oportunidad. Yo no. Eres increíble. Cualquiera lo ve.
Apagó la linterna y la guardó en el bolsillo. Cogió su brazo con la mano ahora libre.
– Eres tan guapa, Polly -dijo, y se acercó más-. Hueles bien. Tu tacto es enloquecedor. El tío que no se dé cuenta de eso necesita que le miren la cabeza.
Aminoró el paso hasta detenerse. Era lógico, se dijo Polly. Habían llegado al camino a cuyo lado se alzaba la casa donde ella vivía. Brendan la volvió hacia él.
– Polly -dijo con voz perentoria. Le acarició la mejilla-. Siento tantas cosas por ti. Sé que te has dado cuenta. ¿Me dejarás…?
Los faros de un coche les atraparon como conejos en su haz de luz. No venía por la carretera de Clitheroe, sino que traqueteaba y se bamboleaba por la pista que ascendía a Cotes Hall. Como conejos, petrificados, una mano de Brendan sobre la mejilla de Polly, la otra en su brazo. Sus intenciones eran inconfundibles.
– ¡Brendan! -dijo Polly.
El hombre dejó caer las manos y se alejó medio metro, pero ya era demasiado tarde. El coche se acercó a ellos lentamente, y después aminoró todavía más la velocidad. Era un viejo Land Rover verde, manchado de barro y mugriento, pero el parabrisas y las ventanas estaban muy limpios.
Polly ladeó la cabeza, no tanto por temor a que la vieran y hablaran de ella -sabía que nada iba a impedirlo-, como por no ver al conductor o a la mujer de cabello grisáceo y rostro anguloso sentada a su lado. Polly lo vio todo con la mayor vividez, sin intentarlo siquiera, el brazo de la mujer extendido de modo que las yemas de sus dedos descansaban sobre la nuca del conductor. Tocaban y removían aquel cabello color jengibre, indisciplinado, peinado hacia atrás.
Colin Shepherd y la señora Spence se disponían a pasar otra agradable velada juntos. Los Dioses recordaban a Polly Yarkin sus pecados.
Malditos sean el viento y el aire, pensó Polly. No era justo. Todo le salía mal, hiciera lo que hiciese. Cerró la puerta con furia a su espalda y descargó un solo puñetazo sobre la madera.
– ¿Polly? ¿Eres tú, cariño?
Oyó el sonido de los vigorosos pasos de su madre en la sala de estar, acompañado de su respiración sibilante y el tintineo de joyas, pulseras, collares, doblones de oro, cualquier cosa que a su madre le apeteciera ponerse cuando llevaba a cabo su tocado matinal de invierno.
– Soy yo, Rita -contestó-. ¿Quién, si no?
– No sé, cariño. ¿Algún mozo guapo dispuesto a compartir una salchicha? Hay que estar siempre a punto para lo inesperado. Ese es mi lema.
Rita rió y resolló. Su perfume la precedió como un heraldo oloroso. Giorgio. Lo esparcía a cucharadas. Llegó a la puerta de la sala de estar y la ocupó por completo; era una mujer enorme, una masa informe del cuello a las rodillas. Se apoyó en el quicio para recuperar el aliento. La luz de la entrada arrancó destellos de los collares que colgaban sobre su gigantesco pecho. Arrojó una grotesca sombra de Rita sobre la pared y convirtió una de sus papadas en una barba de carne.
Polly se agachó para desanudar sus botas. Las suelas estaban llenas de barro, un detalle que no escapó a su madre.
– ¿Dónde has estado, cariño? -Rita agitó uno de los collares, una pieza compuesta de grandes cabezas de gato modeladas en latón-. ¿Has ido a dar un paseo?
– La carretera está cubierta de barro -gruñó Polly, mientras se quitaba una bota y forcejeaba con la segunda. Los cordones estaban mojados, y tenía los dedos entumecidos-. Invierno. ¿Ya has olvidado cómo es?
– Ojalá. ¿Cómo va por la metrópolis?
Dijo metrópolis. A propósito. Formaba parte de su personalidad. Adoptaba una falsa ignorancia cuando estaba en el pueblo, una prolongación del estilo general al que se adhería cuando pasaba los inviernos en Winslough. En primavera, verano y otoño, era Rita Rularski, lectora de tarot, piedras y palmas. Desde su local de Blackpool adivinaba el futuro, interpretaba el pasado e iluminaba el presente, reacio e inquietante, a cualquiera dispuesto a pagar en metálico. Rita recibía con idéntico aplomo a todos sus clientes -habitantes, turistas, visitantes de paso, amas de casa curiosas, damas elegantes en busca de emociones-, ataviada con un caftán capaz de albergar a un elefante y un pañuelo de alegres colores que cubría su enmarañado cabello grisáceo.
Pero en invierno se convertía de nuevo en Rita Yarkin y regresaba a Winslough para pasar tres meses con su única hija. Colocaba su anuncio pintado a mano en la cuneta de la carretera y esperaba a la clientela que apenas aparecía. Leía revistas y miraba la tele. Comía como un estibador y se pintaba las uñas.
Polly las miró con curiosidad. Hoy tocaban de color púrpura, con una diminuta franja dorada que cruzaba cada una en diagonal. Se daban de patadas con su caftán -calabaza anaranjado-, pero representaban una gran mejora respecto al amarillo del día anterior.
– ¿Te has peleado con alguien esta noche, cariño? -preguntó Rita-. Tu aura está bajo mínimos. Eso no es bueno, ¿sabes? Ven, deja que te mire la cara.
– No es nada.
Polly desplegó más actividad de la necesaria. Golpeó las botas contra el arcón de madera que había junto a la puerta. Se quitó la bufanda y la dobló en forma de cuadrado. Guardó este cuadrado en el bolsillo del abrigo, y después sacudió el abrigo con el dorso de la mano, para eliminar hilos y manchas de barro inexistentes.
No era tan fácil disuadir a su madre. Apartó su enorme masa de la puerta. Anadeó hasta Polly y la obligó a dar la vuelta. Escudriñó su cara. Con la mano abierta y a unos tres centímetros de distancia, trazó la forma de la cabeza y los hombros de Polly.
– Ya veo. -Se humedeció los labios y dejó caer el brazo con un suspiro-. Por las estrellas y la tierra, muchacha, deja de portarte como una tonta.
Polly se apartó y encaminó sus pasos hacia la escalera.
– Necesito mis zapatillas -dijo-. Bajo enseguida. Ya huelo la cena. ¿Has hecho goulash, como dijiste?
– Escúchame, Pol. El señor C. Shepherd no es tan especial -contestó Rita-. No tiene nada que ofrecer a una mujer como tú. ¿Aún no te has dado cuenta?
– Rita…
– Lo que importa es vivir. Vivir, ¿me has oído? Tienes vida y conocimiento, al igual que sangre en las venas. Posees dones que superan todo cuanto yo he tenido y visto. Utilízalos. No los dilapides, maldita sea. Dioses del cielo, si yo tuviera la mitad de lo que tú tienes, sería la dueña del mundo. Deja de subir la escalera y escúchame, muchacha.
Descargó la mano sobre el pasamanos.
Polly notó que la escalera temblaba. Se volvió y exhaló un suspiro de resignación. Su madre y ella solo pasaban tres meses juntas, pero durante los últimos seis años los días se hacían interminables, porque Rita empleaba cualquier excusa para entrometerse en la vida de Polly.
– Era él quien pasó en coche hace un momento, ¿verdad? -preguntó Rita-. El señor C. Shepherd y su precioso ego. Con ella, ¿no? Venían de la mansión. Por eso estás dolida, ¿verdad?
– No es nada -insistió Polly.
– En eso tienes razón. No es nada. El no es nada. ¿Para qué sufrir?
Pero él sí era algo para Polly. Siempre lo había sido. ¿Cómo podía explicarlo a su madre, cuya única experiencia amorosa había concluido bruscamente cuando su marido abandonó Winslough la lluviosa mañana del séptimo cumpleaños de Polly, se dirigió a Manchester para «comprar algo especial para mi muy especial chiquilla», y nunca volvió?
«Abandonada» era una palabra que Rita jamás empleaba para describir lo sucedido a ella y a su única hija. Lo llamaba «bendición». Si su marido carecía del sentido común necesario para saber a qué clase de mujeres iba a plantar, mejor que se fuera.
Rita siempre había considerado su vida en esos términos. Todas las dificultades, pruebas o desgracias podían redefinirse fácilmente como bendiciones disfrazadas. Las decepciones eran mensajes sin palabras de la Diosa. Los rechazos eran meras indicaciones de que el camino más deseado no era el mejor. Desde hacía mucho tiempo, Rita se había entregado, en mente, corazón y cuerpo, a la salvaguardia del Arte de la Sabiduría. Polly la admiraba por su confianza y devoción. Solo deseaba ser capaz de sentir lo mismo.
– Yo no soy como tú, Rita.
– Sí. Te pareces más a mí que yo. ¿Cuándo trazaste el círculo por última vez? Desde que estoy en casa no, seguro.
– Sí, lo he hecho. Desde entonces. Dos o tres veces. Su madre enarcó una ceja con expresión escéptica.
– Eres la discreción personificada, ¿eh? ¿Dónde lo has trazado?
– En Cotes Fell. Ya lo sabes, Rita.
– ¿Y el Rito?
Polly notó un hormigueo en la nuca. Habría preferido no contestar, pero el poder de su madre aumentaba a cada respuesta que daba. Lo percibía muy bien, como si manara de los dedos de Rita, como si se deslizara barandilla arriba y mojara la palma de la mano de Polly.
– Venus -dijo con vergüenza, y apartó la vista de la cara de Rita. Aguardó las burlas.
No se produjeron. Rita apartó la mano de la barandilla y examinó a su hija con aire pensativo.
– Venus -replicó-. No se trata de fabricar pociones amorosas, Polly.
– Ya lo sé.
– Entonces…
– Pero se trata de amor. Tú no quieres que lo sienta. Lo sé, mamá, pero es inútil y no puedo rechazarlo solo porque a ti te da la gana. Le quiero. ¿No crees que lo dejaría si pudiera? ¿Crees que no rezo para no sentir nada hacia él… o al menos para sentir por él lo que él siente por mí? ¿Crees que me gusta esta tortura?
– Creo que todos elegimos nuestras torturas.
Rita caminó hacia una antigua camarera de palo de rosa, inclinada por la ausencia de dos ruedas. Estaba apoyada contra una de las paredes de la entrada, bajo la escalera; Rita se agachó todo lo que le permitieron sus piernas y abrió el único cajón. Extrajo dos rectángulos de madera.
– Toma -dijo-. Cógelos.
Polly cogió las piezas, sin preguntas ni protestas. Percibió su olor inconfundible, penetrante pero agradable, un aroma embriagador.
– Cedro -dijo.
– Exacto -dijo Rita-. Quémalos en honor a Marte. Pide fuerza, muchacha. Deja el amor a los que no poseen tus dones.
La señora Wragg se marchó nada más anunciar lo ocurrido al vicario. Al afligido: «¿Qué pasó? ¿Cómo demonios murió?» de Deborah, contestó vagamente: «No estoy segura. ¿Era amiga de él?».
No. Por supuesto. No eran amigos. Solo habían compartido unos minutos de conversación en la Galería Nacional, un día de noviembre ventoso y lluvioso. Aun así, el recuerdo de la amabilidad y el preocupado interés de Robin Sage provocó que Deborah se sintiera abrumada, sacudida por una mezcla de sorpresa y pesar, al conocer la noticia de su muerte.
– Lo siento, amor -dijo St. James cuando la señora Wragg cerró la puerta.
Deborah observó la preocupación que nublaba sus ojos, y supo que estaba leyendo sus pensamientos como solo podía hacerlo un hombre que la conocía desde que nació. Calló lo que deseaba decir, adivinó: «No es por tu culpa, Deborah. No posees el don de causar la muerte, pienses lo que pienses…». En cambio, la abrazó.
Por fin, descendieron la escalera situada entre el bar y la oficina a las siete y media. En el pub se agolpaba la habitual multitud vespertina. Granjeros apoyados contra la barra, enzarzados en conversaciones. Amas de casa que disfrutaban de una noche libre reunidas en mesas. Dos parejas mayores comparaban bastones para caminar, mientras seis ruidosos adolescentes bromeaban a voz en grito en una esquina y fumaban cigarrillos.
Josie Wragg emergió de este último grupo, en cuyo centro, jaleada por los comentarios obscenos de sus compañeros, una pareja se magreaba frenéticamente, con alguna pausa ocasional que la chica aprovechaba para echar un trago de la botella y el chico para dar caladas a un cigarrillo. Josie se había cambiado y llevaba lo que parecía ser un uniforme de trabajo, pero el reborde de su falda negra sobresalía en parte, su corbata de lazo roja estaba irremisiblemente torcida, y un largo hilo caía sobre la verde extensión de su pecho.
Pasó por debajo de la barra, cogió al vuelo dos cartas y se encaminó hacia los recién llegados.
– Buenas noches, señores. ¿Se encuentran a gusto? -preguntó en tono formal, sin dejar de mirar con cautela al hombre calvo que manejaba las espitas del pub con aire de autoridad, y que no podía ser otro que el propietario, el señor Wragg.
– Perfectamente -contestó St. James.
– En ése caso, supongo que querrán echar una ojeada a la carta. Recuerden lo que les dije sobre el buey -añadió en voz baja.
Pasaron junto a los granjeros, uno de los cuales, congestionado, agitaba un dedo admonitorio y hablaba de «decirle que es un sendero público… público, ¿me ha oído?», se abrieron paso entre las mesas hasta la chimenea, donde las llamas estaban dando cuenta con rapidez de una pela de abedul plateado, en forma de cono. Miradas de curiosidad les siguieron mientras cruzaban la sala (no solían ir turistas a Lancashire en aquella época del año), pero a sus educados «buenas noches» los hombres respondían con bruscos cabeceos y las mujeres inclinaban la cabeza. Si bien los adolescentes no se movieron de su rincón, como indiferentes a los demás, no parecía tanto egocentrismo de grupo como interés en aprovechar la diversión que les brindaban la rubia y su acompañante, que en aquel momento había deslizado la mano bajo la sudadera amarillo rabioso de la joven. La tela onduló cuando su puño se elevó como un tercer pecho móvil.
Deborah se sentó en un banco, bajo una reproducción en punto de aguja, desteñida y nada puntillista, de Una tarde de domingo en la Grand Jatte. St. James ocupó un taburete frente a su mujer. Pidieron jerez y whisky, y cuando Josie llevó las bebidas a su mesa, colocó el cuerpo de manera que ocultara a los amantes entrelazados.
– Lo lamento -dijo, mientras dejaba el jerez delante de Deborah y lo centraba. Hizo lo mismo con el whisky-. Pam Rice, que se dedica a putear por las noches. No me pregunten por qué. No es mala, solo cuando se junta con Todd. Tiene diecisiete.
Lo dijo como si la edad del muchacho lo explicara todo, pero luego continuó, tal vez pensando que no era suficiente.
– Trece. Pam, quiero decir. Catorce el mes que viene.
– Y treinta y cinco el año que viene, sin duda -replicó con sequedad St. James.
Josie echó un vistazo a la pareja. Pese a su anterior mirada despreciativa, su pecho huesudo se alzó temblorosamente.
– Sí. Bueno… -Se volvió hacia ellos como si le costara cierto esfuerzo-. ¿Qué tomarán? Dejando aparte el buey. El salmón está muy bueno. Y el pato. La ternera está… -La puerta del pub se abrió, y penetró una ráfaga de aire frío que sopló alrededor de sus tobillos como seda al moverse-… cocinada con tomates y setas, y esta noche hemos preparado un lenguado con alcaparras y…
El recitado de Josie se interrumpió cuando, detrás de ella, las conversaciones de los clientes enmudecieron con sorprendente rapidez.
Un hombre y una mujer se habían detenido en la puerta. Una luz colgada del techo dio cuenta del contraste que formaban. Primero, el cabello: el de él, color jengibre; el de ella, negro y veteado de gris, espeso, lacio y cortado a la altura de los hombros. Después, la cara: la de él, juvenil y hermosa, pero de mandíbula y mentón demasiado prominentes; la de ella, fuerte y enérgica, sin maquillaje que disimulara su edad. Y la ropa: él, con chaqueta y pantalones barbour; ella, con una desgastada chaqueta de marinero y téjanos descoloridos, con un parche sobre una rodilla.
Permanecieron inmóviles un momento en la entrada, la mano del hombre apoyada sobre el brazo de la mujer. Aquel llevaba gafas de concha, cuyos cristales capturaban la luz y ocultaban sus ojos y su reacción al silencio que había recibido su aparición. La mujer, no obstante, paseó la vista a su alrededor poco a poco y efectuó un contacto deliberado con todas las caras que tuvieron la valentía de sostener su mirada.
– … alcaparras y… y…
Daba la impresión de que Josie había olvidado el resto de su recitado ensayado. Introdujo el lápiz en su cabello y se rascó el cráneo con él.
El señor Wragg habló desde detrás de la barra, mientras eliminaba la espuma de una jarra de Guinness.
– Buenas noches, agente. Buenas noches, señora Spence. Menudo frío hace esta noche, ¿eh? Esto es el principio de una ola de frío, si quieren saber mi opinión. Tú, Frank Fowler, ¿otra ronda?
Por fin, uno de los granjeros se volvió. Los demás empezaron a imitarle.
– No diré que no, Ben -contestó Frank Fowler, y empujó su jarra hacia el otro lado de la barra.
Ben bajó la espita.
– ¿Tienes tabaco, Billy? -preguntó alguien.
Una silla arañó el suelo como el aullido de un animal. El doble timbre del teléfono sonó en la oficina. Poco a poco, el pub recobró la normalidad.
El policía se acercó a la barra.
– Black Bush y una limonada, Ben -dijo, mientras la señora Spence se encaminaba a una mesa apartada de las demás. Caminó con parsimonia, una mujer muy alta, con la cabeza erguida y los hombros rectos, pero en lugar de sentarse en el banco apoyado contra la pared eligió un taburete para dar la espalda a la sala. Se quitó la chaqueta y dejó al descubierto un jersey de lana color marfil de cuello alto.
– ¿Cómo va todo, agente? -preguntó Ben Wragg-. ¿Su padre ya se ha instalado en la residencia de pensionistas?
El policía contó unas monedas y las dejó sobre la barra.
– La semana pasada -contestó.
– Su padre fue un gran hombre en su tiempo, Colin. Un gran policía.
El agente empujó las monedas hacia Wragg.
– Sí, una gran persona -dijo-. Todos tardamos unos años en darnos cuenta, ¿no?
Cogió los vasos y fue a reunirse con su acompañante.
Se sentó en el banco, de cara a la sala. Paseó la mirada desde la barra a las mesas, una a una. Y los clientes, uno a uno, desviaron la vista. El murmullo de las conversaciones era tan apagado que se oía a la perfección el tintineo metálico de los cacharros en la cocina.
– Creo que esta noche me voy a retirar ya, Ben -dijo un granjero, al cabo de un momento.
– Voy a ver a mi viejo -dijo un segundo.
Un tercero se limitó a tirar un billete de cinco libras sobre la barra y esperó el cambio. Cuando solo habían transcurrido unos minutos desde la llegada del agente y la señora Spence, casi todos los clientes del Crofters Inn habían desaparecido. Solo quedaba un hombre solitario vestido de tweed que daba vueltas a su vaso de ginebra, derrumbado contra la pared, y el grupo de adolescentes, que se habían trasladado a una máquina tragaperras y ponían a prueba su suerte.
Josie había permanecido de pie junto a la mesa todo el rato, con los labios distendidos y los ojos abiertos de par en par. Solo el ladrido de Ben Wragg («Muévete, Josephine») la arrancó de su contemplación.
– ¿Qué van a… cenar? -logró articular, pero no les dio tiempo a elegir-. El comedor está por ahí. Síganme -dijo.
Les guió por una puerta baja contigua a la chimenea, hasta un salón donde la temperatura bajaba en picado sus buenos diez grados y el olor predominante era a pan horneado, en lugar de la mezcla de humo de cigarrillo y cerveza que impregnaba el pub. Les acomodó al lado de un radiador.
– Esta noche tendrán la sala solo para ustedes. Nadie se quedará. Iré a la cocina para encargar lo que han… -Por fin, se dio cuenta de que aún no podía encargar nada. Se mordió el labio-. Lo siento. Tengo la cabeza hecha un lío. Ni siquiera han elegido.
– ¿Pasa algo anormal? -preguntó Deborah.
– ¿Anormal?
El lápiz volvió a su cabello, esta vez con la punta por delante, y lo removió, como si la joven estuviera dibujando en su cráneo.
– ¿Algún problema?
– ¿Problema?
– ¿Se ha metido alguien en líos?
– ¿Líos?
St. James puso fin al juego de repeticiones.
– Creo que jamás había visto a un policía local evacuar un local público con tanta rapidez. Antes de la hora reglamentaria, por supuesto.
– Oh, no -dijo Josie-. No es por el señor Shepherd. Quiero decir… La verdad es… No es que… Han pasado cosas aquí, y ya saben cómo son los pueblos y… Caramba, será mejor que tome su nota. El señor Wragg se pone como una moto si hablo demasiado con los huéspedes. «No han venido a Winslough para que les dé la barrila gente como tú, señorita Josephine.» Eso dice el señor Wragg. Ya saben.
– ¿Es por la mujer que acompaña al policía? -preguntó Deborah.
Josie lanzó una rápida ojeada hacia una puerta giratoria que parecía dar acceso a la cocina.
– No debería hablar.
– Es muy comprensible -dijo St. James, y consultó la carta-. Para mí, champiñones rellenos de primero y el lenguado. ¿Qué quieres, Deborah?
Deborah no tenía el menor deseo de interrumpir su indagación. Decidió que si Josie vacilaba en hablar de un tema, un cambio a otro tal vez soltaría su lengua.
– Josie -dijo-, ¿puedes contarnos algo sobre el vicario, el señor Sage?
– Josie levantó la cabeza de su cuaderno.
– ¿Cómo lo sabe?
La joven extendió el brazo en dirección al pub.
– Lo de ahí fuera. ¿Cómo lo sabe?
– No sabemos nada, excepto que ha muerto. En parte, vinimos a Winslough para verle. ¿Puedes decirnos qué ocurrió? ¿Su muerte fue inesperada? ¿Estaba enfermo?
– No. -Josie clavó la mirada en el cuaderno y dedicó toda su concentración a escribir «champiñones rellenos y lenguado»-. Enfermo, no exactamente. Por poco tiempo, quiero decir.
– ¿Una enfermedad repentina?
– Repentina, sí. Exacto.
– ¿Padecía del corazón? ¿Un infarto, o algo por el estilo?
– Algo… rápido. Ocurrió rápido.
– ¿Una infección? ¿Un virus?
Josie parecía atormentada, desgarrada entre el deseo de hablar y la prudencia de callar. De nuevo garrapateó nerviosamente algo en su cuaderno.
– No fue asesinado, ¿verdad? -preguntó St. James.
– ¡No! -graznó la chica-. Nada de eso. Fue un accidente. De veras. Lo juro. Ella no quería… No pudo… Quiero decir que la conozco. Todos la conocemos. No tenía la intención de hacerle daño.
– ¿Quién? -preguntó St. James.
Los ojos de Josie se desviaron hacia la puerta.
– Es esa mujer -dijo Deborah-. Es la señora Spence, ¿no es cierto?
– ¡No fue un asesinato! -gritó Josie.
Les contó la historia a trancas y barrancas, mientras servía la cena, vertía el vino, traía la tabla de quesos y presentaba el café.
Comida envenenada, dijo. En diciembre. Costó arrancarle la historia, y no dejaba de mirar en dirección a la cocina, como para asegurarse de que nadie la sorprendería in fraganti. El señor Sage hacía sus rondas por la parroquia, visitaba a todas las familias para tomar el té o cenar…
– Según el señor Wragg, labraba su camino hacia la rectitud y la gloria, pero no deben hacerle caso, si saben a qué me refiero, porque nunca va a la iglesia, como no sea por Navidad o para asistir a un funeral.
… y fue a casa de la señora Spence un viernes por la noche. Estaban los dos solos, porque la hija de la señora Spence…
– Maggie es mi mejor amiga.
… estaba pasando la noche con Josie, en el hostal. La señora Spence siempre había dejado claro a cuantos la interrogaban al respecto que no pensaba mucho en ir a la iglesia como regla general, pese a que era el único acontecimiento social del pueblo, pero no iba a ser grosera con el vicario, de modo que cuando el señor Sage quiso hablar con ella para convencerla de que concediera otra oportunidad a la Iglesia anglicana, se prestó a escucharle. Siempre era educada, y el vicario fue aquella noche a su casa, con el libro de oraciones en la mano, dispuesto a recuperarla para la religión. Debía celebrar una boda a la mañana siguiente…
– Para unir a la gata esquelética de Becca Townley-Young y a Brendan Power, ese que estaba en el bar bebiendo ginebra, ¿se fijaron?
… pero no se presentó y por eso todos descubrieron que había muerto.
– Muerto y tieso, con los labios ensangrentados y las mandíbulas bien apretadas.
– Un poco raro para tratarse de un envenenamiento a causa de la comida -observó St. James, dudoso-. Porque si la comida estaba pasada…
No fue un envenenamiento a causa de la comida, les informó Josie, mientras hacía una pausa para rascarse el culo a través de su fina falda. Fue un auténtico caso de comida envenenada.
– ¿Quiere decir que la comida estaba envenenada? -preguntó Deborah.
El veneno estaba en la comida. Chirivía silvestre recogida en el estanque cercano a Cotes Hall.
– Solo que no era chirivía silvestre, como pensaba la señora Spence. En absoluto. En-ab-so-lu-to.
– Oh, no -exclamó Deborah, cuando las circunstancias que rodeaban la muerte del vicario adquirieron mayor claridad-. Qué horror. Qué espanto.
– Era cicuta -dijo Josie sin aliento-. Como lo que Sócrates bebió con su té en Grecia. Ella pensó que era chirivía, la señora Spence, y también el vicario, comió y… -Se llevó las manos a la garganta, emitió sonidos agónicos y paseó una mirada furtiva a su alrededor-. No le digan a mamá que yo se lo conté, ¿eh? Me dará una paliza si se entera. Se ha convertido en una especie de broma macabra entre los tíos del pueblo: ci-cu-ta-ya y allá-que-vas.
– Ci ¿qué? -preguntó Deborah.
– Cicuta -dijo St. James-. El nombre latino de su género: Cicuta maculata. Cicuta virosa. Las especies dependen del hábitat.
Frunció el ceño y jugueteó distraído con el cuchillo que había utilizado para cortar una porción de Gloucester enriquecido. Clavó la punta en un fragmento del queso que quedaba en su plato. Pero en lugar de verlo, por algún motivo, se descubrió revisando un recuerdo surgido de su subconsciente. El profesor Ian Rutheford, de la universidad de Glasgow, que insistía en ir vestido de cirujano hasta a las clases, famoso por la frase: «No se puede sentir aversión hacia un cadáver, damas y caballeros». ¿De dónde coño había surgido, como un demonio escocés procedente del pasado?, se preguntó St. James.
– A la mañana siguiente, no apareció en la boda -continuó en tono afable Josie-. El señor Townley-Young aún se pone como una fiera cuando se acuerda. Hasta las dos y media no consiguieron otro vicario, y el banquete nupcial fue un desastre. Más de la mitad de los invitados ya se habían ido de la iglesia. Algunos piensan que lo hizo Brendan, porque fue un matrimonio a la fuerza, y nadie imagina a un tío condenado a estar casado toda la vida con Becca Townley-Young que no trate de hacer algo desesperado para evitarlo… Me estoy pasando otra vez y, si mamá se entera, me meteré en un buen lío. A mamá le caía bien el señor Sage.
– ¿Y a ti?
– También. A todo el mundo, menos al señor Townley-Young. Decía que el vicario era «progresista», porque el señor Sage no utilizaba incienso y no se vestía con raso y encaje. Si quieren saber mi opinión, para ser vicario se necesitan cosas más importantes, y el señor Sage sabía cuáles eran.
St. James apenas escuchaba la cháchara de la joven. Les sirvió café y tendió una decorativa bandeja de porcelana, sobre la cual reposaban seis petit fours, con una notable capa de azúcar coloreada, bastante discutible desde el punto de vista gastronómico.
Al vicario le gustaba visitar a sus feligreses, explicó Josie. Promovió un grupo juvenil -del que ella era miembro y vicepresidente- a propósito, procuraba fortalecer los lazos familiares e intentaba que la gente volviera a la iglesia. Sabía el nombre de todos los habitantes del pueblo. Los martes por la tarde, daba clase a los niños de la escuela primaria. Salía a recibir cuando estaba en casa. No se daba aires.
– Le conocí en Londres -dijo Deborah-. Me pareció muy amable.
– Lo era. En serio. Por eso, cuando la señora Spence aparece, las cosas se ponen un poco difíciles.
Josie se inclinó sobre la mesa y movió la servilleta de papel sobre la que descansaban los petit fours, hasta centrarlos en la bandeja. Empujó la bandeja hacia las lamparitas adornadas con borlas de la mesa, para que se destacara mejor la confección de las capas de azúcar.
– O sea -continuó Josie-, no sería lo mismo si otra persona hubiera cometido una equivocación; mamá, por ejemplo.
– Da igual quién cometiera la equivocación, porque todo el mundo miraría a esa persona con malos ojos durante un tiempo -observó Deborah-, teniendo en cuenta que el señor Sage era muy apreciado.
– No es eso -replicó Josie-. La señora Spence es una herbolaria, así que habría tenido que saber muy bien lo que arrancaba de la tierra antes de sacarlo a la maldita mesa. Eso es lo que la gente dice. En el pub. Ya saben. Se regodean en la historia y no la sueltan. Les importa un pimiento el resultado de la investigación.
– ¿Una herbolaria que no reconoció la cicuta? -preguntó Deborah.
– Eso es lo que les come el tarro.
St. James escuchaba en silencio, mientras contemplaba la superficie del queso, sembrada de cráteres. Ian Rutherford regresó de improviso. Alineó sobre la mesa de trabajo los tarros con muestras, que sacaba de un carrito con el cuidado de un experto, mientras el olor a formaldehído que emanaba de su persona todo el rato, como un perfume espectral, terminaba con las ganas de comer de todos los presentes. «Vamos a los primeros síntomas, queridos míos», anunciaba alegremente, en tanto extraía cada tarro con un movimiento elegante. «Dolor abrasador en el esófago, exceso de salivación, náuseas. A continuación, mareos antes de que se inicien las convulsiones. Estas son espasmódicas, y producen rigidez en la musculatura. El cierre convulsivo de la boca impide los vómitos.» Tabaleó con los dedos sobre la tapa metálica de un tarro, satisfecho, en el que daba la impresión de flotar un pulmón humano. «La muerte se produce al cabo de quince minutos, o en un máximo de ocho horas. Asfixia. Fallo cardíaco. Paro respiratorio total.» Otro tabaleo sobre la tapa. «¿Alguna pregunta? ¿No? Estupendo. Basta ya de cicutoxina. Vamos al curare. Primeros síntomas…»
Pero St. James sentía ya síntomas propios, pese al cotorreo de Josie: desasosiego al principio, una clara inquietud. «Aquí tenemos un caso apropiado», estaba diciendo Rutherford, pero la circunstancia y la naturaleza del caso eran escurridizos como anguilas. St. James dejó su cuchillo sobre la mesa y cogió un petit four. Tuvo la impresión de que Josie aprobaba su elección.
– Hice la capa yo misma -anunció-. Creo que los de color rosa y verde son los de mejor aspecto.
– ¿Qué clase de herbolaria? -preguntó St. James.
– ¿La señora Spence?
– Sí.
– Del tipo curandero. Coge hierbas en el bosque y las colinas, las mezcla y las machaca. Para fiebres, retortijones, resfriados y tal. Maggie, la señora Spence es su madre, es mi mejor amiga y una persona maravillosa, nunca ha ido a un médico, por lo que yo sé. Cuando le duele algo, su mamá le aplica un emplasto. Si tiene fiebre, su mamá prepara un poco de té. Un día que fui a visitarlas a la mansión, viven en Cotes Hall, me dolía la garganta. Me dio algo para hacer gárgaras, y por la noche ya estaba curada.
– Por lo tanto, entiende de plantas.
Josie cabeceó.
– Por eso, cuando murió el señor Sage, las cosas se le pusieron mal. Cómo no iba a saberlo, se preguntaba la gente. O sea, yo no distinguiría la chirivía del heno, pero la señora Spence…
Su voz enmudeció y extendió las manos en un gesto muy expresivo.
– Supongo que la investigación esclareció todo eso -dijo Deborah.
– Oh, sí. Justo encima de la escalera, en el Tribunal de la Magistratura. ¿Aún no lo han visto? Vayan a echar un vistazo antes de ir a la cama.
– ¿Quién declaró? -preguntó St. James. La respuesta prometía la renovación de su inquietud, y estaba seguro de cuál sería-. Aparte de la señora Spence.
– El agente de policía.
– ¿El hombre que la acompañaba esta noche?
– Exacto. El señor Shepherd. Él encontró al señor Sage, quiero decir, el cadáver, en el sendero peatonal que va a Cotes Hall y el páramo, el sábado por la mañana.
– ¿Se encargó de la investigación solo?
– Sí, por lo que yo sé. Es nuestro policía, ¿no?
St. James vio que su mujer se volvía hacia él, impulsada por la curiosidad, mientras levantaba un dedo para juguetear con un rizo de su cabello. No dijo nada, pero le conocía lo bastante como para comprender la dirección de sus pensamientos.
No era problema suyo, pensó St. James. Habían venido al pueblo de vacaciones. Lejos de Londres y lejos de su hogar, donde no habría distracciones profesionales o domésticas que impidieran iniciar el diálogo tan necesario.
Sin embargo, no era tan fácil alejarse de las dos docenas de preguntas científicas y procesales que eran como una segunda naturaleza para él y pedían a gritos una respuesta. Aún era menos fácil alejarse del insistente monólogo de Ian Rutherford. Incluso ahora, tocaba una pegadiza y oscura melodía en el interior de su cráneo. «Tenéis que fijaros en la parte más gruesa de la planta, queridos míos. Muy peculiar esta pequeña belleza, tallo y raíz. El tallo es grueso, como observaréis, y lleva no una, sino varias raíces. Cuando efectuamos un corte en la superficie del tallo, así, obtenemos el auténtico olor de la cicuta sin depurar. Ahora, para repasar… ¿Quién hará los honores?» Y bajo unas cejas que parecían plantas silvestres, los ojos azules de Rutherford escudriñaban el laboratorio, siempre a la búsqueda del estudiante desafortunado que aparentaba haber asimilado hasta la menor información. Poseía un don especial para detectar la confusión y el aburrimiento, y cualquiera que experimentara una de ambas reacciones ante la disertación de Rutherford tenía todos los números para ser convocado a repasar el material, al final de la clase. «Señor Allcourt-St. James. Ilumínenos, por favor. ¿O acaso le pedimos demasiado en esta bella mañana?»
St. James oyó las palabras como si todavía se encontrara en aquella habitación de Glasgow, todos con veintiún años y sin pensar en toxinas orgánicas, sino en la joven que por fin se había llevado a la cama durante su última estancia en casa. Turbado su ensueño, llevó a cabo un valiente intento de improvisar una respuesta a la petición del profesor. Cicuta virosa, dijo, y carraspeó en un esfuerzo por conseguir tiempo, «principio tóxico cicutoxina, que actúa directamente sobre el sistema nervioso central, un violento convulsivo y…». El resto era un misterio.
«¿Y, señor St. James? ¿Y? ¿Y?»
Ay. Sus pensamientos estaban demasiado apegados al dormitorio. No recordaba nada más.
Pero aquí en Lancashire, más de quince años después, Josephine Eugenia Wragg dio la respuesta.
– Ella siempre guarda raíces en el sótano. Patatas, zanahorias, chirivías y todo eso, cada una en un cubo distinto, y corrió el rumor de que, si no había envenenado al vicario a propósito, alguien tenía que haber entrado y mezclado la cicuta con las otras chirivías, a la espera de que la cocinaran y comieran, pero ella afirmó en la encuesta que eso no era posible, puesto que el sótano siempre estaba cerrado con llave. Y todo el mundo dijo, muy bien, aceptamos que ese es el caso, pero ella tendría que haber sabido que no era chirivía, para empezar, porque…
Por supuesto que tendría que haberlo sabido. Por la raíz. Y ese había sido el punto principal de Ian Rutherford. Esa era la respuesta que esperaba, impaciente, de su alumno soñador y negligente.
«Las oraciones no sirven para nada en la ciencia, querido.» Sí. Bien. Ya se ocuparían de eso.
Otra vez aquel ruido. Sonaba como pasos vacilantes sobre la grava. Al principio, pensó que procedía del patio, y aunque sabía que la idea no era tranquilizadora, sus temores se calmaron en parte al pensar que, quienquiera que caminara en la oscuridad, no parecía dirigirse a la casa del vigilante, sino a Cotes Hall. Y tenía que ser un hombre, decidió Maggie Spence. Acechar de noche en la cercanía de edificios antiguos no era un comportamiento propio de mujeres.
Maggie sabía que debía estar alerta, teniendo en cuenta todo lo sucedido en la mansión durante los últimos meses, teniendo en cuenta sobre todo el estropicio perpetrado en aquella extravagante alfombra la semana pasada. Estar alerta era, a fin de cuentas, lo único que le había pedido su mamá, aparte de hacer los deberes, antes de marcharse con el señor Shepherd aquella noche.
– Solo estaré fuera unas horas, querida -le dijo mamá-. Si oyes algo, no salgas. Solo telefonea. ¿Entendido?
Cosa que debería hacer ahora, como Maggie bien sabía. Al fin y al cabo, tenía los números. Estaban abajo, junto al teléfono de la cocina. La casa del señor Shepherd, Crofters Inn y el hogar de los Townley-Young, por si acaso. Les había echado un vistazo cuando mamá se marchó, y quiso decir con burlona inocencia: «Pero solo vas al hostal, ¿verdad, mamá? ¿Por qué me das también el teléfono del señor Shepherd?». Pero Maggie ya sabía la respuesta a esa pregunta, y si la formulaba, solo conseguiría violentar a ambos.
Sin embargo, en ocasiones, deseaba violentarles. Quería gritar ¡veintitrés de marzo! Sé lo que pasó, sé que ese día lo hicisteis, incluso sé dónde, y cómo. Pero nunca lo hacía. Aunque no les hubiera visto juntos en la sala de estar -por llegar demasiado temprano a casa después de una discusión en el pueblo con Josie y Pam-, y aunque no hubiera escapado por la ventana, con las piernas temblorosas al ver a mamá y lo que estaba haciendo, y aunque no se hubiera sentado a reflexionar sobre ello en la terraza invadida por las malas hierbas de Cotes Hall, con Punkin aovillado a sus pies como una bola de color naranja atigrada, aun en ese caso lo habría sabido. Era obvio, cuando el señor Shepherd, desde aquella ocasión, miraba a mamá con ojos de cordero degollado y la boca entreabierta, y mamá procuraba por todos los medios no mirarle.
– ¿Lo estaban haciendo? -había susurrado Josie Wragg, sin aliento-. ¿Y tú les viste hacerlo, en realidad, de veras, sin el menor asomo de duda? ¿Desnudos y tal? ¿En la sala de estar? ¡Maggie!
Encendió un Gauloise y se tendió en la cama. Todas las ventanas estaban abiertas para que el humo escapara y su madre no supiera lo que estaba haciendo, si bien Maggie opinaba que ni toda la brisa del mundo lograría eliminar el asqueroso olor que desprendían los cigarrillos franceses favoritos de Josie. Encajó el suyo entre los labios y se llenó la boca de humo. Lo exhaló. Aún no dominaba el arte de inhalarlo, y tampoco estaba segura de desearlo.
– No se habían quitado toda la ropa -dijo-. Mamá, no, al menos. Quiero decir, no se había quitado ni una prenda. No era necesario.
– ¿Que no era necesario…? Entonces, ¿qué estaban haciendo? -preguntó Josie.
– Por Dios, Josephine. -Pam Rice bostezó. Agitó la cabeza, y su espléndida cabellera de bucles dorados quedó, como siempre, inmaculada, cada pelo en su sitio-. Piensa por una vez en tu vida, ¿quieres? ¿Qué crees que estaban haciendo? Se supone que tú eres la experta por estos andurriales.
Josie frunció el ceño.
– No entiendo cómo… Vamos, si iba vestida.
Pam alzó los ojos al techo, con expresión de paciencia martirizada. Dio una larga bocanada a su cigarrillo, exhaló e inhaló algo que ella llamaba franchute.
– La tenía en la boca -dijo-. B-o-c-a. ¿He de hacerte un dibujo, o ya lo has captado?
– En la… -Josie pareció confusa. Tocó su lengua con las yemas de los dedos, como si ese gesto la ayudara a comprender mejor-. ¿Quieres decir que tenía su cosa…?
– ¿Su cosa? Dios. Se llama pene, Josie. P-e-n-e. ¿Comprendido? -Pam rodó sobre su estómago y contempló con los ojos entornados la punta encendida del cigarrillo-. Solo puedo decir que ojalá obtuviera algo a cambio, cosa que dudo, estando vestida de pies a cabeza. -Otro movimiento perfecto de su cabello-. Todd sabe bien que no debe terminar antes de que yo me haya corrido, te lo aseguro.
Josie frunció el ceño. Era evidente que todavía estaba asimilando la información. Siempre alardeando de ser la autoridad viviente en materia de sexualidad femenina -cortesía de un sobado ejemplar de El animal sexual femenino desencadenado en casa, volumen I, que había sacado del cubo de la basura después de que su madre lo tirara, al cabo de dos meses de intentar, a instancias de su marido, «desarrollar la libido o algo por el estilo»-, y ahora la pillaban en fuera de juego.
– ¿Se…? -Dio la impresión de que luchaba por encontrar la palabra apropiada-. ¿Se movían o algo así, Maggie?
– Joder -dijo Pam-. ¿Es que no sabes nada? Nadie necesita moverse. Basta con que ella chupe.
– Con que ella… -Josie aplastó el cigarrillo en el antepecho de la ventana-. ¿La mamá de Maggie? ¿Con un tío? ¡Qué desagradable!
Pam lanzó una risita lánguida.
– No. Es «desencadenado». Justo y apropiado, si quieres saber mi opinión. ¿No mencionaba eso tu libro, Jo, o solo hablaba de meter tus tetas en nata montada y servirlas con fresas a la hora del té? Ya sabes, «haz de la vida de tu hombre una sorpresa constante».
– No tiene nada de malo que una mujer obedezca a su naturaleza sensual -replicó Josie con cierta dignidad. Bajó la cabeza y rascó una costra de su rodilla-. O a la de un hombre.
– Sí. Muy cierto. Una verdadera mujer ha de saber cómo y dónde provocar un hormigueo. ¿No crees, Maggie? -Pam utilizó su irritante habilidad de lograr que sus ojos parecieran inocentes y más azules de lo que eran-. ¿No crees que es importante?
Maggie cruzó las piernas al estilo indio y se pellizcó el canto de la mano. Era la forma de recordarse que no debía admitir nada. Sabía qué información deseaba extraerle Pam, y advirtió que Josie también lo sabía, pero nunca había hurgado en un alma, y no iba a empezar con la suya.
Josie acudió al rescate.
– ¿Dijiste algo? Después de verles, quiero decir.
No. Entonces no, al menos. Y cuando por fin se decidió, a modo de histérica acusación, expresada a gritos entre la ira y la autodefensa, la reacción de mamá había consistido en abofetearla. No una, sino dos veces, y con toda su fuerza. Un segundo después, tal vez al observar la expresión de sorpresa y conmoción que había aparecido en el rostro de Maggie, pues mamá jamás la había pegado, mamá lanzó un grito, como si hubiera recibido ella las bofetadas, atrajo a Maggie hacia sí y la abrazó con tal violencia que Maggie se quedó sin aliento. Aun así, no habían hablado del tema.
– Es asunto mío, Maggie -había dicho con firmeza mamá.
Estupendo, pensó Maggie. Yo también tengo un asunto.
Pero no era así, en realidad. Mamá no lo permitió. Después de la pelea, había llevado el té de la mañana a la habitación de Maggie durante quince días seguidos. Permanecía de pie y comprobaba que Maggie bebiera hasta la última gota. Ante sus protestas, decía: «Yo sé lo que es mejor». Cuando el dolor atenazaba el estómago de Maggie, y ella gemía, mamá decía: «Ya pasará, Maggie», y secaba su frente con un paño mojado y suave.
Maggie estudió las negras sombras de su dormitorio y escuchó de nuevo. Se concentró para distinguir el sonido de pasos del viento que empujaba una vieja botella de plástico sobre la grava. No había encendido las luces de arriba, pero caminó de puntillas hacia la ventana y escudriñó la noche, con la tranquilidad de poder mirar sin ser vista. En el patio, las sombras que arrojaba el ala este de Cotes Hall creaban grandes cavernas de oscuridad. Proyectadas desde los tímpanos de la mansión, bostezaban como pozos y ofrecían más que amplia protección a cualquiera que deseara ocultarse. Los escrutó de uno en uno y trató de distinguir si una forma voluminosa pegada a una pared lejana era tan solo un arbusto de tejo que necesitaba una poda o un merodeador forzando una ventana. No llegó a ninguna conclusión. Deseó que mamá y el señor Shepherd regresaran.
En el pasado, nunca había temido quedarse sola, pero poco después de su llegada a Lancashire, había desarrollado cierto rechazo a estar sola en la casa, tanto de día como de noche. Quizá era una reacción infantil, pero en cuanto mamá salía con el señor Shepherd, en cuanto entraba en el Opel para irse, o se encaminaba al sendero peatonal, o se internaba en el robledal para buscar plantas, Maggie experimentaba la sensación de que las paredes se cerraban sobre ella, milímetro a milímetro. Solo era consciente de estar sola en el terreno de Cotes Hall, y aunque Polly Yarkin vivía al final del camino, las separaba más de un kilómetro, y por más que chillara, si en algún momento necesitaba su ayuda, no la oiría.
A Maggie le daba igual saber dónde guardaba mamá su pistola. Aunque la hubiera utilizado antes para tirar al blanco, cosa que jamás había hecho, no se podía imaginar apuntando a alguien, y mucho menos apretando el gatillo. Por lo tanto, cuando estaba sola, se refugiaba en su dormitorio como un topo. Si era de noche, mantenía las luces apagadas y esperaba a escuchar el sonido de un coche que se acercara o la llave de mamá al introducirse en la cerradura de la puerta principal. Y mientras aguardaba, escuchaba los ronquidos felinos de Punkin, que surgían como nubes de humo audible del centro de la cama. Apretaba su álbum de recortes contra el pecho, con la vista clavada en la pequeña librería de abedul, sobre la cual descansaba el viejo elefante Bozo, rodeado de los demás animales de peluche con donaire tranquilizador. Pensó en su padre.
Eddie Spence existió en su infancia, fallecido antes de cumplir los treinta, su cuerpo retorcido entre los restos de su coche de carreras siniestrado, en Montecarlo. Era el héroe de una historia secreta que mamá solo había insinuado una vez, al decir: «Papá murió en un accidente automovilístico, querida», y «Por favor, Maggie, no puedo hablar de eso con nadie», y sus ojos se anegaron de lágrimas cuando Maggie intentó saber más. A menudo, Maggie intentaba conjurar en su memoria el rostro de su padre, pero el esfuerzo era en vano. Acunaba en sus brazos lo que quedaba de papá: las fotos de coches de Fórmula 1 que recortaba y atesoraba, y que pegaba en su Libro de Acontecimientos Importantes, junto con cuidadosas anotaciones sobre todos los Grand Prix.
Se dejó caer sobre la cama, y Punkin se removió. Levantó la cabeza, bostezó y estiró las orejas. Se movieron como un radar en dirección a la ventana; se incorporó de un único y ágil movimiento, y saltó en silencio desde la cama al antepecho, donde se agazapó y agitó la cola ante sus patas delanteras.
Maggie vio desde la cama que el animal inspeccionaba el patio al igual que ella unos minutos antes; sus ojos parpadeaban lentamente, sin dejar de remover la cola. Sabía, por haber estudiado el tema en su niñez, que los gatos son hipersensibles a los cambios que se producen en el entorno, por lo cual experimentó cierto alivio, segura de que Punkin la avisaría en cuanto ocurriera algo que pudiera avivar sus temores.
Un viejo tilo se erguía ante la ventana, y sus ramas crujieron. Maggie aguzó el oído. Ramas diminutas arañaron el cristal. Algo rozó el arrugado tronco del árbol. Solo era el viento, se dijo Maggie, pero en aquel momento, Punkin dio la señal de que algo no iba bien. Se incorporó con el lomo arqueado.
El corazón de Maggie se aceleró. Punkin saltó desde el antepecho y aterrizó sobre la raída alfombra. Salió por la puerta como un torbellino anaranjado antes de que Maggie comprendiera que alguien había trepado al árbol.
Y entonces, ya fue demasiado tarde. Oyó el golpe suave de un cuerpo al caer sobre el tejado de la casa. A continuación, pasos sigilosos. Después, un suave repiqueteo sobre el cristal.
Esto último era absurdo. Por lo que ella sabía, los revientapisos no se anunciaban. A menos, por supuesto, que intentaran averiguar si había alguien en casa, pero aun en ese caso, parecía más sensato pensar que se limitarían a llamar a la puerta con los nudillos, o a tocar el timbre y esperar.
Le entraron ganas de gritar: «Te has equivocado de sitio, seas quien seas, querías asaltar la mansión, ¿verdad?», pero en cambio dejó el álbum de recortes junto a la cama y se ocultó en las sombras. Sintió un hormigueo en las palmas de las manos. Su estómago se revolvió. Lo que más deseaba era llamar a su madre, pero no le serviría de nada. Un momento después, se alegró.
– ¿Estás ahí, Maggie? -le oyó llamar en voz baja-. Abre, ¿quieres? Se me está helando el culo.
¡Nick! Maggie atravesó la habitación como una flecha. Le vio, acuclillado en la pendiente del tejado, frente a la ventana del dormitorio, sonriente, su sedoso cabello negro acariciándole las mejillas, como alas de ave. Forcejeó con la cerradura. Nick, Nick, pensó cuando estaba a punto de abrir la ventana, y oyó a su madre decir: «No quiero que vuelvas a estar a solas con Nick Ware. ¿Está claro, Margaret Jane? Se acabó. Nunca más». Sus dedos la traicionaron.
– ¡Maggie! -susurró Nick-. ¡Déjame entrar! Hace frío.
Había dado su palabra. Mamá casi había llorado durante aquella discusión, y la visión de aquellos ojos enrojecidos por culpa del comportamiento y las palabras hirientes de Maggie le habían arrancado la promesa, sin detenerse a pensar en su auténtico significado.
– No puedo -dijo.
– ¿Qué?
– Nick, mamá no está en casa. Ha ido al pueblo con el señor Shepherd. Le prometí…
La sonrisa del joven se ensanchó.
– Estupendo. Fantástico. Vamos, Mag, déjame entrar.
Maggie tragó el nudo que se había formado en su garganta.
– No puedo. No puedo verte a solas. Lo prometí.
– ¿Por qué?
– Porque… Nick, ya lo sabes.
Nick, que tenía apoyada una mano contra la ventana, la dejó caer a un costado.
– Solo quería enseñarte… Oh, coño.
– ¿Qué?
– Nada. Olvídalo. Da igual.
– Dímelo, Nick.
El chico ladeó la cabeza. Llevaba el cabello muy corto, pero demasiado largo por arriba, como los demás chicos, aunque a él nunca le quedaba mal, sino al contrario, como si hubiera inventado el estilo.
– Nick.
– Solo una carta. Da igual. Olvídalo.
– ¿Una carta? ¿De quién?
– Carece de importancia.
– Pero si has venido hasta aquí… -Entonces, recordó-. Nick, ¿no será de Lester Piggott? ¿Es eso? ¿Ha contestado a tu carta?
Costaba creerlo, pero Nick escribía a los jockeys sin parar, y su colección de cartas aumentaba día a día. Había recibido contestación de Pat Eddery, Graham Starkey y Eddie Hide, pero Lester Piggott era un fuera de serie, sin duda.
Abrió la ventana. El viento frío se introdujo como una nube en la habitación.
– ¿Es eso? -preguntó.
Nick sacó un sobre de su vieja chaqueta de cuero, que afirmaba ser un regalo ofrecido a su tío abuelo por un piloto norteamericano, durante la Segunda Guerra Mundial.
– No es gran cosa -dijo Nick-. Solo «Gracias por tu carta, muchacho», pero está firmada por él. Nadie pensó que me contestaría, ¿te acuerdas, Mag? Quería que lo supieras.
Se le antojó una maldad dejarle fuera, cuando había venido con un propósito tan inocente. Ni siquiera mamá se opondría.
– Entra.
– No quiero causarte problemas con tu mamá.
– No pasa nada.
El muchacho introdujo su larguirucho cuerpo por la ventana y se abstuvo de cerrarla.
– Pensaba que ya te habrías acostado. Estuve observando las ventanas.
– Pues yo pensé que eras un merodeador.
– ¿Por qué no has encendido las luces?
Ella bajó los ojos.
– Estaba asustada. Sola.
Cogió el sobre y admiró la dirección: «Señor Nick Ware, Skelshaw Farmu». Estaba escrito con mano firme y decidida. La devolvió a Nick.
– Me alegro de que te respondiera. Imaginaba que lo haría.
– Me acordé. Por eso quería verte.
Se apartó el pelo de la cara y paseó la vista por la habitación. Maggie le observó, temerosa. Repararía en todos los animales de peluche y en sus muñecas, sentadas en la silla de mimbre. Se acercaría a los estantes y vería Los chicos del tren entre sus demás libros favoritos de la infancia. Se daría cuenta de lo niña que era. Entonces, no querría salir con ella. Ni tan solo saludarla, probablemente. ¿Por qué no lo había pensado mejor antes de dejarle entrar?
– Nunca había estado en tu dormitorio -dijo Nick-. Es muy bonito, Mag.
Ella notó que sus temores se disipaban. Sonrió.
– Sí.
– Hoyuelos -dijo Nick, y acarició con el dedo índice la pequeña depresión de su mejilla-. Me gusta cuando sonríes.
Bajó la mano hasta su brazo, a modo de prueba. Ella sintió sus dedos fríos, incluso a través del jersey.
– Estás helado -dijo.
– Hace frío fuera.
Maggie era muy consciente de haberse adentrado en territorio prohibido, y en plena oscuridad. Con él a su lado, la habitación se le antojó más pequeña, y reconoció que lo más apropiado sería conducirle a la planta baja para que saliera por la puerta. Solo que estaba con ella y no deseaba que se marchara, no sin darle alguna señal, como mínimo, de que seguía presente en sus pensamientos, pese a todo lo que había ocurrido en sus vidas desde octubre. No era suficiente saber que a Nick le gustaba su sonrisa y tocar el hoyuelo de su mejilla. Siempre se decía que a la gente le gustaba las sonrisas de los niños. Ella no era una niña.
– ¿Cuándo volverá tu madre? -preguntó Nick.
«De un momento a otro» era la verdad. Pasaban de las nueve. Pero si decía la verdad, Nick se iría al instante. Quizá lo haría por su bien, o para evitarle problemas, pero lo haría de todos modos.
– No lo sé -contestó-. Se fue con el señor Shepherd.
Nick sabía lo de mamá y el señor Shepherd, de modo que debía comprender lo que significaba aquella frase. Lo demás era asunto suyo.
Maggie hizo ademán de cerrar la ventana, pero la mano de Nick seguía apoyada en su brazo, así que fue fácil para él impedírselo. No fue brusco. Se limitó a besarla, apretó la lengua contra sus labios como una promesa, y ella le recibió.
– Tardará un rato, entonces. -La boca de Nick descendió hacia su cuello. Maggie sintió escalofríos-. Ya llevan tiempo saliendo.
La conciencia de Maggie le dijo que debía defender a su mamá de la interpretación que Nick había hecho de las habladurías, pero los escalofríos recorrían sus brazos y piernas cada vez que él la besaba, impidiendo que pensara con lucidez. Aun así, tomó la decisión de responder con firmeza cuando la mano de Nick se desplazó hasta su pecho y sus dedos empezaron a juguetear con el pezón. Lo movió con suavidad de un lado a otro, hasta que ella lanzó un gemido, a causa del dolor, y el calor hormigueante. El disminuyó la presión y empezó el proceso desde el principio. Era una sensación estupenda. Más que estupenda.
Sabía que debería hablar de mamá, que debería explicar ciertas cosas, pero solo podía aferrarse a ese pensamiento cuando los dedos de Nick la liberaban. En cuanto empezaban a acariciarla de nuevo, solo podía pensar en el hecho de que no quería suscitar una discusión que estropeara su buen entendimiento.
– Mamá y yo hemos llegado a un acuerdo -dijo, con las escasas fuerzas que le quedaban, y notó que él sonreía contra su boca. Era un chico listo, Nick. Era muy probable que no la hubiera creído ni por un momento.
– Te he echado de menos -susurró el muchacho, y la apretó contra él-. Dios, Mag. Haz algo.
Sabía lo que él quería. Y ella quería hacerlo. Quería sentir de nuevo Aquello a través de sus téjanos, que se ponía rígido y grande gracias a ella. Apretó la mano contra Aquello. Nick movió los dedos de Maggie arriba, abajo y alrededor.
– Jesús -susurró-. Jesús, Mag.
Movió los dedos de Maggie sobre Aquello, hasta la misma punta. Los enroscó a Su alrededor. Estaba bien tieso. Ella lo apretó con suavidad, y después con más fuerza, cuando él gruñó.
– Maggie -dijo-. Mag.
Su respiración era agitada. Nick le quitó el jersey. Maggie sintió la caricia del viento nocturno sobre su piel. Y luego, solo sintió las manos de Nick sobre sus pechos. Y luego, solo su boca, cuando los besó.
Estaba húmeda. Estaba flotando. Los dedos posados sobre los téjanos de Nick ni siquiera eran suyos. No era ella quien bajaba la cremallera. No era ella quien le desnudaba.
– Espera, Mag. Si tu mamá llega…
Ella le calló a besos. Acarició sus partes más tiernas, y Nick la ayudó a cerrar los dedos sobre sus globos de carne. Gimió, deslizó las manos bajo la camisa de la muchacha, y sus dedos dibujaron círculos incandescentes entre las piernas de Maggie.
Y de repente, se encontraron en la cama, el cuerpo de Nick sobre ella, como un árbol pálido, su propio cuerpo ya preparado, las caderas alzadas, las piernas abiertas. Nada más importaba.
– Dime cuándo he de parar -dijo Nick-. ¿De acuerdo, Maggie? Esta vez, no lo haremos. Tú solo dime cuándo he de parar. -Apretó Aquello contra ella. Frotó Aquello contra ella. La punta de Aquello, toda la longitud de Aquello-. Dime cuándo he de parar.
Solo una vez más. Solo esta vez. No podía ser un pecado tan horrible. Ella le apretó contra sí, deseosa de su proximidad.
– Maggie. Mag, ¿no crees que deberíamos parar?
Maggie estrujó Aquello en su mano.
– Mag, en serio. No puedo aguantarme.
Ella alzó la boca para besarle.
– Si llega tu madre…
Lenta, incesantemente, ella movió sus caderas.
– Maggie. No podemos. Hundió Aquello en sus entrañas.
Guarra, pensó. Guarra, pendón, puta. Estaba tendida en la cama, con la vista fija en el techo. Las lágrimas nublaban su visión, resbalaban por sus sienes y caían hacia las orejas.
No soy nada, pensó. Soy un pendón. Una puta. Lo haré con cualquiera. Ahora solo es Nick, pero si otro tío me Lo quiere meter mañana, probablemente le dejaré. Soy una guarra. Una puta.
Se incorporó y pasó las piernas por el borde de la cama. Miró al otro lado de la habitación. El elefante Bozo exhibía su habitual expresión de confusión paquidérmica, pero daba la impresión de que aquella noche había algo más en su cara. Disgusto, sin duda. Había decepcionado a Bozo, pero no tenía comparación con lo que se había hecho a ella misma.
Saltó de la cama y se arrodilló en el suelo. Notó los surcos de la raída alfombra en sus rodillas. Enlazó las manos en actitud de rezar y trató de pensar en las palabras que la conducirían a obtener el perdón.
– Lo siento -susurró-. No quería que pasara. Dios, pensé para mí, si me besa, sabré que todo sigue igual entre nosotros, pese a la promesa que le hice a mamá, solo que cuando me besa de aquella manera no quiero que pare, y después hace otras cosas y yo quiero que las haga, y después quiero más. No quiero que termine, y sé que está mal. Lo sé, pero no puedo evitar la tentación. Lo siento, Dios, lo siento. No permitas que ocurra algo malo por culpa de esto, por favor. No volverá a pasar. No le dejaré. Lo siento.
Pero ¿cuántas veces perdonaría Dios, cuando ella sabía que estaba mal y Él sabía que ella lo sabía y ella lo hacía de todos modos, porque quería tener cerca a Nick? Era imposible hacer tratos incesantes con Dios sin que él se preguntara sobre la naturaleza del acuerdo que estaba llevando a cabo. Iba a pagar un precio muy elevado por sus pecados, y solo era cuestión de tiempo que Dios se decidiera a pasar cuentas.
– Dios no se comporta de esa forma, querida. No lleva las cuentas. Es capaz de infinitos actos de perdón. Por eso es nuestro Ser Supremo, el modelo que debemos seguir. No podemos aspirar a alcanzar su nivel de perfección, desde luego, y tampoco lo espera de nosotros. Se limita a pedir que intentemos mejorar, que aprendamos de nuestros errores, y que comprendamos los de los demás.
Con qué sencillez lo había expuesto el señor Sage cuando la había encontrado en la iglesia, aquella noche del pasado octubre. Maggie estaba arrodillada en el segundo banco, frente al crucifijo, con la frente apoyada sobre sus manos enlazadas. Sus oraciones eran muy similares a la de esta noche, solo que entonces había sido la primera vez, sobre un montón de arrugadas telas alquitranadas, rígidas por la pintura, en un rincón de la trascocina de Cotes Hall, cuando Nick la desnudó, la tendió en el suelo, la puso a punto a punto a punto.
– No lo haremos -había dicho, como esta noche-. Dime cuándo he de parar, Mag.
Y no cesó de repetir «dime cuándo he de parar Maggie, dime dime», mientras le cubría la boca con la suya y sus dedos obraban efectos mágicos entre sus piernas y ella se apretaba y apretaba contra su mano. Deseaba calor y proximidad. Necesitaba que la abrazaran. Ansiaba ser parte de algo más que ella misma. El era la promesa viviente de todo cuanto deseaba, allí en la trascocina. Solo tenía que acceder.
Lo inesperado fue la reacción posterior, el momento en que «las chicas buenas no lo hacen» inundó su conciencia como el diluvio de Noé: los chicos no respetan a las chicas que… Se lo cuentan a todos sus amigos… Basta con que digas no, tú puedes hacerlo… Solo quieren una cosa, solo piensan en una cosa… ¿Quieres pillar una enfermedad?… Si te quedas embarazada, ¿crees que él seguirá mostrándose tan ardiente?… Te has entregado una vez, has cruzado una barrera con él, ahora te perseguirá una y otra vez… No te quiere, si lo hiciera, no habría…
Y por eso había ido a San Juan Bautista para asistir a las vísperas. Apenas había escuchado la lectura. Apenas había escuchado los himnos. Casi todo el rato había clavado la vista en el crucifijo y el altar que se alzaba al otro lado. En él, los Diez Mandamientos, grabados en ominosas tablas de bronce individuales, ocupaban los retablos, y la atención de Maggie se centró, sin que pudiera evitarlo, en el sexto mandamiento. Era la fiesta de la cosecha. Los peldaños del altar estaban sembrados de ofrendas. Gavillas de trigo, calabacines amarillos y verdes, cestas de patatas nuevas y varios kilos de judías llenaban la iglesia con el potente aroma del otoño. Sin embargo, Maggie apenas era consciente de lo que la rodeaba, al igual que de los rezos y el órgano. La luz de la araña principal, situada en el coro, parecía iluminar directamente los retablos de bronce, y la palabra «adulterio» oscilaba ante sus ojos. Daba la impresión de aumentar de tamaño, daba la impresión de señalar y acusar.
Intentó convencerse de que cometer adulterio significaba que una de las partes, como mínimo, estaba unida por votos matrimoniales que iba a quebrantar, pero sabía que toda una secuela de comportamientos detestables acechaba bajo aquella simple palabra, y ella los había perpetrado casi todos: pensamientos impuros sobre Nick, deseo infernal, fantasías sexuales, y ahora fornicación, el peor pecado. Estaba negra y corrompida, destinada a la condenación.
Si pudiera renunciar a su comportamiento, retorcerse de asco por el acto en sí y lo que sentía cuando lo realizaba, tal vez Dios la perdonaría. Si después del acto se hubiera sentido sucia, tal vez El pasaría por alto aquel pequeño lapso. Si no lo deseara -y a Nick, y al indescriptible calor de sus cuerpos entrelazados-, una y otra vez, entonces, allí mismo, en la iglesia.
Pecado, pecado, pecado. Apoyó la cabeza sobre sus puños y no la movió, ajena al servicio religioso. Empezó a rezar, suplicó con fervor el perdón de Dios, apretó los ojos con tal fuerza que vio estrellas.
– Lo siento, lo siento, lo siento -susurró-. No dejes que me ocurra nada malo. No volveré a hacerlo. Lo prometo. Lo prometo. Lo siento.
Era la única oración que se le ocurrió, y la repitió sin pensar, subyugada por la necesidad de comunicarse con lo sobrenatural. No oyó al vicario acercarse, y ni siquiera se enteró de que el servicio había terminado y la iglesia estaba vacía hasta que notó una mano que se apoyaba con firmeza sobre su hombro. Levantó la vista y lanzó un grito. Todas las arañas se habían apagado. La única luz que quedaba, procedente de una lámpara del altar, proyectaba un resplandor verdoso. Rozaba la cara del vicario y arrojaba largas sombras en forma de media luna sobre las bolsas agolpadas debajo de sus ojos.
– Es el perdón personificado -dijo en voz baja el vicario. Su voz era balsámica, como un baño caliente-. No lo dudes ni un momento. Existe para perdonar.
La serenidad de su tono y la dulzura de sus palabras arrancó lágrimas de los ojos de Maggie.
– Esto no -contestó-. Es imposible.
La mano del vicario apretó su hombro, y luego se retiró. Se sentó a su lado en el banco, sin arrodillarse, y ella le mintió. El vicario indicó el crucifijo.
– Si las últimas palabras del Señor fueron: «Perdónales, Padre», y si Su Padre en verdad perdonó, de lo cual podemos estar seguros, ¿por qué no va a perdonarte a ti también? Sean cuales sean tus pecados, querida, no pueden equivaler a la maldad de dar muerte al Hijo de Dios, ¿verdad?
– No -susurró la muchacha, aunque había empezado a llorar-, pero sabía que estaba mal y lo hice, porque quería hacerlo.
El vicario extrajo un pañuelo del bolsillo y se lo tendió.
– Esa es la naturaleza del pecado. Frente a una tentación, podemos elegir, y elegimos mal. No eres la única. Pero si has decidido en tu corazón no volver a pecar, Dios perdona. Setenta veces siete. Confía en ello.
El problema consistía en insuflar resolución en su corazón. Ella deseaba prometer, tanto como creer en su promesa. Por desgracia, aún deseaba más a Nick.
– Eso es -dijo.
Y lo contó todo al vicario.
– Mamá lo sabe -terminó, mientras estrujaba el pañuelo-. Mamá está muy enfadada.
El vicario dejó caer la mano y dio la impresión de que examinaba el bordado descolorido del reclinatorio.
– ¿Cuántos años tienes, querida?
– Trece.
El hombre suspiró.
– Dios bendito.
Más lágrimas asomaron a los ojos de Maggie. Las secó e hipó cuando habló.
– Soy mala. Lo sé, lo sé. Y Dios también.
– No. No es así. -El vicario cogió su mano un instante-. Lo que me preocupa es tu temprano acceso a la edad adulta. Tiene que provocar muchos problemas, siendo tan joven.
– No me da problemas.
El vicario sonrió con dulzura.
– ¿No?
– Yo le quiero, y él me quiere.
– Por ahí suelen empezar los problemas, ¿no?
– Se está burlando -dijo la muchacha, tirante.
– Estoy diciendo la verdad. -El vicario desvió la vista hacia el altar. Tenía las manos sobre las rodillas, y Maggie observó que sus dedos estaban tensos-. ¿Cómo te llamas?
– Maggie Spence.
– No te había visto nunca en la iglesia, ¿verdad?
– No. Nosotras… A mamá no le da por ir a la iglesia.
– Entiendo. -El vicario siguió aferrando con fuerza sus rodillas-. Bien, Maggie Spence, te has topado con uno de los mayores desafíos de la humanidad en una edad muy temprana: cómo enfrentarse a los pecados de la carne. Ya antes de los tiempos de nuestro Señor, los griegos recomendaban moderación en todo. Sabían las consecuencias derivadas de entregarse a los apetitos.
Maggie frunció el ceño, confusa.
El vicario captó su mirada y prosiguió.
– El sexo también es un apetito, Maggie. Algo parecido al hambre. Empieza como una tibia curiosidad, más que un rugido en el estómago, pero pronto se convierte en un ansia exigente. Por desgracia, no es como una indigestión o una borrachera, las cuales producen de inmediato un malestar físico que actúa posteriormente como recordatorio del resultado de un desenfreno impetuoso. Al contrario, proporciona una sensación de bienestar y liberación, que deseamos experimentar una y otra vez.
– ¿Como una droga?
– Como una droga. Y como muchas drogas, sus propiedades perjudiciales tardan en manifestarse. Aun sabiendo cuáles son, desde un punto de vista intelectual, la promesa del placer suele ser demasiado seductora para que nos abstengamos cuando debemos. Es entonces cuando hemos de volvernos hacia el Señor. Debemos pedir que nos infunda la fuerza necesaria para resistir. Él también hizo frente a las tentaciones. Sabe lo que significa ser humano.
– Mamá no habla de Dios. Habla del sida, los herpes, las ladillas y de quedarse embarazada. Piensa que no lo haré si me asusta lo bastante.
– Eres dura con ella, querida. Sus preocupaciones son muy realistas. En estos tiempos, la sexualidad va asociada a crueles consecuencias. Es sabio y bondadoso por parte de tu madre alertarte.
– Ah, muy bien, pero y ella ¿qué? Porque cuando el señor Shepherd y ella…
No finalizó su protesta automática. Pese a sus sentimientos, no podía traicionar a mamá ante el vicario. No sería justo.
El vicario ladeó la cabeza, pero no dio muestras de comprender en qué dirección apuntaban las palabras de Maggie.
– Embarazo y enfermedades son las consecuencias a largo plazo que arrostramos cuando nos entregamos a los placeres del sexo -dijo-, pero por desgracia, cuando nos encontramos en una situación que conduce al coito, casi siempre pensamos en las exigencias del momento.
– ¿Perdón?
– La necesidad de hacerlo. Sin más dilación. -Sacó el paño bordado para arrodillarse colgado en la parte posterior del banco delantero y lo colocó sobre el suelo de piedra irregular-. En cambio, pensamos en términos de «no lo haré» o «no puede ser». De nuestro deseo de gratificación física surge el rechazo de la posibilidad. No me quedaré embarazada; no podría transmitirme una enfermedad, porque creo que no la tiene. De estos pequeños actos de negación brotan nuestras penas más profundas.
Se arrodilló e indicó a Maggie que le imitara.
– Señor -dijo en voz baja, la vista fija en el altar-, ayúdanos a discernir Tu voluntad en todas las cosas. Cuando seamos puestos a prueba y tentados, permite que, mediante Tu amor, nos demos cuenta. Cuando caigamos en el pecado, perdona nuestros errores. Concédenos la fuerza de evitar toda ocasión de pecado en el futuro.
– Amén -susurró Maggie. Sintió, a través de su espesa mata de cabello, la mano del vicario apoyada en su nuca, una demostración de amistad que le proporcionó la primera paz real que experimentaba desde hacía muchos días.
– ¿Eres capaz de decidirte a no pecar más, Maggie Spence?
– Quiero hacerlo.
– En ese caso, yo te absuelvo, en el nombre del Padre, el Hijo y el Espíritu Santo.
Salieron juntos a la noche. Las luces de la vicaría, al otro lado de la calle, estaban encendidas, y Maggie vio a Polly Yarkin en la cocina, atareada en preparar la mesa para que el vicario cenara.
– Claro que -dijo el vicario, como si reanudara un pensamiento anterior- la absolución y la resolución son una cosa. Lo otro es más difícil.
– ¿No volver a hacerlo?
– Y mantenernos activos en otras parcelas de la vida para que la tentación no se presente. -Cerró la puerta de la iglesia y guardó la llave en el bolsillo de los pantalones. Aunque hacía mucho frío, no llevaba abrigo, y su alzacuello brillaba a la luz de la luna como una sonrisa de Cheshire. La observó con aire pensativo y se acarició el mentón-. Voy a impulsar un grupo juvenil en la parroquia. Quizá te gustaría unirte a nosotros. Habrá reuniones y actividades, cosas que te mantendrán ocupada. Teniendo en cuenta la situación, podría ser una buena idea.
– Me gustaría, pero… Mamá y yo no somos miembros de la Iglesia, y creo que no me dejaría entrar en el grupo. La religión… Dice que la religión deja un sabor amargo en la boca. -Maggie inclinó la cabeza después de sus últimas palabras. Parecían muy injustas, después de lo bueno que había sido el vicario con ella-. Yo no lo creo -se apresuró a añadir-. Al menos, eso me parece. Es que, de entrada, no sé gran cosa sobre religión. O sea… No he ido mucho a la iglesia.
– Entiendo. -El vicario hundió la mano en el bolsillo de la chaqueta y extrajo una pequeña tarjeta blanca, que tendió a la muchacha-. Dile a tu mamá que me gustaría hacerle una visita. Mi nombre está en la tarjeta, y también mi número. Quizá logre que se sienta más cómoda con la Iglesia, o al menos preparar el terreno para que tú te unas a nosotros.
El vicario salió del cementerio y tocó su hombro a modo de despedida.
Existían bastantes posibilidades de que mamá aprobara lo del grupo juvenil, una vez superado su desagrado hacia los lazos que lo unían con la Iglesia. Pero cuando Maggie le entregó la tarjeta, mamá la contempló durante un largo rato, y cuando levantó la vista, tenía la cara pálida y la boca desencajada.
«Has acudido a otra persona», decía su expresión, con tanta claridad como si hubiera hablado en voz alta. «No confiaste en mí.»
Maggie intentó aplacarla y acallar la muda acusación.
– Josie conoce al señor Sage, mamá -se apresuró a decir-. Pam Rice también. Josie dice que ha llegado a la parroquia hace solo tres semanas, y trata de convencer a la gente de que vuelva a la iglesia. Josie dice que el grupo juvenil…
– ¿Nick Ware es miembro del grupo?
– No lo sé. No lo he preguntado.
– No me mientas, Margaret.
– No te miento. Pensaba… El vicario quiere hablar contigo sobre esto. Quiere telefonearte.
Mamá se acercó al cubo de la basura, rompió la tarjeta por la mitad y la sepultó, con un violento giro de la muñeca, entre los posos de café y las cortezas de pomelo.
– No tengo la menor intención de hablar con un cura de nada, Maggie.
– Mamá, él solo…
– La discusión ha terminado.
Sin embargo, pese a que mamá se había negado a telefonearle, el señor Sage había ido tres veces a su casa. Al fin y al cabo, Winslough era un pueblo pequeño, y descubrir dónde vivía la familia Spence era tan fácil como preguntar por Crofters Inn. Cuando una tarde se presentó de improviso, y entregó el sombrero a Maggie cuando esta abrió la puerta, mamá estaba sola en el invernadero, replantando algunas hierbas.
– Vete al hostal -fue su contestación al nervioso anuncio de Maggie de que el vicario había venido-. Te telefonearé cuando puedas volver a casa.
Su voz irritada y la expresión de su rostro indicaron a Maggie que era más prudente callarse las preguntas. Sabía desde hacía mucho tiempo que a mamá no le gustaba la religión, pero era lo mismo que intentar recabar información sobre su padre: ignoraba el motivo.
Entonces, el señor Sage murió. Igual que papá, pensó Maggie. Y yo le gustaba. Igual que a papá. Lo sé. Lo sé.
Ahora, en su dormitorio, Maggie descubrió que ya no le quedaban palabras para suplicar al cielo. Era una pecadora, un pendón, una puta, una guarra. Era la criatura más vil que Dios había puesto en la tierra.
Se levantó y frotó sus rodillas, en el punto donde estaban rojas y dolidas por el roce de la alfombra. Se encaminó al cuarto de baño, fatigada, y rebuscó en el aparador hasta encontrar lo que mamá había ocultado en él.
– Hay que hacer lo siguiente -le había explicado Josie en plan confidencial, cuando descubrieron el extraño recipiente de plástico, con su caño aún más extraño, embutido entre las toallas-. Después de tener relaciones sexuales, la mujer llena esta especie de botella con aceite y vinagre. Después, se mete la boquilla en el cono y se rocía bien, para no tener niños.
– Pero olerá como ensalada revuelta -objetó Pam Rice-. Creo que te has hecho un lío, Jo.
– Nada de eso, señorita Pamela Sabelotodo.
– Vale.
Maggie examinó el frasco. Se estremeció solo de pensar en ello. Por un instante, sus rodillas flaquearon, pero tenía que hacerlo. Llevó el frasco a la cocina, lo dejó sobre la encimera y se aprovisionó de aceite y vinagre. Josie no había especificado qué cantidad debía utilizar. Mitad y mitad, lo más probable. Destapó el vinagre y empezó a verter.
La puerta de la cocina se abrió. Mamá entró.
No había nada que hacer, de modo que Maggie siguió vertiendo, con la vista fija en el vinagre, a medida que aumentaba su nivel. Cuando llegó a la mitad, tapó el frasco y destapó el aceite. Su madre habló.
– ¿Qué estás haciendo, Margaret, en nombre de Dios? -chilló su madre.
– Nada.
Estaba bastante claro. El vinagre. El aceite. La botellita de plástico con la canilla, alargada y desmontable, a su lado. ¿Qué otra cosa podía estar haciendo, sino prepararse para eliminar de su cuerpo las señales internas de un hombre? ¿Y qué hombre podía ser, sino Nick Ware?
Juliet Spence cerró la puerta a su espalda. Al oír el ruido, Punkin surgió de la oscuridad de la sala de estar y atravesó la cocina para frotarse contra sus piernas. Emitió un leve maullido.
– El gato quiere comer.
– Me había olvidado -contestó Maggie.
– ¿Por qué te has olvidado? ¿Qué estabas haciendo?
Maggie no contestó. Introdujo el aceite en la botella y vio cómo se agitaba y remolineaba al mezclarse con el vinagre.
– Contesta, Margaret.
Maggie oyó que el bolso de su madre caía sobre una silla de la cocina. Le siguió a continuación el pesado chaquetón marinero. Después, el plot plot de sus botas cuando se acercó a ella.
Nunca había sido Maggie más consciente de la altura que le sacaba su madre que cuando se paró a su lado, ante la encimera. Tuvo la impresión de que se cernía sobre ella como un ángel vengador. Un movimiento en falso, y la espada se abatiría sobre su cabeza.
– ¿Qué piensas hacer exactamente con ese potingue? -preguntó Juliet. Su voz era cautelosa, como si estuviera a punto de marearse.
– Utilizarlo.
– ¿Para qué?
– Para nada.
– Me alegro.
– ¿Por qué?
– Porque si estás desarrollando una tendencia hacia la higiene femenina, harás un buen estropicio si te lavas con aceite. Y doy por sentado que estamos hablando de higiene, Margaret. Estoy segura de que no se trata de nada más. Dejando aparte, por supuesto, una curiosa y súbita compulsión de mantener limpias y frescas tus partes íntimas.
Maggie, con un gesto premeditado, dejó el aceite sobre la encimera, al lado del vinagre. Contempló la ondulante mezcla que había creado.
– Camino de casa, vi a Nick Ware pedaleando en su bicicleta por la carretera de Clitheroe -prosiguió su madre. Hablaba con más rapidez, y daba la impresión de que tenía los dientes apretados-. No tengo muchas ganas de pensar en el significado de esa circunstancia, combinada con el fascinante experimento que estás llevando a cabo.
Maggie apoyó su dedo índice sobre la botella de plástico. Observó su mano. Como el resto de su persona, era pequeño, lleno de hoyuelos y regordete. Imposible ser menos parecida a su madre. Era poco apta para los trabajos pesados y el cuidado de la casa, inútil para excavar y trabajar la tierra.
– Todo este asunto del aceite y el vinagre no estará relacionado con Nick Ware, ¿verdad? Dime que es pura coincidencia haberle visto dirigirse al pueblo hace menos de diez minutos.
Maggie agitó la botella y observó que el aceite se deslizaba sobre la superficie del vinagre. La mano de su madre se cerró sobre su muñeca. Maggie sintió el brusco entumecimiento de sus dedos.
– Me haces daño.
– Pues habla, Margaret. Dime que Nick Ware no ha estado aquí esta noche. Dime que no te has acostado con él. Porque apestas a sexo. ¿No lo notas? ¿No te has dado cuenta de que hueles como una puta?
– ¿Y qué? Tú también hueles a lo mismo.
Los dedos de su madre se contrajeron convulsivamente, y sus cortas uñas se clavaron en la muñeca de Maggie. Esta gritó y trató de soltarse, pero solo consiguió golpear con sus manos trabadas la botella de cristal, que cayó al fregadero. La mezcla formó un charco gelatinoso. Al derramarse, dejó cuentas rojas y doradas sobre la porcelana blanca.
– Piensas que me merezco ese comentario, supongo -dijo Juliet-. Has decidido que follar con Nick es la manera perfecta de practicar el ojo por ojo. Es eso lo que quieres, ¿verdad? ¿No es eso lo que deseas desde hace meses? Mamá se echa un amante y tú se lo harás pagar, aunque sea lo último que hagas.
– No tiene nada que ver contigo. Me da igual lo que hagas. Me da igual cómo lo hagas. Me da igual cuándo. Amo a Nick. Y él me ama.
– Entiendo. Cuando te deje embarazada y te enfrentes a la tesitura de tener un hijo suyo, ¿te seguirá amando? ¿Dejará el colegio para manteneros a los dos? ¿Qué te parecerá, Margaret Jane Spence, ser madre antes de cumplir catorce años?
Juliet la soltó y entró en la anticuada despensa. Maggie se frotó la muñeca y escuchó el airado sonido de recipientes herméticos que se abrían y cerraban sobre la agrietada encimera de mármol. Su madre volvió, llevó la tetera al fregadero y la puso a hervir sobre el fogón.
– Siéntate -ordenó.
Maggie vaciló y pasó los dedos por el aceite y vinagre que aún quedaban en el fregadero. Sabía lo que se avecinaba, exactamente lo que había ocurrido después de su primer escarceo con Nick en octubre, pero al contrario que en octubre, esta vez comprendió lo que aquella palabra presagiaba, y un escalofrío recorrió su espalda. Qué estúpida había sido, tres meses antes. ¿Qué había imaginado? Cada mañana, mamá le llevaba la taza de liquido espeso que pasaba por ser su té especial femenino. Maggie torcía el gesto y bebía obedientemente, creyendo a pies juntillas que era el complemento vitamínico que decía su madre, algo que todas las chicas necesitaban cuando se convertían en mujeres. Pero ahora, en combinación con las palabras pronunciadas por su madre momentos antes, recordó una conversación que su madre había mantenido en voz baja con la señora Rice, en esta misma cocina, casi dos años atrás, cuando la señora Rice suplicó algo para «matarlo, impedirlo, te lo ruego, Juliet», y mamá replicó: «No puedo hacerlo, Marion. Es un juramento privado, pero juramento a fin de cuentas, y quiero cumplirlo. Si quieres deshacerte de eso, ve a una clínica». Al oír aquello, la señora Rice se puso a llorar y dijo: «Ted no quiere ni oír hablar de ello. Me mataría si averiguara que he hecho algo…». Seis meses después, nacieron los gemelos.
– He dicho que te sientes -repitió Juliet.
Vertió agua sobre la raíz, seca y apergaminada. El vapor expandió su olor acre. Añadió dos cucharadas soperas de miel al brebaje, lo agitó enérgicamente y lo llevó a la mesa.
– Ven aquí.
Maggie recordó los violentos retortijones inútiles que provocaba el estimulante, un dolor fantasmal que brotaba de su memoria.
– No pienso beber eso.
– Lo harás.
– No. Quieres matar al niño, ¿eh? Mi niño, mamá. Mío y de Nick. Ya lo hiciste una vez, en octubre. Dijiste que eran vitaminas, para fortalecer mis huesos y darme más energías. Dijiste que las mujeres necesitaban más calcio que las niñas, y como yo ya no era una niña, necesitaba beberlo. Pero estabas mintiendo, ¿verdad? ¿Verdad, mamá? Querías asegurarte de que no tuviera un bebé.
– No te pongas histérica.
– Piensas que ha ocurrido, ¿verdad? Crees que llevo un bebé en mi interior, ¿eh? Por eso quieres que beba eso.
– Si ha ocurrido, nos aseguraremos de que no siga adelante, eso es todo.
– ¿A un bebé? ¿A mi bebé? ¡No!
El borde de la encimera se clavó en la espalda de Maggie cuando esta retrocedió.
Juliet dejó la taza sobre la mesa y apoyó una mano en su cadera. Se masajeó la frente con la otra mano. A la luz de la cocina, parecía demacrada. Las hebras grises de su cabello se veían más deslustradas y abundantes.
– Entonces, ¿qué pensabas hacer con el aceite y el vinagre, sino intentar, aunque fuera ineficaz, detener la concepción de un niño?
– Eso es…
Maggie se volvió hacia el fregadero, derrotada.
– ¿Diferente? ¿Por qué? ¿Porque es fácil? ¿Porque lo destruye sin dolor, interrumpe el proceso antes de que empiece? Muy conveniente para ti, Maggie. Por desgracia, no va a ser así. Ven aquí. Siéntate.
Maggie acercó hacia ella el aceite y el vinagre, en un gesto protector e inútil. Su madre continuó.
– Aun en el caso de que el aceite y el vinagre fueran anticonceptivos eficaces, cosa que no son, por cierto, una aspersión es completamente inútil si se realiza pasados cinco minutos del coito.
– Me da igual. No los iba a utilizar para eso. Solo quería lavarme. Como tú has dicho.
– Entiendo. Muy bien. Como quieras. Bien, ¿vas a beber esto, o vamos a discutir, negar y jugar con la realidad toda la noche? Porque ninguna de ambas saldrá de esta cocina hasta que lo hayas bebido, Maggie, tenlo por seguro.
– No beberé. No me puedes obligar. Tendré el niño. Es mío. Lo tendré. Lo querré.
– No sabes lo más importante de querer a alguien.
– ¡Si!
– ¿De veras? Entonces, ¿qué significa hacer una promesa a alguien que quieres? ¿Simples palabras? ¿Algo que se dice para salir del paso? ¿Algo que se dice para aplacar los sentimientos? ¿Algo que te ayuda a conseguir lo que deseas?
Maggie sintió que las lágrimas se agolpaban detrás de sus ojos, de su nariz. Todas las cosas esparcidas sobre la encimera -una tostadora mellada, cuatro latas, un mortero con su majadero, siete tarros de cristal- brillaron cuando empezó a llorar.
– Me hiciste una promesa, Maggie. Llegamos a un acuerdo. ¿Debo recordártelo?
Maggie agarró el grifo del fregadero y lo movió de un lado a otro, sin otro propósito que experimentar la certidumbre del contacto con algo que podía controlar. Punkin saltó a la encimera y se acercó a ella. Se movió entre las botellas y tarros, y se detuvo para olfatear las migas que quedaban en la tostadora. Emitió un maullido quejumbroso y se frotó contra su brazo. Maggie extendió la mano sin verlo y apoyó la cabeza sobre el cuello del animal, que olía a heno mojado. Su pelaje se adhirió a la senda que las lágrimas estaban dejando en las mejillas de la muchacha.
– Si no nos marchábamos del pueblo, si yo accedía a no irnos esta vez, tú te encargarías de que yo nunca lo lamentara. Me harías sentir orgullosa. ¿Te acuerdas? ¿Recuerdas que me diste tu palabra solemne? Estabas sentada a esta misma mesa, en agosto pasado, llorando y suplicando que nos quedáramos en Winslough. «Solo por esta vez, mamá. No volvamos a marcharnos, por favor. Aquí tengo muy buenas amigas, amigas especiales, mamá. Quiero terminar el colegio. Haré cualquier cosa. Por favor, quedémonos.»
– Era la verdad. Mis amigas. Josie y Pam.
– Era una variación sobre la verdad, menos que la verdad a medias, si quieres. Por eso, sin duda, antes de dos meses te estabas revolcando en el suelo, y Dios sabe qué más, con un palurdo de quince años.
– ¡Eso no es verdad!
– ¿Qué parte, Maggie? ¿Qué te revolcabas con Nick, o que te bajabas las bragas con cualquier patán que quería echarte un polvo?
– ¡Te odio!
– Sí. Desde que esto empezó, lo has dejado bien claro. Y lo lamento, porque yo no te odio.
– Tú estás haciendo lo mismo. -Maggie se volvió hacia su madre-. Predicas que debemos ser buenas y no tener niños, y no eres mejor que yo. Lo haces con el señor Shepherd. Todo el mundo lo sabe.
– De ahí viene todo, ¿no? Tienes trece años. No he tenido un amante en toda tu vida, y estás decidida a que tampoco lo tenga ahora. He de vivir solo para ti, tal como estabas acostumbrada, ¿no?
– No.
– Y si has de quedarte embarazada para mantenerme a raya, estupendo.
– ¡No!
– Porque, al fin y al cabo, ¿qué es un bebé? Algo que puedes utilizar para conseguir lo que deseas. ¿Quieres atar a Nick? Bien, dale sexo. ¿Quieres que mamá se preocupe por ti? Bien, quédate embarazada. ¿Quieres que todo el mundo se dé cuenta de lo especial que eres? Ábrete de piernas a cualquier tío que te olisquee. ¿Quieres…?
Maggie cogió el vinagre y tiró la botella al suelo, que se rompió contra las losas. Astillas de cristal salieron disparadas al otro extremo de la cocina. Al instante, el aire se impregnó de un aroma acre que irritaba los ojos. Punkin siseó y retrocedió hacia las latas, con el pelaje erizado y la cola como un penacho.
– Querré a mi bebé -gritó Maggie-. Lo querré y cuidaré, y él me querrá. Es lo que hacen los bebés. Todos los bebés. Quieren a sus mamás y sus mamás los quieren.
Juliet Spence examinó el suelo. El vinagre esparcido sobre las losas, que eran de color crema, parecía sangre diluida.
– Es genético -dijo con voz cansada-. Dios del cielo, lo llevas grabado en tu interior. -Acercó una silla y se desplomó sobre ella. Rodeó con las manos la taza de té-. Los bebés no son máquinas de amor -dijo a la taza-. No saben amar. No saben lo que es el amor. Solo tienen necesidades. Hambre, sed, sueño, pañales. No hay nada más.
– No es verdad -replicó Maggie-. Quieren a los padres. Les hacen sentir bien. Son suyos, al cien por cien. Puedes abrazarlos y dormir con ellos y acunarles. Y cuando crecen…
– Te parten el corazón. De una forma u otra. Se acaba así.
Maggie se pasó la muñeca sobre las mejillas húmedas.
– Tú no quieres que ame algo. Eso es lo que pasa. Tú ya tienes al señor Shepherd. Ya te basta, pero yo no puedo tener nada.
– ¿De veras lo crees? ¿No sabes que me tienes a mí?
– Tú no eres suficiente, mamá.
– Entiendo.
Maggie cogió al gato y lo acunó contra su cuerpo. Percibió derrota y dolor en la postura de su madre: derrumbada en la silla con las piernas extendidas. Daba igual. Aprovechó la ventaja. ¿Qué más daba? Si se sentía herida, mamá hallaría consuelo en el señor Shepherd.
– Quiero que me hables de papá.
Su madre no dijo nada. Se limitó a dar vueltas a la taza entre las manos. Sobre la mesa descansaba una pila de fotos que habían tomado en Navidad, y extendió la mano hacia ellas. Las vacaciones habían finalizado antes de la encuesta, y ambas se habían esforzado por poner al mal tiempo buena cara, intentando olvidar las aterradoras posibilidades que encerraba el futuro si Juliet iba a juicio. Repasó las fotos, todas de ellas dos. Siempre había sido así, años y años solo las dos, una relación que no había permitido la menor interferencia de una tercera parte.
Maggie contempló a su madre. Esperaba una respuesta. La había esperado durante toda su vida, temerosa de preguntar, temerosa de presionar, abrumada por la culpa y las disculpas si la reacción de su madre se decantaba hacia las lágrimas. Pero esta noche no.
– Quiero que me hables de papá -repitió.
Su madre calló.
– No está muerto, ¿verdad? Me ha estado buscando. Por eso siempre vamos de sitio en sitio.
– No.
– Porque él quiere encontrarme. Me quiere. Se pregunta dónde estoy. Piensa en mí sin cesar, ¿verdad?
– Eso son fantasías, Maggie.
– ¿No piensa en mí, mamá? Quiero saberlo.
– ¿Qué?
– Quién es. Qué hace. Cuál es su aspecto. Por qué no estamos con él. Por qué no hemos estado nunca con él.
– No hay nada que decir.
– Me parezco a él, ¿verdad? Porque no me parezco a ti.
– Este tipo de discusiones no impedirán que eches de menos a un padre.
– Sí, ya lo creo. Porque sabré. Y si quiero encontrarle…
– No puedes. Está muerto.
– No.
– Sí, Maggie, y no pienso hablar de eso. No inventaré una historia. No te diré mentiras. Ha desaparecido de nuestras vidas. Nunca ha existido, desde el principio.
Los labios de Maggie temblaron. Intentó controlarlos pero fracasó.
– Él me quiere. Papá me quiere. Si me dejaras encontrarle, te lo demostraría.
– Quieres demostrártelo a ti misma, eso es todo. Y si no puedes demostrarlo con tu madre, intentas demostrarlo con Nick.
– No.
– Es evidente, Maggie.
– ¡No es verdad! Le quiero. Él me quiere.
Aguardó a que su madre contestara. Como Juliet no hizo otra cosa que pasear la taza de té sobre la mesa, Maggie se encrespó. Tuvo la impresión de que una mancha negra se extendía sobre su corazón.
– Si llevo un niño en mi interior, lo tendré, ¿me oyes? Pero no seré como tú. No tendré secretos. Mi hijo sabrá desde el primer momento quién es su padre.
Salió de la cocina como una exhalación. Su madre no intentó detenerla. Su ira y determinación la transportaron hacia lo alto de la escalera, donde se detuvo por fin.
Oyó que una silla arañaba el suelo de la cocina. El agua corrió en el fregadero. La taza tintineó contra la porcelana. Un aparador se abrió. Se vertieron galletas para gato en un cuenco. El cuenco resonó sobre el suelo.
Después, silencio. Y luego, una exclamación ahogada y las palabras «Oh, Dios mío».
Juliet no rezaba desde hacía casi catorce años, no porque pasara de la religión -en algunos momentos la había necesitado con desesperación-, sino porque ya no creía en Dios. En otro tiempo, había sido creyente. Oración diaria, asistencia a la iglesia, fervorosa comunicación con una deidad amorosa, eran tan consustanciales a ella como sus órganos, sangre y carne. Pero había perdido la fe ciega tan necesaria para creer en lo indiscernible y lo desconocido cuando se dio cuenta de que no existía justicia, divina o de otro tipo, en un mundo en que los buenos padecían tormentos y los malos resultaban incólumes. En su juventud, se había aferrado a la creencia de que llegaría el día del juicio para todo el mundo. Había comprendido que tal vez no sabría de qué forma serían llevados los pecadores ante el tribunal de la justicia eterna, pero que sí serían llevados, de una manera u otra, en vida o después de muertos. Ahora, había cambiado por completo de opinión. No había un Dios que escuchara las plegarias, enmendara los entuertos o atenuara los sufrimientos. Solo existía el complicado oficio de vivir, y la espera de aquellos efímeros momentos de felicidad por los cuales valía la pena vivir. Más allá, no había nada, salvo la lucha por lograr que nada ni nadie pudiera poner en peligro la aparición de aquellos esporádicos acontecimientos en la vida.
Tiró dos toallas blancas al suelo de la cocina y vio que el vinagre las empapaba y teñía de un tono rosáceo. Mientras Punkin observaba toda la operación subido en la encimera, con expresión solemne y sin parpadear, Juliet dejó las dos toallas en el fregadero y fue a buscar una escoba y un mocho. Esto último era innecesario, porque las toallas habían conseguido absorber el líquido y la escoba daría cuenta de los cristales, pero había aprendido mucho tiempo atrás que el trabajo físico impedía cualquier propensión a la meditación, y ese era el motivo de que trabajara en el invernadero cada día, deambulara por el robledal al amanecer con las cestas de recoger, cuidara de su huerto con celosa devoción y contemplara sus flores con más necesidad que orgullo.
Recogió los cristales y los tiró a la basura. Decidió olvidar el mocho. Sería mejor fregar el suelo arrodillada, y sentir los círculos de dolor que se cerraban alrededor de sus rodillas y luego se extendían hacia el resto de las piernas. Debajo del trabajo físico, en la lista de actividades destinadas a proscribir sus meditaciones, se encontraba el dolor físico. Cuando el trabajo y el dolor se combinaban, por casualidad o a propósito, los procesos mentales se paralizaban poco a poco. Por ello, fregó el suelo, movió el cubo de plástico azul frente a ella, forzó su brazo en la tarea de fregar hasta que los músculos se tensaron, y movió el trapo húmedo sobre las losas con tal energía que su respiración se hizo entrecortada. Cuando finalizó el trabajo, el sudor bañaba su frente, y lo secó con la manga del jersey. El aroma de Colin continuaba adherido a la prenda: cigarrillos y sexo, el secreto almizcle oscuro de su cuerpo cuando se amaban.
Se quitó el jersey por la cabeza y lo dejó sobre la chaqueta, en la silla. Por un momento, se dijo que Colin era el problema. Nada habría ocurrido, nada habría alterado la sustancia de sus vidas, si ella, en un momento de necesidad egocéntrica, no se hubiera entregado a su ansia. Dormida durante años, había dejado de creer que aún poseía la capacidad de sentir deseo por un hombre. Cuando surgió en su interior sin previa advertencia, se encontró indefensa.
Se amonestó por no haber sido más fuerte, por olvidar las lecciones que los discursos paternales de su niñez, por no mencionar toda una vida dedicada a la lectura de Grandes Libros, habían grabado en su mente: la pasión conduce inexorablemente a la destrucción, la única salvación reside en la indiferencia.
Pero nada de esto era culpa de Colin. Su único pecado, en caso de existir, consistía en amar y en la dulce ceguera de su devoción. Ella lo comprendía. Porque también amaba. No a Colin, pues jamás se permitiría el grado de vulnerabilidad suficiente para dejar que un hombre entrara en su vida como un igual, sino a Maggie, por quien notaba latir su sangre, en una especie de abandono angustiado que lindaba con la desesperación.
Mi niña. Mi querida niña. Mi hija. Qué no haría por protegerte de todo mal.
Pero había un límite a la protección maternal. Se daba a conocer en el momento que el niño elegía un sendero propio: tocar la superficie de la estufa pese a haber oído la palabra «¡No!» cien mil veces, jugar demasiado cerca del río en invierno, cuando el agua estaba alta, tomar un sorbo de coñac o fumar un cigarrillo. Que Maggie se decantara, por voluntad propia, deliberadamente, con una incipiente comprensión de las consecuencias, por adentrarse en la sexualidad adulta siendo todavía una niña, con la percepción del mundo propia de una niña, era el único acto de rebelión adolescente que Juliet no estaba preparada aún para afrontar.
Había pensado en drogas, en música estridente, en bebida y tabaco, en estilos de vestir y cortes de pelo. Había pensado en maquillaje, discusiones, límites horarios de llegar a casa, en la creciente responsabilidad y en el típico «tú no entiendes nada, eres demasiado vieja para comprender», pero nunca había pensado en el sexo. Aún no. Ya habría tiempo de pensar en el sexo más tarde. No lo había relacionado con la niñita a la que su mamá cepillaba el cabello por la mañana y sujetaba la larga masa bermeja con una hebilla ámbar.
Conocía todos los principios que regulaban el camino de un niño desde la infancia hasta convertirse en un adulto autónomo. Había leído libros, decidida a ser la mejor madre posible, pero ¿cómo tratar este problema? ¿Cómo trenzar un delicado equilibrio entre realidad y ficción para dar a Maggie el padre que deseaba y, a la vez, apaciguar su mente? Y aun en el caso de que lo lograra, tanto por su hija como por ella misma -cosa que no podía ni quería hacer, pese a las consecuencias-, ¿qué aprendería Maggie de la capitulación de su madre: que el sexo no es una expresión de amor entre dos personas, sino una táctica muy eficaz?
Maggie y el sexo. Juliet no quería pensar en ello. A lo largo de los años se había aficionado cada vez más al arte de la represión, y se negaba a reflexionar sobre cualquier cosa que evocara desdicha o inquietud. Seguía adelante, con la atención concentrada en el horizonte lejano, donde existía la promesa de exploración en forma de nuevos lugares y nuevas experiencias, donde existía la promesa de paz y refugio en forma de gente que, gracias a siglos de costumbre, se mantenía alejada de los forasteros taciturnos. Y hasta el pasado agosto, Maggie siempre había clavado la vista en aquel horizonte con la misma alegría.
Juliet dejó salir al gato y vio que desaparecía en las sombras que arrojaba Cotes Hall. Subió al piso de arriba. La puerta de Maggie estaba cerrada, pero no tabaleó sobre ella, como hubiera hecho en cualquier otra noche, para sentarse en la cama de su hija, acariciarle el cabello, dejar que las yemas de sus dedos resbalaran sobre la piel, suave como melocotón. En cambio, se encaminó a su habitación y acabó de desnudarse en la oscuridad. Otra noche, habría pensado en la presión y el calor de las manos de Colin sobre su cuerpo, habría dedicado apenas cinco minutos a revivir su coito y recordar la visión de su hombre tendido sobre ella en la semioscuridad de su habitación. Pero esta noche se movió como un autómata, cogió su bata de lana y fue a darse un baño.
«Tú también hueles a lo mismo.»
¿Cómo podía, en conciencia, aconsejar a su hija en contra de una conducta que ella misma anhelaba, deseaba, practicaba? La única solución consistía en renunciar a Colin y trasladarse a otro lugar, como habían hecho tantas veces en el pasado, sin mirar atrás, cortados todos los vínculos. Era la única respuesta. Si la muerte del vicario no había sido suficiente para devolverle su sentido común y comprender lo que era posible o no en su vida -¿había creído siquiera por un momento que llegaría a ser la amante esposa del policía local?-, la relación de Maggie con Nick Ware lo lograría.
«Señora Spence, me llamo Robin Sage. He venido para hablar con usted sobre Maggie.»
Y ella le había envenenado.
A aquel hombre compasivo que solo había pretendido beneficiarla a ella y a su hija. ¿Qué clase de vida la esperaba en Winslough, ahora que todos los corazones dudaban de ella, todos los susurros la condenaban, y nadie, salvo el juez de instrucción, había tenido la valentía de preguntarle abiertamente cómo había podido cometer una equivocación tan fatal?
Se bañó con parsimonia, sin permitirse más que las sensaciones físicas inmediatas propias del acto: la esponja sobre su piel, el vapor que la rodeaba, los remolinos de agua entre sus pechos. El jabón olía a rosas, y aspiró su fragancia para eliminar todas las demás. Deseó que el baño disolviera sus recuerdos y la liberara de su pasión. Buscó respuestas. Pidió ecuanimidad.
«Quiero que me hables de papá.»
¿Qué puedo decirte, querida mía? Que acariciar con sus dedos tu cabello aterciopelado no significaba nada. Que la visión de tus pestañas extendidas como sombras plumosas sobre tus mejillas cuando dormías no le despertaba el deseo de abrazarte. Que tu mano sucia aferrando un helado casi derretido no le hacía reír, entre complacido y disgustado. Que tu lugar en su vida consistía en guardar silencio y dormir en el asiento trasero del coche, sin armar alboroto y sin preguntar nada, por favor. Que nunca fuiste tan real para él como su propia persona. No eras el centro de su mundo. ¿Cómo voy a decirte eso, Maggie? ¿Cómo puedo destruir tu sueño?
Notó los miembros pesados cuando se secó con la toalla. Le costó un gran esfuerzo levantar el brazo para cepillarse el pelo. Una fina película de vapor cubría el espejo del cuarto de baño, y escudriñó en él los movimientos de su silueta, una imagen sin rostro cuya única definición era el cabello oscuro que viraba rápidamente a gris. No vio el resto de su cuerpo en el reflejo, pero lo conocía muy bien. Era fuerte y sufrido, de carnes firmes, sin temor al trabajo duro. Era el cuerpo de una campesina, preparado para dar a luz niños con facilidad. Habrían podido ser muchos. Habrían correteado alrededor de sus pies y llenado la casa con sus amigos y pertenencias. Habrían jugado, aprendido a leer, acumulado peladas en las rodillas, roto ventanas y llorado las inconsistencias de la vida en sus brazos. Pero solo una vida había sido entregada a sus cuidados, y solo había tenido una oportunidad de moldear aquella vida hasta conducirla a la madurez.
¿Habría fallado ella?, se preguntó, y no por primera vez. ¿Había descuidado la vigilancia maternal por culpa de sus deseos?
Dejó el cepillo del pelo en el borde del lavabo y cruzó el rellano hasta detenerse ante la puerta cerrada del cuarto de su hija. Escuchó. No se veía luz por debajo de la puerta, así que giró el pomo con sigilo y entró.
Maggie estaba dormida, y no se despertó cuando un tenue rectángulo de luz, procedente del rellano, cayó sobre su cama. Como de costumbre, había apartado las mantas, y estaba aovillada sobre su costado, con las rodillas encogidas, una mujer-niña que llevaba un pijama rosa, de cuya chaqueta faltaban los dos primeros botones de arriba, dejando al descubierto la media luna de un pecho bien formado, el pezón como una aureola que se destacaba sobre su piel blanca. Había desplazado al elefante de peluche de la librería sobre la cual descansaba desde que habían llegado a Winslough. Yacía apretado contra su estómago, las patas extendidas como un soldado en posición de firmes, y su vieja trompa ya no era prensil, sino que había quedado reducida a un muñón, tras años de desgaste y destrozos.
Juliet cubrió con las mantas a su hija y la contempló. Los primeros pasos, pensó, aquella extraña forma de caminar, vacilante e infantil, cuando descubrió el milagro de mantenerse erguida, aferrada a los pantalones de mamá, sonriente al experimentar sus torpes pasos. Y después, el placer de correr, el cabello al viento y los brazos extendidos, con la confianza ciega de que mamá la recibiría, con los brazos también extendidos para abrazarla. Aquella manera de sentarse, con las piernas abiertas y los pies apuntando al noreste y al noroeste. Aquella postura inconsciente que adoptaba al agacharse, acercando su cuerpecillo al suelo para coger una flor o examinar un insecto.
Mi niña. Mi hija. No puedo responder a todas tus preguntas, Margaret. Muchas veces pienso que soy una versión más vieja de una niña. Tengo miedo, pero no puedo demostrarte mi temor. Me entrego a la desesperación, pero no puedo compartir mi dolor. Me consideras fuerte, dueña de mi vida y mi destino, pero yo temo constantemente que en cualquier momento se producirá el desenmascaramiento y el mundo me verá como soy, al igual que tú, como soy en realidad, débil y agobiada por las dudas. Quieres que sea comprensiva. Quieres que te diga cómo será el futuro. Quieres que lo solucione todo, que solucione la vida, mediante el expediente de agitar la vara de mi indignación sobre la injusticia y sobre tus heridas, y no puedo hacerlo. Ni siquiera sé cómo.
No se aprende a ser madre, Maggie. Se hace, y punto. No aparece con naturalidad en ninguna mujer, porque no tiene nada de natural que una vida dependa por completo de otra. Es el único trabajo en el que puedes sentirte imprescindible y, al mismo tiempo, desgarradoramente solo. Y en momentos de crisis, como este, Maggie, no existe el volumen sagaz en el que se buscan respuestas para impedir que un niño se haga daño.
Los niños no se limitan a robarnos el corazón, querida. Nos roban la vida. Obtienen de nosotros lo peor y lo mejor que podemos ofrecer, y a cambio nos otorgan su confianza, pero el precio es altísimo, y escasas las recompensas, que además tardan en llegar.
Y al final, cuando una se dispone a entregar al bebé, al niño, al adolescente, a la madurez, es con la esperanza de que atrás quede algo más grande, algo más que los brazos vacíos de mamá.