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Consecuencias de la suspicacia

6

El único signo prometedor fue que, cuando extendió la mano para tocarla, para deslizar la mano por el desnudo sendero de su espina dorsal, ella no se retiró ni evitó su caricia con irritación. Aquello le dio esperanzas. Ciertamente, no le habló ni dejó de vestirse, pero en aquel momento, el inspector detective Thomas Lynley estaba ansioso por aceptar cualquier cosa que no fuera un rotundo rechazo, previo a su partida. Era, decididamente, el lado negativo de la intimidad con una mujer, pensó. Si existía una dichosa relación entre enamorarse y ser correspondido, Helen Clyde y él aún no habían logrado descubrirla.

«Los primeros tiempos», se dijo. Todavía no se había acostumbrado al papel de amantes después de haber sido, durante más de quince años, amigos. En cualquier caso, deseaba que dejara de vestirse y volviera a la cama, cuyas sábanas guardaban todavía el calor de su cuerpo, y el perfume de su cabello se aferraba con insistencia a la almohada.

Helen no había encendido la lámpara, ni tampoco había descorrido las cortinas a la luz acuosa del amanecer de aquel invierno londinense. Sin embargo, pese a aquellos detalles, la veía con toda claridad gracias al tenue sol que se filtraba primero por las nubes, y después por las cortinas. Aunque no hubiera sido el caso, conocía de memoria su rostro, cada uno de sus gestos y todas las partes de su cuerpo desde hacía mucho tiempo. Si la habitación hubiera estado a oscuras, habría podido describir con las manos la curva de su cintura, el ángulo preciso en el cual inclinaba la cabeza un momento antes de echarse hacia atrás el pelo, la forma de sus pantorrillas, talones y tobillos, y el volumen de sus senos.

Había amado antes, con más frecuencia a sus treinta y seis años de lo que deseaba admitir ante nadie, pero nunca había experimentado una necesidad tan peculiar y primitiva de dominar y poseer a una mujer. Durante los dos últimos meses, desde que Helen se había convertido en su amante, no paraba de decirse que su necesidad desaparecería si Helen accedía a casarse con él. El deseo de dominación, de que ella se sometiera a su voluntad, no podría prosperar en una atmósfera de poder compartido, igualdad y diálogo. Y si esas eran las líneas maestras del tipo de relación que deseaba sostener con ella, la parte de él que necesitaba controlarlo todo sería la candidata indudable a la inmolación, y cuanto antes mejor.

El problema consistía en que incluso ahora, a sabiendas de que Helen estaba disgustada, conociendo el motivo y sin poder echarle la culpa, aún detectaba el deseo irracional de que ella admitiera, sumisa y arrepentida, su error, cuya más lógica expiación sería volver de inmediato a la cama. Lo cual constituía, en sí mismo, el segundo y más imperativo problema. Se había despertado al amanecer, excitado por el calor del cuerpo de Helen apretado contra el suyo. Había recorrido con la mano la curva de su cadera y, aún dormida, ella se había deslizado en sus brazos para hacer el amor. Después, permanecieron tendidos entre las almohadas y las mantas arrugadas, la cabeza de Helen apoyada sobre su pecho, con la mano sobre una tetilla y el cabello castaño desparramado como seda entre sus dedos.

– Oigo tu corazón -dijo Helen.

A lo cual él había contestado:

– Me alegro. Eso significa que todavía no lo has roto.

Ella había lanzado una risita, mordisqueado con suavidad su pezón, bostezado y formulado la pregunta.

A la cual, como el tonto de remate que era, había respondido. Nada de sofismas. Nada de evasivas. Una tosecita, un carraspeo, y después la verdad. De allí surgió la discusión, si la acusación de «considerar objetos a las mujeres, considerarme un objeto a mí, a mí, Tommy, a quien afirmas amar» podía calificarse de discusión. Y de allí también había surgido la actual determinación de Helen de vestirse y marcharse sin más dilación. Irritada no, desde luego, pero sí en otro ejemplo de su necesidad de «pensar las cosas en soledad».

Dios, hay que ver lo imbéciles que nos vuelve el sexo, pensó él. Un momento de relajación, y lo lamentas toda la vida. Y lo peor era que, mientras miraba cómo se vestía -abrochando los fragmentos de seda y encaje que las mujeres llaman ropa interior-, notaba el aumento incontrolado de su deseo. Su cuerpo era la prueba más contundente de la verdad básica que se ocultaba tras la acusación de Helen. Para él, la maldición de ser varón parecía inextricablemente unida al dominio del hambre animal, estúpido y agresivo, que impulsaba a un hombre a desear a una mujer fueran cuales fueran las circunstancias, y en ocasiones, para su vergüenza, a causa de las circunstancias, como si una seducción rematada con éxito en media hora fuera la prueba de algo que trascendiera la capacidad del cuerpo de traicionar la mente.

– Helen -dijo.

Ella se acercó al tocador y utilizó el pesado cepillo forrado de plata de Lynley para ordenar su cabello. Un pequeño espejo de caballete se alzaba en mitad de sus fotografías familiares, y ella lo ajustó a su estatura.

Lynley no quería discutir con ella, pero se sentía obligado a hablar en su defensa. Por desgracia, a causa del tema que ella había elegido para su desacuerdo, o para ser justo, el tema que su comportamiento y posteriores palabras le habían dado pie a elegirlo, parecía que su única defensa hundía las raíces en un completo examen de su amante. Su pasado, al fin y al cabo, era tan poco inmaculado como el de Lynley.

– Helen, los dos somos adultos. Nos une una historia, pero cada uno tenemos historias por separado, y creo que no ganaremos nada si cometemos el error de olvidarlo, o esgrimiendo juicios basados en situaciones existentes antes de nuestra relación. La relación actual, quiero decir. El aspecto físico.

Por dentro, hizo una mueca ante aquel torpe intento de poner fin a su desacuerdo. Somos amantes, maldita sea, quiso decir. Te deseo, te quiero, y sabes muy bien que tú sientes lo mismo por mí, así que deja de ser tan sensible a algo que no tiene nada que ver contigo, o con mis sentimientos, y con lo que deseo de ti y contigo hasta el fin de mis días. ¿Está claro, Helen? ¿Está claro? Bien, me alegro. Ahora, vuelve a la cama.

Helen dejó el cepillo sobre el tocador y apoyó la mano sobre él, pero no se volvió. Aún no se había puesto los zapatos, lo cual alentó una tenue esperanza en Lynley, que también se alimentaba de la convicción de que ella no deseaba más alejamientos entre ambos. En realidad, Helen estaba enfadada con él, tal vez solo un poco más de lo que él estaba enfadado consigo mismo, pero aún no le había dado por imposible. No costaría mucho que entrara en razón, aunque fuera necesario empujarla a pensar que, durante los dos últimos meses, él habría podido echar a perder con toda facilidad su vinculación romántica, si hubiera sido tan idiota como para evocar la presencia espectral de sus antiguas amantes, como ella había hecho con los suyos. Helen argumentaría, por supuesto, que no le importaban en absoluto sus antiguas amantes, que, de hecho, ni siquiera las había sacado a colación. Se trataba de las mujeres en general, de la actitud de Lynley hacia ellas, y del «ja ja ja, esta noche voy a tirarme a otra» implicado por el hecho, en opinión de Helen, de colgar una corbata en el pomo exterior de la puerta del dormitorio.

– He practicado el celibato tanto como tú -dijo Lynley-. Siempre lo hemos sabido, los dos, ¿verdad?

– ¿Qué quiere decir eso?

– Es un simple dato. Si intentamos caminar sobre una cuerda floja tendida entre el pasado y el futuro en nuestra vida común, nos caeremos. Es imposible. Lo único que cuenta es el ahora. Después, el futuro. En mi opinión, esa debería ser nuestra principal preocupación.

– Esto no tiene nada que ver con el pasado, Tommy.

– Sí. No hace ni diez minutos, dijiste que te sentías como «el ligue de los domingos por la noche de su señoría».

– Has malinterpretado mi preocupación.

– ¿De veras? -Se inclinó sobre el borde de la cama y recogió su bata, que había caído al suelo en algún momento de la noche, transformada en un montecillo azul-. ¿Te molestas más por una corbata colgada en el pomo de la puerta…?

– Por lo que la corbata implica.

– … o más en concreto por el hecho de que, cosa que admití como un cretino, he utilizado ese truco en anteriores ocasiones?

– Creo que me conoces lo bastante bien para no tener que hacer preguntas semejantes.

Lynley se levantó, se embutió en la bata y dedicó un momento a recoger la ropa de la que se había desprendido con tantas prisas a las once y media de la noche.

– Y yo creo que, en el fondo, eres más sincera contigo misma de lo que eres conmigo.

– Me estás acusando, y no me gusta. Tampoco me hacen gracia las connotaciones de egocentrismo.

– ¿Tuyas o mías?

– Ya sabes a qué me refiero, Tommy.

Lynley cruzó la habitación y descorrió las cortinas. El día era gris. Un viento racheado empujaba gruesas nubes de este a oeste, mientras una fina capa de escarcha cubría como gasa recién fabricada el césped y los rosales que constituían su jardín posterior. Un gato del vecindario había trepado al muro de ladrillo, contra el cual se alzaba la gruesa solanácea. Su postura encorvada formaba dos montículos, uno la cabeza y el otro el cuerpo. Su pelaje de calicó ondulaba y su cara era impenetrable, en demostración de aquella singular virtud felina de ser al mismo tiempo arrogante e intocable. Ojalá pudiera decir lo mismo de mí, pensó Lynley.

Se volvió de la ventana y vio que Helen seguía sus movimientos en el espejo. Se acercó a su lado.

– Si quieres -dijo-, me volvería loco solo de pensar en los hombres que han sido tus amantes. Después, para evitar la locura, te acusaría de utilizarlos para alcanzar tus fines, gratificar tu ego, y fortalecer tu autoestima. Pero mi locura no desaparecería, sino que estaría agazapada bajo la superficie, pese a la fuerza de mis acusaciones. Me limitaría a evadirla y negarla mediante el expediente de concentrar toda mi atención, por no mencionar la furia de mi justa indignación, en ti.

– Muy listo.

Helen clavó los ojos en los suyos.

– ¿A qué te refieres?

– A la forma de esquivar el tema central.

– ¿Cuál es?

– Lo que no quiero ser.

– Mi esposa.

– No, la querida de lord Asherton. El nuevo ejemplar del inspector detective Lynley. El motivo de un guiño y una sonrisa obscena entre Denton y tú cuando te sirva el desayuno o te lleve el té.

– Estupendo. Muy comprensible. Entonces, cásate conmigo. Lo deseo desde hace doce meses y lo deseo ahora. Si accedes a legitimar esta relación de la manera convencional, cosa que he propuesto desde el primer día y tú lo sabes, no tendrás que preocuparte por habladurías y humillaciones en potencia.

– No es tan fácil. Las habladurías ni siquiera importan.

– ¿No me quieres?

– Claro que te quiero. Sabes que te quiero.

– ¿Entonces?

– No quiero ser tratada como un objeto. No lo permitiré.

Lynley cabeceó lentamente.

– ¿Te has sentido como un objeto durante estos dos últimos meses, cuando estábamos juntos? ¿Anoche, tal vez?

La mirada de Helen vaciló. Lynley vio que sus dedos se cerraban alrededor del mango del cepillo.

– No. Por supuesto que no.

– ¿Y esta mañana?

Ella parpadeó.

– Dios, no sabes cuánto detesto discutir contigo.

– No estamos discutiendo, Helen.

– Tratas de tenderme una trampa.

– Trato de buscar la verdad. -Experimentó el deseo de acariciar su cabello, volverla hacia él, coger su cara entre las manos. Optó por apoyar las manos sobre sus hombros-. Si somos incapaces de vivir con el pasado mutuo, carecemos de futuro. Ese es el auténtico problema, digas lo que digas. Yo soy capaz de vivir con tu pasado: St. James, Cusick, Rhys Davies-Jones y todos cuantos se hayan acostado contigo una noche o un año. La cuestión es: ¿eres tú capaz de vivir con el mío? Porque eso es el meollo del problema. No tiene nada que ver con lo que siento por las mujeres.

– Tiene que ver todo.

Percibió la intensidad de su tono y leyó resignación en su rostro. Entonces, la volvió hacia él, mientras comprendía y lamentaba el hecho al instante.

– Oh, Dios, Helen -suspiró-. No he tenido otra mujer. Ni siquiera he deseado a otra.

– Lo sé. -Helen apoyó la cabeza contra su pecho-. ¿Por qué no me sirve de ayuda?

Después de leerla, la sargento detective Barbara Havers arrugó la segunda página del largo informe redactado por el superintendente jefe sir David Hillier, la convirtió en una bola y la arrojó con gran precisión al otro lado del despacho del inspector Lynley, donde se reunió con la página anterior en la papelera que había colocado, a modo de desafío atlético, junto a la puerta. Bostezó, se frotó el cráneo vigorosamente con los dedos, apoyó la cabeza en la mano cerrada y continuó leyendo. «Encíclica del Papa Davy sobre cómo mantener la nariz limpia», había descrito sotto voce MacPherson el informe en el comedor de oficiales.

Todo el mundo coincidía en que tenían cosas mejores que hacer que leer la epístola de Hillier sobre las Graves Obligaciones De La Fuerza Policial Nacional Cuando Se Investiga Un Caso Posiblemente Relacionado Con El Ejército Republicano Irlandés. Si bien todos reconocían que Hillier se había inspirado en la liberación de los Seis de Birmingham [3], y pocos simpatizaban con los miembros de la policía de West Midlands que habían sido objeto, como resultado, de la Investigación de Su Majestad, era innegable el hecho de que iban demasiado agobiados por sus trabajos individuales para destinar tiempo a aprender de memoria el tratado pergeñado por su superintendente jefe.

Sin embargo, Barbara no estaba sumergida en media docena de casos a la vez, como algunos de sus colegas. En cambio, se dedicaba a experimentar unas vacaciones de dos semanas, anheladas desde hacía mucho tiempo. Había pensado trabajar durante aquellos días en su casa natal de Acton, para prepararla antes de entregarla a un agente inmobiliario y trasladarse a un diminuto estudio-casa que había logrado encontrar en Chalk Farm, encajado detrás de una amplia mansión eduardiana de Eton Villas. La casa había sido dividida en cuatro pisos y una espaciosa habitación en la planta baja; ninguna de las piezas eran asequibles para el limitado presupuesto de Barbara. La casa, no obstante, asentada al fondo del jardín bajo una falsa acacia, era demasiado pequeña para casi cualquier persona, pero un enano viviría con comodidad en ella. No pensaba recibir visitas, el matrimonio y una familia no entraban en sus planes, trabajaba muchas horas y solo necesitaba un lugar donde descansar la cabeza por las noches. La casa serviría.

Había firmado el contrato con no poco entusiasmo. Era el primer hogar que tenía lejos de Acton en los últimos veinte de sus treinta y tres años. Pensaba en la decoración, dónde compraría los muebles, qué fotografías y cuadros colgaría en las paredes. Fue a un centro de jardinería y miró plantas; tomó buena nota de las que crecían en jardineras de ventana y las que necesitaban sol. Paseó a lo largo de la casa, y después a lo ancho, midió las ventanas y examinó la puerta. Y regresó a Acton con la mente abarrotada de planes e ideas, todos los cuales se le antojaban irreales e imposibles cuando comprendió la cantidad de trabajo que debía hacerse en la casa de su familia.

Pintura interior, reparaciones externas, sustituir el papel pintado, acabado de las molduras, extirpar todo un patio trasero de malas hierbas, limpiar alfombras antiguas… La lista parecía interminable. Y además de ser la única persona encargada de remozar una casa descuidada desde que había ido a la escuela secundaria, lo cual ya era bastante deprimente, planeaba la vaga sensación de intranquilidad que experimentaba cada vez que un proyecto se concretaba.

Otro problema era su madre. Había vivido en Greenford durante los dos últimos meses, a cierta distancia de Londres, pero bien conectado mediante la Línea Central. Se había adaptado a Hawthorn Lodge bastante bien, pero Barbara todavía se preguntaba hasta qué punto tentaría al destino si vendía la vieja casa de Acton y se establecía en un barrio más presentable, en una casita de bohemio que llevaba la inscripción: «Una nueva vida. Paso a las esperanzas y los sueños», y en donde no habría sitio para su madre. ¿Acaso no vendía una casa demasiado grande para financiar lo que tal vez sería la larga estancia de su madre en Greenford? ¿No había tenido la idea de vender la casa con el propósito de disimular su egoísmo? ¿O aquellos ocasionales remordimientos de conciencia que acompañaban su búsqueda de libertad no eran más que un pretexto para concentrar su atención, para no tener que enfrentarse a lo que las separaba?

Has de vivir tu vida, se decía con tenacidad más de una docena de veces al día. No es ningún crimen hacerlo, Barbara. Pero se le antojaba un crimen, cuando el proyecto rebasaba sus fuerzas. Fluctuaba entre redactar listas de todo lo que debía hacer, aun sin la esperanza de lograrlo, y temer el día en que el trabajo concluiría, la casa se vendería y tendría que seguir adelante completamente sola.

En sus escasos momentos de introspección, Barbara admitía que la casa le proporcionaba algo a lo que aferrarse, un último vestigio de seguridad en un mundo donde carecía de parientes a los que pudiera vincularse por una mínima dependencia sentimental. Pese a que no lo había conseguido durante años (la larga enfermedad de su padre y el deterioro mental de su madre lo habían impedido), vivir en la misma casa y en el mismo barrio le proporcionaba una apariencia de seguridad. Abandonar y lanzarse hacia lo desconocido… A veces, consideraba Acton mucho más preferible.

No hay respuestas sencillas, habría dicho el inspector Lynley, solo vivir mediante las preguntas, pero pensar en Lynley provocó que Barbara se removiera inquieta en su silla y se obligara a leer el primer párrafo de la tercera página perteneciente al informe de Hillier.

Las palabras carecían de significado. No podía concentrarse. Ya que había conjurado la presencia de su superior, tendría que lidiar con ella.

¿Y cómo? Se retorció, dejó el informe entre los demás documentos y carpetas que se habían amontonado durante su ausencia y hundió la mano en el bolso para buscar cigarrillos. Encendió uno y lanzó el humo hacia el techo, con los ojos entornados a causa del picor acre del humo.

Estaba en deuda con Lynley. Él lo negaría, por supuesto, con una expresión de tal perplejidad que ella dudaría por un momento de sus deducciones, por escasas que fueran; los datos eran abrumadores, y no le gustaba nada la posición en que la colocaban. ¿Cómo pagarle, si él nunca lo permitiría, mientras sus circunstancias estuvieran tan poco equilibradas? Jamás aceptaría la palabra deuda como una realidad entre ellos.

Maldito sea, pensó, ve demasiado, sabe demasiado, es demasiado listo para dejarse coger in fraganti. Giró la silla hacia un armario, sobre el cual se erguía una foto de Lynley y lady Helen Clyde. Le miró con el ceño fruncido.

– Estoy hecha un lío -dijo, mientras tiraba ceniza al suelo-. Lárguese de mi vida, inspector.

– ¿Ahora, sargento, o le da igual más tarde?

Barbara giró en redondo. Lynley estaba de pie en la puerta, con el abrigo de cachemira colgado al hombro y Dorothea Harriman, la secretaria de su superintendente de división, aleteando detrás de él. «Lo siento», indicó Harriman con los labios a Barbara, en tanto realizaba movimientos exagerados y decididamente afligidos con los brazos. «No le vi llegar. No pude advertirte.» Cuando Lynley miró hacia atrás, Harriman agitó los dedos, le dedicó una sonrisa radiante y desapareció con un centelleo de cabello rubio muy lacado.

Barbara se levantó al instante.

– Está de vacaciones -dijo.

– Igual que usted.

– Entonces, ¿qué hace…?

– ¿Y usted?

La mujer chupó con fuerza el cigarrillo.

– Entré a dar un vistazo. Pasaba por aquí.

– Ah.

– ¿Y usted?

– Lo mismo.

Entró y colgó el abrigo en el perchero. Al contrario que ella, que había conservado cierto aire de vacaciones al ir al Yard vestida con tejanos y una gastada camiseta con la inscripción «Compre productos ingleses, por san Jorge», debajo de una descolorida reproducción del santo mientras hacía fosfatina a un dragón de aspecto abatidísimo, Barbara vio que Lynley iba vestido para trabajar, con su estilo habitual: tresillo, camisa almidonada, corbata de seda marrón y el sempiterno reloj de cadena colgando sobre su chaleco. Caminó hacia su escritorio, de cuyas cercanías huyó Barbara, dirigió una mirada de desagrado a la punta de su cigarrillo cuando pasó a su lado, y empezó a examinar las carpetas, informes, sobres y numerosas directivas departamentales.

– ¿Qué es esto? -preguntó, y alzó las ocho páginas restantes del informe que Barbara había estado leyendo.

– Las ideas de Hillier acerca de trabajar con el IRA.

Lynley palmeó el bolsillo de la chaqueta, sacó sus gafas y recorrió la página con la vista.

– Qué raro. ¿Hillier ha perdido la razón? Parece que empieza por la mitad -observó.

Barbara introdujo la mano en la papelera con aspecto avergonzado y rescató las dos primeras páginas, que alisó contra su grueso muslo y entregó a Lynley, tirando ceniza del cigarrillo sobre el puño de su chaqueta al mismo tiempo.

– Havers…

Su voz era la paciencia personificada.

– Lo siento. -Barbara sacudió la ceniza. Quedó una mancha. La frotó-. Ya está. Como la esposa perfecta.

– ¿Quiere apartar esa maldita cosa?

Ella suspiró y aplastó el cigarrillo con el talón de su zapato izquierdo. Tiró la colilla en dirección a la papelera, pero falló y aterrizó en el suelo. Lynley levantó la cabeza del informe de Hillier, observó la colilla por encima de sus gafas y enarcó una ceja.

– Lo siento -dijo Havers, y fue a depositar el ofensivo objeto en la papelera, que devolvió a su sitio anterior, al lado del escritorio de Lynley. Este murmuró las gracias. Barbara se dejó caer en una de las sillas reservadas a las visitas y empezó a torturar un agujero incipiente que se insinuaba en la rodilla derecha de sus tejanos. Miró de reojo a su superior una o dos veces mientras leía.

Parecía perfectamente pulcro y sin la menor preocupación. Su cabello rubio se extendía sobre su cabeza, con el corte inmaculado de costumbre -Havers siempre había querido saber quién se encargaba de aquel milagroso cabello, que producía el efecto de no crecer nunca ni un milímetro más de la longitud establecida-, sus ojos castaños se veían transparentes, sin círculos oscuros debajo, ni nuevas arrugas de fatiga o preocupación se habían añadido a las que ya surcaban su frente. No obstante, perduraba el hecho de que, en teoría, tenía que estar de vacaciones, un viaje acordado largo tiempo atrás con lady Helen Clyde. Se marchaban a Corfú. De hecho, se suponía que salían a las once, pero ya eran las diez y cuarto, y a menos que el inspector pensara trasladarse a Heathrow en helicóptero antes de diez minutos, no iría a ninguna parte. A Grecia no, al menos. Hoy no, al menos.

– Bien -dijo Barbara con desenvoltura-, ¿ha venido Helen con usted, señor? ¿Se ha parado a charlar con MacPherson en el comedor de oficiales?

– No a las dos preguntas.

Continuó leyendo. Acababa de terminar la tercera página del opúsculo y, al igual que Havers había hecho con las dos primeras, la estaba convirtiendo en una bola, aunque en su caso parecía que la acción era inconsciente, para hacer algo con las manos. Llevaba un año apartado de la planta mortífera, pero había momentos en que sus dedos parecían necesitados de movimiento, en lugar de sostener el cigarrillo acostumbrado.

– ¿No estará enferma? Quiero decir, ¿no se iban los dos a…?

– En teoría sí, pero los planes cambian a veces. -La miró por encima de las gafas. Era una de sus habituales miradas de advertencia-. ¿Y sus planes, sargento? ¿También han cambiado?

– Me he tomado un respiro. Ya sabe a qué me refiero. Trabajo, trabajo, trabajo, y las manos de una chica empiezan a recordar langostas muertas. Les he dado un descanso.

– Entiendo.

– No es que necesiten descansar de pintar.

– Pintar. Ya sabe, el interior de la casa. Tres tíos aparecieron hace dos días en casa. Eran contratistas. Traían un contrato escrito y firmado para pintar el interior de mi casa. Qué raro, ¿verdad?, porque yo no había llamado a ningún contratista. Más raro todavía, teniendo en cuenta que habían cobrado el trabajo por adelantado.

Lynley frunció el ceño y colocó la comunicación sobre un informe encuadernado del PSI acerca de la relación entre los civiles y la policía de Londres.

– Decididamente extraño -admitió-. ¿Está segura de que fueron a la casa correcta?

– Por completo. Al cien por cien. Hasta sabían mi nombre. Incluso me llamaron «sargento». Incluso preguntaron cómo era para una mujer trabajar en el DIC. Eran unos tíos muy habladores, pero me pregunté cómo habrían averiguado que trabajaba aquí.

Como esperaba, el rostro de Lynley expresaba el desconcierto más absoluto. Casi esperó a que se deshiciera en halagos sobre la gallardía y novedad de un mundo que ambos consideraban corrupto y sin esperanza.

– ¿Leyó el contrato? ¿Se aseguró de que habían ido al lugar correcto?

– Oh, sí. Y eran muy buenos, señor. Dos días, y la casa estaba pintada como si fuera nueva.

– Un misterio, sin duda.

Volvió a coger el informe.

Barbara le dejó leer el rato que tardó en contar hasta cien.

– Señor.

– Ummm.

– ¿Qué les pagó?

– ¿A quién?

– A los pintores.

– ¿Qué pintores?

– Basta, inspector. Ya sabe de qué estoy hablando.

– ¿De los tíos que pintaron su casa?

– ¿Qué les pagó? Porque sé que usted lo hizo, no se moleste en mentir. Además de usted, solo MacPherson, Stewart y Hale saben que estoy trabajando en casa durante las vacaciones, y no tienen la pasta suficiente para hacer ese trabajo. Bien, ¿qué les pagó y cuánto tiempo tengo para devolvérselo?

Lynley dejó el informe a un lado y dejó que sus dedos jugaran con la cadena del reloj. Sacaron el reloj del bolsillo, lo abrieron, y él fingió que consultaba la hora.

– No quiero su jodida caridad. No quiero sentirme la protegida de nadie. No quiero estar en deuda.

Deber exige cosas de uno. Siempre se acaba poniendo la deuda en una balanza donde se pesará el comportamiento futuro. ¿Cómo voy a dar rienda suelta a mi cólera si le debo algo? ¿Cómo puedo ir a la mía sin comentarlo si estoy en deuda con él? ¿Cómo puedo mantener una distancia prudencial del resto del mundo si estoy atada por un compromiso?, pensó Barbara.

– Deber dinero no es un compromiso, señor.

– No, pero la gratitud sí, por lo general.

– ¿Me estaba comprando? ¿Es eso?

– Suponiendo que yo tenga algo que ver con ello, para empezar, lo cual, me apresuro a advertirle, es una deducción que no sostendrá ninguna prueba que intente buscar, no suelo comprar a mis amigos, sargento.

– Es una forma de decir que les pagó en metálico, y más de la cuenta, para que mantuvieran la boca cerrada. -Barbara se inclinó hacia delante y descargó la mano, sin mucha fuerza, sobre el escritorio-. No quiero su ayuda, señor, de esta forma no. No quiero nada de usted que me sea imposible devolver. Además… Aunque no era el caso, no estoy exactamente dispuesta a…

Soltó un bufido indicador de que había perdido por un momento los nervios.

A veces, olvidaba que era su oficial superior. Peor aún, a veces olvidaba lo único que se había jurado tener presente siempre que estaba con él. Aquel hombre era un conde, poseía un título, existía gente en su vida que le llamaba «mi señor». Cierto, ninguno de sus colegas del Yard le había considerado otra cosa que Lynley durante más de diez años, pero ella carecía de la sangre fría suficiente para sentirse igual a alguien cuya familia se había codeado con la clase de tíos que estaban acostumbrados a ser llamados «alteza Cynthia» y «su gracia». Experimentaba escalofríos cuando pensaba en ello, se ponía como una fiera cuando le daba vueltas. Y cuando la idea aparecía de improviso, como ahora, se sentía como una perfecta idiota. Uno no desnudaba su alma a los tipos de sangre azul. De hecho, no era seguro que los tipos de sangre azul tuvieran alma.

– Y aunque no fuera el caso -continuó Lynley sus pensamientos con una inconsciente, aunque típica, corrección gramatical-, espero que, a medida que se acerque el día de abandonar Acton, la perspectiva se amplíe. Una cosa es tener un sueño, ¿no?, y otra muy distinta convertirlo en realidad.

La mujer se desplomó en la silla y le miró.

– Joder -dijo-. ¿Cómo coño le aguanta Helen?

Lynley sonrió un momento y se quitó las gafas, que devolvió al bolsillo.

– En este momento, no lo hace.

– ¿No hay viaje a Corfú?

– Temo que no, a menos que se vaya sola. Lo cual, como ambos sabemos, ha sido muy capaz de hacer antes.

– ¿Por qué?

– Perturbé su equilibrio.

– No me refería a entonces, sino a ahora.

– Entiendo.

Lynley giró la silla, pero no hacia el armario y la foto de Helen, sino hacia la ventana, donde las plantas superiores de la espantosa construcción posterior a la guerra que era el Ministerio del Interior casi imitaban el color del cielo plomizo. Juntó los dedos bajo la barbilla.

– Temo que nos peleamos por una corbata.

– ¿Una corbata?

Para aclarar la frase, Lynley señaló la que llevaba.

– Anoche colgué una corbata del pomo de la puerta.

Barbara frunció el ceño.

– ¿La fuerza de la costumbre, quiere decir, como apretar la pasta de dientes por la mitad del tubo? ¿Algo que crispa los nervios de la otra persona cuando las estrellas del romance empiezan a palidecer?

– Ojalá.

– Entonces, ¿qué?

Lynley suspiró. Barbara no sabía si deseaba seguir hablando.

– Da igual -dijo-. No es mi problema. Lamento que no funcionara. Me refiero a las vacaciones. Sé que los dos lo deseaban.

El inspector jugueteó con el nudo de la corbata.

– Dejé mi corbata en el pomo exterior de la puerta antes de acostarnos.

– ¿Y qué?

– No me paré a pensar que ella podía darse cuenta, y además, es algo que acostumbro a hacer en ciertas ocasiones.

– ¿Y qué?

– En realidad, ella no se dio cuenta, pero preguntó cómo era que Denton nunca nos interrumpía por las mañanas desde que estábamos… juntos.

Barbara vio la luz.

– Ah, ya lo entiendo. Denton ve la corbata. Es una señal. Sabe que hay alguien con usted.

– Bien… Sí.

– ¿Y usted se lo dijo? Jesús, qué idiotez, inspector.

– Lo hice sin pensar. Flotaba como un colegial en ese estado estúpido de euforia sexual en que nadie piensa. Ella dijo: «Tommy, ¿cómo es que Denton no ha entrado nunca con el té de la mañana las noches que me he quedado?». Y yo le dije la verdad.

– ¿Que utilizaba la corbata para advertir a Denton de que Helen estaba en el dormitorio?

– Sí.

– ¿Y que ya lo había hecho con otras mujeres en el pasado?

– Dios, no. No soy tan idiota. Aunque, de haberlo dicho, habría dado igual. Ella dio por sentado que llevo años haciéndolo.

– ¿Y no es verdad?

– Sí. No. Bueno, en los últimos tiempos no, por el amor de Dios. O sea, solo con ella, lo cual no implica que no lo haya hecho con otras. Pero no ha habido nadie más desde que ella y yo… Oh, maldita sea.

Desechó el resto con un ademán.

Barbara asintió con solemnidad.

– Ya me estoy haciendo una buena idea de cómo se cavó la tumba.

– Ella afirma que es un ejemplo de mi misoginia intrínseca: parece que mi criado y yo intercambiamos risitas lascivas después de desayunar, acerca de quién ha gemido en voz más alta en mi cama.

– Cosa que nunca ha hecho, por supuesto.

Lynley giró la silla hacia ella.

– ¿Por quién me toma, sargento?

– Por nadie. Solo por usted. -Investigó en el agujero de su rodilla con mayor interés-. Habría podido renunciar al té de la mañana, por supuesto. Quiero decir, después de que empezó a pasar las noches con mujeres. De esa forma, nunca habría necesitado una señal. O podría haber preparado el té usted mismo y subirlo en una bandeja a su habitación. -Apretó los labios al pensar en Lynley deambulando por su cocina (en el caso de que supiera dónde estaba), intentando encontrar la tetera y encender el fuego-. Habría sido una especie de liberación para usted, señor. Hasta puede que, a la larga, se hubiera atrevido con las tostadas.

Lanzó una risita, más parecida a un resoplido, entre sus dientes apretados. Se tapó la boca y le miró por encima de la mano, medio avergonzada por tomarse a risa la situación, y medio divertida al pensar en Lynley, en mitad de una frenética y decidida seducción, colgando subrepticiamente una corbata en el pomo de la puerta, de tal forma que su enamorada no se diera cuenta y le preguntara por qué lo hacía.

Tenía el rostro impasible. Sacudió la cabeza. Pasó los dedos sobre los restos del informe de Hillier.

– No sé -dijo muy serio-. No creo que jamás aprenda a hacer tostadas.

Ella lanzó una carcajada. Él rió por lo bajo.

– Al menos, en Acton no tenemos ese tipo de problemas -rió Barbara.

– Lo cual explica, en parte, por qué no se decide a marchar.

Menuda intuición, pensó ella. Pasaría por una grieta aunque llevara una venda en los ojos. Se levantó de la silla y se acercó a la ventana. Introdujo los dedos en los bolsillos posteriores de sus tejanos.

– ¿No es por eso que está aquí? -preguntó Lynley.

– Ya le dije por qué. Pasaba por aquí.

– Estaba buscando una distracción, Havers. Igual que yo.

La mujer miró por la ventana. Vio las copas de los árboles del parque de St. James. Completamente desnudos, agitados por el viento, parecían bocetos recortados contra el cielo.

– No lo sé, inspector -dijo-. Parece el típico caso de ir con pies de plomo. Sé lo que quiero hacer. Me asusta hacerlo.

Sonó el teléfono del escritorio de Lynley. Barbara se dispuso a contestar.

– Déjelo -dijo el inspector-. No estamos aquí, ¿recuerda?

Los dos lo contemplaron mientras continuaba sonando, como hace la gente cuando espera que su voluntad colectiva ejercerá una pequeña influencia sobre las acciones de los demás. Enmudeció por fin.

– Pero supongo que usted es capaz de establecer la relación -prosiguió Barbara, como si el teléfono no les hubiera interrumpido.

– Es algo acerca de los dioses. Cuando quieren volverte loco, te conceden lo que más deseas.

– Helen.

– Libertad.

– Vaya par de chiflados.

– ¿Detective inspector Lynley?

Dorothea Harriman se había detenido en la puerta, vestida con un elegante traje negro, alegrado por ribetes grises en el cuello y las solapas. Un sombrerito cuadrado oscilaba sobre su cabeza. Parecía ataviada para aparecer en el balcón del palacio de Buckingham el Domingo del Recordatorio [4], si hubiera sido convocada para codearse con la realeza. Solo faltaba la amapola.

– ¿Sí, Dee? -contestó Lynley.

– Teléfono.

– No estoy.

– Pero…

– La sargento y yo no estamos localizables, Dee.

– Pero es el señor St. James. Telefonea desde Lancashire.

– ¿St. James? -Lynley miró a Barbara-. ¿No se habían ido de vacaciones Deborah y él?

Barbara alzó los hombros.

– ¿No nos habíamos ido todos?

7

Lynley atacó la cuesta de la carretera de Clitheroe, en dirección al pueblo de Winslough, a última hora de la tarde. Un sol tenue, que iba palideciendo a medida que el día viajaba hacia la noche, taladraba la niebla invernal que flotaba sobre la tierra. Sus haces estrechos se reflejaban en los viejos edificios de piedra -la iglesia, la escuela, las casas y las tiendas que se alzaban en una apretada exhibición de la robusta arquitectura propia de Lancashire- y cambiaban el color de los edificios, un oscuro canela tintado de hollín a ocre. La carretera estaba húmeda bajo los neumáticos del Bentley, como daba la impresión de ocurrir siempre en el norte al llegar aquella época del año, y charcos de agua producidos por el hielo y la escarcha, que se formaban, fundían y volvían a formarse cada noche, brillaban a la luz. El cielo se reflejaba sobre su superficie, al igual que las formas de los setos y los árboles.

Disminuyó la velocidad a unos cincuenta metros de la iglesia. Aparcó al lado y salió al aire, acerado como un cuchillo. Olió el humo de un fuego cercano, alimentado con leña seca. Luchaba por imponerse a los olores dominantes a estiércol, tierra removida, humedad y vegetación podrida que emanaban de una extensión de tierra despejada que se extendía al otro lado del zarzal que bordeaba la carretera. A su izquierda, el seto se curvaba hacia el noreste, paralelo a la carretera, permitiendo el acceso a la iglesia, y después, tal vez a unos cuatrocientos metros, al pueblo. A la derecha, un grupo de árboles se espesaba hasta formar un bosque de robles viejos, sobre el cual se elevaba una colina cubierta de escarcha y coronada por una capa de niebla ondulante. Frente a él, el campo descendía lánguidamente hacia un riachuelo sinuoso, para volver a elevarse al otro lado en un batiburrillo de muros de piedra seca, entre los cuales se erguían granjas, y pese a la distancia, Lynley oyó el balido de las ovejas.

Se apoyó contra el coche y examinó San Juan Bautista. Al igual que el resto del pueblo, la iglesia era un edificio sencillo, de tejado inclinado, cuyos únicos adornos eran el campanario y las almenas normandas. Rodeado por un cementerio y algunos castaños, con el telón de fondo del cielo brumoso, no tenía aspecto de ser un elemento importante de un decorado que albergaba un crimen.

Al fin y al cabo, los sacerdotes eran personajes secundarios en el drama de la vida y la muerte. Su papel era el de conciliadores, consejeros e intermediarios entre el penitente, el suplicante y el Señor. Ofrecían un servicio trascendental, tanto en eficacia como en importancia, por su relación con la divinidad, pero a causa de este hecho existía una prudente distancia entre ellos y los miembros de su congregación, que parecía excluir el tipo de intimidad que conduce al asesinato.

No obstante, esta cadena de razonamientos era pura sofistería, y Lynley lo sabía. Todo lo demostraba, desde el viejo aforismo del lobo con piel de cordero hasta aquel taimado hipócrita del reverendo Arthur Dimmesdale. Aunque no fuera el caso, Lynley había sido policía el tiempo suficiente para saber que el exterior más inocente, por no mencionar la posición más encumbrada, contaba con todas las posibilidades de ocultar culpabilidad, pecado y vergüenza. Por lo tanto, si el crimen había destruido la paz de aquella campiña soñolienta la culpa no era de las estrellas ni del movimiento incesante de los planetas, sino que residía en el fondo de un corazón cauteloso.

– Está ocurriendo algo peculiar -había dicho por teléfono St. James aquella mañana-. Por los datos que he podido reunir, parece que el agente de policía local se las ingenió para evitar que el DIC de su división llevara a cabo poca cosa más que una investigación rutinaria. Por lo visto, mantiene relaciones con la mujer que dio a ese sacerdote, Robín Sage, la cicuta.

– Tuvo que haber una encuesta, St. James.

– En efecto. La mujer, que se llama Juliet Spence, admitió que lo había hecho y afirmó que había sido un accidente.

– Bien, si el caso no fue a más y el jurado emitió un veredicto de envenenamiento accidental, hemos de suponer que la autopsia y las demás pruebas aportadas, independientemente de quién las reuniera, verificaron su declaración.

– Pero si piensas en el hecho de que es una herbolaria…

– La gente comete equivocaciones. Piensa en las numerosas muertes que se han producido porque un experto en setas cogió la que no debía, la preparó para cenar y murió.

– No es lo mismo.

– Dices que la confundió con chirivía silvestre, ¿no?

– Sí, y ahí empeora la historia.

St. James describió los hechos. Si bien era cierto que la planta no se distinguía a simple vista de otros miembros de su familia, las umbelíferas, las similitudes entre el género y la especie se limitaban a las partes de la planta que nadie comía: las hojas, los tallos, las flores y los frutos.

¿Por qué la fruta no?, quiso saber Lynley. ¿No derivaba toda la situación del hecho de coger, cocinar y comer la fruta?

En absoluto, contestó St. James. Aunque la fruta fuera tan venenosa como el resto de la planta, consistía en cápsulas secas, divididas en dos partes, que, al contrario que un melocotón o una manzana, no eran canosas y, por lo tanto, inaceptables desde un punto de vista gastronómico. Alguien que cultivara cicuta, pensando que era chirivía silvestre, no comería la fruta, sino que extraería la planta o utilizaría la raíz.

– Ahí está el problema -dijo St. James.

– Supongo que las características distintivas están en la raíz.

– Exacto.

Lynley se vio forzado a admitir que, si bien las características no eran legión, su número bastaba para despertar su inquietud dormida. Ese era el motivo, en parte, de que hubiera sacado de la maleta las ropas que había puesto para pasar una semana en el suave invierno de Corfú, sustituyéndolas por otras más adecuadas para el insidioso frío del norte, circulado por la M1 hasta la M6, y viajado a Lancashire, con sus páramos desolados, sus montañas cubiertas de nubes y sus aldeas antiquísimas, de las cuales había surgido hacía más de trescientos años la fascinación de su país por la brujería.

Roughlee, Blacko y Pendle Hill no estaban muy lejos, ni en la distancia ni en el recuerdo, del pueblo de Winslough, ni tampoco la Hondonada de Bowland, que veinte mujeres habían atravesado para ser juzgadas y ejecutadas en el castillo de Lancaster. Era un hecho histórico demostrado que la persecución alzaba su fea cabeza en momentos de tensión, cuando se necesitaba un chivo expiatorio para aplacarla y desplazarla. Lynley se preguntó si la muerte del vicario local a manos de una mujer constituía suficiente tensión.

Dejó de contemplar la iglesia y se volvió hacia el Bentley. Encendió el motor, y la cinta que había estado escuchando desde Clitheroe se reanudó. El Réquiem de Mozart. Su lóbrega combinación de cuerdas y vientos, que acompañaban al cántico grave y solemne del coro, parecía muy apropiada a las circunstancias. Guió el coche hacia la carretera.

Si no era una equivocación lo que había matado a Robin Sage era otra cosa, y los datos sugerían que esa otra cosa era un asesinato. Como en la planta, aquella conclusión brotaba de la raíz.

– La cicuta se distingue de los demás miembros de las umbelíferas por la raíz -había explicado St. James-. La chirivía silvestre tiene un solo rizoma. La cicuta tiene un haz tuberoso de raíces.

– ¿No cabe la posibilidad de que esa planta en particular tuviera un solo rizoma?

– Sí, es posible, al igual que otro tipo de planta podría tener lo contrario: dos o tres raíces adventicias. Pero, estadísticamente hablando, Tommy, es improbable.

– No podemos desecharla.

– De acuerdo, pero aunque esta planta en particular hubiera tenido una anomalía de ese tipo, existen otras características en la parte hundida del tallo que, en teoría, una herbolaria debería observar. Cuando abres a lo largo el tallo de la cicuta, se ven nudos e internudos.

– Échame una mano, Simon. La ciencia no es mi especialidad.

– Lo siento. Supongo que tú las llamarías cámaras. Son huecas, con un diafragma de tejido medular que recorre horizontalmente la cavidad.

– ¿Y la chirivía silvestre no tiene esas cámaras?

– Tampoco rezuma un líquido aceitoso amarillo cuando cortas el tallo.

– ¿Cortó ella el tallo? ¿Lo abrió a lo largo?

– Eso último, no. Admito que es dudoso, pero en cuanto a lo primero, ¿cómo podría arrancar la raíz, aunque fuera la única anómala, sin cortar el tallo de alguna forma? Aunque hubiera arrancado la raíz del tallo, ese aceite singular habría rezumado.

– ¿Y crees que es suficiente advertencia para una herbolaria? ¿No cabe la posibilidad de que estuviera pensando en otra cosa y no se fijara? ¿Y si alguien estaba con ella mientras la arrancaba? ¿Y si estaba hablando con una amiga, discutía con su amante, o estaba distraída? Quizá estaba distraída por un buen motivo. ¿No lo crees?

– Es posible. Y vale la pena investigarlo, ¿no?

– Deja que haga unas llamadas telefónicas.

Lo había hecho. La naturaleza de las respuestas que había conseguido obtener habían acicateado su interés. Como las vacaciones en Corfú se habían convertido en otra promesa incumplida de su vida, metió un traje de tweed, tejanos y jerséis en la maleta, y amontonó botas de agua, calzado de excursión y un anorak en el maletero del coche. Hacía semanas que ardía en deseos de abandonar Londres. Aunque habría preferido escapar en avión a Corfú con Helen Clyde, Crofters Inn y Lancashire bastarían.

Dejó atrás las casas adosadas que señalaban la entrada al pueblo y encontró el hostal en el cruce de tres carreteras, justo donde St. James le había dicho. Lynley encontró en el pub al propio St. James, acompañado de Deborah.

El pub aún no estaba abierto. Los candelabros de pared, con sus pequeñas pantallas adornadas con borlas, no estaban encendidos. Cerca del bar, alguien había colocado una pizarra, donde las especialidades de la noche habían sido escritas con una mano que empleaba extrañas letras puntiagudas, líneas inclinadas y tiza de color fucsia. Se ofrecía Lasagnia, así como Filete Minuet y Steamed Toffy Pudding. Si la ortografía indicaba la calidad de la cocina, la perspectiva era poco prometedora. Lynley tomó nota mental de probar el restaurante en lugar del pub.

St. James y Deborah estaban sentados bajo una de las dos ventanas que daban a la calle. Sobre la mesa, entre ambos, los restos del té de la tarde se mezclaban con jarras de cerveza y un fajo de papeles grapados que St. James se disponía a doblar y guardar en el bolsillo interior de la chaqueta.

– Escucha, Deborah… -estaba diciendo.

– No. Estás rompiendo nuestro acuerdo -replicó ella. Se cruzó de brazos. Lynley conocía aquel gesto. Se detuvo.

En la chimenea contigua a la mesa ardían tres troncos. Deborah se volvió y miró a las llamas.

– Sé razonable -dijo St. James.

– Sé justo -contestó ella.

Entonces, uno de los troncos se movió y una lluvia de chispas cayó al hogar. St. James empleó el cepillo del fuego. Deborah se apartó. Vio a Lynley.

– Tommy -dijo, sonriente y con expresión de alivio, cuando el recién llegado entró en el gran círculo de luz que el fuego proporcionaba. Dejó la maleta junto a la escalera y avanzó a su encuentro.

– Has venido muy rápido -comentó St. James, mientras Lynley le estrechaba la mano, para después besar en la mejilla a Deborah.

– Llevaba viento de popa.

– ¿Te ha costado escaparte del Yard?

– Lo has olvidado. Estoy de vacaciones. Acababa de entrar en el despacho para despejar mi escritorio.

– ¿Hemos interrumpido tus vacaciones? -preguntó Deborah-. ¡Simon! Eso es espantoso.

Lynley sonrió.

– Un favor, Deb.

– Pero tú y Helen tendríais planes.

– En efecto, pero ella cambió de idea. Me quedé colgado. Podía elegir entre venir a Lancashire o dar vueltas sin parar por mi casa de Londres. Lancashire se me antojó mucho más prometedor. Es una distracción, como mínimo.

Deborah asestó con astucia la puñalada final.

– ¿Sabe Helen que has venido?

– La telefonearé esta noche.

– Tommy…

– Lo sé. No me he portado bien. He huido como un cobarde.

Se dejó caer en la silla contigua a Deborah y cogió una torta que aún quedaba en la plata. Se sirvió un poco de té en la taza vacía de Deborah y puso azúcar mientras masticaba. Paseó la vista en torno suyo. La puerta del restaurante estaba cerrada. Las luces situadas detrás de la barra estaban apagadas. La puerta de la oficina se veía entreabierta, pero no se advertían movimientos detrás, y pese a que una tercera puerta, dispuesta en ángulo detrás de la barra, estaba lo bastante abierta para permitir que un haz de luz iluminara las etiquetas de las botellas de alcohol colgadas al revés, no surgía ningún sonido desde el otro lado.

– ¿No hay nadie? -preguntó Lynley.

– Están por ahí. Hay una campana en el bar.

Movió la cabeza en su dirección, pero no se movió.

– Saben que eres del Yard, Tommy.

Lynley enarcó una ceja.

– ¿Cómo?

– Recibiste un mensaje durante la comida. Todo el pub hablaba de ello.

– Menos mal que he venido de incógnito.

– De todas formas, creo que no nos habría servido de nada.

– ¿Quién lo sabe?

– ¿Que eres del DIC? -St. James se reclinó en la silla y dejó que su mirada vagara, como si intentara recordar quién estaba en el pub cuando se produjo la llamada-. Los propietarios, desde luego. Seis o siete habitantes de la localidad. Un grupo de excursionistas que se marchó hace bastante rato.

– ¿Estás seguro acerca de los habitantes?

– Ben Wragg, el propietario, estaba conversando con algunos cuando su mujer le comunicó la noticia. Los demás se enteraron mientras comían. Deborah y yo sí, al menos.

– Espero que Wragg les cargara un extra.

St. James sonrió.

– Pues no, pero nos transmitieron el mensaje. Se lo contaron a todo el mundo: el sargento Dick Hawkins, de la policía de Clitheroe, llamaba al inspector detective Thomas Lynley.

– Le pregunté de dónde venía ese tal inspector detective Thomas Lynley -añadió Deborah, con su mejor acento de Lancashire-, y ¿a que no lo adivinas, Tommy? -Una pausa maravillosamente dramática-. ¡Es de New Scotland Yard! Se hospedará en este mismo hostal. Reservó una habitación no hace ni tres horas. Yo cogí la llamada. Bien, ¿qué cree que viene a investigar? -La nariz de Deborah se arrugó al tiempo que sonreía-. Eres la sensación de la semana. Has convertido Winslough en St. Mary Mead.

Lynley lanzó una risita.

– Clitheroe no es la comisaría regional de Winslough, ¿verdad? -dijo St. James con aire pensativo-. Y ese Hawkins no dijo nada acerca de estar adscrito a ningún DIC, porque en ese caso, nos habríamos enterado de la noticia junto con todos los demás.

– Clitheroe solo es el centro de la división policial -explicó Lynley-. Hawkins es el oficial superior del agente de policía local. Hablé con él esta mañana.

– Pero ¿no es del DIC?

– No, y tus conclusiones al respecto eran correctas, St. James. Cuando hablé antes con Hawkins, confirmó que el DIC de Clitheroe se limitó a fotografiar el cadáver, examinar el lugar de los hechos, recoger pruebas materiales y preparar la autopsia. Shepherd se encargó del resto, la investigación y los interrogatorios. Pero no lo hizo solo.

– ¿Quién le ayudó?

– Su padre.

– Eso es muy extraño.

– Extraño e irregular, pero no ilegal. Según lo que me contó el sargento Hawkins, el padre de Shepherd fue, en su época, inspector jefe detective en la comisaría regional de Hutton-Preston. Es evidente que se impuso al sargento Hawkins y tomó el mando.

– ¿Fue inspector jefe detective?

– El caso Sage fue el último en que intervino. Se jubiló poco después de la encuesta.

– De modo que Shepherd debió acordar con su padre que debían mantener al DIC de Clitheroe alejado del asunto -dijo Deborah.

– O su padre lo decidió así.

– Pero ¿por qué? -musitó St. James.

– Yo diría que hemos venido para averiguarlo.

Bajaron juntos por la carretera de Clitheroe en dirección a la iglesia. Dejaron atrás las casas adosadas, cuyas ventanas blancas estaban circundadas por cien años de suciedad que un simple lavado no lograría eliminar.

Encontraron la casa de Colin Shepherd justo al lado de la vicaría, frente a la iglesia de San Juan Bautista. En aquel punto se separaron. Deborah se encaminó a la iglesia con un quedo «Aún no la había visto», para que St. James y Lynley interrogaran al agente a su aire.

Dos coches estaban aparcados frente al edificio de ladrillo, un Land Rover manchado de barro que tendría unos diez años de antigüedad y un Golf sucio que parecía relativamente nuevo. No se veía ningún coche en el camino vecinal, pero cuando dejaron atrás el Rover y el Golf, en dirección a la puerta de Colin Shepherd, una mujer se asomó a una ventana de la vicaría y contempló sus movimientos sin intentar ocultarse. Una mano estaba liberando el crespo cabello color zanahoria de la bufanda que lo sujetaba en la nuca, mientras la otra abotonaba una chaqueta azul marino. No se movió de la ventana ni siquiera cuando fue evidente que Lynley y St. James la habían visto.

Un estrecho letrero rectangular sobresalía de un lado de la casa. Azul y blanco, llevaba impresa una sola palabra: policía. Como ocurría en muchos pueblos, la casa del agente local era también el centro oficial de su zona. Lynley se preguntó si Shepherd había interrogado a la Spence en aquella misma casa.

Un perro se puso a ladrar en cuanto tocaron el timbre. Los ladridos empezaron en un extremo de la casa, se acercaron rápidamente a la puerta principal y se afianzaron detrás de ella. Un perro grande, a juzgar por la potencia, y muy poco cordial.

– Tranquilo, Leo -dijo una voz de hombre-. Siéntate.

Los ladridos cesaron al instante. La luz del porche se encendió, aunque aún no había oscurecido por competo, y la puerta se abrió.

Colin Shepherd les miró de arriba abajo, con un enorme perdiguero negro sentado a su lado. Su rostro no reflejaba ni la expectación correspondiente a una demanda de sus servicios profesionales, ni la curiosidad despertaba al encontrar desconocidos en su puerta. Sus palabras explicaron el motivo.

– El DIC de Scotland Yard -dijo, con un rápido cabeceo-. El sargento Hawkins dijo que vendría hoy.

Lynley exhibió su tarjeta de identidad y presentó a St. James, a quien Shepherd dijo, tras una mirada calculadora:

– Se aloja en el hostal, ¿verdad? Le vi anoche.

– Mi mujer y yo vinimos para ver al señor Sage.

– La pelirroja. Esta mañana, paseaba cerca del embalse.

– Fue a dar un paseo por los páramos.

– La niebla cae deprisa en esos lugares. No es un sitio muy apropiado para pasear, si se desconoce el terreno.

– Se lo diré.

Shepherd retrocedió. El perro se levantó de inmediato y empezó a gruñir.

– Tranquilo -dijo Shepherd-. Vuelve a la chimenea.

El perro, obediente, trotó hacia otra habitación.

– ¿Lo utiliza para trabajar? -preguntó Lynley.

– No. Solo para cazar.

Shepherd movió la cabeza en dirección a un perchero que se erguía en un extremo del vestíbulo alargado. Debajo, se alineaban tres pares de botas de agua, dos de las cuales estaban manchadas de barro reciente. Al lado, había una cesta de leche metálica. El capullo de un insecto, emigrado mucho tiempo atrás, colgaba de un hilo pegado a una de las barras. Shepherd esperó, mientras Lynley y St. James colgaban sus abrigos. Después, les guió por el pasillo en la dirección que había tomado el perdiguero.

Entraron en una sala de estar, donde ardía un fuego, y un hombre de más edad estaba colocando un pequeño tronco sobre las llamas. Pese a los años de diferencia, era obvio que se trataba del padre de Colin Shepherd. Compartían muchas similitudes: la estatura, el pecho musculoso, la cintura estrecha. El cabello era diferente, más escaso y del color arena que adopta el pelo rubio cuando vira hacia gris. Los dedos largos, la sensibilidad y la seguridad de las manos del hijo se habían convertido, en su caso, en grandes nudillos y uñas hendidas.

El padre se frotó las manos, como para limpiarlas de polvillo. Extendió la mano a modo de saludo.

– Kenneth Shepherd -dijo-. Inspector jefe detective, jubilado. DIC de Hutton-Preston. Supongo que ya lo sabrán, ¿no?

– El sargento Hawkins me ha transmitido la información.

– Como era su deber. Me alegro de conocerles. -Dirigió una mirada a su hijo-. ¿Has ofrecido algo a estos caballeros, Col?

La expresión del agente no cambió, pese al tono afable de su padre. Sus ojos siguieron vigilantes, detrás de las gafas de concha.

– Cerveza -dijo-. Whisky. Coñac. Tengo un jerez que ha estado almacenando polvo durante seis años.

– A tu Annie le encantaba el jerez, ¿verdad? -dijo el inspector jefe-. Descanse en paz. Yo me tomaré uno. ¿Y ustedes?

– Nada -dijo Lynley.

– No, gracias -dijo St. James.

Shepherd se acercó a una mesa auxiliar, sirvió un jerez a su padre y algo de otra botella para él. Mientras tanto, Lynley paseó la vista por la sala.

Los muebles escaseaban, al estilo de un hombre que compra al azar cuando la necesidad es perentoria y no le importa el aspecto de sus posesiones. El respaldo de un sofá sitiado estaba cubierto por una manta tejida a mano de cuadrados multicolores, que conseguía ocultar casi todas las anémonas rosas, enormes pero piadosamente desteñidas, que decoraban la tela. Nada, excepto su raído tapizado, cubría los dos sillones de orejas desparejados, cuyos brazos estaban desnudos, y los respaldos desgastados, a causa de las generaciones de cabezas que se habían apoyado en ellos. Aparte de una mesa de café, una lámpara de pie de latón y la mesa auxiliar sobre la que descansaban las botellas de licor, el único objeto de interés colgaba en la pared. Era una vitrina que albergaba una colección de rifles y escopetas. Eran las únicas cosas de la sala que parecían cuidadas, compañeras sin duda del perdiguero que se había desplomado sobre una manta vieja y manchada frente al fuego. Sus patas, como las botas de agua del recibidor, estaban manchadas de barro.

– ¿Caza aves? -preguntó Lynley, y dirigió una mirada a las armas.

– Ciervos también, hace tiempo, pero me he retirado. La presa nunca recompensaba la espera.

– En teoría, sí, pero nunca sucede, ¿verdad?

El inspector jefe, con la copa de jerez en la mano, indicó el sofá y las sillas.

– Siéntense -dijo, y se dejó caer en el sofá-. Acabamos de dar un paseo y nos irá bien descansar los pies. Me marcharé dentro de un cuarto de hora. Una jovencita de cincuenta y ocho años me espera para cenar en su pensión, pero nos queda tiempo para charlar.

– ¿No vive en Winslough? -preguntó St. James.

– Hace años que no. Necesito un poco de acción y otro poco de carne femenina dispuesta a pasarlo bien. En Winslough no hay nada de lo primero, y lo que queda de lo segundo está atado y bien atado desde hace tiempo.

El agente se acercó con su copa al fuego, se acuclilló y acarició la cabeza del perdiguero. En respuesta, Leo abrió los ojos y apoyó la barbilla sobre el zapato de Shepherd. Agitó la cola satisfecho.

– Te has metido en el barro -dijo Shepherd, y tiró con cariño de las orejas del perro-. Menudo bribonzuelo estás hecho.

Su padre resopló.

– Perros. Joder. Se te meten dentro como las mujeres.

Fue una invitación a que Lynley formulara la pregunta con toda naturalidad, aunque estaba seguro de que aquella no había sido la intención del inspector jefe, como estaba seguro de que la visita del hombre a su hijo no tenía nada que ver con un paseo vespertino por los páramos.

– ¿Qué puede contarnos sobre la señora Spence y la muerte de Robin Sage?

– No entra dentro de las atribuciones del Yard, ¿verdad?

Si bien lo dijo con bastante cordialidad, la respuesta del inspector jefe fue demasiado rápida, como si la hubiera preparado de antemano.

– ¿Oficialmente? No.

– ¿Y extraoficialmente?

– Supongo que será consciente de las irregularidades de la investigación, inspector jefe. La ausencia del DIC. La relación de su hijo con la autora del crimen.

– Crimen no, accidente.

Colin Shepherd levantó la vista del perro, la copa sujeta con desenvoltura en su mano. Siguió acuclillado junto al fuego. Un aldeano de pies a cabeza, que sin duda podría continuar en aquella posición durante muchas horas sin la menor incomodidad.

– Una decisión irregular, pero no ilegal -dijo el inspector jefe-. Colin pensó que podía tomarla. Yo estuve de acuerdo. Manejó bien la situación. Yo estuve con él casi todo el tiempo, de modo que si ha sido la ausencia del DIC lo que ha puesto nervioso al Yard, el DIC estuvo aquí todo el tiempo.

– ¿Estuvo usted presente en todos los interrogatorios?

– En los importantes, sí.

– Inspector jefe, sabe muy bien que eso es más que irregular. No necesito decirle que cuando se ha cometido un crimen…

– Pero no fue un crimen -dijo el agente. Su mano seguía sobre el perro, pero tenía los ojos clavados en Lynley. No los movió-. El equipo encargado de analizar el escenario de los hechos registró los páramos, miró debajo de las piedras y comprendió bien la situación antes de una hora. No fue un crimen. Fue un accidente, punto. Yo lo vi así. El juez de instrucción lo vio así. El jurado lo vio así. Fin de la historia.

– ¿Estuvo seguro desde el principio?

El perro se agitó inquieto cuando la mano que le acariciaba se tensó.

– Por supuesto que no.

– No obstante, aparte de la presencia inicial del equipo encargado de analizar el lugar de los hechos, tomó la decisión de no implicar a su DIC, las personas que están preparadas para determinar si una muerte es un accidente, un suicidio, o un asesinato.

– Yo tomé la decisión -dijo el inspector jefe.

– ¿Basándose en qué?

– En una llamada telefónica mía -contestó su hijo.

– ¿Informó de la muerte a su padre, en lugar de a la sede del departamento en Clitheroe?

– Informé a los dos. Dije a Hawkins que yo me ocuparía. Papá lo confirmó. Todo me pareció muy claro en cuanto hablé con Juliet… con la señora Spence.

– ¿Y el señor Spence? -preguntó Lynley.

– No existe.

– Entiendo.

El agente bajó los ojos y dio vueltas al licor en su mano.

– Esto no tiene nada que ver con nuestra relación.

– Pero añade una complicación. Estoy seguro de que lo comprende.

– No fue un asesinato.

St. James se inclinó hacia delante en el sillón de orejas que había elegido.

– ¿Por qué está tan seguro? ¿Por qué estuvo tan seguro hace un mes, agente?

– Ella carecía de móvil. No conocía al hombre. Era la tercera vez que se encontraban. La perseguía para que fuera a la iglesia, y quería hablar sobre Maggie.

– ¿Maggie? -preguntó Lynley.

– Su hija. Juliet tenía algunos problemas con ella y el vicario intervino. Quería ayudar. Mediar entre ellas, ofrecer consejo, esas cosas. Esa era su relación, en una palabra. ¿Tenía que llamar al DIC para que le leyeran sus derechos por eso, o usted habría preferido un móvil antes?

– Medios y oportunidad son poderosos indicadores por sí solos -replicó Lynley.

– Eso es una chorrada, y usted lo sabe -intervino el jefe inspector.

– Papá…

El padre de Shepherd le indicó que callara con un movimiento de su copa.

– Yo tengo el medio de asesinar cada vez que me siento al volante de mi coche. Tengo la oportunidad cuando piso el acelerador. ¿Sería un asesinato, inspector, si arrollara a alguien que se cruzara en el camino de mi coche? ¿Sería necesario llamar al DIC por ello, o podríamos considerarlo un accidente?

– Papá…

– Si esa es su argumentación, cuya validez no negaré en este momento, ¿para qué implicar al DIC en su persona?

– Porque está liado con esa mujer, por el amor de Dios. Pidió que estuviera a su lado para ayudarle a conservar la objetividad. Y lo hizo. En todo momento.

– Mientras estuvo con él. Ha admitido antes que no estuvo presente en todas las entrevistas.

– No necesitaba para nada…

– Papá -interrumpió con brusquedad Shepherd. Su voz se calmó cuando prosiguió-. Las cosas se pusieron feas cuando Sage murió. Juliet entiende de plantas, y cuesta creer que confundiera cicuta con chirivía silvestre, pero eso fue lo que ocurrió.

– ¿Está seguro? -preguntó St. James.

– Por supuesto. Ella se puso enferma la noche que el señor Sage murió. Tenía una fiebre altísima. Tuvo cuatro o cinco ataques, hasta las dos de la madrugada. Díganme para qué iba a comer a sabiendas un poco del veneno natural más mortífero del mundo, con el fin de disfrazar un crimen de accidente, sin tener un motivo. La cicuta no es como el arsénico, inspector Lynley. Es imposible fabricarse una inmunidad contra ella. Si Juliet hubiera querido asesinar al señor Sage, no habría sido tan idiota como para ingerir parte de la cicuta. Habría podido morir.

– ¿Sabe con certeza que se encontró mal? -preguntó Lynley.

– Estaba allí.

– ¿En la cena?

– Después. Pasé un momento.

– ¿A qué hora?

– Hacia las once, después de la última patrulla.

– ¿Por qué?

Shepherd apuró los restos de su copa y la dejó en el suelo. Se quitó las gafas y dedicó un momento a limpiar los cristales con la manga de su camisa de franela.

– ¿Agente?

– Díselo, muchacho -intervino el inspector jefe-. Es la única manera de que se quede satisfecho.

Shepherd se encogió de hombros y volvió a ponerse las gafas.

– Quería saber si estaba sola. Maggie había ido a pasar la noche con una de sus amigas… Suspiró y removió los pies.

– ¿Creyó que Sage iba a hacer lo mismo con la señora Spence?

– Había ido tres veces. Juliet no me dio motivos para pensar que le había tomado como amante. Me hice preguntas, eso es todo. Me hice preguntas. No me siento orgulloso de ello.

– ¿Cabe la posibilidad de que hubiera tomado un amante sin conocerle apenas, agente?

Shepherd cogió su copa, vio que estaba vacía y la volvió a dejar sobre la mesa. Un muelle crujió en el sofá cuando el inspector jefe cambió de posición.

– ¿Podría ser, agente?

Las gafas del agente destellaron un momento cuando levantó la cabeza para mirar a Lynley.

– Es difícil saber eso de cualquier mujer, ¿no? Sobre todo de una mujer a la que amas.

Era cierto, admitió Lynley. Más de lo que deseaba. La gente alababa las virtudes de la confianza todo el tiempo. Se preguntó cuántas personas vivían confiadas, sin dudas acampadas siempre como gitanos inquietos en los límites de la conciencia.

– Supongo que Sage se había marchado cuando usted llegó -dijo.

– Sí. Ella dijo que se había ido a las nueve.

– ¿Dónde estaba Juliet?

– En la cama.

– ¿Indispuesta?

– Sí.

– ¿Y le dejó entrar?

– Llamé a la puerta. Como no contestó, entré.

– ¿La puerta no estaba cerrada con llave?

– Tengo llaves. -Vio que Lynley dirigía una veloz mirada en dirección a St. James-. Ella no me las dio -añadió-. Fue Townley-Young. Las llaves de la casa, de Cotes Hall, de toda la propiedad. El es el dueño. Ella, la vigilante.

– ¿Sabe ella que usted tiene llaves?

– Sí.

– ¿Como medida de precaución?

– Supongo.

– ¿Las utiliza a menudo, como parte de su patrulla nocturna?

– No. Por lo general, no.

Lynley vio que St. James miraba con aire pensativo al agente, con el entrecejo arrugado mientras se acariciaba la barbilla.

– ¿No fue un poco arriesgado entrar en la casa por la noche? -preguntó-. ¿Y si hubiera estado en la cama con el señor Sage?

Shepherd apretó la mandíbula, pero respondió con desenvoltura.

– Supongo que yo mismo le habría matado.

8

Deborah pasó el primer cuarto de hora en el interior de la iglesia de San Juan Bautista. Paseó por el pasillo central hacia el coro, y recorrió con un dedo enguantado las volutas que ribeteaban cada banco. Al otro lado del pulpito había un banco separado de los demás por una puerta de columnas retorcidas, sobre las cuales una pequeña placa de bronce llevaba la inscripción ennegrecida «Townley-Young». Deborah alzó el pestillo y entró, mientras se preguntaba qué clase de gente querría mantener la desagradable costumbre centenaria de segregarse de aquellos a los que consideraba socialmente inferiores.

Se sentó en el estrecho banco y miró a su alrededor. La atmósfera de la iglesia era rancia y helada, y cuando exhaló, su aliento flotó un instante ante su rostro, y luego se disipó como un cirro en el viento. El tablero de himnos colgaba en una columna cercana, con el listado de una selección destinada a algún servicio anterior. El primero era el 388. Deborah lo buscó en un himnario y leyó:

Señor Jesucristo, que en tu corazón llevas

el peso de nuestra vergüenza y pecado,

y ahora te rebajas a compartir

el combate exterior, el miedo interior,

Y luego bajó los ojos hacia

para que podamos cuidar, como tú cuidaste,

de los enfermos y lisiados, los sordos y los ciegos,

y compartir libremente, como tú compartiste,

todas las aflicciones de la humanidad.

Contempló las palabras con un nudo en la garganta, como si hubieran sido escritas precisamente para ella. Lo cual no era así.

Cerró el libro. Una bandera colgaba de una barra metálica a la izquierda del pulpito, y la examinó. La palabra «Winslough» estaba bordada en letras amarillas sobre un fondo azul desvaído. Debajo, habían trazado «San Juan Bautista» con retales acolchados, de los que asomaban delgadas masas de relleno, devanándose como la nieve sobre el campanario y la esfera del reloj. Se preguntó cuál sería el uso de la bandera, cuándo la habían colgado, si alguna vez había visto la luz del día, su antigüedad, quién la había confeccionado y por qué. Imaginó a una anciana de la parroquia ocupada en su diseño, ganándose la gracia del Señor puntada a puntada gracias a su ofrenda. ¿Cuánto tiempo habría tardado? ¿Qué clase de hilo habría utilizado? ¿La ayudó alguien? ¿Lo supo alguien? ¿Habría alguien que conservara para la posteridad este tipo de anécdotas?

Vaya juegos, pensó Deborah. Qué esfuerzo por controlar la mente. Qué importante era sentir la tranquilidad derivada de una visita a una iglesia y la comunión con el Señor.

No había venido para eso. Había venido porque un paseo por la carretera de Clitheroe a última hora de la tarde, en compañía de su marido y el mejor amigo de este, que había sido su amante anterior, que era el padre del hijo que habría podido tener (y que nunca tendría), parecía la mejor manera de escapar a la sensación de haber sido traicionada.

Arrastrada a Lancashire con falsos pretextos, pensó, y lanzó una débil risita ante la idea de que ella había sido la traidora definitiva.

Había encontrado los papeles de adopción encajados entre el pijama y los calcetines de Simon, y la indignación estrujó su espina dorsal al pensar en el engaño y en aquella intrusión en su escapada lejos de la vida real de Londres. Simon quería hablar sobre ello, le explicó cuando ella tiró los papeles sobre la cómoda. Pensaba que había llegado el momento de poner en claro toda la situación.

No había nada que poner en claro. Hablar sobre ello era enfrascarse en el tipo de conversación que giraba como un ciclón, ganaba velocidad y energía a expensas de los malentendidos, y obraba la destrucción mediante palabras proferidas con rabia y en defensa propia. Una familia no es la sangre, dijo en tono absolutamente razonable, porque bien sabía Dios que Simon Allcourt-St. James era científico, erudito y la razón personificada. Una familia es gente. Gente vinculada entre sí por el tiempo, la convivencia y la experiencia, Deborah. Forjamos nuestras relaciones mediante el toma y daca de los sentimientos, mediante la creciente sensibilidad hacia las necesidades de los demás, mediante el apoyo mutuo. El apego de un niño a sus padres no tiene nada que ver con quién le dio la vida. Surge de vivir día a día, de ser alimentado, de ser guiado, de tener a alguien, alguien consistente, en quien poder confiar. Tú ya lo sabes.

No es eso, no es eso, quiso decir ella, pese a sentir las lágrimas que tanto despreciaba impedirle hablar.

Entonces, ¿qué es? Dímelo. Ayúdame a entender.

Mío… no sería… tuyo. No sería nuestro. ¿Es que no lo ves? ¿Por qué no puedes entenderlo?

La miró sin hablar durante un momento, no para castigarla con una renuncia, como a veces pensaba ella que significaban sus silencios, sino para pensar y solucionar el problema. Estaba meditando qué línea de actuación podían adoptar, cuando lo único que deseaba ella era que Simon también llorara y expresara mediante sus lágrimas que comprendía su dolor.

Como él nunca lo había hecho, Deborah no dijo lo indecible. Ni siquiera se lo había dicho a ella misma. No quería sentir la pena que acompañaría a sus palabras. Luchó por erradicarlas de su conciencia, y para ello se apoyó en lo que bien sabía era la mayor virtud de Simon: jamás permitiría que ni una sola circunstancia le derrotara; tomaba la vida como venía y la doblegaba a su voluntad.

Ni siquiera te importa, eran las palabras que elegiría. Esto no significa nada para ti. No quieres entenderme.

Una discusión en plan ciclón era lo más conveniente.

Había salido a pasear por la mañana para evitar discusiones. En los páramos, con el viento azotando su cara, caminando por el terreno irregular, esquivando las ocasionales espinas de aulaga y abriéndose paso entre el brazo teñido de marrón por el invierno, se desentendió de todo, excepto del ejercicio en sí.

Ahora, sin embargo, la silenciosa iglesia no admitía coartadas. Podía examinar los monumentos conmemorativos, contemplar la luz agonizante que oscurecía los colores de las ventanas, leer los Diez Mandamientos de bronce que formaban los retablos y decidir cuántos había quebrantado hasta el momento. Podía rozar con los pies el suelo deformado por el tiempo del banco perteneciente a los Townley-Young y contar los agujeros producidos por las polillas que sembraban el manto del pulpito. Podía admirar el trabajo del crucifijo y el baldaquín. Podía prestar oídos al tono de las campanas. Pero no podía escapar a la voz de su conciencia, que hablaba la verdad y la obligaba a escuchar:

Llenar esos papeles significaría que me rindo. Sería admitir la derrota. Significaría que soy un fracaso como mujer. Significaría que el dolor disminuirá, pero nunca desaparecerá. Y eso no es justo. Es lo único que deseo… Esta cosa tan sencilla, tan inalcanzable.

Deborah se levantó y empujó la puerta que separaba el banco. Las palabras de Simon acompañaron al crujido:

¿Te estás castigando, Deborah? ¿Dice tu conciencia que has pecado y que la única expiación consiste en sustituir una vida por otra que tú hayas creado? ¿Es eso lo que estás haciendo? ¿Lo estás haciendo por mí? ¿Crees que estás en deuda conmigo?

Tal vez, en parte. Porque Simon era el perdón personificado. Si hubiera sido otra clase de hombre -que se quejara o le echara en cara que el fracaso era culpa suya-, habría podido sobrellevar la carga con más facilidad. Le resultaba tan difícil perdonarse porque él no hacía otra cosa que buscar soluciones y expresar la alarma creciente que le causaba su salud.

Volvió sobre sus pasos hacia la puerta norte de la iglesia, caminando sobre la raída alfombra roja. Salió al exterior. Se estremeció al notar el frío, cada vez más intenso, y embutió la bufanda dentro del cuello de su abrigo. Al otro lado de la calle, dos coches continuaban aparcados en el camino particular del agente. La luz del porche estaba encendida, pero nadie se movía detrás de la ventana delantera.

Deborah se desvió y entró en el cementerio. El terreno era irregular como en los páramos, estaba bordeado de zarzales, y un matorral de cornejo de un rojo rabioso rodeaba una tumba. Sobre ella se alzaba un ángel con la cabeza gacha y los brazos extendidos, como dispuesto a lanzarse sobre los tallos color fuego.

No se había hecho gran cosa para conservar las tumbas. El señor Sage llevaba muerto un mes, pero la falta de preocupación por el entorno de la iglesia parecía remontarse a bastante tiempo atrás. El sendero estaba invadido por malas hierbas. Hojas negras y muertas cubrían las tumbas. Las lápidas se veían manchadas de barro y teñidas por el verde de los líquenes.

Entre todas, una tumba se destacaba como un mudo reproche al estado en que se encontraban las demás por culpa del clima y el desinterés. Estaba muy limpia. Habían podado el manto de hierba que la cubría. La lápida estaba inmaculada. Deborah se acercó a examinarla.

«Anne Alice Shepherd», rezaba la inscripción grabada. Tenía veintisiete años cuando murió. Había sido la «querida esposa» de alguien en vida, y si el estado de la tumba servía de indicación, también era la querida esposa de alguien en la muerte.

Un brillo de color atrajo la atención de Deborah. Parecía tan desplazado como el cornejo rojo en la, por otra parte, congruencia cromática del cementerio, y se agachó para examinar la base de la lápida, donde dos brillantes óvalos rosados entrelazados destellaban sobre un lecho de algo gris. Después de su primera inspección, dio la impresión de que el gris se desprendiera de la lápida de mármol, como si la piedra se estuviera desintegrando, pero un examen más detenido reveló que se trataba de un montoncillo de cenizas, en cuyo centro se había depositado con sumo cuidado una piedra aún más pequeña y lisa. Sobre ella se habían pintado los dos óvalos entrelazados que había visto primero, dos anillos de un rosa fluorescente, perfectamente ejecutados, los dos del mismo tamaño.

Se le antojó una extraña ofrenda a la muerta. El invierno exigía guirnaldas de acebo y adornos de enebro. En el peor de los casos, se resignaba a aquellas siniestras flores de plástico encerradas en cajas de plástico que criaban moho en su interior. Pero ¿cenizas, una piedra y, como observó en aquel momento, cuatro astillas de madera que sujetaban la piedra?

La tocó con los dedos. Era suave como el cristal, y casi perfectamente lisa. La habían colocado sobre la tierra, en el centro de la lápida, pero yacía entre las cenizas como un mensaje para los vivos, en lugar de un cálido homenaje a los muertos.

Dos anillos, entrelazados. Deborah cogió la piedra con cuidado, sin mover las cenizas; era del tamaño y peso de una moneda de una libra. Se quitó un guante y notó la frialdad de la piedra, como un charco de agua estancada en su palma.

Pese a su color extraño, los anillos le recordaron las alianzas matrimoniales, del tipo que se solían ver grabadas en oro o en las invitaciones. Al igual que sus hermanos de papel, eran como aquellos círculos perfectos de los que siempre hablaban los sacerdotes, los círculos perfectos de la unión y la unidad que un matrimonio sólido se suponía encarnaba. «Una unión de cuerpos, almas y mentes», había dicho el ministro en su propia boda, más de dos años antes. «Estas dos personas presentes ante nosotros se han convertido ahora en una.»

Solo que jamás ocurría de esa manera en la vida de nadie, por lo que Deborah sabía. Había amor, y en él crecía la confianza. Había intimidad, que aportaba el calor de la seguridad. Había pasión, que proporcionaba, momentos de dicha. Pero si dos corazones debían latir como uno y dos mentes debían pensar de la misma manera, esa integración no se había dado entre Simon y ella. O si había ocurrido, el triunfo de su logro había sido efímero.

No obstante, había amor entre ellos. Era inmenso, subsumía la mayor parte de su vida. Era incapaz de imaginar un mundo sin amor, pero se preguntaba si el amor que les unía sería suficiente para aplacar el miedo y alcanzar la comprensión.

Sus dedos se cerraron alrededor de la piedra, con sus dos anillos rosa pintados sobre la superficie. La guardaría como un talismán. Sería como un fetiche de lo que la unidad matrimonial debía producir en teoría.

– Esta vez sí que la has liado bien. Lo sabes, ¿verdad? Se han puesto a investigar de nuevo la muerte y no tienes ni la menor oportunidad de impedírselo. Lo comprendes, ¿verdad?

Colin llevó su copa de whisky a la cocina. La dejó bajo el grifo. Aunque no había platos en el fregadero, en la encimera o en la mesa, vertió detergente con aroma a limón en el interior de la copa y la roció de agua hasta que se formaron burbujas. Ascendieron hacia el borde y resbalaron por un lado, mientras el agua se desbordaba como la espuma de una Guinnes.

– Tu carrera está en entredicho. Todo el mundo se enterará de esto, desde los sabuesos del agente Nit de Borstal hasta el Consejo del Condado de Hutton-Preston. Te das cuenta, ¿verdad? Te ha caído una mancha encima, Col, y cuando haya una vacante en el DIC, nadie lo olvidará. Lo ves, ¿verdad?

Colin desenrolló el estropajo de lavar los platos de la base del grifo y lo hundió en el vaso con la misma precisión que utilizaba cuando limpiaba una escopeta. Lo estrujó hasta convertirlo en una bola, restregó las paredes del vaso y lo deslizó con cuidado a lo largo del borde. Era curioso lo mucho que añoraba a Annie en momentos inesperados como aquel. Siempre ocurría sin previo aviso, una súbita oleada de dolor y anhelo que surgía de sus ingles y terminaba cerca del corazón, y siempre por obra de algo tan normal que jamás se paraba a pensar en la insidia de la acción que la precipitaba. Siempre le sorprendía desarmado, y nunca dejaba de afectarle.

Parpadeó. Un temblor le sacudió. Frotó el vaso aún con más energía.

– Crees que puedo ayudarte en este momento, ¿eh, muchacho? -continuó su padre-. Intervine una vez…

– Porque quisiste. Yo no te necesitaba, papá.

– ¿Has perdido el juicio? ¿Te has vuelto imbécil? ¿Te ha sorbido el seso esa tía?

Colin enjuagó el vaso, lo secó con el mismo cuidado que había empleado para lavarlo y lo colocó al lado de la tostadora, la cual, observó, estaba cubierta de polvo y llena de migas en la parte superior. Solo entonces miró a su padre.

El inspector jefe estaba de pie en el umbral como era su costumbre, impidiéndole huir. La única forma de evitar una conversación era empujarle a un lado, atarearse en la despensa o revolver en el garaje. En cualquier caso, su padre le seguiría. Colin sabía cuándo el inspector jefe estaba a punto de estallar.

– ¿En qué cojones estabas pensando? -preguntó su padre-. ¿En qué mierda estabas pensando?

– Ya hemos hablado de esto antes. Fue un accidente. Se lo dije a Hawkins. Seguí el procedimiento.

– ¡Y una mierda! Tenías un cadáver en las manos que olía a asesinato por cada poro. La lengua mordida hasta quedar reducida a trizas. El cuerpo hinchado como un cerdo. Toda la zona removida como si se hubiera peleado con un demonio. ¿Y lo llamas accidente? ¿Eso le dijiste a tu oficial superior? Hostia, no entiendo por qué no te han puesto de patitas en la calle ya.

Colin cruzó los brazos sobre el pecho, se apoyó contra la encimera y se obligó a respirar con lentitud. Ambos sabían por qué. Expresó con palabras la respuesta.

– Tú no les diste la oportunidad, papá. En cuanto a eso, tampoco me la diste a mí.

El rostro de su padre se inflamó.

– ¡Dios Santo! ¿Una oportunidad? No estamos hablando de un juego. Se trata de vida y muerte. Sigue siendo vida y muerte. Solo que esta vez, jovencito, te has quedado solo.

Se había subido las mangas de la camisa al entrar en la casa, cuando volvieron del paseo. Ahora, empezó a bajarlas. En la pared de su derecha, el reloj en forma de gato de Annie agitaba su péndulo/cola negro y sus ojos se movían con cada tictac. Estaba a punto de marcharse. Le esperaba su poco de carne femenina. Lo único que debía hacer Colin era esperar a que se fuera.

– Las circunstancias sospechosas exigen la intervención del DIC. Ya lo sabes, ¿verdad, muchacho?

– El DIC vino.

– ¡Vino su jodido fotógrafo!

– Vino el equipo encargado de examinar el lugar de los hechos. Vieron lo que yo vi. No había señales de que el señor Sage hubiera estado acompañado. Solo sus pisadas en la nieve. Ningún testigo vio a otra persona en el sendero aquella noche. La tierra estaba removida porque sufrió convulsiones. Su aspecto delataba a voz en grito que había padecido un ataque. No necesitaba a ningún DIC para saberlo.

Su padre apretó los puños. Levantó los brazos, y luego los dejó caer.

– Eres tan tozudo como hace veinte años. E igual de estúpido.

Colin se encogió de hombros.

– No tienes la menor elección. Lo sabes, ¿verdad? Todo el jodido pueblo sospecha de ese coño húmedo al que has tomado tanta afición.

Colin cerró un puño. Abrió la mano con un esfuerzo.

– Ya basta, papá. Lárgate. Si no recuerdo mal, a ti también te espera esta noche un coño húmedo.

– No eres demasiado mayor para que te dé una paliza, muchacho.

– Es cierto, pero quizá esta vez perdieras.

– Después de lo que hice…

– No era necesario que hicieras nada. No te pedí que vinieras. No te pedí que me siguieras a todas partes como un sabueso que olfatea a un zorro. Tenía la situación controlada.

Su padre emitió un fuerte resoplido de desdén.

– Tozudo, estúpido, y también ciego. -Se encaminó hacia la puerta principal, donde se puso la chaqueta e introdujo el pie izquierdo en una bota-. Tienes suerte de que hayan venido.

– No les necesito. Ella no hizo nada.

– Excepto envenenar al vicario.

– Accidentalmente, papá.

Su padre se embutió la segunda bota y se incorporó.

– Reza por ello, hijo, porque sobre tu cabeza pende una nube del copón. En el pueblo. En Clitheroe. Hasta en Hutton-Preston. Y la única forma de que se disipe es que el DIC del Yard no huela nada feo en la cama de tu amiga.

Extrajo los guantes de piel del bolsillo y empezó a ponérselos. No habló hasta encasquetarse la gorra picuda en su cabeza. Después, dirigió una mirada penetrante a su hijo.

– Has sido sincero conmigo, ¿verdad? ¿No me habrás ocultado nada?

– Papá…

– Porque si la has encubierto, estás acabado. Hundido. Condenado. Esa es la película. Lo entiendes, ¿verdad?

Colin percibió angustia en los ojos de su padre, y también en su voz, disimulada bajo la ira. Sabía que expresaba cierta preocupación paternal, pero también sabía, más allá del hecho de que encubrir a una posible asesina desembocaría en una investigación y un juicio, lo que más molestaba a su padre: el estupor que le causaba la falta de ambiciones de su hijo. Colin nunca había aspirado a grandes cosas. No deseaba un cargo de más responsabilidad ni el derecho a sentarse cómodamente detrás de un escritorio. Tenía treinta y cuatro años, y seguía siendo agente de policía de un pueblo, y su padre sospechaba que debía existir un buen motivo. «Me gusta» no sería suficiente. «Me encanta vivir en el campo» jamás resultaría. El inspector jefe habría podido aceptar «No puedo abandonar a mi Annie» un año atrás, pero montaría en cólera si Colin hablaba de Annie mientras Juliet Spence formara parte de su vida.

Y ahora, planeaba el peligro de una humillación en potencia si se demostraba que su hijo había encubierto un crimen. Se quedó tranquilo cuando el jurado del juez de instrucción anunció su veredicto. Estaría muerto de miedo hasta que Scotland Yard finalizara su investigación y verificara que no había sido un crimen.

– Colin -repitió su padre-, has sido sincero conmigo, ¿verdad? ¿No me habrás ocultado nada?

Colin le miró a los ojos. Se sintió orgulloso de poder hacerlo.

– No te he ocultado nada -contestó.

Solo cuando Colin cerró la puerta, después de que su padre saliera, notó que sus piernas flaqueaban. Aferró el pomo y apoyó la cabeza contra la madera.

No tenía por qué preocuparse. Nadie necesitaría saberlo jamás. Ni siquiera había pensado en ello hasta que el hombre de Scotland Yard formuló la pregunta e invocó el recuerdo de Juliet y su pistola.

Había ido a hablar con ella tras recibir tres airadas llamadas telefónicas de tres asustados padres, cuyos hijos habían estado de parranda en los terrenos de Cotes Hall. Ella llevaba viviendo un año en la casa del vigilante, una mujer alta, angulosa y reservada, que ganaba dinero cultivando plantas y elaborando pociones, que paseaba a buen paso por los páramos con su hija, y que raras veces bajaba al pueblo. Compraba verduras en Clitheroe. Compraba elementos de jardinería en Burnley. Examinaba trabajos manuales, vendía plantas y secaba hierbas en Laneshawbridge. En ocasiones, salía con su hija de excursión, pero sus elecciones eran siempre algo peculiares, como el Museo Textil Lewis en lugar del castillo de Lancaster, o la colección de casas de muñecas de Houghton Tower en lugar de las distracciones de Blackpool, junto al mar. Pero todo eso lo descubrió más tarde. Al principio, mientras traqueteaba por la surcada senda en su viejo Land Rover, solo pensaba en la estupidez de una mujer que había disparado en la oscuridad contra tres muchachos que imitaban ruidos de animales en la linde del bosque. Y con una escopeta. Podría haber pasado cualquier cosa.

Aquella tarde, el sol se filtraba por el robledal. Gotas verdes cubrían las ramas de los árboles, mientras un día de finales de invierno daba paso a la primavera. Estaba tomando una curva de la estropeada carretera que los Townley-Young se habían negado a reparar durante casi toda una década, cuando por la ventana abierta se coló el penetrante perfume del espliego cortado, y con él uno de aquellos dolorosos recuerdos de Annie. Fue tan cegador, tan momentáneamente real, que pisó el freno, casi a la espera de verla venir corriendo desde el bosque, donde se había plantado gran cantidad de espliego al borde de la carretera más de cien años antes, cuando Cotes Hall aguardaba con todo dispuesto al novio que nunca llegó.

Annie y él habían frecuentado aquel lugar miles de veces, y ella solía arrancar ramas de espliego mientras paseaba por la senda. El aire se impregnaba del perfume de las flores y el follaje, y Annie guardaba los brotes para introducirlos en saquitos que colocaba entre las prendas de lana e hilo de su casa. Colin recordaba muy bien aquellos saquitos, pequeñas bolsas de gasa atadas con cintas púrpura deshilachadas. Siempre se partían antes de una semana. Él siempre sacudía trocitos de lavanda de sus calcetines y de las sábanas. Y pese a sus protestas -«Para ya, muchacha. ¿De qué sirven?»- ella continuaba encajando bolsas en todos los rincones de la casa, incluso una vez en los zapatos de Colin, mientras explicaba: «Polillas, Col. No querrás tener polillas, ¿verdad?».

Después de su muerte, Colin liberó la casa de los saquitos, en un intento infructuoso de liberar la casa de ella. Barrió las medicinas de la mesilla de noche, bajó sus vestidos de las perchas y tiró sus zapatos en bolsas de basura, trasladó sus botellas de perfume al patio trasero y las rompió una a una con un martillo, como si ese ejercicio pudiera aplacar su ira, y luego fue en busca de los saquitos de Annie.

Pero el olor del espliego siempre la materializaba ante él. Aún era peor por las noches, cuando sus sueños permitían que la viera, la recordara y anhelara aquello que había sido. De día, cuando solo el perfume le embrujaba, estaba fuera de su alcance, como un susurro arrastrado por el viento. Pensó: «Annie, Annie», y contempló la senda con las manos aferradas al volante.

Por lo tanto, no vio a Juliet Spence hasta pasados unos momentos, lo cual proporcionó a la mujer cierta ventaja sobre él; a veces, pensaba que aún la mantenía.

– ¿Se encuentra bien, agente?

Él asomó la cabeza por la ventanilla abierta y vio que la mujer había salido del bosque con una cesta sobre el brazo y las rodilleras de sus tejanos incrustadas de barro.

No le pareció extraño que la señora Spence supiera quién era. El pueblo era pequeño. Le habría visto antes, aunque nunca les hubieran presentado. Además, Townley-Young le habría dicho que él hacía visitas periódicas a Cotes Hall, como parte de sus rondas nocturnas. Tal vez le había visto desde la ventana de su casa, cuando deambulaba por el patio y la luz de su linterna resbalaba sobre las ventanas de la mansión, para comprobar que su deterioro se encontraba en manos de la naturaleza y no era usurpado por el hombre.

Hizo caso omiso de la pregunta y salió del Rover.

– Es la señora Spence, ¿verdad? -preguntó, aunque ya sabía la respuesta.

– Sí.

– ¿Es consciente del hecho de que anoche disparó su escopeta en dirección a tres chicos de doce años? ¿En dirección a niños, señora Spence?

Llevaba en la cesta extraños ejemplares de verduras, raíces y ramitas, junto con un desplantador y unas tijeras de podar. Sacó el desplantador, quitó un grueso terrón de barro pegado a su extremo, y se pasó los dedos a lo largo de los tejanos. Tenía las manos grandes y sucias, y las uñas rotas. Parecían de hombre.

– Venga a casa, señor Shepherd -dijo.

Giró en redondo y se internó en el bosque, mientras Colin traqueteaba por la carretera durante el último kilómetro. Cuando entró en el patio de grava y se detuvo a la sombra de la mansión, la mujer ya se había desprendido de la cesta, sacudido el barro de sus tejanos, lavado las manos con tal empeño que parecían escoriadas y puesto a hervir una tetera. La puerta principal estaba abierta y Colin subió el único peldaño que hacía las veces de porche.

– Estoy en la cocina, agente -dijo la mujer-. Entre.

Té, pensó. Preguntas y respuestas controladas por el ritual de servir la infusión, pasar azúcar y leche, partir Hob Nobs sobre una bandeja floreada y astillada. Muy astuta, pensó.

Pero en lugar de preparar té, la mujer vertió poco a poco el agua hirviente en una cacerola metálica grande, que contenía tarros de cristal ya cubiertos de agua. Puso la cacerola al fuego.

– Hay que esterilizar las cosas -explicó-. La gente muere con facilidad cuando alguien es lo bastante imprudente para hacer conservas sin esterilizar primero.

Colin paseó la mirada por la cocina y trató de echar un vistazo a la despensa. Era una época del año muy extraña para sus propósitos.

– ¿Qué conserva?

– Yo podría hacerle la misma pregunta a usted.

Se acercó a una alacena, bajó dos vasos y una garrafa, de la que sirvió un líquido, cuyo color oscilaba entre el ámbar y un tono tierra. Era turbio, y cuando la mujer dejó un vaso ante él sobre la mesa donde se había sentado sin esperar a que le invitara, en un intento de afirmar cierta autoridad, lo cogió y olió con suspicacia. ¿A qué olía? ¿A corcho? ¿A queso viejo?

La mujer rió y dio un buen sorbo. Dejó la garrafa sobre la mesa, se sentó frente a él y rodeó el vaso con las dos manos.

– Adelante -dijo-. Está hecho de diente de león y saúco. Yo bebo cada día.

– ¿Para qué sirve?

– Yo lo uso como purgante. Sonrió y volvió a beber.

Colin levantó el vaso. Ella le observó. No a las manos cuando las levantó, no a la boca cuando bebió, sino a los ojos. Esto fue lo que más le impresionó cuando meditó después en su primer encuentro: que ella no le quitó la vista de encima ni un momento. El también sentía cierta curiosidad y reunió rápidas impresiones sobre la mujer: no llevaba maquillaje; su cabello empezaba a encanecer, pero apenas se veían arrugas en su piel, de modo que no podía ser mucho mayor que él; emanaba un vago olor a sudor y tierra, y una mancha de polvo sobre su ojo parecía una marca de nacimiento oval; llevaba camisa de hombre, muy grande, de cuello deshilachado y mangas rotas; en la V que descendía hasta el primer botón abrochado, vio el arco inicial de un pecho; tenía las muñecas grandes, los hombros anchos; imaginó que podrían intercambiarse la ropa.

– Las cosas son así -dijo ella en voz baja. Tenía los ojos oscuros, y las pupilas tan grandes que parecían negros-. Al principio, es el temor a algo más grande que usted, algo sobre lo cual carece de control y apenas comprende, oculto en el cuerpo de su mujer y que posee un poder propio. Después, aparece la cólera contra la asquerosa enfermedad que ha irrumpido en sus vidas y las ha desbaratado. Luego, llega el pánico, porque nadie tiene respuestas que usted pueda creer, y todas las respuestas son diferentes. Luego, el sufrimiento de verse abrumado por ella y su enfermedad, cuando lo único que deseaba, aquello a lo que se comprometió y juró respetar, era una esposa, una familia y normalidad. Luego, viene el horror de estar atrapado en casa con la visión, el olor y el sonido de su agonía. Pero por extraño que parezca, al final todo se transforma en el tejido de su vida, la forma de vivir como marido y mujer. Se acostumbra a las crisis y a los momentos de respiro. Se acostumbra a las sombrías realidades de los orinales, las palanganas, los vómitos y la orina. Comprende lo importante que es usted para ella. Es su ancla, su salvación, su cordura. Y sus necesidades se convierten en algo secundario, sin importancia, egoístas, incluso repugnantes, a la luz del papel que usted juega para ella. Cuando todo termina y ella muere, por tanto, usted no se siente liberado como piensan los demás. En cambio, siente una especie de locura. Los demás dicen, es una bendición que Dios se la haya llevado, pero usted sabe que Dios no existe, solo aquella herida abierta en su vida, el hueco que era el espacio ocupado por ella, la forma en que la necesitaba, cómo llenaba sus días.

Sirvió más líquido en su vaso. Quiso responder algo, pero aún deseaba huir más, para no tener que hacerlo. Se quitó las gafas, alejando la cabeza en lugar de levantarlas del puente de la nariz, y de esa manera consiguió apartar los ojos de ella.

– La muerte solo es una liberación para el que muere -continuó la mujer-. Para el que sobrevive, es un infierno cuyo rostro no cesa de cambiar. Usted cree que se sentirá mejor. Cree que el dolor desaparecerá algún día. Pero nunca sucede. Por completo, no. Y los únicos capaces de comprenderlo son los que han pasado por lo mismo que usted.

Por supuesto, pensó Colin. Su marido.

– Yo la quería -dijo-. Después, la odié. Después, la volví a querer. Necesitaba más de lo que yo podía dar.

– Le dio lo que pudo.

– Al final, no. No fui fuerte cuando debía. Me puse en primer lugar, cuando agonizaba.

– Quizá no podía aguantar más.

– Ella sabía lo que yo había hecho. Jamás dijo una palabra, pero lo sabía.

Se sentía atrapado, con las paredes demasiado cercanas. Se caló las gafas. Se levantó de la mesa y caminó hasta el fregadero, donde enjuagó su vaso. Miró por la ventana. No daba a la mansión, sino al bosque. Vio que la mujer había plantado un extenso jardín. Había reparado el antiguo invernadero. A un lado había una carretilla, llena de algo que parecía estiércol. La imaginó hincándola en la tierra, con los movimientos enérgicos y fuertes que sus hombros prometían. Sudaría. Se detendría para secarse la frente con la manga. No llevaría guantes, pues desearía sentir el mango de madera de la pala y el calor de la tierra bañada por el sol, y cuando tuviera sed, el agua que bebería resbalaría por las comisuras de sus labios hasta mojar su cuello. Un pequeño riachuelo se deslizaría entre sus pechos.

Se obligó a volver la cabeza hacia ella.

– ¿Tiene una escopeta, señora Spence?

– Sí.

Siguió donde estaba, si bien cambió de posición, con un codo sobre la mesa y una mano curvada alrededor de una rodilla.

– ¿La disparó anoche?

– Sí.

– ¿Por qué?

– El terreno está vallado, agente. Cada cien metros, aproximadamente.

– Hay un sendero de uso público. Usted lo sabe muy bien, al igual que Townley-Young.

– Esos chicos no estaban en el sendero que conduce a Cotes Fell, ni se dirigían hacia el pueblo. Estaban en el bosque, detrás de la casa, y subían hacia la mansión.

– Parece muy segura.

– Claro que lo estoy, por el sonido de sus voces.

– ¿Les advirtió verbalmente?

– Dos veces.

– ¿No pensó en telefonear para pedir ayuda?

– No necesitaba ayuda. Solo necesitaba librarme de ellos. Lo cual, como usted sin duda reconocerá, hice a la perfección.

– Con una escopeta, que disparó hacia los árboles con balas…

– Con sal. -Se pasó el pulgar y el dedo medio por el cabello. Era un gesto que delataba más impaciencia que vanidad-. La escopeta estaba cargada con sal, señor Shepherd.

– ¿La carga con algo más?

– En ocasiones, sí, pero cuando lo hago, no disparo a niños.

Colin observó por primera vez que llevaba pendientes, pequeños botones dorados que captaban la luz cuando volvía la cabeza. Eran las únicas joyas que exhibía, salvo una alianza que, como la suya, carecía de adornos y era tan delgada como la mina de un lápiz. También captó la luz cuando sus dedos tamborilearon impacientes sobre la rodilla. Tenía las piernas largas. Vio que se había quitado las botas en algún sitio y llevaba calcetines grises en los pies.

– Señora Spence -dijo, porque necesitaba hablar para concentrar su atención-, las armas son peligrosas en manos de gente sin experiencia.

– Si hubiera querido herir a alguien, señor Spence, lo habría hecho, créame.

Se puso en pie. Colin esperaba que cruzara la cocina, llevara el vaso al fregadero, devolviera la garrafa a la alacena, e invadiera su territorio.

– Acompáñeme -dijo, sin embargo.

La siguió a la sala de estar, que había atravesado antes camino de la cocina. La luz del atardecer caía en franjas sobre la alfombra; destellos y sombras recorrieron a la mujer cuando se acercó a un viejo aparador apoyado contra una pared. Abrió el cajón superior izquierdo. Sacó un paquete envuelto en tela de toalla y atado con un cordel. Una vez desatado y desenvuelto, reveló una pistola. Un revólver, de aspecto bien aceitado.

– Acompáñeme -repitió la mujer.

La siguió hasta la puerta principal. Seguía abierta, y la brisa de marzo revolvió el cabello de su anfitriona. Al otro lado del patio, la mansión se veía desierta, con las ventanas rotas y entabladas, los viejos conductos para el agua de lluvia oxidados y los muros de piedra desportillados.

– Remate de la segunda chimenea empezando por la derecha, creo -dijo ella-. Esquina izquierda.

Levantó el brazo, apuntó y disparó. Un fragmento de terracota salió disparado como un misil de la segunda chimenea.

– Si hubiera querido herir a alguien -repitió-, lo habría hecho, señor Shepherd.

Regresó a la sala de estar y dejó la pistola en su envoltorio, que descansaba sobre el aparador, entre una cesta de coser y una colección de fotografías de su hija.

– ¿Tiene permiso de armas? -preguntó Colin.

– No.

– ¿Por qué?

– No era necesario.

– Lo dice la ley.

– Para el uso a que está destinada, no.

Tenía la espalda apoyada contra el aparador. El estaba de pie en el umbral. Pensó en decir lo que debía decir. Consideró la posibilidad de hacer lo que la ley le exigía. El arma era ilegal, estaba en posesión de la mujer, y él debería requisarla y acusarla de un delito.

– ¿Para qué la utiliza? -preguntó, en cambio.

– Para tirar al blanco, sobre todo. Y para protegerme, además.

– ¿De quién?

– De cualquiera que no sea disuadido por un grito de advertencia o un disparo de escopeta. Es una forma de seguridad.

– No parece muy insegura.

– Cualquier persona que tenga un crío en casa está insegura. En especial, una mujer sola.

– ¿Siempre la guarda cargada?

– Sí.

– Eso es absurdo. Es como pedir problemas.

Una breve sonrisa se dibujó en su boca.

– Tal vez, pero jamás he disparado en compañía de alguien que no fuera Maggie antes de hoy.

– Fue una tontería enseñármela.

– Sí.

– ¿Por qué lo ha hecho?

– Por la misma razón que la tengo. Protección, agente.

La miró desde el otro extremo de la sala. Su corazón latía desenfrenadamente, y se preguntó el motivo. Oyó que goteaba agua en algún lugar de la casa, y el canto de un pájaro en el exterior. Vio que el pecho de la mujer subía y bajaba, la V de la camisa donde su piel daba la impresión de brillar, los tejanos ceñidos a las caderas. Era flaca y sudaba. Estaba más que desaliñada. Habría sido incapaz de dejarla.

Sin poder pensar con coherencia, dio dos grandes zancadas y ella salió a su encuentro en el centro de la sala. La atrajo a sus brazos, hundió los dedos en su cabello, aplastó la boca contra la suya. Ignoraba que pudiera existir tal deseo por una mujer. Si hubiera opuesto la menor resistencia, sabía que la habría forzado, pero no se resistió y era evidente que no deseaba hacerlo. Deslizó las manos sobre su pelo, bajaron hacia su cuello, se apoyaron contra su pecho, y después le rodeó con los brazos, mientras él la ceñía más, se apoderaba de sus nalgas y la estrujaba estrujaba estrujaba contra su cuerpo. Oyó que los botones saltaban mientras la despojaba de la camisa, en pos de sus senos. Y después, fue consciente de que ya no llevaba camisa y la boca de la mujer recorría su cuerpo, besaba y mordía su torso hasta llegar a la cintura, y entonces se arrodilló, forcejeó con el cinturón y le bajó los pantalones.

Jesucristo, pensó. Jesús Jesús Jesús. Solo le atenazaban dos terrores: que estallara en su boca, que ella le soltara antes de poder hacerlo.

9

No podía ser más diferente de Annie. Quizá había sido esa la causa de la atracción inicial. Había sustituido la sumisión dulce y voluntaria de Annie por la independencia y la energía de Juliet. Era fácil de tomar y lo ansiaba, pero no era fácil conocerla. Durante la primera hora que hicieron el amor aquella tarde de marzo, solo dijo tres palabras, «Dios» y «más fuerte»; estas dos las repitió tres veces. Y cuando quedaron saciados mutuamente, mucho después de que subieran de la sala de estar a su dormitorio y lo hicieran en el suelo y en la cama, ella se volvió y dijo, con la cabeza apoyada sobre el brazo:

– ¿Cuál es tu nombre, señor Shepherd, o debo seguir llamándote señor Shepherd?

El recorrió con el dedo el tenue rayo de piel que surcaba su estómago, la única indicación, aparte de la niña, de que había dado a luz. Pensaba que no tendría tiempo suficiente en toda su vida para llegar a conocer bien cada centímetro de su cuerpo, y mientras yacía a su lado, pese a que ya la había poseído cuatro veces, empezó a desearla de nuevo. Nunca había hecho el amor con Annie más de una vez en un período de veinticuatro horas. Nunca se le había ocurrido intentarlo. Si su mujer hacía el amor con dulzura y suavidad, y le dejaba una sensación de paz y de estar en deuda con ella, Juliet había encendido sus sentidos, desenterrando un deseo insaciable, por más que la poseyera. Después de una tarde, una noche y otra tarde juntos, pudo percibir su olor (en sus manos, en su ropa, cuando se peinaba el cabello), y descubrió que la seguía deseando, que experimentaba el impulso de telefonearla, para decir tan solo su nombre, a lo que ella respondía en voz baja:

– Sí. Cuándo.

Pero a su primera pregunta, se limitó a contestar:

– Colin.

– ¿Cómo te llamaba tu mujer?

– Col. ¿Y tu marido?

– Me llamo Juliet.

– ¿Y tu marido?

– ¿Su nombre?

– ¿Cómo te llamaba?

Ella recorrió con los dedos sus cejas, la curva de su oreja, sus labios.

– Eres terriblemente joven -fue su respuesta.

– Tengo treinta y tres. ¿Y tú?

Ella sonrió, un leve y triste movimiento de su boca.

– Tengo más de treinta y tres. Lo bastante mayor para ser…

– ¿Qué?

– Más prudente de lo que soy. Mucho más prudente de lo que he sido esta tarde.

Su ego contestó.

– Lo deseabas, ¿verdad?

– Oh, sí. En cuanto te vi sentado en el Rover. Sí. Lo deseaba. Eso. Tú. Lo que fuera.

– ¿Me diste a beber una especie de poción?

Ella se llevó la mano de Colin a la boca, cogió su dedo índice con los labios y lo chupó con suavidad. Él contuvo el aliento. Juliet le soltó y lanzó una risita.

– Tú no necesitas una poción, señor Shepherd.

– ¿Cuántos años tienes?

– Demasiado vieja para que esto sea algo más que una sola tarde.

– No lo dirás en serio.

– Es preciso.

Con el tiempo, Colin venció su resistencia. Ella reveló su edad, cuarenta y tres, y se rindió una y otra vez al deseo, pero cuando él hablaba del futuro, se convertía en una piedra. Su respuesta siempre era la misma.

– Necesitas una familia. Criar hijos. Estabas destinado a ser padre. Yo no puedo darte eso.

– Tonterías. Mujeres mayores que tú han tenido hijos.

– Yo ya he tenido uno, Colin.

Cierto. Maggie era la ecuación que debía resolver si quería ganarse a su madre, y lo sabía, pero era escurridiza, una especie de duende que le había observado con solemnidad desde el otro lado del patio cuando se fue de la casa aquella primera tarde. Apretaba un gato sarnoso entre sus brazos y sus ojos eran solemnes. Colin la saludó por su nombre, pero ella desapareció por una esquina de la mansión. Desde entonces, se había comportado con educación, un auténtico modelo de buena crianza, pero Colin leyó el veredicto en su rostro y fue capaz de predecir la forma en que se vengaría de su madre mucho antes de que Juliet comprendiera cuál era el propósito del encaprichamiento de Maggie por Nick Ware.

Podría haber intercedido de alguna manera. Conocía a Nick Ware. Sostenía buenas relaciones con los padres del muchacho. Podría haber sido útil, si Juliet lo hubiera permitido.

En cambio, había permitido que el vicario se entrometiera en sus vidas. Y Robin Sage no había tardado mucho en forjar lo que Colin no había podido: un frágil vínculo con Maggie. Les vio hablando juntos ante la iglesia, paseando hacia el pueblo con la fuerte mano del vicario apoyada sobre el hombro de la muchacha. Les vio sentados sobre el muro del cementerio, de espaldas a la carretera y de cara a Cotes Fell, y el brazo del vicario describía un arco para indicar la curvatura de la tierra, o subrayar alguna de sus afirmaciones. Tomó nota de las visitas de Maggie a la vicaría, y aprovechó esto último para sacar a colación el tema con Juliet.

– No es nada -dijo Juliet-. Está buscando a su padre. Sabe que tú no puedes ser. Cree que eres demasiado joven y, además, nunca has salido de Lancashire, y por eso está tanteando al vicario para el papel. Cree que su padre la anda buscando por ahí. ¿Por qué no como vicario?

– ¿Quién es su padre? -aprovechó la ocasión Colin.

El rostro de Juliet compuso la habitual expresión de reserva. A veces, se preguntaba si utilizaba su silencio para mantener viva la pasión que él sentía, presentándose como una mujer más intrigante que las demás, y desafiarle a demostrar en la cama un dominio sobre ella que no existía. Sus preguntas no parecían afectarla.

– Nada dura eternamente, ¿verdad, Colin? -se limitaba a responder, siempre que su desesperación por saber la verdad le conducía a insinuar el fin de sus relaciones. Cosa que nunca ocurría, porque sabía que era incapaz.

– ¿Quién es, Juliet? No ha muerto, ¿verdad?

Lo máximo que dijo fue en la cama, una noche de junio, cuando la luz de la luna bañaba su piel y la moteaba, debido a las hojas próximas a la ventana.

– Maggie prefiere eso -dijo.

– ¿Es cierto?

Ella cerró los ojos un momento. Colin levantó la cabeza, besó su palma, la apoyó contra el pecho.

– Juliet, ¿es eso cierto?

– Creo que sí.

– ¿Crees? ¿Sigues casada con él?

– Por favor, Colin.

– ¿Estuviste casada con él?

Juliet volvió a cerrar los ojos. Colin distinguió un tenue brillo de lágrimas detrás de sus pestañas, y por un instante fue incapaz de comprender el motivo de su dolor o su tristeza.

– Oh, Dios -dijo-. Juliet. ¿Te violaron, Juliet? ¿Es Maggie…? ¿Alguien…?

– No me humilles -susurró ella.

– Nunca estuviste casada, ¿verdad?

– Por favor, Colin.

Aquel hecho daba igual. Ella no quería casarse con él. «Demasiado mayor para ti» era la excusa que daba.

Pero no demasiado mayor para el vicario.

De pie en su casa, con la cabeza apretada contra la fría puerta principal, desvanecidos desde hacía mucho rato los ecos de la partida de su padre, Colin Shepherd sentía que la pregunta del inspector Lynley martilleaba en su cráneo como un eco persistente de todas sus dudas. «¿Cabe la posibilidad de que hubiera tomado un amante sin conocerle apenas?»

Cerró los ojos con fuerza.

¿Qué más daba si el señor Sage había ido a Cotes Hall solo para hablar sobre Maggie? El policía del pueblo había acudido a la propiedad para amonestar a una mujer por haber disparado una escopeta, para desnudarla y poseerla ferozmente cuando aún no había pasado una hora de conocerla. Y ella no protestó. No intentó detenerle. En cualquier caso, se mostró tan agresiva como él. Si se paraba a pensarlo, ¿qué clase de mujer era aquella?

Una sirena, pensó, e intentó alejarse de la voz de su padre. «Hay que tener mano dura con ellas, muchacho. Desde el primer momento. Si les das la oportunidad, te convierten en un pelele.»

¿Eso había hecho ella con él? ¿Y con el señor Sage? Había dicho que sus visitas tenían como objetivo hablar con Maggie. Sus intenciones eran buenas, decía, y debía escucharle. Se había declarado impotente a la hora de razonar con la muchacha, de modo que si el vicario tenía ideas, ¿por qué no iba a escucharlas?

Y entonces, escudriñaba su rostro.

– No confías en mí, Colin, ¿verdad?

No. Ni una pizca. Ni un momento, cuando estaba a solas con otro hombre en aquella casa aislada, cuya soledad era una invitación a la seducción.

– Claro que sí -había contestado.

– Si quieres, ven tú también. Siéntate entre nosotros a la mesa. Vigila que no me quite el zapato y frote mi pierna contra la suya por debajo de la mesa.

– No quiero eso.

– Entonces, ¿qué quieres?

– Normalizar nuestra situación. Quiero que la gente lo sepa.

– La situación no se puede normalizar como tú quieres.

Y ahora no se normalizaría nunca, a menos que Scotland Yard lavara su nombre, porque dejando aparte todas sus protestas sobre la diferencia de edad, sabía que no podía casarse con Juliet Spence y continuar en su cargo mientras tantas dudas impregnaran la atmósfera, con especulaciones susurradas siempre que aparecían en público juntos. Tampoco podía marcharse de Winslough casado con Juliet si confiaba en reconciliarse con su hija. Estaba cogido en una trampa que él mismo había dispuesto. Solo el DIC de New Scotland Yard podía liberarle.

El timbre de la puerta sonó sobre su cabeza, tan estridente e inesperado que le sobresaltó. El perro se puso a ladrar. Colin esperó a que saliera de la sala de estar.

– Tranquilo -dijo-. Siéntate.

Leo obedeció, con la cabeza ladeada, a la espera. Colin abrió la puerta.

El sol había desaparecido. El ocaso daba rápido paso a la noche. La luz del porche, que había encendido para recibir a New Scotland Yard, brilló ahora sobre el cabello ensortijado de Polly Yarkin.

Retorcía una bufanda entre los dedos, cerca del cuello de su viejo chaquetón azul marino. Su falda de fieltro colgaba hasta los tobillos, embutidos en unas botas maltrechas. Se removió inquieta y le dedicó una veloz sonrisa.

– Estaba terminando de trabajar en la vicaría, y no pude por menos que observar… -Desvió la mirada hacia la carretera de Clitheroe-. Vi que dos caballeros se marchaban. Ben, en el pub, dijo que eran de Scotland Yard. No me habría enterado, pero Ben, como es capillero de la iglesia, me telefoneó para decirme que tal vez querrían echar un vistazo a la vicaría. Me dijo que esperara, pero no vinieron. ¿Todo va bien?

Una mano apretó el cuello con más fuerza, mientras la otra aferraba los extremos sueltos de la bufanda. Vio el nombre de su madre impreso en la prenda, y la reconoció como un recuerdo que anunciaba su negocio de Blackpool. Había utilizado bufandas, jarras de cerveza y cajas de cerillas, como si se tratara de un hotel de lujo, e incluso había regalado palillos de comida china durante una temporada, cuando estaba «totalmente convencida» de que el turismo procedente de Oriente llegaría a su punto álgido. Rita Yarkin, también llamada Rita Rularski, era una empresaria nata.

– ¿Colin?

Se dio cuenta de que tenía la vista clavada en la bufanda, mientras se preguntaba por qué Rita había elegido un verde lima fosforescente, que además había decorado con diamantes púrpuras. Se movió, bajó la vista y observó que Leo estaba meneando la cola, a modo de bienvenida. El perro había reconocido a Polly.

– ¿Va todo bien? -repitió la joven-. Vi que tu papá también se iba y le llamé, yo estaba barriendo el porche, pero por lo visto no me oyó, porque no contestó. Entonces, me pregunté si todo iba bien.

Sabía que no podía dejarla de pie en el porche, con aquel frío. Al fin y al cabo, la conocía desde que eran niños, y aunque aquel no hubiera sido el caso, había acudido con un pretexto que, como mínimo, iba disfrazado de preocupación amistosa.

– Entra.

Cerró la puerta a su espalda. Ella se quedó de pie en el recibidor, en tanto enrollaba una y otra vez la bufanda, hasta convertirla en una bola y guardarla en el bolsillo.

– Llevo las botas manchadas de barro -dijo.

– Da igual.

– ¿Las dejo aquí?

– Si te las acabas de poner en la vicaría, no.

Colin regresó a la sala de estar, con el perro pisándole los talones. El fuego aún ardía, y añadió otro tronco. Contempló cómo el fuego devoraba la leña. Notó que oleadas de calor azotaban su rostro. Se quedó donde estaba, para calentar el resto del cuerpo.

Oyó los pasos titubeantes de Polly a su espalda. Sus botas crujieron. Su ropa susurró.

– Hacía tiempo que no venía -dijo con timidez.

La encontraría muy cambiada: los muebles cubiertos de zaraza que pertenecían a Annie desaparecidos, las litografías de Annie fuera de la pared, la alfombra de Annie cortada a pedazos, y todo sustituido por un batiburrillo sin gusto, solo para cubrir las necesidades. Era funcional, lo único que exigió a la casa y los muebles cuando Annie murió.

Esperaba que hiciera algún comentario, pero Polly no dijo nada. Por fin, se volvió. No se había quitado el chaquetón. Solo había avanzado tres pasos. Le dedicó una sonrisa temblorosa.

– Hace un poco de frío -dijo.

– Acércate al fuego.

– Sí. Creo que lo haré.

Extendió las manos hacia las llamas y se desabrochó el abrigo, sin quitárselo. Llevaba un jersey color espliego demasiado grande, que contrastaba con el rojo de su pelo y el magenta de la falda. Un tenue olor a bolas de naftalina parecía emanar de la lana.

– ¿Te encuentras bien, Colin?

La conocía lo bastante como para saber que repetiría la pregunta hasta que él contestara. Nunca había captado la relación entre la negativa a responder y la reticencia a revelar.

– Muy bien. ¿Te apetece una copa?

Su rostro se iluminó.

– Oh, sí. Gracias.

– ¿Jerez?

La joven asintió. Colin se acercó a la mesa y llenó una sola copa. Polly se arrodilló junto al fuego y acarició al perro. Cuando cogió la copa, se quedó como estaba, de rodillas, apoyada en los tacones de las botas. Tenían una gruesa capa de barro incrustado. Había manchas en el suelo.

No quiso ponerse a su lado, aunque habría sido lo más normal. Se habían sentado en círculo con Annie ante el fuego muchas veces, antes de que ella muriera, pero entonces las circunstancias eran muy diferentes: ningún pecado empañaba su amistad. Escogió la butaca y se sentó en el borde, con los brazos apoyados sobre las rodillas y las manos enlazadas flojamente, como una barrera que les separara.

– ¿Quién les telefoneó? -preguntó la joven.

– ¿A Scotland Yard? Supongo que el tullido telefoneó al otro. Vino a ver al señor Sage.

– ¿Qué quieren?

– Reabrir el caso.

– ¿Lo dijeron?

– No fue necesario que lo dijeran.

– Pero saben algo… ¿Ha surgido algo nuevo?

– No necesitan nada nuevo. Basta con que haya dudas. Las comparten con el DIC de Clitheroe, o la comisaría de Hutton-Preston. Han empezado a husmear.

– ¿Estás preocupado?

– ¿Debería estarlo?

Polly bajó la vista hacia la copa. Aún no había bebido. Colin se preguntó cuándo lo haría.

– Tu papá es un poco duro contigo -dijo-. Siempre lo ha sido, ¿verdad? Pensé que utilizaría esto para encarnizarse contigo. Parecía muy cabreado cuando se fue.

– La reacción de papá no me preocupa, si te refieres a eso.

– Estupendo, ¿no? -Dio vueltas a la pequeña copa de jerez sobre su palma. A su lado, Leo bostezó y apoyó la cabeza sobre sus muslos-. Siempre me ha querido, desde que era un cachorrillo. Leo es un perro maravilloso.

Colin no contestó. Vio que la luz de las llamas danzaba sobre el cabello de Polly y teñía de oro su piel. Era atractiva, de una forma peculiar. El hecho de que no aparentara darse cuenta había constituido en un tiempo parte de su encanto. Ahora, despertaba recuerdos que había intentado olvidar.

Ella levantó la vista. Colin apartó los ojos.

– Tracé el círculo para ti anoche, Colin -dijo la joven en voz baja y vacilante-. A Marte. Para darte fuerzas. Rita quería que formulara la petición para mí, pero no lo hice. Lo hice para ti. Quiero lo mejor para ti, Colin.

– Polly…

– Me acuerdo de cosas. Éramos tan amigos, ¿verdad? Hacíamos excursiones cerca del embalse. íbamos a Burnley a ver películas. Una vez, fuimos a Blackpool.

– Con Annie.

– Pero tú y yo también éramos amigos.

Colin clavó la vista en sus manos para evitar su mirada.

– Lo éramos, pero lo estropeamos todo.

– No es verdad. Solo…

– Annie lo sabía. Lo supo en cuanto entré en el dormitorio. Lo leyó en cada parte de mi cuerpo. Y lo vi en su cara. Dijo: «¿Cómo ha ido la merienda, ha hecho buen tiempo, has respirado aire puro, Col?». Lo sabía.

– No pretendíamos hacerle daño.

– Nunca me pidió que fuera fiel. ¿Lo sabías? En cuanto supo que iba a morir, desechó la idea. Una noche, me cogió la mano y dijo, preocúpate de ti, Col, sé lo que sientes, ojalá pudiéramos empezar de nuevo, pero no es posible, querido amante, así que has de preocuparte por ti.

– Entonces, ¿por qué…?

– Porque aquella noche me juré que, costara lo que costase, no la traicionaría. Pero lo hice. Contigo. Su amiga.

– No era nuestra intención. No lo habíamos planeado.

La miró de nuevo, con un movimiento brusco de la cabeza que ella no debía esperar, porque se encogió como respuesta. Una gota de jerez resbaló por un lado de la copa y cayó sobre su falda. Leo la olfateó con curiosidad.

– ¿Qué más da? -dijo Colin-. Annie estaba muriendo. Tú y yo estábamos follando en un establo de los páramos. No podemos cambiar ninguno de esos hechos. No podemos embellecerlos ni disfrazarlos.

– Pero si ella te dijo…

– No. Con… su… amiga…, no.

Los ojos de Polly se iluminaron, pero no ocultó las lágrimas.

– Aquel día, Colin, cerraste los ojos, apartaste la cabeza, no me tocaste y apenas volviste a hablarme. ¿Cuánto más quieres que sufra por lo que pasó? Y ahora, tú…

Tragó saliva.

– Ahora, yo ¿qué?

La joven bajó los ojos.

– ¿Qué?

Su respuesta sonó como un cántico.

– Quemé cedro por ti, Colin. Deposité cenizas sobre su tumba, y la piedra anular. Di a Annie la piedra anular. Descansa sobre su tumba. Si quieres, ve a verlo. Me desprendí de la piedra anular. Lo hice por Annie.

– Y ahora, yo ¿qué? -repitió él.

Polly se inclinó hacia el perro y frotó la mejilla contra su cabeza.

– Contesta, Polly.

Ella alzó la cabeza.

– Ahora, me estás castigando más.

– ¿Cómo?

– Y eso no es justo, porque yo te quiero, Colin. Te quise desde el primer momento. Te he querido más tiempo que ella.

– ¿Ella? ¿Quién? ¿Cómo te estoy castigando?

– Te conozco mejor que nadie. Me necesitas. Ya lo verás. Hasta el señor Sage me lo dijo.

La última frase le puso la carne de gallina.

– ¿Dijo qué?

– Que tú me necesitas, que todavía no lo sabes, pero que pronto lo sabrás si eres sincero. Y yo he sido sincera. Todos estos años. Siempre. Vivo para ti, Colin.

Su declaración de devoción era insignificante, cuando las implicaciones de las palabras «Hasta el señor Sage me lo dijo» exigían disección y acción.

– Sage habló contigo de Juliet, ¿verdad? -preguntó Colin-. ¿Qué dijo? ¿Qué te dijo?

– Nada.

– Te dio cierto tipo de seguridad. ¿Cuál fue? ¿Que ella cortaría nuestra relación?

– No.

– Sabes algo.

– No.

– Dímelo.

– No hay nada…

Colin se levantó. Estaba a un metro de ella, pero la joven se encogió. Leo alzó la cabeza, con las orejas erguidas, y emitió un gruñido gutural cuando percibió la tensión. Polly dejó la copa de jerez sobre la chimenea, sin apartar la vista y con una mano posada sobre su base, como temiendo que se pusiera a volar si no la vigilaba.

– ¿Qué sabes de Juliet?

– Nada, ya te lo he dicho.

– ¿Y sobre Maggie?

– Nada.

– ¿Qué te dijo Robin Sage sobre su padre?

– ¡Nada!

– Pero estabas muy segura sobre mí y Juliet, ¿no? Él te lo confirmó. ¿Qué hiciste para obtener la información, Polly?

Su cabello se desparramó sobre los hombros cuando irguió la cabeza.

– ¿Qué quieres decir?

– ¿Te acostaste con él? Pasabas horas a solas con él cada día en la vicaría. ¿Hiciste algún hechizo?

– ¡Jamás!

– ¿Descubriste algún modo de estropear nuestra relación? ¿Te dio él alguna idea?

– ¡No! Colin…

– Dime, ¿le mataste, Polly, para que las culpas recayeran sobre Juliet?

La joven se puso en pie de un salto, con las piernas separadas y los brazos en jarras.

– Escucha lo que estás diciendo. Hablas de mí. Te ha embrujado. Te ha domado, comes en su mano, asesinó al vicario y salió limpia como una patena. Y tu estúpida lujuria te ha cegado hasta el extremo de no ver cómo te ha manipulado.

– Fue un accidente.

– Fue un asesinato, asesinato, asesinato; ella lo hizo y todo el mundo lo sabe. Nadie piensa que seas tan loco como para creer una sola palabra de lo que dice, pero todos sabemos por qué la crees, todos sabemos qué obtienes a cambio, incluso sabemos cuándo, de modo que, ¿por qué no crees que tal vez consiguió algo parecido de nuestro precioso vicario?

El vicario… El vicario… Colin lo notó todo al mismo tiempo: huesos, sangre y cólera. La tensión de sus músculos y la voz de su madre al gritar: «¡No, Ken, no!», cuando su mano se alzó con la palma abierta hasta la altura del hombro izquierdo e hizo ademán de pegar. Los pulmones henchidos, el corazón furioso, deseoso de contacto, dolor, venganza y…

Polly gritó y retrocedió, tambaleante. Su bota tropezó con la copa de jerez. Describió un arco y se rompió sobre el guardafuego. El jerez se derramó y siseó. El perro empezó a ladrar.

Colin siguió inmóvil, dispuesto a pegar. Polly, él, el pasado y el presente aullaban a su alrededor como el viento. Con el brazo levantado, las facciones deformadas en una imagen que había visto mil veces, pero jamás había sentido en su rostro, jamás había pensado sentir, jamás había soñado sentir. Porque no podía ser el hombre que se había jurado borrar de la existencia.

Los ladridos de Leo se convirtieron en aullidos, salvajes y atemorizados.

– ¡Calla! -gritó Colin.

Polly se encogió. Retrocedió otro paso. Su falda rozó las llamas. Colin la cogió del brazo para apartarla del fuego, pero ella se alejó. Leo se enderezó. Sus uñas rascaron el suelo. Aparte del fuego y la respiración entrecortada de Colin, era el único ruido que se oía en la casa.

Colin mantuvo la mano levantada a la altura del pecho. Contempló sus dedos temblorosos y la palma. Jamás había pegado a una mujer. Ni siquiera pensaba que fuera capaz de hacerlo. Su brazo cayó como un peso muerto.

– Polly.

– Tracé el círculo para ti. Y también para Annie.

– Polly, lo siento. No pienso con sensatez. No pienso en absoluto.

La joven empezó a abotonarse la chaqueta. Vio que sus manos temblaban más que las suyas, hizo ademán de ayudarla, pero se detuvo cuando ella gritó «¡No!», como si esperara un bofetón.

– Polly…

Percibió desesperación en su voz, pero ignoraba qué quería decir.

– Ella no te deja pensar -dijo Polly-, eso es lo que pasa, pero tú no lo ves, ¿verdad? Ni siquiera quieres verlo, pero cómo vas a enfrentarte a la realidad, cuando lo mismo que te impulsa a odiarme es lo que te impide ver la verdad sobre ella.

Sacó la bufanda, efectuó un tembloroso intento de doblarla en forma de triángulo y la pasó por encima de su cabeza para sujetar el cabello. Ató los extremos bajo la barbilla. Pasó a su lado sin dedicarle ni una mirada, y sus botas crujieron sobre el suelo. Se detuvo en la puerta y habló sin mirarle.

– Mientras tú estabas follando aquel día en el granero -dijo con voz muy clara-, yo estaba haciendo el amor.

– ¿En el sofá de la sala de estar? -preguntó con incredulidad Josie Wragg-. ¿Quieres decir aquí mismo? ¿Con tu papá y tu mamá en casa? -Se acercó cuanto pudo al espejo del lavabo y aplicó lápiz de ojos con mano inexperta. Se le metió un poco entre las pestañas. Parpadeó y apretó los ojos cuando entró en contacto con el globo ocular-. Aj. Pica. ¡Joder! Mira lo que hecho. -El ojo estaba ennegrecido a causa del maquillaje. Lo frotó con un pañuelo de papel y esparció la masa sobre la mejilla-. No puedo creer que lo hicieras.

Pam Rice se balanceó sobre el borde de la bañera y envió humo de cigarrillo al techo. Para ello, dejó que su cabeza se apoyara sobre el cuello, con un movimiento perezoso que, en opinión de Maggie, habría visto en alguna película norteamericana antigua. Bette Davis. Joan Crawford. Quizá Lauren Bacall.

– ¿Quieres ver la mancha? -preguntó Pam.

Josie frunció el ceño.

– ¿Qué mancha?

Pam tiró ceniza a la bañera y meneó la cabeza.

– Señor. No sabes nada de nada, ¿verdad, Josephine Mentirosilla?

– Ya lo creo.

– ¿De veras? Estupendo. Pues dime qué clase de mancha.

Josie meditó. Maggie pensaría que estaba intentando imaginar una respuesta razonable, aunque fingía estar concentrada en su ojo estropeado por el lápiz de ojos. No era nada comparado con el desastre que había perpetrado anoche con las uñas, después de comprar por correo un juego de uñas acrílico, cuando su madre se había negado a dejarla viajar a Blackpool para ponerse uñas artificiales en una peluquería. El resultado, del intento de Josie de alargar sus dedos, con el fin de «ponérsela tiesa a los hombres», como ella decía, parecía el hombre-elefante-de-los-dedos.

Estaban en el único cuarto de baño de la casa adosada de Pam Rice, situada frente a Crofters Inn. Mientras en el piso de abajo la mamá de Pam estaba en la cocina, justo debajo de sus pies, y servía a los gemelos una merienda consistente en huevos revueltos y judías sobre tostadas, acompañada por los alegres berridos de Edward y las carcajadas de Alan, miraban a Josie experimentar con su más reciente adquisición cosmética: media botella de lápiz de ojos comprada a una alumna de quinto que la había robado del tocador de su hermana.

– Ginebra -anunció por fin Josie-. Todo el mundo sabe que bebes. Hemos visto la botella.

Pam rió y volvió a repetir la rutina de exhalar humo hacia el techo. Tiró el cigarrillo al váter, donde siseó al hundirse. Siguió sentada en el borde de la bañera y se reclinó hacia atrás, en esta ocasión un poco más, para que sus pechos apuntaran al cielo. Aún llevaba el uniforme del colegio, al igual que sus amigas, pero se había quitado el jersey, desabotonado la blusa para dejar al descubierto la división de sus pechos, y subido las mangas. Pam poseía la habilidad de conseguir que una blusa de algodón blanca inanimada pidiera a gritos que la arrancaran de su cuerpo.

– Dios, estoy salida como una perra en celo -dijo-. Si Todd no quiere hacerlo esta noche, lo haré con cualquier otro tipo. -Giró la cabeza en dirección a la puerta, donde Maggie estaba sentada en el suelo, con las piernas cruzadas-. ¿Cómo está nuestro Nickie? -preguntó, fría e indiferente.

Maggie dio vueltas al cigarrillo entre sus dedos. Había dado las seis bocanadas obligatorias (reteniéndolo en la boca, expulsándolo por la nariz, sin inhalarlo hasta los pulmones), y esperaba a que el resto se quemara solo, para poder reunirse con Pam en el lavabo.

– Bien -dijo.

– ¿Y grande? -preguntó Pam. Balanceó la cabeza para que su pelo se moviera como una cortina rubia-. Como un salchichón, según he oído. ¿Es verdad?

Maggie miró hacia el reflejo de Josie en el espejo, en una muda súplica de rescate.

– Bien, ¿sí o no? -dijo Josie, en dirección a Pam.

– ¿A qué te refieres?

– A la mancha. Ginebra, como he dicho.

– Semen -dijo Pam, con aspecto de sumo aburrimiento.

– Se ¿qué?

– Sale.

– ¿De dónde?

– Por Cristo resucitado, eres tonta del culo. Es eso.

– ¿Qué?

– ¡La mancha! Es de él, ¿vale? Gotea, ¿vale? Cuando se termina, ¿entendido?

Josie estudió su reflejo y realizó otro intento heroico con el lápiz de ojos.

– Ah, eso -dijo, mientras introducía el pincel en el frasco-. Tal como estabas hablando, supuse que era algo siniestro.

Pam cogió su bolso, que estaba tirado en el suelo. Sacó sus cigarrillos y encendió uno.

– Mamá se puso como una moto cuando la vio. Hasta la olió. ¿Te imaginas? Empezó con «tú, puta de mierda», siguió con «Eres una presa fácil para cualquiera de esos tíos», y terminó con «Ya no podré caminar con la cabeza alta por el pueblo nunca más. Ni tu padre». Le dije que, si tuviera mi propio dormitorio, no tendría que utilizar el sofá y no vería esas manchas. -Sonrió y se estiró-. Todd es como una fuente inagotable, debe de echar un cuarto de litro cada vez. -Dirigió una mirada de astucia a Maggie-. ¿Y Nick?

– Solo puedo decir que espero que tomes precauciones -se apresuró a intervenir Josie, siempre la amiga fiel de Maggie-. Porque si lo haces tantas veces como dices, y te… bueno, ya sabes, te satisface cada vez, vas a tener problemas, Pam Rice.

El cigarrillo de Pam se detuvo a mitad de camino de sus labios.

– ¿De qué estás hablando?

– Ya lo sabes. No actúes como si no.

– No lo sé, Josie. Explícamelo.

Dio una larga bocanada al cigarrillo, pero Maggie vio que lo hacía para disimular su sonrisa.

Josie mordió el cebo.

– Si tienes un… Ya sabes…

– ¿Orgasmo?

– Exacto.

– ¿Qué pasa?

– Ayuda a que esas cosas escurridizas se te metan dentro con más facilidad. Por eso, montones de mujeres no… Ya sabes…

– ¿Tienen orgasmos?

– Porque no quieren las cosas escurridizas. Ah, y no pueden relajarse, encima. Lo leí en un libro.

Pam lanzó un grito burlón. Se levantó de la bañera y abrió la ventana.

– Josephine Eugene, cerebro de mosquito -gritó al mundo, antes de estallar en carcajadas y resbalar por la pared hasta sentarse en el suelo. Dio otra calada a su cigarrillo, deteniéndose de vez en cuando para emitir risitas.

Maggie se alegró de que hubiera abierto la ventana. Cada vez era más difícil respirar. En parte, era a causa del exceso de humo en el pequeño cuarto. Y en parte, a causa de Nick. Quería decir algo para rescatar a Josie de las burlas de Pam, pero no sabía muy bien qué haría falta para impedir el ridículo sin, al mismo tiempo, revelar nada sobre ella.

– ¿Cuándo fue la última vez que leíste algo sobre eso? -preguntó Josie, en tanto tapaba el frasco y examinaba en el espejo los frutos de su labor.

– No necesito leer. Experimento -contestó Pam.

– La investigación es tan importante como la experiencia, Pam.

– ¿De veras? ¿Qué clase de investigación has llevado a cabo, exactamente?

– Sé cosas.

Josie se peinó el cabello. Era inútil; por más que hiciera, adoptaba el mismo estilo espantoso: flequillo tieso sobre la frente, erizado en el cuello. Nunca habría debido cortárselo ella misma.

– Sabes cosas gracias a los libros.

– Y la observación. Se llama experiencia directa.

– ¿Quién la proporciona?

– Mamá y el señor Wragg.

Aquella información pareció apaciguar las burlas de Pam. Se quitó los zapatos y dobló las piernas bajo el cuerpo. Tiró el cigarrillo al váter y no hizo ningún comentario cuando Maggie aprovechó la oportunidad para imitarla.

– ¿Qué? -preguntó, con los ojos iluminados-. ¿Cómo?

– Escucho detrás de la puerta cuando tienen relaciones. Él no para de decir: «Vamos, Dora, vamos, vamos, vamos, nena, vamos, cariño», y ella es silenciosa como un muerto. Por eso sé con certeza que él no es mi papá. -Al ver la expresión perpleja de Pam y Maggie, continuó-. No puede serlo, ¿verdad? Fijaos en las pruebas. Él nunca la ha… bueno, satisfecho. Yo soy su única hija. Nací seis meses después de que se casaran. Encontré una vieja carta de un tío llamado Paddy Lewis…

– ¿Dónde?

– En el cajón donde guarda las bragas. Y adiviné que lo había hecho con él. Y la había satisfecho. Antes de casarse con Wragg.

– ¿Cuánto tiempo antes?

– Dos años.

– ¿Qué eres tú, entonces? -preguntó Pam-. ¿El embarazo más largo del mundo?

– No he querido decir que lo hicieran una sola vez, Pam Rice, sino que lo hacían regularmente dos años antes de que ella se casara con el señor Wragg. Además, guardó la carta, ¿no? Aún debe quererle.

– Pero eres clavada a tu papá -observó Pam.

– Él no es…

– Vale, vale. Te pareces al señor Wragg.

– Pura coincidencia -dijo Josie-. Paddy Lewis también se parecerá al señor Wragg. Es lógico, ¿no? Ella debía buscar a alguien que le recordara a Paddy.

– Entonces, el papá de Maggie se parecerá al señor Shepherd -anunció Pam-. Todos los amantes de su madre se habrán parecido a él.

– Pam -dijo Josie en tono de reproche.

Era una cuestión de justicia. Una podía especular tanto como quisiera sobre sus propios padres, pero no era correcto hacer lo mismo con los demás. Claro que Pam nunca se preocupaba demasiado por lo que era correcto antes de abrir la boca.

– Mamá nunca tuvo un amante antes del señor Shepherd -dijo en voz baja Maggie.

– Al menos, tuvo uno -la corrigió Pam.

– No.

– Sí. ¿De dónde saliste tú?

– De mi papá y de mamá.

– Exacto. Su amante.

– Su marido.

– ¿De veras? ¿Cómo se llamaba?

Maggie descubrió un hilo suelto del jersey. Intentó introducirlo por entre el tejido hacia dentro.

– ¿Cómo se llamaba?

Maggie se encogió de hombros.

– No lo sabes porque no tenía nombre, o tal vez ella no lo sabía. Eres una bastarda.

– ¡Pam!

Josie avanzó un paso, con el frasco de eyeliner encerrado en el puño.

– ¿Qué?

– Vigila tus palabras.

Pam se echó el pelo hacia atrás con un lánguido movimiento de la mano.

– Oh, basta de dramas, Josie. No me digas que te crees todo ese rollo sobre pilotos de coches de carreras, mamás que huyen y papás que se pasan los trece años siguientes buscando a su querida hija.

Maggie experimentó la sensación de que la habitación se ensanchaba a su alrededor, de que ella se encogía con un vacío dentro. Miró a Josie, pero no pudo verla bien, como si estuviera en medio de la niebla.

– Si estaban casados -continuó Pam-, igual le dio el pasaporte una noche, además de un poco de chirivía para cenar.

Maggie se apoyó contra la puerta y se puso en pie.

– Será mejor que me vaya -dijo-. Mamá se estará preguntando…

– Bien sabe Dios que no deseamos eso -contestó Pam.

Sus chaquetas estaban amontonadas en el suelo. Maggie cogió la suya, pero no logró que sus dedos y manos reaccionaran para aferraría. Daba igual. Estaba bastante irritada.

Abrió la puerta y bajó corriendo la escalera.

– Será mejor que Nick Ware no se cruce con la mamá de Maggie -oyó que decía Pam con una carcajada.

– Déjalo ya, ¿vale? -respondió Josie, antes de encaminarse a la escalera-. ¡Maggie! -llamó.

Las calles estaban a oscuras. Una brisa fría procedente del oeste recorría la calle y se transformaba en ráfagas en el centro del pueblo, donde se erguían Crofters Inn y la casa de Pam. Maggie parpadeó y secó la humedad de sus ojos, mientras introducía un brazo en la chaqueta y empezaba a caminar.

– ¡Maggie! -Josie la alcanzó a menos de diez pasos de la puerta de Pam-. No es lo que piensas. Quiero decir que sí, pero no. Entonces, no te conocía tan bien. Pam y yo hablamos. Le hablé de tu papá, es verdad, pero eso es lo único que dije. Te lo juro.

– No debiste hacerlo.

Josie la obligó a detenerse.

– Tienes razón. Sí, sí, pero no lo dije en son de burla. No me estaba burlando. Se lo dije porque era algo que nos convertía en iguales a ti y a mí.

– No somos iguales. El señor Wragg es tu padre, y tú lo sabes, Josie.

– Oh, tal vez. Eso podría decidir mi suerte, ¿no? Mamá huyendo con Paddy Lewis y yo abandonada en Winslough con el señor Wragg. No, no es eso lo que quiero decir. Nosotras soñamos. Somos diferentes. Aspiramos a grandes cosas. Queremos irnos de este pueblo. Te utilicé como ejemplo, ¿sabes? Dije, yo no soy la única, Pamela Bammela. Maggie también tiene ideas acerca de su padre. Quiso saber cuáles eran esas ideas y yo se las conté. Sé que no debería haberlo hecho, pero no me estaba burlando.

– Sabe lo de Nick.

– Jamás le he dicho nada, y nunca lo haré.

– Entonces, ¿por qué pregunta?

– Porque cree saber algo. Supone que te obligará a hablar.

Maggie escudriñó a su amiga. No había mucha luz, pero a juzgar por el leve resplandor de la única farola de la calle, que se erguía en el aparcamiento de Crofters Inn, al otro lado de la calle, vio que la expresión de su rostro era muy seria. Su aspecto era algo grotesco. El eyeliner no se había secado por completo cuando abrió los ojos después de aplicarlo, y los párpados estaban manchados, como si hubiera caído agua sobre tinta.

– No le hablé de Nick -repitió Josie-. Es un secreto entre tú y yo. Siempre. Lo prometo.

Maggie se miró los zapatos. Estaban desgastados. El barro había manchado sus mallas azul marino.

– Es verdad, Maggie. De veras.

– Anoche vino. Nosotros… Volvió a pasar. Mamá lo sabe.

– ¡No!

Josie la agarró por el brazo y la condujo hasta el aparcamiento. Pasaron junto a un reluciente Bentley plateado y se internaron por el sendero que bajaba hasta el río.

– No me lo habías dicho.

– Quería decírtelo. Esperé todo el día para decírtelo, pero ella no se apartó ni un momento de nosotras.

– Esa Pam -rezongó Josie, mientras cruzaban el portal-. Cuando se trata de habladurías, es como un sabueso.

Un sendero estrecho se alejaba en ángulo del hostal y descendía hacia el río. Josie caminaba delante. A unos treinta metros de distancia, se alzaba un depósito de hielo, asentado en la orilla donde el río se precipitaba por un desnivel de piedra caliza y lanzaba al aire un chorro de espuma que mantenía el aire frío hasta en los días más calurosos del verano. Estaba construido de la misma piedra que el resto del pueblo, con el mismo techo de pizarra, pero carecía de ventanas. Solo había una puerta, cuyo candado había roto Josie tiempo atrás, para convertirlo en su guarida.

Abrió la puerta de un empujón.

– Un momento -dijo, y se agachó bajo el dintel. Rebuscó y tropezó con algo-. ¡Leche! -exclamó, y encendió una cerilla, que se encendió un segundo después. Maggie entró.

Un quinqué descansaba sobre un viejo tonel, y proyectaba un arco de luz amarilla siseante, que caía sobre una alfombra raída, dos taburetes de tres patas, un catre cubierto por un edredón púrpura y una caja vuelta del revés sobre la que pendía un espejo. La caja hacía las veces de tocador, y Josie dejó sobre ella el frasco de eyeliner, nueva compañera del rímel, colorete, lápiz de labios, esmalte de uñas y laca para el pelo.

Abrió un frasco de agua de colonia y la esparció con generosidad sobre las paredes y el suelo, como una libación ofrecida a la diosa de los cosméticos. Sirvió para disimular el olor a moho y polvo que flotaba en el aire.

– ¿Quieres fumar? -preguntó, en cuanto se aseguró de que la puerta estaba bien ajustada.

Maggie negó con la cabeza. Se estremeció. Estaba claro por qué habían construido el depósito de hielo en aquel paraje.

Josie encendió un Gauloise del paquete que había entre los cosméticos. Se dejó caer en el catre.

– ¿Qué dijo tu mamá? -preguntó-. ¿Cómo se enteró?

Maggie acercó uno de los taburetes al quinqué. Notó un aumento sustancial de calor.

– Lo sabía. Como la otra vez.

– ¿Y?

– Me da igual lo que piense. No me detendrá. Le quiero.

– Bueno, no puede seguirte a todas partes, ¿verdad? -Josie se tendió con un brazo detrás de la cabeza. Levantó sus rodillas huesudas, cruzó las piernas y meneó los pies-. Dios, qué suerte tienes. -Suspiró. El extremo de su cigarrillo brilló-. ¿Es Nick… bueno, ya sabes… como dicen? ¿Te… satisface?

– No lo sé. Todo va muy rápido.

– Ah. Pero ¿es…? Ya sabes a qué me refiero. Lo que Pam quería saber.

– Sí.

– Dios. No me extraña que quieras continuar. -Se hundió más en el edredón y extendió los brazos hacia un amante imaginario-. Ven a mí, nene -dijo, sin quitarse el cigarrillo de los labios-. Te está esperando y es todo para ti. -Se ladeó-. Tomarás precauciones, ¿verdad?

– Pues no.

Josie abrió unos ojos como platos.

– ¡Maggie! ¡Jamás lo habría dicho! Has de tomar precauciones. O él, al menos. ¿Se pone una goma?

Maggie torció la cabeza, extrañada por la pregunta. ¿Una goma? Qué demonios…

– No creo. ¿De dónde…? Bueno, quizá lleve una del colegio en el bolsillo.

Josie se mordió el labio inferior, pero no consiguió disimular la sonrisa.

– No me refiero a esa clase de goma. ¿No sabes lo que es?

Maggie se agitó inquieta en el taburete.

– Lo sé. Por supuesto. Claro que lo sé.

– Bien. Es eso de plástico que se pone en su Cosa antes de metértela, para que no te quedes embarazada. ¿Lo utiliza?

– Oh. -Maggie retorció un mechón de cabello-. Eso. No. No quiero que lo utilice.

– No quieres. ¿Estás loca? Tiene que utilizar uno.

– ¿Por qué?

– Porque si no lo hace, tendrás un niño.

– Pero antes dijiste que una mujer ha de ser…

– Olvídalo. Siempre hay excepciones. Yo estoy aquí, ¿no? Soy del señor Wragg, ¿verdad? Mamá gemía y jadeaba con ese tal Paddy Lewis, pero yo aparecí cuando estaba fría como el hielo. Eso demuestra bien a las claras que cualquier cosa puede suceder, tanto si te satisfacen como si no.

Maggie meditó sobre aquella información, sin dejar de dar vueltas entre sus dedos al último botón del abrigo.

– Estupendo -dijo.

– ¿Estupendo? Maggie, por todos los santos del altar, no puedes…

– Quiero tener un hijo. Un hijo de Nick. Si intenta utilizar una goma, no le dejaré.

Josie rió.

– Aún no has cumplido los catorce.

– ¿Y qué?

– No puedes ser mamá si aún no has terminado el colegio.

– ¿Por qué?

– ¿Qué harías con un niño? ¿Adonde irías?

– Nick y yo nos casaríamos. Después, tendríamos un hijo. Después, seríamos una familia.

– No es posible que desees eso.

Maggie sonrió con auténtico placer.

– Oh, ya lo creo.

10

– Santo Dios -murmuró Lynley, al notar la súbita bajada de temperatura cuando cruzó el umbral que separaba el pub del comedor de Crofters Inn.

El enorme hogar del pub había logrado proyectar el suficiente calor para crear remansos de moderado bienestar en los rincones más lejanos, pero la débil calefacción central del comedor apenas proporcionaba la incierta promesa de que el lado del cuerpo más cercano al radiador de la pared no quedaría entumecido. Se reunió con Deborah y St. James en su mesa de la esquina, agachando la cabeza cada vez que pasaba bajo las grandes vigas de roble del techo bajo. Los Wragg habían dispuesto una estufa eléctrica providencial al lado de la mesa, que desprendía ondas de calor insustanciales que acariciaban sus tobillos y flotaban hacia las rodillas.

Había suficientes mesas dispuestas con manteles de hilo blanco, cubiertos y cristalería barata para acomodar a treinta comensales, como mínimo, pero daba la impresión de que los tres iban a compartir la sala únicamente con su despliegue inusual de obras de arte. Consistían en una serie de estampas de marco dorado que plasmaban el acontecimiento más famoso de Lancashire: la asamblea del Viernes Santo reunida en Malkin Tower y los acusados de brujería que la precedían y seguían por igual. El artista había plasmado a los protagonistas con una admirada subjetividad. Roger Nowell, el magistrado, tenía un aspecto adecuadamente ceñudo y prepotente, con la ira, la venganza y el poder de la Justicia Cristiana impresas en sus facciones. Chattox se veía muy decrépito: arrugado, encorvado y vestido con andrajos. Elizabeth Davies, con sus ojos inquietos que los músculos oculares eran incapaces de controlar, presentaba un aspecto lo bastante deforme como para haberse vendido al beso del diablo. El resto comprendía un grupo lascivo de adoradores del demonio, a excepción de Alice Nutter, que se mantenía algo apartada, con la vista clavada en el suelo y guardando ostensiblemente el silencio que la había llevado a la tumba, la única condenada que pertenecía a la clase alta.

– Ah -dijo Lynley al reconocer los grabados, mientras desdoblaba la servilleta-. Las celebridades de Lancashire. Cena y la perspectiva de una agradable discusión. ¿Lo hicieron o no lo hicieron? ¿Lo eran o no lo eran?

– Más bien se me antoja la perspectiva de perder el apetito -comentó St. James. Sirvió una copa de vino blanco afrutado a su amigo.

– Supongo que hay cierta verdad en tus palabras. Ahorcar a muchachas de pocas luces y ancianas indefensas, basándose en el ataque de apoplejía sufrido por un solo hombre, da que pensar, ¿no? ¿Cómo es posible comer, beber y divertirse, cuando la muerte está tan próxima como la pared del comedor?

– ¿Quiénes son? -preguntó Deborah, en tanto Lynley cataba el vino y cogía uno de los panecillos que Josie Wragg había depositado momentos antes sobre la mesa-. Sé que son brujas, pero ¿las has reconocido, Tommy?

– Solo porque están caricaturizadas. Dudo que las hubiera reconocido si el artista hubiera imitado menos a Hogarth. -Lynley señaló con el cuchillo de la mantequilla-. Ahí tienes al magistrado temeroso de Dios, y aquellos son los enjuiciados. Demdike y Chattox; yo diría que son los apergaminados. Después, Alizon y Elizabeth Davies, madre e hija. He olvidado a las demás, excepto a Alice Nutter. Es la que parece fuera de lugar.

– La verdad, pensaba que se parecía a tu tía Augusta.

Lynley dejó de aplicar mantequilla al trozo de panecillo. Dedicó a la imagen de Alice Nutter una detenida inspección.

– Algo hay de cierto. Tienen la misma nariz. -Sonrió-. Me lo pensaré dos veces antes de cenar en casa de la tía en Nochebuena. Dios sabe lo que servirá a modo de ponche.

– ¿Eso hicieron? ¿Pergeñar alguna poción? ¿Echar un hechizo a alguien? ¿Provocar que llovieran ranas?

– Eso me suena vagamente australiano -dijo Lynley.

Examinó los demás cuadros mientras comía el panecillo y buscaba los detalles en su memoria. Uno de sus trabajos en Oxford había versado sobre el revuelo causado en el siglo diecisiete por la brujería. Recordaba con toda claridad a la conferenciante: veintiséis años, ardiente feminista, la mujer más hermosa que había visto en su vida y tan accesible como un tiburón famélico.

– Hoy lo llamaríamos el efecto dominó -siguió-. Una de ellas robó en Malkin Tower, la casa de una de las otras, y luego tuvo la audacia de exhibir en público algo robado. Cuando fue conducida ante el magistrado, se defendió mediante el expediente de acusar a la familia de Malkin Tower de brujería. El magistrado tal vez llegó a la conclusión de que era una treta ridícula para desviar la culpabilidad, pero pocos días después, Alizon Davies, que vivía en la misma torre, maldijo a un hombre que al cabo de escasos minutos fue víctima de un ataque de apoplejía. A partir de ese momento, la caza de brujas se desencadenó.

– Con éxito, al parecer -dijo Deborah, que estaba mirando los grabados.

– En efecto. Las mujeres empezaron a confesar toda clase de fechorías absurdas en cuanto fueron conducidas a presencia del magistrado: sostener relaciones sexuales en forma de gatos, perros y osos, fabricar muñecas de barro que personificaban a sus enemigos y clavarles espinas, matar vacas, provocar que la leche se agriara, estropear la cerveza buena…

– Ese sí que me parece un crimen digno de castigo -intervino St. James.

– ¿Hubo pruebas? -preguntó Deborah.

– Si una anciana hablando con su gato es una prueba, si una maldición oída al pasar por un aldeano es una prueba…

– Entonces, ¿por qué confesaron?

– Presión social. Miedo. Eran mujeres incultas, conducidas a presencia de un magistrado de otra clase. Les habían enseñado a inclinarse ante sus superiores, siquiera metafóricamente. ¿Qué forma más eficaz de hacerlo, que aceptar lo que sus superiores sugerían?

– ¿Aunque significara su muerte?

– Aunque significara su muerte.

– Pero pudieron negar los cargos. Pudieron guardar silencio.

– Alice Nutter lo hizo. La colgaron, de todos modos.

Deborah frunció el ceño.

– Qué cosa más rara de celebrar con cuadros en las paredes.

– Turismo -explicó Lynley-. ¿No paga la gente por ver la máscara mortuoria de la reina de Escocia?

– Por no mencionar los lugares más siniestros de la Torre de Londres -añadió St. James-. La Capilla Real, la Torre de Wakefield…

– ¿Para qué perder el tiempo con las joyas de la corona, cuando puedes ver el matadero? -siguió Lynley-. El crimen no paga, pero la muerte les impulsa a correr para deshacerse de unas cuantas libras.

– ¿No es eso irónico para un hombre que ha peregrinado cinco veces, como mínimo, a Bosworth Field [5] el veintidós de agosto? -preguntó Deborah con malicia-. ¿Un viejo pasto de vacas en el trasero del mundo, donde bebes del pozo y juras al fantasma de Ricardo que habrías combatido por los York?

– Eso no es muerte -dijo Lynley con cierta dignidad, y alzó el vaso para saludarla-. Es historia, muchacha. Alguien ha de ocuparse de dar ejemplo.

La puerta que daba a la cocina se abrió, y Josie Wragg apareció con los primeros.

– Aquí, salmón ahumado -murmuró-, aquí, paté, aquí, cóctel de gambas. -A continuación, ocultó la bandeja y las manos tras la espalda-. ¿Hay suficientes panecillos?

Formuló la pregunta a todos en general, pero examinó subrepticiamente a Lynley, aunque todo el mundo se dio cuenta.

– Sí -contestó St. James.

– ¿Quieren más mantequilla?

– No creo. Gracias.

– ¿El vino es bueno? El señor Wragg tiene una bodega llena, si ese se ha picado. Ocurre a veces, ¿saben? Han de ir con cuidado. Si no se guarda bien, el corcho se seca y agrieta, el aire entra y el vino se pone salado, o algo por el estilo.

– El vino es bueno, Josie. También probaremos el burdeos.

– El señor Wragg es un experto en vino. -Se agachó para rascarse el tobillo, y luego miró a Lynley-. Usted no ha venido de vacaciones, ¿verdad?

– No exactamente.

La muchacha se incorporó y volvió a esconder la bandeja a la espalda.

– Eso pensaba yo. Mamá dijo que era un detective de Londres, y al principio pensé que había venido para decirle algo sobre Paddy Lewis, que ella no me contaría, claro, por temor a que yo se lo dijera al señor Wragg, cosa que yo no haría, desde luego, aunque eso significara que fuera a huir con él, quiero decir con Paddy, y dejarme con el señor Wragg. Al fin y al cabo, sé lo que es el amor verdadero. Usted no es de esa clase de detectives, ¿verdad?

– ¿A qué clase te refieres?

– Ya sabe. Como en la tele. Los que se contratan.

– ¿Un detective privado? No.

– Eso pensé cuando le vi. Después, le oí hablar por teléfono hace unos momentos. No es que le estuviera escuchando, pero su puerta estaba un poco abierta, yo iba a llevar toallas limpias a las habitaciones, y le oí por casualidad. -Sus dedos arañaron la bandeja y la aferraron con más fuerza antes de proseguir-. Es la mamá de mi mejor amiga, ¿sabe? No quería hacerle daño. Es como cuando alguien hace conservas, pone lo que no debe y mucha gente se pone mala. Digamos que compran las conservas en la fiesta parroquial. Cerezas o moras. Está bien, ¿no? Se las llevan a casa y las esparcen sobre las tostadas a la mañana siguiente, o con los panecillos del té. Después, se ponen malos, pero todo el mundo sabe que fue un accidente. ¿Lo ve?

– Naturalmente. Podría ocurrir.

– Pues eso es lo que ha ocurrido aquí. Solo que no fue durante una fiesta, y tampoco eran conservas.

Nadie habló. St. James daba vueltas a su copa de vino, sujetándola por el pie. Lynley había parado de desmenuzar su panecillo, y Deborah paseaba la mirada entre los hombres y la muchacha, a la espera de que uno contestara. Como no lo hicieron, Josie continuó.

– Es que Maggie es mi mejor amiga, y nunca había tenido una. Su mamá, la señora Spence, es muy reservada. La gente lo considera extraño, y quiere extraer deducciones de ello, pero no hay nada que extraer. Debería recordar eso, ¿no cree?

Lynley asintió.

– Muy prudente. Estoy de acuerdo.

– Bien, entonces… -Inclinó la cabeza y esperó un momento, como si fuera a hacer una reverencia. En cambio, se alejó de la mesa en dirección a la puerta de la cocina-. Querrán empezar a comer, ¿verdad? La receta del paté es de mamá. El salmón ahumado está muy fresco. Si quieren cualquier cosa…

Su voz se desvaneció cuando la puerta se cerró tras ella.

– Esa es Josie -dijo St. James-, por si no habíais sido presentados. Una enérgica defensora de la teoría del accidente.

– Ya me he dado cuenta.

– ¿Qué dijo el sargento Hawkins? Supongo que es la conversación que Josie escuchó.

– En efecto. -Lynley pinchó un trozo de salmón y recibió una agradable sorpresa cuando descubrió, como Josie había afirmado, que era muy fresco-. Quería repetir que siguió las órdenes de Hutton-Preston desde el primer momento. La comisaría de Hutton-Preston se vio implicada por mediación del padre de Shepherd, y en lo que a Hawkins concierne, desde aquel momento todo se precipitó. De modo que apoya a Shepherd y no le complace en absoluto que estemos husmeando.

– Muy razonable. Al fin y al cabo, es el responsable de Shepherd. Lo que recaiga sobre la cabeza del policía local no quedará muy bien en el historial de Hawkins.

– También quería informarme de que el obispo del señor Sage había quedado completamente satisfecho con la investigación, la encuesta y el veredicto.

St. James levantó la vista de su cóctel de gambas.

– ¿Asistió a la encuesta?

– Es evidente que envió a alguien. Por lo visto, Hawkins considera que si la investigación y la encuesta cuentan con la bendición de la Iglesia, también deberían contar con la bendición del Yard.

– ¿No colaborará, pues?

Lynley pinchó más salmón con el tenedor.

– No es una cuestión de colaboración, St. James. Sabe que la investigación fue un poco irregular, y la mejor forma de defenderla, a él y a su hombre, es permitirnos demostrar que sus conclusiones fueron correctas. Pero no tiene por qué gustarle. A ninguno de ellos les gusta.

– Menos les gustará cuando investiguemos el estado de Juliet Spence aquella noche.

– ¿Qué estado? -preguntó Deborah.

Lynley explicó lo que el agente les había contado sobre la indisposición de la mujer la noche que el vicario murió. Explicó la ostensible relación entre el agente y Juliet Spence.

– Debo admitir, St. James -concluyó-, que tal vez me hayas arrastrado hasta aquí para nada. Da mala espina que Colin Shepherd se encargara personalmente del caso, con la única ayuda de su padre y un vistazo rutinario del DIC de Clitheroe al lugar de los hechos. Pero si ella también estaba enferma, la teoría del accidente adquiere más peso del que habíamos imaginado en un principio.

– A menos que el agente mintiera para protegerla y ella no estuviera enferma -apuntó Deborah.

– Es una posibilidad, por supuesto. No podemos descartarla, aunque sugiere complicidad entre ambos. Pero si ella carecía de motivos para asesinar al hombre, lo cual es discutible, como sabemos, ¿cuál demonios sería el móvil mutuo?

– Si buscamos culpabilidades, es necesario algo más que descubrir motivos -dijo St. James. Apartó su plato a un lado-. Hay algo peculiar en su indisposición de aquella noche. No encaja.

– ¿Qué quieres decir?

– Shepherd nos dijo que había recaído varias veces. Ardía de fiebre, también.

– Que no son los síntomas de un envenenamiento por cicuta.

Lynley jugueteó un momento con el último trozo de salmón, exprimió un limón por encima, y por fin renunció a comer. Después de su conversación con Colin Shepherd, había estado a punto de desechar la mayoría de las preocupaciones de St. James respecto a la muerte del vicario. De hecho, pensó que toda la aventura se reducía a un intento por su parte de calmar la inquietud creada por la discusión con Helen aquella mañana. Pero ahora…

– Sigue -dijo.

St. James enumeró los síntomas: exceso de salivación, temblores, convulsiones, dolor abdominal, dilatación de las pupilas, delirios, paro respiratorio, parálisis total.

– Actúa sobre el sistema nervioso central -concluyó-. Un solo bocado puede matar a un hombre.

– ¿Shepherd miente?

– No necesariamente. Ella es herbolaria. Josie nos lo dijo anoche.

– Y tú me lo has repetido esta mañana. Esa es la razón principal de que me obligaras a correr por la autopista como una Némesis sobre ruedas. Lo que no entiendo…

– Las hierbas son como las drogas, Tommy, y actúan como las drogas. Son estimulantes de la circulación, cardiotónicas, relajantes, expectorantes… Sus funciones abarcan toda la gama de lo que un farmacéutico proporciona bajo prescripción facultativa.

– ¿Insinúas que tomó algo para ponerse enferma?

– Algo que provocara fiebre. Algo que provocara vómitos.

– ¿No es posible que comiera algo de cicuta, pensando que era chirivía silvestre, empezara a sentirse enferma en cuanto el vicario se marchó, y se administrara un purgante para aliviar su malestar, sin relacionar ese malestar con la supuesta chirivía silvestre? Eso explicaría los vómitos constantes. ¿No pudieron ser los vómitos constantes los que elevaron su temperatura?

– Sí, cabe una estrecha posibilidad, pero si ese es el caso, y yo no apostaría por ello, Tommy, sabiendo la rapidez con que actúa la cicuta en el sistema, ¿no le habría dicho al agente que había tomado un purgante después de comer algo que le sentó mal? ¿No nos habría dado hoy el agente dicha información?

Lynley volvió a mirar los cuadros de la pared. Allí estaba Alice Nutter, como antes, obstinada en su silencio, mientras su tez adquiría un color más patibulario a cada momento que se negaba a hablar. Una mujer con secretos, que se llevó a la tumba. Si había mantenido la boca cerrada porque era católica, si fue por orgullo, si fue por saber que había caído en la trampa de un magistrado con el que se había peleado, nadie lo sabía. Pero en un pueblo aislado, siempre existía un aura de misterio alrededor de una mujer cuyos secretos no desea revelar. Siempre existía una perniciosa necesidad de arrancarle dichos secretos y obligarla a pagar por lo que ocultaba.

– Sea como fuera, hay algo que no encaja -repitió St. James-. Me siento inclinado a pensar que Juliet Spence consiguió la cicuta, sabía exactamente qué era y la preparó para el clérigo. Por los motivos que sean.

– ¿Y si carecía de motivos? -preguntó Lynley.

– En ese caso, lo hizo otra persona.

Después de que Polly se fuera, Colin Shepherd bebió el primer whisky. He de conseguir que las manos dejen de temblar, pensó. Engulló el primer vaso. Arrasó su garganta, pero cuando dejó el vaso sobre la mesa auxiliar, esta repiqueteó como un pájaro carpintero que estuviera desmenuzando corcho para comer. Otro, decidió. La botella retembló contra el cristal.

Bebió el segundo para obligarse a pensar en ello. La Gran Piedra de Cuatropiedras, y después, Back End Barn. La Gran Piedra era un enorme oblongo de granito, una curiosidad inexplicable del país enclavada en la pradera de Loftshaw Moss, algunos kilómetros al norte de Winslough. Habían ido allí para merendar aquel hermoso día de primavera, en que el áspero viento de los páramos se había convertido en una simple brisa y el cielo relucía con sus nubes de lana y su azul sempiterno. Back End Barn fue el objetivo de su paseo, después de terminar la comida y el vino. Polly había sugerido ir a caminar, pero él había elegido la dirección, y sabía lo que encontrarían allí. Él, que había recorrido los páramos desde niño. Él, que reconocía cada fuente y riachuelo, que sabía el nombre de todas las colinas, que era capaz de localizar cada megalito. La había guiado sin vacilar hasta Back End Barn, y también había sugerido que echaran un vistazo al interior.

El tercer whisky lo revivió todo. El aguijón de una astilla que atravesó su hombro cuando abrió la puerta agrietada por el clima. El fuerte olor a ovejas y los manojos de lana aferrados a la argamasa de las piedras que conformaban las paredes. Los dos haces de luz que se filtraban por las grietas del viejo techo de pizarra y formaban una V perfecta, en cuyo vértice se paró Polly con una carcajada.

– Parece una claraboya, ¿verdad, Colin? -dijo.

Cuando cerró la puerta, dio la impresión de que el resto del establo disminuía de tamaño, al tiempo que la luz se apagaba. Con el establo, se encogió el mundo, hasta que solo quedaron aquellos dos sencillos haces de luz dorada proyectados por el sol, y Polly en su punto de unión.

La muchacha desvió la vista hacia la puerta que él había cerrado. Después, recorrió con las manos los lados de la falda.

– Es como un lugar secreto, ¿verdad? Con la puerta cerrada y todo. ¿Annie y tú venís aquí? Quiero decir, ¿veníais? Antes. Ya me entiendes.

Colin negó con la cabeza. Ella debió entender su silencio como un recordatorio de la angustia que le aguardaba en Winslough.

– He traído las piedras -dijo, guiada por un impulso-. Deja que te las tire.

Antes de que Colin pudiera contestar, Polly se puso de rodillas y extrajo del bolsillo de la falda una pequeña bolsa negra de terciopelo, bordada con estrellas rojas y plateadas. Desató las cintas y vertió las ocho piedras en su mano.

– No creo en eso -dijo Colin.

– Porque no lo comprendes.

Polly se apoyó sobre los tacones y palmeó el suelo. Era de piedra, irregular, agrietado y marcado por las pezuñas de diez mil ovejas. El se arrodilló a su lado.

– ¿Qué quieres saber?

Colin no contestó. La luz encendía el cabello de Polly. Tenía las mejillas sonrosadas.

– Ánimo, Colin. Habrá algo.

– Nada.

– Seguro que sí.

– Bien, no hay nada.

– Entonces, las tiraré para mí. -Agitó las piedras en su mano, como si fueran dados, cerró los ojos y ladeó la cabeza-. Bien. ¿Qué voy a preguntar? -Las piedras golpearon entre sí-. Si me quedo en Winslough, ¿encontraré a mi verdadero amor? -Dedicó a Colin una sonrisa traviesa-. Porque si vive en el pueblo, le cuesta mucho presentarse.

Lanzó las piedras con un movimiento de la muñeca. Se deslizaron sobre el suelo. Tres piedras mostraron sus caras ilustradas. Polly se inclinó hacia delante para verlas y enlazó las manos sobre el regazo, complacida.

– Mira, los presagios son buenos -dijo-. Esta es la piedra anular. Esa es la del amor y el matrimonio, y a su lado, la de la suerte. ¿Ves que parece una espiga de trigo? Significa riqueza. Los tres pájaros que vuelan cerca de mí significan un cambio repentino.

– ¿Te casarás de un día para otro con alguien rico? Eso suena a Townley-Young.

La joven rió.

– A nuestro señor St. John se le pondrían los pelos de punta si se enterara. -Recogió las piedras-. Tu turno.

No significaba nada. No creía, pero aun así formuló la única pregunta que le interesaba, la que se hacía cada mañana al levantarse, y cada noche cuando se acostaba.

– ¿La nueva quimioterapia salvará a Annie?

Polly frunció el ceño.

– ¿Estás seguro?

– Tira las piedras.

– No. Si la pregunta la haces tú, tíralas tú.

Las arrojó como ella, y vio la única piedra que mostraba su lado ilustrado, pintado con una H negra. Como la piedra anular que Polly había lanzado, aquella era la más alejada de él.

Polly las observó. Colin vio que su mano izquierda pellizcaba la tela de su falda. Extendió la mano como para amontonar las piedras.

– Temo que no se puede leer una sola piedra. Tendrás que intentarlo de nuevo.

Colin aferró su muñeca para detenerla.

– Eso no es cierto, ¿verdad? ¿Qué significa?

– Nada. No se puede leer una sola piedra.

– No mientas.

– No miento.

– Dice que no, ¿verdad?

No era necesario hacer la pregunta para saber la respuesta. Soltó su mano.

Polly cogió las piedras una a una y las metió en la bolsa, hasta que solo quedó la negra en el suelo.

– ¿Qué significa? -preguntó una vez más.

– Dolor -contestó la joven con voz apagada-. Separación. Luto.

– Sí, ya. Bien.

Levantó la vista hacia el techo, intentó aliviar la extraña presión que se agolpaba detrás de sus ojos, y concentrarse en calcular cuántas tejas se necesitarían para tapar la luz del sol que bañaba el suelo. ¿Una? ¿Veinte? ¿Era la obra posible? Si alguien se subía al tejado para reparar los daños, ¿no se derrumbaría todo el edificio?

– Lo siento -dijo Polly-. Fue una estupidez por mi parte. Soy una estúpida. No pienso cuando debo.

– No es culpa tuya. Ella se está muriendo, y ambos lo sabemos.

– Pero yo quería que hoy fuera un día especial para ti. Unas horas alejado de todo, para que no tuvieras que pensar en eso por un rato. Y entonces, saqué las piedras. No pensé que me pedirías… Qué otra cosa ibas a preguntar. Soy tan estúpida. Estúpida.

– Basta.

– Empeoré las cosas.

– No pueden ser peores.

– Sí. Yo lo hice.

– No.

– Oh, Col…

El bajó la cabeza. Le había sorprendido ver su dolor reflejado en la cara de Polly. Pensó, no, no lo haré, al tiempo que empezaba a besarla. Pensó, Annie, Annie, al tiempo que la tendía en el suelo, sentía que ella se movía sobre él, sentía su boca buscar los pechos que ella había liberado para él, para él, al tiempo que sus manos subían por debajo de su falda, le quitaba las bragas, se bajaba los pantalones, la atraía hacia él, hacia él, la necesitaba, la deseaba, el calor, tan suave, y qué maravillosa fue aquella primera noche juntos, nada tímida como él pensaba, sino abierta a él, llena de amor, la exclamación ahogada al sentir aquella cosa extraña en su interior, pero luego movió su cuerpo y se alzó para recibirle y acarició su espalda desnuda y se apoderó de sus nalgas y le empujó para que la penetrara más y más hondo y todo el rato todo el rato sin apartar los ojos de los suyos radiantes de felicidad y amor y toda la energía de él adquirió su fuerza del placer que experimentaba el cuerpo de ella del calor de la humedad de la sedosa prisión que le encerraba que le deseaba al tiempo que él deseaba deseaba deseaba, y gritó «¡Annie! ¡Annie!» cuando alcanzó el orgasmo en el interior del cuerpo de la amiga de Annie.

Colin se sirvió el cuarto whisky para intentar olvidar. Quería echarle la culpa a sabiendas de que la responsabilidad era suya. Puerca, pensó, ni siquiera tuvo la decencia de ser leal a Annie. Estaba bien a punto, ni siquiera intentó frenarle, incluso se quitó la blusa y el sujetador, y cuando comprendió que él la quería penetrar, se dejó sin un murmullo de protesta o, más tarde, unas palabras de arrepentimiento.

Solo que él había visto su expresión cuando abrió los ojos instantes después de gritar el nombre de Annie. Comprendió la magnitud del golpe que acababa de asestar, y consideró, con total egoísmo, que lo tenía bien merecido por seducir a un hombre casado. Polly había tirado las piedras a propósito, pensó. Lo había planeado todo. Independientemente de cómo hubieran caído al suelo cuando él las arrojó, las habría interpretado de tal manera que en cualquier circunstancia follar habría sido el resultado lógico. Polly era una bruja. Sabía lo que hacía, en cada momento, cada día. Lo había planeado todo.

Colin sabía que un «Lo siento» no mitigaría los pecados que había cometido contra Polly Yarkin aquella tarde de primavera en Back End Barn, y cada día posterior. Ella le había tendido la mano de la amistad, por más que la realidad de su amor complicara la situación, y él le había vuelto la espalda una y otra vez, impulsado por su necesidad de castigarla, porque carecía de la valentía necesaria para admitir lo peor que había en él.

Y ahora, Polly se había desprendido de la piedra anular, y la había depositado, junto con sus sencillas esperanzas de futuro, sobre la tumba de Annie. Sabía que era otro acto de contrición más, en un intento de expiar un pecado en el que solo había jugado un papel secundario. No era justo.

– Leo -dijo Colin. El perro, echado junto al fuego, levantó la cabeza, expectante-. Vámonos.

Cogió una linterna y el chaquetón colgado en la entrada. Salió a la noche. Leo caminaba a su lado, sin correa, y su nariz se arrugaba al captar los olores del helado aire invernal: humo de leña, tierra húmeda, gases de escape de un coche que pasaba, un leve olor a pescado frito. Para el animal, un paseo nocturno carecía del estímulo de un paseo diurno, cuando podía perseguir pájaros y sobresaltar a alguna oveja con sus ladridos. De todos modos, un paseo era un paseo.

Cruzaron la carretera y entraron en el cementerio. Se encaminaron hacia el castaño, mientras Colin alumbraba el suelo con la linterna. Leo iba olfateando delante de él, alejado del círculo de luz. El perro sabía adonde iban, un lugar que habían visitado con frecuencia. Llegó a la tumba de Annie antes que su amo, y empezó a olfatear.

– No, Leo -dijo Colin.

Enfocó la linterna hacia la tumba, y después a su alrededor. Se agachó para ver mejor.

¿Qué había dicho Polly? «Quemé cedro por ti, Colin. Deposité cenizas sobre su tumba, y la piedra anular. Di a Annie la piedra anular.» Pero no estaba, y lo único que podía interpretarse como cenizas de cedro era una tenue capa de manchas grises sobre la escarcha. Si bien admitía que podían proceder de las cenizas, en caso de que el viento y los olfateos del perro las hubieran dispersado, lo mismo no podía aplicarse a la piedra rúnica. Y si ese era el caso…

Rodeó la tumba poco a poco, con el deseo de creer a Polly, de concederle la oportunidad. Pensó que el perro la habría tirado a un lado, de modo que buscó con la linterna y levantó cada piedra del tamaño adecuado, por si veía los anillos rosados entrelazados. Por fin, se rindió.

Rió de su propia credulidad. El sentimiento de culpa nos impulsa muchas veces a creer en la redención. Era obvio que Polly le había obsequiado con la primera idea que acudió a su cabeza, en otro intento de cargar las culpas sobre sus espaldas. Al mismo tiempo que hacía todo lo posible (como los demás) por apartarle de Juliet. No lo conseguiría.

Movió la linterna en círculo sobre el suelo. Miró primero hacia el norte, en dirección al pueblo, donde las luces trepaban por la ladera de la colina en una configuración tan familiar que habría podido identificar por su apellido a la familia que vivía en cada punto luminoso. Después, miró hacia el sur, donde se alzaba el robledal y, al otro lado, Cotes Fell se erguía como una silueta ataviada de negro contra el cielo nocturno. En la base de la montaña, al otro lado del prado, encajada en un claro abierto mucho tiempo atrás entre los árboles, aparecía Cotes Hall, y al lado, la casa de Juliet Spence.

Qué idiota había sido al ir al cementerio. Pasó por encima de la tumba de Annie, llegó al muro en dos zancadas, saltó sobre él, llamó al perro y avanzó con rapidez hacia el sendero peatonal público que conducía desde el pueblo a la cumbre de Cotes Fell. Habría podido volver por el Rover. Habría ido más rápido, pero se dijo que tenía ganas de andar, que necesitaba fortalecer la decisión que iba a tomar. ¿Qué mejor manera, sino sentir la tierra sólida bajo sus pies, mover los músculos y bombear sangre al corazón?

Desechó la idea que aleteaba junto a su mente como una mariposa de alas mojadas mientras recorría el sendero: en su posición, ir a la casa por el camino de atrás implicaba no solo una visita clandestina a Juliet, sino complicidad entre ambos. ¿Por qué utilizaba el camino de atrás, cuando no tenía nada que ocultar, cuando tenía coche, cuando iría más rápido en el vehículo, cuando la noche era fría?

Como había ocurrido en diciembre, cuando Robin Sage tomó el mismo camino, con idéntico destino en su mente. Robin Sage, que tenía coche, que habría podido cogerlo, que prefirió caminar, pese a la nieve que ya cubría la tierra, ignorante o indiferente a la predicción de que nevaría más antes del amanecer. ¿Por qué Robin Sage había caminado aquella noche?

Le gustaba el ejercicio, el aire puro, pasear por los páramos, se dijo Colin. Durante los dos meses que Sage había vivido en el pueblo, había visto bastantes veces al vicario, con sus botas Wellington incrustadas de barro y un bastón de paseo. Siempre efectuaba sus visitas a pie. Iba al ejido a pie para dar de comer a los patos. ¿Por qué iba a cambiar de costumbre en lo tocante a la casa de Juliet?

La distancia, el clima, la época del año, el intenso frío, la noche. Las respuestas cruzaron por la mente de Colin, mientras surgía el único dato que se obstinaba en desechar. Nunca había visto a Sage caminar de noche. Si el vicario iba de visita fuera del pueblo después de oscurecer, cogía el coche. Al menos, lo había hecho la única vez que visitó Skelshaw Farm, para conocer a los padres de Nick Ware, al igual que cuando se dirigía a las demás granjas.

Incluso había cogido el coche para cenar en la mansión de los Townley-Young poco después de su llegada a Winslough, antes de que St. John Andrew Townley-Young hubiera tomado buena nota de las inclinaciones humildes del vicario y le eliminara de su lista de amistades aceptables. ¿Por qué Sage había ido a casa de Juliet a pie?

La misma mariposa de alas mojadas le proporcionó la respuesta. Sage no quería que le vieran, del mismo modo que Colin no quería que le vieran ir a la casa la misma noche del día en que New Scotland Yard había llegado al pueblo. «Admítelo, admítelo…»

«No», pensó Colin. Era el maligno monstruo de los ojos verdes, que pretendía erosionar su confianza. Rendirse a él de cualquier forma significaría una muerte segura para el amor y la extinción de sus esperanzas para el futuro. Decidido a no pensar más en el asunto, apagó la linterna. Aunque había recorrido el sendero durante casi treinta años, tuvo que concentrarse en algo que no fuera Robin Sage para sortear una repentina depresión en la tierra y subir por la escalera de alguna cerca ocasional. Las estrellas le ayudaron. Brillaban en el cielo, una cúpula de cristales que centelleaban como faros en una masa de tierra distante, al otro lado del océano de la noche.

Leo le precedía. Colin no le veía, pero oía el crujido de la escarcha bajo sus patas, y el ruido que hizo al trepar a un muro y lanzar un alegre ladrido. Colin sonrió. Un momento después, el perro empezó a ladrar con entusiasmo.

– ¡No! -se oyó a continuación la voz de un hombre-. ¡Quieto! ¡Échate!

Colin encendió la linterna y aceleró el paso. Junto al muro siguiente, Leo saltaba hacia un hombre sentado en lo alto de la escalera. Colin enfocó su cara. El hombre entornó los ojos y gritó en respuesta. Era Brendan Power. El abogado llevaba una linterna, pero no la utilizaba. Estaba a su lado, con la luz apagada.

Colin ordenó al perro que se echara. Leo obedeció, no sin antes levantar una pata delantera y arañar rápidamente las toscas piedras del muro, como si saludara al hombre.

– Lo siento -dijo Colin-. Le habrá dado un buen susto.

Observó que el perro había interrumpido al hombre cuando se había detenido a fumar una pipa, lo cual explicaba por qué no había encendido la linterna. La pipa aún brillaba tenuemente, y lo que quedaba del tabaco quemado desprendía un olor a cerezas.

Tabaco de maricón, habría dicho el padre de Colin con un resoplido. Si vas a fumar, muchacho, al menos ten el sentido común de elegir algo que te haga oler como un hombre.

– Ya lo creo -dijo Power, y extendió la mano para que el perro olfateara sus dedos-. Salí a dar un paseo. Me gusta caminar, cuando puedo. Un poco de ejercicio después de estar sentado todo el día detrás de un escritorio. Me mantiene en forma, ya sabe.

Chupó la pipa, como si esperara que Colin respondiera algo similar.

– ¿Viene de la mansión?

– ¿La mansión?

Power rebuscó en la chaqueta y extrajo una bolsa. La abrió y hundió la pipa en su interior, para llenarla de tabaco nuevo, sin haber eliminado el quemado de la cazoleta. Colin le observó con curiosidad.

– Sí, la mansión. Exacto. Para echar un vistazo. El trabajo y todo eso. Becky se está poniendo nerviosa. Las cosas no han ido bien, pero usted ya lo sabrá.

– ¿No han surgido más problemas desde el fin de semana?

– No, nada, pero toda precaución es poca. A ella le gusta que vigile los progresos, y a mí no me importa caminar. Aire puro. Brisa. Es bueno para los pulmones.

Respiró hondo como para subrayar su frase. Después, intentó encender la pipa, con escaso éxito. El tabaco prendió, pero la cazoleta repleta impidió que el aire pasara por el cañón. Se rindió después de dos intentos y volvió a guardar la pipa, la bolsa y las cerillas en la chaqueta. Saltó del muro.

– Becky se estará preguntando adonde he ido, supongo. Buenas noches, agente.

Dio media vuelta para marcharse.

– Señor Power.

El hombre se detuvo con brusquedad. Se apartó de la luz que Colin enfocaba en su dirección.

– ¿Si?

Colin cogió la linterna que descansaba sobre el muro.

– Se olvida esto.

Power mostró los dientes en una parodia de sonrisa. Emitió una breve carcajada.

– El aire fresco me habrá afectado la cabeza. Gracias.

Cuando extendió la mano hacia la linterna, Colin la retuvo un momento más de lo absolutamente necesario.

– ¿Sabe que el señor Sage murió en este mismo lugar, justo al otro lado de la escalera? -dijo, a modo de prueba, y porque New Scotland Yard no tardaría en repasar todos los cabos sueltos.

Dio la impresión de que la manzana de Adán de Power se movía a lo largo de todo su cuello.

– Creo… -empezó.

– Hizo lo posible por saltar, pero sufría convulsiones. ¿Lo sabía? Se golpeó la cabeza con el peldaño inferior.

Power desvió la vista al instante hacia el muro.

– Lo ignoraba. Solo sabía que le encontraron… que usted le encontró en algún punto del sendero.

– Usted le vio la mañana anterior a su muerte, ¿verdad? Usted y la señorita Townley-Young.

– Sí, pero usted ya lo sabe, de modo…

– Anoche, usted estaba en la pista con Polly, ¿verdad? Frente al pabellón.

Power no contestó enseguida. Miró a Colin con cierta curiosidad y cuando contestó, lo hizo con parsimonia, como intrigado por la pregunta. Al fin y al cabo, era abogado.

– Me dirigía a la mansión. Polly volvía a casa. Paseamos juntos. ¿Hay algún problema?

– ¿Y el pub?

– ¿El pub?

– Crofters. Ha estado con ella allí. Bebiendo por las noches.

– Una o dos veces, al salir a dar un paseo. Cuando pasé por el pub camino de casa, encontré a Polly. Me senté con ella. -Se pasó la linterna de una mano a otra-. ¿Y qué?

– Usted conoció a Polly antes de casarse. La conoció en la vicaría. ¿Le trató bien?

– ¿Qué quiere decir?

– ¿Le fue detrás? ¿Le pidió algún favor?

– No. Por supuesto que no. ¿Adonde quiere ir a parar?

– Usted tiene acceso a las llaves de la mansión, ¿no es cierto? Y también a las de la casa de la vigilante, ¿no? ¿Se las pidió prestadas alguna vez? ¿Le ofreció algo a cambio del favor?

– Eso es un disparate. ¿Qué cono intenta insinuar? ¿Qué Polly…? -Antes de terminar la frase, Power miró en dirección a Cotes Fell-. ¿A qué viene todo esto? Pensaba que estaba muerto y enterrado.

– No. Scotland Yard ha venido de visita.

Power volvió la cabeza y le miró fijamente.

– Y usted pretende encaminarles en la dirección equivocada.

– Pretendo descubrir la verdad.

– Pensaba que ya lo había hecho. Pensaba haberlo oído en la encuesta. -Power extrajo la pipa de la chaqueta. Golpeó la cazoleta contra el tacón del zapato y tiró el tabaco, sin dejar de mirar a Colin-. ¿Pisa arenas movedizas, agente Shepherd? Bien, permítame una sugerencia. No intente colgarle el muerto a Polly Yarkin.

Se alejó sin una palabra más. Se detuvo a unos veinte metros para volver a cargar y encender la pipa. La cerilla brilló, y a juzgar por el resplandor que siguió, el tabaco prendió esta vez.

11

Colin mantuvo la linterna encendida durante el resto del paseo hasta la casa. Utilizar la oscuridad como medio de distracción era inútil ya. Las últimas palabras de Brendan Power lo impedían.

Estaba disponiendo un segundo conjunto de posibilidades, preparando un punto de partida inédito, y lo sabía. Trataba de buscar una dirección viable hacia la que poder desviar a la policía de Londres.

Por si acaso, se dijo. Porque las dudas empezaban a intensificar sus inquietos murmullos en el interior de su cráneo, y debía hacer algo para aplacarlas. Debía emprender una iniciativa que estuviera dentro de sus atribuciones, exigida por las circunstancias, y encaminada a tranquilizar su mente.

No había pensado en qué dirección apuntaría hasta que vio a Brendan Power y comprendió, con una intuición tan poderosa que sintió su certeza en el hueco del estómago, lo que podía haber ocurrido, lo que debía de haber ocurrido, y que Juliet se estaba culpando de una muerte que solo había provocado de una manera indirecta.

El había creído desde el primer momento que la muerte era accidental, porque no podía pensar en otra explicación y continuar mirándose al espejo cada mañana. Sin embargo, ahora comprendió lo equivocado e injusto que habría podido ser con Juliet en aquellos oscuros y aislados momentos, cuando él, como todos los habitantes del pueblo, se preguntó cómo, de entre todo el mundo, había cometido Juliet aquel error fatal. Ahora, comprendía cómo había podido ser manipulada para llegar a creer que había cometido una equivocación. Ahora, lo comprendía todo.

Aquella idea, y el creciente deseo de vengar el error cometido contra ella, le espolearon por el sendero, mientras Leo le precedía, dando alegres saltos. Se internaron por el robledal, a escasa distancia del pabellón donde vivían Polly Yarkin y su madre. Qué fácil era deslizarse desde el pabellón a Cotes Hall, comprendió Colin. Ni siquiera se necesitaba caminar por aquel desastre de pista para llegar.

El sendero le condujo bajo los árboles, por dos puentes peatonales cuya madera pudría poco a poco la humedad de cada invierno, y sobre un esponjoso lecho de hierbas descompuestas cubiertas por una delicada capa de escarcha. Finalizaba donde los árboles daban paso al jardín trasero de la casa, y cuando Colin llegó a aquel punto, vio que Leo saltaba entre los montones de abono y tierra en barbecho para arañar la base de la puerta. Colin movió la linterna de un lado a otro y tomó nota de los detalles: a su izquierda, el invernadero, apartado de la casa, sin candado en la puerta; al otro lado, el cobertizo, cuatro paredes de madera y un tejado de papel alquitranado, donde ella guardaba las herramientas que utilizaba en el jardín y en sus incursiones al bosque para recoger plantas y raíces; la casa en sí, con la puerta verde de la bodega, cuya pintura se desprendía en astillas, que conducía a la oscura cavidad de olor a marga donde Juliet guardaba sus raíces. Mantuvo enfocada la linterna sobre aquella puerta mientras cruzaba el jardín. Contempló el candado que aseguraba la puerta. Leo se acercó y golpeó con el morro el muslo de Colin. El perro pasó ante la puerta combada. Sus uñas arañaron la madera, y un gozne crujió en respuesta.

Colin lo alumbró. Estaba viejo y oxidado, suelto de la jamba de madera que estaba sujeta al plinto de piedra angulada que hacía las veces de base. Movió el gozne de un lado a otro, de arriba abajo. Bajó la mano hacia el gozne inferior. Estaba bien sujeto a la madera. Lo iluminó y examinó con atención, y se preguntó si las marcas que veía eran producto del roce contra los tornillos o algún tipo de abrasivo aplicado al metal para eliminar las manchas dejadas por un obrero descuidado cuando pintaba la madera.

Tendría que haberse fijado en todo aquello. No tendría que haber estado tan desesperado por escuchar «muerte por envenenamiento accidental» como para pasar por alto las señales indicadoras de que la muerte de Robin Sage había sido otra cosa. Si se hubiera opuesto a las frenéticas conclusiones de Juliet, si hubiera tenido la mente lúcida, si hubiera confiado en su lealtad, habría podido ahorrarle el estigma de la sospecha, las consiguientes habladurías y la creencia errónea de que había matado a un hombre.

Apagó la linterna y se encaminó a la puerta posterior. Llamó con los nudillos. Nadie contestó. Llamó por segunda vez, y luego probó el tirador. La puerta se abrió.

– Échate -dijo a Leo, que obedeció, y entró en la casa.

La cocina olía a pollo asado y pan recién salido del horno, a ajo salteado con aceite de oliva. El olor de la comida le recordó que no había tomado nada desde la noche anterior. Había perdido el apetito, además de la confianza en sí mismo, cuando el sargento Hawkins le había llamado por la mañana para avisarle de que New Scotland Yard iría a visitarle.

– ¿Juliet?

Abrió la luz de la cocina. Había una olla sobre los fogones, una ensalada sobre la encimera, dos platos dispuestos sobre la vieja mesa de fórmica, con su quemadura en forma de media luna. Dos vasos contenían líquido -uno de leche, el otro de agua-, pero nadie había cenado, y cuando tocó el vaso de leche, notó por la temperatura que ya llevaba servido un rato. Repitió su nombre y cruzó el pasillo en dirección a la sala de estar.

Juliet estaba junto a la ventana, a oscuras, como una sombra, de pie con los brazos cruzados bajo los pechos, y contemplaba la noche. Colin la llamó por el nombre. Ella respondió sin volverse.

– No ha vuelto a casa. He telefoneado a todo el mundo. Estuvo con Pam Rice. Después, con Josie. Y ahora… -Lanzó una breve y amarga carcajada-. Adivino adonde habrá ido, y lo que está haciendo. Nick Ware estuvo aquí anoche, Colin. Otra vez.

– ¿Quieres que vaya a buscarla?

– ¿Para qué? Ya ha tomado una decisión. Podemos traerla a rastras y encerrarla en su habitación, pero eso solo serviría para aplazar lo inevitable.

– ¿Qué quieres decir?

– Quiere quedarse embarazada.

Juliet apretó los dedos contra su frente, los subió hasta el cabello y tiró de él con fuerza, como para hacerse daño.

– No sabe nada de nada. Dios santo, ni yo tampoco. ¿Por qué pensé que sabría tratar a una niña?

Colin cruzó la sala, se quedó detrás de ella y apartó sus dedos del pelo.

– Eres buena con ella. Está pasando una fase.

– Una que yo he desencadenado.

– ¿Cómo?

– Contigo.

Colin notó un nudo en el estómago, un presagio del futuro en el que no quería pensar.

– Juliet -dijo, pero no tenía ni idea de cómo tranquilizarla. Además de los tejanos, vestía una camisa de trabajo vieja. Olía un poco a hierbas. Romero, pensó. No quería pensar en otra cosa. Apretó la mejilla contra su hombro y notó la suave tela contra su piel.

– Si su madre puede tener amante, ¿por qué ella no? -dijo Juliet-. Te dejé entrar en mi vida, y ahora debo pagar.

– Lo superará. Dale tiempo.

– ¿Mientras mantiene relaciones sexuales a diario con un chico de quince años? -Se apartó de él. Colin notó la corriente de aire gélida en sustitución de la presión de su cuerpo-. No hay tiempo, y aunque lo hubiera, lo que está haciendo, lo que intenta, se complica por el hecho de que quiere un padre, y si no puedo materializarlo en un abrir y cerrar de ojos, ese padre será Nick.

– Deja que yo sea su padre.

– Esa no es la cuestión. Quiere un padre auténtico, no a un sustituto encandilado, diez años demasiado joven, hechizado por una especie de amor idiota, convencido de que matrimonio e hijos son la respuesta a todo, que… -Se interrumpió-. Oh, Dios. Lo siento.

Colin trató de disimular sus sentimientos.

– Es una descripción bastante exacta. Ambos lo sabemos.

– No. He sido cruel. No ha vuelto a casa. He telefoneado a todas partes. Estaba nerviosa y… -Enlazó las manos y las apretó contra la barbilla. A la escasa luz procedente de la cocina, parecía una niña-. Colin, tú no puedes comprender cómo es ella… o cómo soy yo. El hecho de que me quieras no cambia eso.

– ¿Y tú?

– ¿Qué?

– ¿No me quieres?

Juliet cerró los ojos.

– ¿Quererte? Menuda broma para con los dos. Claro que te quiero, y mira los problemas que me está causando con Maggie.

– Maggie no puede dirigir tu vida.

– Maggie es mi vida. ¿No lo entiendes? No es algo que tenga relación con nosotros, Colin. No tiene relación con nuestro futuro, porque no tenemos futuro, pero Maggie sí. No permitiré que la destruya.

Colin solo oyó parte de sus palabras.

– No tenemos futuro -repitió, para asegurarse de que había comprendido.

– Lo has sabido desde el primer momento, pero no has querido admitirlo.

– ¿Por qué?

– Porque el amor nos ciega al mundo real. Nos hace sentir tan completos, tan integrados en la pareja, que no podemos ver su capacidad de destrucción.

– No me refería a por qué no he querido admitirlo, sino a por qué no tenemos futuro.

– Porque, aunque yo no fuera demasiado vieja, aunque quisiera darte hijos, aunque Maggie pudiera soportar la idea de nuestro matrimonio…

– No lo sabes.

– Deja que acabe, por favor. Por una vez. Escúchame. -Esperó un momento, tal vez para controlarse. Extendió las manos enlazadas hacia él, como si le tendiera información-. Maté a un hombre, Colin. Ya no puedo quedarme en Winslough. No permitiré que abandones el lugar que amas.

– La policía de Londres ha llegado ya -fue la respuesta de Colin.

Juliet dejó caer las manos a los costados. Su rostro cambió, como si se hubiera puesto una máscara. El percibió la distancia que creaba entre ellos. Juliet era invulnerable e inalcanzable, segura en su armadura. Cuando habló, lo hizo con voz serena.

– De Londres. ¿Qué quieren?

– Averiguar quién mató a Robin Sage.

– Pero ¿quién…? ¿Cómo…?

– Da igual quién les telefoneara, o por qué. Lo único importante es que están aquí. Buscan la verdad.

Juliet levantó unos milímetros la barbilla.

– Entonces, se lo diré. Esta vez, sí.

– No te presentes como culpable. No es necesario.

– Aquella vez dije lo que tú quisiste que dijera. No volveré a hacerlo.

– No me escuchas, Juliet. La autoinmolación no es necesaria. No eres más culpable que yo.

– Yo… maté… a… ese… hombre.

– Le diste chirivía silvestre.

– Lo que yo suponía que era chirivía silvestre. Que yo misma arranqué.

– No lo sabes con certeza.

– Claro que lo sé con certeza. Cada día la arranco.

– ¿Toda?

– ¿Toda? ¿Qué quieres decir?

– Juliet, ¿cogiste chirivía de la bodega aquella noche? ¿Fue la que cocinaste?

Juliet retrocedió un paso, como si deseara distanciarse de lo que implicaban sus palabras. Se hundió más en las sombras.

– Sí.

– ¿No entiendes a qué me refiero?

– No significa nada. Solo quedaban dos raíces cuando inspeccioné el sótano aquella mañana. Por eso fui a buscar más. Yo…

Colin oyó que tragaba saliva cuando comprendió. Se acercó a ella.

– Ya lo entiendes, ¿verdad?

– Colin…

– Te has echado la culpa sin motivo.

– No, no es verdad. No lo hice. No puedes creer eso. No debes.

Colin acarició con el pulgar su mejilla, recorrió con los dedos la curva de su mentón. Dios, era como una infusión de vida.

– No lo entiendes, ¿verdad? Es la bondad que hay en ti. Ni siquiera quieres comprenderlo.

– ¿Qué?

– No era para Robin Sage. Juliet, ¿cómo puedes ser responsable de la muerte del vicario, si tú eras quien debía morir?

La mujer abrió los ojos de par en par. Intentó hablar. Colin enmudeció sus palabras, y el miedo agazapado tras ellas, con un beso.

Apenas habían salido del comedor, en dirección al salón de los huéspedes, cuando el anciano les abordó en el pub. Dedicó a Deborah una mirada superficial que tomó nota de todo, desde el cabello -siempre en alguna fase intermedia entre desordenado al azar y absolutamente desgreñado- hasta las manchas provocadas por la edad en sus zapatos de gamuza gris. Después, desvió su atención hacia St. James y Lynley, a los que inspeccionó con la atención que se suele dedicar al cálculo de la posible maldad de un individuo.

– ¿Scotland Yard? -preguntó.

El tono era perentorio. Consiguió sugerir que solo una respuesta directa y obsequiosa serviría. Al mismo tiempo, implicaba: «Conozco a los de su clase», «Retroceda dos pasos» y «Peínese como un hombre». Era una voz propia de señor feudal, la misma que Lynley había intentado disimular durante años, lo cual garantizaba que le ponía los pelos de punta escucharla. Y así sucedió.

– Voy a tomar un coñac -dijo St. James en voz baja-. ¿Y tú, Deborah? ¿Tommy?

– Sí, gracias.

Lynley dejó que su mirada siguiera a St. James y Deborah hacia la barra.

Daba la impresión de que el pub estaba ocupado por sus clientes habituales, ninguno de los cuales aparentaba prestar mucha atención al anciano que se erguía ante Lynley, a la espera de una respuesta. Al mismo tiempo, todo el mundo parecía estar pendiente de él. El esfuerzo por ignorar su presencia era demasiado estudiado, y los ojos se desviaban hacia él con la misma rapidez que se apartaban.

Lynley le examinó. Era alto y delgado, de cabello gris ralo y tez clara, rubicunda en las mejillas por la exposición a la intemperie. Sin embargo, debía ser producto de la caza y la pesca, porque nada en aquel hombre sugería que el tiempo pasado expuesto a los elementos fuera otra cosa que una entrega al ocio. Las prendas de tweed eran de calidad, le habían hecho la manicura en las manos y proyectaba seguridad. A juzgar por la expresión de desagrado que lanzó en dirección a Ben Wragg, quien estaba dando palmadas sobre la barra y reía de un chiste que acababa de contar a St. James, estaba claro que ir a Crofters Inn constituía para él una especie de descenso a los infiernos.

– Escuche -dijo el hombre-, le he hecho una pregunta. Quiero una respuesta. ¿Está claro? ¿Cuál de ustedes es del Yard?

Lynley aceptó el coñac que St. James le tendió.

– Yo -respondió-. Inspector detective Thomas Lynley. Algo me dice que usted es Townley-Young.

Se detestó en cuanto lo dijo. El hombre carecía de pistas para deducir algo sobre él o sus antecedentes a partir del simple examen de sus ropas, porque no se había tomado la molestia de vestirse para cenar. Llevaba un jersey de color vino tinto sobre la camisa a rayas, pantalón gris de lana y zapatos que todavía conservaban una delgada línea de barro a lo largo de la costura. Por lo tanto, hasta que Lynley habló, hasta que tomó la decisión de emplear la Voz, cuyas inflexiones gritaban escuela privada, sangre azul, heredero de una serie de títulos engorrosos e inútiles, Townley-Young no supo a quién dirigía sus preguntas. De hecho, aún lo ignoraba. Nadie susurró «octavo conde de Asherton» en su oído. Nadie recitó la lista de las posesiones que le correspondían por fortuna, clase y cuna: la casa de Londres, la propiedad de Cornualles, el escaño en la Cámara de los Lores, si deseaba ocuparlo, cosa a la que se negaba en rotundo.

Lynley aprovechó el silencio desconcertado de Townley-Young para presentar a St. James. Después, bebió un poco de coñac y observó al anciano por encima del borde de la copa.

El hombre estaba imprimiendo un leve cambio a su actitud. Las fosas nasales se dilataron y la espalda perdió un poco de rigidez. Era evidente que deseaba formular media docena de preguntas absolutamente verboten, dada la situación, y trataba de aparentar que, desde el primer momento, había sabido que Lynley pertenecía a un estrato social superior incluso al suyo.

– ¿Puedo hablar con usted en privado? -dijo-. Quiero decir, fuera del pub -se apresuró a añadir, y dedicó una mirada a St. James-. Espero que sus amigos se nos unan.

Realizó la petición con dignidad considerable. Tal vez le había sorprendido descubrir que más de una clase de individuo podía sentirse cómodo bajo el título de inspector detective, pero tampoco estaba dispuesto a comportarse como un Uriah Heep [6] cualquiera en un esfuerzo por mitigar el desdén con que había hablado al principio.

Lynley cabeceó en dirección a la puerta del salón de los huéspedes, al otro lado del pub. Townley-Young les precedió. El salón estaba más helado que el comedor, si ello era posible, y carecía de las estufas eléctricas distribuidas estratégicamente para mitigar el frío.

Deborah encendió una lámpara, enderezó su pantalla y repitió la operación con otra. St. James quitó un periódico desdoblado de una butaca, lo tiró sobre el aparador donde Crofters Inn guardaba el material de lectura -ejemplares atrasados de Country Life en su mayoría, cuyo aspecto insinuaba que se harían pedazos en caso de ser abiertos con precipitación- y se sentó en una butaca. Deborah escogió como asiento una otomana cercana.

Lynley observó que Townley-Young dedicaba un vistazo a la pierna tullida de St. James, una rápida mirada de curiosidad que luego exploró la sala, en busca de un lugar donde acomodarse. Eligió el sofá sobre el cual colgaba una deleznable reproducción de Los comedores de patatas.

– He venido para solicitar su ayuda -empezó Townley-Young-. Me enteré durante la cena de que usted había aparecido en el pueblo. Esa clase de noticias se propagan como el rayo en Winslough. Decidí acercarme y comprobarlo por mí mismo. Supongo que no habrá venido de vacaciones.

– No exactamente.

– ¿Es por el caso Sage?

El ser camaradas de clase no constituía una invitación a la divulgación de secretos profesionales, en opinión de Lynley, de manera que contestó con otra pregunta.

– ¿Tiene algo que decirme sobre la muerte del señor Sage?

Townley-Young pellizcó el nudo de su corbata verde.

– No directamente.

– ¿Entonces?

– A su manera, era un buen tipo, supongo. No estábamos de acuerdo en lo concerniente al ceremonial.

– ¿Iglesia no ritualista frente a iglesia ritualista?

– Exacto.

– Pero no será ese el móvil del crimen, imagino -continuó preguntando Lynley.

– ¿El móvil…? -La mano de Townley-Young abandonó la corbata. Habló en tono gélido-. No he venido a confesar, inspector, si se refería a eso. Sage no me gustaba mucho, ni tampoco la austeridad de sus oficios. Ni flores, ni cirios, a palo seco. Yo no estaba acostumbrado a eso, pero no era un mal vicario, y los feligreses le consideraban un hombre bondadoso.

Lynley cogió el coñac y dejó que la copa balón se calentara en la palma de su mano.

– ¿Usted formaba parte del comité que le entrevistó?

– Sí. Me opuse.

Las mejillas rubicundas de Townley-Young adquirieron un tono aún más intenso. Que el señor feudal no hubiera impuesto su voluntad en el seno de un comité del que debía ser el miembro más importante, revelaba bien a las claras qué lugar ocupaba en el corazón de los lugareños.

– Me atrevería a decir que no sintió mucho su fallecimiento.

– No era un amigo, si va por ahí. Aunque la amistad hubiera sido posible entre nosotros, solo llevaba dos meses en el pueblo cuando murió. Me doy cuenta de que dos meses equivalen a dos décadas en ciertos ambientes de nuestra sociedad actual, pero la verdad, no soy de la generación que tutea a sus miembros a los pocos momentos de conocerlos, inspector.

Lynley sonrió. Como su padre había muerto catorce años antes y su madre era muy propensa a saltarse las barreras tradicionales, olvidaba en ocasiones que las generaciones anteriores solían considerar el tuteo una demostración de intimidad. Siempre le pillaba desprevenido y le divertía toparse con aquella característica en su trabajo. La importancia de los nombres, pensó.

– Ha indicado que quería decirme algo relacionado de forma indirecta con la muerte del señor Sage -recordó Lynley a Townley-Young, quien parecía animado a extenderse sobre el tema del tuteo.

– Visitó los terrenos de Cotes Hall varias veces antes de su muerte.

– Temo que no le comprendo.

– He venido a hablarle sobre la mansión.

– ¿La mansión?

Lynley miró a St. James. Este levantó la mano apenas, en un gesto que podía traducirse como «a mí que me registren».

– Me gustaría que investigara lo que está ocurriendo allí. Se están cometiendo toda clase de tropelías. Hace cuatro meses que intento remozarla, y un grupo de gamberros me lo impide. Pintura derramada, un rollo de papel pintado estropeado, grifos abiertos, pintadas en las puertas.

– ¿Cree que el señor Sage estaba implicado? Parece impropio de un clérigo.

– Creo que alguien enemistado conmigo está implicado. Creo que usted, un policía, llegará al fondo del asunto y se ocupará de solucionarlo.

– Ah.

La imperiosa afirmación final encrespó a Lynley. Sus posiciones relativas en una sociedad clasista habían sido barridas por la exigente necesidad del hombre de resolver a toda prisa sus problemas personales. Se preguntó cuánta gente de la vecindad estaba enemistada con Townley-Young.

– El policía del pueblo es quien debe encargarse de esos problemas.

Townley-Young resopló.

– Se ha encargado del problema desde el primer momento -contestó Townley-Young con sarcasmo-. Ha investigado después de cada incidente. Y después de cada incidente, ha salido con las manos vacías.

– ¿No ha pensado en contratar a un guardia jurado hasta que terminen las obras?

– Pago mis jodidos impuestos, inspector. ¿De qué me sirve, si no puedo reclamar la colaboración de la policía cuando la necesito?

– ¿Y su vigilante?

– ¿La Spence? En una ocasión, ahuyentó a un grupo de gamberros, y con mucha eficacia, si quiere saber mi opinión, a pesar del escándalo que se armó, pero quienquiera que esté en el fondo de la actual racha de tropelías, las lleva a cabo con mucha más finura. Ni señales de haber forzado la entrada, ni rastro de ningún tipo, salvo los daños.

– Alguien provisto de llaves, diría yo. ¿Quién las tiene?

– Yo, la señora Spence, el policía, mi hija y su marido.

– ¿Alguno de ustedes desea que la casa no llegue a terminarse? ¿Quién vivirá en ella?

– Becky… Mi hija y su marido. Serán padres en junio.

– ¿La señora Spence les conoce? -preguntó St. James. Había estado escuchando, con la barbilla apoyada en la palma de la mano.

– ¿Si conoce a Becky y Brendan? ¿Por qué?

– Tal vez prefiera que no se trasladen. Tal vez el policía esté de acuerdo. Tal vez estén utilizando la casa. Nos han dicho que sostienen relaciones.

Lynley pensó que las preguntas apuntaban en una dirección muy interesante, si bien no era exactamente la que pretendía St. James.

– ¿Alguien ha pasado la noche allí en alguna ocasión? -preguntó.

– La casa está cerrada y las ventanas aseguradas con tablas.

– Es fácil quitar una tabla si alguien quiere entrar.

– Y si una pareja estuviera utilizando la casa para sus citas -añadió St. James, continuando con su línea de pensamiento-, no se tomaría su pérdida a la ligera.

– Me da igual quién la utiliza y para qué. Solo quiero que acabe de una vez. Y si Scotland Yard es incapaz…

– ¿Qué clase de escándalo? -preguntó Lynley.

Townley-Young le miró sin comprender.

– ¿Qué demonios…?

– Ha dicho que la señora Spence provocó un escándalo cuando ahuyentó a alguien de la propiedad. ¿Qué clase de escándalo?

– Disparó con una escopeta. Los padres de las bestezuelas pusieron el grito en el cielo. -Resopló de nuevo-. Esos padres del pueblo dejan que sus chicos hagan toda clase de perrerías, y cuando alguien intenta administrarles un poco de disciplina, parece que el Armagedón haya empezado.

– Una escopeta es una disciplina bastante extremada -comentó St. James.

– Disparada contra niños -añadió Deborah.

– No eran exactamente niños, y aunque lo fueran…

– ¿La señora Spence utiliza una escopeta para cumplir con su deber de vigilante de Cotes Hall con su permiso, o tal vez siguiendo sus consejos? -preguntó Lynley.

Townley-Young entornó los ojos.

– No me gustan sus esfuerzos por buscar tres pies al gato. He venido a solicitar su ayuda, inspector, y si me la niega, me iré.

Hizo ademán de levantarse.

Lynley alzó la mano un momento para detenerle.

– ¿Desde cuándo trabaja la Spence para usted? -preguntó.

– Más de dos años. Casi tres.

– ¿Y sus antecedentes?

– ¿A qué se refiere?

– ¿Qué sabe de ella? ¿Por qué la contrató?

– Porque ella quería paz y tranquilidad, y yo quería alguien que quisiera paz y tranquilidad. La mansión está aislada. No quería contratar a un vigilante que cada noche se sintiera impulsado a mezclarse con el resto del pueblo. No habría servido a mis intereses, ¿verdad?

– ¿De dónde vino?

– De Cumbria.

– ¿De qué parte?

– Las afueras de Wigton.

– ¿Dónde?

Townley-Young se inclinó hacia delante como impulsado por un resorte.

– Escuche, Lynley, vamos a aclarar las cosas. He venido para requerir sus servicios, no lo contrario. No quiero que me hable como si fuera un sospechoso, y me da igual quién sea usted o de dónde venga. ¿Entendido?

Lynley dejó la copa sobre la mesa de abedul contigua a su butaca. Contempló con atención a Townley-Young. El hombre había apretado los labios hasta formar una línea apenas perceptible, y su mandíbula sobresalía con belicosidad. Si la sargento Havers les hubiera acompañado, habría bostezado ruidosamente en aquel momento, señalado con el pulgar a Townley-Young, proferido un «Detenga a ese tío, por favor», y concluido con un poco cordial y muy aburrido «Responda a la pregunta antes de que le metamos en el trullo por obstrucción a una investigación policial». Era el método que siempre utilizaba Havers cuando deseaba obtener una información importante. Lynley se preguntó si aquella modalidad habría funcionado con alguien como Townley-Young. Al menos, le habría dispensado un momento de placer, al ver la reacción de Townley-Young cuando fuera interpelado de tal forma y con un acento como el de Havers. No estaba en posesión de la Voz ni por asomo, lo cual quedaba bien patente cuando se encontraba con alguien que sí.

Deborah se agitó inquieta en la otomana. Lynley vio por el rabillo del ojo que St. James apoyaba una mano en su hombro.

– He entendido por qué ha venido a verme -dijo Lynley finalmente.

– Estupendo. En ese caso…

– Y por una de esas desafortunadas jugarretas del destino, ha irrumpido en mitad de una investigación. Por supuesto, puede telefonear a su abogado si desea que esté presente cuando responda a la pregunta. ¿De dónde vino, exactamente, la señora Spence?

Había falseado la verdad solo en parte. Lynley dedicó un saludo mental a su sargento. Se vio capaz de sobrevivir a su propio engaño.

La cuestión era si Townley-Young también podría. Entablaron una silenciosa lucha de voluntades, los ojos trabados en combate. Townley-Young parpadeó por fin.

– De Aspatria -contestó.

– ¿En Cumbria?

– Sí.

– ¿Cómo llegó a trabajar para usted?

– Puse un anuncio. Ella contestó. Acudió a la entrevista. Me gustó. Tiene sentido común, es independiente y muy capaz de tomar cualquier iniciativa necesaria para proteger mi propiedad.

– ¿Y el señor Sage?

– ¿Qué quiere saber?

– ¿De dónde era?

– De Cornualles. De Via Bradford -añadió, antes de que Lynley le presionara con otra pregunta-. Eso es todo cuanto recuerdo.

– Gracias.

Lynley se levantó.

Townley-Young le imitó.

– En cuanto a la mansión…

– Hablaré con la señora Spence -dijo Lynley-, pero sugiero que siga el rastro de las llaves y medite sobre quién querría impedir que su hija y su yerno se mudaran a la mansión.

Townley-Young vaciló en la puerta del salón, con la mano en el pomo. Daba la impresión de que lo estaba examinando, porque agachó la cabeza un momento y su frente se arrugó como si pensara.

– La boda -dijo.

– ¿Perdón?

– Sage murió la noche antes de la boda de mi hija. Él iba a celebrar la ceremonia. No supimos dónde encontrarle, y nos costó mucho localizar a otro vicario. -Levantó la vista-. Si alguien no quiere que Becky vaya a vivir a la mansión, quizá sea la misma persona que no quiso que se casara.

– ¿Por qué?

– Celos. Venganza. Deseo frustrado.

– ¿De qué?

Townley-Young miró de nuevo hacia la puerta, como si pudiera ver el pub a su través.

– De lo que ya posee -contestó.

Brendan encontró a Polly en el pub. Se acercó a la barra en busca de la ginebra y la angostura, saludó con la cabeza a los tres granjeros y los dos encargados del mantenimiento del embalse de Fork, y se encaminó a la mesa próxima a la chimenea, donde Polly restregaba con los pies la corteza de un pedazo de abedul. No esperó a que ella le invitara a sentarse. Esta noche, al menos, tenía una excusa.

La joven levantó la vista cuando Brendan dejó con decisión el vaso sobre la mesa y se acomodó sobre un taburete de tres patas. Los ojos de Polly se desviaron hacia la puerta del salón de los huéspedes.

– Bren, no debes sentarte aquí -dijo, sin apartar la vista de la puerta-. Será mejor que vuelvas a casa.

La joven no tenía buen aspecto. Si bien estaba sentada al lado del fuego, no se había quitado la chaqueta ni la bufanda, y cuando Brendan se desabotonó la chaqueta y acercó más el taburete, dio la impresión de que encogía el cuerpo en un gesto de protección.

– Hazme caso, Bren -insistió en voz baja.

Brendan paseó la vista alrededor del pub. Su conversación con Colin Shepherd, y sobre todo el último comentario que había dirigido al agente, le habían proporcionado una confianza que no experimentaba desde hacía meses. Se sentía invulnerable a las miradas, las murmuraciones, o a una confrontación directa.

– ¿Qué tenemos aquí, Polly? Obreros, granjeros, algunas amas de casa, la pandilla de adolescentes habitual. Me da igual lo que piensen. De todos modos, pensarán lo que les dé la gana, ¿no?

– No es solo por ellos, ¿vale? ¿No has visto su coche?

– ¿De quién?

– El del señor Townley-Young. Está aquí. -Movió la cabeza en dirección al salón de los huéspedes, sin mirarle-. Con ellos.

– ¿Quiénes?

– Los policías de Londres. De modo que lárgate antes de que salga y…

– ¿Y qué? ¿Qué?

Polly contestó con un encogimiento de hombros. Brendan leyó lo que pensaba de él en el movimiento y la expresión de su boca. Era lo mismo que pensaba Rebecca. Era lo que todos pensaban, todos los hombres del jodido pueblo. Le veían dominado por Townley-Young, dominado por todos. Como un caballo de tiro, de por vida.

Tomó un sorbo de su bebida, irritado. Se atragantó y tosió. Buscó el pañuelo en su bolsillo. La pipa, el tabaco y las cerillas cayeron al suelo.

– Mierda.

Los recogió. Tosió de nuevo. Vio que Polly paseaba la mirada por el pub, alisaba la bufanda e intentaba imponer cierta distancia, mediante el expediente de no hacer caso de sus apuros. Encontró el pañuelo y lo apretó contra la boca. Tomó un segundo sorbo de ginebra, esta vez más lento. Corrió sobre su lengua y resbaló por la garganta, como una estela de fuego, pero le proporcionó cierto calor.

– No tengo miedo de mi suegro -anunció-. A pesar de lo que todo el mundo piensa, soy muy capaz de plantarle cara. Soy capaz de muchas cosas más de lo que suponen estos patanes.

Pensó en añadir un «si supieran» que diera un aire de credibilidad a su afirmación, pero Polly Yarkin no era idiota. Preguntaría y sondearía, y él acabaría revelando lo que más deseaba ocultar.

– Tengo derecho a estar aquí -dijo-. Tengo derecho a sentarme donde me plazca. Tengo derecho a hablar con quien me da la gana.

– Actúas como un tonto.

– Además, he venido para hablar de un asunto serio.

Bebió más ginebra. Entró como la seda. Sopesó la posibilidad de acercarse a la barra en busca de un segundo vaso. Lo terminaría y tal vez tomaría un tercero, y propinaría una paliza a cualquiera que quisiera impedírselo.

Polly jugueteaba con una pila de posavasos, y se concentraba en ellos como si de aquella manera pudiera continuar haciendo caso omiso de su presencia. Brendan quería que le mirara. Deseaba que tocara su brazo. Ahora, era importante en su vida, y ella ni siquiera lo sabía, pero pronto se enteraría. Él se lo explicaría.

– Estuve en Cotes Hall -dijo.

Ella no contestó.

– Volví por el sendero peatonal.

La joven se removió en el taburete, como si fuera a marcharse. Alzó una mano y hundió los dedos en su nuca.

– Vi al agente Shepherd.

Los dedos se inmovilizaron. Dio la impresión de que sus párpados temblaban, como si quisiera mirarle, pero ni siquiera pudiera permitirse aquel contacto.

– ¿Y qué? -dijo.

– Será mejor que vigiles en qué te metes, ¿vale?

Contacto por fin. Le miró a los ojos, pero no leyó curiosidad en su rostro, ni la necesidad de obtener información o aclaraciones. Un lento y feo rubor ascendió poco a poco por su cuello y pintó senderos purpúreos sobre su piel.

Brendan estaba desconcertado. En teoría, ella debería preguntar qué significaba su frase, lo cual conduciría a una petición de consejo, que él estaba muy dispuesto a dar, lo cual conduciría a la gratitud de Polly. La gratitud la impulsaría a ofrecerle un lugar en su vida, lo cual tendría que conducirla al amor. Y si no fuera amor lo que ella terminara sintiendo, con el deseo bastaría. Para él sería suficiente.

Solo que su frase no había despertado la curiosidad necesaria para derribar las barreras que ella había alzado contra él en cuanto se conocieron. Parecía furiosa.

– No he hecho nada contra ella, ni contra nadie -siseó-. No sé nada de ella, ¿vale?

Brendan retrocedió. Polly se inclinó hacia delante.

– ¿De ella? -repitió, confuso.

– Nada, y si una charla con el agente Shepherd en el sendero te hace pensar que el señor Sage me dijo algo que pudiera utilizar para…

– Matarle -terminó Brendan.

– ¿Qué?

– El cree que eres la responsable de la muerte del vicario. Está buscando pruebas.

Polly volvió a sentarse sobre el taburete. Abrió y cerró la boca, volvió a abrirla.

– Pruebas -dijo.

– Sí, de modo que vigila en qué te metes. Y si te interroga, Polly, telefonéame enseguida. Tienes el número de mi despacho, ¿verdad? No hables con él a solas. No le veas a solas. ¿Lo has comprendido?

– Pruebas.

Lo dijo como si quisiera convencerse, como si intentara calibrar la palabra. La amenaza que encerraba no parecía impresionarla.

– Polly, contéstame. ¿Lo has comprendido? El agente está buscando pruebas para demostrar que eres responsable de la muerte del vicario. Se dirigía hacia Cotes Hall cuando le vi.

Ella le miró como si no le viera.

– Pero Col solo estaba enfadado -dijo-. No lo dijo en serio. Le presioné demasiado, lo hago a veces, y dijo algo que no quería decir. Yo lo supe, y él también.

En lo que a Brendan concernía, estaba hablando en chino. Se había ido por las nubes. Necesitaba que bajara a tierra y, sobre todo, de vuelta a él. Cogió su mano. Ella no la retiró, con la mirada todavía extraviada. Brendan enlazó los dedos con los suyos.

– Polly, has de escucharme.

– No, no es nada. No hablaba en serio.

– Me preguntó sobre unas llaves. Si yo te había dado un juego de llaves, si tú me las habías pedido.

Ella frunció el ceño, sin hablar.

– Yo no le contesté, Polly. Le dije que aquellas preguntas no conducían a ningún sitio. También le envié a tomar por el culo, de manera que si va a verte…

– No puede pensar eso. -Habló en voz tan baja que Brendan tuvo que inclinarse para oírla mejor-. El me conoce. Me conoce, Brendan.

Apretó la mano alrededor de la suya y la apoyó sobre su pecho. Brendan estaba sorprendido, complacido y más que ansioso por ayudarla.

– ¿Cómo puede pensar que yo…? Pese a… ¡Brendan! -Soltó su mano y retiró el taburete hacia el rincón-. Ahora, será peor.

Justo cuando Brendan iba a interrogarla para averiguar qué podía ser peor, si ella empezaba a aceptarle, una pesada mano cayó sobre su hombro.

Brendan levantó la vista y vio la cara de su suegro.

– Por todos los fuegos del infierno -dijo St. John Andrew Townley-Young-. Sal de aquí antes de que te haga pedazos, gusano miserable.

Lynley cerró la puerta de su habitación y se apoyó contra ella, con los ojos clavados en el teléfono contiguo a la cama. Encima, en la pared, los Wragg continuaban exhibiendo su relación amorosa con los impresionistas y postimpresionistas: el tierno Madame Monet e hija, de Monet, constituía un curioso acompañante del En el Moulin Rouge, de Toulouse-Lautrec, ambos montados y enmarcados con más entusiasmo que cuidado. El segundo cuadro colgaba en un ángulo sugerente de que todo Montmartre había sufrido un terremoto mientras el artista inmortalizaba su club nocturno más famoso. Lynley enderezó el Toulouse-Lautrec. Eliminó una telaraña que parecía colgar del cabello de madame Monet, pero ni la contemplación de las reproducciones, ni unos cuantos minutos de reflexión sobre su extravagante emparejamiento, fueron suficientes para impedir que cogiera el teléfono y marcara su número.

Sacó el reloj del bolsillo. Pasaban unos segundos de las nueve. Aún no se habría acostado. Ni siquiera podía utilizar la hora como excusa para no llamar.

Excepto la cobardía, que le asaltaba siempre en todo lo tocante a Helen. ¿De veras quiero amor, y si es así, cuándo lo quiero?, se preguntó con ironía. ¿No serían menos dificultosos y más convenientes una docena de amoríos que este? Suspiró. El amor era una monstruosidad; no era tan sencillo como el viejo uno-dos, uno-dos.

Desde el principio, el sexo no les había planteado problemas. El la había acompañado a casa en coche desde Cambridge, un viernes de noviembre. No se habían movido del piso de Helen hasta el domingo por la mañana. Ni siquiera habían comido hasta el sábado por la noche. Si cerraba los ojos, incluso ahora, seguía viendo su cara, el cabello que la enmarcaba, de un color no muy diferente al coñac que acababa de beber, sentirla moverse contra él, sentir el calor bajo las palmas de las manos mientras descendían desde sus pechos a la cintura, y luego hasta los muslos, oír su respiración contenida, que cambiaba por completo cuando alcanzaba el orgasmo y gritaba su nombre. Había posado los dedos entre sus pechos y sentido los latidos de su corazón. Ella rió, algo turbada por la facilidad con que todo ocurría entre ellos.

Ella era todo cuanto deseaba. Juntos, era lo que él deseaba. Sin embargo, la vida nunca adoptaba una definición permanente a partir de las horas que pasaban en la cama.

Porque se podía amar a una mujer, hacerle el amor, obtener de ella un placer equitativo y, con considerable destreza y obstinación, evitar que el núcleo de su ser más íntimo fuera afectado. Puesto que, cuando las últimas barreras saltaban, nadie volvió a ser el mismo. Ambos lo sabían, porque los dos habían cruzado todas las barreras concebibles en anteriores ocasiones con otras personas.

¿Cómo aprendemos a confiar?, se preguntó. ¿Cómo reunimos el valor suficiente para exponer el corazón una segunda o tercera vez, con el riesgo de que se parta de nuevo? Helen no quería hacerlo, y no la culpaba. No siempre estaba seguro de que era capaz de arrostrar aquel peligro.

Pensó con desazón en su comportamiento de aquel día. Aprovechó la primera oportunidad para salir pitando de Londres. Conocía sus motivos lo bastante bien para admitir que, en parte, se había aferrado a la perspectiva de alejarse de Helen, que al mismo tiempo le brindaba la oportunidad de castigarla. Sus dudas y temores le exasperaban, quizá porque reflejaban los suyos.

Se sentó en el borde de la cama, agotado, y escuchó el continuo goteo del agua que caía del grifo de la bañera. Como todos los ruidos nocturnos, se imponía como nunca lo lograría de día, y comprendió que si no hacía algo por frenarlo, se revolvería en la cama y forcejearía con la almohada en cuanto apagara la luz e intentara dormir. Decidió que, probablemente, necesitaba un filtro, si los grifos de bañera tenían filtros como los de los lavabos. Ben Wragg podría proporcionarle uno, sin duda. Bastaba con levantar el teléfono y pedir. ¿Cuánto se tardaría en reparar el grifo? ¿Cinco minutos, cuatro? Entretanto, podría meditar, aprovechar el rato para mantener las manos ocupadas en un trabajo grotesco, mientras su mente quedaba en libertad para tomar una decisión respecto a Helen. Al fin y al cabo, no podía telefonearla sin saber cuál era su objetivo. Cinco minutos le impedirían llegar a una conclusión precipitada y correr el riesgo de exponerse, aparte de exponer a Helen, mucho más sensible que él, a… Hizo una pausa en el coloquio mental que sostenía con él mismo. ¿A qué? ¿A qué? ¿Al amor? ¿Al compromiso? ¿A la sinceridad? ¿A la verdad? Solo Dios sabía cómo sobrevivirían al desafío.

Dedicó una burlona carcajada a su capacidad de autoengaño y extendió la mano hacia el teléfono, justo cuando empezaba a sonar.

– Denton me dijo dónde podía localizarte -fue lo primero que ella dijo.

– Helen -fue lo primero que él dijo-. Hola, querida. Estaba a punto de llamarte.

Comprendió al instante que ella tal vez no le creería, y que no podía culparla en ese caso.

– Me alegro -contestó Helen.

Y después, forcejearon con el silencio. Se puso a imaginar dónde podría estar: en su dormitorio del piso de Onslow Square, en la cama, con las piernas dobladas bajo el cuerpo y el cubrecama marfil y amarillo que contrastaba con su cabello y ojos. Imaginó cómo sostendría el teléfono, con las dos manos, acunándolo, como para protegerlo, protegerse ella, o a la conversación que estaban sosteniendo. Adivinó las joyas que llevaría, los pendientes que ya se habría quitado y colocado sobre la mesa de nogal contigua a la cama, y un delgado brazalete de oro que todavía rodearía su muñeca, una cadena a juego en el cuello que sus dedos acariciarían como un talismán cuando abandonaran un momento el teléfono para dirigirse hacia su garganta. Y en el hueco de la garganta, su perfume, a medio camino entre flores y cítricos.

Ambos hablaron a la vez.

– No debí…

– Me he sentido…

… y después estallaron en las carcajadas nerviosas que apuntalan las conversaciones entre amantes temerosos de perder lo que acaban de encontrar. Por eso, en aquel mismo instante, Lynley desechó todos los planes que acababa de pensar antes de que ella telefoneara.

– Te quiero, cariño -dijo-. Lamento todo esto.

– ¿Huiste?

– Esta vez, sí. En cierto modo.

– No puedo enfadarme por eso, ¿verdad? Lo he hecho muy a menudo.

Otro silencio. Llevaría una blusa de seda, pantalones de lana, o una falda. La chaqueta habría quedado olvidada al pie de la cama. Sus zapatos estarían cerca, en el suelo. La luz estaría encendida, y arrojaría su resplandor triangular invertido sobre las flores y franjas del papel pintado, al tiempo que acariciaría su piel a través de la pantalla.

– Pero nunca has huido para herirme -dijo Lynley.

– ¿Por eso te has ido? ¿Para herirme?

– En cierto modo, y ya sé que me repito. No me siento orgulloso.

Cogió el cable del teléfono y lo retorció entre sus dedos, deseoso de palpar algo sustancial, puesto que se encontraba a más de trescientos kilómetros al norte y no podía tocarla.

– Helen, acerca de esa maldita corbata…

– Esa no era la cuestión, y ya lo sabías en aquel momento. No quise admitirlo. Fue una simple excusa.

– ¿Por?

– Miedo.

– ¿De qué?

– De seguir adelante, supongo. De amarte más de lo que te amo ahora. De darte excesiva importancia en mi vida.

– Helen…

– Podría perderme fácilmente en mi amor por ti. El problema es que no sé si quiero.

– ¿Cómo puede ser malo eso? ¿Cómo puede ser un error?

– Ni una cosa ni otra, pero a la larga, el amor provoca dolor. Es necesario. Lo único que no se sabe es cuándo. Es lo que he intentado averiguar: si deseo ese dolor y en qué proporción. A veces… -Vaciló. Lynley imaginó sus dedos apoyados sobre la clavícula, un gesto de protección, antes de proseguir-. Es lo más cercano al dolor que jamás había experimentado. ¿No es una locura? Lo temo. Supongo que tengo miedo de ti.

– Has de confiar en mí, Helen, en algún momento, si queremos continuar.

– Lo sé.

– No te causaré dolor.

– A propósito, no. Lo sé muy bien.

– ¿Entonces?

– ¿Y si te pierdo, Tommy?

– No ocurrirá. ¿Cómo? ¿Por qué?

– De mil maneras diferentes.

– Por culpa de mi trabajo.

– Por culpa de tu modo de ser.

Experimentó la sensación de perderlo todo, en especial a ella.

– Volvemos a la corbata -dijo.

– ¿Otras mujeres? Sí, en parte, pero me refiero más al día a día, al oficio de vivir, a la forma en que la gente se erosiona mutuamente poco a poco. Eso, no lo quiero. No quiero despertarme una mañana y descubrir que he dejado de quererte hace cinco años. No quiero levantar la vista del plato una noche, ver que me estás mirando y leer en tu cara lo mismo.

– Ese es el peligro, Helen. Todo se reduce a un acto de fe, aunque solo Dios sabe qué nos espera si ni siquiera conseguimos marcharnos juntos a Corfú una semana.

– Lo lamento. Y también por mí. Esta mañana, me sentía atrapada.

– Bien, ya estás libre.

– Pero no quiero estarlo. Libre de eso. Libre de ti. No lo quiero, Tommy.

Suspiró. Lynley quiso creer que se trataba de un sollozo, solo que Helen solo había sollozado una vez en su vida, que él supiera -cuando era una muchacha de veintiún años y su mundo había quedado reducido a trizas por un coche que él mismo conducía-, y abrigaba serias dudas de que empezara a sollozar de nuevo por él.

– Ojalá estuvieras aquí -dijo Helen.

– Lo mismo pienso yo.

– ¿Volverás mañana?

– No puedo. ¿Denton no te lo dijo? Estoy metido en un caso, más o menos.

– Entonces, no querrás que me reúna contigo, no sea que te estorbe.

– No me estorbarías, pero no funcionaría.

– ¿Funcionará algo, algún día?

Esa era la cuestión. La auténtica cuestión. Bajó la vista hacia el suelo, el barro de sus zapatos, la alfombra floreada, sus dibujos.

– No lo sé -contestó-. Y eso es lo jodido. Puedo pedirte que te arriesgues a saltar al vacío, pero no puedo garantizar lo que encontraremos en el fondo.

– Nadie puede.

– Nadie que sea sincero. Punto final. No podemos predecir el futuro. Solo nos resta utilizar el presente para guiarnos con esperanza en su dirección.

– ¿Te lo crees, Tommy?

– Con todo mi corazón.

– Te quiero.

– Lo sé. Por eso lo creo.

12

Maggie tuvo suerte. Nick salió del pub solo. Así lo esperaba, puesto que había visto su bicicleta apoyada contra las puertas blancas que daban acceso al aparcamiento de Crofters Inn. No costaba reconocerla, una extraña bicicleta de chica de grandes neumáticos hinchados, el tesoro en otro tiempo de su hermana mayor, pero que Nick se había apropiado desde su matrimonio, indiferente al aspecto extravagante que exhibía cuando pedaleaba por el pueblo hacia Skelshaw Farm, con la vieja chaqueta de aviador aleteando alrededor de su cintura y el radiocasete colgado de un manillar. Por lo general, algo de Depeche Mode surgía de los altavoces. A Nick le gustaban mucho.

Manipuló la radio cuando salió del pub, con toda la atención concentrada en encontrar una emisora que pudiera sintonizar con mínima estática y máximo volumen. Se oyeron fragmentos de Simple Minds, UB40, una antigua pieza de Fairground Attraction, como gente interrumpida en mitad de una conversación, antes de que localizara algo a su gusto. Consistía en su mayor parte de notas agudas y chirriantes emitidas por una guitarra eléctrica. Oyó que Nick decía «Clapton. Puta madre», mientras colgaba la radio del manillar. Se detuvo para atarse el zapato izquierdo, y Maggie aprovechó la ocasión para salir del umbral en sombras del salón de té Pentagram y cruzar la calle.

Se había quedado en la guarida de Josie después de que su amiga se marchara para disponer las mesas del restaurante y trabajar de camarera. Tenía la intención de ir a casa, cuando la cena ya se hubiera enfriado y su persistente ausencia solo pudiera atribuirse a asesinato, rapto o rebelión manifiesta. Dos horas después de la cena serían ideales. Mamá se lo merecía. Pese a lo sucedido entre ellas la noche anterior, su madre le había plantado delante aquella mañana otra taza de aquel horripilante té.

– Bebe esto, Margaret -dijo-. Ahora, antes de que te vayas.

Habló con una dureza inusual, pero al menos se ahorró la cantinela de que era bueno para sus huesos pese al mal sabor, rebosante de vitaminas y minerales necesarios para una mujer cuyo cuerpo se está desarrollando. La mentira había desaparecido, pero no así la determinación de mamá.

Ni la de Maggie.

– No lo beberé. No puedes obligarme. Lo hiciste antes, pero no me obligarás a beberlo de nuevo.

Su voz sonó estridente, incluso a sus propios oídos, como un ratón agarrado por la cola. Mamá acercó la taza a sus labios y la agarró por el pescuezo.

– Vas a beber esto, Maggie. No te moverás de aquí hasta que lo hayas terminado.

Maggie lanzó los brazos al aire, derramando la taza y el líquido, caliente y humeante, sobre el pecho de mamá.

El jersey de lana quedó empapado como un desierto en junio y transformado en una segunda piel hirviente. Mamá lanzó un grito y corrió hacia el fregadero. Maggie la miró horrorizada.

– Mamá, no quise…

– Lárgate de aquí. Fuera -dijo mamá con voz ahogada. Como Maggie no se movió, se precipitó hacia la mesa y apartó su silla de un manotazo-. Ya me has oído. Fuera.

No era la voz de mamá. No era la voz de nadie que conociera. No era mamá la mujer inclinada sobre el fregadero, con el grifo abierto, que recogía agua con las manos y la tiraba sobre el jersey de lana, con los dientes apretados sobre el labio inferior. Emitía ruidos extraños, como si no pudiera respirar. Por fin, cuando terminó y el jersey quedó más empapado que antes, se lo quitó. Su cuerpo temblaba.

– Mamá -dijo Maggie, con la misma voz de ratón.

– Lárgate. Ni siquiera te conozco -fue la respuesta.

Salió tambaleante a la mañana gris y estuvo sentada en un rincón del autobús hasta que llegó al colegio. Poco a poco, a lo largo del día, había asumido la magnitud de su pérdida. Se recuperó. Desarrolló una frágil concha para protegerse de la situación. Si mamá quería que se fuera, se iría. Y seguro que eso no le costaría nada.

Nick la quería. ¿No lo había dicho miles de veces? ¿No lo repetía cada día, siempre que podía? No necesitaba a mamá. Era tonto pensar que alguna vez lo había hecho. Mamá tampoco la necesitaba. Cuando se fuera, mamá podría continuar su agradable vida privada con el señor Shepherd, que era lo que más deseaba. De hecho, tal vez por eso intentaba que Maggie bebiera aquel té. Tal vez…

Maggie se estremeció. No. Mamá era buena. Lo era. Lo era.

Eran las siete y media cuando Maggie abandonó la guarida junto al río. Serían las ocho cuando volviera a casa. Entraría, majestuosa y en silencio. Subiría a su habitación y cerraría la puerta. No volvería a dirigir la palabra a mamá. ¿Para qué?

Entonces, vio la bicicleta de Nick y cambió de idea, cruzó la calle en dirección al salón de té, con su portal protegido del viento. Le esperaría allí.

No había pensado que la espera sería tan larga. De alguna manera, había creído que Nick intuiría su presencia y dejaría a sus amigos para salir a buscarla. No podía entrar en el pub, por si mamá telefoneaba y preguntaba por ella, pero le daba igual esperar. Nick no tardaría en salir.

Apareció casi dos horas después. Cuando ella se materializó a su lado y le rodeó la cintura con un brazo, pegó un bote y lanzó una especie de maullido. Giró en redondo. El movimiento y el viento arrojaron el pelo sobre su cara. Con un rápido movimiento lo echó hacia atrás y la vio.

– ¡Mag!

Sonrió. La guitarra de la radio emitió unas notas agudas y salvajes.

– Te estaba esperando allí.

El chico volvió la cabeza. El viento revolvió de nuevo su pelo.

– ¿Dónde?

– En el salón de té.

– ¿Fuera? Mag, ¿estás ida? ¿Con este tiempo? Apuesto a que te has quedado helada. ¿Por qué no entraste? -Desvió la vista hacia las ventanas iluminadas del hostal y asintió-. Por la policía. Es eso, ¿no?

Ella frunció el ceño.

– ¿La policía?

– New Scotland Yard. Llegaron a eso de las cinco, según dijo Ben Wragg. ¿No lo sabías? Estaba seguro de que sí.

– ¿Por qué?

– Tu mamá.

– ¿Mamá? ¿Qué…?

– Han venido a investigar la muerte del señor Sage. Oye, hemos de hablar.

Sus ojos siguieron la carretera de North Yorkshire en dirección al ejido, donde se alzaba un viejo cobertizo de piedra que albergaba retretes públicos, contiguo al aparcamiento. Prometía refugio del viento, cuando no del frío, pero Maggie tuvo una idea mejor.

– Ven conmigo -dijo, y después de que él cogiera la radio, cuyo volumen había bajado como si comprendiera la naturaleza clandestina de sus movimientos, le guió por las puertas del aparcamiento de Crofters Inn.

Caminaron entre los coches. Nick lanzó un silbido de admiración al ver el mismo Bentley plateado que llevaba aparcado varias horas, antes de que Josie y Maggie bajaran al río.

– ¿Adonde…?

– Un lugar especial -dijo Maggie-. Es de Josie. No le importará. ¿Tienes una cerilla? La necesitaremos para el quinqué.

Descendieron con cuidado por el sendero. Estaba resbaladizo a causa de la capa de hielo que se formaba por las noches. El río, que saltaba sobre los peñascos de piedra caliza, humedecía los juncos y malas hierbas de la orilla.

– Déjame -dijo Nick, y pasó primero, con la mano extendida hacia ella para que no perdiera el equilibrio. Cada vez que la muchacha resbalaba unos centímetros, decía-: Sujétate, Mag -y la cogía con más fuerza. La cuidaba, y solo pensar en ello caldeó el interior de Maggie.

– Ya estamos -anunció, cuando llegaron al depósito de hielo. Empujó la puerta. Giró sobre sus goznes con un chirrido y arañó el suelo, apartando la alfombra de ganchillo-. Este es el lugar secreto de Josie. No se lo cuentes a nadie, Nick.

El joven se agachó para entrar, mientras Maggie tanteaba en busca del barril y el quinqué.

– Necesitaré cerillas -dijo, y notó que él apretaba una caja en su mano. Encendió el quinqué, disminuyó su llama hasta la de una vela y se volvió.

Nick paseó la vista a su alrededor.

– Brutal -dijo sonriente.

Maggie cerró la puerta y, a imitación de Josie, espolvoreó el suelo y las paredes con agua de colonia.

– Hace más frío aquí que fuera -observó Nick. Se subió la cremallera de la chaqueta y se frotó los brazos.

– Ven.

Maggie se sentó en el catre y palmeó a su lado. Cuando Nick se dejó caer junto a ella, levantó el edredón sobre sus cabezas, como una capa.

Nick asomó un momento del edredón para sacar un paquete de Marlboro, sus cigarrillos favoritos. Maggie le devolvió las cerillas y él encendió dos cigarrillos a la vez. Le pasó uno, dio una profunda bocanada y contuvo el aliento. Maggie fingió hacer lo mismo.

Más que nada, le gustaba su proximidad. El roce de la chaqueta de cuero, la presión de la pierna contra la suya, el calor de su cuerpo y, cuando le dedicó una rápida mirada, la longitud de sus pestañas y la forma de sus ojos. «Ojos de dormitorio», había oído decir a una de las profesoras. «Apuesto a que ese tío dará algo que recordar a las chicas dentro de unos años.» Y otra había añadido: «No me importaría que también me lo diera a mí», y todas habían reído, hasta que se interrumpieron bruscamente al ver a Maggie. No es que supieran nada sobre lo de Maggie y Nick. Nadie lo sabía, excepto Josie y mamá. Y el señor Sage.

– Hubo una encuesta -razonó Maggie-. Dijeron que fue un accidente, ¿no? Cuando la encuesta dice que es un accidente, nadie puede decir lo contrario, ¿no es cierto? No pueden hacer otra. ¿Es que la policía no lo sabe?

Nick meneó la cabeza. El cigarrillo brilló. Dejó caer ceniza sobre la alfombra y la pisó con la punta del zapato.

– Eso ocurre en los juicios, Mag. No te pueden juzgar dos veces por el mismo crimen, a menos que aparezcan pruebas nuevas. Algo así, me parece, pero eso no importa porque, en primer lugar, no hubo juicio. Una encuesta no es un juicio.

– ¿Habrá uno ahora?

– Depende de lo que descubran.

– ¿Descubrir? ¿Dónde? ¿Buscan algo? ¿Irán a casa?

– Hablarán con tu mamá, seguro. Ya se han reunido esta noche con el señor Townley-Young. Apuesto a que fue él quien les telefoneó. -Nick lanzó una risita-. Tendrías que haber estado allí, Mag, cuando salió del salón. El pobre Brendan estaba tomando una ginebra con Polly Yarkin, y T-Y se puso blanco hasta los labios y tieso como un palo cuando les vio. Solo estaban bebiendo, pero T-Y sacó a Bren del pub en menos que canta un gallo. Sus ojos le disparaban rayos láser, como en una película.

– Pero mamá no hizo nada -dijo Maggie. Sentía una punzada de miedo en el pecho-. No fue a propósito. Ella lo dijo, el jurado estuvo de acuerdo.

– Claro, basándose en lo que oyeron, pero puede que alguien mintiera.

– ¡Mamá no mintió!

Nick se dio cuenta de sus temores.

– Tranquila, Mag, no hay por qué preocuparse, pero querrán hablar contigo.

– ¿Los policías?

– Exacto. Tú conocías al señor Sage. Erais algo así como amigos. Cuando la policía investiga, siempre habla con los amigos del muerto.

– Pero el señor Shepherd nunca habló conmigo, y el hombre de la encuesta tampoco. Yo no estaba en casa aquella noche. No sé qué pasó. No puedo decirles nada. Yo…

– Tranqui.

Dio una última calada al cigarrillo, lo aplastó contra la pared de piedra que tenían detrás, e hizo lo mismo con el de ella. Rodeó su cintura con el brazo. Al otro lado del depósito de hielo, la radio de Nick siseaba frenéticamente, con la emisora perdida.

– Tranqui, Maggie. No hay nada de qué preocuparse. No tiene nada que ver contigo. Tú no mataste al vicario, ¿verdad?

Lanzó una risita ante lo absurdo de aquel pensamiento.

Maggie no le coreó. En el fondo, era una cuestión de responsabilidad, ¿no? De responsabilidad con mayúsculas.

Recordó el enfado de mamá cuando se enteró de las visitas de Maggie a casa del señor Sage. Maggie se revolvió, enfadada:

– ¿Quién te lo ha dicho? ¿Quién me ha estado espiando?

Mamá no había contestado, aunque daba igual, porque Maggie sabía muy bien quién era.

– Escúchame, Maggie -dijo mamá-. Ten sentido común. No conoces a ese hombre. Es un hombre, no un muchacho. Tiene cuarenta y cinco años, como mínimo. ¿Te das cuenta? Aunque sea un vicario. En especial, porque es un vicario. ¿No comprendes el compromiso en que le pones?

– Pero él dijo que podía ir a tomar el té cuando quisiera -explicó Maggie-. Me dio un libro, y…

– Me da igual lo que te diera -cortó su madre-. No quiero que le veas, ni en su casa, ni sola, ni nada.

Maggie sintió que las lágrimas se agolpaban en sus ojos, y luego resbalaban por sus mejillas.

– Es mi amigo. Me lo ha dicho. No quieres que tenga amigos, ¿verdad?

Mamá agarró su brazo con una fuerza que significaba escucha-y-no-te-atrevas-a-discutir-conmigo-mocosa.

– Mantente alejada de él -dijo.

– ¿Por qué?

Mamá la soltó.

– Podría pasar cualquier cosa. Es corriente. Así es el mundo, y si no entiendes a qué me refiero, empieza a leer el periódico.

Aquellas palabras cerraron la discusión entre ellas, pero hubo otras.

– Hoy has estado con él. No mientas, Maggie, porque sé que es verdad. De momento, te quedarás castigada en casa.

– ¡Eso no es justo!

– ¿Qué quería?

– Nada.

– No me respondas así, o lo lamentarás más que haber desobedecido. ¿Está claro? ¿Qué quería?

– Nada.

– ¿Qué dijo? ¿Qué hizo?

– Solo hablamos. Comimos galletas Jaffa. Polly preparó té.

– ¿Estaba allí?

– Sí. Ella siempre…

– ¿En la habitación?

– No, pero…

– ¿De qué hablasteis?

– Un poco de todo.

– ¿Como qué?

– El colegio. Dios. -Mamá resopló. Maggie continuó-. Me preguntó si había ido alguna vez a Londres, si pensaba que me gustaría verlo. Dijo que a él le gustaba Londres. Dijo que ha ido muchas veces. Hasta fue a pasar dos días de vacaciones la semana pasada. Dijo que la gente que se aburre de Londres no debería estar viva, o algo por el estilo.

Mamá no contestó. Contempló sus manos, que no cesaban de rallar queso. Aferraba con tanta fuerza el bloque de cheddar que tenía los nudillos blancos, pero no tanto como su cara.

Maggie aprovechó la ventaja que le proporcionaba el silencio de mamá.

– Dijo que algún día podríamos ir a Londres de excursión con el grupo juvenil. Dijo que hay familias en Londres que nos alojarían, para ahorrarnos el hotel. Dijo que Londres es grandiosa, y podríamos ir a los museos, a la Torre, a Hyde Park, y almorzar en Harrod's. Dijo…

– Ve a tu habitación.

– ¡Mamá!

– Ya me has oído.

– Pero yo solo estaba…

La mano de mamá enmudeció sus palabras. Se movió como una exhalación y se estrelló contra su cara. Más sorprendida y sobresaltada que dolida, empezó a llorar. Experimentó una oleada de ira, y el deseo de herirla a su vez.

– Es amigo mío -gritó-. Es amigo mío y hablamos y tú no quieres que me aprecie. Nunca quieres que tenga amigos. Por eso siempre vamos de un sitio a otro, ¿verdad? Siempre sin parar, para que nadie me aprecie, así siempre estaré sola. Si papá…

– ¡Basta!

– ¡No quiero, no quiero! Si papá me encuentra, me iré con él. Ya lo verás. No podrás detenerme, hagas lo que hagas.

– Yo no confiaría en eso, Maggie.

Cuatro días después, el señor Sage murió. ¿Quién era el auténtico responsable? ¿Cuál era el delito?

– Mamá es buena -dijo en voz baja a Nick-. No quería que le ocurriera nada malo al vicario.

– Te creo, Mag, pero alguien no, por lo visto.

– ¿Qué pasaría si la juzgaran? ¿Y si va a la cárcel?

– Yo me ocuparé de ti.

– ¿De veras?

– Seguro.

Sonaba confiado y enérgico. Era confiado y enérgico. Era estupendo tenerle cerca. Rodeó su cintura con el brazo y apoyó la cabeza sobre su pecho.

– Me gustaría que siempre estuviéramos así -dijo ella.

– Entonces, así será.

– ¿De veras?

– De veras. Eres mi número uno, Mag. La única. No te preocupes por tu mamá.

Maggie deslizó la mano desde su rodilla hasta el muslo.

– Frío -dijo, y se apretujó más contra él-. ¿Tienes frío, Nick?

– Un poco, sí.

– Puedo calentarte.

Intuyó su sonrisa.

– Apuesto a que sí.

– ¿Quieres?

– No me negaré.

– Puedo. Y me gusta.

Lo hizo como él le había enseñado, y su mano realizó la lenta y sinuosa fricción. Notó que Aquello se empezaba a poner duro en respuesta.

– ¿Te sientes bien, Nick?

– Ummm.

Lo recorrió con el canto de la mano, desde la base a la punta. Después, sus dedos desandaron el camino lentamente. Nick emitió un suspiro entrecortado. Se agitó.

– ¿Qué?

Nick introdujo la mano en el bolsillo. Sus manos temblaban.

– Uno de los coleguis me dio esto -dijo-. No podemos seguir haciéndolo sin un Durex, Maggie. Es una tontería. Demasiado arriesgado.

Ella le besó la mejilla y el cuello. Hundió los dedos entre sus piernas, donde recordaba que era más sensible. Nick lanzó un gemido.

Se tendió sobre el catre.

– Esta vez, hemos de usar el Durex -dijo.

Ella le bajó la cremallera de los tejanos, le bajó los pantalones. Se quitó las mallas, se acostó a su lado y levantó la falda.

– Mag, hemos de usar…

– Aún no, Nick. Dentro de un minuto. ¿Vale?

Pasó una pierna por encima de la suya. Empezó a besarle. Empezó a acariciar acariciar acariciar Aquello sin utilizar en ningún momento las manos.

– ¿Te gusta? -susurró.

Nick tenía la cabeza echada hacia atrás, y los ojos cerrados. Su respuesta fue un gemido.

Descubrió que un minuto era más que suficiente.

St. James estaba sentado en la única butaca del dormitorio. Aparte de la cama, era el mueble más cómodo que había encontrado en Crofters Inn. Se ciñó la bata para protegerse del persistente frío que se filtraba por el cristal de las dos claraboyas del dormitorio y se acomodó.

Tras la puerta cerrada del cuarto de baño, oyó que Deborah chapoteaba en la bañera. Solía tararear o cantar mientras se bañaba, y por algún motivo siempre escogía temas de Cole Porter o de los hermanos Gershwin, interpretándolos con un entusiasmo digno de una Edith Piaf desconocida y el talento de un buhonero. No habría podido coger el tono de una canción ni aunque el coro del King's College la ayudara. Aquella noche, sin embargo, se bañaba en silencio.

Por lo general, St. James habría agradecido cualquier intermedio prolongado entre Anything Goes y Summertime, sobre todo si trataba de leer en el dormitorio mientras ella rendía tributo a los viejos musicales norteamericanos en el baño contiguo, pero aquella noche habría preferido escuchar sus alegres desatinos antes que su silencioso baño, y enfrentarse al dilema de interrumpirla o no.

Aparte de una breve escaramuza después del té, habían declarado y mantenido una tregua no verbalizada tras regresar por la mañana de su prolongada excursión por los páramos. Había resultado bastante fácil, teniendo en cuenta la muerte del señor Sage y la llegada prevista para más tarde de Lynley. Sin embargo, ahora que Lynley estaba con ellos, y la maquinaria de la investigación aceitada y dispuesta, St. James descubría que sus pensamientos volvían a centrarse en la fragilidad de su matrimonio y en su contribución a la situación.

Mientras Deborah era toda pasión, él era todo razón. Le gustaba creer que esta diferencia básica en sus formas de ser constituía la base de hielo y fuego sobre la que descansaba su matrimonio, pero se habían adentrado en un terreno en que su capacidad de razonamiento no solo no era una ventaja, sino la chispa que encendía la negativa de Deborah a abordar el conflicto de otra forma que no fuera con obstinación. Las palabras «sobre ese asunto de la adopción, Deborah» bastaban para que alzara todas sus defensas contra él. Pasaba de la ira a las acusaciones, y después a las lágrimas, a una velocidad tan mareante que él no sabía cómo hacerle frente. Por eso, cuando las discusiones concluían con la salida brusca de Deborah de la habitación, la casa, o como aquella mañana, del hotel, su reacción más frecuente era exhalar un suspiro de alivio, en lugar de preguntarse qué podía hacer para abordar el problema desde otro ángulo. Lo intenté, pensaba, cuando la realidad era que no se había esforzado demasiado.

Se masajeó los músculos tensos de la base del cuello. Siempre eran el primer indicador de la tensión que se negaba a reconocer. Se removió en la butaca. La bata se abrió en parte con el movimiento. El aire frío trepó por la pierna derecha sana y desvió su atención hacia la izquierda, en la cual, como siempre, no sentía nada. La observó con desinterés, una actividad en la que se había enfrascado muy pocas veces durante los últimos años, pero que había repetido día tras día, de una manera obsesiva, en los años previos a su matrimonio.

El objetivo siempre era el mismo: inspeccionar el grado de atrofia de los músculos, con la intención de detener la desintegración que solía ser, a la larga, la secuela de la parálisis. Al cabo del tiempo, y gracias a meses de dolorosa rehabilitación, había recuperado el uso del brazo izquierdo, pero la pierna se había resistido a todos sus esfuerzos, al igual que un soldado incapaz de curar sus heridas psíquicas de guerra, como si fueran la prueba de que había entrado en combate.

– Muchos aspectos del funcionamiento del cerebro constituyen todavía un misterio -habían dicho los médicos, como somera explicación de por qué recuperaría el uso del brazo, pero no de la pierna-. Cuando la cabeza sufre una lesión tan grave como la suya, hay que ser muy cauto a la hora de pronosticar una recuperación total.

Era su forma de iniciar la lista de quizás. Quizá recuperaría el uso completo con el tiempo. Quizá un día caminaría sin muletas. Quizá despertaría una mañana y recuperaría la sensibilidad, flexionaría los músculos, movería los dedos de los pies y doblaría la rodilla. Pero al cabo de doce años, era improbable. Por lo tanto, se aferraba a lo que había quedado después de cuatro años de obstinado engaño: la apariencia de normalidad. Mientras lograra impedir que la atrofia acabara de destruir sus músculos, se consideraría satisfecho y desecharía el sueño.

Había detenido la desintegración con corrientes eléctricas. Jamás negaba que se había tratado de un acto de vanidad, y se decía que no era un pecado querer conservar el aspecto de un espécimen perfecto, aunque ya no lo fuera.

Aun así, odiaba su cojera, y pese al número de años que convivía con ella, en ocasiones le sudaban las palmas cuando era objeto de la curiosidad de un extraño. «Diferente», decía su mirada, «no es como nosotros». Y si bien era diferente de la manera limitada dictada por su lesión y no podía negarlo, en presencia de un extraño siempre se sentía disminuido, siquiera por un instante.

Abrigamos ciertas expectativas acerca de la gente, pensó, mientras examinaba la pierna. Serán capaces de andar, hablar, ver y oír. Si no es así, o si lo hacen de una manera que desafía nuestras ideas preconcebidas, les pegamos una etiqueta, huimos de su contacto, les obligamos a desear formar parte de un todo indistinto.

El agua de la bañera empezó a escurrirse, y echó un vistazo hacia la puerta. Se preguntó si la raíz de las dificultades que tenían su esposa y él residía en aquello. Ella aspiraba a la normalidad. Él creía desde hacía mucho tiempo que la normalidad poseía escaso valor intrínseco.

Se puso en pie y escuchó sus movimientos. El ruido del agua le dijo que Deborah se había levantado. Saldría de la bañera, cogería una toalla y la envolvería alrededor de su cuerpo. Llamó a la puerta y abrió.

Deborah estaba limpiando el espejo de vaho, y zarcillos de pelo pegados a su cuello escapaban del turbante que había confeccionado con una segunda toalla. Le daba la espalda, y desde donde él estaba, la vio perlada de gotitas, al igual que sus piernas, largas y esbeltas, suavizadas por el aceite de baño que llenaba la habitación con el olor a lirios.

Deborah le miró por el espejo y sonrió con expresión cariñosa.

– Supongo que todo ha terminado entre nosotros.

– ¿Por qué?

– No viniste a bañarte conmigo.

– No me invitaste.

– Te envié invitaciones mentales durante toda la cena. ¿No las captaste?

– Así que era tu pie el que me acariciaba por debajo de la mesa, ¿eh? Bien pensado, no parecía el de Tommy.

Deborah rió y destapó la loción. St. James miró mientras se la aplicaba a la cara. Los músculos se movieron bajo sus dedos, y llevó a cabo un ejercicio de identificación: trapezius, levator scapulae, splenius cervicis. Era una forma de disciplinar su mente para que tomara la dirección que deseaba. La perspectiva de aplazar la conversación con Deborah hasta otra ocasión siempre se fortalecía cuando la veía recién salida del baño.

– Lamento haber traído los papeles de adopción -dijo-. Hicimos un trato y no cumplí mi parte. Esperaba convencerte de que habláramos del problema mientras estuviéramos aquí. Achácalo a mi ego machista y perdóname si puedes.

– Perdonado, pero el problema no existe.

Tapó la loción y empezó a secarse con más energía de la necesaria. Al ver su reacción, St. James notó que la palma de la cautela se apretaba contra su pecho. No dijo nada hasta que ella se puso la bata y liberó el cabello de la toalla. Se dobló por la cintura, utilizó sus dedos a modo de peine para desenredar el cabello, y él volvió a hablar. Eligió sus palabras con todo cuidado.

– Es una cuestión de semántica. ¿De qué otro modo podemos llamar a lo que ha ocurrido entre nosotros? ¿Desacuerdo? ¿Disputa? No me parecen palabras muy apropiadas.

– Bien sabe Dios que no podemos aplicarle etiquetas científicas.

– Eso no es justo.

– ¿No?

Deborah se irguió y rebuscó entre sus cosméticos hasta encontrar la cajita de las píldoras. Sacó una de su envase de plástico, se la enseñó aferrada entre el índice y el pulgar, y la introdujo en la boca. Giró el grifo con tal energía que el agua rebotó en el fondo del lavabo y ascendió como espuma.

– Deborah.

Ella no le hizo caso. Engulló la píldora.

– Ya está. Puedes tranquilizarte. He eliminado el problema.

– Tomar o no la píldora es tu decisión, no la mía. Podría imponerme. Podría obligarte. Prefiero no hacerlo. Solo quiero que comprendas mis preocupaciones.

– ¿Sobre?

– Tu salud.

– Lo dejaste muy claro hace dos meses. He hecho lo que querías, y he tomado las píldoras. No me quedaré embarazada. ¿Aún no estás satisfecho?

Su piel empezó a motearse, el primer indicio de que se sentía acorralada. Sus movimientos adquirieron cierta torpeza. St. James no deseaba despertar su pánico, pero al mismo tiempo quería dejar las cosas claras. Sabía que estaba demostrando tanta obstinación como ella, pero siguió presionando.

– Hablas como si no desearas lo mismo.

– Y así es. ¿Pretendes que finja lo contrario?

Entró en el dormitorio, se acercó a la estufa eléctrica y llevó a cabo un ajuste que exigió demasiado tiempo y concentración. Él la siguió y, para mantener la distancia, se sentó en la butaca, a un metro prudente de su mujer.

– Es una familia -dijo-. Hijos. Dos, quizá tres. ¿No es ese el objetivo? ¿No era lo que deseábamos?

– Nuestros hijos, Simon, no los dos que Servicios Sociales condesciendan a darnos, sino dos nuestros. Eso es lo que quiero.

– ¿Por qué?

Deborah levantó la vista. Adoptó una postura más rígida y él comprendió que se había precipitado con una pregunta que no había pensado formular antes. En todas sus discusiones, había estado demasiado concentrado en razonar sus opiniones para interrogarse acerca de la tozuda determinación de Deborah de tener un hijo al precio que fuera.

– ¿Por qué? -repitió, y se inclinó hacia ella, con los codos apoyados sobre las rodillas-. ¿No puedes hablarlo conmigo?

Deborah contempló la estufa y giró ferozmente uno de los mandos.

– No seas paternalista. Sabes que no puedo soportarlo.

– No soy paternalista.

– Sí. Lo psicoanalizas todo. Sondeas y remueves. ¿Por qué no puedes sentir lo que yo siento y querer lo que yo quiero, sin necesidad de examinarme bajo tus malditos microscopios?

– Deborah…

– Quiero tener un hijo. ¿Es un delito?

– No estoy insinuando eso.

– ¿Me convierte eso en una loca?

– Claro que no.

– ¿Soy patética porque quiero tener un hijo nuestro? ¿Porque quiero que sea como si echáramos raíces? ¿Porque quiero saber que nosotros lo creamos, tú y yo? ¿Porque quiero que salga de mis entrañas? ¿Por qué se tiene que considerar un delito?

– No lo es.

– Quiero ser una madre de verdad. Quiero vivir la experiencia. Quiero un hijo.

– No debería ser un acto de egoísmo, y si para ti lo es, creo que has equivocado el concepto de paternidad.

Deborah volvió la cabeza, con la cara inflamada.

– Eso que has dicho es horrible. Espero que hayas disfrutado.

– Oh, Dios, Deborah. -Extendió la mano hacia ella, pero no pudo salvar la distancia que les separaba-. No quería herirte.

– Lo has disimulado muy bien.

– Lo siento.

– Sí. Bien, ya está dicho.

– No. Todo no. -Buscó las palabras con cierto grado de desesperación, procurando no herirla más y hacerle entender-. Me parece que si ser padre es algo más que engendrar un hijo, puedes vivir esa experiencia con cualquier niño, ya sea que lo pongas bajo tu protección, lo adoptes o lo tengas. Siempre que desees, en el fondo, ser madre, no simplemente engendrar. ¿Es así?

Ella no contestó, pero tampoco apartó la vista. St. James consideró que podía continuar.

– Creo que mucha gente se mete en ello sin pararse a pensar en lo que se les exigirá en el curso de la vida de sus hijos. Creo que se meten en ello sin pensar nada en absoluto. Sin embargo, criar a un niño hasta la madurez exige un precio especial a la persona. Has de desear toda la experiencia, no solo el acto de engendrar un hijo, porque de lo contrario te sentirás incompleta.

No fue necesario añadir el resto: que él había pasado por la experiencia de interpretar el papel de padre, sobre la cual se sustentaban sus palabras, que había sido un padre para ella. Deborah conocía al detalle la historia que compartían. Once años mayor que ella, la había convertido en una de sus principales responsabilidades desde que tuvo dieciocho años. Lo que ella era, se debía en gran parte a la influencia de St. James en su vida. El hecho de que hubiera sido como un segundo padre para ella era una bendición en su matrimonio, pero una maldición todavía mayor.

St. James hacía hincapié en la bendición, con la esperanza de que Deborah pudiera abrirse camino entre el miedo, la ira o cualquier cosa que les impidiera reconciliarse. Se apoyaba en su pasado compartido para ayudarles a encontrar un camino hacia el futuro.

– Deborah, no has de demostrar nada a nadie, ni al mundo, ni a mí, desde luego. A mí, nunca. Si la cuestión es demostrar algo, olvídalo, por el amor de Dios, antes de que te destruya.

– No se trata de demostrar.

– Entonces, ¿qué?

– Es que… siempre me había imaginado cómo sería. -Su labio inferior tembló, y apretó las yemas de los dedos contra él-. Crecería en mi interior todos esos meses. Notaría las pataditas y tú apoyarías la mano sobre mi estómago. Tú también las sentirías. Hablaríamos de nombres y tendríamos preparado su cuarto. Y cuando yo diera a luz, tú estarías conmigo. Sería como si los dos hubiéramos forjado algo eterno, porque habríamos creado juntos a esa… a esa personita. Era lo que yo deseaba.

– Eso es una ficción, Deborah. El vínculo no consiste en eso. La materia de la vida es el vínculo. Lo que existe entre nosotros ahora es el vínculo. Y lo nuestro es eterno. -Extendió la mano de nuevo. Esta vez, ella la cogió, aunque sin moverse de donde estaba, manteniendo aquel prudente metro de distancia-. Vuelve a mí. Sube y baja corriendo la escalera con tu mochila y tus cámaras. Llena la casa con tus fotografías. Pon la música demasiado fuerte. Tira tus ropas al suelo. Habla conmigo, discute y siente curiosidad por todo. Siéntete viva hasta las puntas de los dedos. Quiero recuperarte.

Deborah estalló en lágrimas.

– He olvidado la manera.

– No lo creo. Todo está en tu interior, pero de alguna manera, por algún motivo, la idea de un hijo ha ocupado su lugar. ¿Por qué, Deborah?

Ella bajó la cabeza y la sacudió. Aflojó los dedos. Ambos dejaron caer los brazos a los costados. St. James comprendió que, pese a sus intenciones y todas sus palabras, su mujer estaba ocultando algo.


  1. <a l:href="#_ftnref3">[3]</a> En 1975 seis irlandeses fueron condenados por una matanza (21 muertos) en el ayuntamiento de Birmingham. En 1987 se reabrió el caso ante la evidencia de irregularidades en la investigación. (N. del E.)

  2. <a l:href="#_ftnref4">[4]</a> El más cercano al 11 de noviembre, cuando se recuerda a los caídos en las dos guerras mundiales. (N. del T.)

  3. <a l:href="#_ftnref5">[5]</a> Campo de batalla donde Ricardo III fue derrotado y asesinado por Enrique VII, primer monarca de la casa Tudor, en 1485. (N. del T.)

  4. <a l:href="#_ftnref6">[6]</a> El hipócrita y malvado funcionario de David Copperfield, de Dickens. (N. de! T.)