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En el mejor estilo Victoriano, Cotes Hall era un edificio que parecía consistir únicamente en veletas, chimeneas y tímpanos desde los cuales reflejaban los miradores el cielo ceniciento de la mañana. Estaba construida de piedra caliza, y la combinación de descuido y exposición a los elementos había provocado que el exterior estuviera cubierto de líquenes; franjas verdegrisáceas descendían del tejado en una configuración que recordaba un abanico aluvial vertical. Las malas hierbas se habían apoderado de los terrenos que rodeaban la mansión, y pese a que proporcionaba una vista impresionante del bosque y las colinas hacia el oeste y el este, el desolado paisaje invernal, combinado con el estado general de la propiedad, lograba que la idea de vivir en aquel lugar resultara más repelente que atractiva.
Lynley impulsó con suavidad el Bentley por encima del último surco y entró en el patio, a cuyo alrededor se cernía la mansión como la casa Usher. Meditó un momento sobre la aparición de St. John Townley-Young en Crofters Inn la noche anterior. Al salir, había descubierto a su yerno tomando una copa con una mujer que no era su esposa, y a juzgar por la reacción de Townley-Young, dio la impresión de que no era la primera transgresión del joven. En aquel momento, Lynley pensó que, sin querer, habían topado con el móvil de las gamberradas ocurridas en la mansión, y también con el culpable. Una mujer que fuera el tercer vértice de un triángulo amoroso tal vez tomaría medidas extremas para alterar la tranquilidad y el matrimonio de un hombre que deseaba para sí. Sin embargo, mientras sus ojos tomaban nota de las veletas herrumbradas, los enormes boquetes de las cañerías que canalizaban el agua de lluvia, las matas de malas hierbas y las manchas de humedad en la base del edificio, Lynley se vio obligado a admitir que había llegado a una conclusión burda y machista. El, que ni siquiera era uno de los afectados, se estremeció ante la idea de tener que vivir en Cotes Hall. Pese a la renovación del interior, serían necesarios años de trabajo para embellecer la fachada de la mansión, así como los jardines y el parque. No podía culpar a nadie, felizmente casado o no, que intentara evitarlo por todos los medios.
Aparcó el coche entre un camión que tenía la parte posterior abierta, llena de tablones de madera, y una furgoneta con la inscripción «Crackwell e Hijos, Fontaneros» impresa con letras anaranjadas en un costado. En el interior de la casa se oían los ruidos mezclados de martillos, sierras, maldiciones y la Marcha de los toreros a medio volumen. Como siguiendo el compás de la música, un hombre de edad avanzada cubierto con un mono manchado de herrumbre salió tambaleante por una puerta posterior, con una alfombra arrollada en precario equilibrio sobre el hombro. Daba la impresión de estar mojada. La dejó caer a lo largo del costado del camión, y saludó con un movimiento de cabeza a Lynley.
– ¿Puedo ayudarle en algo, amigo? -dijo, y encendió un cigarrillo mientras esperaba la respuesta.
– La casa de la vigilante -contestó Lynley-. Estoy buscando a la señora Spence.
El hombre levantó su barbilla erizada en dirección a un cobertizo para guardar carruajes que se veía al otro lado del patio. Un pequeño edificio, una reproducción en miniatura de la mansión, se alzaba junto a él. Al contrario que Cotes Hall, su exterior de piedra caliza estaba limpio y había cortinas en las ventanas. Alrededor de la puerta principal, alguien había plantado lirios de invierno. Las flores componían una alegre pantalla amarilla y púrpura en comparación con las paredes grises.
La puerta estaba cerrada. Cuando Lynley llamó con los nudillos y nadie contestó, el hombre le llamó.
– Pruebe en el jardín. En el invernadero.
Volvió a entrar en la mansión.
El jardín era una parcela de tierra situada detrás de la casa, separada del patio por un muro en el que se había practicado una puerta verde. Se abrió con facilidad pese a la herrumbre de los goznes, y dio paso a lo que eran, con toda claridad, los dominios de Juliet Spence. La tierra estaba arada y despojada de malas hierbas. El aire olía a abono. En un macizo de flores que seguía el lado de la casa, se entrecruzaban ramitas sobre una cubierta de paja que protegía de la escarcha a las coronas de las flores perennes. Era evidente que la señora Spence se disponía a plantar algo al fondo del jardín, porque estacas hincadas en la tierra delimitaban un amplio pedazo de tierra destinado a albergar verduras, y estacas de pino se alzaban en ambos extremos de lo que serían hileras de plantas al cabo de unos seis meses.
Al otro lado de las futuras hileras estaba el invernadero. La puerta parecía cerrada. Los cristales eran opacos. Detrás, Lynley distinguió la forma de una mujer que se movía, con los brazos extendidos para cuidar alguna planta que colgaba a la altura de su cabeza. Lynley cruzó el jardín. Sus botas altas se hundieron en el suelo húmedo de un sendero que iba desde la casa al invernadero, y después se internaba en el bosque.
La puerta no estaba cerrada con candado. Un ligero empujón bastó para que se abriera en silencio. Al parecer, la señora Spence ni siquiera fue consciente de la corriente de aire frío que se filtraba, porque prosiguió con su trabajo, proporcionando la oportunidad a Lynley de observar unos instantes.
Las plantas colgantes eran fucsias. Crecían en cestas de alambre, llenas de una especie de musgo. Las habían podado en vistas al invierno, pero sin despojarlas de todas las hojas. La señora Spence las estaba rociando con un producto maloliente. Daba la vuelta a cada cesta para empapar por completo la planta, antes de empezar con la siguiente.
– Tomad, bastardos -decía, mientras movía el rociador.
Entre sus plantas, parecía de lo más inofensiva. Cierto que su elección de protección para la cabeza era bastante peculiar, pero no se podía juzgar y condenar a una mujer por llevar un pañuelo rojo desteñido alrededor de la frente. A lo sumo, su aspecto recordaba al de una india navajo, y conseguía mantener su pelo alejado de la cara, manchada de tierra, cuya situación empeoraba cuando se pasaba el dorso de la mano -protegida por un mitón deshilachado sin dedos- por la mejilla. Era de edad madura, pero se concentraba en su actividad como una jovencita. Al observarla, Lynley consideró difícil tacharla de asesina.
Su vacilación le puso nervioso. Le obligaba a considerar no solo los datos que ya obraban en su poder, sino los que empezaban a desvelarse mientras permanecía de pie en el umbral. El invernadero era un batiburrillo de plantas. Crecían en macetas de plástico y barro dispuestas sobre una mesa central. Llenaban los estantes que corrían a lo largo de los lados del invernadero. Había de todas las formas y tamaños, aparecían en todos los tipos imaginables de recipientes, y mientras las examinaba, se preguntó qué parte de la investigación llevada a cabo por Colin Shepherd se había desarrollado en aquel lugar.
Juliet Spence se volvió cuando terminó de rociar la última cesta de fucsias. Se sobresaltó cuando le vio. Su mano derecha subió instintivamente hacia el cuello de su jersey negro, un típico gesto defensivo femenino, pero la izquierda siguió aferrando el rociador. Tuvo la presencia de ánimo suficiente para no soltarlo, por si lo necesitaba para hacerle frente.
– ¿Qué quiere?
– Lo siento -dijo Lynley-. He llamado a la puerta, pero no me oyó. Inspector detective Lynley, New Scotland Yard.
– Entiendo.
Lynley hizo ademán de sacar su tarjeta. Ella le detuvo con un ademán, revelando un agujero considerable en la axila del jersey, muy acorde con el desastroso estado de sus tejanos manchados de barro.
– No es necesario -explicó-. Le creo. Colin me avisó de que probablemente aparecería esta mañana. -Dejó el rociador sobre un estante, entre las plantas, y removió las hojas restantes de la fucsia más cercana. Lynley observó que estaban deterioradas de una manera anormal-. Cápsides -explicó-. Son insidiosos, como los tisanópforos. Por lo general, no se sabe que han atacado la planta hasta que los daños son evidentes.
– ¿No pasa siempre lo mismo?
Ella meneó la cabeza y aplicó otro chorro de insecticida a una planta.
– A veces, la plaga deja una tarjeta de visita. En otras, no se sabe que ha venido de visita hasta que es demasiado tarde para hacer otra cosa que matarla y confiar en no matar la planta al mismo tiempo. Bien, supongo que no debería hablar con usted de matar como si me gustara, aunque sea así.
– Tal vez es necesario matar a un ser cuando es el instrumento de la destrucción de otro.
– Eso mismo pienso yo. Nunca me ha gustado tener pulgones en mi jardín, inspector.
Lynley entró en el invernadero.
– Póngase ahí, por favor. -La mujer indicó una cubeta de plástico sembrada de un polvillo verde, justo al lado de la puerta-. Desinfectante -explicó-. Mata los microorganismos. Es absurdo transportar más visitantes indeseables en las suelas de los zapatos.
Lynley cerró la puerta y se metió en la cubeta, donde las pisadas de la mujer ya habían dejado su marca. Vio que los restos del desinfectante manchaban los lados y las costuras de sus botas de punta redonda.
– Pasa mucho tiempo aquí -observó.
– Me gusta plantar cosas.
– ¿Una afición?
– Cuidar plantas es muy relajante. Unos pocos minutos con las manos hundidas en la tierra, y el resto del mundo se desvanece. Es una forma de escape.
– ¿Necesita escapar?
– Todo el mundo lo necesita, en un momento u otro. ¿Acaso usted no?
– No puedo negarlo.
El suelo era de grava y tenía un sendero de ladrillo, algo elevado. Caminó por él, entre la mesa central y el estante, y se acercó a la señora Spence. Con la puerta cerrada, la temperatura del invernadero era varios grados más alta que la del exterior. El aire estaba impregnado del aroma a tierra de las macetas, emulsión de pez y el olor del insecticida que había aplicado.
– ¿Qué clase de plantas tiene aquí? -preguntó-. Aparte de las fucsias.
La mujer se apoyó contra el estante mientras hablaba, y señaló los ejemplares con una mano cuyas uñas estaban cortadas como las de un hombre e incrustadas de tierra. No daba la impresión de que le importara, ni siquiera de que se diera cuenta.
– Crío ciclámenes desde hace una eternidad. Son los de los tallos que parecen casi transparentes, en las macetas amarillas. Las demás son filodendros, hiedra de parra, amarilis. Tengo violetas africanas, helechos y palmeras, pero algo me dice que usted las reconoce bastante bien. Y estas -señaló un estante sobre el cual una luz bañaba cuatro amplias cubetas negras, donde brotaban diminutas plantas- son mis plantas de vivero.
– ¿Plantas de vivero?
– En invierno, inicio mi jardín aquí. Judías verdes, pepinos, guisantes, lechuga, tomate. Ahí hay zanahorias y cebollas. Intento vidalias, aunque todos los libros de jardinería que he leído me predicen un fracaso completo.
– ¿Qué hace con todo eso?
– Suelo ofrecer las plantas al puesto de Preston. Las verduras nos las comemos mi hija y yo.
– ¿También planta chirivías?
– No -dijo con los brazos cruzados-, pero ya hemos llegado al meollo de la cuestión, ¿no?
– Sí, en efecto. Lo lamento.
– No hace falta que se disculpe, inspector. Es su trabajo. Espero que no le importe si hablamos mientras trabajo.
No le dio muchas oportunidades de decidir. Cogió un pequeño extirpador de entre los utensilios que llenaban un cubo de hojalata, guardado bajo la mesa central. Empezó a moverse entre las macetas y removió la tierra con delicadeza.
– ¿Había comido ya chirivías silvestres de esta zona?
– Varias veces.
– Por lo tanto, las reconoce cuando las ve.
– Sí, por supuesto.
– Pero el mes pasado no fue así.
– Pensé que sí.
– Hábleme de ello.
– ¿La planta, la cena? ¿Qué?
– De ambas. ¿De dónde salió la cicuta?
Quitó un tallo suelto de uno de los filodendros más grandes y lo tiró en una bolsa de basura que había debajo de la mesa.
– Pensé que era chirivía silvestre -aclaró.
– De momento, aceptado. ¿De dónde salió?
– No lejos de la mansión. Hay un estanque en el terreno. Crece una profusión increíble de malas hierbas, ya se habrá fijado en el estado general, y descubrí una mata de chirivía silvestre. Lo que creí chirivía.
– ¿Había comido antes chirivía del estanque?
– Del terreno, pero no del estanque. Únicamente había visto las plantas.
– ¿Cómo era el rizoma?
– Como el de la chirivía, evidentemente.
– ¿Una sola raíz? ¿Un manojo?
La señora Spence se inclinó sobre un helecho muy verdoso, apartó las hojas, examinó la base y transportó la planta hasta el estante del lado opuesto. Siguió con su trabajo.
– Debió de ser una sola, pero no me acuerdo de su aspecto.
– Pero sabía cómo debía de ser.
– Una sola raíz. Sí, lo sé, inspector. Sería mucho más fácil para ambos que yo mintiera y afirmara que desenterré una sola raíz, pero la verdad es que aquel día yo iba con prisas. Bajé al sótano, descubrí que solo me quedaban dos chirivías pequeñas y corrí al estanque, donde pensaba que había visto más. Supongo que la raíz que cogí era única, pero no me acuerdo con exactitud. No puedo imaginarla colgando de mi mano.
– Qué raro, ¿no? Al fin y al cabo, es uno de los detalles más importantes.
– No puedo evitarlo, pero agradecería que alguien me creyera. En realidad, una mentira sería mucho más conveniente.
– ¿Y su indisposición?
La mujer dejó el extirpador y apretó el dorso de la muñeca contra el pañuelo rojo desteñido, que manchó de tierra.
– ¿Qué indisposición?
– El agente Shepherd dijo que había estado enferma aquella noche. Dijo que había ingerido un poco de cicuta. También afirmó que se había dejado caer por su casa aquella noche y que la encontró…
– Colin intenta protegerme. Tiene miedo. Está preocupado.
– ¿Ahora?
– Y también entonces.
Dejó el extirpador entre las demás herramientas y ajustó un cuadrante de lo que parecía ser el sistema de irrigación. El lento goteo del agua empezó un momento después, hacia su derecha. La mujer no apartó los ojos ni la mano del cuadrante cuando siguió hablando.
– El que Colin diga que se dejó caer por aquí es muy conveniente, también.
– Supongo que no hizo acto de aparición en ningún momento.
– Oh, sí. Estuvo aquí, pero no fue una coincidencia. No estaba de ronda. Eso es lo que dijo en la encuesta. Eso es lo que dijo a su padre y al sargento Hawkins. Lo que dijo a todo el mundo. Pero no es lo que sucedió.
– ¿Usted le encargó que viniera?
– Le telefoneé.
– Entiendo. La coartada.
Ella levantó la vista. Su expresión era resignada, antes que culpable o temerosa. Se tomó un momento para quitarse los mitones y embutirlos en las mangas de su jersey.
– Eso es exactamente lo que, según Colín, iba a pensar la gente: que le telefoneé para demostrar mi inocencia. «Ella también comió cicuta», habría dicho en la encuesta. «Yo estaba en la casa. Lo vi con mis propios ojos.»
– Eso dijo, según tengo entendido.
– Habría dicho el resto, si me hubiera salido con la mía, pero no pude convencerle de la necesidad de decir que le había telefoneado porque me había encontrado mal tres veces, tenía bastantes dolores y quería que estuviera a mi lado. Terminó poniéndose en peligro por deformar la verdad. Y eso no me gusta.
– En este momento, corre peligro desde varias direcciones distintas, señora Spence. La investigación está llena de irregularidades. Su deber era entregar el caso a un equipo del DIC de Clitheroe. Como no lo hizo, tendría que haber sido lo bastante prudente como para llevar a cabo los interrogatorios con un testigo oficial presente. Considerando su relación con usted, habría debido apartarse del caso por completo.
– Quiere protegerme.
– Tal vez, pero las apariencias son mucho peores.
– ¿Qué quiere decir?
– Da la impresión de que Shepherd está encubriendo su propio delito, sea cual fuera.
Ella se apartó con brusquedad de la mesa central, contra la cual estaba apoyada. Se alejó dos pasos de Lynley, avanzó de nuevo y se quitó el pañuelo.
– Escuche, por favor. Estos son los hechos. -Sus palabras fueron concisas-. Fui al estanque. Arranqué cicuta. Pensé que era chirivía. La cociné. La serví. El señor Sage murió. Colin Shepherd no participó en ésto.
– ¿Sabía que el señor Sage iría a cenar?
– He dicho que no participó en esto.
– ¿La interrogó alguna vez acerca de su relación con Sage?
– ¡Colin no ha hecho nada!
– ¿Existe un señor Spence?
La mujer apretó el pañuelo en el puño.
– Yo… No.
– ¿Y el padre de su hija?
– No es asunto suyo. Esto no tiene nada que ver con Maggie, en absoluto. Ni siquiera estaba allí.
– ¿Aquel día?
– A la hora de la cena. Estaba en el pueblo, pasando la noche en casa de los Wragg.
– ¿Estuvo antes, cuando usted fue a buscar la chirivía silvestre? ¿Mientras la cocinaba?
El rostro de la señora Spence se puso rígido.
– Escuche, inspector. Maggie no está implicada.
– Está esquivando la pregunta, lo cual sugiere que me oculta algo. ¿Algo sobre su hija?
La mujer se encaminó hacia la puerta del invernadero. El espacio era reducido. Su brazo rozó a Lynley cuando pasó, y le habría costado poco esfuerzo detenerla, pero no lo hizo. La siguió fuera. Ella habló antes de que Lynley pudiera lanzar otra pregunta.
– Bajé al sótano. Solo quedaban dos chirivías. Necesitaba más. Eso es todo.
– Guíeme, por favor.
La mujer cruzó el jardín hasta la casa, abrió la puerta de lo que parecía la cocina y sacó una llave del gancho que había nada más entrar. A menos de tres metros de distancia, soltó el candado del sótano y lo subió.
– Un momento -dijo Lynley.
Se agachó y lo subió él mismo. Al igual que la puerta del muro, se movía con bastante facilidad. Y como la puerta, se movía sin ruido. Asintió y bajó los peldaños.
No había electricidad en el sótano. La luz procedía de la puerta y de una única ventana situada al nivel del suelo. Era del tamaño de una caja de zapatos y estaba bloqueada en parte por la paja que cubría las plantas del exterior. El resultado era una cámara húmeda y oscura, de unos dos metros y medio cuadrados. Las paredes eran una mezcla sin terminar de piedra y tierra, al igual que el suelo, aunque alguien se había esforzado por aplanarlo.
La señora Spence señaló una de las cuatro estanterías sujetas con tornillos a la pared más alejada de la luz. Aparte de un montón de cestas, las estanterías era lo único que albergaba la habitación, salvo lo que sostenían. En la de arriba descansaban tres hileras de tarros de conservas, cuyas etiquetas no se podían descifrar a la escasa luz. En la del fondo, se alzaban cinco cubos de hojalata llenos, tres de los cuales contenían patatas, zanahorias y cebollas. Los otros dos no contenían nada.
– No ha repuesto sus provisiones -observó Lynley.
– No me apetece mucho volver a comer chirivía. Y menos silvestre.
Lynley tocó el borde de un cubo. Movió la mano hacia el estante que lo sostenía. No había señales de polvo o falta de uso.
– ¿Por qué tiene cerrada con llave la puerta del sótano? ¿Lo hace siempre?
Como ella no contestó al instante, Lynley se volvió para mirarla. Daba la espalda a la pálida luz de la mañana que entraba por la puerta, de modo que no pudo leer su expresión.
– ¿Señora Spence?
– La tengo cerrada desde octubre.
– ¿Por qué?
– No tiene nada que ver con esto.
– De todos modos, le agradecería que me contestara.
– Ya lo he hecho.
– Señora Spence, ¿nos detenemos a examinar los hechos? Un hombre muere a sus manos. Mantiene relaciones con el agente de policía que investigó la muerte. Si alguno de ustedes piensa…
– Está bien. Lo hago por Maggie, inspector. Quería eliminar un lugar donde pudiera acostarse con su novio. Ya ha utilizado la mansión. Puse fin a aquello. Intenté eliminar las demás posibilidades. Como el sótano me pareció una, lo cerré con llave. No es que haya importado demasiado, como descubrí después.
– ¿Guarda la llave colgada de un gancho en la cocina?
– Sí.
– ¿A plena vista?
– Sí.
– ¿Donde ella pueda cogerla?
– Donde yo pueda cogerla también. -Pasó una mano impaciente por su cabello-. Por favor, inspector. Usted no conoce a mi hija. Maggie intenta ser buena. Creyó que ya había sido bastante mala. Me dio su palabra de que no volvería a acostarse con Nick Ware, y yo dije que la ayudaría a cumplir su promesa. El candado bastó para que se mantuviera alejada.
– No estaba pensando en Maggie y el sexo -contestó Lynley. Vio que la mujer desviaba la vista hacia los estantes que había detrás de él. Adivinó qué estaba mirando, sobre todo porque no permitió que sus ojos se posaran sobre ello más de un solo instante-. Cuando sale, ¿cierra las puertas con llave?
– Sí.
– ¿Cuando está en el invernadero? ¿Cuándo va a inspeccionar la mansión? ¿Cuando se marcha a buscar chirivías silvestres?
– No, pero es que tardo poco en volver. Además, sabría si alguien estuviera al acecho.
– ¿Coge su bolso, las llaves del coche, las llaves de la casa, la llave del sótano?
– No.
– Por lo tanto, no cerró con llave cuando salió a buscar chirivías el día que el señor Sage murió.
– No, pero sé hacia dónde apunta y no le va a funcionar. La gente no puede entrar y salir de aquí sin que yo lo sepa. No sucede, así de sencillo. Es como un sexto sentido. Siempre que Maggie se reúne con Nick, lo sé.
– Sí, claro. Haga el favor de enseñarme dónde encontró la cicuta, señora Spence.
– Ya le dije que pensé…
– Que era chirivía silvestre, sí.
Ella vaciló, con una mano levantada como si quisiera aclarar un punto. Dejó caer las dos.
– Por aquí -dijo en voz baja.
Salieron por la puerta. Al otro lado del patio, tres obreros estaban tomando café en el suelo del camión abierto. Habían dejado los termos sobre una pila de madera. Utilizaban otra como asiento. Contemplaron a Lynley y a la señora Spence con evidente curiosidad. Estaba claro que aquella visita atizaría los fuegos de las habladurías antes de que terminara el día.
Ahora que gozaba de mejor luz, Lynley dedicó unos instantes a examinar a la señora Spence mientras cruzaban el patio y rodeaban el ala este de la mansión. Parpadeaba velozmente, como si intentara eliminar hollín de los ojos, pero el cuello de su jersey revelaba la tensión de los músculos de su cuello. Comprendió que intentaba contener las lágrimas.
La peor parte del trabajo policial consistía en evitar la simpatía hacia los sospechosos. Una investigación exigía un corazón que se comprometiera tan solo con la víctima o con un delito que clamaba justicia. Mientras la sargento de Lynley había dominado el arte de ponerse anteojeras emocionales en lo tocante a los casos, Lynley se descubría muy a menudo desgarrado entre una docena de direcciones improbables, mientras recogía información, y llegaba a conocer los hechos y a los principales implicados. Había descubierto que en muy raras ocasiones era blanco o negro. Por desgracia, no era un mundo blanco o negro.
Se detuvo en la terraza del ala este. Las piedras se veían agrietadas e invadidas por malas hierbas secas. La vista consistía en una ladera cubierta de escarcha, que descendía hasta un estanque, y al otro lado de este se alzaba otra ladera, cuya cumbre ocultaba la niebla.
– Según tengo entendido, han tenido problemas aquí. Trabajo echado a perder, cosas así. Da la impresión de que alguien no desea que los recién casados se trasladen a la mansión.
Tuvo la sensación de que la mujer malinterpretaba su intención, como si considerara su comentario otra acusación velada, en lugar de un momento de respiro. Carraspeó y se desprendió de la aflicción que estuviera experimentando.
– Maggie la utilizó menos de media docena de veces. Eso es todo.
Lynley jugueteó un momento con la idea de tranquilizarla sobre su comentario. La rechazó y se apuntó a su temática.
– ¿Cómo entró?
– Nick, su novio, soltó una tabla que cubría una de las ventanas del ala oeste. La volví a clavar. Por desgracia, esto no ha bastado para poner fin a las gamberradas.
– ¿No se dio cuenta al instante de que Maggie y su amigo estaban utilizando la mansión? ¿No intuyó que alguien rondaba?
– Me refería a alguien que rondara alrededor de la casa, inspector Lynley. Seguro que usted también se daría cuenta si algún intruso entrara en su casa.
– Si efectuara un registro o cogiera algo, sí. En caso contrario, no estoy seguro.
– Yo sí, créame.
Desalojó con la punta de la bota una maraña de dientes de león sin flores, encajada entre dos piedras. Recogió la hierba, examinó varios rosetones de hojas dentadas e irregulares, y la tiró a un lado.
– ¿Nunca ha logrado atrapar aquí al gamberro? ¿Nunca ha hecho un ruido que atrajera su atención, nunca se metió en su jardín por equivocación?
– No.
– ¿Nunca ha oído un coche o una moto?
– No.
– ¿Ha variado lo suficiente los horarios de sus inspecciones para despistar al gamberro?
La mujer se colocó el pelo detrás de las orejas, impaciente.
– Exacto, inspector. ¿Puedo preguntarle qué tiene que ver esto con la muerte del señor Sage?
Lynley sonrió con afabilidad.
– No estoy muy seguro.
La señora Spence miró en dirección al estanque situado en la base de la colina, con intenciones evidentes, pero Lynley consideró que aún no estaba preparado para seguir avanzando. Dedicó su atención al ala este de la casa. Las ventanas saledizas más bajas estaban entabladas. En dos de las superiores se veían grietas como costuras.
– Da la impresión de haber estado vacía durante años.
– Nadie la ha habitado nunca, salvo en los tres meses posteriores a su construcción.
– ¿Por qué?
– Está encantada.
– ¿Por quién?
– Por la cuñada del bisabuelo del señor Townley-Young. ¿En qué la convierte eso? ¿En su tía bisabuela? -No aguardó a la respuesta-. Se mató aquí. Pensaron que había salido a pasear. Cuando no regresó por la noche, empezaron a buscarla. Pasaron cinco días antes de que alguien pensara en registrar la casa.
– ¿Y?
– Se había colgado de una viga de la habitación de equipajes. Al lado del desván. Era verano. Los criados siguieron el rastro del olor.
– ¿Su marido no soportó seguir viviendo aquí?
– Una idea romántica, pero ya había muerto. Falleció durante su viaje de bodas. Dijeron que fue un accidente de caza, pero nadie estaba muy interesado en saber cómo ocurrió. Su mujer volvió sola, o eso pensó todo el mundo. Al principio, no sabían que había regresado con sífilis, el regalo de matrimonio de su marido, sin duda. -Sonrió sin humor, pero no a Lynley, sino a la casa-. Según la leyenda, camina sollozante por el pasillo de arriba. Los Townley-Young prefieren pensar que de remordimiento, por haber matado al hombre. Era en 1853, al fin y al cabo. No existía curación fácil.
– Para la sífilis.
– O para el matrimonio.
Se encaminó hacia el estanque. Él la observó un momento. Caminaba a grandes zancadas, pese a las pesadas botas. El cabello se movía al compás de sus movimientos, en dos arcos grises que retrocedían de su cara.
La pendiente que bajó estaba helada. Hacía mucho tiempo que la verdulaga y la aulaga habían dado cuenta de la hierba. En su base, el estanque adoptaba forma de riñón. Estaba cubierto de malas hierbas y parecía un pantano; el agua estaba turbia, y en verano debía ser una fuente de insectos y enfermedades. Cañas rebeldes y malas hierbas desnudas crecían hasta la altura de la cintura. Las últimas proyectaban zarcillos que se agarraban a la ropa, pero la señora Spence parecía indiferente al hecho. Se internó por en medio y apartó a un lado los zarcillos.
Se detuvo a menos de un metro del borde del agua.
– Venga -dijo.
Por lo que Lynley podía ver, la vegetación que indicaba no se distinguía de la otra. En primavera o verano, tal vez, flores o frutos ofrecerían alguna indicación sobre su género, cuando no de la especie, que ahora adoptaban la apariencia de arbustos y matorrales esqueléticos. Reconoció las ortigas con bastante facilidad por sus hojas dentadas, que todavía se aferraban al tallo de la planta. Las cañas no se diferenciaban en forma y tamaño de estación en estación. En cuanto al resto, estaba desconcertado.
La mujer debió darse cuenta, a juzgar por sus siguientes palabras.
– Es importante saber dónde crecen las plantas cuando es la estación, inspector. Si busca raíces, siguen en la tierra cuando los tallos, las hojas y las flores han desaparecido. -Señaló a su izquierda, donde un rectángulo de tierra parecido a una alfombra de hojas muertas daba lugar a un arbusto escuálido-. Reinas de los prados y matalobos crecen ahí en verano. Más lejos, hay un estupendo parche de manzanilla. -Se agachó y removió las hierbas que se pegaban a sus pies-. Si abriga alguna duda, las hojas de la planta no pasan de la tierra. Al final, se desintegran, pero el proceso dura mucho tiempo, y entretanto, ahí tiene la fuente de la identificación. -Extendió una mano, en la que sujetaba los restos de una hoja plumosa bastante parecida al perejil-. Es la clave de dónde cavar.
– Enséñeme.
La señora Spence obedeció. No fueron necesarias pala o azada. La tierra estaba húmeda. Resultó muy sencillo para ella extirpar la planta, tirando de la corona y los tallos que sobresalían del suelo. Golpeó el rizoma contra la rodilla para eliminar los restos de tierra que aún se aferraban, y ambos contemplaron el resultado en silencio.
La señora Spence sujetaba una gruesa cepa de la planta, de la que brotaba un manojo de tubérculos. La dejó caer de inmediato, como si, aun sin ingerirla, poseyera el poder de matar.
– Hábleme del señor Sage -dijo Lynley.
Sus ojos no podían apartarse de la cicuta que había tirado.
– Habría tenido que ver los tubérculos múltiples -dijo-. Tendría que haberlo sabido. Incluso ahora, debería acordarme.
– ¿Estaba distraída? ¿La vio alguien? ¿Alguien la llamó mientras estaba cavando?
Ella continuó sin mirarle.
– Tenía prisa. Bajé la pendiente, me dirigí a este lugar, aparté la nieve y encontré la chirivía.
– La cicuta, señora Spence. Como ahora.
– Tuvo que ser una sola raíz. En caso contrario, me habría fijado. Lo habría visto.
– Hábleme del señor Sage.
La mujer alzó la cabeza, con expresión confusa.
– Vino a casa varias veces. Quería hablar conmigo de la Iglesia. Y de Maggie.
– ¿Por qué de Maggie?
– Ella le apreciaba. El se tomaba interés por ella.
– ¿Qué clase de interés?
– Sabía que ella y yo teníamos problemas. ¿Qué madre e hija no los tienen? Quería mediar entre nosotras.
– ¿Se opuso usted?
– No me gustaba mucho sentirme inadecuada como madre, si se refiere a eso, pero le dejé venir. Y le dejé hablar. Maggie quería que yo le viera. Deseaba hacer feliz a Maggie.
– ¿Qué ocurrió la noche de su muerte?
– Lo mismo de siempre. Quería aconsejarme.
– ¿Sobre religión? ¿Sobre Maggie?
– Sobre ambas cosas, en realidad. Quería que ingresara en la iglesia, y quería que le diera permiso a Maggie para lo mismo.
– ¿Eso fue todo?
– No exactamente.
Se secó las manos en el pañuelo desteñido que había sacado del bolsillo de los téjanos. Lo estrujó, lo introdujo en las mangas para que hiciera compañía a los mitones y se estremeció. El jersey era grueso, pero no protegía lo bastante del frío. Al darse cuenta, Lynley decidió proseguir el interrogatorio en aquel mismo lugar. Cuando la mujer había extraído la cicuta, le había proporcionado cierta ventaja, siquiera por un rato. Estaba decidido a usarla y fortalecerla con todos los medios a su alcance. El frío era uno de ellos.
– ¿Entonces?
– Quería hablarme sobre el oficio de madre, inspector. Pensaba que era demasiado severa con mi hija. Creía que cuanto más insistiera en el tema de la castidad, más la azuzaría. Pensaba que, si estaba manteniendo relaciones sexuales, debía tomar precauciones para no quedarse embarazada. Yo pensaba que no debía mantener relaciones sexuales, con precauciones o no. Tiene trece años, apenas es una niña.
– ¿Discutieron?
– ¿Le envenené porque no estaba de acuerdo con mi forma de educarla? -Estaba temblando, pero no de aflicción, pensó Lynley. Aparte de las anteriores lágrimas, que había logrado controlar al cabo de pocos momentos, no parecía el tipo de mujer capaz de expresar angustia en presencia de la policía-. El no tenía hijos. Ni siquiera estaba casado. Una cosa es ofrecer opiniones que han surgido de una experiencia mutua, y otra muy diferente dar consejos basados únicamente en la lectura de textos de psicología y en el ideal glorificado de la vida familiar. ¿Cómo iba a tomarme en serio sus preocupaciones?
– Pese a esto, no discutió con él.
– No. Como ya le he dicho, acepté escucharle. Lo hice por Maggie, porque él la apreciaba. Eso es todo. Yo creía en unas cosas, él en otras. Quería que Maggie utilizara anticonceptivos. Yo quería, en primer lugar, que dejara de complicarse la vida manteniendo relaciones sexuales. Pensaba que no estaba preparada para ello. El opinaba que era demasiado tarde para cambiar su conducta. Disentimos.
– ¿Y Maggie? ¿Qué papel jugaba en su disentimiento?
– No hablamos de ello.
– ¿Lo habló ella con Sage?
– No lo sé.
– Pero eran muy íntimos.
– Ella le apreciaba.
– ¿Le veía a menudo?
– De vez en cuando.
– ¿Con su conocimiento y consentimiento?
La mujer bajó la cabeza. Su pie derecho pateó las hierbas con un movimiento espasmódico.
– Maggie y yo siempre hemos estado muy unidas, hasta que empezó lo de Nick. De modo que ya lo sabía cuando vi al vicario.
La respuesta lo explicaba todo: temor, amor y angustia. Se preguntó si eran inherentes a la condición de madre.
– ¿Qué le dio de cenar aquella noche?
– Cordero, salsa de menta, guisantes, chirivías.
– ¿Qué pasó?
– Hablamos. Se marchó poco después de las nueve.
– ¿Se sentía mal?
– Solo dijo que le esperaba una buena caminata, y como estaba nevando, tenía que irse.
– No se ofreció a acompañarle en coche.
– No me encontraba bien. Pensé que tenía la gripe. Me alegré de que se fuera, francamente.
– ¿Pudo detenerse en algún sitio, camino de casa?
Los ojos de la señora Spence se desviaron hacia la mansión, sobre su cresta de tierra, y luego hacia el robledal. Daba la impresión de que estaba calculando la posibilidad.
– No -dijo con firmeza-. Hay un pabellón, y su ama de llaves, Polly Yarkin, vive allí, pero eso le hubiera exigido desviarse, y no sé qué motivos tendría para visitar a Polly, cuando la veía cada día en la vicaría. Además, es más fácil volver al pueblo por el sendero peatonal. Colin le encontró en el sendero a la mañana siguiente.
– ¿No se le ocurrió telefonearle aquella noche, cuando se encontró mal?
– No relacioné mi estado con la comida. Ya se lo he dicho, pensé que era gripe. Si hubiera mencionado que se encontraba indispuesto antes de marcharse, le hubiera telefoneado, pero como no lo dijo, no establecí la relación.
– Pero murió en el sendero peatonal. ¿Está muy lejos de aquí? ¿Un kilómetro? ¿Menos, quizá? El ataque fue fulminante, ¿no cree?
– Sí.
– Me pregunto cómo es que él murió y usted no.
Ella sostuvo su mirada.
– Lo ignoro.
Lynley le concedió diez segundos de silencio para que apartara la vista de él. Como no lo hizo, asintió por fin y examinó el estanque. Vio que los bordes tenían una sucia película de hielo, similar a una capa de cera, que rodeaba las cañas. Cada noche y día de frío continuado extendería la piel hacia el centro del agua. Cuando estuviera cubierto por completo, el estanque adoptaría el aspecto de la tierra escarchada que lo rodeaba, como una mancha de tierra irregular pero en apariencia inocua. Los cautos la evitarían, al reconocer lo que era. Los inocentes o despistados intentarían atravesarla, romperían su superficie frágil y engañosa, y encontrarían la repugnante agua estancada que disimulaba.
– ¿Cómo sigue la relación entre usted y su hija, señora Spence? -preguntó-. ¿La escucha, ahora que el vicario ha muerto?
La señora Spence sacó los mitones del jersey. Se los calzó, con la clara intención de volver a trabajar.
– Maggie no escucha a nadie -respondió.
Lynley introdujo la cinta en el casete del coche y subió el volumen. Helen habría aplaudido la elección, el Concierto en Si bemol de Haydn, con Wynton Marsalis a la trompeta. Alegre y animoso, con el contrapunto de los violines a las notas puras de la trompeta, era muy diferente de su habitual selección de «rusos tenebrosos. Por Dios, Tommy, ¿no compusieron algo más estimulante para el oyente? ¿Por qué eran tan siniestros? ¿Crees que era debido al clima?». Sonrió al pensar en ella. «Johann Strauss», pediría. «Oh, ya lo sé. Demasiado vulgar para tus gustos refinados. Lleguemos a un compromiso: Mozart.» Y pondría la Pequeña Serenata Nocturna, la única pieza de Mozart que Helen reconocía en todas y cada una de las ocasiones, con el anuncio de que dicha habilidad la ponía a salvo del epíteto «inculta total».
Condujo hacia el sur, fuera del pueblo. Apartó a Helen de sus pensamientos.
Pasó bajo las desnudas ramas de los árboles y se dirigió hacia los páramos, mientras pensaba en uno de los principios básicos de la criminología: siempre existe una relación entre el asesino y la víctima en un asesinato premeditado. No es el caso de los asesinos múltiples, impulsados por pasiones e instintos incomprensibles para la sociedad en que viven. No siempre es el caso en un crimen pasional, cuando el asesinato se gesta en un arranque de cólera, celos, venganza u odio, inesperado, transitorio, pero no por ello menos virulento. Tampoco sucede en las muertes accidentales, cuando las fuerzas de la coincidencia reúnen a víctima y asesino en un momento crucial. Los asesinatos premeditados surgen de una relación. Pasa revista a las relaciones de la víctima, y el asesino aparecerá, tarde o temprano.
Aquella información formaba parte de la biblia de todo policía. Iba unida al hecho de que la mayoría de las víctimas conocen a sus asesinos, y ello estaba relacionado con la circunstancia de que la mayoría de asesinatos son cometidos por un pariente próximo de la víctima. Tal vez Juliet Spence hubiera envenenado a Robin Sage por un horrible accidente, cuyas consecuencias acarrearía durante toda su vida. No era la primera vez que alguien proclive a la vida natural recogiera una raíz, una seta, flores o frutos, y terminara matándose o matando a otro, como resultado de un error de identificación. Pero si St. James estaba en lo cierto, si Juliet no hubiera podido sobrevivir a la más ínfima ingestión de cicuta, si no era posible relacionar los síntomas de fiebre y vómitos a envenenamiento por cicuta, debía existir una relación entre Juliet Spence y el hombre que había muerto a sus manos. Si ese era el caso, la relación superficial parecía ser Maggie, la hija de Juliet.
La escuela de segunda enseñanza, un edificio de ladrillo carente de interés asentado en el triángulo creado por la articulación de dos calles convergentes, no se encontraba lejos del centro de Clitheroe. Eran las once y cuarenta cuando entró en el aparcamiento y se introdujo con cuidado en el espacio que había entre un Austin-Healey antiguo y un Golf convencional de cosecha reciente, con un asiento de niño detrás. Una pegatina casera que rezaba «Cuidado con el crío» estaba pegada a la ventanilla trasera del Golf.
A juzgar por la desolación de los largos pasillos con suelo de linóleo y las puertas cerradas que daban a ellos, aún se estaban dando clases. Las oficinas de la administración se encontraban en el interior, a izquierda y derecha de la entrada, una frente a otra. En algún momento se habían pintado letreros negros en el cristal opaco que comprendía la mitad superior de las puertas, pero los años habían reducido las letras a manchas, de un color similar al del hollín mojado, y apenas se podían distinguir las palabras «directora», «tesorera», «sala de descanso de los docentes», y «subdirectora», en tipografía grecorromana pomposa.
Escogió la directora. Al cabo de unos minutos de conversación repetitiva en voz alta con una secretaria octogenaria a la que había sorprendido cabeceando sobre una labor de punto, que aparentaba ser la manga de un jersey apropiado para la talla de un gorila adulto, le condujeron al estudio de la directora. «Señora Crone» estaba grabado sobre una placa que descansaba sobre su escritorio. Un nombre desafortunado [7], pensó Lynley. Pasó los momentos previos a su llegada pensando en todos los motes posibles que le habrían aplicado sus alumnos. Se le antojaron infinitos, tanto en variedad como en connotaciones.
Resultó ser la antítesis de todos, con una falda ceñida, casi quince centímetros por encima de las rodillas, y una chaqueta de lana demasiado larga, provista de hombreras y botones enormes. Llevaba pendientes dorados en forma de disco, un collar a juego y zapatos cuyos altísimos tacones dirigían la vista inexorablemente a un sobresaliente par de tobillos. Era la clase de mujer que obligaba a mirarla de arriba abajo más de dos veces, y Lynley se obligó a no desviar los ojos de su cara. Se preguntó cómo era posible que la junta de administración de la escuela hubiera elegido a semejante criatura para el cargo. No podía tener más de veintiocho años.
Consiguió formular su petición sin conceder más de un tiempo mínimo a imaginarla desnuda, y se perdonó aquel instante de fantasía atribuyéndolo a la maldición de ser hombre. En presencia de una mujer hermosa, siempre había experimentado aquella reacción instintiva de verse reducido, siquiera un momento, a piel, huesos y testosterona. Gustaba de creer que su reacción a los estímulos femeninos no tenía nada que ver con quién era y a qué consagraba su lealtad, pero le fue fácil imaginar la reacción de Helen ante aquella batalla sin importancia ni consecuencias contra su lujuria, así que se lanzó a una explicación mental de su comportamiento, con expresiones como «pura curiosidad», «estudio científico», «por el amor de Dios, Helen, no exageres», como si ella estuviera presente, de pie en una esquina, observando en silencio y adivinando sus pensamientos.
Maggie Spence estaba en clase de Latín, dijo la señora Crone. ¿No podía esperar hasta la hora de comer, apenas un cuarto de hora?
No era posible, de hecho, y aunque hubiera podido, Lynley prefería establecer contacto con la muchacha en total intimidad. A la hora de comer, rodeada de compañeros, existía, la posibilidad de que les vieran. Deseaba ahorrar a la chica cualquier mal rato. No resultaría fácil para ella, teniendo en cuenta que su madre había estado en el punto de mira de la policía antes, y ahora lo volvía a estar. ¿Conocía la señora Crone a su madre, por cierto?
La había conocido el día de los Discursos [8], en Pascua del año anterior. Una mujer muy agradable. Firme partidaria de la disciplina, pero cariñosa con Maggie, dedicada a todos los intereses de la niña. A la sociedad le serían muy útiles algunos padres más como la señora Spence detrás de la juventud de nuestra nación, ¿no cree, inspector?
En efecto. Estaba completamente de acuerdo con la señora Crone. Sobre lo de ver a Maggie…
¿Sabía su madre que él iba a venir?
Si la señora Crone desea telefonearla…
La directora le observó con atención y examinó su tarjeta de identidad con tal minuciosidad, que por un momento pensó que iba a morderla para averiguar si era de oro. Podían utilizar el estudio, le informó, pues ella ya salía hacia el comedor, donde permanecería mientras los alumnos comían. Esperaba que el inspector dejara tiempo libre a Maggie, advirtió al marchar, y si la niña no estaba en el comedor a las doce y cuarto, la señora Crone enviaría a alguien en su busca. ¿Estaba claro? ¿Se habían comprendido mutuamente?
Por supuesto.
Aún no habían pasado cinco minutos cuando la puerta del estudio se abrió y Lynley se levantó cuando Maggie Spence entró en la habitación. Cerró la puerta a su espalda con cuidado innecesario, y giró el pomo para comprobar que lo había hecho en un silencio perfecto. Le miró desde el otro extremo del estudio, con las manos enlazadas a la espalda y la cabeza gacha.
Lynley sabía que, en comparación con la juventud actual, su introducción al sexo (orquestada entusiásticamente por la madre de un amigo suyo, durante unas vacaciones en Lent, ya en el último curso de Eton) había sido relativamente tardía. Acababa de cumplir los dieciocho. Sin embargo, pese a los cambios de las costumbres y la propensión hacia el libertinaje juvenil, consideró difícil creer que aquella muchacha estuviera envuelta en experimentaciones sexuales de cualquier tipo.
Parecía demasiado niña. En parte, era debido a la estatura. Apenas rebasaba el metro cincuenta. Y en parte, a su postura y proceder. Se erguía un poco de puntillas, con sus medias azul marino algo abombadas en los tobillos, y removía los pies, doblaba los tobillos hacia fuera y daba la impresión de esperar un palmetazo de un momento a otro. El resto era apariencia personal. Tal vez las normas de la escuela prohibían el uso del maquillaje, pero nada debía impedirle tratar a su cabello de una manera más adulta. Era espeso, el único atributo que compartía con su madre. Caía hasta su cintura en una masa ondulante, y lo llevaba retirado de la cara y sujeto con un gran prendedor ámbar en forma de arco. No usaba cola de caballo, flequillo ni trenzas. No hacía el menor esfuerzo por emular a una actriz o una estrella del rock.
– Hola -dijo Lynley, y descubrió que hablaba con la misma dulzura que habría empleado con un gatito asustado-. ¿Te ha dicho la señora Crone quién soy, Maggie?
– Sí, pero no era necesario. Ya lo sabía. -Movió los brazos. Daba la impresión de que se estaba retorciendo las manos a la espalda-. Nick dijo anoche que usted había llegado al pueblo. Le vio en el pub. Dijo que usted querría hablar con todos los buenos amigos del señor Sage.
– Y tú eras uno de ellos, ¿verdad?
La muchacha asintió.
– Es duro perder un amigo.
Ella se limitó a remover los pies, sin contestar. Otra similitud con su madre, por lo visto. Le recordó a la señora Spence cuando arrancaba las hierbas de la terraza con la punta de la bota.
– Ven aquí -dijo-. Yo prefiero sentarme, si no te importa.
Acercó una segunda silla a la ventana, y cuando Maggie se sentó, le miró por fin. Sus ojos azul cielo le contemplaron con franqueza y vacilante curiosidad, pero sin el menor rastro de culpabilidad. Se chupó la parte interna del labio inferior, lo cual acentuó un hoyuelo de su mejilla.
Ahora que la tenía más cerca, reconoció con mayor facilidad a la mujer en ciernes que estaba alterando para siempre la cascara de la niña. Tenía la boca generosa, los pechos redondos, las caderas lo bastante amplias para ser hospitalarias. Era la clase de cuerpo que, al llegar a la madurez, tendría que luchar con el sobrepeso, pero ahora, bajo el sobrio uniforme escolar consistente en falda, blusa y jubón, se veía maduro y preparado. Si era Juliet Spence quien insistía en que Maggie no usara maquillaje y llevara un corte de pelo más adecuado para una niña de diez años, Lynley no pudo culparla.
– No estabas en casa la noche que el señor Sage murió, ¿verdad? -preguntó.
La muchacha negó con la cabeza.
– Pero sí durante el día. Entré y salí. Eran las vacaciones de Navidad.
– ¿No quisiste cenar con el señor Sage? Era amigo tuyo, al fin y al cabo, ¿no es cierto? Me pregunto por qué desechaste la oportunidad.
Cubrió la mano derecha con la izquierda. Las cerró sobre el regazo.
– Era la noche de la reunión mensual -dijo-. Josie, Pam y yo. Pasamos la noche juntas.
– ¿Lo hacéis cada mes?
– En orden alfabético: Josie, Maggie, Pam. Era el turno de Josie. Siempre es el más divertido, porque si no tienen lleno, la mamá de Josie nos deja elegir la habitación del hostal que más nos guste. Escogimos la habitación de la claraboya. Está bajo el tejado. Estaba nevando y nos pusimos a mirar cómo se posaba sobre el cristal. -Estaba sentada muy tiesa, con los tobillos cruzados. Mechas de cabellos bermejos que escapaban del prendedor se rizaban sobre sus mejillas y frente-. Dormir en casa de Pam es lo peor, porque nos toca dormir en la sala de estar. Es por sus hermanos. Ocupan el dormitorio de arriba. Son gemelos. A Pam no le caen muy bien. Considera impresentable que sus papas tuvieran más hijos a su edad. Tienen cuarenta y dos años. Pam dice que le da escalofríos pensar en sus papas así, pero yo creo que son muy majos. Los gemelos, quiero decir.
– ¿Cómo organizáis las reuniones?
– Pues así, sin más.
– ¿Sin un plan?
– Bueno, sabemos que es el tercer viernes de mes, y seguimos el alfabeto, como ya he dicho. Josie-Maggie-Pam. Pam es la siguiente. Este mes tocó en mi casa. Yo pensaba que sus mamas no las dejarían dormir conmigo esta vez, pero al final sí.
– ¿Estabas preocupada por la encuesta?
– Ya había acabado, pero la gente del pueblo…
Miró por la ventana. Dos cornejas de cuello gris habían aterrizado sobre el antepecho y picoteaban furiosamente tres migas de pan; cada pájaro intentaba expulsar al otro de su base, con el fin de reclamar la miga restante.
– A la señora Crone le gusta dar de comer a los pájaros. Tiene como una gran jaula en el jardín, donde cría pinzones, y siempre deja semillas o lo que sea para que coman en el antepecho de la ventana. Creo que está bien, aunque los pájaros se pelean por la comida. ¿Se ha fijado alguna vez? Siempre actúan como si no tuvieran suficiente. No sé por qué.
– ¿Y la gente del pueblo?
– Me he dado cuenta de que, a veces, me miran. Dejan de hablar cuando paso, pero las mamas de Josie y Pam no lo hacen. -Olvidó los pájaros y le dedicó una sonrisa. El hoyuelo dotó a su cara de un aspecto desproporcionado y simpático-. La primavera pasada dormimos en la mansión. Mamá nos dio permiso, siempre que no tocáramos nada. Nos llevamos sacos de dormir y nos acomodamos en el comedor. Pam quería subir al piso de arriba, pero Josie y yo tuvimos miedo de ver al fantasma, así que Pam subió la escalera con una linterna y durmió sola en el ala oeste. Solo que después descubrimos que no estaba sola. A Josie no le hizo mucha gracia. Dijo que era solo para nosotras, Pamela. No se permiten hombres. Pam dijo, estás celosa, porque nunca has estado con un hombre, ¿verdad? Josie dijo, me he acostado con montones de hombres, señorita Folla-A-Destajo, lo cual no era cierto, y tuvieron tal pelea que Pam no volvió a dormir con nosotras durante los dos meses siguientes. Pero luego volvió.
– ¿Todas vuestras mamas saben la noche que dormís juntas?
– El tercer viernes de mes. Todo el mundo lo sabe.
– ¿Sabías que te ibas a perder la cena con el vicario si ibas a casa de Josie en diciembre?
La muchacha asintió.
– Pensé que quería ver a mamá a solas.
– ¿Por qué?
Movió el pulgar sobre la manga del jubón, que se arrugó sobre la blusa blanca.
– El señor Shepherd lo prefiere, ¿no? De modo que pensé que sería lo mismo.
– ¿Pensaste o confiaste?
Ella le miró con gran serenidad.
– El señor Sage había venido otras veces. Mamá me envió a casa de Josie, por eso pensé que tenía algún interés. Mamá y él hablaron. Después, el vicario volvió. Pensé que, si mamá le gustaba, lo mejor era desaparecer, pero después descubrí que mamá no le gustaba. Ni él a ella.
Lynley frunció el ceño. Una pequeña alarma se disparó en su cabeza. El sonido no le gustó.
– ¿Qué quieres decir?
– Bueno, no hicieron nada, al contrario que el señor Shepherd y ella.
– Solo se habían visto unas cuantas veces, ¿no?
Maggie asintió.
– Pero él nunca hablaba de mamá cuando nos veíamos, y nunca me hacía preguntas sobre ella, como habría sido el caso si le gustara.
– ¿De qué hablaba?
– Le gustaban las películas y los libros. Hablaba de eso, y de la Biblia. A veces, me leía historias de la Biblia. Le gustaba aquella de los viejos escondidos detrás de unos matorrales que miraban a una mujer bañarse. Los viejos estaban escondidos en los matorrales, no la mujer. Querían tener relaciones sexuales con ella porque era muy joven y bonita, y aunque eran viejos, aún sentían deseos. El señor Sage lo explicó. Le gustaba.
– ¿Qué más cosas te explicaba?
– Hablaba mucho de mí, como qué sentía… -Retorció la muñeca de la bata-. Bueno, nada importante.
– ¿Con tu novio, cuando te acostabas con él?
La muchacha bajó la cabeza y se concentró en la bata. Su estómago gruñó.
– Hambre -musitó, sin levantar la vista.
– El vicario y tú debíais ser muy íntimos.
– Él decía que no era malo lo que yo sentía por Nick. Decía que el deseo era algo natural. Decía que todo el mundo lo sentía. Incluso él.
De nuevo, la alarma insidiosa. Lynley observó a la muchacha con atención y trató de descifrar cada palabra que pronunciaba, preguntándose cuánto callaba.
– ¿Dónde sostenías esas conversaciones, Maggie?
– En la vicaría. Polly preparaba el té y lo llevaba al estudio. Comíamos galletas Jaffa y hablábamos.
– ¿Solos?
La muchacha asintió.
– A Polly no le gustaba mucho hablar de la Biblia. No va a la iglesia. Nosotras tampoco, por supuesto.
– Pero él hablaba de la Biblia contigo.
– Porque éramos amigos, sobre todo. Decía que se puede hablar de todo con los amigos. Sabes que son tus amigos porque te escuchan.
– Tú le escuchabas. Él te escuchaba. Vuestra relación era especial.
– Éramos amigos. -Maggie sonrió-. Josie decía que el vicario me quería más que a nadie en la parroquia, sin ni siquiera ir a la iglesia. Estaba dolida. Decía, ¿por qué quiere que tú le acompañes a tomar el té y a pasear por los páramos, Maggie Spence? Yo contesté que se sentía solo y yo era su amiga.
– ¿Te dijo él que se sentía solo?
– No fue necesario. Yo lo sabía. Siempre se alegraba cuando me veía. Siempre me daba un abrazo cuando me iba. Le gustaba abrazar.
– Y a ti te gustaban sus abrazos.
– Sí.
Lynley paró un momento para reflexionar sobre la mejor forma de abordar el tema sin despertar sus recelos. El señor Sage había sido su amigo, el compañero en quien confiaba. Lo que hubieran compartido debía ser sagrado para la muchacha.
– Es bonito que te abracen -dijo en tono ligero-. Hay pocas cosas más agradables, si quieres saber mi opinión.
Lynley adivinó que le estaba observando, y se preguntó si intuía sus vacilaciones. Aquel tipo de interrogatorio no era su fuerte. Requería la habilidad quirúrgica de un psicólogo, que hincara su escalpelo en el miedo y los tabúes. Sabía que avanzaba por un terreno peligroso, lo cual no le hacía nada feliz.
– A veces, los amigos tienen secretos, Maggie, cosas que saben de cada uno, cosas que dicen, cosas que hacen. A veces, el vínculo de su amistad se establece a partir de los secretos y promesas que comparten. ¿Era así entre el señor Sage y tú?
Maggie guardó silencio. Observó que había vuelto a chuparse la parte interna del labio inferior. Un poco de barro, desprendido de la suela de un zapato, había caído al suelo. Durante sus inquietos movimientos en la silla, había aplastado el barro sobre la alfombra Axminster. Seguro que a la señora Crone no le haría ninguna gracia.
– ¿Las promesas o los secretos constituían una preocupación para tu madre, Maggie?
– El vicario me quería más que a nadie.
– ¿Tu madre lo sabía?
– El señor Sage quería que ingresara en el club social. Dijo que hablaría con mamá para que me diera permiso. Estaban preparando una excursión a Londres. Me pidió que fuera. También iban a celebrar una fiesta de Navidad. Dijo que mamá me daría permiso. Hablaron por teléfono.
– ¿El día que murió?
Fue una pregunta demasiado rápida. La muchacha parpadeó, nerviosa.
– Mamá no hizo nada. Mamá no le haría daño a nadie.
– ¿Le invitó a cenar aquella noche, Maggie?
La chica meneó la cabeza.
– Mamá no me lo dijo.
– ¿No le invitó?
– No me lo dijo.
– Pero sí que iba a venir.
Maggie meditó la respuesta. Lynley lo adivinó, por la forma en que bajó los ojos hacia el pecho. La respuesta era innecesaria.
– ¿Cómo sabías que iba a venir, si ella no te lo dijo?
– Telefoneó. Escuché.
– ¿Qué oíste?
– Era sobre el club social, la fiesta, ya lo he dicho. Mamá parecía enfadada. «No tengo la menor intención de dejarla ir. Es inútil seguir discutiendo.» Eso dijo. Después, él contestó. Habló un rato, y mamá dijo por fin que fuera a cenar y hablarían. De todos modos, pensé que no iba a cambiar de opinión.
– ¿Aquella misma noche?
– El señor Sage siempre decía que había que golpear en caliente. -Frunció el ceño con aire pensativo-. Algo por el estilo. Nunca aceptaba que una negativa fuera definitiva. El sabía que yo quería ingresar en el club. Pensaba que era importante.
– ¿Quién dirige el club?
– Nadie, ahora que el señor Sage ha muerto.
– ¿Quiénes son los miembros?
– Pam y Josie. Chicas del pueblo, y otras de las granjas.
– ¿Ningún chico?
– Solo dos. -Arrugó la nariz-. Los chicos se resistían a ingresar. «Pero al final les ganaremos», dijo el señor Sage. «Juntaremos las cabezas y fraguaremos un plan.» Por eso quería, en parte, que ingresara en el club.
– ¿Para poder juntar las cabezas? -preguntó con indiferencia Lynley.
La muchacha no reaccionó.
– Para que Nick ingresara, porque si él ingresaba, estaba seguro, los demás le imitarían. El señor Sage lo sabía. El señor Sage lo sabía todo.
Regla Uno: confía en tu intuición.
Regla Dos: apóyala con los hechos.
Regla Tres: efectúa una detención.
La Regla Cuatro tenía algo que ver con el problema de si un oficial de la ley debía orinar después de consumir cuatro pintas de Guinness, una vez concluido el caso, y la Regla Cinco se refería a la única actividad recomendada como forma de celebración después de entregar el culpable a la justicia. El inspector detective Angus MacPherson había entregado las reglas, impresas en tarjetas de un rosa subido, acompañadas de ilustraciones apropiadas, en el curso de una reunión celebrada en New Scotland Yard, y mientras la cuarta y quinta reglas habían provocado la hilaridad general y comentarios obscenos, Lynley había recortado las otras tres mientras esperaba que alguien se pusiera al teléfono. Las utilizaba como punto de libro. Las consideraba un complemento de las Leyes Penales.
La deducción intuitiva de que Maggie jugaba un papel fundamental en la muerte del señor Sage había conducido a Lynley hasta la escuela secundaria de Clitheroe. La chica no había dicho nada durante la conversación que hubiera desalentado su convicción.
Un hombre maduro y solitario, y una muchacha a punto de convertirse en mujer constituían una combinación delicada, pese a la ostensible rectitud del hombre y la evidente ingenuidad de la muchacha. Si remover en las cenizas de la muerte de Robin Sage revelaba una meticulosa fórmula para seducir a la joven, Lynley no se llevaría ninguna sorpresa. No era la primera vez que el abuso de menores iba disfrazado de amistad y santidad. Ni sería la última. El hecho de que la violación tuviera como objeto a una niña formaba parte de su insidiosa fascinación. En este caso, como la niña ya se había abierto a la sexualidad, era fácil hacer caso omiso de cualquier sentimiento de culpabilidad.
Maggie estaba ansiosa de amistad y aprobación. Anhelaba el calor del contacto. ¿Qué mejor alimento podía satisfacer los meros deseos físicos de un hombre? No era necesario que Robin Sage abrigara ansias de dominio, ni que la situación fuera una demostración de su incapacidad de forjar o mantener una relación adulta. Podía tratarse de pura y simple tentación humana. Le gustaba abrazar, como Maggie había dicho. Era una niña que anhelaba abrazos. Que fuera bastante más que una niña tal vez habría constituido una sorpresa para el vicario.
Y después, ¿qué?, se preguntó Lynley. ¿Una erección y el fracaso de Sage por controlarla? ¿El deseo irrefrenable de arrancar ropa y dejar al descubierto piel desnuda? ¿Aquellos dos traidores a la indiferencia, la pasión y la sangre, que latían en las ingles y exigían acción? Por no mencionar aquel astuto susurro en el fondo de la mente: ¿qué más da, si ya lo está haciendo?, no es inocente, no estás seduciendo a una virgen, si no le gusta, te dirá que pares, abrázala fuerte para que pueda sentirte y comprender, acaricia sus pechos con rapidez, desliza una mano entre sus muslos, cuéntale lo agradable que es abrazarse, solos los dos, Maggie, nuestro secreto especial, mi mejor amiguita…
Todo habría podido ocurrir en el plazo de breves semanas. Maggie estaba enfrentada con su madre: necesitaba un amigo.
Lynley sacó el Bentley a la calle, condujo hasta la esquina y giró para dirigirse hacia el centro de la ciudad. Era posible, pensó, pero también cualquier otra cosa. El tiempo se le echaba encima. La Regla Uno era crucial, sin duda, pero no podía eclipsar a la Regla Dos.
Se puso a buscar un teléfono.
Cerca de la cumbre de Cotes Fell, desde más arriba de la piedra erguida que llamaban Gran Norte, Colin Shepherd comprobó lo que aún no había añadido a las circunstancias recogidas sobre la muerte de Robin Sage: cuando la niebla se disipaba o el viento la empujaba, se podían ver con toda claridad los terrenos de Cotes Hall, sobre todo en invierno, cuando los árboles habían perdido las hojas. Unos metros más abajo, apoyado contra la piedra para fumar o descansar, solo se podía ver el tejado de la vieja mansión, con su batiburrillo de chimeneas, buhardillas y veletas, pero bastaba con subir un poco más hasta la cumbre y sentarse en el refugio que proporcionaba aquel afloramiento de piedra caliza, que se curvaba como el signo de interrogación de una pregunta que nadie formulaba, para verlo todo, desde la mansión en sí, en toda su siniestra decrepitud, hasta el patio que la rodeaba por tres lados, desde los terrenos que se alejaban de ella, reclamados por la naturaleza, hasta los edificios exteriores que debían servir a sus necesidades. Entre estos últimos se contaba la casa, y Colin había visto al inspector Lynley entrar en el jardín de la casa.
Mientras Leo corría de un punto de interés canino a otro en la cumbre de la montaña, guiado por su nariz en una jubilosa exploración de olores, Colin siguió los movimientos de Lynley a través del jardín hasta que entró en el invernadero, mientras se maravillaba de la excelente vista de que gozaba. Desde abajo, la niebla semejaba una muralla sólida, impenetrable a la visión e inmóvil por completo. Sin embargo, desde las alturas, lo que parecía opaco e impenetrable revelaba su sustancia deshilachada. Hacía frío y humedad, pero, por lo demás, no existían otros inconvenientes.
Lo observó todo, contó los minutos que pasaron en el invernadero, tomó nota de la exploración llevada a cabo en el sótano. Archivó el dato de que no cerraron con llave la puerta de la cocina cuando cruzaron los terrenos, al igual que no se había cerrado con llave mientras Juliet trabajaba en la soledad del invernadero y cuando la abrió para coger la llave del sótano. Vio que se detenían a conversar en la terraza, y cuando Juliet señaló hacia el estanque, adivinó lo que seguiría a continuación.
Mientras tanto, también pudo oír, no la conversación, sino el sonido de la música. Incluso cuando una repentina ráfaga de viento alteró la densidad de la niebla, oyó el ritmo de la marcha.
Cualquiera que se tomara la molestia de subir a Cotes Fell conocería las idas y venidas en la mansión y la casa. Ni siquiera era necesario correr el riesgo de adentrarse en la propiedad de los Townley-Young. La excursión a la cumbre se efectuaba mediante un sendero público, al fin y al cabo. Mientras la subida era empinada en algunas ocasiones, sobre todo en el último tramo, tras rebasar el Gran Norte, no era suficiente para entibiar los ánimos de los nacidos y criados en Lancashire, ni de una mujer acostumbrada al ascenso.
Cuando Lynley dio vuelta a su monstruoso coche y salió del patio, con la intención de regresar por los baches y el barro que mantenían alejados a casi todos los visitantes, Colin se encaminó hacia el afloramiento de piedra caliza en forma de señal de interrogación. Se agachó, recogió con aire pensativo un puñado de guijarros y lo dejó caer sobre la tierra. Leo se acercó a él, no sin dedicar al exterior del afloramiento un completo examen olfativo y provocar un minidesprendimiento de esquisto. Colin extrajo del bolsillo de la chaqueta una pelota de tenis masticada. La agitó de un lado a otro ante el morro de Leo, la tiró hacia la niebla y vio que el perro salía alegre en su persecución. Se movía con perfecta seguridad. Dominaba su trabajo y lo ejecutaba sin la menor dificultad.
A escasa distancia del afloramiento, Colin distinguió una cicatriz de tierra que marcaba el límite de la hierba autóctona de los páramos y laderas. Formaba un círculo de unos tres metros de diámetro, y su circunferencia estaba delineada mediante piedras separadas por unos treinta centímetros de distancia. Un rectángulo de granito descansaba en el centro del círculo, y no necesitó acercarse a examinarlo para saber que albergaba los restos de cera derretida, las marcas dejadas por un caldero de hierro y el claro dibujo de una estrella de cinco puntas.
No constituía un secreto para nadie del pueblo que la cumbre de Cotes Fell era un lugar sagrado. Así lo proclamaba el Gran Norte, que poseía desde hacía mucho tiempo la fama de proporcionar respuestas psíquicas a las preguntas, si quien las formulaba preguntaba y escuchaba con un corazón puro y una mente receptiva. Algunos consideraban el extraño afloramiento de piedra caliza un símbolo de fertilidad, el estómago de una madre, henchido de vida. Y su florón de granito, tan parecido a un altar que no era fácil desechar las similitudes, había sido definido como peculiaridad geológica en las primeras décadas del siglo pasado. Por lo tanto, se trataba de un lugar donde perduraban las viejas costumbres.
Los Yarkin habían sido destacados practicantes del Arte y adoradores de la Diosa desde tiempos inmemoriales. Nunca lo habían ocultado. Se entregaban a los cánticos, rituales, hechizos y encantamientos con una devoción que les había granjeado, si no el respeto, al menos el máximo grado de tolerancia que cabía esperar de unos aldeanos cuyas vidas restringidas y experiencia limitada solían impulsar a una tendencia conservadora hacia Dios, la monarquía, la patria, y nada más. No obstante, en tiempos de desesperación, era frecuente dar la bienvenida a cualquiera que tuviera influencia con el Todopoderoso. Por lo tanto, si un niño querido caía víctima de una dolencia, si las ovejas enfermaban, si un soldado era destinado a Irlanda del Norte, nadie rechazaba la oferta de Rita o Polly Yarkin de trazar el círculo y suplicar a la Diosa. Al fin y al cabo, ¿quién sabía en realidad qué deidad escuchaba? ¿Por qué no acudir a todas las posibilidades religiosas, abarcar cada una de las bases sobrenaturales y esperar lo mejor?
Hasta él había caído en la tentación, una y otra vez, cuando permitía que Polly subiera a la colina por el bien de Annie. Vestía una túnica dorada. Llevaba ramas de laurel en una cesta. Las quemaba junto con clavos de especia para producir incienso. Mediante un alfabeto que él no sabía leer, y en cuya realidad tampoco creía, grababa su petición en una gruesa vela naranja y la encendía; suplicaba un milagro, le explicaba que todo era posible si el corazón de la bruja era puro. A fin de cuentas, ¿acaso no tenía cuarenta y nueve años la madre de Nick Ware cuando le dio a luz? ¿No había concedido el señor Townley-Young una pensión a los hombres que trabajaban en sus granjas? ¿No se había construido el embalse de Fork y proporcionado nuevos puestos de trabajo al condado? Aquellas eran las dádivas de la Diosa, decía Polly.
Nunca permitía que Colin contemplara un ritual. Al fin y al cabo, no era un practicante, ni tampoco un iniciado. Algunas cosas no podían permitirse, afirmaba. En honor a la verdad, Colin ignoraba qué hacía la joven cuando llegaba a la cumbre de la colina. Ni siquiera la había oído formular una petición.
Sin embargo, desde lo alto de la colina, Polly podía ver Cotes Hall, y Colin sabía que seguía practicando el Arte, a juzgar por las marcas de cera en el altar de granito. Podía observar todo cuanto sucedía en el patio, la propiedad y el jardín de la casa. Tomaría nota de todas las idas y venidas, y aunque alguien se dirigiera hacia la casa por el bosque, le vería.
Colin se levantó y llamó a Leo con un silbido. El perro salió correteando de la niebla. Llevaba la pelota de tenis en la boca y la dejó caer a los pies de Colin, con el morro a escasos centímetros, dispuesto a cogerla en cuanto su amo extendiera la mano hacia ella. Colin jugó con el perdiguero un rato, divertido por la artificialidad de los gruñidos protectores del perro. Por fin, Leo soltó la pelota, retrocedió unos pasos y esperó a que su amo la tirara. Colin la arrojó en dirección a la mansión, y contempló al animal cuando corrió en su persecución.
Colin le siguió con parsimonia, sin apartarse del sendero. Se detuvo junto al Gran Norte y apoyó la mano sobre la piedra. Notó el veloz mordisco del frío, que los ancianos habrían llamado el poder mágico de la roca.
– ¿Lo hizo? -preguntó, y cerró los ojos para aguardar la respuesta. La sintió en los dedos. «Sí… Sí…»
La bajada no era muy pronunciada. La senda estaba helada, pero no imposible. Tantos pies la habían hollado a lo largo de los siglos que la hierba, resbaladiza a causa de la escarcha en otras zonas, se confundía con la tierra y las piedras. La fricción contra las suelas de los zapatos eliminaba el peligro. Cualquiera podía subir a Cotes Fell. Cualquiera podía recorrer la senda con niebla. Cualquiera podía recorrerla de noche.
Describía tres zigzagues, de modo que el panorama cambiaba sin cesar. La vista de la mansión se transformaba en la del valle, con Skelshaw Farm a lo lejos. Un momento después, la panorámica de Skelshaw Farm daba paso a la iglesia y las casas de Winslough. Por fin, cuando la pendiente enlazaba con el prado situado al pie de la colina, el sendero bordeaba el perímetro de Cotes Hall.
Colin se detuvo en aquel punto. No había escalera en el muro de piedra seca que permitiera a un excursionista acceder con facilidad a la mansión, pero como muchas zonas descuidadas del campo, el muro estaba bastante deteriorado. Crecían zarzas en algunos sectores. Otros presentaban enormes boquetes, donde se amontonaban pirámides de basura. No costaría mucho pasar por la hendidura. Colin lo hizo, y silbó al perro para que le siguiera.
La tierra se hundía por segunda vez, en una pendiente gradual que terminaba en el estanque, a unos veinte metros de distancia. Cuando llegó, Colin miró hacia atrás. Solo podía ver hasta el Gran Norte. La niebla y el cielo eran monocromos, y la escarcha que cubría la tierra impedía los contrastes. Desaparecían sin necesidad de ocultarse. Un observador no habría podido pedir más.
Rodeó el estanque, seguido de Leo. Se acuclilló para examinar la raíz que Juliet había arrancado. Frotó la superficie, dejó la piel de un marfil sucio al descubierto, y hundió la uña del pulgar en el tallo. Brotó un tenue reguero aceitoso, de la anchura de un alfiler. «Sí… Sí.»
La tiró al centro del estanque y vio cómo se hundía. El agua onduló en círculos cada vez más grandes que lamieron los bordes del hielo sucio.
– No, Leo -dijo, cuando la reacción instintiva del perro le acercó demasiado a la orilla del agua. Cogió la pelota de tenis, la lanzó hacia el terraplén y el perro corrió tras ella.
Juliet habría vuelto ya al invernadero. La había visto regresar cuando Lynley se marchó, y sabía que estaría buscando el alivio que surgía de cuidar las macetas, podar y trabajar en sus plantas. Pensó en ir a verla. Experimentó la necesidad de revelarle lo que había averiguado, pero Juliet no querría escucharle. Protestaría, consideraría repugnante la idea. En lugar de cruzar el patio y entrar en el jardín, siguió por la senda. Cuando llegó a la primera hendidura del espliego que ejercía de frontera, se deslizó por ella con el perro y salió al bosque.
Una caminata de quince minutos le condujo a la parte posterior del pabellón. No tenía jardín, sino una extensión de tierra despejada que albergaba hierba, barro y un anémico ciprés italiano, cuyo aspecto sugería que anhelaba el trasplante. Se inclinaba hacia la única dependencia del pabellón, un cobertizo destartalado de techo agrietado.
La puerta carecía de cerradura, pomo o asa; tan solo contaba con una argolla, superviviente del descuido y las vicisitudes del clima. Cuando la empujó, un gozne se desprendió del marco, cayeron tornillos de la madera podrida, y la puerta se encajó en una estrecha depresión de la tierra húmeda, como si fuera su lugar natural. El resquicio resultante era lo bastante amplio para que pudiera pasar.
Esperó a que sus ojos se adaptaran al cambio de luz. No había ventanas, solo la luz grisácea del día, que se filtraba por las paredes y la puerta. Oyó que el perro olfateaba la base del ciprés. En el interior, solo oyó el ruido de su respiración, amplificada cuando rebotó en la pared opuesta.
Empezaron a tomar cuerpo formas. Lo que al principio era una plancha de madera que le llegaba a la cintura, cubierta por una peculiar variedad de otras formas, se convirtió en una mesa de trabajo sobre la que descansaban botes cerrados de pintura, entre los cuales yacían pinceles acartonados, rodillos petrificados y una pila de bandejas de aluminio. También había dos cajas de clavos y un tarro volcado, que había desparramado tornillos, tuercas y pernos. Todo estaba cubierto por una década de mugre, como mínimo.
Una telaraña colgaba entre dos botes de pintura. Tembló con sus movimientos, pero no había araña al acecho en su centro. Colin la atravesó con la mano y notó el roce fantasmal de los hilos sobre su piel. No dejaron huellas del mucílago producido para atrapar insectos voladores. El solitario arquitecto de la telaraña había emigrado mucho tiempo antes.
Daba igual. Se podía entrar en el cobertizo sin alterar su apariencia de desuso y su atmósfera decadente. Él lo había hecho.
Paseó la vista por las paredes, donde herramientas y útiles de jardinería colgaban de clavos: una sierra oxidada, una azada, dos palas y una escoba desmochada. Debajo, se retorcía una manguera verde. En el centro, se alzaba un cubo mellado. Colin examinó su interior. El cubo solo contenía un par de guantes de jardinería, con el pulgar y el índice de la mano derecha agujereados. Eran grandes, de hombre. Se amoldaban a sus manos. En el fondo del cubo, el metal brilló a la luz. Devolvió los guantes a su lugar y reanudó la búsqueda.
Un saco de semillas de césped, otro de fertilizante y un tercero de turba estaban apoyados contra una carretilla negra, que estaba colocada verticalmente en la esquina más alejada. Apartó los sacos y la carretilla para inspeccionar la pared. Una pequeña caja de madera llena de andrajos desprendía un tenue olor a roedores. Volcó la caja, vio que dos diminutos animales buscaban refugio bajo el banco de trabajo y removió los andrajos con la punta de la bota. No encontró nada, pero la carretilla y los sacos se veían tan inalterados como los demás objetos del cobertizo, lo cual no le sorprendió, pero acicateó sus pensamientos.
Había dos posibilidades, y les dio vueltas en la cabeza mientras devolvía todo a su lugar. Una se desprendía de la inconfundible ausencia de herramientas pequeñas. No había visto martillos para los clavos, destornilladores para los tornillos, ni llaves inglesas para las tuercas y pernos. Más aún, no había visto desplantadores ni extirpadores, pese a la presencia de rastrillo, azada y palas. Desembarazarse del desplantador o el extirpador habría resultado demasiado descarado, desde luego, pero desembarazarse de ambos era muy astuto.
La segunda posibilidad consistía en que no hubiera herramientas pequeñas desde un principio, que el señor Yarkin, desaparecido mucho tiempo atrás, se las hubiera llevado consigo, en su apresurada huida de Winslough, veinticinco años antes. Habrían constituido un extraño complemento de su equipaje, sin duda, pero quizá las necesitaba para su trabajo. ¿Qué era?, intentó recordar Colin. ¿Carpintero? ¿Por qué dejó la sierra, en ese caso?
Amplió el campo de sus elucubraciones. Si no había herramientas pequeñas en el pabellón, a ella no le habría costado mucho pedir prestadas las que necesitaba. Habría sabido dónde obtenerlas, puesto que habría podido aguardar el momento desde su puesto de vigilancia en Cotes Fell. Hasta habría podido esperar la ocasión en el pabellón. Al fin y al cabo, estaba asentado en el límite de la propiedad. Habría oído el ruido de un coche al pasar, y un rápido desplazamiento hasta la ventana habría revelado quién conducía.
Era lo más sensato. Aunque contara con sus propias herramientas, ¿para qué iba a correr el riesgo de utilizarlas, cuando podía coger las de Juliet y devolverlas después a su sitio, sin que nadie se enterara? Habría tenido que entrar en el jardín para llegar al sótano. Sí, así fue. Tenía el móvil, los medios y la oportunidad, y pese a que Colin notó que la certeza aceleraba su pulso, sabía que necesitaba pruebas más sólidas en qué basar sus sospechas.
Cerró la puerta y caminó sobre el barro en dirección al pabellón. Leo salió trotando del bosque, la imagen tópica del perro feliz, con el pelaje cubierto de pequeños terrones de humus y las orejas adornadas con hojas muertas ennegrecidas. Era un día especial para el animal: un paseo colina arriba, un poco de juego, la oportunidad de ensuciarse en el bosque. Nada de cobrar piezas, cuando podía hocicar alrededor de los robles como un cerdo en busca de trufas.
– Quédate ahí -ordenó Colin, y señaló un montón de hojas muertas próximo a la puerta. Llamó con los nudillos y esperó que él también pudiera celebrar algo aquel día.
La oyó antes de que abriera la puerta. Sus pasos resonaron sobre el suelo. El ruido de su respiración asmática acompañó la acción de descorrer los pestillos. Después, la mujer apareció ante él como una morsa sobre un pedazo de hielo, con una mano extendida sobre su enorme busto, como si la presión facilitara su respiración. Colin observó que la había interrumpido cuando se pintaba las uñas. Dos eran de color de aguamarina, y las otras tres no. Todas tenían una longitud inhumana.
– Por el sol y las estrellas -dijo la mujer-, si es el mismísimo señor C. Shepherd en persona.
Le miró de arriba abajo, y sus ojos se demoraron más rato en la entrepierna. Acosado por su mirada, Colin experimentó cierto calor en los testículos. Como si lo supiera, Rita Yarkin sonrió y emitió un suspiro de algo cercano al placer.
– Bien. ¿Qué deseas, señor C. Shepherd? ¿Ha venido cual respuesta venturosa a las plegarias de una doncella? Yo soy la doncella, por supuesto. No quisiera que malinterpretara mis palabras.
– Me gustaría pasar, si no tiene inconveniente.
– ¿De veras?
La mujer apoyó su peso sobre el quicio de la puerta. La madera gimió. Extendió la mano (una docena de esclavas, como mínimo, tintinearon como esposas alrededor de la muñeca) y acarició su pelo. Colin hizo un esfuerzo para no encogerse.
– Telarañas -dijo Rita Yarkin-. Ummmm. Aquí hay otra. ¿Dónde ha metido su bonita cabeza, cariño?
– ¿Puedo entrar, señora Yarkin?
– Rita. -Le miró de arriba abajo-. Dependerá de lo que quiera decir con «entrar». Hay montones de mujeres que le recibirían con los brazos abiertos donde y cuando a usted le apeteciera. Pero ¿yo? Bien, soy un poco especial con respecto a mis chicos. Siempre lo he sido.
– ¿Está Polly?
– Viene a por Polly, ¿verdad, señor C. Shepherd? Me pregunto por qué. ¿Le conviene, así de repente? ¿Le dio un revolcón en el sendero?
– Escuche, Rita, no quiero pelearme con usted. ¿Va a dejarme entrar, o he de volver más tarde?
La mujer jugueteó con uno de los tres collares que llevaba. Era de cuentas y plumas, con una cabeza de cabra tallada en madera como colgante.
– No se me ocurre qué puede interesarle.
– Quizá haya algo. ¿Cuándo llegó este año? -Se dio cuenta de su error de vocabulario cuando vio que la mujer torcía la boca-. ¿Cuándo llegó a Winslough? -rectificó.
– El veinticuatro de diciembre. Como siempre.
– Después de la muerte del vicario.
– Sí. No llegué a conocer al pobre hombre. A juzgar por lo que Polly decía de él y todo lo que ocurrió, me habría gustado leerle la palma. -Cogió la mano de Colin-. ¿Le leo la suya, cariño? -El se soltó-. Tiene miedo de conocer el futuro, ¿eh? Como la mayoría de la gente. Echemos un vistazo. Si las noticias son buenas, usted paga. Si las noticias son malas, mantengo la boca cerrada. ¿Le parece un buen trato?
– Permítame entrar.
La mujer sonrió y se apartó de la puerta.
– Adelante, cariño. ¿Ha empujado alguna vez a una mujer que pese ciento veinte kilos? Tengo más sitios donde me la puede meter de los que imagina.
– Perfecto -dijo Colin. Pasó junto a ella. Llevaba suficiente perfume para impregnar todo el pabellón. Se proyectaba en oleadas, como el calor de un fuego. Procuró no respirar.
Estaban de pie en una angosta entrada que hacía las veces de porche auxiliar. Colin se desató las botas manchadas de barro y las dejó entre las botas de agua, paraguas e impermeables. Procedió con parsimonia con el fin de observar lo que contenía el porche. Tomó nota en especial de lo que se erguía al lado de un cubo de basura lleno de coles de bruselas podridas, huesos de cordero, cuatro paquetes vacíos de Custard Cremes, los restos de un desayuno compuesto por pan frito y bacón, y una lámpara rota sin pantalla. Se trataba de una cesta, que contenía patatas, zanahorias, tuétanos y una lechuga.
– ¿Polly ha ido al mercado? -preguntó.
– Anteayer. Lo trajo a mediodía.
– ¿Suele traer chirivías para cenar?
– Claro, y más cosas. ¿Por qué?
– Porque no hace falta comprarlas. Se encuentran silvestres en algunas partes. ¿Lo sabía?
Rita tocó con una larguísima uña el colgante en forma de cabeza de cabra. Jugueteó con un cuerno, después con el otro. Dedicó una caricia sensual a la barba. Contempló a Colin con aire pensativo.
– ¿Qué pasa si lo sé?
– Me preguntaba si se lo había contado a Polly. Sería tirar el dinero comprar en la verdulería lo que se puede sacar del suelo.
– Es verdad, pero a mi Polly no le gusta mucho escarbar, señor agente. Nos gusta la vida natural, no se equivoque, pero Polly no es de las que van gateando por el bosque, como una que yo me sé. Polly tiene cosas mejores que hacer.
– Pero conoce las plantas. Forma parte del Arte. Es necesario conocer los diferentes tipos de madera para quemar, y también las hierbas. ¿No exige su uso el ritual?
Rita adoptó una expresión indiferente.
– El ritual exige utilizar más cosas de las que usted sabe o comprende, señor C. Shepherd, y no pienso revelarle ninguna.
– ¿Las hierbas son mágicas?
– Muchas cosas son mágicas, pero todas proceden de la voluntad de la Diosa, alabado sea Su nombre, tanto si se utiliza la luna, las estrellas, la tierra o el sol.
– O las plantas.
– O el agua, el fuego, lo que sea. La magia surge de la voluntad del suplicante y la voluntad de la Diosa. No basta con preparar pociones y beberías.
Entró en la cocina, abrió el grifo y empezó a llenar una tetera.
Colin aprovechó la oportunidad para completar su examen del porche. Albergaba una extravagante variedad de posesiones de las Yarkin, desde dos ruedas de bicicleta sin los neumáticos hasta un ancla oxidada a la que faltaba una punta. La cesta de un gato huido mucho tiempo atrás ocupaba una esquina, y estaba abarrotada de libros en rústica, en cuyas portadas aparecían mujeres de busto impresionante ceñidas en los brazos de hombres que se disponían a violarlas. La desesperación salvaje del amor relumbraba en una portada. El hijo perdido de la pasión adornaba otra. Si una colección de herramientas estaba oculta en el porche, entre las cajas de cartón llenas de ropa vieja, la antigua aspiradora Hoover y la tabla de planchar, sería necesario el decimotercer trabajo de Hércules para encontrarla.
Colin se reunió con Rita en la cocina. La mujer se había sentado a la mesa, donde entre los restos del café de mediodía y los bollos, había vuelto a pintarse las uñas. El olor de la laca se esforzaba con valentía por imponerse a su perfume y al olor a grasa de bacón, que parecía crujir en una sartén colocada sobre el fogón. Colin sustituyó la sartén por la tetera. Rita le dio las gracias con un gesto del pincel para las uñas, y Colin se preguntó qué le había inspirado su elección de color y dónde había conseguido comprarlo.
– He venido por atrás -dijo, con el fin de plantear con cautela el propósito de su visita.
– Ya me he dado cuenta, bombón.
– Por el jardín, quiero decir. Eché un vistazo al cobertizo. Está en mal estado, Rita. Los goznes de las puertas están sueltos. ¿Quiere que los repare?
– Vaya, una idea excelente, señor agente.
– ¿Tiene herramientas?
– Las habrá en algún sitio.
Extendió el brazo derecho con languidez y examinó sin interés aparente su mano.
– ¿Dónde?
– No lo sé, amor.
– ¿Y Polly?
La mujer agitó la mano.
– ¿Ella las utiliza, Rita?
– Tal vez sí, tal vez no. Da la impresión de que no tengamos mucho interés en la mejora de la casa, ¿verdad?
– Es muy típico, diría yo. Cuando las mujeres no tienen a un hombre en casa durante un largo período de tiempo…
– No me refería a Polly y a mí, sino a usted y yo. ¿O forma parte de su trabajo en los últimos tiempos colarse por jardines traseros, husmear en cobertizos y ofrecerse a repararlos a damas indefensas?
– Somos viejos amigos. Me encantaría ayudarlas.
La mujer estalló en carcajadas.
– Apuesto a que sí. Encantado como un carnero en celo, señor agente, de prestar su ayuda. Apuesto a que si se lo pregunto a Polly, me dirá que se ha dejado caer por aquí una o dos veces a la semana desde hace años, con la intención de ayudarla en sus tareas.
Posó la mano izquierda sobre la mesa y cogió la laca.
La tetera empezó a hervir: Colin fue a buscarla. Rita ya había preparado dos tazas gruesas para el agua. En el fondo de cada una se veía un montoncito de lo que aparentaban ser cristales de café instantáneo. Una taza ya había sido utilizada, a juzgar por la mancha de lápiz de labios. La otra, decorada con la palabra Piscis, sobre la cual nadaba un pez verde plateado en una corriente de barniz azul agrietado, debía ser para él. Vaciló un instante antes de verter el agua, e inclinó la taza hacia él para examinarla, lo más subrepticiamente posible.
Rita le guiñó el ojo.
– Adelante, corazón. Arriésguese un poquito. Todos hemos de hacerlo alguna vez, ¿no?
Rió y agachó la cabeza para seguir pintándose las uñas.
Colin vertió el agua. Solo había una cuchara sobre la mesa, ya utilizada, a juzgar por su aspecto. Su estómago se revolvió al pensar que debería introducirla en el agua, pero supuso que el agua hirviente actuaría como agente esterilizante, la hundió con rapidez y le dio unas cuantas vueltas veloces. Bebió. Era café, sin duda.
– Voy a buscar esas herramientas -dijo, y se llevó la taza al comedor, donde la dejó sobre la mesa y procuró olvidarla.
– Busque lo que quiera -dijo Rita-. Lo único que ocultamos está debajo de nuestras faldas. Avíseme si desea echarle un vistazo.
La carcajada de la mujer le siguió desde el comedor, donde una apresurada exploración en un aparador reveló un juego de platos y varios manteles que olían a bolas de naftalina. Al pie de la escalera, un estragado revistero contenía copias amarillentas de un periódico londinense. Una rápida ojeada demostró que una de las Yarkin solo había salvado los artículos más suculentos, que versaban sobre bebés de dos cabezas, cadáveres que daban a luz en el interior de ataúdes, niños lobo de los circos y el relato verídico de visitantes extraterrestres en un convento de Southend-on-Sea. Tiró del único cajón y se encontró investigando pequeños pedazos de madera. Reconoció el olor a cedro y pino. Una hoja seguía sujeta al laurel. Le habría costado identificar los demás, pero no sucedería lo mismo a Polly y su madre. Los reconocerían por el color, la densidad y el aroma.
Subió la escalera a toda prisa, sabiendo que Rita pondría fin a su búsqueda en cuanto descubriera el límite de la diversión que le proporcionaba. Miró a derecha e izquierda, calculó las posibilidades que ofrecían un baño y dos dormitorios. Frente a él se alzaba un arcón forrado de piel, sobre el cual descansaba una estatua de bronce rechoncha y carente de todo atractivo, que plasmaba a un ser masculino erecto y cornudo. Al otro lado del pasillo bostezaba un aparador, del que sobresalían mantelerías y diversos objetos. Decimocuarto trabajo de Hércules, pensó. Se dirigía hacia el primer dormitorio cuando Rita le llamó.
No hizo caso, llegó a la puerta y blasfemó. La mujer era una perezosa. Llevaba en el pabellón más de un mes y aún no había deshecho del todo su gigantesca maleta. Lo que no se derramaba de ella estaba tirado en el suelo, sobre el respaldo de dos sillas y al pie de la cama revuelta. Un tocador cercano a la ventana tenía todo el aspecto de haber sido el decorado de una investigación policial. Cosméticos y un muestrario circular de laca para las uñas invadían su superficie, con una impresionante pátina de polvo de tocador extendida sobre todo, como polvo para tomar huellas dactilares. Del pomo de la puerta colgaban collares, y también de los postes de la cama. Varias bufandas serpenteaban sobre el suelo entre zapatos descartados. Cada centímetro de la habitación parecía desprender el olor de Rita: fruta madura a punto de pudrirse, en parte, y mujer de edad necesitada de un baño, por otra.
Llevó a cabo una inspección superficial del tocador. Siguió con el ropero, y después se arrodilló para mirar debajo de la cama. Su único descubrimiento fue que allí se almacenaban rollos de lana, un gato negro de peluche con el lomo arqueado y el pelaje erizado, y «Rita sabe y ve», impreso en una pancarta sujeta a la cola.
Fue al baño. Rita le llamó por segunda vez. Colin no contestó. Revolvió una pila de toallas que descansaba sobre un estante, junto con productos de limpieza, trapos de fregar, dos clases de desinfectantes, la reproducción medio rota de alguna lady Godiva erguida sobre una concha de almeja (se cubría las partes pudendas y su aspecto era tímido) y un sapo de cerámica.
Tenía que haber algo en alguna parte del pabellón. Lo presentía con tanta solidez como poseía el suelo de linóleo verde que pisaba. Si no eran herramientas, sería otra cosa y comprendería su significado.
Abrió el cristal del botiquín y rebuscó entre aspirinas, enjuagues, pasta de dientes y laxantes. Investigó los bolsillos de un albornoz que colgaba detrás de la puerta. Alzó un montón de libros en rústica abandonados sobre la cisterna del retrete, los ojeó y los dejó en el borde de la bañera. Entonces, lo encontró.
Primero, fue el color lo que llamó su atención: una franja color espliego que destacaba contra la pared amarilla del cuarto de baño, encajada detrás de la cisterna para ocultarla a la vista. Un libro, no muy grande, de unos doce por veintidós centímetros, y delgado, con el título borrado del lomo. Utilizó un cepillo de dientes cogido del botiquín para empujar el libro hacia arriba. Cayó al suelo, junto a un trapo de franela enrollado, y por un momento se limitó a leer el título, saboreando la sensación de que sus sospechas se hubieran confirmado.
Magia alquímica: hierbas, especias y plantas.
¿Por qué habría pensado que la prueba sería un desplantador, un extirpador de tres púas o una caja de herramientas? Si ella las hubiera utilizado, si las hubiera tenido, para empezar, habría sido muy sencillo deshacerse de ellas. Enterrarlas en algún lugar de la propiedad, quemarlas en el bosque. Sin embargo, aquel delgado volumen de incriminación revelaba la verdad de lo ocurrido.
Abrió el libro al azar, leyó los títulos de los capítulos, cada vez más seguro. «El potencial mágico de la cosecha», «Planetas y plantas», «Cualidades y aplicaciones de la magia». Sus ojos cayeron sobre las instrucciones de uso. También leyó las advertencias añadidas.
– «Cicuta, cicuta» -murmuraba mientras pasaba las páginas.
Su ansia de información aumentó, y los datos sobre la cicuta aparecieron como si hubieran estado esperando la oportunidad de saciarle. Leyó. Volvió más páginas, leyó de nuevo. Las palabras saltaban a sus ojos, y brillaban como un fluorescente en el cielo nocturno. Por fin, la frase «cuando la luna está llena» le detuvo.
La miró, indefenso ante los recuerdos, y pensó no, no, no. Experimentó rabia, dolor y una opresión en el pecho.
Ella estaba acostada, le había pedido que abriera las cortinas, contempló la luna. Era el anaranjado sangriento del otoño, un disco lunar tan grande que parecía al alcance de la mano. La luna de la cosecha, Col, había susurrado Annie. Y después, apartó la vista de la ventana y se sumió en el coma que la había conducido a la muerte.
– No -susurró Colin-. Annie, no. No.
– ¿Señor C. Shepherd? -le llamó Rita desde abajo, más cerca que antes. Estaba a punto de subir la escalera-. ¿Se divierte mucho con mi ropa interior?
Colin forcejeó con los botones de su camisa de lana, deslizó el libro en el interior, lo aplastó contra su estómago y lo encajó bajo la cintura de sus pantalones. Se sentía mareado. Lanzó una mirada hacia el espejo y vio que sus mejillas se habían ruborizado. Se quitó las gafas y aplicó agua helada a su cara, hasta que, gracias al dolor provocado por el frío, se produjo la anestesia.
Se secó la cara y estudió su reflejo. Pasó las dos manos por el pelo. Miró su piel y examinó los ojos, y cuando se sintió preparado para hacer frente a Rita con ecuanimidad, se encaminó hacia la escalera.
La mujer aguardaba al pie, y descargó su puño sobre la barandilla. Sus cuentas repiquetearon. Su triple papada osciló.
– ¿A qué se dedica, señor agente Shepherd? No parece que sea a las puertas de los cobertizos, y tampoco se trata de una visita de cortesía.
– ¿Conoce los signos del zodíaco? -preguntó mientras bajaba. La serenidad de su voz le asombró.
– ¿Por qué? ¿Quiere saber si usted y yo somos compatibles? Claro que los conozco. Aries, Cáncer, Virgo, Sagi…
– Capricornio.
– ¿Es el suyo?
– No, yo soy Libra.
– Las balanzas. Es muy bueno. Apropiado para su profesión.
– De octubre. ¿Cuándo empieza Capricornio? ¿Lo sabe, Rita?
– Pues claro. ¿Con quién cree que está hablando, con algún mendigo callejero? En diciembre.
– ¿Cuándo?
– Empieza el veintidós y dura un mes. ¿Por qué? ¿Le ha causado ella más problemas de los que suponía?
– Es un capricho.
– Yo también tengo un par.
Rita transportó su enorme peso hasta la cocina, donde se paró ante la puerta que daba al porche y agitó los dedos en dirección a Colin, con el típico gesto de «ven-con-mamá», entorpecido por el cuidado que puso en evitar que sus uñas recién pintadas se estropearan.
– Su parte del trato -dijo.
Cuando comprendió a qué se refería, las piernas de Colin flaquearon.
– ¿Trato? -preguntó.
– Venga aquí, cariño. No hay nada que temer. Solo me cepillo a los tauros. Extienda la palma. Colin recordó.
– Rita, no creo en…
– La palma.
Repitió el ademán, en esta ocasión con más energía.
Colin colaboró. Al fin y al cabo, la mujer bloqueaba su única vía de escape.
– Oh, qué mano más bonita.
Rita recorrió con los dedos su palma, casi rozándola. Dejó un círculo de caricias en su muñeca.
– Muy bonita -repitió, con los ojos cerrados-. Muy, muy bonita. Manos de hombre. Manos perfectas para un cuerpo femenino. Manos de placer. Encienden hogueras en la carne.
– No me parece una gran suerte.
Intentó soltarse. Rita aumentó la presión, con una mano sobre la muñeca de Colin y la otra sujetando sus dedos. No tenía escapatoria.
Rita dio vuelta a su mano y la posó sobre uno de sus montículos de carne. Colin supuso que era un pecho. Rita le apretó fuertemente los dedos.
– Como esto, ¿no, señor agente? Nunca había tocado algo semejante, ¿verdad?
Era cierto. No percibía el tacto de una mujer, sino que tuvo la impresión de aplastar una capa cuádruple de masa de pan apelmazada. La caricia poseía el atractivo de aferrar un puñado de arcilla seca.
– ¿Quiere que estimule su deseo, cariñín, ummm?
Las pestañas de Rita estaban cargadas de rímel. Creaban una media luna de patas de gallo sobre sus mejillas. Su pecho subió y bajó con un suspiro tembloroso, y Colin percibió un fuerte olor a cebolla.
– Que el Dios con cuernos le prepare -murmuró Rita-. El hombre para la mujer, el arado para el campo, dispensador de placer y fuerza vital. Aaaa-iiii-oooo-uuuu.
Colin notó el pezón, grande y erecto, y su cuerpo reaccionó, pese a la repugnante perspectiva de los dos… Rita Yarkin y él… Aquella ballena con un turbante rosa y escarlata… Aquella bola de grasa cuyos dedos ascendían por su brazo, que arrojaba un hechizo a su cara, e iniciaban un sugestivo descenso hacia su pecho…
Soltó la mano. Los ojos de Rita se abrieron de repente. Su aspecto era confuso y desenfocado, pero un movimiento de su cabeza los serenó. Rita estudió su rostro y leyó lo que Colin era incapaz de ocultar. Lanzó una risita, luego una carcajada, se apoyó en la encimera y aulló.
– Pensaba… Pensaba… que usted y yo… -Más carcajadas interrumpieron las palabras. Se formaron lágrimas en los surcos que cercaban sus ojos. Por fin, se controló-. Ya le he dicho, señor C. Shepherd, que cuando deseo a un hombre, ha de ser un Tauro. -Se sonó con un paño de cocina y extendió la mano-. Traiga. Deme la mano. Se han terminado las oraciones que revuelven su estómago.
– He de irme.
– Pero no lo hará.
Chasqueó los dedos y señaló su mano. Seguía impidiendo su huida, de modo que se la entregó. Hizo lo posible para que su expresión comunicara lo poco que le gustaba aquel juego.
Rita le arrastró hacia el fregadero, donde había mejor luz.
– Estupendas líneas -dijo-. Indican a la perfección el nacimiento y el matrimonio. El amor… -Vaciló, frunció el ceño y enarcó una ceja-. Póngase detrás de mí -ordenó.
– ¿Qué?
– Obedezca. Deslice su mano bajo mi brazo, para que pueda ver mejor. -Colin vaciló-. No se trata de ninguna treta. Hágalo, ahora mismo.
Colin obedeció. Debido a la envergadura de la mujer, no pudo ver qué hacía, pero notó que las yemas de sus dedos recorrían su palma. Por fin, Rita cerró su mano y la soltó.
– Bien -dijo en tono desenvuelto-, no hay mucho que ver, pese a sus protestas. Solo lo normal. Nada importante. Nada preocupante.
Abrió el grifo del fregadero y se dedicó a lavar tres vasos en que los residuos de leche habían formado una película.
– Está cumpliendo su parte del trato, ¿verdad? -dijo Colin.
– ¿Cuál es, bombón?
– Mantener la boca cerrada.
– ¿Qué más da? Al fin y al cabo, no cree en eso.
– Pero usted sí, Rita.
– Yo creo en montones de cosas, lo cual no significa que sean reales.
– Aceptado. Bien, infórmeme. Yo decidiré.
– Creía que tenía cosas importantes que hacer, señor agente. ¿No estaba a punto de marcharse?
– Me está dando largas.
La mujer se encogió de hombros.
– Quiero una respuesta.
– No puede obtener todo lo que desea, dulzura, pese a que en este momento lo está consiguiendo.
Rita alzó el vaso hacia la luz que entraba por la ventana. Estaba casi tan sucio como cuando había empezado. Cogió el detergente y dejó caer unas gotas. Lo colocó bajo el agua y lo frotó vigorosamente con una esponja.
– ¿Qué quiere decir?
– No haga preguntas imbéciles. Es un tío bastante listo. Piense.
– ¿Es esa la interpretación? Muy conveniente para usted, Rita. ¿Eso es lo que explica a los crédulos que le pagan fortunas en Blackpool?
– Basta.
– Usted y Polly siempre utilizan la misma patraña. Piedras, palmas y cartas de tarot. Un simple juego. Buscan una debilidad y se aprovechan de ella para ganar dinero.
– Su ignorancia no merece el esfuerzo de una respuesta.
– Una excelente maniobra, ¿verdad? Ofrece la otra mejilla, pero saca algo a cambio. ¿Va de eso el Arte? ¿Mujeres amargadas cuyo único objetivo es torturar a los demás? Un hechizo aquí, una maldición allí, y qué más da, porque si alguien sale perjudicado, solo lo sabrá uno de los miembros del gremio. Y todos callan como muertos, ¿verdad, Rita? Es la ventaja de pertenecer a un cónclave de brujas.
Rita siguió lavando los vasos. Se rompió una uña. Cogió otro vaso.
– Amor y muerte -dijo-. Amor y muerte. Tres veces.
– ¿Qué?
– Su palma. Un único matrimonio, pero amor y muerte tres veces. Muerte. Por todas partes. Usted es un sacerdote de la muerte, señor agente.
– Oh, ya lo creo.
Rita volvió la cabeza, sin dejar de lavar.
– Lo dice su palma, muchachito. Y las líneas no mienten.
St. James se había sentido muy desorientado la noche anterior. Tendido en la cama, mientras miraba las estrellas por la claraboya, pensaba en la demencial inutilidad del matrimonio. Conocía bien aquella plasmación cinematográfica de las relaciones, a cámara lenta, la-pareja-corriendo-por-una-playa-desde-lados-opuestos-hasta-encontrarse-en-un-abrazo-apasionado-antes-del-fundido-en-negro, capaz de convencer al romántico oculto en cada persona de que le aguardaba toda una vida de felicidad. También sabía que la realidad demostraba, con despiadada precisión, que si existía algún tipo de felicidad, nunca duraba demasiado, y cuando alguien le abría la puerta, se enfrentaba a la posibilidad de dar paso a la amargura, la irritación, o algún invitado similar que exigiera a gritos sus atenciones. En ocasiones, resultaba muy descorazonador hacer frente a la mezquindad de la vida. Había estado a punto de decidir que la única forma razonable de tratar con una mujer no era en absoluto como cuando Deborah se deslizaba hacia él desde el otro lado de la cama.
– Lo siento -había murmurado su mujer, antes de apoyar la mano sobre su pecho-. Eres mi chico favorito.
Se volvió hacia ella, y Deborah apretó la frente contra su hombro. El posó la mano sobre su nuca y percibió el peso considerable de su cabello, y también la suavidad infantil de su piel.
– Me alegro -susurró a modo de respuesta-, porque tú eres mi chiquilla favorita. Siempre lo has sido, y siempre lo serás.
Oyó que bostezaba.
– Me resulta muy difícil -murmuró Deborah-. Veo el sendero, pero el primer paso me cuesta mucho. Siempre me da problemas.
– La vida es así. Quizá no exista otra forma de aprender.
La acunó. Se dio cuenta de que el sueño se estaba apoderando de ella. Experimentó el deseo de reanimarla, pero besó su frente y la soltó.
No obstante, durante el desayuno, había mantenido la cautela, diciéndole que, aunque era su Deborah, también era una mujer, más veleidosa que la mayoría. En parte, lo que más disfrutaba de su vida en común era lo inesperado. El editorial de un periódico que insinuara la posibilidad de que la policía hubiera inventado una acusación contra un sospechoso de pertenecer al IRA bastaba para que Deborah montara en cólera y decidiera organizar una odisea fotográfica hasta Belfast o Derry para «averiguar la verdad, por Dios». Un reportaje sobre el trato cruel a los animales la arrastraba a la calle para manifestar su repulsa. La discriminación contra los enfermos del sida la disparaba hacia el primer hospital que encontraba donde aceptaban a voluntarios que leyeran, hablaran y ofrecieran amistad a los pacientes. Por ello, St. James nunca estaba seguro de qué humor la encontraría cuando salía del laboratorio y bajaba la escalera para comer o cenar con ella. La única certidumbre de su vida en común con Deborah era que no existía ninguna certidumbre.
Por lo general, aplaudía su naturaleza apasionada. Era la persona más vital que conocía, pero vivir a tope también exigía que ella se sintiera a tope, de manera que si sus puntos álgidos eran delirantes y apasionados, sus depresiones rechazaban toda esperanza. Lo que más le preocupaba eran esos momentos bajos, que le impulsaban a aconsejar cierto control. «Procura no dejarte llevar por tus sentimientos», era el consejo que siempre acudía a su mente. Idéntica receta se autoprescribía, lección aprendida mucho tiempo atrás. Decirle que no sintiera era tan efectivo como decirle que no respirara. Además, se había aficionado al torbellino de sentimientos en que Deborah vivía. Al menos, le impedía aburrirse.
Deborah liquidó los gajos de pomelo y le miró.
– Lo que pasa es que necesito centrarme en algo -anunció-. No me gusta mi forma de fluctuar. He de centrar mi campo de visión. He de adoptar un compromiso y serle fiel.
– Estupendo. Eso es muy importante -contestó St. James, mientras se preguntaba de qué demonios estaba hablando.
Aplicó mantequilla a una tostada triangular. Ella reaccionó a su aprobación con vigorosos asentimientos y, con entusiasmo gastronómico, golpeó el huevo duro con la cuchara. Como no parecía dispuesta a proporcionar más información. St. James prosiguió.
– Fluctuar te hace sentir como si carecieras de base, ¿no crees? -ensayó.
– Simon, has dado en el clavo. Siempre me comprendes.
St. James se palmeó mentalmente en la espalda.
– Una decisión acerca del deseo concreto proporciona una base, ¿verdad?-dijo.
– Desde luego.
Deborah atacó con alegría su tostada. Miraba por la ventana el día gris, la calle mojada, los edificios sucios y tristes. Sus ojos se iluminaron a causa de las oscuras posibilidades que ofrecían el frío reinante y el deprimente entorno.
– Bien -dijo St. James, con el fin de recabar más información-, ¿sobre qué has centrado tu campo de visión?
– Aún no lo he decidido por completo.
– Oh.
Deborah cogió la mermelada de fresa y dejó caer una cucharada sobre el plato.
– Excepto revisar lo que he hecho hasta el momento. Paisajes, bodegones, retratos. Edificios, puentes, interiores de hoteles. He sido el eclecticismo personificado. Es lógico que no me haya granjeado una reputación. -Esparció mermelada sobre la tostada y la agitó hacia él-. La cuestión es que debo tomar una decisión sobre qué clase de fotografías me satisfacen más. He de seguir mi instinto. Se acabó hacer cualquier cosa cuando alguien me ofrece trabajo. No sobresalgo en nada. Nadie lo consigue, en realidad, pero puedo sobresalir en algo. Al principio, cuando iba al colegio, pensé que serían los retratos. Después, me decanté por los paisajes y los bodegones. Ahora, me lanzo a cualquier propuesta comercial que me sale. Eso no es bueno. Ha llegado el momento de adquirir un compromiso.
Durante su paseo matutino al ejido, donde Deborah entregó a los patos los restos de su tostada, y mientras examinaban el monumento conmemorativo de la Primera Guerra Mundial, con su soldado solitario, la cabeza gacha y el rifle extendido, Deborah habló de arte. Los bodegones proporcionaban abundantes posibilidades -¿sabía St. James lo que los norteamericanos estaban haciendo con flores y pintura? ¿Había visto los estudios de metal cortado, calentado y tratado con ácido? ¿Conocía las pinturas de frutas de Yoshida?-, pero por otra parte, resultaban muy distantes, ¿no? Fotografiar un tulipán o una pera no implicaba un excesivo riesgo emocional. Los paisajes eran adorables -qué reto el de ser fotógrafo viajero, trabajar en África u Oriente, ¿a que sería estupendo?-, pero solo exigían buen ojo para la composición, tacto para la iluminación, conocimiento de los filtros y la película, simple técnica. Mientras que los retratos… Bien, existía el factor confianza, que debía establecerse entre artista y modelo. Y la confianza exigía riesgo. Los retratos obligaban a ambas partes a exponer su interior. La fotografía de un cuerpo, si el fotógrafo era bueno, capturaba la personalidad oculta. Cautivar el corazón y la mente del modelo, ganarse su confianza, capturar su autenticidad, eso era plasmar la realidad de la vida.
St. James, siempre algo cínico, no habría invertido dinero en la posibilidad de que la mayoría de la gente poseyera mucha «autenticidad» bajo su superficie exterior, pero se sentía muy satisfecho de la conversación con Deborah. Cuando ella empezó a hablar, intentó calibrar sus palabras, tono y expresión, por si suponían otra maniobra destinada a evitar confrontaciones. Anoche, cuando había invadido su territorio, Deborah se había disgustado. No desearía que se repitiera la situación. Sin embargo, cuanto más hablaba -sopesando esta posibilidad, rechazando aquella, analizando sus motivos en cada ocasión-, más tranquilizado se sentía St. James. Su esposa hacía gala de una energía ausente durante los últimos diez meses. Fueran cuales fuesen sus motivos de hablar sobre su futuro profesional, el estado de ánimo que, al parecer, inspiraba era mucho más agradable que su anterior depresión. De modo que cuando Deborah montó la Hasselblad sobre el trípode, dijo: «Hay buena luz ahora», y quiso que posara en la desierta terraza al aire libre de Crofters Inn, con el fin de poner a prueba su buen ojo para los retratos, permitió que le fotografiara desde todos los ángulos posibles, durante más de una hora a pesar del frío, hasta que recibió la llamada de Lynley.
– Me parece que no quiero hacer retratos de estudio convencionales -estaba diciendo Deborah-. No quiero gente que pose para sus fotos de aniversario. No me importaría que me solicitaran para algo especial, pero quiero trabajar sobre todo en la calle y en sitios públicos. Quiero descubrir rostros interesantes, y desarrollar mi arte a partir de ahí.
Entonces, Ben Wragg anunció desde la puerta trasera del hostal que el inspector Lynley deseaba hablar con el señor St. James.
El resultado de aquella conversación -Lynley gritaba para imponerse al ruido de unas obras en la carretera, que al parecer incluían explosivos de escasa potencia- fue una excursión a la catedral de Bradford.
– Buscamos una relación entre ellos -dijo Lynley-. Quizá el obispo nos la pueda proporcionar.
– ¿Y tú?
– Tengo una cita con el DIC de Clitheroe. Después, con el patólogo forense. Formalidades, sobre todo, pero hay que hacerlo.
– ¿Viste a la señora Spence?
– Y a la hija también.
– ¿Y?
– No sé. Estoy inquieto. No me caben demasiadas dudas de que la Spence lo hizo y sabía lo que estaba haciendo. Dudo mucho más que se trate de un asesinato convencional. Hemos de saber más sobre Sage. Hemos de descubrir el motivo de que abandonara Cornualles.
– ¿Alguna corazonada?
Oyó el suspiro de Lynley.
– En este caso, espero que no, St. James.
Y así, con Deborah al volante del coche alquilado y tras una llamada telefónica para confirmar que serían recibidos, recorrieron la considerable distancia hasta Bradford, después de bordear Pendle Hill y desviarse hacia el norte de Keighley Moor.
El secretario del obispo de Bradford les recibió en la residencia oficial, no lejos de la catedral del siglo quince que era la sede de su ministerio. Era un joven dentudo que llevaba una agenda encuadernada en cuero marrón bajo el brazo y pasaba continuamente las páginas de borde dorado, como para recordarles que el obispo tenía el tiempo limitado y la suerte de que les hubiera concedido una entrevista de media hora. No les condujo a un estudio, biblioteca o sala de conferencias, sino hasta una escalera trasera que descendía a un pequeño gimnasio privado. Además de un espejo que abarcaba una pared, la sala albergaba una bicicleta de ejercicios, una máquina de remar y un complicado artefacto para levantar pesas. También albergaba a Robert Glennaven, obispo de Bradford, que estaba ocupado en empujar, forcejear, trepar y, por lo demás, atormentar su cuerpo en una cuarta máquina, consistente en ruedas y bastones móviles.
– Señor obispo -dijo el secretario.
Se encargó de las presentaciones, se volvió en redondo y se sentó en una silla de respaldo recto, al pie de la escalera. Enlazó las manos sobre la agenda, abierta significativamente ahora en la página apropiada, se quitó el reloj de la muñeca, lo colocó sobre su rodilla y posó sus estrechos pies en el suelo.
Glennaven les saludó con un brusco cabeceo y se secó el sudor de su cabeza calva y brillante. Llevaba pantalones gris de chándal y una camiseta negra desteñida, con la inscripción «Décimo maratón de la UNICEF» por encima de la fecha 4 de mayo. Manchas y círculos de sudor aparecían en los pantalones y la camiseta.
– Es la hora de ejercicios de su Gracia -anunció de manera innecesaria el secretario-. Tiene otra cita dentro de una hora, y querrá ducharse antes. Les ruego que lo tengan presente.
No había más asientos en la sala que los proporcionados por los aparatos. St. James se preguntó cuántos invitados inesperados o indeseables se habrían sentido impulsados a limitar sus visitas al obispo después de estar de pie todo el rato.
– El corazón -dijo Glennaven, y señaló su pecho con el pulgar antes de tocar un mando de la máquina. Resoplaba y hacía muecas mientras hablaba. No era un entusiasta del ejercicio, sino un hombre al que no cabía otra opción-. Me queda otro cuarto de hora. Lo siento. No puedo parar, o su efecto benéfico disminuye. Eso me dijo el cardiólogo. A veces, creo que recibe comisión de los sádicos que inventaron estas máquinas infernales. -Saltó, embistió y continuó sudando-. Según el diácono -ladeó la cabeza en dirección al secretario-, Scotland Yard desea información, al estilo habitual de la gente que desea algo en nuestra era moderna. Para ayer, si es posible.
– Muy cierto -dijo St. James.
– No sé si podré decirles algo útil. Dominic -otro movimiento de cabeza hacia la escalera- quizá les diga algo más. Él asistió a la encuesta.
– Atendiendo a su solicitud, si no me equivoco.
El obispo asintió. Gruñó a causa del esfuerzo suplementario. Las venas se destacaban sobre su frente y brazos.
– ¿Su procedimiento habitual es enviar a la encuesta a otra persona?
El obispo sacudió la cabeza.
– Nunca habían envenenado a uno de mis vicarios. Carecía de procedimiento.
– ¿Lo haría de nuevo si otro sacerdote muriera en circunstancias dudosas?
– Dependería del vicario. Si fuera como Sage, sí.
El hecho de que el obispo sacara el tema a colación facilitó el trabajo de St. James. Para celebrarlo, tomó asiento en el banco de la máquina de pesas. Deborah se acomodó sobre la bicicleta de ejercicios. Cuando se movieron, Dominic dirigió una mirada de censura al obispo. Nuestros planes se han frustrado, decía su expresión. Tabaleó sobre el reloj, como para asegurarse de que todavía funcionaba.
– Se refiere a un hombre proclive a ser envenenado de manera deliberada -dijo St. James.
– Queremos clérigos que se dediquen a su ministerio -respondió el obispo entre gruñidos-, sobre todo en parroquias donde las recompensas terrenales sean mínimas, en el mejor de los casos, pero el celo acarrea consecuencias negativas. La gente lo considera ofensivo. Los fanáticos esgrimen espejos y piden a los feligreses que miren su reflejo.
– ¿Sage era un fanático?
– En opinión de algunos.
– ¿De usted?
– Sí, pero hasta cierto punto. Soy muy tolerante con el activismo religioso, incluso cuando no es políticamente aconsejable. Era un tipo decente. Tenía una buena mente. Quería utilizarla, pero el celo causa problemas. Así que envié a Dominic a la encuesta.
– Según tengo entendido, quedó satisfecho con lo que oyó -dijo St. James al diácono.
– Ningún testimonio recogido por la parte declarante indicó que el ministerio del señor Sage fuera deficiente.
El tono sosegado y neutro del diácono debía serle de mucha utilidad en los círculos político-religiosos en que se movía. Sin embargo, no añadió gran cosa a lo que ya sabían.
– ¿Y en lo concerniente al propio señor Sage? -preguntó St. James.
El diácono pasó la lengua sobre sus dientes salidos y eliminó un hilo de la solapa de su chaqueta negra.
– ¿Sí?
– ¿Era deficiente?
– En lo que concierne a la parroquia, y por la información que reuní debido a mi asistencia a la encuesta…
– En su opinión, quiero decir. Debía conocerle bastante bien.
– Nadie es capaz de alcanzar la perfección -fue la meliflua respuesta del diácono.
– La verdad, los non sequitur son muy poco eficaces a la hora de investigar una muerte prematura -comentó St. James.
Dio la impresión de que el cuello del diácono se alargaba cuando alzó la barbilla.
– Si espera algo más, tal vez algún comentario crítico, debo comunicarle que no tengo la costumbre de juzgar a mis hermanos clérigos.
El obispo lanzó una risita.
– No digas disparates, Dominic. Casi siempre te pones a emitir juicios como el mismísimo san Pedro. Dile a ese hombre lo que sabes.
– Su Gracia…
– Dominic, chismorreas como una colegiala de diez años. Siempre lo has hecho. Ahora, abandona los rodeos antes de que me baje de esta condenada máquina y te suelte un capón. Perdón, querida señora -dijo a Deborah, que sonrió.
Dio la impresión de que el diácono hubiera olido algo desagradable, pero se viera obligado a fingir que eran rosas.
– Muy bien -dijo-. Me parecía que el señor Sage era algo estrecho de miras. Todos sus puntos de referencia eran exclusivamente bíblicos.
– Yo diría que eso no es un defecto en un clérigo -observó St. James.
– Tal vez sea el peor defecto de un clérigo a la hora de ejercer su ministerio. Una estricta interpretación y la consiguiente adhesión a la Biblia pueden resultar muy cegadoras, además de repelentes para el rebaño cuyo número de miembros se pretende incrementar. No somos puritanos, señor St. James. Ya no arengamos desde el pulpito, ni alentamos la devoción religiosa mediante el miedo.
– Nada de lo que hemos averiguado sobre Sage indica que incidiera en ambos defectos.
– En Winslough, puede que todavía no, pero nuestra última reunión con él aquí, en Bradford, es la prueba fundamental de la dirección que estaba decidido a tomar. Ese hombre siempre levantaba polémica a su alrededor. Era solo cuestión de tiempo que provocara serios problemas.
– ¿Problemas? ¿Entre Sage y la parroquia, o con un miembro de la parroquia? ¿Sabe algo concreto?
– Para alguien que había dedicado años al ministerio, no comprendía bien los problemas a que se enfrentaban sus feligreses, o quien fuera. Por ejemplo: participó en una conferencia sobre el matrimonio y la familia ni un mes antes de que muriera, y mientras un profesional, un psicólogo de Bradford, intentaba proporcionar a nuestros hermanos algunas directrices sobre cómo tratar con los feligreses que tuvieran problemas matrimoniales, el señor Sage quiso enzarzarse en una discusión sobre la mujer sorprendida en adulterio.
– ¿La mujer…?
– San Juan, capítulo ocho -intervino el obispo-. «Y los escribas y fariseos llevaron ante él a una mujer sorprendida en adulterio…», etcétera, etcétera. Ya conoce la historia: si no has pecado, tienes derecho a lanzar piedras.
El diácono continuó como si el obispo no hubiera hablado.
– Allí estábamos, en plena discusión sobre la mejor forma de abordar a una pareja cuya capacidad de comunicación está ensombrecida por la necesidad de controlarse mutuamente, y Sage quería hablar sobre lo que era moral contra lo que era justo. Como las leyes de los hebreos así lo declaraban, era moral lapidar a aquella mujer, dijo, pero ¿era necesariamente justo? ¿No es eso acaso lo que analizamos en nuestras conferencias, hermanos, el dilema que existe entre lo que es moral a los ojos de nuestra sociedad y lo que es justo a los ojos de Dios? Un montón de tonterías. No quería hablar sobre algo concreto porque carecía de la habilidad necesaria. Si podía llenarnos la cabeza de pájaros y ocupar nuestro tiempo con discusiones nebulosas, sus deficiencias como clérigo, por no mencionar sus deficiencias como hombre, nunca saldrían a la luz. -Para concluir, el diácono agitó una mano frente a su cara, como si ahuyentara a una mosca pesada. Lanzó una risita desdeñosa-. La mujer sorprendida en adulterio. ¿Debemos o no debemos lapidar a los pecadores en la plaza del mercado? Dios mío. Qué bobada. Estamos en el siglo veinte, a las puertas del veintiuno.
– Dominic siempre tiene tomado el pulso a lo evidente -comentó el obispo. El diácono pareció ofenderse.
– ¿No está de acuerdo con su descripción del señor Sage?
– Sí. Es exacta. Infortunada, pero cierta. Su fanatismo poseía un claro aroma bíblico. Con toda franqueza, eso es repulsivo, incluso en los clérigos.
El diácono inclinó la cabeza un instante, como si aceptara con humildad la lacónica aprobación del obispo.
Glennaven continuó sus ejercicios, y aparecieron más manchas de sudor en su ropa. La máquina zumbaba y chasqueaba. Mientras el obispo jadeaba, St. James pensó en la singularidad de la religión.
Todas las formas del cristianismo surgían de la misma fuente, la vida y palabras del Nazareno. No obstante, las maneras de honrar aquella vida y palabras parecían tan variadas en número como individuos participaban en la celebración. Si bien St. James reconocía el hecho de que los ánimos podían exaltarse y las antipatías desatarse en lo tocante a interpretaciones y estilos del culto, consideraba mucho más normal que sustituyeran a un sacerdote cuyo estilo de devoción irritaba a los feligreses antes que eliminarle. Cabía la posibilidad de que St. John Townley-Young encontrara al señor Sage demasiado progresista para su gusto. Cabía la posibilidad de que el diácono le considerara demasiado fundamentalista. Cabía la posibilidad de que su apasionamiento hubiera irritado a la parroquia. Sin embargo, ninguna parecía razón suficiente para asesinarle. La verdad debía encontrarse en otra dirección. El fanatismo bíblico no aparentaba ser la relación que Lynley esperaba descubrir entre asesino y víctima.
– Tengo entendido que vino aquí desde Cornualles -dijo St. James.
– Exacto. -El obispo utilizó un paño para secarse el sudor de la cara y el cuello-. Pasó casi veinte años en aquella zona. Tres meses aquí. Una parte conmigo, mientras se sucedían las entrevistas. El resto en Winslough.
– ¿El procedimiento habitual consiste en que el sacerdote se quede aquí mientras dura el proceso de entrevistas?
– Un caso especial -indicó Glennaven.
– ¿Por qué?
– Un favor a Ludlow.
St. James frunció el ceño.
– ¿La ciudad?
– Michael Ludlow -precisó Dominic-. Obispo de Truro. Solicitó a su Gracia que el señor Sage fuera… -El diácono demostró exageradamente que buscaba un eufemismo afortunado-. Pensaba que el señor Sage necesitaba un cambio de aires. Pensó que una nueva localidad aumentaría sus posibilidades de éxito.
– No tenía ni idea de que un obispo pudiera interesarse tanto en el trabajo de un clérigo. ¿Es habitual?
– En el trabajo de este clérigo, sí -La máquina emitió un zumbido-. Alabados sean los santos -suspiró Glennaven, y giró un botón en sentido contrario a las agujas del reloj. Disminuyó el ritmo para un período de descanso. Su respiración empezó a normalizarse-. Al principio, Robin Sage era el archidiácono de Ludlow. Dedicó los cinco primeros años de su ministerio a alcanzar ese puesto. Solo tenía treinta y dos años cuando fue nombrado. Su éxito fue absoluto. Hizo de carpe diem su lema personal.
– Eso no concuerda con el hombre de Winslough -murmuró Deborah.
Glennaven asintió para darle la razón.
– Llegó a ser indispensable para Michael. Formaba parte de comités, se implicó en la política…
– En la actividad política aprobada por la Iglesia -añadió Dominic.
– Daba clases en facultades de teología. Recaudó miles de libras para el mantenimiento de la catedral y las iglesias locales. Fue capaz de integrarse sin el menor esfuerzo ni causar problemas a ningún nivel de la sociedad.
– Una joya. Un verdadero hallazgo, en otras palabras -dijo Dominic, aunque no parecía nada complacido por la idea.
– Es extraño pensar que un hombre semejante se sintiera satisfecho repentinamente de vivir como un sacerdote de pueblo -comentó St. James.
– Eso mismo pensaba Michael. Detestaba perderle, pero le dejó ir a petición de Sage. Su primer destino fue Boscastle.
– ¿Por qué?
El obispo se secó las manos en el paño y lo dobló.
– Quizá había estado de vacaciones en el pueblo.
– Pero ¿a qué vino ese cambio tan súbito, el deseo de pasar de un puesto poderoso e influyente a otro de relativa oscuridad? No es lo normal. Ni para un sacerdote, diría yo.
– Recorrió su propio camino de Damasco poco antes. Perdió a su mujer.
– ¿Su mujer?
– Murió en un accidente náutico. Según Michael, Sage no volvió a ser el mismo. Consideró que Dios le había castigado por sus intereses terrenales, y decidió desecharlos.
St. James miró a Deborah. Adivinó que ella estaba pensando lo mismo. Todos habían llegado a una misma conclusión, basada en información limitada. Habían supuesto que el vicario era soltero porque nadie había hablado en Winslough de que existiera una esposa. Intuyó, por la expresión pensativa de Deborah, que estaba pensando en aquel día de noviembre, cuando había mantenido su única conversación con el hombre.
– Supongo que sustituyó su ansia de éxito por un ansia de purificar su pasado -dijo St. James al obispo.
– El problema fue que la nueva ansia no se tradujo tan bien como la primera. Pasó por nueve destinos distintos.
– ¿En qué período de tiempo?
El obispo miró a su secretario.
– Entre diez y quince años, ¿no?
Dominic asintió.
– ¿Sin éxito en ninguno? ¿Un hombre de su talento?
– Como ya he dicho, el ansia no se tradujo bien. Se convirtió en el fanático de que hablábamos antes, vehemente en todos los temas, desde la disminución de la asistencia a la iglesia hasta lo que él llamaba la secularización del clero. Vivía el Sermón de la Montaña, y no aceptaba que otro sacerdote, o incluso un feligrés, fuera distinto. Si esto no era suficiente para causarle problemas, creía firmemente que Dios manifiesta Su voluntad mediante lo que ocurre en la vida de la gente. Con franqueza, es una medicina difícil de tragar para alguien que haya sido víctima de una tragedia absurda.
– Como él.
– Y que creía bien merecida.
– «Era egoísta», decía -recitó el diácono-. «Solo me importaba mi necesidad de gloria. La mano de Dios se movió para cambiarme. Vosotros también podéis cambiar.»
– Por desgracia, pese a que sus palabras pudieran ser ciertas, no constituyeron la receta del éxito -dijo el obispo.
– Cuando se enteró de que había muerto, ¿pensó que existía una relación?
– No pude por menos que pensarlo. Por eso Dominic fue a la encuesta.
– El hombre tenía demonios interiores -dijo Dominic-. Se decantó por luchar contra ellos en público. La única manera de expiar su espíritu mundano era castigar a toda persona conocida por el suyo. ¿No es suficiente motivo para asesinarle?
Cerró con un golpe seco la agenda del obispo. Estaba claro que la entrevista había concluido.
– Supongo que depende de cómo se reacciona ante un hombre que, al parecer, pensaba que aquella era la única forma correcta de vivir.
– Nunca ha sido mi fuerte, Simon, ya lo sabes.
Habían parado a descansar por fin en Downham, al otro lado del bosque de Pendle. Aparcaron junto a la oficina de correos y bajaron por el camino empinado. Rodearon un roble alcanzado por un rayo, que había quedado reducido al tronco y unas cuantas ramas truncadas, y regresaron hacia el estrecho puente de piedra que acababan de atravesar en coche. Las laderas verde-grisáceas de Pendle Hill se cernían a lo lejos. Dedos de escarcha resbalaban desde la cumbre, pero no tenían la intención de pasear hasta la montaña. En cambio, habían observado un pequeño prado en el lado más cercano al puente, donde un río describía una curva a lo largo del sendero y corría detrás de una pulcra hilera de casas. Un banco destartalado estaba apoyado contra un muro de piedra seca, y unas dos docenas de patos silvestres graznaban alegremente sobre la hierba, exploraban la cuneta y chapoteaban en el agua.
– No te preocupes. No estás en un concurso. Recuerda lo que puedas. El resto ya llegará.
– ¿Por qué eres tan poco exigente?
St. James sonrió.
– Siempre he pensado que era parte de mi encanto.
Los patos salieron a recibirles con la esperanza de comida en sus mentes. Graznaron y se dedicaron a examinar su calzado; investigaron y rechazaron las botas de Deborah, y luego se desplazaron a los cordones de los zapatos de St. James, que despertaron cierto interés, al igual que la pieza metálica de su abrazadera. Sin embargo, como no obtuvieron de ello ni un triste bocado, los patos se esponjaron y devolvieron las plumas a su sitio con aire de reproche. Desde aquel momento, exhibieron una disgustada hosquedad hacia toda presencia humana.
Deborah se sentó en el banco. Saludó con la cabeza a una mujer ataviada con una parka y botas de agua rojas, que pasó a su lado con un vivaz terrier negro sujeto a una correa. St. James tocó con los dedos la loma que Deborah había formado entre sus cejas.
– Estoy pensando -dijo ella-. Trato de recordar.
– Ya me he dado cuenta. -St. James se subió el cuello del abrigo-. Solo me preguntaba si es necesario llevar a cabo el proceso a una temperatura mínima de diez grados bajo cero.
– Qué infantil eres. No hace tanto frío.
– Díselo a tus labios. Se están poniendo azulados.
– Bah. Ni siquiera tiemblo.
– No me sorprende. Ya has sobrepasado el límite. Estás en las fases terminales de la hipotermia, y ni siquiera lo sabes. Vamos a aquel pub. Sale humo por la chimenea.
– Demasiadas distracciones.
– Deborah, hace frío. ¿No te apetece un coñac?
– Estoy pensando.
St. James hundió las manos en los bolsillos del abrigo y concentró su helada atención en los patos. Parecían indiferentes al frío. Claro que tenían todo el verano y el otoño para engordar con el fin de protegerse. Por otra parte, contaban con el aislamiento natural del plumón, ¿no? Pequeños demonios afortunados.
– San José -anunció por fin Deborah-. Ya me acuerdo. Era devoto de san José, Simon.
St. James enarcó una ceja con aire escéptico y se encogió más en el abrigo.
– Algo es algo, supongo.
Intentó inyectar aliento en sus palabras.
– No, de veras. Es importante. Tiene que serlo. -Deborah explicó a continuación su encuentro con el vicario en la sala 7 de la Galería Nacional-. Yo estaba admirando el Da Vinci… Simon, ¿por qué no me has llevado nunca?
– Porque odias los museos. Lo intenté cuando tenías nueve años. ¿No te acuerdas? Preferiste ir a remar al lago Serpentine, y te enfadaste mucho cuando, en cambio, te llevé al Museo Británico.
– Pero es que eran momias, Simon, querías que viera las momias. Tuve pesadillas durante semanas seguidas.
– Y yo.
– Bien, no debiste permitir que una pequeña demostración de temperamento te derrotara con tanta facilidad.
– No lo olvidaré, de cara al futuro. Volvamos a Sage.
Deborah introdujo las manos en las mangas del abrigo.
– Dijo que en el cuadro de Da Vinci no estaba san José. Dijo que san José casi nunca salía en los cuadros de la Virgen, y que era muy triste. Bueno, algo por el estilo.
– José solo era el que trabajaba para dar de comer a la familia, al fin y al cabo. El hombre bueno, el elemento indispensable.
– Pero Sage parecía tan… tan triste por eso. Como si se lo tomara como algo personal.
St. James asintió.
– Es el síndrome de la fuente de ingresos. Los hombres prefieren pensar que son algo más que eso en el programa general de la vida de sus mujeres. ¿Qué más recuerdas?
– No quería estar allí -dijo Deborah hundiendo la barbilla en el pecho.
– ¿En Londres?
– En la Galería. Se dirigía a otro sitio… ¿tal vez Hyde Park?, cuando empezó a llover. Le gustaba la naturaleza. Le gustaba el campo. Dijo que le ayudaba a pensar.
– ¿Sobre qué?
– ¿San José?
– Hay que pensar a fondo en ese tema.
– Te dije que no era mi especialidad. No tengo buena memoria para las conversaciones. Pregúntame qué llevaba, qué aspecto tenía, el color de su pelo, la forma de su boca, pero no me pidas que repita lo que dijo. Aunque pudiera recordar todas y cada una de las palabras, nunca sería capaz de sondear los significados ocultos. No soy especialista en sondeos verbales. No soy especialista en ningún tipo de sondeo. Conozco a alguien. Hablamos. Me gusta o no. Pienso, esta persona podría ser amiga mía. Y eso es todo. No imagino que esté muerta cuando vaya a visitarla, de modo que no recuerdo hasta el último detalle de nuestro primer encuentro. ¿Y tú? ¿Te acordarías?
– Solo si estoy hablando con una mujer hermosa. Incluso en ese caso, me distraigo con detalles que no tienen nada que ver con lo que ella dice.
Deborah le miró fijamente.
– ¿Qué clase de detalles?
St. James ladeó la cabeza con aire pensativo y examinó su rostro.
– La boca.
– ¿La boca?
– Considero de lo más interesante la boca de las mujeres. Durante los últimos años me he estado preparando para desarrollar una teoría científica al respecto.
Apoyó la espalda contra el banco y contempló a los patos. Notó que Deborah se encrespaba. Reprimió una sonrisa.
– Bien, ni siquiera voy a preguntarte qué teoría es. Tú quieres que lo haga. Lo adivino por tu expresión. Así que no lo haré.
– Me parece muy bien.
– Estupendo.
Deborah se acurrucó a su lado e imitó su postura. Extendió los pies y examinó sus botas. Juntó los talones. Hizo lo mismo con las puntas.
– Muy bien, de acuerdo -exclamó-. Maldita sea. Dímelo. Dímelo.
– ¿Existe una correlación entre el tamaño y el significado de lo que se dice? -preguntó St. James con solemnidad.
– ¿Estás bromeando?
– En absoluto. ¿Te has dado cuenta de que las mujeres que tienen la boca pequeña dicen cosas de escasísima importancia, invariablemente?
– Eso es basura machista.
– Piensa en Virginia Woolf. Era una mujer de boca generosa.
– ¡Simon!
– Fíjate en Antonia Fraser, Margaret Drabble, Jane Goodall…
– ¿Margaret Thatcher?
– Bueno, siempre hay excepciones, pero la regla general, y afirmo que los datos son absolutamente demostrativos, es que la correlación existe. Tengo la intención de investigarla.
– ¿Cómo?
– En persona. De hecho, pensaba que ya había empezado contigo. Tamaño, forma, dimensiones, flexibilidad, sensualidad. -La besó-. ¿Por qué será que te considero la mejor del lote?
Deborah sonrió.
– Creo que tu madre no te pegó bastante cuando eras pequeño.
– Estamos a la par. Sé de buena tinta que tu padre nunca te ha puesto la mano encima. -Se levantó y ofreció la mano a su mujer. Ella la aceptó-. ¿Qué te parece un coñac?
Deborah afirmó que le parecía bien, y volvieron sobre sus pasos. Al igual que en Winslough, el terreno que se extendía al otro lado del pueblo formaba suaves colinas, sembradas de granjas. Donde terminaban las granjas, empezaban los páramos. Las ovejas pastaban en aquel punto. Entre ellas, se movía algún perro pastor. Algún granjero trabajaba.
Deborah se detuvo en el umbral del pub. St. James, que sujetaba la puerta para que pasara, se volvió y vio que estaba contemplando los páramos y se daba golpecitos con el dedo índice en la barbilla, pensativa.
– ¿Qué pasa?
– Caminar, Simon. Dijo que le gustaba caminar por los páramos. Le gustaba salir al aire libre cuando debía tomar una decisión. Por eso quería ir al parque. El parque de St. James. Pensaba dar de comer a los gorriones del puente. Conocía el puente. Habría estado en otras ocasiones, Simon.
St. James sonrió y la arrastró hacia el pub.
– ¿Crees que es importante? -preguntó, Deborah.
– No lo sé.
– ¿Crees que tal vez tenía algún motivo para hablar sobre los hebreos que querían lapidar a aquella mujer? Porque ahora sabemos que estaba casado. Sabemos que su esposa sufrió un accidente… ¡Simon!
– Ahora sí que estás sondeando.
– A la Spence. ¿No te has enterado?
– La directora fue a buscarla y…
– ¿… visto su coche?
– Era por lo de su mamá.
Maggie vaciló en los peldaños de la escuela cuando comprendió que más de una mirada suspicaz se volvía hacia ella. Siempre le había gustado el rato comprendido entre la última clase y la salida del autobús escolar. Ofrecía la mejor oportunidad de charlar con los alumnos que vivían en otros pueblos y en la ciudad, pero jamás había pensado que, un día, las risitas y los cuchicheos propios de la tarde se centrarían en ella.
Al principio, todo había parecido de lo más normal. Los alumnos estaban reunidos delante de la escuela, como de costumbre. Algunos, se habían quedado junto al autobús escolar. Otros, estaban apoyados en los coches. Las chicas se peinaban y comparaban tonos de lápices de labios clandestinos. Los chicos peleaban entre sí o trataban de aparentar indiferencia. Cuando Maggie salió por las puertas y bajó los peldaños, buscó con la vista a Josie o Nick, pensando todavía en las preguntas que el detective londinense le había formulado. Ni siquiera se extrañó cuando una oleada de murmullos se elevó de la multitud. Se sentía bastante sucia desde la conversación sostenida en el estudio de la señora Crone, y no sabía muy bien por qué. En consecuencia, su mente estaba concentrada en dar la vuelta a todos los motivos posibles, como si fueran piedras, y era muy consciente de estar al acecho de que la babosa de una culpa antes inconsciente surgiera a la luz en cualquier momento.
Estaba acostumbrada a sentirse culpable. Seguía pecando, pero intentaba convencerse de que no pecaba. Incluso excusaba sus peores comportamientos, diciéndose que era culpa de mamá. Nick me quiere, mamá, aunque tú no. ¿Ves cuánto me quiere? ¿Lo ves? ¿Lo ves?
En respuesta, su madre jamás utilizaba el viejo «piensa-en-lo-mucho-que-he-hecho-por-ti-Margaret», como intentaba la madre de Pam Rice sin el menor éxito. Nunca hablaba en términos de profunda decepción, como Josie informaba que su madre había hecho en más de una ocasión. No obstante, antes de aquel día, su madre era la causa principal y más consistente del sentimiento de culpa de Maggie. Estaba disgustando a mamá; provocaba la ira de mamá; añadía tormento al dolor de mamá. Maggie lo sabía sin necesidad de que se lo dijeran. Siempre había sabido descifrar a la perfección las expresiones de mamá.
Por eso, Maggie había comprendido la noche anterior el poder de que gozaba en la guerra contra su madre. Tenía poder para castigarla, herirla, amonestarla, vengarse… La lista se prolongaba hasta el infinito. Quería saborear el triunfo de saber que había arrebatado el timón de su vida de las manos de mamá, pero la verdad era que se sentía preocupada por ello. Por consiguiente, cuando llegó tarde a casa la noche anterior, muy orgullosa de los morados amorosos que Nick había sembrado con la boca en su cuello, las llamas de placer que Maggie había esperado sentir cuando presenciara la preocupación de mamá se extinguieron al instante cuando vio su cara. No le hizo ningún reproche. Se limitó a caminar hasta la puerta de la sala de estar a oscuras y la escudriñó desde un punto donde era imposible distinguir su expresión. Daba la impresión de que había envejecido cien años.
– ¿Mamá? -dijo Maggie.
Mamá había posado sus dedos sobre la barbilla de Maggie, dándole vuelta con ternura para dejar al descubierto los morados, para al fin soltarla y subir la escalera. Maggie oyó que la puerta se cerraba a su espalda. El ruido la hirió más que la bofetada que merecía.
Era mala. Lo sabía. Incluso cuando se sentía más cercana y unida a Nick, incluso cuando él la amaba con las manos y la boca, cuando apretaba Aquello contra ella, la abrazaba, abría su sexo, decía Maggie, Mag, Mag, era mala e impura. Estaba abrumada de culpa. Cada día se iba acostumbrando más a la vergüenza de su conducta, pero nunca había esperado que sentiría algo semejante en relación a su amistad con el señor Sage.
Experimentaba algo similar a las picaduras de ortigas, solo que escocían su alma en lugar de su piel. Seguía escuchando al detective indagar acerca de secretos, lo cual provocaba que se sintiera seca y ansiosa por dentro. Eres una buena chica, Maggie, había dicho el señor Sage, no lo olvides, créelo a pie juntillas. La confusión nos invade, había dicho, nos extraviamos, pero siempre podemos volver a encontrar el camino hacia Dios mediante la oración. Dios escucha, decía, Dios perdona todo. Hagamos lo que hagamos, Maggie, Dios perdonará.
El señor Sage era el consuelo personificado. Era comprensivo. Era la bondad y el amor.
Maggie nunca había traicionado la intimidad de los ratos que pasaban juntos. Los conservaba como algo precioso. Y ahora, se enfrentaba a las sospechas del detective londinense, muy interesado en su amistad con el vicario, como si hubiera sido la causa de su muerte.
Aquella fue la babosa que surgió de debajo de la última piedra de implicación a la que dio vuelta en su mente. La culpa era suya. Si tal era el caso, mamá sabía muy bien lo que estaba haciendo cuando sirvió la cena al vicario aquella noche.
No. Maggie discutió el punto con ella misma. Mamá no pudo saber que le estaba dando cicuta. Se preocupaba de la gente. No la perjudicaba. Preparaba ungüentos y cataplasmas. Mezclaba tés especiales. Preparaba extractos, infusiones y tinturas. Lo hacía todo para ayudar, no para perjudicar.
Entonces, los susurros de sus compañeros se alzaron a su alrededor y ocasionaron delicadas fisuras en la cascara de sus pensamientos.
– Ella envenenó al tío.
– … no se saldrá con la suya, a fin de cuentas.
– El policía vino de Londres.
– … adoradores del demonio, según me han dicho…
La súbita comprensión sobresaltó a Maggie. Docenas de ojos estaban clavados en ella. Expresiones de suspicacia iluminaban todas las caras. Apretó la mochila llena de libros contra su pecho y buscó con la vista un amigo. Sentía la cabeza ligera, como divorciada de su cuerpo. De pronto, lo más importante del mundo era fingir que no comprendía de qué estaban hablando.
– ¿Habéis visto a Nick? -preguntó. Notó los labios agrietados-. ¿Habéis visto a Josie?
Una chica con cara de zorro y un enorme grano en un lado de la nariz se convirtió en portavoz del grupo.
– No quieren ir contigo, Maggie. Son lo bastante listos para comprender el riesgo.
Un murmullo de aprobación se elevó alrededor de la muchacha como una pequeña ola.
Apretó con más fuerza la mochila. La dura esquina de un libro se hundió en su mano. Sabía que estaban bromeando, los compañeros siempre aprovechaban la menor oportunidad para burlarse de alguien, y se irguió en toda su estatura para hacer frente al desafío.
– Muy bien -dijo sonriente, como si diera su aprobación a todas las bromas que tuvieran en mente-. Estupendo. Bien, ¿dónde está Josie? ¿Dónde está Nick?
– Ya se han marchado -dijo Cara de Zorro.
– Pero el autobús…
Estaba parado donde siempre, esperando la hora de salir, a escasos metros, al otro lado de la puerta. Había caras en las ventanas, pero Maggie no podía ver desde los peldaños de la escuela si sus amigos estaban en el vehículo.
– Se lo han montado a su aire, durante la comida. Cuando se enteraron.
– ¿De qué?
– De quién estaba contigo.
– No estuve con nadie.
– Ah, ya. Como quieras. Mientes casi tan bien como tu mamá.
Maggie intentó tragar saliva, pero tenía la lengua pegada al paladar. Avanzó un paso hacia el autobús. El grupo la dejó marchar, pero cerró filas detrás de ella. Oyó que hablaban entre sí, pero con la intención de provocarla.
– Se fueron en coche, ¿no?
– ¿Nick y Josie?
– Y esa chica que le persigue. Ya sabes a quién me refiero.
Bromas. Estaban bromeando. Maggie aceleró el paso, pero el autobús escolar se le antojó cada vez más lejano. Un resplandor luminoso brillaba frente a él. Empezó como un rayo y se transformó en puntos brillantes.
– Ahora, la dejará plantada.
– Si tiene cerebro. ¿Quién no lo haría?
– Es verdad. Si a su mamá no le gustan sus amigos, que les invite a cenar.
– Como ese cuento de hadas. ¿Quieres una manzana, querido? Te ayudará a dormir.
Risas.
– Lástima que no se despertará pronto.
Risas. Risas. El autobús estaba demasiado lejos.
– Toma, come esto. Lo he preparado especialmente para ti.
– No seas tímido y coge más. Sé que te estás muriendo de ganas.
Maggie sintió un nudo en la garganta. El autobús centelleó, se empequeñeció, adoptó el tamaño de su zapato. El aire se cerró alrededor de él y lo engulló. Solo quedaron las puertas de hierro forjado de la escuela.
– He inventado yo la receta. Pastel de chirivía. La gente dice que está de muerte.
Al otro lado de las puertas estaba la calle…
– Me llaman Crippen, pero no dejes que eso te impida cenar.
… Y la huida. Maggie se puso a correr.
Trotaba hacia el centro de la ciudad cuando oyó que alguien la llamaba. Siguió avanzando, cruzó la calle principal, en dirección al aparcamiento situado en la base de la colina. Ignoraba qué pensaba hacer allí. Lo único importante era escapar.
El corazón martilleaba en su pecho. Notó un dolor lacerante en el costado. Resbaló en el pavimento húmedo y se tambaleó, pero se sujetó a una farola y continuó corriendo.
– Cuidado, nena -advirtió un granjero que estaba saliendo de su Escort, aparcado junto al bordillo.
– ¡Maggie! -gritó otra persona.
Se oyó sollozar. Vio la calle borrosa. Prosiguió.
Dejó atrás el banco, la oficina de correos, algunas tiendas, un salón de té. Esquivó a una joven que empujaba un cochecito de niño. Oyó pasos a su espalda, y otra vez su nombre. Se tragó las lágrimas y siguió adelante.
El miedo bombeó energía y velocidad a su cuerpo. La seguían, pensó. Se reían y señalaban con el dedo. Solo aguardaban la oportunidad de acorralarla y empezar a susurrar de nuevo: lo que hizo su mamá… ¿lo sabes, no? Maggie y el vicario… ¿Un vicario? ¿Aquel tío? Joder, era lo bastante viejo para ser…
¡No! Olvídalo, pisotéalo, entiérralo, destrúyelo. Maggie corrió por la calzada. No se detuvo hasta que un letrero azul que colgaba de un edificio de ladrillo la paralizó. No lo habría visto si no hubiera levantado la cabeza para reprimir las lágrimas. Incluso entonces, la palabra continuó dando vueltas, pero pudo descifrarla: «Policía». Pasó tambaleante junto a un cubo de basura. Tuvo la impresión de que el letrero aumentaba de tamaño. La palabra brillaba y latía.
Se alejó del letrero, semiacuclillada sobre la calzada, procurando respirar, pero no llorar. Tenía las manos entumecidas, los dedos enredados en las correas de la mochila. Sentía tanto frío en las orejas que aguijones metálicos de dolor estaban descendiendo por su cuello. Era el ocaso, la temperatura estaba descendiendo y nunca en su vida se había sentido tan sola.
Ella no lo hizo, no lo hizo, no lo hizo, pensó Maggie.
Un coro respondió desde alguna parte: sí lo hizo.
– ¡Maggie!
Lanzó un chillido. Intentó encogerse hasta el tamaño de un ratón. Escondió el rostro entre los brazos y resbaló por el costado del cubo de basura, hasta quedar sentada en la calzada. Se encogió, como si disminuir de tamaño constituyera una forma de protección.
– Maggie, ¿qué ocurre? ¿Por qué huyes? ¿No oíste que te llamaba?
Un cuerpo se agachó a su lado. Un brazo la rodeó.
Olió la vieja chaqueta de cuero antes de asimilar el hecho de que era la voz de Nick. Pensó en absurda pero rápida sucesión cómo llevaba siempre la chaqueta embutida en la mochila durante las horas de clase, mientras tenía que utilizar el uniforme, cómo la sacaba siempre durante la comida para «airearla», cómo se la ponía en cuanto le era posible, antes y después de la escuela. Era extraño pensar que había reconocido su olor antes que su voz. Aferró su rodilla.
– Os marchasteis. Josie y tú.
– ¿Que nos marchamos? ¿Adonde?
– Dijeron que os habíais marchado. Estabas con… Josie y tú. Lo dijeron.
– Estábamos en el autobús, como siempre. Te vimos salir corriendo. Parecías trastornada, de modo que te seguí.
Maggie alzó la cabeza. Había perdido en algún momento el prendedor. Su cabello colgaba alrededor de la cara e impedía en parte que le viera.
Nick sonrió.
– Estás hecha polvo, Mag. -Introdujo la mano en la chaqueta y sacó los cigarrillos-. Ni que te hubiera perseguido un fantasma.
– No volveré.
Nick inclinó la cabeza para proteger el cigarrillo y la llama, y tiró la cerilla usada a la calle.
– Eso, seguro. -Inhaló con la profunda satisfacción de alguien a quien un repentino cambio de circunstancias ha permitido fumar antes de lo que imaginaba-. El autobús ya se ha marchado.
– Me refiero a la escuela. A clase. No volveré nunca más.
Nick la miró y se apartó el pelo de las mejillas.
– ¿Es por lo de ese tío de Londres, Mag, el del cochazo que revolucionó a todo el mundo?
– Dirás que lo olvide. Dirás que no les haga caso, pero no me dejarán en paz. Nunca volveré.
– ¿Por qué? ¿Qué más te da lo que piensen esos imbéciles?
Maggie retorció la correa de la mochila alrededor de sus dedos, hasta que sus uñas se tiñeron de un tono azul.
– ¿Qué más da lo que digan? Tú sabes la verdad. Es lo único que cuenta.
Maggie cerró los ojos a la verdad y apretó los labios para evitar anunciarla. Notó que brotaban más lágrimas de sus ojos, y se detestó por el sollozo que intentó disfrazar de tos.
– Mag, tú sabes la verdad, ¿vale? Lo que digan esos mongólicos en el patio de la escuela no vale una puta mierda, ¿vale? No es importante. Solo vale lo que tú sabes.
– No sé. -La admisión brotó de ella como una enfermedad incontenible-. La verdad. Lo que ella… No sé, no sé.
Más lágrimas. Aplastó la cara contra las rodillas.
Nick silbó entre dientes.
– Nunca lo habías dicho.
– Siempre cambiamos de domicilio. Cada dos años. Solo que esta vez yo quería quedarme. Dije que sería buena, que se sentiría orgullosa de mí, que me aplicaría en la escuela, con tal de quedarnos. Esta vez. Quedarnos. Y ella dijo sí, y después te conocí a ti, luego al vicario y… después de lo que hicimos y del comportamiento odioso de mamá y de lo mal que me sentí. Me hizo sentir mejor y… ella se enfureció.
Sollozó.
Nick tiró el cigarrillo a la calle y la enlazó con el otro brazo.
– Él me encontró. Eso es lo que pasa, Nick. Por fin me encontró. Ella no lo deseaba. Por eso siempre huíamos, pero esta vez no lo hicimos y él tuvo tiempo. Vino, como siempre supe que haría.
Nick guardó silencio un momento. Oyó que Maggie exhalaba un suspiro.
– Maggie, ¿crees que el vicario era tu papá?
– Ella no quería que le viera, pero no le hice caso. -Levantó la cabeza y agarró la chaqueta de Nick-. Y ahora no quiere que te vea, de modo que no volveré. No lo haré. No puedes obligarme. Nadie puede. Si lo intentas…
– ¿Algún problema, muchachos?
Los dos se encogieron al oír la voz. Se volvieron. Una mujer policía delgada como un junco se erguía sobre ellos, muy protegida del frío y con la gorra ladeada. Sujetaba una libreta de notas en una mano y una taza de plástico humeante en la otra. Bebió mientras aguardaba la respuesta.
– Una pelea en la escuela -dijo Nick-. Nada importante.
– ¿Necesitáis ayuda?
– No. Cosas de chicas. Se pondrá bien.
La policía estudió a Maggie con más curiosidad que simpatía. Desvió su atención hacia Nick. Les miró por encima de la taza, cuyo humo empañó sus gafas, mientras bebía otro sorbo de lo que fuera. Después, asintió.
– Será mejor que os vayáis a casa -dijo, sin moverse.
– Sí, vale. -Nick levantó a Maggie-. Nos vamos.
– ¿Vivís por aquí? -preguntó la agente.
– Cerca de la parte alta.
– No os había visto nunca.
– ¿No? Yo la he visto muchas veces. Tiene un perro, ¿verdad?
– Un gales, sí.
– ¿Lo ve, agente? Lo sabía. La he visto ir de paseo. -Nick se dio un golpecito en la sien con el índice, a modo de saludo-. Buenas tardes.
Rodeó con el brazo a Maggie y la condujo hacia la calle principal. Ninguno se volvió para ver si la policía les seguía mirando.
Doblaron a la derecha en la primera esquina. Al cabo de unos pasos torcieron de nuevo a la derecha por un callejón que corría entre la parte posterior de los edificios públicos y los jardines traseros de una hilera de viviendas municipales. Descendieron una vez más la pendiente. Antes de cinco minutos desembocaron en el aparcamiento de Clitheroe. A aquella hora, casi no había coches.
– ¿Cómo sabías lo de su perro? -preguntó Maggie.
– Fue un tiro al azar. Tuvimos suerte.
– Qué listo eres. Y bueno. Te quiero, Nick. Te preocupas mucho por mí.
Se detuvieron al abrigo de los retretes públicos. Nick sopló sobre sus manos y las encajó bajo los brazos.
– Esta noche hará frío -dijo. Miró en dirección a la ciudad, donde brotaba humo de las chimeneas hasta perderse en el cielo-. ¿Tienes hambre, Maggie?
Maggie leyó el deseo oculto bajo las palabras.
– Puedes irte a casa.
– No, a menos que tú…
– Yo no iré.
– Entonces, yo tampoco.
Se encontraban en un atolladero. El viento de la noche empezó a soplar y no tardó en alcanzarles. Barrió el aparcamiento, sin que ninguna barrera se lo impidiera, y diseminó restos de basura entre sus pies. Una bolsa verde de Moment se aplastó contra la pierna de Maggie. Utilizó el pie para alejarla, y dejó una franja marrón en el azul marino de sus mallas.
Nick extrajo un puñado de monedas del bolsillo. Las contó.
– Dos libras y sesenta y siete peniques. ¿Qué llevas tú?
Maggie bajó la vista.
– Nada. -Se apresuró a levantar los ojos. Intentó imprimir orgullo a su voz-. No tienes por qué quedarte. Vete. Me las arreglaré.
– Ya he dicho…
– Si ella te encuentra conmigo, será mucho peor para ambos. Vete a casa.
– Ni hablar. He dicho que me quedo.
– No. No quiero ser culpable de otra cosa. Ya he… a causa del señor Sage…
Se secó la cara con la manga del abrigo. Estaba agotada y quería dormir. Pensó en probar la puerta del retrete. Estaba cerrada con llave. Suspiró.
– Vete -repitió-. Ya sabes lo que pasará si no me haces caso.
Nick se reunió con ella en la puerta del lavabo de mujeres. Estaba adentrada unos quince centímetros, de modo que les proporcionó algo más de protección contra el frío.
– ¿Crees eso, Maggie?
La muchacha hundió la cabeza. Notaba que la aflicción de su certeza pesaba sobre sus hombros, como sacos de arena.
– ¿Crees que ella le mató porque era tu papá?
– Nunca habla de mi papá.
Nick tocó su cabeza con la mano. Sus dedos intentaron acariciarla, pero el pelo enmarañado frustró su intención.
– No creo que fuera tu papá, Mag.
– Seguro, porque…
– No. Escucha. -Se acercó un paso más. La rodeó con los brazos. Habló contra su cabello-. Sus ojos eran castaños, Mag, como los de tu mamá.
– ¿Y?
– Que no puede ser tu papá. Por las probabilidades. -Maggie intentó hablar, pero él continuó-. Es como las ovejas. Mi papá me lo explicó. Todas son blancas, ¿verdad? Bueno, más o menos blancas, pero de vez en cuando sale una negra. ¿Nunca te has preguntado por qué? Es un gen recesivo. Algo que se hereda. La mamá y el papá de la oveja tenían un gen negro en algún sitio, y cuando se acoplaron salió un cordero negro en lugar de uno blanco, aunque ellos fueran blancos, pero las probabilidades están en contra de que ocurra. Por eso, la mayoría de las ovejas son blancas.
– Yo no…
– Tú eres como la oveja negra, porque tienes los ojos azules. Mag, ¿cuáles crees que son las probabilidades de que dos personas de ojos castaños tengan una niña de ojos azules?
– ¿Cuáles?
– De un millón contra una. Tal vez más. Quizá de mil millones contra una.
– ¿Tú crees?
– Lo sé, Mag. El vicario no era tu papá. Y si no era tu papá, tu mamá no le mató. Y si ella no le mató, no intentará matar a nadie más.
Había un tono de seguridad en su voz que la impulsó a creer en sus palabras. Maggie deseaba creerle. Sería mucho más sencillo vivir si sabía que aquella teoría era cierta. Podría volver a casa. Podría plantar cara a mamá. No pensaría en la forma de su nariz y sus manos (¿eran como las del vicario?), ni se preguntaría por qué la había estudiado con tanta atención. Sería un alivio saber algo con total seguridad, aunque no contestara sus oraciones. Quería creer. Y habría creído si el estómago de Nick no hubiera emitido un ruido estruendoso, si el chico no hubiera temblado, si no hubiera visto en su mente el enorme rebaño de ovejas de su padre, que se recortaba como nubes algo sucias contra el cielo de Lancashire. Le apartó de un empujón.
– ¿Qué? -dijo.
– Nace más de una oveja negra en un rebaño, Nick Ware.
– ¿Y qué?
– Pues que las probabilidades no son de una contra mil millones.
– No es igual que las ovejas. No exactamente. Somos personas.
– Quieres ir a casa. Hazlo. Vete a casa. Me estás mintiendo, y no quiero verte.
– No es verdad, Mag. Intento explicártelo.
– No me quieres.
– Sí.
– Solo quieres merendar.
– Solo estaba diciendo…
– Tus panecillos y tu mermelada. Bien, adelante. Ve a por ellos. Sé cuidar de mí misma.
– ¿Sin dinero?
– No necesito dinero. Conseguiré trabajo.
– ¿Esta noche?
– Algo haré, ya lo verás, pero no volveré a casa, ni volveré a la escuela, y no volverás a hablarme de ovejas, como si fuera tonta y no me diera cuenta de que me tomas el pelo. Porque si dos ovejas blancas pueden tener una negra, dos personas de ojos castaños pudieron tenerme, y tú lo sabes. ¿No es cierto? Dime, ¿no es cierto?
Nick se pasó la mano por el pelo.
– No dije que fuera imposible. Dije que las probabilidades…
– Me importan un bledo las probabilidades. Esto no es una carrera de caballos. Se trata de mí. Estamos hablando de mi mamá y mi papá. Y ella le mató. Tú lo sabes. Me tratas con paternalismo para conseguir que vuelva.
– No es verdad.
– Sí.
– Dije que no iba a abandonarte y no lo haré. ¿Entendido? -Miró a su alrededor. Se encogió de frío. Dio patadas en el suelo para calentar los pies-. Escucha, tenemos que comer algo. Espera aquí.
– ¿Adonde vas? Ni siquiera llegamos a tres libras. ¿Qué clase de…?
– Compraremos patatas fritas, galletas y lo que podamos. Ahora no tienes hambre, pero sí dentro de un rato, y entonces todas las tiendas estarán cerradas.
– ¿Hablas en plural? -Maggie le obligó a mirarle-. No hace falta que vayas -dijo por última vez.
– ¿Quieres?
– ¿Que te vayas?
– Y otras cosas.
– Sí.
– ¿Me quieres? ¿Confías en mí?
Maggie intentó descifrar la expresión de su rostro. Ardía en deseos de marcharse, pero quizá solo estaba hambriento, al fin y al cabo. Y una vez se pusieron a caminar, entraría en calor. Hasta podrían correr.
– ¿Mag?
– Sí.
Nick sonrió, rozó la boca con la suya. Tenía los labios resecos. Ni siquiera parecía un beso.
– Espera aquí -dijo el muchacho-. Vuelvo enseguida. Si vamos a fugarnos, será mejor que no nos vean juntos en la ciudad y se acuerden de nosotros, cuando tu mamá llame a la policía.
– No lo hará. No se atreverá.
– Yo no apostaría por eso. -Se subió el cuello de la chaqueta. La miró con gran seriedad-. ¿Estás bien aquí, pues?
Maggie sintió que su corazón se encendía.
– Muy bien.
– ¿No te importa dormir mal esta noche?
– No, siempre que duerma contigo.
Colin merendaba ante el fregadero de la cocina. Tostada de sardinas, cuyo aceite resbalaba entre sus dedos y manchaba la porcelana. No tenía nada de hambre, pero se había sentido mareado y débil durante la última media hora. Comer parecía la solución obvia.
Había regresado al pueblo por la carretera de Clitheroe, más cercana al pabellón que el sendero peatonal de Cotes Fell. Caminó a buen paso. Se dijo que era a causa del ansia de venganza. No cesaba de repetir su nombre mientras caminaba: Annie, Annie, Annie, mi chica. Era la forma de evitar oír las palabras «amor y muerte tres veces», que latían junto con la sangre en su cráneo. Cuando llegó a casa, tenía calor en el pecho, pero frío en las manos y pies. Oyó el errático latido de su corazón en los oídos, y tuvo la impresión de que sus pulmones no recibían suficiente aire. Hizo caso omiso de los síntomas durante unas buenas tres horas, pero cuando no mejoraron, decidió comer. La hora de la merienda, pensó, en reacción irracional al comportamiento de su cuerpo. Un poco de comida me hará bien.
Acompañó las sardinas con tres botellas de Watney's. Bebió la primera mientras el pan se tostaba. Tiró la botella a la basura y abrió otra mientras registraba el aparador en busca de sardinas. La lata le causó problemas. Abrir la tapa exigía un pulso que no lograba controlar. La había enrollado a medias, cuando sus dedos resbalaron y el afilado borde de la tapa se hundió en su mano. Brotó sangre. Se mezcló con el aceite del pescado, empezó a caer y formó cuentas perfectas que flotaron como cebos escarlatas para el pescado. No sintió dolor. Envolvió la mano con una servilleta de té, utilizó el extremo para sorber la sangre de la superficie del aceite, y se llevó la botella a la boca con la mano libre.
Cuando la tostada estuvo preparada, sacó el pescado de la lata con los dedos. Las colocó sobre el pan. Añadió sal, pimienta y un grueso corte de cebolla. Se puso a comer.
No percibió ningún sabor u olor especiales, lo cual le extrañó, porque recordaba muy bien que su mujer se había quejado en una ocasión del olor de las sardinas. Me hace llorar, dijo, ese olor a pescado en el aire, Col, me pone malo el estómago.
El reloj en forma de gato hacía tictac en la pared. Meneaba la cola y movía los ojos. Daba la impresión de que repetía su nombre con el ruido del mecanismo. Ya no era tic-tac, sino An-nie, An-nie, An-nie. Colin se concentró en el sonido. Al igual que el ritmo de sus pasos al caminar, la repetición de su nombre ahuyentó otros pensamientos.
Utilizó la tercera botella para eliminar de su boca el sabor a pescado que no notaba. Después, se sirvió un whisky corto que bebió de dos tragos, para intentar desentumecer sus miembros. No fue suficiente para expulsar el frío. Se quedó confuso, porque la caldera estaba encendida, seguía con el chaquetón puesto y debería estar sudando de calor.
Y así era, en cierto modo. Su cara estaba tan congestionada que la piel le ardía, pero el resto de su cuerpo temblaba como una caña azotada por el viento. Bebió otro whisky. Se acercó a la ventana de la cocina. Miró hacia la casa del vicario.
Y entonces, lo oyó de nuevo con toda claridad, como si Rita estuviera delante de él. «Amor y muerte tres veces.» Las palabras eran tan claras que se volvió en redondo con un grito que estranguló cuando comprobó que estaba solo. Maldijo en voz alta. Las cabronas palabras no significaban nada. Eran una especie de estímulo utilizado por todos los lectores de manos del mundo, que proporcionaban una pequeña muestra de vida inexistente y acicateaban el deseo de conseguir más.
«Amor y muerte tres veces» no necesitaba ninguna aclaración, en lo que a Colin concernía. Se traducía como «libras y peniques cada semana», monedas ganadas con el sudor de la frente que solteronas marchitas, amas de casa ingenuas y viudas solitarias apretaban en la palma del lector, en busca de la absurda confirmación de que sus vidas no eran tan inútiles como parecían.
Se volvió hacia la ventana. Al otro lado de su camino particular, al otro lado del camino particular del vicario, la casa le devolvió la mirada. Polly estaba dentro, como en las semanas posteriores a la muerte de Robin Sage. Sin duda, estaba haciendo lo de siempre: fregar, limpiar, sacar el polvo y encerar, en un fervoroso despliegue de sus habilidades. Pero eso no era todo, como había comprendido por fin. Porque Polly se estaba tomando su tiempo, aguardando pacientemente el momento en que Juliet Spence necesitara culparse, y acabara así en la cárcel. Juliet en la cárcel no era lo mismo que Juliet muerta, pero era mejor que nada. Y Polly era demasiado inteligente, a su manera, para atentar de nuevo contra la vida de Juliet.
Colin no era un hombre religioso. Había renunciado a Dios durante el segundo año de la agonía de Annie. De todos modos, debía reconocer que la mano de un poder más grande que el suyo había actuado en la casa de Cotes Hall aquella noche de diciembre, cuando el vicario murió. Lo normal habría sido que Juliet cenara sola. En ese caso, el juez de instrucción habría dictaminado «envenenamiento accidental autoadministrado», sin que nadie hubiera sabido cómo se había producido el accidente.
Polly se habría precipitado a consolarle. Sobresalía en compasión y amor fraterno, más que nadie.
Se lavó las manos para eliminar el aceite de las sardinas y utilizó dos tiritas para cubrir la herida. Se sirvió otro trago de whisky, que bebió de golpe antes de encaminarse a la puerta.
Puta, pensó. Amor y muerte tres veces.
No respondió a la puerta cuando llamó, así que apretó el dedo contra el timbre y no lo apartó. El estrépito que produjo le causó cierta satisfacción. Era un ruido que erizaba los nervios.
La puerta interior se abrió. Vio su forma detrás del cristal opaco. Tetuda e hinchada por demasiadas prendas, parecía una miniatura de su madre.
– Dios, deje en paz el timbre, por favor -oyó que decía. Abrió de un tirón la puerta, dispuesta a hablar.
Cuando le vio, no lo hizo, sino que miró hacia su casa, y él se preguntó si le habría estado espiando como de costumbre, si se habría apartado un momento de la ventana y por eso no le había visto venir. Había pasado por alto pocas cosas durante los últimos años.
No esperó a que le invitara a entrar. Se coló por la rendija. Polly cerró las dos puertas.
Colin siguió el estrecho pasillo a la derecha y entró en la sala de estar. Polly había estado trabajando allí. Los muebles relucían. Una lata de cera de abeja, una botella de aceite de limón y una caja llena de trapos descansaban sobre una librería vacía. No se veía ni una mota de polvo. Había aspirado la alfombra. Las cortinas de encaje colgaban limpias e inmaculadas.
Se volvió hacia ella y bajó la cremallera del chaquetón. Ella seguía de pie en la puerta, la suela de un pie apretada sobre el tobillo del otro, los dedos moviéndose como si rascaran de una forma inconsciente, y seguía sus movimientos con los ojos. Colin tiró la chaqueta sobre el sofá. Falló y cayó al suelo. Polly avanzó, ansiosa por ponerlo todo en el lugar debido.
– Déjala donde está.
Polly se detuvo. Sus dedos aferraron el borde de su abultado jersey marrón. Colgaba hasta sus caderas, suelto y deforme.
Entreabrió los labios cuando él empezó a desabrocharse la camisa. Colin vio que su lengua asomaba entre los labios. Sabía muy bien lo que pensaba y deseaba, y se recreó en el placer de saber que iba a decepcionarla. Sacó el libro que llevaba encajado entre el pantalón y el estómago y lo arrojó entre ambos. Ella no lo miró, sino que sus dedos aferraron los pliegues de la camisa gitana que llevaba debajo del jersey. Sus colores, rojo, dorado y verde vivos, captaron la luz de una lámpara de pie erguida al lado del sofá.
– ¿Es tuyo? -preguntó Colin.
Magia alquímica: Hierbas, especias y plantas. Vio que los labios de Polly formaban las dos primeras palabras.
– Dios. ¿De dónde has sacado esa reliquia? -preguntó, en un tono de confusión y curiosidad al mismo tiempo.
– De donde tú lo dejaste.
– ¿Donde yo…? -Su mirada se desvió desde el libro a él-. Col, ¿qué pasa?
«Col» Notó que su mano temblaba con el deseo de pegar. Su demostración de inocencia era más ofensiva que la familiaridad implicada por el uso de su nombre.
– ¿Es tuyo?
– Lo era. Bueno, supongo que lo sigue siendo, pero hace años que no lo veía.
– Me lo suponía. Estaba bien escondido.
– ¿Qué quieres decir?
– Detrás de la cisterna.
La luz de la lámpara osciló; una bombilla al borde de la extinción. Emitió un leve siseo y se apagó, de manera que la oscuridad del exterior se filtró por las cortinas de encaje. Polly no reaccionó, como si no se hubiera dado cuenta. Daba la impresión de que estaba meditando sobre sus palabras.
– Tendrías que haberlo tirado. Como las herramientas.
– ¿Herramientas?
– ¿O utilizaste las suyas?
– ¿Qué herramientas? ¿Para qué has venido, Colin?
Su tono era cauteloso. Se alejó de él apenas unos milímetros, pero Colin se dio cuenta porque estaba vigilando cada señal de culpabilidad. Sus dedos se paralizaron en el acto de flexionarse. Colin lo consideró interesante. Tuvo la precaución de no cerrar la mano.
– Quizá no utilizaste herramientas. Quizá aflojaste la planta, con suavidad, ya sabes a qué me refiero, sabes cómo hacerlo, y después la arrancaste del suelo, con raíces y todo. ¿Hiciste eso? Porque tú conoces las plantas, las reconoces tan bien como ella.
– Todo esto es por la señora Spence.
Habló lentamente, como para sí, y daba la impresión de que no le veía, aunque mirara en su dirección.
– ¿Utilizas el sendero peatonal muy a menudo?
– ¿Cuál?
– No juegues conmigo. Ya sabes por qué he venido. No te lo esperabas. Parecía improbable que alguien viniera en tu busca, porque Juliet se echaba la culpa, pero yo te he descubierto, y quiero la verdad. ¿Utilizas con frecuencia el sendero?
– Estás loco.
Consiguió alejarse otro centímetro. Daba la espalda a la puerta, y fue lo bastante lista como para saber que una mirada hacia atrás denunciaría sus intenciones y proporcionaría a Colin la ventaja que, hasta el momento, creía suya.
– Yo diría que una vez al mes, como mínimo. ¿No es cierto? ¿No posee más poder el ritual si se realiza en luna llena? ¿Y no es más potente el poder si el ritual se celebra a la luz de la luna? ¿No es verdad que la comunicación con la Diosa es más profunda si se celebra el ritual en un lugar sagrado, como la cumbre de Cotes Fell?
– Ya sabes que rindo culto en la cumbre de Cotes Fell. No intento ocultarlo.
– Pero sí que ocultas otras cosas, ¿no? Este libro, por ejemplo.
– No. -Su voz era débil. Como si comprendiera lo que aquella debilidad implicaba, dijo con más fuerza-: Me estás asustando, Colin Shepherd.
– Hoy he estado allí.
– ¿Dónde?
– En Cotes Fell. En la cumbre. Hace años que no iba, desde lo de Annie. Había olvidado la buena vista que hay, Polly, y lo que se puede ver.
– Subo a la cumbre a rendir culto. Eso es todo, y tú lo sabes muy bien. -Se alejó otro centímetro-. Quemé aquel laurel para Annie -se apresuró a decir-. Dejé que la vela se derritiera. Utilicé clavos. Recé…
– Y ella murió. Aquella misma noche. Muy conveniente.
– ¡No!
– Durante la luna de la cosecha, mientras rezabas en Cotes Fell. Antes de que rezaras, le llevaste una sopa, ¿te acuerdas? La llamaste tu sopa especial. Recomendaste que se la tomara toda.
– Era de verduras, para los dos. ¿Qué te piensas? Yo también tomé. No estaba…
– ¿Sabías que las plantas son más potentes en luna llena? Eso dice el libro. Hay que recolectarlas en ese período, incluida la raíz.
– Yo no uso las plantas de esa manera. Ningún adepto al Arte lo hace. No es magia negra, ya lo sabes. Quizá buscamos hierbas para el incienso, sí, pero eso es todo. Incienso. Es una parte del ritual.
– Todo está en el libro. Lo que se debe utilizar para la venganza, para alterar la mente, para envenenar. Lo he leído.
– ¡No!
– El libro estaba detrás de la cisterna, donde lo habías escondido… ¿desde cuándo?
– No estaba escondido. Si estaba allí, es porque se cayó. Había montones de cosas sobre la cisterna, ¿no? Una pila de libros y revistas. Yo no escondí este… -Lo tocó con los dedos de los pies y retrocedió otro centímetro-. Yo no escondí nada.
– ¿Qué me dices de Capricornio, Polly?
La joven se quedó petrificada. Repitió la palabra sin emitir el menor sonido. Colin observó que el pánico empezaba a apoderarse de ella, a medida que se acercaba más y más a la verdad. Era como un perro vagabundo acorralado. Intuyó la rigidez de su espalda, la debilidad de sus piernas.
– La cicuta es potente en Capricornio -prosiguió.
Polly pasó la lengua sobre el labio inferior. El miedo era como un olor en ella, agrio y fuerte.
– El veintidós de diciembre -dijo Colin.
– ¿Qué?
– Ya lo sabes.
– No, Colin. No.
– ¿Qué puedes decirme del primer día de Capricornio? La noche en que el vicario murió.
– Eso es…
– Y algo más. Había luna llena aquella noche, y la anterior. Todo encaja. Sabías las instrucciones y el método del asesinato gracias al libro: extrae la raíz cuando la planta duerme; es más fuerte en Capricornio; es un veneno mortal; es más eficaz en luna llena. ¿Quieres que te lo lea, o prefieres leerlo tú misma? Busca la C en el índice. La C de cicuta.
– ¡No! La señora Spence te dio la idea, ¿verdad? Lo leo en tu cara. Dijo, ve a ver a Polly, pregúntale lo que sabe, pregúntale dónde estuvo. Dejó que tú imaginaras el resto. Fue así, ¿verdad, Colin?
– No te atrevas a pronunciar su nombre.
– Oh, ya lo creo que sí. Eso, y mucho más. -Se agachó y recogió el libro del suelo-. Sí, es mío. Sí, yo lo compré. También lo utilicé. Y ella lo sabe, maldita sea, porque una vez fui lo bastante tonta, hace más de dos años, cuando llegó a Winslough, para pedirle que me enseñara a hacer una solución de brionia. Tan imbécil fui, que hasta le expliqué para qué. -Agitó el libro en su dirección-. Amor, Colin Shepherd. La brionia es para el amor. Y también la manzana es un amuleto. ¿Quieres verlo? -Sacó una cadena de plata de debajo del jersey. Un pequeño globo colgaba de ella, con la superficie afiligranada. Se lo arrancó del cuello y lo tiró al suelo. Rebotó contra los pies de Colin, quien vio pedazos de fruta seca en su interior-. Y áloe para los saquitos perfumados y benjuí para el perfume, cincoenrama para una poción que ni siquiera querrías beber. Todo está en el libro, junto con lo demás, pero tú solo ves lo que quieres ver, ¿verdad? Así son las cosas, y así eran, incluso con Annie.
– No pienso hablar de Annie contigo.
– Ah, ¿no? AnnieAnnieAnnie con un halo alrededor de la cabeza. Hablaré de ella lo que me dé la gana, porque sé cómo eran las cosas. Yo la conocía tanto como tú, y no era una santa. No era una noble paciente que sufría en silencio contigo al lado, mientras le ponías paños calientes sobre la frente. No fue así.
Colin avanzó un paso, pero ella no se movió.
– Annie dijo, adelante, Col, preocúpate de ti, mi precioso amor. Y nunca permitió que lo olvidaras cuando lo hiciste.
– Nunca dijo…
– No era necesario. ¿Es que no lo comprendes? Estaba tendida en la cama con todas las luces apagadas. Decía, estoy demasiado débil para llegar a la lámpara. Decía, hoy pensé que iba a morir, Col, pero ahora ya estoy bien porque tú estás en casa y no debes preocuparte para nada por mí. Decía, comprendo que necesites una mujer, mi amor, haz lo que debas y no pienses en mí en esta casa, en esta habitación, en esta cama. Sin ti.
– No fue así.
– Y cuando el dolor aumentaba, no se comportaba como una mártir. ¿No te acuerdas? Chillaba, te maldecía, maldecía a los médicos, tiraba cosas contra las paredes. Cuando empeoró, dijo, ha sido culpa tuya, me estoy pudriendo por tu culpa, y voy a morir y te odio, te odio, ojalá estuvieras en mi lugar.
Colin no contestó. Tenía la sensación de que una sirena sonaba en su cabeza. Polly estaba muy cerca, a escasos centímetros, pero era como si hablara desde detrás de un velo rojo.
– Por eso recé en la cumbre de Cotes Fell. Al principio, por su salud, y después por… Y después por ti, cuando ella murió, con la esperanza de que comprendieras… de que te dieras cuenta… Sí, compré este libro -lo agitó de nuevo-, pero porque te quería y deseaba que tú me correspondieras y deseaba hacer cualquier cosa por llenarte. Porque Annie no te llenaba. Su muerte fue una bendición para ti, pero no quieres admitirlo, porque entonces también deberías admitir lo que fue vivir con ella. No fue perfecto, porque nada lo es.
– No sabes nada sobre la agonía de Annie.
– Que vaciabas los orinales y solo de pensarlo te estremecías. ¿No sé eso? Que le secabas el culo con el estómago revuelto. ¿No lo sé? Que cuando más necesitabas huir de casa para respirar un poco, ella lo intuía y gritaba y empeoraba, y tú siempre te sentías culpable porque no estabas enfermo, ¿verdad? No tenías cáncer. No ibas a morir.
– Ella era mi vida. Yo la quería.
– ¿Al final? No me hagas reír. Al final solo había amargura y rabia, porque nadie vive sin alegría durante tanto tiempo y siente otra cosa al final.
– Puta de mierda.
– Sí, claro. Eso y más, si quieres, pero yo planto cara a la verdad, Colin. No la enmascaro con corazones y flores como tú.
– Entonces, demos otro paso hacia la verdad, ¿eh?
Redujo la distancia que les separaba en unos cuantos centímetros más cuando apartó de una patada el amuleto. Chocó contra la pared y se abrió, y su contenido se diseminó sobre la alfombra. Los trozos de manzana parecían piel reseca. Piel humana. No le importaba nada su contenido. No le importaba nada de Polly Yarkin.
– No rezaste para que viviera, sino para que muriera. Como no sucedió enseguida, echaste una mano, y cuando su agonía no dio lo que querías en el momento que lo querías… ¿Cuándo fue, Polly? ¿Pensabas que iba a follarte el día del funeral? Probaste con pociones y encantamientos. Después, apareció Juliet. Echó tus planes por tierra. Intentaste utilizarla, y fue muy inteligente por tu parte informarla de que yo no estaba muy disponible, por si a ella se le despertaba el interés y se interponía en tu camino. No obstante, Juliet y yo nos encontramos, y tú no pudiste soportarlo. Annie había muerto. La última barrera que se interponía entre la felicidad y tú estaba enterrada en el cementerio, cuando de repente aparecía otra. Comprendiste lo que pasaba entre nosotros, ¿verdad? La única solución era enterrarla a ella también.
– No.
– Sabías dónde encontrar la cicuta. Pasabas junto al estanque cada vez que ibas a Cotes Fell. La desenterraste, la colocaste en el sótano y esperaste a que Juliet la comiera y muriera. Y si Maggie moría también, habría sido una pena, pero es sacrificable, ¿no? Todo el mundo lo es. No contaste con la presencia del vicario. Fue una desgracia. Imagino que pasaste unos días intranquilos cuando resultó envenenado, mientras esperabas a que las culpas recayeran sobre Juliet.
– Si fue así, ¿qué conseguí? El juez de instrucción dijo que fue un accidente, Colin. Juliet está libre, y desde entonces la has protegido como un granjero encargado de vigilar las ovejas de su padre. ¿Qué he ganado?
– Lo que esperabas y anhelabas desde que el vicario murió por error: la policía de Londres. La reapertura del caso, con todas las pruebas apuntando a Juliet. -Arrebató el libro de sus dedos-. Excepto esto, Polly. Lo olvidaste. -Ella extendió la mano hacia el libro. Colin lo tiró a un rincón de la habitación y agarró su brazo-. Cuando Juliet haya sido encerrada, obtendrás lo que deseas, lo que intentaste conseguir cuando Annie vivía, lo que suplicabas cuando rezabas por su muerte, el motivo de que prepararas pociones y llevaras amuletos, lo que has perseguido durante años.
Se acercó un paso más. Ella intentó soltarse. Colin experimentó un cosquilleo de placer al pensar en su miedo. Descendió por sus piernas. Provocó un efecto inesperado en sus ingles.
– Me estás haciendo daño en el brazo.
– Esto no tiene nada que ver con el amor. Nunca lo ha tenido.
– ¡Colin!
– El amor no tiene nada que ver con lo que has perseguido desde aquel día…
– ¡No!
– Te acuerdas, ¿verdad? ¿Verdad, Polly?
– Suéltame.
Se retorció bajo su presa. Jadeaba como una niña. Era tan fácil de dominar como una niña. Se retorcía y contorsionaba. Lágrimas en sus ojos. Sabía lo que se avecinaba. Le gustó que lo supiera.
– En el suelo del establo. Como animales. ¿Te acuerdas?
Polly se soltó y dio media vuelta para huir. Colin atrapó su falda al vuelo. Tiró hacia él. La tela se rasgó. La enrolló alrededor de su mano y tiró con más fuerza. Polly se tambaleó, pero no cayó.
– Con mi polla dentro y gimiendo como una puerca. Te acuerdas, ¿no?
– No, por favor.
Polly empezó a llorar y la visión de aquellas lágrimas inflamó a Colin más que su miedo. Era una pecadora penitente. Él era el dios de la venganza. Su castigo sería justicia divina.
Tiró con furia de la falda, y oyó el ruido placentero de la tela al romperse. Otro tirón. Otro. Cada vez que Polly intentaba escapar, la falda se rasgaba más.
– Como aquel día en el establo. Justo lo que tú deseas.
– No. Así no, Col, por favor.
El nombre. El nombre. Lanzó las manos hacia delante y arrancó el resto de la falda. Polly aprovechó aquel momento para soltarse y huir. Se encaminó al pasillo. Estaba cerca de la puerta. Un metro más y escaparía.
Colin saltó y la apresó cuando su mano forcejeaba con el pomo de la puerta interior. Cayeron al suelo. Polly empezó a abofetearle, sin hablar, agitando las piernas y los brazos, el cuerpo tembloroso.
Colin luchó por inmovilizar sus brazos.
– Te… voy a… follar… bien -gruñó.
– ¡Colin, no! -gritó Polly, pero él la calló con la boca.
Introdujo la lengua entre sus labios, mientras una mano apretaba su cuello y la otra desgarraba su ropa interior. Utilizó la rodilla para separar sus piernas. Las manos de Polly arañaron su cara. Encontró sus gafas y se las quitó de un manotazo. Buscó sus ojos, pero Colin aplastó la cara contra la suya, llenó su boca con la lengua, y después escupió, escupió y se inflamó cada vez más con el deseo de demostrar, dominar, castigar. Ella se retorció y suplicó. Pidió clemencia. Invocó a su Diosa. Pero él era su dios.
– Puta -gruñó Colin contra su boca-. Pendón, vaca.
Se quitó los pantalones mientras ella forcejeaba, chillaba y pataleaba. Lanzó la rodilla hacia delante y erró sus testículos por un centímetro. El la abofeteó. Le gustó la sensación de vida y poder que comunicaba a su mano. La golpeó de nuevo, con más fuerza. Usó los nudillos y admiró el tono rojo que proporcionaba a su piel.
Polly lloraba, muy fea de repente. Tenía la boca abierta, los ojos cerrados. Brotaban mocos de su nariz. Le gustó lo que veía. Quería que llorara. Su terror era como una droga. Separó sus piernas con fuerza y se tendió sobre ella. Celebró su castigo como el dios que era.
Es como morir, pensó ella. Seguía tendida como él la había dejado, con una pierna doblada y la otra extendida, el jersey subido hasta las axilas, el sujetador roto, con un pecho al descubierto, donde aún sentía sus mordiscos como un hierro al rojo vivo. Un pedazo de nailon bordeado de encaje («Veo que te has comprado algunos antojos», había reído Rita. «¿Es para algún tipo que le gusta bien envuelto?»), enredado alrededor de su tobillo. Una tira de su falda sobre el cuello.
Miró hacia arriba y siguió el surco de una grieta que empezaba sobre la puerta y se extendía como venas sobre la piel del techo. En algún lugar de la casa se oía un ruido metálico, seguido de un zumbido persistente y bajo. La caldera, pensó. Se preguntó por qué estaba calentando agua, si no recordaba haberla utilizado en todo el día. Repasó todo lo que había hecho en la vicaría, todas las actividades de una en una, pues se le antojaba muy importante saber por qué la caldera estaba calentando agua. Al fin y al cabo, no podía saber lo sucia que se sentía. Era una simple máquina. Las máquinas no intuyen las necesidades corporales.
Hizo una lista. Primero, los periódicos. Los había atado como se había prometido y tirado al cubo de la basura. Había telefoneado para cancelar las suscripciones. A continuación, las macetas. Solo había cuatro, pero tenían mal aspecto y una había perdido casi todas las hojas. Las había regado religiosamente cada día, y no podía comprender por qué se estaban poniendo amarillas. Las había trasladado al porche del jardín trasero, pensando que tal vez querrían un poco de sol, si alguna vez se decidía a salir. Después, las camas. Había cambiado las sábanas de todas las camas, dos sencillas, una de matrimonio, como hacía cada semana desde que había empezado a trabajar. Daba igual que nadie utilizara las camas. Había que cambiarlas para que no se estropearan, pero no había hecho ninguna lavadora, de modo que el calentador no tenía por qué funcionar. ¿Cuál era el motivo?
Trató de recordar todos sus movimientos del día. Intentó que se materializaran entre las grietas del techo. Periódicos. Teléfono. Macetas. Y después… Le costaba mucho pensar en aquel después. ¿Por qué? ¿Por el agua? ¿La asustaba el agua? ¿Había ocurrido algo relacionado con el agua? No, qué tontería. Piensa en habitaciones llenas de agua.
Recordó. Sonrió, pero sintió dolor, porque notaba la piel como cola seca, y se apresuró a pasar de los dormitorios a la cocina. Porque era eso. Había lavado todos los platos, vasos, ollas y sartenes. También había limpiado los aparadores. Por eso el calentador estaba funcionando. En cualquier caso, ¿no funcionaban siempre los calentadores? ¿No se encendían por sí solos cuando notaban que el agua de su interior empezaba a enfriarse? Nadie los conectaba. Funcionaban, simplemente. Como por arte de magia.
Magia. El libro. No. No debía pensar en esas cosas. Reproducían escenas de pesadilla en su mente. No quería verlas.
La cocina, la cocina, pensó. Lavar platos y aparadores, y luego a la sala de estar, que ya estaba limpia y ordenada, pero sacó brillo a los muebles, porque no podía decidirse a abandonar aquella casa, encontrar otra manera de vivir, y luego apareció él. Había una expresión extraña en su cara. Tenía la espalda demasiado rígida. Sus brazos no colgaban, se limitaban a esperar.
Polly rodó de costado, elevó las piernas y trató de mecerse. Duele, pensó. Era como si le hubieran arrancado las piernas del cuerpo. Un martillo repiqueteaba donde él la había golpeado una y otra vez. Y en su interior, el ácido quemaba su piel. Se sentía dolorida y lacerada. No era nada.
Fue tomando conciencia poco a poco del frío, una leve corriente de aire que chocaba con insistencia contra su piel desnuda. Se estremeció. Se dio cuenta de que él había dejado la puerta interior abierta después de marcharse, y la puerta exterior no estaba bien encajada. Sus dedos tiraron sin éxito del jersey, intentó bajarlo como una sábana, pero se rindió cuando llegó por debajo de sus pechos. La lana abrasaba su piel.
Desde donde estaba podía ver la escalera, y empezó a arrastrarse hacia ella, con la única idea de alejarse de la corriente, ponerse a salvo en la oscuridad, pero cuando apoyó la cabeza sobre el peldaño inferior, levantó la vista y pensó que la luz era más brillante arriba. Brillo significa calor, pensó, mejor que oscuridad. Se estaba haciendo tarde, pero el sol saldría por última vez. Sería un sol invernal, lechoso y lejano, pero si caía sobre la alfombra de algún dormitorio, se refugiaría entre sus fronteras doradas y continuaría su agonía.
Empezó a subir. Descubrió que sus piernas no respondían, de modo que se impulsó con las manos sobre la barandilla. Sus rodillas tropezaban con los peldaños. Cuando se apoyó en un costado y su cadera golpeó contra la pared, vio la sangre. Interrumpió su ascensión para mirarla con curiosidad, tocó con un dedo la mancha carmesí, se maravilló de la rapidez con que se secaba, cómo se ennegrecía al contacto con el aire. Vio que fluía de entre sus piernas, y que había manado durante el tiempo suficiente para dibujar configuraciones en la parte interna de sus muslos y riachuelos serpenteantes sobre una pierna.
Sucia, pensó. Tendría que bañarse.
La idea tomó cuerpo en su mente y expulsó las escenas de pesadilla. Se aferró a la idea del agua y su calor, llegó a lo alto de la escalera y se arrastró hacia el baño. Cerró la puerta y se sentó sobre el suelo blanco y frío, con la cabeza apoyada contra la pared, las rodillas alzadas, mientras la sangre mojaba el puño que apretaba entre las piernas.
Al cabo de un momento, apretó los hombros contra la pared, se impulsó medio metro y llegó a la bañera. Asomó la cabeza por un lado y extendió la mano hacia el grifo. Sus dedos lucharon por hacerlo girar, fracasaron y luego resbalaron.
Sabía que se recuperaría si conseguía lavarse. Si conseguía eliminar el olor de él y el roce de sus manos, si el jabón limpiaba el interior de su boca. Mientras pensara en lavarse, en la sensación, en el agua que caería sobre sus pechos, en el rato que pasaría en la bañera, solo dedicada a soñar, no tendría que pensar en otras cosas. Si podía girar el grifo.
Extendió la mano de nuevo, y volvió a fallar. Lo hacía al tacto, porque no quería abrir los ojos y tener que verse en el espejo, que colgaba en la puerta del cuarto de baño. Si veía el espejo, tendría que pensar, y estaba decidida a no volver a pensar. Excepto en lavarse.
Se metería en la bañera y no saldría nunca más, dejaría que el agua subiera y bajara. Contemplaría sus burbujas, escucharía el sonido. La sentiría deslizarse entre los dedos de sus pies y manos. La mimaría, conservaría, bendeciría. Eso haría.
Solo que nada duraba eternamente, ni siquiera el lavado, y cuando terminara se vería obligada a sentir, lo único que no deseaba hacer, soportar o vivir. Porque aquello significaba la muerte, por más que fingiera, el fin de todo. Resultaba extraño pensar que siempre la había imaginado en su vejez, tendida en una cama de sábanas blancas como la nieve, rodeada de nietos, con la mano estrechada por alguien que la amaba, para que no se marchara sola. Ahora, comprendía que vivir significaba estar sola. Y si vivir significaba estar sola, la muerte no sería diferente.
Soportaría morir sola, pero solo en aquel preciso momento. Porque después, todo terminaría. No tendría que incorporarse, meterse en el agua, eliminar los vestigios de él y salir por la puerta. Nunca tendría que volver a casa (oh, Diosa, aquel largo paseo) y enfrentarse a su madre. Más aún, no tendría que verle nunca más, mirarle a los ojos y recordar una y otra vez, como una película que se proyectara en su cerebro, el momento en que adivinó sus intenciones.
No sé lo que significa amar a alguien, comprendió. Pensaba que era bueno, el deseo de compartir. Pensaba que era como cuando extiendes la mano y alguien la coge, la aprieta y te salva del río. Hablas. Le cuentas cosas de tu vida. Dices, esto es lo que me hace daño, y se lo das, y él lo coge, y te da a cambio lo que le hace daño, y tú lo coges, y así se aprende a querer. Te apoyas en su fortaleza. El se apoya en su fortaleza. Se forja un vínculo. Pero no es así, no como ha sido hoy, aquí, en esta casa, no es así.
Aquello era lo peor, la suciedad de amarle, que nada podría lavar. Pese al terror, incluso en el instante que adivinó sus intenciones, incluso cuando suplicó sin éxito, cuando la golpeó, arrancó la piel y la dejó tirada en el suelo como un trapo usado, lo peor era que se trataba del hombre al que amaba. Y si el hombre al que amaba sabía que ella le amaba, era capaz de hacerle aquello, gruñir de placer cuando le demostró quién dominaba y quién se sometía, entonces, lo que ella creía amor no era nada. Porque, en su opinión, si amas a alguien y la persona sabe que la amas, procurará no hacerte daño. Aunque no te quiera tanto como tú, tendrá en consideración tus sentimientos, los guardará en su corazón y experimentará cierta ternura. Así se comporta la gente.
Pero si aquella no era la verdad de la vida, ya no quería vivir. Se metería en el baño y dejaría que el agua se la llevara. Que la lavara, matara y disolviera.
– Echa un vistazo a estas.
Lynley pasó la carpeta de fotografías a St. James. Cogió su pinta de Guinness y pensó en enderezar Los comedores de patatas, o en quitar el polvo del marco y el cristal de La catedral de Ruán, para comprobar si estaba en realidad «a pleno sol», tal como parecía. Dio la impresión de que Deborah había leído su mente, al menos en parte.
– Me está volviendo loca -murmuró, y se encargó de la reproducción de Van Gogh antes de dejarse caer en el sofá, al lado de su marido.
– Dios te bendiga, hija mía -dijo Lynley, y esperó la reacción de St. James al material reunido por el equipo encargado de investigar el escenario del crimen, y que había traído con él de Clitheroe.
Dora Wragg había tenido la amabilidad de servirles en el salón de los huéspedes. Como el pub ya estaba cerrado para la última parte de la tarde, dos mujeres de edad avanzada, ataviadas con gruesas ropas de tweed y botas de excursión, continuaban sentadas junto a los restos del fuego cuando Lynley regresó de sus visitas a Maggie, la policía y el médico forense. Si bien las dos mujeres estaban enzarzadas en una sombría pero entusiástica discusión acerca de «la ciática de Hilda… ¿No te parece que es una mártir, querida?», y daba la impresión de que no escuchaba otra conversación que no estuviera relacionada con las caderas de Hilda, Lynley escrutó sus rostros ansiosos y astutos, y decidió que la discreción era la mejor virtud a la hora de hablar con franqueza sobre la muerte de alguien.
Aguardó a que Dora depositara una Guinness, una Harp y un zumo de naranja sobre la mesita de café del salón y se alejara hacia las regiones interiores del albergue, antes de tender la carpeta a su amigo. St. James estudió primero las fotografías. Deborah les dedicó una mirada, sufrió un escalofrío y apartó al instante la vista. Lynley no la culpó.
Las fotografías de esta muerte concreta parecían más inquietantes que muchas otras vistas a lo largo de su carrera, y al principio no comprendió por qué. Al fin y al cabo, estaba familiarizado con las numerosas formas que adopta la muerte inesperada. Estaba acostumbrado al desenlace de los estrangulamientos: el rostro cianótico, los ojos saltones, la espuma sanguinolenta en la boca. Había visto una buena cantidad de golpes en la cabeza. Había examinado infinidad de cuchilladas, desde gargantas cortadas hasta un virtual destripamiento, muy similar al de Mary Kelly, en Whitechapel. Había visto víctimas de bombardeos y tiroteos, los miembros arrancados y los cuerpos mutilados. Pero existía algo horripilante en aquella muerte, y no sabía concretarlo. Deborah lo hizo por él.
– Duró y duró -murmuró-. Tardó un rato, ¿verdad? Pobre hombre.
Había dado en el clavo. La muerte de Robin Sage no había sido instantánea, un momento de violencia perpetrado por una pistola, un cuchillo o el garrote vil, seguido de la inconsciencia. Había tardado lo bastante para que Sage comprendiera lo que ocurría y para que sus sufrimientos físicos fueran agudos. Las fotografías así lo desvelaban.
La policía de Clitheroe las había tomado en color, pero lo que captaban era, fundamentalmente, en blanco y negro. Lo primero consistía en unos quince centímetros de nieve recién caída que cubría la tierra y empolvaba la pared junto a la que yacía el cadáver. Lo segundo era el cadáver en sí, vestido con atuendo clerical bajo un abrigo negro que se veía abultado alrededor de la cintura, como si el vicario hubiera intentado quitárselo. El negro, ni siquiera en este caso, lograba imponerse por completo al blanco, puesto que el cuerpo, como el muro hacia el que extendía las manos, estaba cubierto por una fina pero sólida membrana de nieve. Así lo documentaban siete fotos, antes de que los especialistas hubieran introducido la nieve del cuerpo en los tarros que, más tarde, serían considerados irrelevantes, considerando las circunstancias de la muerte. En cuanto el cuerpo quedó libre de nieve, el fotógrafo se puso a trabajar de nuevo.
Las demás fotos desvelaban la naturaleza de la agonía y muerte de Robin Sage. Docenas de profundas depresiones en el suelo, una gruesa capa de barro en sus talones, tierra y rastros de hierba debajo de las uñas daban cuenta de la forma en que había intentado escapar de las convulsiones. Sangre en la sien izquierda, tres surcos en la mejilla, un globo ocular destrozado y una piedra ensangrentada bajo su cabeza sugerían la violencia de aquellas convulsiones y lo poco que había podido hacer para dominarlas, una vez comprendió que no había escapatoria. La posición de su cabeza y cuello, tan echados hacia atrás que parecía inconcebible que las vértebras no se hubieran roto, indicaban una frenética lucha en busca de aire. Y la lengua, una masa hinchada casi partida en dos, sobresalía de la boca en una elocuente demostración de los últimos minutos del hombre.
St. James repasó las fotografías dos veces. Apartó dos, un primer plano de la cara y un segundo de una mano.
– Con suerte, ataque al corazón -dijo-. De lo contrario, asfixia. Pobre bastardo. Tuvo tanta mala suerte como el demonio.
Lynley no necesitó examinar las fotografías que St. James había elegido para darle la razón. Había visto el tono azulino de los labios y las orejas. Había notado lo mismo en las uñas. El ojo sano sobresalía. La lividez se había extendido bastante. Todas las señales indicaban paro respiratorio.
– ¿Cuánto crees que tardó en morir? -preguntó Deborah.
– Demasiado. -St. James miró a Lynley por encima del informe de la autopsia-. ¿Hablaste con el patólogo?
– Todo coincidía con envenenamiento por cicuta. No existían lesiones específicas en la membrana mucosa del estómago. Irritación gástrica y edema pulmonar. La muerte tuvo lugar entre las diez de aquella noche y las dos de la madrugada.
– ¿Qué dijo el sargento Hawkins? ¿Por qué aceptó con tanta rapidez el DIC de Clitheroe la conclusión de envenenamiento accidental, y se retiró de la investigación? ¿Por qué permitieron que Shepherd la condujera solo?
– El DIC se había presentado en el lugar de los hechos cuando el cuerpo de Sage aún estaba allí. Quedó claro que, dejando aparte las heridas externas que se había hecho en la cara, la muerte había sido provocada por algún tipo de ataque. No sabían cuál. El detective que vio el cadáver pensó que era epilepsia cuando observó la lengua…
– Santo Dios -murmuró St. James.
Lynley asintió en señal de acuerdo.
– Después de tomar las fotografías, dejaron que Shepherd reuniera los detalles relativos a la muerte de Sage. Él lo pidió. En aquel momento, ni siquiera sabían que Sage había pasado toda la noche en la nieve, pues nadie informó de su desaparición hasta que no acudió a celebrar la boda de la Townley-Young.
– Pero ¿por qué no intervinieron cuando averiguaron que había ido a cenar a la casa?
– Según Hawkins, que se mostró bastante más cooperador cuando me presenté ante él, tarjeta de identificación en mano, que cuando hablamos por teléfono, tres factores influyeron en la decisión: la implicación del padre de Shepherd en la investigación, la visita de Shepherd a la casa la noche que murió Sage, pura coincidencia en opinión de Hawkins, y ciertos datos del forense.
– ¿La visita no fue una coincidencia? -preguntó St. James-. ¿Shepherd no estaba haciendo la ronda?
– La señora Spence le telefoneó para que acudiera a su lado -explicó Lynley-. Me dijo que quiso revelarlo en la encuesta, pero Shepherd insistió en declarar que había pasado durante la ronda. La Spence dijo que él había mentido porque quería protegerla de las habladurías y especulaciones gratuitas del pueblo después del veredicto.
– Da la impresión de que le salió el tiro por la culata, a juzgar por lo que pasó la otra noche en el pub.
– En efecto, pero eso es lo que me intriga, St. James. Cuando hablé con ella esta mañana, admitió que había telefoneado a Shepherd. ¿Qué necesidad tenía? ¿Por qué no se ciñó a la historia que habían acordado, una historia aceptada y creída, aunque a los lugareños no les guste?
– Quizá no estuvo de acuerdo con la historia de Shepherd desde el primer momento -sugirió St. James-. Si testificó antes que ella en la encuesta, dudo que se hubiera plegado a dejarle como un perjuro al decir la verdad.
– ¿Por qué no se ciñó a la historia? Su hija no estaba en casa. Si solo Shepherd y ella sabían que le había telefoneado, ¿qué motivo pudo tener para contarme algo diferente, aunque sea la verdad? Admitir eso equivale a condenarse.
– Tú no pensarás que soy culpable si admito que lo soy -murmuró Deborah.
– Pero eso es muy peligroso, joder.
– Funcionó con Shepherd -dijo St. James-. ¿Por qué no contigo? La Spence grabó en su mente la imagen de ella vomitando. La creyó y se puso de su parte.
– Ese fue el tercer factor que influyó en la decisión de Hawkins de llamar de vuelta al DIC. La indisposición. Según el forense… -Lynley dejó el vaso sobre la mesa, se caló las gafas y cogió el informe. Examinó la primera página, la segunda, y encontró lo que buscaba en la tercera-. Ah, ya lo tengo. «El envenenamiento por cicuta tiene buen pronóstico cuando la víctima logra vomitar.» El hecho de que ella se encontrara mal apoya la declaración de Shepherd de que ingirió algo de cicuta accidentalmente.
– A propósito. O no la tomó, lo más probable. -St. James cogió su pinta de Harp-. «Logra» es la palabra clave, Tommy. Indica que el vómito no es una consecuencia natural de la investigación. Ha de ser provocado. Debió tomar algún purgante, lo cual implica que sabía lo del veneno. Si ese es el caso, ¿por qué no telefoneó a Sage para avisarle, o envió a alguien en su busca?
– ¿Pudo darse cuenta de que le pasaba algo, pero no lo relacionó con cicuta? ¿Pudo suponer que era otra cosa? ¿Leche o carne en mal estado?
– Si es inocente, pudo suponer cualquier cosa. Hay que tener en cuenta esa posibilidad.
Lynley dejó el informe sobre la mesa, se quitó las gafas y pasó la mano por su pelo.
– Bien, no hemos avanzado ni un milímetro. Es un caso de sí-lo-hiciste, no-yo-no, a menos que descubramos algún móvil. ¿Te proporcionó alguno el obispo de Bradford?
– Robin Sage estaba casado -dijo St. James.
– Quería hablar con sus compañeros de sacerdocio sobre la mujer sorprendida en adulterio -añadió Deborah.
Lynley se inclinó hacia delante.
– Nadie dijo…
– Lo cual parece significar que nadie lo sabía.
– ¿Qué le pasó a su mujer? ¿Sage estaba divorciado? Una circunstancia muy extraña en un clérigo.
– Murió hace unos diez o quince años. Un accidente náutico en Cornualles.
– ¿De qué tipo?
– Glennaven, el obispo de Bradford, no lo sabía. Telefoneé a Truro, pero no conseguí hablar con el obispo. El secretario no nos proporcionó otra cosa que el dato básico: un accidente náutico. Dijo que no podía dar información por teléfono. Qué clase de embarcación era, cuáles fueron las circunstancias, dónde ocurrió el accidente, qué tiempo hacía, si Sage la acompañaba cuando sucedió… Nada de nada.
– ¿Protegía a uno de los suyos?
– Al fin y al cabo, no sabía quién era yo. Y aunque lo supiera, no se puede decir que yo tuviera derecho a la información. No soy de ningún DIC. Y aunque lo fuera, no se trata de una misión oficial.
– ¿Qué opinas?
– ¿Sobre la idea de que estaba protegiendo a Sage?
– Y de paso la reputación de la Iglesia.
– Es una posibilidad. Es difícil desechar la relación con la mujer sorprendida en adulterio, ¿verdad?
– Si él la mató… -musitó Lynley.
– Quizá alguien esperó la oportunidad de vengarse.
– Dos personas solas en un velero. Un día tormentoso. Una ráfaga repentina. El viento agita la botavara, que golpea a la mujer en la cabeza, y cae por la borda al instante.
– ¿Podría fingirse ese tipo de muerte? -preguntó St. James.
– ¿Te refieres a un asesinato disfrazado de accidente? ¿Un golpe en la cabeza, en lugar de la botavara? Por supuesto.
– Un caso perfecto de justicia poética -apuntó Deborah-. Un segundo asesinato disfrazado de accidente. Simétrico, ¿no?
– La venganza perfecta -admitió Lynley-. Es cierto.
– Entonces, ¿quién es la señora Spence? -preguntó Deborah.
St. James enumeró las posibilidades.
– Una antigua ama de llaves que conocía la verdad, una vecina, una antigua amiga de la mujer.
– La hermana de la mujer -dijo Deborah-. La hermana de Sage.
– ¿Azuzada a volver a la Iglesia, aquí en Winslough, descubre que Sage es un hipócrita insufrible?
– Tal vez una prima, Simon, o alguien que también trabajaba para el obispo de Truro.
– ¿Alguien que estuviera liada con Sage? El adulterio puede afectar a los dos cónyuges, ¿no?
– Mató a su mujer para estar con la señora Spence, pero cuando ella descubrió la verdad, huyó.
– Las posibilidades son infinitas. El pasado de la señora Spence es la clave.
Lynley dio vueltas a la pinta sobre la mesa con aire pensativo. Anillos concéntricos de humedad indicaban cada posición. Había estado escuchando, pero se sentía inclinado a desechar todas sus conjeturas anteriores.
– ¿Algo peculiar en el pasado de Sage, St. James? -preguntó-. ¿Alcohol, drogas, un interés desmesurado en algo vergonzoso, inmoral o ilegal?
– Tenía pasión por las Sagradas Escrituras, pero eso es normal en un clérigo. ¿Qué andas buscando?
– ¿Algo sobre niños?
– ¿Pedofilia? -Lynley asintió-. Ni la menor insinuación.
– ¿Y si la Iglesia le estuviera protegiendo para salvar su reputación? ¿Te imaginas al obispo admitiendo que Robin Sage tenía debilidad por los niños del coro, que tuvieron que trasladarle…?
– Se trasladaba de un sitio a otro continuamente, según el obispo de Bradford -apuntó Deborah.
– ¿… porque no podía tener las manos quietas? Le prestaron ayuda, insistieron en ello. ¿Admitirían la verdad en público?
– Supongo que es tan probable como cualquier otra cosa, pero se me antoja la menos plausible de las explicaciones. ¿Quiénes son los niños del coro en este caso?
– Quizá no eran chicos.
– Estás pensando en Maggie, y en que la señora Spence le mató para poner fin a… ¿qué? ¿Abusos? ¿Seducción? Si ese es el caso, ¿por qué no lo dijo?
– Sigue siendo asesinato, St. James. Es la única pariente de la muchacha. ¿Se atrevería a confiar en que un jurado comprendiera su punto de vista, la absolviera y permitiera que siguiera al cuidado de una niña que depende de ella? ¿Correría ese riesgo? ¿Lo correría alguien? ¿Lo correrías tú?
– ¿Por qué no le denunció a la policía, o a la Iglesia?
– Es su palabra contra la de él.
– Pero la palabra de la hija…
– ¿Y si Maggie decidió proteger al hombre? ¿Si fue ella quien alentó la relación? ¿Y si se imaginaba enamorada de él, o a él enamorado de ella?
St. James se masajeó la nuca. Deborah hundió la barbilla en la palma de la mano. Ambos suspiraron.
– Me siento como la Reina Roja de Alicia -dijo Deborah-. Necesitamos correr dos veces más deprisa, y me he quedado sin aliento.
– Tiene mal aspecto -admitió St. James-. Hemos de saber más, y a ellos les basta con callar y dejarnos a oscuras de manera permanente.
– No necesariamente -dijo Lynley-. Aún hay que pensar en Truro. Nos permite un amplio margen de maniobra. Hay que investigar la muerte de la mujer, así como el pasado de Robin Sage.
– Dios, menuda excursión. ¿Irás tú, Tommy?
– No.
– Entonces, ¿quién?
Lynley sonrió.
– Alguien que esté de vacaciones. Como dos que yo me sé.
En Acton, la sargento detective Barbara Havers encendió la radio montada sobre la nevera e interrumpió a Sting en mitad de la canción sobre las manos de su padre.
– Sí, nene -dijo-. Canta, cariño.
Rió para sí. Le gustaba escuchar a Sting. Lynley afirmaba que su interés se basaba exclusivamente en el hecho de que Sting parecía afeitarse cada quince días, en una exhibición de supuesta virilidad cuyo objetivo era atraer a un buen número de seguidoras. Barbara se burlaba de la teoría. Aducía que Lynley era un esnob en lo tocante a la música, que no exponía sus aristocráticos oídos a cualquier pieza compuesta durante los últimos ochenta años. Barbara no tenía predilección auténtica por el rock, pero dadas sus preferencias, siempre se decantaba por clásica, jazz, blues o lo que el agente Nkata definía como «las canciones de la abuelita», por lo general algo de los cuarenta interpretado por una gran orquesta que ponía especial énfasis en los violines. Nkata era un devoto del blues, aunque Havers sabía que vendería su alma, por no mencionar su creciente colección de compactos, por cinco minutos a solas con Tina Turner.
– Da igual que sea lo bastante vieja para ser mi mamá -decía a sus compañeros-. Con una mamá así, nunca me habría ido de casa.
Barbara subió el volumen y abrió la nevera. Confiaba en que algo de lo que viera dentro estimulara su apetito. En cambio, el olor de una bandeja de cinco días de antigüedad la obligó a retroceder hacia el otro extremo de la cocina.
– Por los clavos de Cristo -murmuró con cierta reverencia, mientras pensaba en cómo deshacerse del paquete de pescado sin necesidad de tocarlo.
Se preguntó cuántas sorpresas malolientes más descubriría, envueltas en papel de plata, guardadas en recipientes de plástico o traídas a casa en cajas de cartón con la intención de comerlas a toda prisa, para luego olvidarlas. Desde su refugio, espió algo verde que trepaba por los bordes de un recipiente. Quiso creer que se trataba de guisantes abandonados. El color parecía correcto, pero la consistencia fibrosa sugería moho. Al lado, una nueva forma de vida parecía evolucionar de lo que había sido un plato de espaguetis. De hecho, toda la nevera recordaba a un desagradable experimento, dirigido por Alexander Fleming con la vista puesta en otro viaje a Estocolmo.
Con la mirada clavada en aquel desastre y el dedo índice apretado contra la nariz para respirar lo menos posible, Barbara se encaminó al fregadero. Rebuscó entre productos de limpieza, salvauñas, cepillos y unas masas informes apelmazadas que en otro tiempo habían sido paños de cocina. Desenterró una caja de bolsas de basura. Armada con una bolsa y una espátula, se encaminó a la batalla. Lo primero que fue a parar a la bolsa fue la bandeja, que chocó contra el suelo y envió un olor que provocó escalofríos a Barbara. Los guisantes cum antibiótico vinieron a continuación, seguidos de los espaguetis, un trozo de Gloucester que parecía haber desarrollado una interesante barba, un plato de salchichas con puré petrificadas y una caja de pizza que no tuvo valor para abrir. Un chow mein olvidado se unió a sus compañeros de desgracia, así como los restos esponjosos de medio tomate, tres gajos de pomelo y un cartón de leche que, como recordaba muy bien, había comprado en junio del año anterior.
Una vez se hubo entregado Barbara al ritmo de aquella catarsis de comestibles, decidió llevarlo hasta su conclusión lógica. Todo cuando no estaba sellado en un tarro, en conserva o anunciado como imperecedero (ketchup sí, mayonesa no), se reunió con la bandeja y demás. Cuando terminó, los estantes de la nevera estaban vacíos de la menor promesa de comida, pero no lloró las pérdidas. El apetito que había intentado estimular con aquel viaje sentimental por el territorio de la tomaína había desaparecido.
Cerró la puerta de la cocina y ató la bolsa de basura. Abrió la puerta posterior, tiró la bolsa fuera y esperó a ver si le crecían patas y corría en busca de las demás bolsas de basura que habían dejado los vecinos. Como no fue así, Barbara tomó nota mental de eliminarla más tarde.
Encendió un cigarrillo. El olor de la cerilla y del tabaco quemado disiparon el hedor de la comida estropeada. Encendió dos cerillas más, sin dejar de dar profundas caladas al cigarrillo.
No todo se había perdido, pensó. Nada para merendar o cenar, pero míralo así: un trabajo menos. Bastaría con limpiar los estantes, lavar el único cajón, y la nevera estaría preparada para ser puesta a la venta, un poco vieja, de no mucha confianza, pero el precio estaría acorde. No se la podía llevar a Chalk Farm, el estudio era demasiado diminuto para acomodar algo cuyo tamaño excediera el de un mendrugo, de modo que debería limpiarla tarde o temprano… cuando estuviera dispuesta a mudarse…
Se acercó a la mesa y tomó asiento. Un pie metálico desnudo rechinó sobre el pringoso suelo de linóleo. Sujetó el extremo del cigarrillo entre el índice y el pulgar y contempló la progresión del papel al quemarse, mientras el tabaco que contenía seguía ardiendo. La oportunidad de deshacerse de aquella putrefacción refrigerada había actuado en su contra. Comprendió. Un trabajo menos significaba otro punto tachado de la lista, lo cual significaba a su vez un paso más hacia la clausura de la casa, su venta y la entrada en una vida nueva y desconocida.
Cada tantos días se sentía preparada para la mudanza y, al mismo tiempo, aterrorizada del cambio que implicaba. Ya había estado media docena de veces en Chalk Farm, había pagado el depósito del pequeño estudio, había hablado con el casero sobre cambiar las cortinas e instalar el teléfono. Incluso había divisado a uno de sus vecinos, sentado en un agradable cuadrado de sol, tras la ventana de su piso de la planta baja. En tanto que aquella parte de su vida, etiquetada futuro, la empujaba sin cesar hacia delante, la parte mayor, etiquetada pasado, la inmovilizaba. Sabía que no había vuelta atrás cuando la casa de Acton se vendiera. Se cortaría uno de los últimos lazos que la ataban a su madre.
Barbara había pasado la mañana con ella. Pasearon hasta el ejido de Greenford, bordeado de espino, y se sentaron en uno de los bancos que rodeaban el parque infantil. Contemplaron las evoluciones de una joven madre con su risueño hijo, que apenas comenzaba a andar.
Había sido uno de los días buenos de su madre. Reconoció a Barbara, y si bien se equivocó tres veces y la llamó Doris, no discutió cuando Barbara le recordó con ternura que tía Doris había muerto casi cincuenta años antes.
– Lo había olvidado, Barbara -dijo con una sonrisa-, pero hoy me siento bien. ¿Volveré pronto a casa?
– ¿No te gusta estar aquí? -preguntó Barbara-. La señora Fio te aprecia, y también te llevas bien con la señora Pendlebury y la señora Salkild, ¿verdad?
Su madre removió la tierra con los pies, y después extendió las piernas, como una niña.
– Me gustan mis zapatos nuevos, Barbie.
– Eso pensaba.
Eran zapatos de tacón alto, color espliego con franjas plateadas al lado. Barbara los había encontrado en el mercado de Camden Lock. Había comprado otro par para ella, rojos y dorados (sonriente al pensar en la expresión horrorizada del inspector Lynley cuando los viera), y si bien no tenían la talla de su madre, había comprado los espliegos porque eran espantosos y, por lo tanto, los más adecuados a sus gustos. Había introducido en su interior dos pares de medias púrpuras y negras, para llenar el espacio existente entre los pies de su madre y los zapatos, y había sonreído al ver con qué placer desenvolvía el paquete la señora Havers y buscaba su «sorpresa».
Havers había adoptado la costumbre de llevar un detalle cada vez que iba a Hawthorne Lodge, dos veces a la semana, donde su madre vivía desde hacía dos meses con otras dos ancianas y la señora Florence Magentry, la señora Fio, que cuidaba de ellas. Barbara se decía que lo hacía para ver la cara de alegría de su madre al sacar el regalo, pero sabía que cada paquete era como una moneda que servía para intercambiar su sensación de culpabilidad por libertad.
– Te gusta estar con la señora Fio, ¿verdad, mamá? -repitió.
La señora Havers estaba mirando al niño, que jugaba en el tiovivo. Se mecía al compás de alguna melodía interior.
– La señora Salkild se lo hizo encima anoche -dijo en tono confidencial-, pero la señora Fio ni siquiera se enfadó, Barbie. Dijo: «Son cosas que pasan, querida, a medida que envejecemos, de modo que no debe preocuparse en lo más mínimo». Yo no me lo hago encima.
– Estupendo, mamá.
– También ayudé. Fui a buscar el paño de lavar y el orinal de plástico y lo sujeté así, para que la señora Fio pudiera lavarla. La señora Salkild lloró. Dijo: «Lo siento, no me di cuenta. No me enteré». Me supo mal por ella. Después, le di algunas chocolatinas de las mías. Yo no me lo hice encima, Barbie.
– Ayudaste mucho a la señora Fio, mamá. Es probable que no pudiera salir adelante sin ti.
– Eso dice ella, ¿sabes? Se pondrá triste cuando me vaya. ¿Volveré a casa hoy?
– Hoy no, mamá.
– ¿Pronto?
– Pero no hoy.
A veces, Barbara se preguntaba si sería mejor dejar a su madre en las muy capaces manos de la señora Fio, con tal de que pagara sus gastos, desapareciera y confiara en que su madre olvidara con el tiempo que tenía una hija no demasiado lejos. Se preguntaba a menudo sobre la eficacia de aquellas visitas a Greenford. Oscilaba entre creer que solo servían como parches de su sentimiento de culpabilidad, a expensas de alterar la rutina de la señora Havers, a convencerse de que su presencia continuada en la vida de su madre impediría su completa desintegración mental. No existía literatura asequible a cada posibilidad, por lo que Barbara sabía. Aunque tratara de encontrarla, lo cual no se decidía a hacer, ¿qué diferencia aportarían algunas teorías científicas convenientemente acotadas? Al fin y al cabo, se trataba de su madre. No podía abandonarla.
Barbara aplastó el cigarrillo en el cenicero de la cocina y contó las colillas. Había fumado dieciocho cigarrillos desde la mañana. Tenía que dejarlo. Era sucio, antihigiénico y desagradable.
Desde su silla, veía todo el pasillo hasta la puerta principal. Veía la escalera a la derecha, la sala de estar a la izquierda. Era imposible dejar de observar las restauraciones llevadas a cabo en la casa. El interior estaba pintado. Había una alfombra nueva. Se habían renovado o cambiado las instalaciones del cuarto de baño y la cocina. La cocina y el horno estaban más limpios que nunca en veinte años. Aún era necesario arrancar el suelo de linóleo y volver a encerarlo, y debía colocar el papel pintado. Una vez terminados aquellos dos trabajos, además de lavar o sustituir las cortinas que nunca habían sido tocadas desde que la familia se mudó a la casa en su infancia, podría dedicar sus esfuerzos al exterior.
El jardín trasero era una pesadilla. El jardín delantero no existía. Y la casa necesitaba una dedicación intensiva. Había que reparar tuberías, pintar maderas, limpiar ventanas y completar una puerta delantera. Pese a que sus ingresos disminuían rápidamente y tenía el tiempo limitado a causa del trabajo, su plan original avanzaba con lentitud. Si no hacía algo por enlentecer todo el proyecto, que en un principio consideraba la garantía de que tendría fondos suficientes para mantener a su madre en Hawthorn Lodge por tiempo indefinido, el momento de mudarse a su propia casa se precipitaría sobre ella.
Barbara deseaba aquella independencia, y no paraba de repetírselo. Tenía treinta y tres años, nunca había vivido sola, ligada a su familia y sus infinitas necesidades. El que ahora pudiera hacerlo debería ser motivo de júbilo, pero no era así, y no lo había sido desde aquella mañana en que había trasladado a su madre a Greenford para que iniciara una nueva vida con la señora Fio.
La señora Fio había preparado un recibimiento que evitara toda preocupación. Un letrero de bienvenida sobre el pasamanos de la estrecha escalera y flores en la entrada. En la habitación de su madre, un tiovivo de porcelana giraba lentamente a los alegres acordes de The Entertainer.
– ¡Oh, Barbie! ¡Mira, mira! -había exclamado con voz entrecortada su madre. Apoyó la barbilla sobre el tocador y contempló los diminutos caballos que subían y bajaban.
También había flores en el dormitorio, lirios en un jarrón alto.
– Pensaba que necesitaría una acogida especial -dijo la señora Fio, mientras pasaba las manos sobre el corpiño de su blusa camisera a rayas-. Tratarla con dulzura para que sepa que queremos darle la bienvenida. He preparado café y pastelillos de simiente de amapola. Un poco pronto para el refrigerio, pero he pensado que usted tendría que marcharse enseguida.
Barbara asintió.
– Estoy trabajando en un caso en Cambridge. -Paseó la vista por la habitación. Estaba muy limpia y pulcra, recalentada por el sol que caía sobre la alfombra con dibujos de margaritas-. Gracias.
No se estaba refiriendo al café y las pastas.
La señora Fio palmeó su mano.
– No se preocupe por mamá. La cuidaremos bien, Barbie. ¿Puedo llamarla Barbie?
Barbara quiso decirle que solo sus padres habían utilizado aquel nombre, que la hacía sentir como una niña, necesitada de cuidados. Estaba a punto de corregirla con un «Barbara, por favor», cuando comprendió que significaría romper la ilusión de que aquella casa era un hogar, y de que aquellas mujeres -su madre, la señora Fio, la señora Salkild y la señora Pendlebury, una de las cuales era ciega y la otra víctima de la demencia- constituían una familia, en la cual se le ofrecía ingresar si le apetecía. Y así lo hizo.
Por lo tanto, no era la perspectiva de abandonar de forma permanente a su madre el motivo de que Barbara removiera los pies de vez en cuando, a medida que alumbraba la comprensión de que su sueño de vivir sola estaba a punto de convertirse en realidad. Era la perspectiva de su propio abandono.
Desde hacía dos meses, volvía cada día a una casa desierta, algo que había anhelado durante los años que su padre había pasado enfermo, algo que consideró indispensable cuando se dedicó a la tarea de cargar con su madre, una vez muerto su padre. Durante lo que se le antojaban años había buscado una solución para el problema de su madre, y ahora que había aparecido una como diseñada en el cielo (Dios, ¿existiría otra señora Fio en algún lugar de la tierra?), el objetivo de sus planes había pasado de cargar con su madre a cargar con la casa. Y como la casa no le ofrecía nada más con qué cargar, debía enfrentarse a la realidad de cargar con ella misma.
Sola, tendría que empezar a pensar en el aislamiento. Cuando sus compañeros marchaban del King's Arms por la noche -cuando MacPherson volvía a casa con su mujer y sus cinco hijos, cuando Hale se dirigía a librar una batalla cada vez más dudosa con el abogado que se encargaba de su divorcio, cuando Lynley desaparecía como un rayo para cenar con Helen, y Nkata iba en busca de alguna de sus seis novias para llevarla a la cama-, caminaba con parsimonia hacia la estación de St. James's Park, propinando patadas a la basura que se cruzaba en su camino. Viajaba hasta Waterloo, cambiaba a la línea del Norte y se acurrucaba en un asiento con un ejemplar del Times, fingiendo interés por los acontecimientos nacionales y mundiales para disimular su creciente pánico a la soledad.
No es un crimen sentirse así, se decía. Has estado dominada por alguien durante treinta y tres años. ¿Qué otra cosa esperabas sentir, cuando la presión desapareciera? ¿Qué sienten los prisioneros cuando abandonan la cárcel? Pues sentirme liberada, se contestaba, bailar por las calles, ir a uno de esos peluqueros elegantes de Knightsbridge, que cubren las ventanas con cortinas negras para exhibir instantáneas de mujeres sensuales cuyos peinados geométricos nunca se enmarañan o son alterados por el viento.
Cualquier otra persona en su situación, decidió, haría miles de planes, trabajaría febrilmente para poner a punto su casa, con el fin de venderla y empezar una nueva vida, que sin duda se iniciaría con un cambio de ropa, una modificación del cuerpo cortesía de un preparador parecido a Arnold Schwarzenegger, pero con mejor dentadura, un repentino interés por el maquillaje y un contestador automático para no perderse ni una llamada de los cientos de admiradores deseosos de compartir la vida con ella.
Pero Barbara siempre había sido un poco más práctica. Sabía que, si los cambios se presentaban, eran de forma lenta. Ahora, el traslado a Chalk Farm solo representaba tiendas desconocidas a las que acostumbrarse, calles desconocidas que recorrer, vecinos desconocidos que conocer. Todo debería hacerlo sola, sin oír otra voz que la suya por las mañanas, sin los ruidos amigables de alguien que trasteara cerca y, sobre todo, sin algún compañero comprensivo que estuviera dispuesto a escuchar ansioso cómo le había ido el día.
Claro que nunca había tenido un compañero comprensivo en su vida anterior, solo sus padres, que la esperaban por la noche, no para entablar una amena conversación, sino para devorar la cena y reintegrarse a la tele, donde contemplaban una sucesión de melodramas norteamericanos.
Aun así, sus padres habían constituido una presencia humana a lo largo de treinta y tres largos y continuados años. Si bien no habían llenado su vida de alegría, con la sensación de que el futuro era una pizarra virgen, habían estado a su lado, la habían necesitado. Y ahora, nadie la necesitaba.
Comprendió que no tenía tanto miedo de la soledad como de convertirse en uno de los seres invisibles de la nación, una mujer cuya presencia en la vida de cualquiera carecía de una importancia especial. La casa de Acton, sobre todo si su madre regresaba, eliminaría la posibilidad de descubrir que era un elemento innecesario en el mundo, que comía, dormía, se bañaba y excretaba como el resto de la humanidad, pero sacrificable, por lo demás. Cerrar la puerta con llave, entregar la llave al agente inmobiliario y seguir su camino significaba arriesgarse a descubrir su íntima importancia. Deseaba evitarlo tanto tiempo como pudiera.
Aplastó su cigarrillo, se puso en pie y estiró los miembros. Ir a un restaurante griego sonaba mejor que fregar y encerar el suelo de la cocina. Cordero souvlakia con arroz, dolmades y beber media botella de vino de Aristides, que se podía soportar, más o menos. Pero antes, la bolsa de basura.
Estaba donde la había dejado, junto a la puerta posterior. Barbara se alegró de comprobar que su contenido no había logrado salvar el estadio evolucionario que separaba el moho y las algas de algo con patas. La levantó y caminó por el sendero invadido de malas hierbas hasta los cubos de basura. Justo cuando introducía la bolsa en su interior, sonó el teléfono.
– ¿Quién lo iba a decir? -murmuró-. Mi cita para la próxima Nochevieja. Muy bien, ya voy -añadió, como si quien llamaba telegrafiara impaciencia.
Lo levantó al octavo timbrazo.
– Ah, estupendo -oyó que decía una voz de hombre-. Está ahí. Pensaba que no la iba a encontrar.
– ¿Quiere decir que me echa de menos? -preguntó Barbara-. Y yo que estaba preocupada por si usted no podía dormir, separados como estamos por tantos kilómetros.
Lynley lanzó una risita.
– ¿Cómo van las vacaciones, sargento?
– A trancas y barrancas.
– Lo que necesita es un cambio de paisaje para olvidar las preocupaciones.
– Tal vez, pero ¿por qué me parece que esto conduce en una dirección que tal vez luego me arrepienta de haber tomado?
– ¿Si la dirección es Cornualles?
– No suena tan mal. ¿Quién invita?
– Yo.
– Así me gusta, inspector. ¿Cuándo he de salir?
Eran las cinco menos cuarto cuando Lynley y St. James subían por el corto camino particular que conducía a la vicaría. No había ningún coche aparcado, pero brillaba una luz en lo que podía ser la cocina. Se veía otra detrás de las cortinas de una habitación situada en el primer piso. Proyectaba un resplandor dorado, contra el cual se recortaba una silueta en movimiento, deformada cual Quasimodo por la forma en que colgaba la tela detrás del cristal. Al lado de la puerta principal, una colección de basura esperaba su traslado. Daba la impresión de consistir, sobre todo, en periódicos, recipientes vacíos de productos de limpieza y trapos sucios, los cuales desprendían el olor peculiar e irritante del amoníaco, como si dieran cuenta de la victoria de la asepsia en la guerra por la limpieza que se había librado en el interior de la casa.
Lynley tocó el timbre. St. James miró hacia el otro lado de la calle y contempló la iglesia con el ceño fruncido.
– Me parece que deberá escarbar en los periódicos locales para averiguar algo sobre esa muerte, Tommy. No creo que el obispo de Truro cuente algo más a Barbara de lo que su secretario me dijo a mí. En primer lugar, ha de conseguir verle. Podría darle largas durante días, sobre todo si hay algo que ocultar y Glennaven le informó de nuestra visita.
– Havers se las arreglará de una forma u otra. Yo, en lugar del obispo, no le pondría demasiadas trabas. Barbara se sentirá más motivada todavía.
Lynley volvió a tocar el timbre.
– Pero que Truro admita inclinaciones obscenas por parte de Sage…
– Es un problema, pero las inclinaciones obscenas solo representan una posibilidad. Ya hemos visto que hay docenas más, algunas aplicables a Sage, y otras a la señora Spence. Si Havers descubre algo sospechoso, sea lo que sea, podremos trabajar con algo más de lo que tenemos en este momento. -Lynley miró por la ventana de la cocina. La luz encendida procedía de una bombilla colgada sobre los fogones. La habitación estaba desierta-. Ben Wragg dijo que aquí trabajaba un ama de llaves, ¿no?
Apretó el timbre por tercera vez.
Por fin, una voz respondió desde el otro lado de la puerta, vacilante y apenas audible.
– ¿Quién es, por favor?
– DIC de Scotland Yard -contestó Lynley-. Traigo una identificación, si quiere verla.
La puerta se abrió unos centímetros, y volvió a cerrarse en cuanto Lynley hubo entregado la tarjeta. Pasó casi un minuto. Un tractor traqueteó por la calle. Un autobús escolar vomitó seis alumnos uniformados al borde del aparcamiento situado frente a la iglesia de San Juan Bautista, antes de atacar la pendiente, con el intermitente destellando en dirección al canal de Bowland.
La puerta volvió a abrirse. Una mujer apareció en la entrada. Sujetaba la tarjeta de Lynley con una mano cerrada, en tanto la otra aferraba el cuello del jersey y procuraba subirlo lo máximo posible, como si pensara que no la cubría lo suficiente. Su cabello, una larga masa enmarañada que parecía electrizada, ocultaba más de la mitad de su rostro. Las sombras escondían el resto.
– El vicario ha muerto -murmuró-. Murió el mes pasado. El agente le encontró en el sendero peatonal. Comió algo en mal estado. Fue un accidente.
Estaba contando lo que, a todas luces, ya debían saber, como si no tuviera idea de que New Scotland Yard merodeaba por el pueblo desde hacía veinticuatro horas, investigando la muerte. Resultaba difícil creer que no se hubiera enterado de su llegada, sobre todo, comprendió Lynley mientras la examinaba, porque la noche anterior estaba sentada en el pub con un amigo, coincidiendo con la visita de St. John Townley-Young. De hecho, Townley-Young había apostrofado al hombre que la acompañaba.
No se apartó de la puerta para dejarles pasar, pero se estremeció de frío, y Lynley observó que iba descalza. También vio que llevaba pantalones, de un gris hueso elegante.
– ¿Podemos entrar?
– Fue un accidente. Todo el mundo lo sabe.
– No estaremos mucho rato. Debería protegerse del frío.
La mujer apretó el cuello del jersey con más fuerza. Desvió la vista de Lynley a St. James, y luego volvió a mirarle, antes de apartarse de la puerta para que entraran.
– ¿Es usted el ama de llaves? -preguntó Lynley.
– Polly Yarkin.
Lynley presentó a St. James.
– ¿Podemos hablar con usted?
Experimento la curiosa necesidad de tratarla con dulzura, sin saber muy bien por qué. Su aspecto era asustado y derrotado, como un caballo que ha sido azotado por una mano colérica. Daba la impresión de que podía desbocarse de un momento a otro.
Les guió hacia la sala de estar, donde giró el interruptor de una lámpara de pie, sin éxito.
– La bombilla se ha fundido -dijo, y les dejó solos.
A la tenue luz del ocaso, observaron que las posesiones personales del vicario habían desaparecido. Quedaba un sofá, una otomana y dos sillas dispuestas alrededor de una mesa de café. Enfrente, una librería desnuda iba desde el suelo al techo. Algo brillaba en el suelo, al lado, y Lynley fue a investigar. St. James se acercó a la ventana y apartó a un lado las cortinas.
– No hay gran cosa ahí fuera. Los arbustos tienen mal aspecto. Hay plantas en el peldaño -murmuró como para sí.
Lynley recogió un pequeño globo plateado que había quedado abierto en el suelo. Esparcidos a su alrededor se veían los restos disecados de pedacitos triangulares carnosos que parecían ser fruta. También cogió uno. Carecía de olor. Tenía la textura de una esponja seca. El globo estaba sujeto a una cadena de plata a juego. El cierre estaba roto.
– Es mío. -Polly Yarkin había vuelto, con una bombilla en la mano-. Me preguntaba dónde había ido a parar.
– ¿Qué es?
– Un amuleto. Para la salud. A mamá le gusta que lo lleve. Una tontería. Como el ajo, pero no se lo puedo decir a mamá. Siempre ha creído en los encantamientos.
Lynley se lo entregó. Ella le devolvió la tarjeta de identidad. El tacto de sus dedos era febril. Se acercó a la lámpara, cambió la bombilla, la encendió y retrocedió hacia una de las sillas. Se quedó detrás, con las manos aferradas al respaldo.
Lynley caminó hacia el sofá. St. James le imitó. La mujer les indicó con un cabeceo que tomaran asiento, aunque estaba claro que no tenía la menor intención de sentarse. Lynley señaló la silla:
– No tardaremos mucho -y esperó a que Polly se moviera.
Lo hizo de mala gana, con una mano sobre el respaldo de la silla, como si fuera a refugiarse de nuevo detrás. Se sentó, más a plena luz, y dio la impresión de que no deseaba evitar su compañía, sino precisamente, la luz.
Lynley observó por primera vez que los pantalones correspondían a un traje de hombre. Le iban demasiado largos. Se había subido el dobladillo.
– Son del vicario -explicó vacilante-. No creo que a nadie le importe, ¿verdad? Tropecé con el peldaño trasero hace un ratito. Me rompí la falda. Torpe, como una vaca vieja, eso es lo que soy.
Lynley alzó los ojos hacia su cara. Un verdugón de un rojo furioso surgía bajo la cortina protectora de su pelo, dibujando un sendero curvo que terminaba en una comisura de su boca.
– Torpe -repitió, y lanzó una breve carcajada-. Siempre tropiezo con las cosas. Mamá debió darme un amuleto para conservar el equilibrio.
Se echó el pelo hacia delante un poco más. La piel de su frente, lo poco que se veía, brillaba. Sudor, causado por los nervios o alguna enfermedad. No hacía suficiente calor en la casa para que la película de sudor se debiera a otra cosa.
– ¿Se encuentra bien? -preguntó Lynley-. ¿Quiere que llamemos a un médico?
Bajó el dobladillo de los pantalones hasta que cubrieron sus pies y los envolvió con la parte sobrante.
– No he ido al médico desde hace diez años. Me caí. Estoy bien.
– Pero si se golpeó en la cabeza…
– Me golpeé en la cara con la estúpida puerta.
Se reclinó en la silla poco a poco y apoyó una mano sobre cada brazo. Sus movimientos eran lentos, casi deliberados, como si estuviera rebuscando en su memoria la manera apropiada de sentarse y comportarse cuando alguien venía de visita. Sin embargo, algo en sus ademanes -tal vez la forma en que se movían sus brazos, como extensiones mecánicas de su cuerpo, o el modo en que sus dedos se extendían con un esfuerzo y se apoyaban sobre el tapizado de la silla- insinuaba que solo deseaba mecerse, doblarse en dos, hasta que algún padecimiento interior desapareciera.
– Los capilleros de la iglesia me pidieron que conservara limpia y preparada la casa hasta que llegara el nuevo vicario -dijo, cuando vio que ni Lynley ni St. James hablaban-. He estado limpiando. Trabajo demasiado y me duele un poco el cuerpo. Eso es todo.
– ¿Ha trabajado en esta casa desde que el vicario murió?
Parecía improbable. La casa no era tan grande.
– Se tarda mucho en seleccionar las cosas y ordenarlas cuando alguien fallece.
– Ha hecho un buen trabajo.
– Es que los nuevos siempre examinan la casa de arriba abajo, ¿no? Les ayuda a tomar la decisión, si les han ofrecido el trabajo.
– ¿Fue así en el caso del señor Sage? ¿Vino a ver la vicaría antes de tomar posesión?
– No le importaba cómo era. Supongo que, como no tenía familia, no le importaba mucho la casa. Solo iba a vivir él.
– ¿Habló alguna vez de una esposa? -preguntó St. James.
Polly extendió la mano hacia el amuleto que descansaba sobre su regazo.
– ¿Esposa? ¿Pensaba casarse?
– Había estado casado. Era viudo.
– Nunca lo dijo. Yo pensaba… Bien, no parecía muy interesado en las mujeres.
Lynley y St. James intercambiaron una mirada.
– ¿Qué quiere decir? -preguntó Lynley.
Polly cogió el amuleto y lo rodeó con los dedos. Devolvió su mano al brazo de la silla.
– Trataba por igual a las señoras que limpiaban la iglesia y a los tíos que tocaban las campanas. Siempre pensé… Pensé, bien, quizá el vicario es demasiado santo. Quizá no piensa en mujeres y esas cosas. Al fin y al cabo, leía mucho la Biblia. Rezaba. Quería que rezara con él. Siempre decía, empecemos el día con una oración, querida Polly.
– ¿Qué clase de oración?
– Dios, ayúdanos a comprender Tu voluntad y a encontrar el camino.
– ¿Esa era la oración?
– Más o menos, pero era más larga. Siempre me pregunté qué camino debía encontrar. -Frunció los labios un instante-. Encontrar la manera de cocinar bien la carne, supongo, aunque el vicario nunca se quejaba de mis guisos. Decía, cocinas como San-no-sé-cuántos, querida Polly. He olvidado como quién. ¿San Miguel? ¿Cocinaba?
– Creo que luchó con el demonio.
– Ah. Bien, no soy religiosa. Me refiero a la clase de religión relacionada con la iglesia y todo eso. El vicario no lo sabía, menos mal.
– Si admiraba sus guisos, debió decirle que no vendría a cenar la noche que murió.
– Solo dijo que no quería cenar. Yo no sabía que iba a salir. Pensé que se encontraba mal.
– ¿Por qué?
– Se había pasado todo el día encerrado en el dormitorio, y no comió. Salió una vez a la hora del té para utilizar el teléfono del estudio, pero volvió a su cuarto en cuanto terminó.
– ¿A qué hora fue?
– A eso de las tres, me parece.
– ¿Escuchó su conversación?
Abrió la palma y miró el amuleto. Lo rodeó con los dedos.
– Estaba muy preocupada por él. Era impropio del señor Sage dejar de comer.
– Por lo tanto, escuchó la conversación.
– Un momento, y solo porque estaba preocupada por él. No fue que quisiera escuchar. Quiero decir, el vicario no dormía bien. Por la mañana, su cama siempre estaba revuelta, como si hubiera luchado con las sábanas. Además…
Lynley se inclinó hacia delante y apoyó los codos sobre las rodillas.
– No pasa nada, Polly. Su intención era buena. Nadie la juzgará por haber escuchado detrás de una puerta.
No parecía muy convencida. La desconfianza aleteaba tras los tímidos movimientos de sus ojos, que oscilaban entre Lynley y St. James.
– ¿Qué es lo que dijo? -preguntó Lynley-. ¿Con quién estaba hablando?
– Usted no puede juzgar lo que ocurrió entonces. No sabe lo que es justo ahora. No está en sus manos, sino en las de Dios.
– No hemos venido a juzgar. Eso le corresponde a…
– No -interrumpió Polly-. Eso es lo que oí, lo que dijo el vicario. Usted no puede juzgar lo que ocurrió entonces. No sabe lo que es justo ahora. No está en sus manos, sino en las de Dios.
– ¿Fue la única llamada telefónica que hizo aquel día?
– Yo no supe de otra.
– ¿Estaba enfadado? ¿Gritó, alzó la voz?
– Parecía cansado, más que nada.
– ¿Le vio después?
Polly meneó la cabeza. Después, dijo, le llevó la merienda al estudio, y descubrió que había vuelto a su dormitorio. Subió, llamó a la puerta y le ofreció la comida que había rehusado.
– Dije, no ha probado bocado en todo el día, señor vicario, y ha de comer algo. No me moveré de aquí hasta que haya probado estas estupendas tostadas que le he traído. Al final, abrió la puerta. Estaba vestido, y la cama hecha, pero adiviné qué había estado haciendo.
– ¿Qué?
– Rezar. Se había improvisado un rinconcito en la habitación, con una Biblia y un sitio donde arrodillarse. Es lo que había estado haciendo.
– ¿Cómo lo sabe?
Polly frotó los dedos sobre la rodilla a modo de explicación.
– Por los pantalones. La raya se había borrado en esta parte. También había arrugas donde dobló la pierna para arrodillarse.
– ¿Qué le dijo él?
– Que yo era un alma bondadosa, pero no debía preocuparme. Le pregunté si estaba enfermo. Contestó que no.
– ¿Le creyó?
– Dije, se está agotando, señor vicario, con tantos viajes a Londres. Había regresado el día anterior, y cada vez que iba a Londres regresaba peor que la última vez. Cada vez que iba, volvía a casa y rezaba. A veces, me preguntaba… Bien, ¿a qué se dedicaba en Londres, para volver tan cansado y demacrado? Como iba en tren, pensaba que quizá se debía al cansancio del viaje. Ir a la estación, comprar los billetes, cambiar de tren, esas cosas. Un viaje así cansa.
– ¿A qué se dedicaba en Londres?
Polly no lo sabía, ni tampoco lo que hacía. Tanto si eran asuntos de la Iglesia como personales, el vicario se guardaba la información. Lo único que Polly pudo decirles con seguridad fue que se alojaba en un hotel cercano a la estación de Euston. El mismo hotel cada vez. Se acordaba. ¿Querían que les diera el nombre?
Sí, en caso de que lo tuviera.
Polly empezó a levantarse y contuvo el aliento, como sorprendida, cuando le costó efectuar el movimiento. Tosió para disimular un gemido. No sirvió para ocultar su dolor.
– Lo siento -dijo-. Ha sido una caída tonta. Me di un buen golpe. Torpe vaca vieja.
Se echó hacia delante en la silla con lentitud y se incorporó cuando llegó al borde.
Lynley la contempló con el ceño fruncido, observó la extraña manera de sujetar el jersey por delante con ambas manos. No se mantuvo recta. Cuando anduvo, se apoyó sobre la pierna derecha.
– ¿Quién ha venido a verla hoy, Polly? -preguntó con brusquedad.
Ella se detuvo con la misma brusquedad.
– Nadie. Que yo recuerde, al menos. -Fingió que meditaba sobre la pregunta, arrugó el entrecejo y se concentró en la alfombra, como si contuviera la respuesta-. No. Nadie en absoluto.
– No la creo. No se cayó, ¿verdad?
– Sí, ahí atrás.
– ¿Quién fue? ¿Ha venido a verla Townley-Young? ¿Quería hablar con usted sobre las gamberradas de Cotes Hall?
Polly aparentó auténtica sorpresa.
– ¿La mansión? No.
– ¿Sobre lo de anoche en el pub, entonces, sobre el hombre que la acompañaba? Era su yerno, ¿verdad?
– No. Quiero decir, sí. Era Brendan, cierto, pero el señor Townley-Young no ha venido.
– En ese caso, ¿quién…?
– Me caí. Me di un buen golpe. Eso me enseñará a ser más precavida.
Salió de la sala.
Lynley se levantó y caminó hacia la ventana. Desde allí, se acercó a la librería. Volvió otra vez a la ventana. Un radiador de pared siseaba al pie, insistente e irritante. Intentó girar el mando. Parecía atorado. Lo agarró, forcejeó con él, se quemó la mano y maldijo.
– Tommy.
Se volvió hacia St. James, que no se había movido del sofá.
– ¿Quién? -preguntó.
– Quizá sea más importante ¿por qué?
– ¿Por qué? Por el amor de Dios…
St. James habló con voz pausada.
– Considera la situación. Scotland Yard llega y empieza a hacer preguntas. Todo el mundo piensa ceñirse a la línea establecida. Tal vez Polly no quiere. Tal vez alguien lo sabe.
– Joder, St. James, esa no es la cuestión. Alguien la pegó, alguien que anda por ahí, alguien…
– Estás muy ocupado y ella no quiere hablar. Quizá tenga miedo. Quizá esté protegiendo a alguien. No lo sabemos. Lo más importante es saber si lo que le ha pasado está relacionado con lo ocurrido a Robin Sage.
– Hablas como Barbara Havers.
– Alguien ha de hacerlo.
Polly volvió con una hoja de papel en la mano.
– Hamilton House -dijo-. Aquí tienen el teléfono.
Lynley guardó la hoja en el bolsillo.
– ¿Cuántas veces fue el señor Sage a Londres?
– Cuatro. Tal vez cinco. Puedo mirar en su agenda, si quiere saberlo con seguridad.
– ¿Su agenda sigue aquí?
– Con todas sus cosas. Su testamento decía que todas sus cosas iban a la caridad, pero no aclaraba cuáles. El consejo eclesiástico dijo que lo empaquetara todo hasta decidir dónde lo enviarían. ¿Quieren echar un vistazo?
– Si nos lo permite.
– En el estudio.
Les guió por el pasillo, al otro lado de la escalera. Por lo visto, se había dedicado a limpiar algunas manchas de la alfombra aquel mismo día, porque Lynley reparó en manchas de humedad que no había visto al entrar en la casa, cerca de la puerta, y un rastro irregular hasta la escalera, donde una pared también se veía lavada. Un pedazo de tela multicoloreado asomaba bajo un jarrón sin flores que se erguía frente a la escalera. Mientras Polly continuaba caminando, distraída, Lynley lo recogió. Descubrió que era frágil, similar a la gasa, trenzado con hilos de un dorado metálico. Le recordó los vestidos y faldas indias que solían venderse en los mercadillos. Lo enrolló alrededor de su dedo, pensativo, notó que poseía una rigidez extraña y lo alzó hacia la luz del techo, que Polly había encendido mientras avanzaba hacia la parte delantera de la casa. Una enorme mancha rojiza cubría el fragmento. Estaba deshilachado en los bordes, arrancado de una pieza más grande, pero no cortado con tijeras. Lynley lo examinó con escaso asombro. Lo guardó en el bolsillo y siguió a St. James hasta el estudio.
Polly se paró junto al escritorio. Había encendido la lámpara que descansaba sobre el mueble, de forma que su cabello arrojaba una sombra oblicua sobre su cara. La habitación estaba llena de cajas de cartón, todas etiquetadas. Una de ellas estaba abierta. Contenía prendas de vestir, y de ella debían proceder los pantalones de Polly.
– Tenía muchas posesiones -comentó Lynley.
– Nada importante. Le gustaba guardar cosas. Cuando yo quería tirar algo, lo dejaba sobre su escritorio para que decidiera. Guardaba cosas de Londres, sobre todo. Billetes de entrada a los museos, un pase de metro valedero por un día. Como si fueran recuerdos. Coleccionaba cosas raras. Muchas personas lo hacen.
Lynley paseó entre las cajas y leyó las etiquetas. «Solo libros», «retrete», «asuntos de la parroquia», «sala de estar», «hábitos», «zapatos», «estudio», «escritorio», «dormitorio», «sermones», «revistas», «cosas sueltas»…
– ¿Qué hay ahí dentro? -preguntó por fin.
– Cosas de sus bolsillos, trozos de papel… Programas de teatros, cosas así.
– ¿Dónde encontró la agenda?
Polly señaló las cajas etiquetadas «estudio, escritorio y libros». Lynley empezó a moverlas de sitio para tener el acceso más fácil.
– ¿Quién ha tocado las pertenencias del vicario, aparte de usted? -preguntó.
– Nadie. El consejo eclesiástico ordenó que lo empaquetara todo y lo etiquetara, pero aún no ha examinado las cajas. Supongo que querrá quedarse la de los asuntos parroquiales, ¿verdad?, y quizá deseen dar sus sermones al nuevo vicario. Las ropas puede que le vayan…
– ¿Y antes de que guardara las cosas en cajas? -interrumpió Lynley-. ¿Quién examinó sus pertenencias?
Polly vaciló. Estaba cerca de él. Lynley captó el olor a sudor que impregnaba la lana de su jersey.
– ¿Alguien examinó sus pertenencias -aclaró Lynley- durante la investigación, después de la muerte del vicario?
– El agente.
– ¿Registró las cosas del vicario a solas? ¿Le acompañó usted o su padre?
Polly se humedeció con la lengua el labio superior.
– Le llevaba té cada día. Entraba y salía.
– ¿Trabajó a solas? -Polly asintió-. Entiendo. -Abrió la primera caja, mientras St. James hacía lo propio con otra-. Maggie Spence solía visitar al vicario, según tengo entendido. El vicario la apreciaba mucho.
– Supongo que sí.
– ¿Se encontraban a solas?
– ¿A solas?
Polly se pellizcó un padrino del pulgar.
– El vicario y Maggie. ¿Se encontraban a solas? ¿Aquí? ¿En la sala de estar? ¿En algún otro sitio? ¿Arriba?
Polly paseó la vista por el estudio, como si intentara recuperar la memoria.
– Sobre todo aquí, diría yo.
– ¿A solas?
– Sí.
– ¿La puerta estaba abierta o cerrada?
Polly empezó a abrir una caja.
– Cerrada. Casi siempre. -Continuó, antes de que Lynley pudiera formular otra pregunta-. Les gustaba hablar sobre la Biblia. Les encantaba. Yo les entraba té. El vicario estaba sentado en aquella butaca -señaló una butaca almohadillada sobre la que descansaban tres cajas más-, y Maggie se acomodaba en el taburete, allí, frente al escritorio.
A un discreto metro, observó Lynley. Se preguntó quién la había colocado allí, Sage, Maggie o la propia Polly.
– ¿Se reunía el vicario con otros jóvenes de la parroquia? -preguntó.
– No. Solo con Maggie.
– ¿Lo consideraba usted extraño? Al fin y al cabo, había un club social de adolescentes, según me han dicho. ¿Se reunía alguna vez con ellos?
– Cuando llegó, hubo una asamblea de jóvenes, para fundar el club. Recuerdo que les hice panecillos.
– ¿Solo Maggie venía aquí? ¿Qué pensaba su madre?
– ¿La señora Spence? -Polly removió el contenido de la caja. Fingió que lo examinaba. En apariencia, consistía sobre todo en papeles mecanografiados-. La señora Spence nunca venía.
– ¿Telefoneaba?
Polly meditó la respuesta. St. James se dedicaba a examinar un fajo de papeles y una pila de folletos.
– Una vez. Casi a la hora de cenar. Maggie seguía aquí. La señora Spence quería que volviera a casa.
– ¿Estaba enfadada?
– Hablamos muy poco, así que no sé decirle. Solo preguntó si Maggie estaba aquí, con cierta brusquedad. Dije que sí y fui a buscarla. Maggie habló por teléfono, sí, mamá, no, mamá, y escucha, por favor, mamá. Después, se fue a casa.
– ¿Disgustada?
– Un poco compungida y arrastrando los pies, como si la hubieran sorprendido haciendo algo que no debía. Apreciaba mucho al vicario, y él a ella, pero a su mamá no le gustaba, de modo que Maggie le veía a escondidas.
– Y su madre lo descubrió. ¿Cómo?
– La gente ve cosas. Habla. No existen secretos en un pueblo como Winslough.
A Lynley se le antojó una afirmación precipitada. Por lo que había podido observar, Winslough albergaba montones de secretos, y casi todos estaban relacionados con el vicario, Maggie, el agente de policía y Juliet Spence.
– ¿Es esto lo que andamos buscando? -preguntó St. James, y Lynley vio que sostenía una pequeña agenda de plástico y lomo en espiral. St. James se la dio y continuó registrando la caja que había abierto.
– Les dejaré solos -dijo Polly, y salió. Al cabo de un momento, oyeron que abría el grifo de la cocina.
Lynley se caló las gafas y pasó las páginas de la agenda, desde diciembre hacia atrás. Observó, en primer lugar, que si bien el veintitrés contenía la referencia a la boda de los Townley-Young, y la mañana del veintidós tenía garrapateado «Power/Townley-Young» a las diez y media, no había referencias en el mismo día a la cena con Juliet Spence. No obstante, vio una anotación en el día anterior, el apellido «Yanapapoulis» escrito en diagonal sobre las líneas.
– ¿Cuándo le conoció Deborah? -preguntó Lynley.
– Cuando tú y yo estábamos en Cambridge. En noviembre. Un martes. ¿Un veintipico, tal vez?
Lynley pasó las páginas hacia atrás. Estaban plagadas de anotaciones sobre la vida del vicario. Reuniones con los fieles, visitas a los enfermos, la asamblea del club juvenil, bautismo, tres funerales, dos bodas, sesiones que parecían de asesoramiento matrimonial, presentaciones ante el consejo eclesiástico, dos reuniones sacerdotales en Bradford.
Encontró lo que buscaba el martes dieciséis, «SS», al lado de la una del mediodía. La pista se enfriaba a partir de aquel momento. Más atrás, había nombres apuntados junto a horas, hasta la llegada del vicario a Winslough. Nombres propios, y también apellidos. Era imposible deducir si pertenecían a feligreses o a conocidos de Sage en Londres. Lynley levantó la vista.
– SS -dijo a St. James-. ¿Te sugiere algo?
– Las iniciales de alguien.
– Tal vez, solo que no emplea iniciales en ningún otro sitio. Siempre apellidos, excepto esta vez. ¿Qué te sugiere?
– ¿Una organización? -St. James adoptó un aire pensativo-. Me vienen los nazis a la mente.
– ¿Robin Sage, un neonazi? ¿Un skinhead camuflado?
– ¿Servicio Secreto, tal vez?
– ¿Robin Sage, el James Bond particular de Winslough?
– No, en ese caso pondría MI5 o 6, ¿verdad? O SIS. -St. James empezó a devolver objetos a la caja-. Poca cosa más, a excepción de la agenda. Papel de carta, tarjetas, incluida la suya, parte de un sermón sobre los lirios del valle, tinta, plumas, lápices, guías agrícolas, dos paquetes de semillas de tomate, un archivo de correspondencia con cartas de despedida, cartas de solicitud de empleo, cartas de aceptación. Una solicitud para…
St. James frunció el ceño.
– ¿Qué?
– Cambridge. Llenada en parte. Doctor en teología.
– ¿Y?
– No es eso. Es la solicitud, cualquier solicitud. Llenada en parte. Me recuerda lo que Deborah y yo hemos… Da igual. Me trae a la mente SS. ¿Qué te parece Servicios Sociales?
Lynley captó la relación que su amigo había establecido con su vida.
– ¿Quería adoptar un niño?
– ¿O colocar a un niño?
– Joder. ¿Maggie?
– Quizá consideraba a Juliet Spence una madre inepta.
– Eso pudo empujarla a la violencia. -Buena idea.
– Pero nadie lo ha insinuado en ningún momento.
– Suele pasar, cuando la situación es extremada. Ya sabes cómo es. El niño tiene miedo de hablar, no confía en nadie. Cuando por fin encuentra a alguien en quien puede confiar…
St. James bajó las tapas de la caja y apretó el celo para volver a pegarlo.
– Puede que hayamos examinado a Robin Sage desde un punto de vista equivocado -dijo Lynley-. Todos esos encuentros con Maggie a solas. En lugar de seducirla, quizá intentaba llegar al corazón de la verdad. -Lynley se sentó en la silla del escritorio y dejó la agenda sobre él-. Esto no son más que especulaciones gratuitas. No sabemos lo suficiente. Ni siquiera sabemos cuándo iba a Londres, porque la agenda no nos dice dónde estaba. Hay listas de nombres y horas, montones de citas, pero aparte de Bradford, no se menciona ningún otro lugar.
– Guardaba las facturas -anunció Polly Yarkin desde la puerta. Sujetaba una bandeja sobre la que había amontonado una tetera, dos tazas con sus platillos y un paquete medio aplastado de galletas de chocolate. Depositó la bandeja sobre el escritorio-. Facturas de hoteles. Las guardaba. Pueden compararlas con las fechas.
Encontraron las facturas de hotel de Robin Sage en la tercera caja que probaron. Daban cuenta de cinco visitas a Londres, que empezaban en octubre y terminaban justo dos días antes de su fallecimiento, el 21 de diciembre, donde estaba escrito «Yanapapoulis». Lynley comparó las fechas de las facturas con la agenda, pero solo obtuvo tres datos más que se le antojaron algo prometedores: el nombre «Kate» al lado de las doce del mediodía, el 11 de octubre, fecha de la primera visita de Sage a Londres; un número de teléfono en la segunda, y «SS» de nuevo en la tercera.
Lynley marcó el número. Era una central telefónica de Londres.
– Servicios Sociales -anunció una voz exhausta, después de una larga jornada de trabajo.
Lynley sonrió y alzó un pulgar en dirección a St. James. Sin embargo, no obtuvo nada productivo de la conversación. No hubo manera de averiguar el propósito de cualquier llamada a Servicios Sociales que Robin Sage pudo efectuar. Nadie apellidado Yanapapoulis trabajaba en la institución, ni tampoco fue posible seguir el rastro del funcionario con quien Robin Sage había hablado cuando llamó, si es que llegó a telefonear. Para colmo, si visitó Servicios Sociales durante uno de sus desplazamientos a Londres, se había llevado el secreto a la tumba. Al menos, ya tenían algo con qué trabajar, por mínimo que fuera.
– ¿Le mencionó alguna vez el señor Sage Servicios Sociales, Polly? -preguntó Lynley-. ¿Alguna vez le telefonearon de Servicios Sociales?
– ¿Servicios Sociales? ¿Se refiere a los que se ocupan de ancianos y así?
– Por cualquier motivo. -La mujer meneó la cabeza-. ¿Dijo Sage que se proponía visitar Servicios Sociales cuando iba a Londres? ¿Alguna vez trajo consigo documentos o papeles?
– Quizá haya algo en cosas sueltas.
– ¿Cómo?
– Si trajo algo y lo guardó en el estudio, estará en la caja de cosas sueltas.
Cuando lo abrió, Lynley descubrió que la caja de cosas sueltas era como una muestra dispersa de la vida de Robin Sage. Contenía de todo, desde planos del metro de Londres anteriores a la línea del Jubileo, hasta una colección amarillenta del tipo de folletos históricos que se puede comprar por diez peniques en iglesias rurales. Una pila de críticas literarias recortadas del Times parecían lo bastante frágiles para sugerir que habían sido coleccionadas a lo largo de muchos años, y su examen reveló que los gustos del vicario tendían hacia las biografías, la filosofía y lo que hubiera sido nominado para el premio Booker en un año determinado. Lynley pasó un montón de papeles a St. James y se hundió en la silla del escritorio para examinar otro. Polly deambuló con cautela a su alrededor, reordenó unas cajas, comprobó el celo de otras. Lynley sintió que su mirada se posaba en él repetidas veces, para luego desviarse.
Inspeccionó su montón. Explicaciones de exposiciones museísticas; una guía de la Galería Turner, de la Tate; facturas de comidas, cenas y meriendas; manuales de instrucciones para utilizar una sierra eléctrica, montar una cesta de bicicleta, limpiar una plancha a vapor; anuncios que ensalzaban las ventajas de inscribirse en un gimnasio; folletos que se van acumulando al pasear por las calles londinenses. Consistían en anuncios de peluquerías -El Cabello Aparente, Calle Clapham High, Pregunte Por Sheelah-; fotos granuladas de automóviles -Conduzca El Nuevo Metro De Lambeth Ford-; propaganda política -Mitin Laborista A Las Ocho De Esta Noche En El Auditorio De Camden Town-. Además, diversos anuncios y solicitudes de caridad, desde la RSPCA hasta Médicos Sin Fronteras. Un folleto de los Hare Krishna servía de punto en un ejemplar del Libro de la Liturgia. Lynley lo abrió y leyó la oración subrayada, de Ezequiel: «Cuando el hombre malvado se arrepiente de las iniquidades que haya cometido, para dedicarse a lo que es justo y lícito, salvará su alma inmortal». La volvió a leer, en voz alta, y miró a St. James.
– ¿Qué dijo Glennaven sobre las obsesiones del vicario?
– La diferencia entre lo que es normal, prescrito por la ley, y lo que es justo.
– Sin embargo, según esto, la Iglesia considera que son cosas equivalentes.
– Eso es lo bueno de las iglesias, ¿no?
St. James desdobló una hoja de papel, la leyó, apartó y volvió a coger.
– ¿No era una elección lógica por su parte hablar de lo moral enfrentado a lo justo? ¿No era una forma de esquivar el bulto, enzarzar a sus compañeros de religión en discusiones absurdas?
– Eso pensaba el secretario de Glennaven.
– ¿O se encontraba en un dilema? -Lynley dedicó a la oración un segundo vistazo- «… salvará su alma inmortal».
– Aquí hay algo -dijo St. James-. Hay una fecha en la parte de arriba. Solo pone once, pero el papel parece reciente, y podría coincidir con alguna de sus visitas a Londres.
Se lo dio.
Lynley leyó las palabras garrapateadas.
– De Charing Cross a Sevenoaks, High Street a la izquierda hasta… Parecen direcciones, St. James.
– ¿Coincide la fecha con alguna de las visitas a Londres?
Lynley consultó la agenda.
– Con la primera. El 11 de octubre, donde consta el nombre Kate.
– Quizá fue a verla. Quizá la visita desencadenó los demás viajes. A Servicios Sociales. Incluso a… ¿Cuál era aquel nombre de diciembre?
– Yanapapoulis.
St. James lanzó un rápido vistazo a Polly Yarkin.
– Cualquiera de esas visitas habría podido servir de instigación.
Todo eran conjeturas, globos llenos de aire, y Lynley lo sabía. Cada entrevista, dato, conversación o paso en la investigación empujaba sus pensamientos en una nueva dirección. Carecían de pruebas de peso, y por lo que había podido ver, y a menos que alguien las hubiera eliminado, no habían existido pruebas de peso en ningún momento. Ningún arma abandonada en el lugar del crimen, ninguna huella dactilar acusadora, ni un cabello. No existía nada, de hecho, que relacionara al presunto asesino con su víctima, salvo una llamada telefónica que Maggie había escuchado, corroborada sin saberlo por Polly, y una cena tras la cual enfermaron los dos comensales.
Lynley sabía que St. James y él estaban empeñados en tejer un tapiz de culpabilidad a partir de hilos finísimos. Aquello no le gustaba, ni tampoco las señales de interés y curiosidad que Polly Yarkin trataba de disimular, a base de remover cajas de un sitio a otro y frotar la base de la lámpara con su manga para quitar manchas de polvo inexistentes.
– ¿Fue a la encuesta? -le preguntó.
Polly retiró el brazo de las cercanías de la lámpara, como si la hubieran sorprendido portándose mal.
– ¿Yo? Sí. Todo el mundo fue.
– ¿Por qué? ¿Tenía que declarar?
– No.
– ¿Entonces?
– Es que… Quería saber qué había pasado. Quería oír.
– ¿Qué?
Polly alzó los hombros levemente, y luego los dejó caer.
– Lo que ella iba a decir. En cuanto me enteré de que el vicario había estado con ella aquella noche. Todo el mundo fue -repitió.
– ¿Porque se trataba del vicario y una mujer? ¿O esa mujer en particular, Juliet Spence?
– No sé.
– ¿Sobre usted, o sobre los demás?
Polly bajó la vista. Aquel simple movimiento fue suficiente para revelar a Lynley por qué les había llevado té, y por qué, después de servirlo, se había quedado en el estudio, removiendo cajas de cartón de un lado para otro, mientras contemplaba su registro de las posesiones personales del vicario mucho más tiempo del necesario.
Cuando Polly cerró la puerta, St. James y Lynley solo llegaron hasta el final del camino particular, porque Lynley se detuvo y concentró su atención en la silueta de la iglesia de San Juan Bautista. La oscuridad era absoluta. Las farolas callejeras estaban encendidas a lo largo de la pendiente que cruzaba el pueblo. Arrojaban rayos ocres a través de la niebla nocturna, y sus sombras caían sobre los charcos alargados de su propia luz en la húmeda calle de abajo. Junto a la iglesia, no obstante, fuera de los límites del pueblo, la luna llena, que se había alzado sobre la cumbre de Cotes Fell, y las estrellas proporcionaban la única iluminación.
– Me fumaría un cigarrillo -dijo Lynley, con aire ausente-. ¿Cuándo crees que dejaré de sentir la necesidad de encenderlos?
– Nunca, probablemente.
– Eso me tranquiliza mucho, St. James.
– Son simples probabilidades estadísticas combinadas con probabilidades médicas y científicas. El tabaco es una droga. Nadie se recupera por completo de la adicción.
– ¿Cómo escapaste a ella? Todos fumábamos un pitillo nada más acabar los partidos, en el mismo instante que cruzábamos el puente del Windsor, impresionándonos, y tratando de impresionar a todos los demás, con nuestra madurez nicotínica. ¿Qué te pasó?
– Exposición a una reacción alérgica temprana, creo. -Lynley le miró-. Mi madre pilló a David con un paquete de Dunhill cuando tenía doce años. Le encerró en el lavabo y le obligó a fumarlos todos. A los demás nos encerró con él.
– ¿Para fumar?
– Para mirar. Mamá siempre ha creído firmemente en el poder de las lecciones prácticas.
– Funcionó.
– Conmigo, sí, y también con Andrew. Sin embargo, Sid y David siempre consideraron la emoción de molestar a mamá más atractiva que los problemas resultantes. Sid fumó como una chimenea hasta los veintitrés. David aún fuma.
– Pero tu madre tenía razón respecto al tabaco.
– Por supuesto, pero no estoy seguro de que sus métodos educativos fueran muy acertados. Era una auténtica arpía cuando la provocaban. Sid siempre decía que era a causa de su nombre. ¿Qué se puede esperar de alguien llamado Hortense?, preguntaba Sidney después de sufrir una azotaina por una infracción u otra. Yo, por mi parte, tendía a creer que la maternidad la había abrumado más que bendecido. Al fin y al cabo, mi padre llegaba a altas horas de la noche. Estaba sola, pese a la presencia de las niñeras que David y Sid aún no habían conseguido aterrorizar para que se marcharan.
– ¿Te sentiste maltratado?
St. James se abrochó el último botón del abrigo para protegerse del frío. Soplaba poca brisa, pues la iglesia actuaba como barrera contra el viento, que se canalizaba por el valle, pero la niebla era como escarcha y se pegaba a la piel como una telaraña, que parecía filtrarse por los músculos y la sangre hasta el hueso. Reprimió un estremecimiento y reflexionó sobre la pregunta.
La ira de su madre siempre había constituido un espectáculo terrorífico. Era Medea personificada cuando se enfadaba. Era veloz en pegar, más veloz en chillar, y después de una transgresión, se mostraba inabordable durante horas, incluso días. Nunca actuaba sin motivo; nunca castigaba sin una explicación. Sin embargo, sabía que a algunos ojos, sobre todo modernos, se la consideraba deficiente en extremo.
– No -contestó, y pensó que era verdad-. Éramos muy indisciplinados, en cuanto teníamos la menor oportunidad. Creo que hizo lo que pudo.
Lynley asintió y prosiguió su examen de la iglesia. En opinión de St. James, no había mucho que ver. La luz de la luna brillaba sobre el tejado almenado y teñía de plata el contorno de un árbol del cementerio. El resto, eran variaciones de sombras y oscuridad: el reloj del campanario, el tejado picudo de la puerta del cementerio, el pequeño porche norte. Se acercaba la hora de las vísperas, pero nadie estaba preparando la iglesia para las oraciones.
St. James esperó mientras observaba a su amigo. Se habían llevado del estudio la caja de cosas varias, que St. James cargaba debajo del brazo. La dejó en el suelo y sopló sobre sus manos para calentarlas. El movimiento distrajo a Lynley, que se volvió hacia él.
– Lo siento -dijo-. Deberíamos irnos. Deborah se estará preguntando dónde nos hemos metido. -Sin embargo, no se movió-. Estaba pensando.
– ¿Sobre madres autoritarias?
– En parte, pero más en cómo encaja todo. Si es que todo encaja. Si es que existe la menor posibilidad de que algo encaje.
– ¿Dijo algo la chica que sugiriera abusos?
– ¿Maggie? No. Tampoco lo habría hecho, ¿no? Si la verdad es que reveló algo a Sage, algo que le impulsó a actuar y que le costó la vida a manos de su madre, no es probable que lo revelara por segunda vez a otra persona. Se sentiría responsable de lo ocurrido.
– No parece que te guste mucho esa idea, pese a la llamada telefónica a Servicios Sociales.
Lynley asintió. La niebla convertía la luz de la luna en una suave penumbra, y su expresión se veía sombría, con sombras bajo los ojos.
– «Cuando el hombre malvado se arrepienta de las iniquidades que haya cometido, para dedicarse a lo que es justo y licito, salvará su alma inmortal.» ¿La oración de Sage se refería a Juliet Spence o a él mismo?
– Tal vez a ninguno de los dos. Puede que estés haciendo una montaña de nada. Puede que estuviera subrayada por casualidad en el libro, o que se refiriera a otra persona. Quizá era un fragmento de la Escritura que Sage utilizaba para consolar a alguien que acudía a él para confesarse. Por otra parte, como sabemos que intentaba atraer a la gente de nuevo hacia la iglesia, tal vez empleaba la oración en ese sentido. Lo que es justo y lícito: santificarás las fiestas.
– La confesión es algo en lo que no había pensado -admitió Lynley-. Oculto mis peores pecados, y soy incapaz de imaginar que alguien haga lo contrario. ¿Y si alguien se confesó con Sage y luego se arrepintió?
St. James reflexionó sobre la idea.
– Las posibilidades son tan ínfimas que lo considero improbable, Tommy. Según lo que intentas insinuar, el penitente arrepentido fue alguien que sabía lo de la cena de Sage con Juliet Spence. ¿Quién lo sabía? -Pasó lista-. Tenemos a la propia señora Spence, tenemos a Maggie…
Una puerta se cerró con estrépito y sus ecos se transmitieron por la calle. Se volvieron al oír pasos apresurados. Colin Shepherd se disponía a abrir la puerta de su Land Rover, pero vaciló cuando les vio.
– Y al agente, por supuesto -murmuró Lynley, que interceptó a Shepherd antes de que se fuera.
Al principio, St. James se quedó donde estaba, al final del camino particular, a escasos metros de distancia. Vio que Lynley se detenía un instante al borde del cono de luz proyectado por el interior del Rover. Vio que sacaba las manos de los bolsillos, y observó, con inquieta confusión, que convertía su mano derecha en un puño. St. James conocía lo bastante bien a su amigo para comprender que lo más prudente sería acudir a su lado.
– Al parecer, ha sufrido un accidente, agente -dijo Lynley, en un escalofriante tono agradable.
– No -contestó Shepherd.
– ¿Y su cara?
St. James llegó al borde de la luz. El rostro del agente presentaba arañazos en la frente y las mejillas. Los dedos de Shepherd tocaron uno de los surcos.
– ¿Esto? Jugando con el perro, arriba en Cotes Fell. Usted ha estado hoy allí.
– ¿Yo? ¿En Cotes Fell?
– En la mansión. Se ve desde la cumbre. De hecho, desde arriba se ve todo. La mansión, la casa, el jardín. Todo. ¿Lo sabía, inspector? Si alguien quiere, puede verlo todo.
– Preferiría que no se desviara del tema, agente. ¿Intenta decirme algo, aparte de lo que le ha pasado en la cara, por supuesto?
– Se pueden ver los movimientos de todo el mundo, las idas y venidas, si la casa está cerrada con llave, quién trabaja en la mansión, todo.
– Y, sin duda -terminó Lynley por él-, cuándo está la casa vacía y dónde se guarda la llave del sótano. Creo que apunta en esa dirección, pero de una manera algo tortuosa. ¿Quiere informarme de alguna acusación?
Shepherd llevaba una linterna. La tiró en el asiento delantero del Rover.
– ¿Por qué no empieza por preguntarme para qué se utiliza la cumbre? ¿Por qué no pregunta quién va de excursión a la cumbre?
– Usted mismo lo acaba de admitir. Bastante sospechoso, ¿no cree? -El agente emitió un gruñido desdeñoso y se dispuso a subir al vehículo. Lynley le detuvo con una observación-. Por lo visto, ha desechado la idea del accidente a la cual se aferraba ayer. ¿Puedo saber por qué? ¿Algo le ha impulsado a decidir que su investigación inicial fue incompleta?
– Lo dice usted, no yo. Ha venido porque ha querido, sin que nadie le llamara. Le agradeceré que no lo olvide.
Puso la mano sobre el volante, un movimiento previo a entrar en el coche.
– ¿Investigó su viaje a Londres? -preguntó Lynley. Shepherd vaciló, con expresión cautelosa.
– ¿De quién?
– El señor Sage fue a Londres pocos días antes de morir. ¿Lo sabía?
– No.
– ¿No se lo dijo Polly Yarkin? ¿Interrogó a Polly? Al fin y al cabo, era su ama de llaves. Conocía mejor que nadie al vicario. Ella fue quien…
– Hablé con Polly, pero no la interrogué de forma oficial.
– ¿Extraoficialmente? ¿Y últimamente? ¿Tal vez hoy?
Las preguntas colgaron entre ellos. Shepherd se quitó las gafas. La niebla que estaba cayendo las había entelado un poco. Las frotó contra la pechera de la chaqueta.
– Observo que también se ha roto las gafas -dijo Lynley. St. James reparó en que un poco de celo sujetaba el puente-. Menuda juerga con el perro, ¿eh? Arriba, en Cotes Fell.
Shepherd se las puso de nuevo. Rebuscó en el bolsillo y extrajo un llavero. Miró a Lynley sin pestañear.
– Maggie Spence se ha fugado -dijo-. Si no tiene nada más que decir, inspector, Juliet me está esperando. Está un poco preocupada. Evidentemente, usted no le dijo que iría a la escuela para hablar con Maggie. La directora pensó lo contrario, según tengo entendido, y usted habló con la muchacha a solas. ¿Es así como trabaja ahora el Yard?
Touché, pensó St. James. El agente no se dejaba intimidar. Poseía armas propias y el temple para utilizarlas.
– ¿Buscó una relación entre ambos, señor Shepherd? ¿En algún momento buscó una verdad menos tranquilizadora que la final?
– Mi investigación fue impecable. Clitheroe lo vio así. El juez de instrucción lo vio así. Cualquier otra relación que haya pasado por alto, apuesto a que vincula a otra persona con su muerte, pero no a Juliet Spence. Ahora, si me perdona…
Entró en el coche e introdujo la llave de encendido. El motor rugió. Los faros se encendieron. Puso la marcha atrás.
Lynley se apoyó en el coche para decir unas últimas palabras, que St. James no pudo oír, a excepción de «… esto con usted…», mientras apretaba algo en la mano de Shepherd. El coche descendió hacia la calle, las marchas gimieron otra vez y el agente se alejó.
Lynley le siguió con la mirada. St. James miró a Lynley. Tenía el rostro sombrío.
– No soy lo bastante parecido a mi padre -murmuró-. Le habría sacado a rastras del coche, pisoteado la cara y roto unos seis u ocho dedos. Una vez lo hizo, frente a un pub de St. Just. Tenía veintidós años. Alguien se había burlado de los sentimientos de Augusta, y él se hizo cargo de la situación. «Nadie rompe el corazón de mi hermana», dijo.
– No es la mejor solución.
– No -suspiró Lynley-, pero siempre he pensado que debe de ser fantástico.
– Cualquier reacción atávica lo es, en su momento. Lo que sigue es el causante de las complicaciones.
Volvieron al camino particular, donde Lynley recogió la caja de cosas diversas. A eso de medio kilómetro, en la carretera, vieron las luces posteriores del Land Rover. Shepherd había parado en la cuneta por algún motivo. Sus faros iluminaban la forma mellada de un seto. Observaron un momento, para ver si continuaba su camino. Como no lo hizo, empezaron a caminar hacia el hostal.
– ¿Y ahora? -preguntó St. James.
– Londres. Es la única dirección que se me ocurre en este momento, puesto que los sospechosos de peso no parecen llevarnos a ningún sitio.
– ¿Utilizarás a Havers?
– Hablando de peso -rió Lynley-. No, me encargaré yo mismo. Como la he enviado a Truro a cuenta de mis tarjetas de crédito, no creo que vaya y vuelva en las veinticuatro horas prescritas en el cuerpo. Yo diría unos tres días… con hoteles de primera clase, sin duda. Por lo tanto, yo me ocuparé de Londres.
– ¿Qué podemos hacer para ayudarte?
– Disfrutar de las vacaciones. Lleva a Deborah de excursión. A Cumbria, por ejemplo.
– ¿Los lagos?
– Es una idea, pero tengo entendido que Aspatria es muy bonito en enero. St. James sonrió.
– Menudo viaje de un día nos vamos a pegar. Tendremos que levantarnos a las cinco. Me las pagarás. Y si no descubrimos nada sobre la Spence allí, me las pagarás dos veces.
– Como siempre.
Un gato negro salió de entre dos edificios delante de ellos, con algo gris y flácido entre sus fauces. El animal lo depositó sobre la calzada y empezó a palmearlo suavemente, con la crueldad indiferente de todos los gatos, a la espera de atormentarlo un poco más antes de acabar de un zarpazo con las infructuosas esperanzas del cautivo. Cuando se acercaron, el animal se quedó petrificado, se inclinó sobre su presa y erizó el pelaje. St. James vio que una rata parpadeaba indefensa entre las garras del gato. Pensó en ahuyentar al gato. Aquel juego era innecesariamente despiadado, pero sabía que las ratas eran portadoras de enfermedades. Era mejor, y más piadoso, dejar que el gato continuara.
– ¿Qué habrías hecho si Polly hubiera nombrado a Shepherd?
– Arrestar a ese bastardo. Entregarle al DIC de Clitheroe. Despedirle de su cargo.
– ¿Y cómo no le nombró?
– Tendré que enfocarlo desde otra dirección.
– ¿Para pisotearle?
– De una forma metafórica. Soy hijo de mi padre en deseos, ya que no en hechos. No me siento orgulloso de ello, pero eso es lo que hay.
– ¿Qué le diste a Shepherd antes de que se fuera?
Lynley ajustó la caja bajo el brazo.
– Algo en qué pensar.
Colin recordaba con perfecta claridad la última vez que su padre le había pegado. Tenía dieciséis años. Alocado, demasiado enfurecido para pensar en las consecuencias de su desafío, se había levantado como una furia para defender a su madre. Apartó su silla de la mesa (aún recordaba el arañazo sobre el suelo y el golpe que dio al chocar contra la pared) y gritó: «¡Déjala en paz, papá!». Agarró a su padre del brazo para impedir que la abofeteara otra vez.
La cólera de papá siempre se desataba por algo sin importancia, y como nunca sabían cuándo su cólera daría paso a la violencia, era mucho más aterrador. Cualquier cosa podía encenderle: el estado de un filete en la cena, un botón de la camisa extraviado, una solicitud de dinero para pagar la factura del gas, un comentario sobre la hora en que había llegado a casa la noche anterior. Aquella noche en particular fue una llamada telefónica del profesor de biología de Colin. Otro examen suspendido, retrasos en clase, ¿había algún problema en casa?, había preguntado el señor Tranville.
Su madre lo había comentado durante la cena, vacilante, como si intentara telegrafiar a su marido un mensaje que no deseaba decir delante de su hijo.
– El profesor de Colin preguntó si había problemas en casa, Ken. Dijo que un poco de asesoramiento…
Hasta ahí pudo llegar.
– ¿Asesoramiento? -dijo papá-. ¿He oído bien? ¿Asesoramiento?
Su tono fue suficiente para advertir a la mujer que lo mejor habría sido cenar en silencio y guardarse la llamada para ella. En cambio, prosiguió:
– El chico no puede estudiar, Ken, si todo está hecho un caos. Lo entiendes, ¿verdad?
Su voz suplicaba comprensión, pero solo consiguió traicionar su miedo.
Papá se complacía en el miedo. Adoraba azuzarlo con un poco de intimidación. Primero, dejó el cuchillo sobre la mesa, y después el tenedor. Empujó la silla hacia atrás.
– Háblame de ese caos, Clare -dijo. Cuando ella comprendió sus intenciones y dijo que no era nada, en realidad, su padre continuó-. No, dímelo. Quiero saberlo. -Como ella no colaboró, se levantó-. Contesta, Clare.
– Nada. Come, Ken.
Entonces, papá se abalanzó sobre ella.
Solo había logrado golpearla tres veces (con una mano le retorcía el cabello y con la otra pegaba, cada vez más fuerte cuando ella gritaba), cuando Colin le sujetó. La reacción de su padre fue la misma que cuando Colin era pequeño. Las caras de mujer estaban hechas para machacarlas con la mano abierta. Con los niños, un hombre de verdad utilizaba los puños.
Esta vez, la diferencia fue que Colin era más grande. Si bien tenía miedo de su padre como siempre, estaba muy enfadado. El miedo y la cólera provocaron una descarga de adrenalina. Cuando papá le pegó, Colin le devolvió el golpe por primera vez en su vida. Su padre tardó más de cinco minutos en imponerse, con los puños, el cinturón y los pies. Pero cuando la pelea terminó, el delicado equilibrio de fuerzas había cambiado. Cuando Colin dijo:
– La próxima vez te mataré, asqueroso bastardo. Prueba y verás.
Vio por un instante, reflejado en la cara de su padre, que él también era capaz de inspirar temor.
Fue motivo de orgullo para Colin que su padre no volviera a pegar a su madre, que su madre solicitara el divorcio un mes después y, sobre todo, que se hubieran librado de aquel bastardo gracias a él. Había jurado que nunca sería como su padre. Nunca más pegaría a un ser viviente. Hasta Polly.
Colin, que había aparcado el Land Rover en la cuneta de la carretera que salía de Winslough, restregó entre sus palmas el fragmento de tela de la falda de Polly que el inspector había apretado en su mano. Qué gran placer había experimentado: notar el aguijón de la piel contra su palma, arrancar con tanta facilidad de su cuerpo la tela, saborear el gusto salado de su miedo, oír sus gritos, sus súplicas, y sobre todo sus sollozos entrecortados de dolor -nada de gemidos de excitación sexual, ¿eh, Polly?, ¿no era esto lo que querías, no era esto lo que deseabas que sucediera entre nosotros?-, y aceptar por fin el triunfo de su derrota. La golpeó, la machacó, la dominó, sin dejar de decir puta vaca guarra puerca con la voz de su padre.
Lo hizo arrastrado por una ciega oleada de rabia y desesperación, ansioso por mantener alejados el recuerdo y la verdad de Annie.
Colin apretó el trozo de tela contra sus ojos cerrados y trató de no pensar en ninguna de las dos, Polly y su mujer. A causa de la agonía de Annie, había traspasado todos los límites, violado todos los códigos, vagado en la oscuridad hasta extraviarse por completo, entre el valle de su profunda depresión y el desierto de su más negra desesperación. Los años transcurridos desde su muerte los había pasado vacilando entre tratar de reescribir la historia de su tortuosa enfermedad e intentar recordar, reinventar y resucitar la imagen de un matrimonio perfecto. Había sido mucho más fácil enfrentarse a la mentira resultante que a la realidad, y cuando Polly se esforzó por destruirla en la vicaría, Colin estalló, en un esfuerzo por preservarla y herir a la joven al mismo tiempo.
Siempre había pensado que, en tanto fuera capaz de aferrarse a la mentira, podría continuar viviendo. La mentira abarcaba lo que él llamaba la dulzura de su relación, la certeza de que con Annie había conseguido ternura, comprensión, compasión y amor. También abarcaba una versión de su enfermedad trufada de detalles sobre sus nobles sufrimientos, repleta de ilustraciones de sus esfuerzos por salvarla y la tranquila aceptación final de que era imposible. La mentira le plasmaba junto a su lecho de dolor, cogiendo su mano y tratando de memorizar el color de sus ojos antes de que los cerrara para siempre. La mentira decía que, pese a que le estaban arrebatando la vida lenta y dolorosamente, el optimismo de Annie nunca se doblegó y su fortaleza resistió los embates.
Olvidarás todo, dijo la gente en el funeral. Con el tiempo, solo recordarás lo bello que fue. Pasaste dos maravillosos años con ella, Colin. Deja que el tiempo obre su magia, y ya verás. Tu herida cicatrizará y, cuando mires atrás, verás esos dos años.
No había ocurrido así. Su herida no había cicatrizado. Se había limitado a reformar sus recuerdos del final y de cómo habían llegado a él. En su versión revisada de la historia, Annie había aceptado su sino con elegancia y dignidad, en tanto él no había dejado de prestarle su apoyo en ningún momento. De la memoria habían desaparecido sus accesos de amargura. De su existencia se había censurado su rabia implacable. Todo ello lo había sustituido por una nueva realidad que enmascaraba todo aquello que no podía afrontar: cómo la detestaba en determinados momentos, al mismo tiempo que la amaba, cómo despreciaba sus votos matrimoniales, cómo consideraba su muerte la única escapatoria posible de una vida insoportable, y cómo al final, lo único que habían compartido en un matrimonio feliz en otro tiempo era el hecho de su enfermedad y el horror diario de vivir con ella.
Cambia las cosas, se dijo después de su muerte, hazte mejor de lo que fuiste. Había dedicado los últimos seis años a dicha tarea, buscando el olvido en lugar del perdón.
Frotó la tela contra su cara y sintió que rozaba los arañazos que las uñas de Polly habían dejado. En algunos sitios estaba acartonada por la sangre de Polly y perfumada con el olor de los secretos de su cuerpo.
– Lo siento -susurró-. Polly.
Se había mantenido firme en su rechazo a ver a Polly Yarkin, a causa de lo que representaba. La joven conocía los hechos. También los había perdonado, pero solo por ese conocimiento representaba un contagio que deseaba evitar a toda costa, si pretendía seguir viviendo consigo mismo. Ella no podía comprender. Era incapaz de captar la importancia de llevar unas vidas separadas por completo. Solo veía su amor por él y el anhelo de reconfortarle. Si tan solo hubiera podido entender que compartían demasiadas cosas de Annie para conseguir algún día compartirse mutuamente, habría aprendido a aceptar las limitaciones que él había impuesto a su relación desde la muerte de su mujer. De haberlas aceptado, le habría permitido seguir su camino sin ella. En última instancia, se habría alegrado de su amor por Juliet. Así, Robin Sage continuaría vivo.
Colin sabía qué había pasado y cómo. Comprendía el motivo. Si guardar el secreto era la única forma de rectificar su comportamiento con Polly, lo haría. En cuanto Scotland Yard investigara sus visitas a Cotes Fell, todo saldría a la luz. No la traicionaría, y cargaría con la responsabilidad de su crimen.
Siguió conduciendo. Al contrario que la noche anterior, las luces de la casa estaban encendidas cuando se detuvo en el patio de Cotes Hall. Juliet salió corriendo en cuanto él abrió la puerta del coche. Luchaba por abrocharse su chaquetón de marinero. Una bufanda verde y roja colgaba de su brazo como un estandarte.
– Gracias a Dios -dijo Juliet-. Pensé que la espera me volvería loca.
– Lo siento. -Colin bajó del Land Rover-. Esos tipos de Scotland Yard me pararon cuando salía.
Ella vaciló.
– ¿A ti? ¿Por qué?
– Habían estado en la vicaría.
Juliet se abrochó la chaqueta y rodeó su cuello con la bufanda. Extrajo unos guantes del bolsillo y se los puso.
– Sí, bien. Hemos de darles las gracias por esto, ¿no?
– Supongo que no tardarán en largarse. El inspector se enteró de que el vicario fue a Londres el día antes de… Ya sabes. El día antes de morir. No me cabe la menor duda de que seguirá esa pista, y después, otra diferente. Así son esos tipos. No volverá a molestar a Maggie.
– Oh, Dios. -Juliet se estaba mirando las manos y tardaba demasiado en calzarse los guantes. Frotaba la piel contra cada dedo, con un movimiento irregular que traicionaba su angustia-. He telefoneado a la policía de Clitheroe, pero no me tomaron en serio. Tiene trece años, dijeron, solo se ha ausentado tres horas, señora, aparecerá a las nueve. La juventud es así. Pero no es verdad, Colin, y tú lo sabes. No siempre aparecen, sobre todo en este caso. Maggie no volverá. Ni siquiera sé dónde empezar a buscarla. Josie dijo que huyó del patio de la escuela. Nick salió detrás de ella. Tengo que encontrarla.
Colin la cogió del brazo.
– Yo la encontraré. Espera aquí.
Ella se soltó.
– ¡No! Tú no puedes. Tengo que saber… Es que… Escucha, tengo que encontrarla yo. Debo hacerlo sola.
– Tienes que quedarte aquí. Quizá telefonee. Si lo hace, querrás saber dónde ir a buscarla, ¿no?
– No puedo esperar aquí.
– No tienes otra elección.
– No lo entiendes. Intentas ser amable, pero escúchame. No va a telefonear. El inspector ha estado con ella. Le ha llenado la cabeza de ideas… Por favor, Colin, tengo que encontrarla. Ayúdame.
– Lo haré. Ya estoy en ello. Telefonearé en cuanto haya noticias. Me pasaré por Clitheroe y enviaré algunos hombres en coches. La encontraremos, te lo prometo. Ahora, vuelve dentro.
– No, por favor.
– Es la única forma, Juliet. -La condujo hasta la casa. Notó que se resistía. Abrió la puerta-. Quédate junto al teléfono.
– Le llenó la cabeza de mentiras. Colin, ¿adonde habrá ido? No tiene dinero, ni comida. Para protegerse del frío, solo lleva la chaqueta de la escuela. No es lo bastante gruesa. Hace frío y solo Dios sabe…
– No habrá ido muy lejos. Además, está con Nick, recuerda. El la cuidará.
– Pero si han hecho autoestop… Si alguien les ha recogido… Dios mío, Colin podrían estar en Manchester a estas horas, o en Liverpool.
Colin acarició sus sienes con los dedos. Los grandes ojos oscuros de Juliet estaba anegados en lágrimas y transmitían su miedo.
– Ssss -susurró-. Olvida el pánico, amor. He dicho que la encontraré y lo haré. Confía en mí. Puedes confiar absolutamente en mí. Tranquila. Descansa. -Aflojó su bufanda y desabotonó su abrigo. Acarició su barbilla con los nudillos-. Prepara algo de cenar y consérvalo caliente sobre los fogones. Maggie estará cenando antes de lo que supones, te lo prometo. -Tocó sus labios y mejillas-. Te lo prometo.
Ella tragó saliva.
– Colin.
– Te lo prometo. Confía en mí.
– Lo sé. Has sido muy bueno con nosotras.
– Y siempre lo seré. -La besó con dulzura-. ¿Estás más tranquila, amor?
– Yo… Sí. Esperaré. No me marcharé. -Alzó la mano de Colin y la apretó contra sus labios. Luego, arrugó la frente. Le condujo hacia la luz de la entrada-. Te has herido -dijo-. Colin, ¿qué te has hecho en la cara?
– Nada por lo que debas preocuparte. Jamás.
Volvió a besarla.
Cuando le vio alejarse, cuando el ruido del motor del Rover se desvaneció y fue sustituido por el viento de la noche que gemía entre los árboles, Juliet dejó caer de los hombros la chaqueta y la dejó junto a la puerta principal. Tiró la bufanda encima. Conservó los guantes.
Los examinó. Eran de cuero viejo bordeado de piel de conejo, suave como una pluma después de tantos años de utilizarlos. Un hilo colgaba de la muñeca derecha. Los apretó contra sus mejillas. La piel estaba fría, pero no notó la temperatura de su cara a través de los guantes, y tuvo la sensación de que alguien la tocaba, como si rodeara su cara de ternura, amor, alegría o cualquier otra cosa relacionada remotamente con un vínculo sentimental.
Por culpa de aquello había empezado todo: su necesidad de un hombre. Había logrado evitar la necesidad durante años, gracias a su permanente aislamiento, solo mamá y Maggie, que soportaban a la raza humana en un lugar u otro del país. Había reprimido el anhelo interior y el dolor sordo del deseo concentrando todas sus energías en Maggie, porque Maggie era toda su vida.
Juliet sabía que había pagado por aquella noche de angustia con una moneda acuñada de una parte de la máscara que jamás traicionaba su aflicción. Desear un hombre, morir de ganas por tocar los duros ángulos de su cuerpo, anhelar yacer a su lado, a horcajadas o arrodillada, experimentar aquel momento de placer en que los cuerpos se unían… Aquellas eran las lagunas que la habían empujado hacia el desastre actual. Complacer aquel deseo físico, que jamás había conseguido erradicar por completo, pese a los años que se negó a reconocerlo, era el desencadenante de la pérdida de Maggie.
Había docenas de motivos que ladraban en su cabeza, pero se aferró a uno de ellos porque, si bien deseaba hacerlo, ya no podía mentirse acerca de su importancia. Debía aceptar que su relación con Colin había sido el desencadenante de lo sucedido con Maggie.
Polly le había hablado de él mucho antes de que le viera en persona. Se sintió a salvo en la creencia de que, como Polly estaba enamorada del hombre, como era mucho más joven que ella, como apenas le veía -como apenas veía a nadie, ahora que habían encontrado lo que parecía el lugar ideal para reemprender sus vidas-, gozaba de pocas oportunidades de relacionarse o intimar. Ni siquiera cuando acudió aquel día a la casa por un asunto oficial y le vio aparcado en la pista, leyó la patente desesperación en su cara y recordó que Polly le había contado la historia de su mujer, incluso cuando notó los primeros síntomas de que el hielo de su compostura se fundía al ver su aflicción y por primera vez en años reconocía el dolor de un extraño, no creyó que representara ningún peligro para la debilidad que creía haber dominado.
Solo notó una agitación en el corazón cuando él entró en la casa y le vio contemplar los sencillos accesorios de la cocina con una añoranza muy mal disimulada. Al principio, mientras se disponía a llenar dos vasos de vino hecho en casa, paseó la vista a su alrededor para intentar descifrar qué le había conmovido. Sabía que no podían ser los muebles -cocina, mesa, sillas, alacenas- y se preguntó si el resto le había emocionado de alguna manera. ¿Era posible que un hombre se sintiera conmovido por una hilera de especias, violetas africanas en la ventana, tarros sobre la encimera, dos hogazas de pan dejadas a enfriar, una fila de platos lavados, un paño de cocina que colgaba a secar de un cajón? ¿O se trataba del dibujo pegado con Blu-Tack a la pared, encima de la cocina, dos figuras ahusadas con faldas, una de ellas con unos pechos que parecían trozos de carbón, rodeadas por flores tan altas como ellas y coronadas por las palabras «Te quiero, mamá», escritas por una mano de cinco años? Él lo miró, la miró a ella, desvió la vista y, al final, ya no supo adonde mirar.
Pobre hombre, había pensado. Fue el principio del fin. Sabía lo de su mujer, empezó a hablar y no había sido capaz de retroceder desde aquel momento. En algún momento de la conversación había pensado: «Solo esta vez oh Dios tener a un hombre así solo esta vez una vez más sufre tanto y si yo lo controlo si solo yo actúo si solo él recibe placer sin pensar en mí no puede ser tan malo», y cuando él le preguntó sobre la escopeta y por qué la había usado y cómo, ella le había mirado a los ojos. Contestó con brevedad y concisión. Y cuando él se iba a marchar, después de haber reunido toda la información, y gracias, señora, por concederme su tiempo, decidió enseñarle la pistola para impedir que se fuera. Disparó y aguardó su reacción, a que se la quitara, para tocar su mano cuando lo hiciera, pero él no lo hizo, mantuvo las distancias, y Juliet comprendió de repente con asombro que él estaba pensando las mismas palabras. «Solo esta vez oh Dios solo esta vez.»
No sería amor, decidió, porque le llevaba aquellos feos y desmesurados diez años, porque no se conocían y no habían hablado hasta entonces, porque la religión a la que había renunciado mucho tiempo atrás afirmaba que el amor no surgía de permitir a las necesidades de la carne dominar las necesidades del alma.
Retuvo aquellos pensamientos a medida que transcurría su primera tarde juntos, creyéndose a salvo del amor. Solo se trataba de puro placer, y después lo olvidarían.
Tendría que haber sido consciente del enorme peligro que él representaba cuando miró el reloj de la mesilla de noche y comprobó que habían pasado más de cuatro horas y ni siquiera había pensado en Maggie. Tendría que haberlo terminado en ese momento, la culpabilidad en sustitución de la paz amodorrada que acompañaba a sus orgasmos. Tendría que haber clausurado su corazón y expulsarle de su vida con algo brusco y ofensivo como «para ser un poli, follas bastante bien». En cambio, dijo:
– Oh, Dios mío.
Él comprendió.
– He sido egoísta -dijo-. Estabas preocupada por tu hija. Me voy a ir. Te he entretenido demasiado rato. Yo…
Cuando paró de hablar, Juliet no miró en su dirección, pero notó que su mano le acariciaba el brazo.
– No sé cómo definir lo que he sentido -siguió Colin-, o lo que siento, pero estar contigo ha sido como… No ha sido suficiente. Ni siquiera lo es ahora. No sé qué significa eso.
Ella tendría que haber contestado con sequedad: «Significa que ibas caliente, agente. Los dos. Aún lo estamos, de hecho», pero no lo hizo. Escuchó sus movimientos cuando se vistió, y trató de pensar en alguna frase breve y cortante para despedirle.
Cuando Colin se sentó en el borde de la cama y la volvió hacia él, con una expresión a caballo entre el asombro y el miedo, tuvo la oportunidad de cruzar la línea. Pero no lo hizo. En cambio, le oyó decir:
– ¿Es posible que te ame con tal rapidez, Juliet Spence? ¿Así de sencillo? ¿En una tarde? ¿Es posible que mi vida cambie tanto?
Y como ella sabía que la vida puede cambiar irrevocablemente en el instante que uno comprende su capricho malicioso, contestó:
– Sí, pero no lo hagas.
– ¿Qué?
– Amarme, o permitir que tu vida cambie.
Colin no comprendió. En realidad, no podía. Pensó que, quizá, estaba coqueteando.
– Nadie puede controlar eso -dijo, y cuando recorrió poco a poco su cuerpo con las manos, y su cuerpo le recibió contra su voluntad, supo que tenía razón.
La llamó aquella noche, bastante después de las doce.
– No sé qué pasa -dijo-. No sé cómo explicarme. Pensé que si oía tu voz… Es que nunca había sentido… Bueno, es lo que dicen todos los hombres, ¿no? Nunca me había sentido así, de modo que deja que te baje las bragas y lo pruebe una o dos veces más. Y se trata de eso, no quiero mentir, pero hay algo más y no sé qué es.
Juliet se la había jugado, porque adoraba ser amada por un hombre. Ni siquiera Maggie pudo detenerla. Ni con la certeza transparentada en su cara pálida, que no verbalizó cuando entró en la casa, apenas cinco minutos después de que Colin saliera, con el gato en brazos y las mejillas coloradas a causa de haberlas frotado para secarse las lágrimas; ni con su silencioso examen de Colin cuando venía a cenar o las llevaba de excursión a los páramos con su perro; ni con sus desesperadas súplicas de que no la dejara sola cuando Juliet se ausentaba una o dos horas para ir a casa de Colin. Maggie no pudo detenerla. Tampoco era necesario, pues Juliet sabía que no existía la menor esperanza de que lo suyo durara. Comprendió desde el primer momento que cada minuto era un recuerdo almacenado de cara a un futuro en que Colin y su amor por ella no tenían lugar. Se limitó a olvidar que, si bien había vivido el momento durante muchos años, al borde de un mañana que siempre prometía albergar lo peor para ambas, había procurado crear una vida para Maggie que aparentara normalidad. Por lo tanto, los temores de Maggie acerca de la instrucción permanente de Colin eran reales. Explicarle que también eran infundados equivaldría a contarle cosas que destruirían su mundo. Juliet se sentía incapaz de hacerlo, así como de abandonar a Colin. Otra semana, pensaba, te ruego, Señor, que me concedas otra semana con él y terminaré lo nuestro. Te lo prometo.
Y así había llegado a esta noche. Qué bien lo sabía.
De tal palo, tal astilla, pensó Juliet. Las relaciones sexuales de Maggie con Nick Ware eran algo más que una forma adolescente de devolver la bofetada a su madre, algo más que la búsqueda de un hombre al que poder llamar papá en la parte más oscura de su mente; era la sangre que llevaba en sus venas, por fin manifestada. No obstante, Juliet sabía que habría podido retrasar lo inevitable si no se hubiera entregado a Colin y dado a su hija un ejemplo a seguir.
Juliet se quitó los guantes dedo a dedo y los tiró sobre la chaqueta y la bufanda amontonados en el suelo. No fue a la cocina para preparar una cena que su hija no tomaría, sino a la escalera. Se detuvo al pie con una mano sobre la barandilla y trató de reunir fuerzas para subir. La escalera era un duplicado de tantas otras repetidas a lo largo de los años: la alfombra raída, paredes desnudas. Siempre había pensado que los cuadros en las paredes serían otra cosa más que debería quitar cuando abandonaran la casa, por lo cual le pareció absurdo de entrada colgarlos. Que sea sencillo, que sea vulgar, que sea funcional. Siguió aquel credo y se negó siempre a decorar de una forma que inspirara afecto por el conjunto de habitaciones en que vivían. No deseaba experimentar una sensación de pérdida cuando marcharan.
Otra aventura, llamaba a cada traslado, vamos a ver qué nos espera en Northumberland. Había intentado convertir las huidas en un juego. Solo había perdido cuando había dejado de huir.
Subió la escalera. Tuvo la impresión de que una esfera perfecta de temor se estaba formando bajo su corazón. ¿Por qué escapó, qué le dijeron, qué sabe?, se preguntó.
La puerta de Maggie estaba cerrada solo en parte, y la abrió. La luz de la luna brillaba entre las ramas del limonero que se alzaba ante la ventana y formaba una configuración ondulada sobre la cama, en la cual estaba aovillado el gato de Maggie, con la cabeza sepultada entre las patas, y fingía dormir para que Juliet se compadeciera y no lo sacara. Punkin había sido el primer compromiso que Juliet había establecido con Maggie. «¿Puedo tener un gatito, mamá, por favor?», había sido una petición sencilla de conceder. Lo que no había comprendido en su momento era que el placer de un pequeño deseo concedido conducía inexorablemente al anhelo de otros mayores. Al principio, habían sido de escasa importancia, dormir una vez al mes con sus amigas, un viaje a Lancaster con Josie y su mamá, pero habían dado lugar a una sensación de pertenencia en ciernes que Maggie jamás había experimentado. Por fin, había desembocado en la petición de quedarse. Lo cual, junto con todo lo demás, había dado como fruto Nick, el vicario y esta noche…
Juliet se sentó en el borde de la cama y encendió la luz. Punkin sepultó más la cabeza entre las patas, aunque un meneo de la cola le traicionó. Juliet acarició su cabeza y la curva móvil de su lomo. No estaba tan limpio como debería. Pasaba demasiado tiempo vagando por el bosque. Otros seis meses, y sería más feroz que dócil. Al fin y al cabo, el instinto era el instinto.
El grueso álbum de recortes de Maggie estaba caído en el suelo, junto a la cama, con la cubierta gastada y agrietada, y las páginas tan sobadas que los bordes empezaban a desmoronarse. Juliet lo cogió y lo depositó sobre su regazo. Un regalo por su sexto cumpleaños, había escrito de su puño y letra, con grandes mayúsculas, «Acontecimientos importantes de Maggie» en la primera página. A juzgar por el tacto, Juliet adivinó que la mayoría de las páginas estaban llenas. Nunca lo había mirado, pues lo había considerado una intrusión en el pequeño mundo privado de su hija, pero ahora lo hizo, no tanto por curiosidad como por sentir la presencia de su hija y comprender.
La primera parte albergaba recuerdos infantiles: la silueta de una mano grande con otra más pequeña dentro, y las palabras «Mamá y yo» garrapateadas debajo; una redacción imaginaria sobre «Mi perrito Fred», sobre la cual había escrito un profesor: «Debe de ser un animalito encantador, Margaret»; un programa de un recital de música navideña en el que Maggie había formado parte del coro infantil, que cantó -muy mal, pero con mucha ambición- el Coro del Aleluya del Mesías de Handel; la cinta otorgada al segundo premio por un proyecto científico sobre plantas, así como montones de fotos y postales de las vacaciones de camping que habían pasado juntas en las Hébridas, en Holy Island, lejos del mundanal ruido en el Distrito de los Lagos. Juliet pasó las páginas. Recorrió con las yemas de los dedos el dibujo, siguió el contorno de la cinta y examinó cada foto de la cara de su hija. Aquella era la historia real de sus vidas, una colección que daba cuenta de lo que su hija y ella habían logrado construir sobre cimientos de arena.
Sin embargo, la segunda parte del álbum documentaba el coste de haber vivido la misma historia. Comprendía una colección de recortes de periódicos y artículos de revistas sobre carreras de automóviles. También había fotos de hombres entremezcladas. Por primera vez, Juliet vio que «murió en un accidente de coche, querida» había asumido proporciones heroicas en la imaginación de Maggie, y que la reticencia de Juliet acerca del tema había creado un padre al que Maggie podía querer. Sus padres eran los ganadores de Indianápolis, Montecarlo y Le Mans. Daban volteretas entre llamas en un circuito de Italia, pero salían con la cabeza bien alta. Perdían ruedas, se estrellaban, abrían champaña y agitaban trofeos en el aire. Todos compartían una sola característica: estaban vivos.
Juliet cerró el libro y apoyó las manos sobre la cubierta. Todo giraba en torno a la protección, dijo en el interior de su cabeza a Maggie, que no se encontraba presente. Cuando se es madre, Maggie, lo más insoportable de todo cuanto se debe soportar es perder a tu hijo. Es posible soportar casi todo lo demás, y por lo general hay que hacerlo en un momento u otro, perder tus posesiones, tu casa, tu trabajo, tu amante, tu marido, hasta tu forma de vivir. Pero perder a un hijo te destroza, de modo que no corras peligros susceptibles de causar la pérdida, porque siempre eres consciente de que un solo riesgo que corras tal vez sea el que provoque la irrupción en tu vida de todos los horrores del mundo.
Aún no lo sabes, querida, porque todavía no has experimentado el momento en que la tensión insoportable de los músculos y el ansia de expulsar y de chillar a la vez dan como resultado esta diminuta masa de humanidad que berrea y jadea y descansa sobre tu estómago, desnuda sobre tu desnudez, dependiente de ti, ciega en aquel momento, con las manitas que tratan de aferrarse instintivamente a algo. Y cuando cierras aquellos dedos alrededor de uno tuyo… No, ni siquiera entonces… Cuando contemplas aquella vida que has creado, sabes que harás cualquier cosa, sufrirás cualquier cosa, por protegerla. La protegerás, casi siempre, por su propio bien, desde luego, porque se trata de vivir, de pura necesidad. Pero, en parte, la protege por ti.
Y ese es el mayor de mis pecados, querida Maggie. Invertí el proceso y mentí al hacerlo, porque era incapaz de enfrentarme a la inmensidad de la pérdida. Pero ahora te diré la verdad, aquí. Lo que hice fue en parte por ti, mi hija. Pero lo que hice hace tantos años, fue sobre todo por mí.
– Creo que no deberíamos parar todavía, Nick -dijo Maggie, con toda la firmeza que pudo reunir.
Le dolía una enormidad la mandíbula, por culpa de apretar los dientes para impedir que castañetearan, y tenía las puntas de los dedos entumecidas, pese a que había conservado las manos en los bolsillos durante casi todo el trayecto. Estaba cansada de andar y tenía agujetas de saltar setos, muros o a la cuneta cuando oían el ruido de un coche. De todos modos, aún era temprano, si bien había oscurecido, y sabía que la oscuridad representaba su mayor esperanza de huir.
Caminaban apartados de la carretera siempre que era posible, en dirección suroeste, hacia Blackpool. Era difícil caminar por las tierras de labranza y los páramos, pero Nick no quería ni oír hablar de poner el pie en la calzada hasta que se hubieran alejado de Clitheroe ocho o nueve kilómetros. Ni siquiera entonces aceptaría salir a la carretera principal de Longridge, donde pensaban parar a un camión que les condujera a Blackpool. Insistió en que debían ceñirse a las sinuosas sendas apartadas, rodear las granjas, atravesar caseríos y campos cuando fuera preciso. La ruta que había elegido les alejaba kilómetros y kilómetros de Longridge, pero existían menos riesgos y Maggie aplaudió su decisión. En Longridge, dijo, nadie se volvería a mirarles dos veces, pero hasta entonces debían mantenerse apartados de la carretera.
No llevaba reloj, pero sabía que no podían ser más de las ocho u ocho y media. Daba la impresión de que era más tarde, pero era a causa de que estaban cansados, hacía frío y la comida que Nick había conseguido traer al aparcamiento la habían terminado hacía rato. De hecho, no había gran cosa -¿qué se podía comprar con menos de tres libras?-, y si bien la dividieron a partes iguales y hablaron de hacerla durar hasta el día siguiente, habían comido primero las patatas fritas, después las manzanas para aplacar la sed, y devorado el pequeño paquete de galletas como postre. Nick no había parado de fumar desde aquel momento, para mantener a raya el hambre. Maggie había intentado olvidar la suya, lo cual no le había costado mucho, pues era más conveniente concentrarse en el frío. Le dolían las orejas por su culpa.
– Es demasiado pronto para detenernos ahora Nick -repitió Maggie, cuando el muchacho estaba a punto de saltar otro muro de piedra seca-. Aún no nos hemos alejado lo bastante. ¿Adonde vas?
Nick señaló tres cuadrados de luz amarilla a cierta distancia, al otro lado del campo en que se encontraban, al otro lado del muro.
– Una granja -anunció-. Habrá un establo, seguro. Dormiremos allí.
– ¿En un establo?
Nick se echó hacia atrás el pelo.
– ¿Qué te pensabas, Mag? No tenemos dinero. No podemos alquilar una habitación, ¿verdad?
– Pero yo pensaba…
Vaciló, y entornó los ojos para observar las luces. ¿Qué había pensado? Huir, fugarse, no ver a nadie más excepto a Nick, dejar de pensar, dejar de preguntarse, encontrar un lugar donde esconderse.
Nick esperaba. Introdujo la mano en el bolsillo y sacó su Marlboro. Golpeó el paquete contra la mano. El último cigarrillo cayó en su palma. Arrugó el paquete.
– Quizá deberías guardarte el último -dijo-. Para después. Ya sabes.
– No.
Aplastó el paquete y lo tiró. Encendió el cigarrillo mientras ella trepaba por las piedras sueltas y saltaba el muro. Rescató el paquete de entre las malas hierbas y lo alisó con cuidado, dobló y guardó en el bolsillo.
– Una pista -dijo, a modo de explicación-. Si nos buscan, no vamos a dejar un rastro, ¿verdad? Por si nos buscan.
Nick asintió.
– De acuerdo. ¿Vamos, pues?
Cogió su mano y se dirigió hacia las luces.
– ¿Por qué nos paramos ahora? -preguntó una vez más Maggie-. Es muy pronto, ¿no crees?
Nick contempló el cielo nocturno, la posición de la luna.
– Tal vez. -Nick fumó un momento con aire pensativo-. Escucha, descansaremos aquí un rato y dormiremos en otro sitio. ¿No te sientes hecha polvo? ¿No tienes ganas de sentarte?
Sí, pero pensaba que, si se sentaba un momento, ya no podría levantarse. Sus zapatos de la escuela no eran muy adecuados para caminar, y pensó que en cuanto su cabeza enviara a los pies el falso mensaje de que su paseo nocturno había terminado, sus pies se negarían a colaborar al cabo de una hora.
– No sé…
Se estremeció.
– Y tú necesitas un sitio caliente -afirmó sin vacilar Nick, y la guió hacia las luces.
El campo que atravesaban era un terreno de pasto, bastante irregular. Estaba sembrado de excrementos de oveja, que parecían sombras sobre la escarcha. Maggie pisó un montón, resbaló y estuvo a punto de caer. Nick la sujetó.
– Mag, vigila la mierda. Menos mal que no hay vacas por aquí -añadió con una carcajada.
Rodeó su brazo y la invitó a compartir el cigarrillo. Ella lo aceptó, chupó y expulsó el humo por la nariz.
– Acábalo tú -dijo.
Nick pareció complacido. Continuaron caminando, pero Nick se detuvo de repente cuando casi habían llegado al otro lado del campo. Un enorme rebaño de ovejas estaba acurrucado contra el muro opuesto, como montoncitos de nieve sucia en la oscuridad. Nick dijo en voz baja algo que sonó como «Hey, ay, ishhh», mientras se acercaban con cautela al perímetro del rebaño. Extendió la mano ante él. Como en respuesta, los animales se apretujaron para permitir el paso a Nick y Maggie, pero no se asustaron, balaron y no huyeron.
– Sabes lo que hay que hacer -dijo Maggie, y sintió un cosquilleo detrás de los ojos-. Nick, ¿por qué sabes siempre lo que hay que hacer?
– Solo con ovejas, Mag.
– Pero lo sabes. Es algo que me gusta mucho de ti. Sabes lo que hay que hacer.
El muchacho miró hacia la granja. Se alzaba al otro lado de un corral y otro conjunto de muros.
– Sé cómo tratar a las ovejas -dijo.
– No solo a las ovejas. De veras.
Nick se arrodilló junto al muro y apartó una oveja. Maggie se acurrucó a su lado. El chico dio vueltas al cigarrillo entre los dedos y, al cabo de un momento, exhaló un largo suspiro, como si fuera a hablar. Maggie aguardó.
– ¿Qué? -dijo por fin.
Nick meneó la cabeza. Su pelo resbaló sobre la frente y la mejilla, y se concentró en terminar el cigarrillo. Maggie le cogió del brazo y se aplastó contra él. Era agradable estar allí, con la lana y el aliento de los animales, que les daban calor. Casi pensó en parar la noche en aquel mismo lugar. Levantó la cabeza.
– Estrellas -dijo-. Siempre he deseado saber sus nombres, pero solo conozco la Estrella Polar, porque es la más brillante. Es… -Giró en redondo-. Debería estar…
Frunció el ceño. Si Longridge estaba al oeste de Clitheroe, y un poquito al sur, la Estrella Polar debería estar… ¿Dónde estaba su brillante destello?
– Nick -dijo poco a poco-, no encuentro la Estrella Polar. ¿Nos hemos perdido?
– ¿Perdido?
– Creo que vamos en dirección contraria, porque la Estrella Polar no está donde…
– No podemos guiarnos por las estrellas, Mag. Hemos de guiarnos por la tierra.
– ¿Qué quieres decir? ¿Cómo vas a saber en qué dirección vas si te guías por la tierra?
– Porque lo sé. Porque he vivido siempre aquí. No podemos subir y bajar montañas en plena noche, cosa que haríamos si fuéramos en dirección oeste. Hemos de rodearlas.
– Pero…
Nick aplastó el cigarrillo contra la suela del zapato. Se puso en pie de un salto.
– Vamos. -Subió al muro y extendió la mano hacia ella, que le imitó-. Hemos de guardar silencio. Habrá perros.
Atravesaron el prado casi en silencio. El único ruido procedía de las suelas de sus zapatos, que crujían sobre el suelo cubierto de escarcha. Al llegar al último muro, Nick se puso de puntillas, asomó la cabeza lentamente y examinó la zona. Maggie le miró desde abajo, pegada al muro y cogiéndose las rodillas.
– El establo está al otro lado del patio -dijo Nick-. Parece de mierda sólida, sin embargo. Nos vamos a poner perdidos. Cógete a mí con fuerza.
– ¿Algún perro?
– No veo, pero habrá.
– Nick, si ladran o nos persiguen, ¿qué vamos a…?
– No te preocupes. Vamos.
Trepó. Ella le siguió, se arañó la rodilla con la última piedra y notó el correspondiente tirón en el muslo. Lanzó un tenue maullido cuando sintió el fugaz calor de la erosión en su piel, pero aquello era cosa de niños, llegados a aquel punto. No se permitió el menor renqueo cuando saltó al suelo. Estaba erizado de helechos a lo largo del borde del muro, pero sembrado de surcos y estiércol a medida que se acercaban a la granja. En cuanto abandonaron la protección de los helechos, cada paso que daba emitía sonidos de succión. Maggie notó que sus pies se hundían en el estiércol, sintió que el estiércol rebasaba los lados de sus zapatos. Se estremeció.
– Nick, se me hunden los pies -susurró, justo cuando los perros aparecieron.
Primero, anunciaron su presencia mediante gañidos. Después, tres perros pastores salieron corriendo de los edificios anexos. Ladraban a pleno pulmón y enseñaban los dientes. Nick protegió con el cuerpo a Maggie. Los perros se detuvieron a menos de dos metros, entrechocaron las mandíbulas y gruñeron, dispuestos a saltar.
Nick extendió una mano.
– ¡No, Nick! -susurró Maggie, y observó la granja con temor, a la espera de que una puerta se abriera y el granjero saliera hecho una furia. Gritaría, con el rostro congestionado y muy irritado. Telefonearía a la policía. Al fin y al cabo, habían violado una propiedad privada.
Los perros empezaron a aullar.
– ¡Nick!
Nick se acuclilló.
– Eho, venid, perritos -dijo-. No me dais miedo. Lanzó un silbido suave.
Ocurrió como por arte de magia. Los perros se tranquilizaron, avanzaron, olfatearon su mano y, al cabo de unos instantes, ya eran amigos. Nick los acarició, rió en voz baja, tiró de sus orejas.
– No nos haréis daños, ¿verdad, perritos?
En respuesta, menearon la cola, y uno de ellos lamió la cara de Nick. Cuando este se levantó, le rodearon alegremente para escoltarles hasta el patio.
Maggie contempló a los perros maravillada, mientras avanzaba con cautela sobre el barro.
– ¡Nick! ¿Cómo lo has hecho?
El cogió su mano.
– Solo son perros, Mag.
El viejo establo de piedra formaba parte de un edificio alargado, y se alzaba al otro lado del patio, frente a la casa. Lindaba con una estrecha casita, de cuyo primer piso salía luz por una ventana encortinada. Habría sido, probablemente, la granja primitiva, un granero con un cobertizo para los carros debajo. El granero había sido reconvertido en algún momento del pasado para alojar a un trabajador y su familia, y se accedía a las dependencias mediante una escalera que ascendía hacia una puerta roja agrietada, sobre la cual brillaba una sola bombilla. Debajo, quedaba el cobertizo, con su única ventana sin cristal y el arco bostezante de una puerta.
Nick miró hacia el establo. Era enorme, una antigua vaquería que se estaba cayendo a pedazos. La luz de la luna iluminó su tejado hundido, su hilera irregular de ojos inclinados en el piso superior, sus grandes puertas de madera, combadas y llenas de boquetes. Mientras los perros olfateaban alrededor de sus pies y Maggie se encogía para protegerse del frío, a la espera de las instrucciones de Nick, el muchacho pareció sopesar sus posibilidades, y por fin se encaminó hacia el cobertizo, pisoteando una gruesa capa de estiércol.
– ¿No habrá gente ahí arriba? -susurró Maggie, y señaló hacia las dependencias.
– Supongo. Tendremos que ser muy silenciosos. Ahí dentro se estará caliente. El establo es demasiado grande, y está de cara al viento. Vamos.
La guió hacia la puerta arqueada que daba acceso al cobertizo, debajo de la escalera. En el interior, la luz procedente de la puerta principal del trabajador, situada en lo alto de la escalera, proporcionaba una escasísima iluminación, como la de una cerilla, a través de la única ventana del cobertizo. Los perros les siguieron, paseando por lo que debían ser sus dominios, a juzgar por varias mantas mordidas amontonadas en una esquina del suelo de piedra, y a donde se dirigieron los perros por fin, no sin antes olfatear y patear, hasta dejarse caer sobre la áspera lana.
Daba la impresión de que las paredes y el suelo de piedra del cobertizo intensificaban el frío. Maggie intentó consolarse con la idea de que era un lugar parecido al que había sido testigo del nacimiento del Niño Jesús, solo que aquel no albergaba perros, por lo que podía recordar de sus limitados conocimientos acerca de las historias navideñas; las profundas bolsas de oscuridad concentradas en las esquinas la pusieron nerviosa.
Observó que el cobertizo se utilizaba para guardar cosas. Había grandes sacos de arpillera amontonados a lo largo de una pared, cubos sucios, herramientas que no reconoció, una bicicleta, una mecedora de madera a la que faltaba el asiento de mimbre, y un retrete tirado a su lado. Un polvoriento tocador estaba apoyado contra la pared opuesta, y Nick se acercó al mueble. Abrió el cajón superior.
– Mira esto, Mag -dijo, con cierto entusiasmo en la voz-. Hemos tenido suerte.
Maggie se abrió paso entre los restos que sembraban el suelo. Nick sacó una manta, la dobló para que sirviera de colchón y aislamiento contra el frío, y le indicó por señas que se acercara. Envolvió a ambos con la segunda.
– De momento, será suficiente -dijo-. ¿Tienes más calor?
La atrajo hacia él.
Maggie se sintió más caliente al instante, aunque toqueteó la manta y olió el fresco aroma a espliego con cierta suspicacia.
– ¿Por qué guardan las mantas aquí? -preguntó-. Se les van a estropear, ¿no? ¿No se pudrirán o algo por el estilo?
– ¿Qué más da? Nosotros salimos ganando y ellos pierden, ¿no? Ven, acuéstate. Se está bien, ¿verdad? ¿Tienes más calor, Maggie?
Los susurros que se repetían a lo largo de las paredes parecían más fuertes, ahora que estaba al nivel del suelo. Algún chirrido ocasional los acompañaba. Se acercó más a Nick.
– ¿Qué es ese ruido? -preguntó.
– Ya te lo he dicho, la tele.
– Me refiero al otro… allí. ¿No lo has oído?
– Ah, eso. Ratas de establo, supongo.
Maggie se incorporó al instante.
– ¡Ratas! ¡No, Nick! No puedo… Por favor… Tengo miedo de… ¡Nick!
– Sssh. No te molestarán. Vamos, acuéstate.
– ¡Pero son ratas! ¡Si te muerden, mueres! Yo…
– Somos más grandes que ellas. Están mucho más asustadas que nosotros. Ni siquiera saldrán de su escondite.
– Pero mi pelo… Una vez leí que les gusta arrancar cabello para construir sus nidos.
– Yo las mantendré alejadas. -La obligó a tenderse a su lado-. Utiliza mi brazo como almohada. No subirán a mi brazo para morderte. Joder, Mag, estás temblando. Acércate más. Te sentirás mejor.
– ¿Nos quedaremos mucho rato?
– Solo para descansar.
– ¿Me lo prometes?
– Sí, te lo prometo. Ven, hace frío. -Bajó la cremallera de la chaqueta y la abrió-. Métete aquí. Calor doble.
Maggie, tras lanzar una mirada temerosa hacia el charco de tinieblas más profundo, donde las ratas se deslizaban entre los sacos de arpillera, se tendió sobre la manta y se alojó entre los confines de la chaqueta de Nick. Se sentía rígida de miedo y frío, nerviosa por la proximidad de gente. Los perros no habían alarmado a nadie, cierto, pero si el granjero hacía una última ronda por el patio antes de acostarse, les descubriría.
Nick besó su cabeza.
– ¿Estás bien? -preguntó solícito-. Solo será un rato. Para descansar.
– Estoy bien.
Le rodeó con los brazos y dejó que su cuerpo y la manta la calentaran. Alejó sus pensamientos de las ratas y fingió que estaban en su primer piso. Era la primera noche oficial, como su luna de miel. La habitación era pequeña, pero la luz de la luna bañaba el bonito papel pintado rosa. Colgaban cuadros en las paredes, acuarelas de perros y gatos que jugaban, y Punkin estaba tendido al pie de la cama.
Se acercó más a Nick. Ella llevaba un hermoso vestido, largo hasta los pies, de seda rosa pálido, con encaje en las tirillas y a lo largo del corpiño. El cabello se derramaba a su alrededor, y se había aplicado perfume en el hueco de la garganta, detrás de las orejas y entre los pechos. Nick vestía un pijama de seda azul oscuro, y notaba sus huesos, sus músculos y la fuerza de su cuerpo. Quería hacerlo, por supuesto -siempre quería hacerlo-, y ella siempre quería hacerlo, también. Porque era muy íntimo y muy bonito.
– Mag -dijo Nick-. No te muevas.
– Si no hago nada.
– Sí.
– Solo me he acercado más. Hace frío. Dijiste…
– No podemos. Aquí, no. ¿Vale?
Ella se apretujó contra él. Notó Aquello dentro de sus pantalones, pese a sus palabras. Ya estaba duro. Deslizó la mano entre sus cuerpos.
– ¡Mag!
– Si solo es por el calor -susurró ella, y lo frotó como Nick le había enseñado.
– ¡He dicho que no, Mag!
Su respuesta susurrada fue firme.
– Pero a ti te gusta, ¿verdad?
Lo estrujó. Lo soltó.
– ¡Las manos quietas, Mag!
Lo acarició en toda su longitud.
– ¡No, maldita sea! ¡Basta, Mag!
La muchacha se encogió cuando Nick le dio una palmada en la mano, y notó que las lágrimas acudían a sus ojos.
– Yo solo… -Los pulmones le dolieron cuando respiró hondo-. Estaba bien, ¿no? Quería ser buena.
A la escasa luz, Nick aparentaba estar dolorido por algo.
– Está bien -dijo-. Tú eres buena, pero me entran ganas y ahora no podemos hacerlo. No podemos. Bien, estate quieta. Tiéndete.
– Quería estar más cerca.
– Estamos cerca, Mag. Ven, te abrazaré. -La atrajo hacia él-. Así está bien, los dos juntos, muy cerquita.
– Yo solo quería…
– Sssh. No pasa nada. -Abrió la chaqueta de Maggie y la rodeó con el brazo-. Se está bien así -susurró en su oído. Movió la manos hacia su espalda y empezó a acariciarla de arriba abajo.
– Yo solo quería…
– Sssh. Se está bien así, ¿eh?, solo abrazados.
Sus dedos describieron lentos y largos círculos y se inmovilizaron sobre la región lumbar, una suave presión que la relajó, la relajó, la relajó por completo. Se sumió por fin en el sueño, protegida y amada.
Fue el movimiento de los perros lo que la despertó. Se levantaron, dieron vueltas y se precipitaron hacia el exterior cuando oyeron el ruido de un vehículo que entraba en el patio. Cuando empezaron a ladrar, Maggie se incorporó, completamente despierta, y descubrió que estaba sola sobre la manta.
– ¡Nick! -susurró, frenética.
El muchacho se desgajó de la oscuridad. La luz de arriba ya no brillaba. Maggie no tenía ni idea de cuánto rato había dormido.
– Ha venido alguien -anunció Nick, sin necesidad.
– ¿La policía?
– No. -Miró hacia la ventana-. Creo que es mi papá.
– ¿Tú papá? Pero ¿cómo…?
– No lo sé. Ven aquí y estate quieta.
Amontonaron las mantas y treparon hasta un lado de la ventana. Los perros hacían tanto ruido como si estuvieran anunciando la Segunda Venida, y empezaban a verse luces fuera.
– ¡Ya basta! -gritó alguien. Unos cuantos ladridos más, y los perros enmudecieron-. ¿Qué pasa? ¿Quién anda ahí?
Unos pasos atravesaron el patio. Se entabló una conversación. Maggie se esforzó por oírla, pero hablaban en voz baja.
– ¿Es Frank? -preguntó una mujer.
– Mamá, quiero ver -gritó una voz de niña. Maggie ciñó más la manta a su alrededor. Se agarró a Nick.
– ¿Dónde vamos a ir? ¿Podemos huir, Nick?
– Calla. Tendría que… Maldita sea.
– ¿Qué?
Entonces, lo oyó.
– No te importa que eche un vistazo por aquí, ¿verdad?
– En absoluto. ¿Has dicho que son dos?
– Un chico y una chica. Llevaban uniformes escolares. Puede que el chico utilice una chaqueta de aviador.
– No he visto ni rastro de ellos, pero ve a mirar. Voy a ponerme las botas y te echaré una mano. ¿Necesitas una linterna?
– Tengo una, gracias.
Los pasos se encaminaron hacia el establo. Maggie tiró de la chaqueta de Nick.
– ¡Vámonos, Nick! Correremos hacia el muro. Nos esconderemos en el prado. Después…
– ¿Y los perros?
– ¿Qué?
– Nos seguirán y darán con nosotros. Además, el otro tío dijo que iba a colaborar en la búsqueda. -Nick paseó la vista por el cobertizo-. Lo mejor será escondernos ahí.
– ¿Escondernos? ¿Cómo? ¿Dónde?
– Mueve los sacos y ponte detrás.
– ¡Las ratas!
– No hay otro remedio. Ven, ayúdame.
El granjero atravesó el patio en dirección al padre de Nick, mientras los adolescentes dejaban caer las mantas y empezaban a apartar sacos del muro.
– Nada en el establo -oyeron que gritaba el padre de Nick.
– Probemos en el cobertizo -respondió el otro hombre.
El sonido de sus pasos al acercarse espoleó a Maggie, que se puso a alejar sacos de la pared para improvisar una madriguera. Se habían acurrucado en ella, cuando la luz de una linterna penetró por la ventana.
– Parece que no hay nadie -dijo el padre de Nick.
Una segunda luz se unió a la primera; el cobertizo quedó más iluminado.
– Los perros duermen ahí. No sé si buscaría su compañía, aunque me hubiera dado a la fuga. -El hombre apagó la antorcha. Maggie dejó escapar su aliento. Oyó pasos en el estiércol-. Será mejor asegurarnos.
La luz reapareció, más potente, y desde la puerta.
El gemido de un perro acompañó al sonido de botas mojadas sobre el suelo del cobertizo. Clavos tintinearon sobre las piedras y se acercaron a los sacos.
– No -musitó Maggie desesperada, sin emitir el menor sonido, y notó que Nick se arrimaba más.
– Fíjate en eso -dijo el granjero-. Alguien ha revuelto ese tocador.
– ¿Esas mantas estaban en el suelo?
– Yo diría que no.
La luz inspeccionó el cobertizo en círculo, y del suelo al techo. Arrancó destellos del retrete abandonado y brilló sobre el polvo de la mecedora. Se detuvo en lo alto de los sacos e iluminó la pared situada sobre la cabeza de Maggie.
– Ah -dijo el granjero-. Ya los tenemos. Salid de ahí, jovencitos. Salid ahora, o enviaré a los perros para que os ayuden a tomar la decisión.
– Nick -dijo su padre-. ¿Estás ahí, muchacho? ¿La chica va contigo? Salid ahora mismo.
Maggie fue la primera en levantarse, temblorosa, y parpadeó al recibir en los ojos la luz de la linterna.
– No se enfade con Nick, señor Ware, por favor -tartamudeó-. Solo quería ayudarme.
Se puso a llorar, y pensó que no me envíen a casa, no quiero ir a casa.
– ¿En qué demonios estabas pensado, Nick? -dijo el señor Ware-. Largo de aquí, Jesús, debería darte una buena paliza. ¿Sabes lo preocupada que está tu madre, muchacho?
Nick volvió la cabeza, con los ojos entornados para protegerlos de la luz que su padre le dirigía a la cara.
– Lo siento.
El señor Ware se encrespó.
– Sentirlo no va a ser suficiente. ¿Sabes que has irrumpido en una propiedad privada? ¿Sabes que esta gente podía haber llamado a la policía? ¿En qué estabas pensando? ¿Es que no tienes ni un gramo de sentido común? ¿Qué pensabas hacer con esta chica?
Nick removió los pies en silencio.
– Vas hecho un guarro. -El señor Ware movió la linterna de arriba abajo-. Dios todopoderoso, fíjate en tu aspecto. Pareces un vagabundo.
– No, por favor -lloró Maggie, y se frotó su nariz húmeda contra la manga de la chaqueta-. No es culpa de Nick, sino mía. Él solo me estaba ayudando.
El señor Ware carraspeó y apagó la linterna. El granjero le imitó. Se había mantenido apartado, con la luz apuntada en su dirección mientras miraba por la ventana.
– Vosotros dos, al coche -ordenó el señor Ware.
El granjero recogió las dos mantas del suelo y les siguió fuera. Los perros deambulaban alrededor del viejo Nova del señor Ware, olfateaban los neumáticos y el suelo por igual. Las luces exteriores de la casa estaban encendidas, y Maggie vio el estado de sus ropas por primera vez. Estaban incrustadas de barro y manchadas de tierra. En algunos puntos, el liquen de los muros saltados había depositado masas de limo verdegrisáceo. Del barro pegado a sus zapatos sobresalían helechos y pajas. El espectáculo fue un estímulo para el nuevo torrente de lágrimas. ¿Qué había imaginado? ¿Dónde iban a ir, con aquel aspecto? Sin dinero, sin ropa, sin un plan. ¿Qué había imaginado?
Aferró el brazo de Nick mientras avanzaban hacia el coche.
– Lo siento, Nick -sollozó-. Ha sido por mi culpa. Se lo diré a tu mamá. Le explicaré que no querías asustarla.
– Subid al coche, los dos -gruñó el señor Ware-. Ya decidiremos más tarde de quién es la culpa. Abrió la puerta del conductor-. Me llamo Frank Ware -dijo al granjero-. Vivo en Skelshaw Farm, en dirección a Winslough. Si descubre que este par cometió algún desaguisado, estoy en el listín.
El granjero asintió, sin decir nada. Removió los pies en el barro, como ansioso de que se marcharan.
– Largo de aquí, perritos -dijo a los animales, y entonces se abrió la puerta de la granja. Una niña de unos seis años apareció en el umbral, con bata y zapatillas.
Rió y agitó la mano.
– Hola, tío Frank. ¿Dejarás que Nickie se quede a pasar la noche con nosotros, por favor?
Su madre salió como una exhalación y tiró de ella hacia dentro, no sin lanzar una veloz mirada de disculpa hacia el coche.
Maggie aminoró el paso, y luego se detuvo. Se volvió hacia Nick. Después, miró a su padre y al granjero. Primero, advirtió el parecido: la forma en que nacía el cabello, si bien el color era diferente; la protuberancia idéntica en el puente de la nariz, la forma de erguir la cabeza. Y después, vio el resto: los perros, las mantas, la dirección que habían tomado, la insistencia de Nick en que descansaran en aquella granja concreta, su postura en la ventana, de pie y a la espera, cuando ella había despertado…
Su interior estaba tan sereno que, al principio, pensó que su corazón había dejado de latir. Aún tenía la cara húmeda, pero las lágrimas habían desaparecido. Tropezó una vez en el estiércol, cogió el tirador de la puerta del Nova y sintió que Nick le cogía el brazo. Desde algún lugar que se le antojó muy lejano, oyó que la llamaba.
– Maggie, por favor -dijo el muchacho-. Escucha. No sabía qué otra cosa…
La niebla llenó su cabeza y no escuchó el resto. Subió al asiento trasero del automóvil. Frente a sus ojos, un montón de tejas estaban apiladas bajo un árbol, y concentró la vista en ellas. Eran grandes, mucho más de lo que había imaginado, y semejaban lápidas. Las contó poco a poco, una dos tres, y había llegado a la docena cuando notó que el coche se hundía al entrar el señor Ware y Nick sentarse a un lado. Supo que la estaba mirando, pero daba igual. Siguió contando, trece catorce quince. ¿Por qué tenía tantas tejas el tío de Nick? ¿Por qué las guardaba debajo de un árbol? Dieciséis diecisiete dieciocho.
El padre de Nick bajó la ventana.
– Vale, Kev -dijo en voz baja-. No le des más vueltas.
El otro hombre se acercó y apoyó su peso contra el vehículo. Habló a Nick.
– Lo siento, muchacho -dijo-. En cuanto la cría se enteró de que venías, fue imposible acostarla. Te quiere mucho.
– No pasa nada -contestó Nick.
Su tío palmeó con las dos manos la puerta a modo de despedida, cabeceó y se apartó del coche.
– Fuera, perritos -gritó a los animales.
El coche dio la vuelta en el patio y partió hacia la carretera. El señor Ware encendió la radio.
– ¿Qué os apetece escuchar, muchachos? -preguntó.
Maggie sacudió la cabeza y miró por la ventana.
– Cualquier cosa, papá -contestó Nick-. Da igual.
Maggie sintió que la verdad de aquellas palabras alteraba su calma y caía como frías gotas de plomo en su estómago. La mano de Nick la tocó, vacilante. Ella se apartó.
– Lo siento -dijo el muchacho en voz baja-. No sabía qué otra cosa hacer. No teníamos dinero. No teníamos adonde ir. No sabía qué hacer para cuidarte.
– Dijiste que lo harías. Anoche. Dijiste que lo harías.
– Pero no pensaba que sería… -Maggie vio que Nick cerraba la mano sobre su rodilla-. Escucha, Mag. No podré cuidarte bien si no voy a la escuela. Quiero ser veterinario. Cuando acabe la escuela, estaremos juntos, pero debo…
– Mentiste.
– ¡No!
– Llamaste a tu papá desde Clitheroe cuando fuiste a comprar la comida. Le dijiste dónde estábamos. ¿No es cierto?
Nick dio la callada por respuesta. El paisaje nocturno desfilaba ante la ventanilla. Los muros de piedra dieron paso a los marcos pálidos de los setos. Las tierras de labranza dieron paso al campo abierto. Al otro lado de los páramos, las montañas se alzaban hacia el cielo como negros guardianes de Lancashire.
El señor Ware había conectado la calefacción al mismo tiempo que la radio, pero Maggie jamás había sentido tanto frío. Tenía más frío que cuando caminaban por los campos, más frío que cuando estaba en el suelo del cobertizo. Tenía más frío que la noche anterior en la guarida de Josie, medio desnuda, empalada por Nick, cuyas promesas absurdas atizaban el fuego de su mutua pasión.
Todo terminó donde había empezado, con su madre. Cuando el señor Ware entró en el patio de Cotes Hall, la puerta de la casa se abrió y Juliet Spence salió. Maggie oyó que Nick susurraba con angustia: «¡Espera, Mag!», pero ella abrió la puerta del coche. Le pesaba tanto la cabeza que casi no podía levantarla. Ni siquiera podía caminar.
Oyó que mamá se acercaba, sus botas repiquetearon sobre los guijarros. Esperó, sin saber a qué. La ira, el discurso, el castigo; todo daba igual. Fuera lo que fuese, no la afectaría. Nada volvería a afectarla.
– ¿Maggie? -dijo Juliet, con una voz extrañamente serena.
El señor Ware explicó lo ocurrido. Maggie oyó frases como «la llevó a casa de su tío… una buena caminata… hambrientos, supongo… reventados… Adolescentes. A veces, no se sabe qué hacer con ellos…».
Juliet carraspeó.
– Gracias -dijo-. No sé qué habría hecho si… Gracias, Frank.
– No creo que tuvieran malas intenciones -dijo el señor Ware.
– No -contestó Juliet-. Estoy segura de que no.
El coche retrocedió, dio la vuelta y desapareció por la pista. La cabeza de Maggie cayó por su propio peso. Oyó tres repiqueteos más sobre los guijarros y vio las puntas de las botas de su madre.
– Maggie.
Era incapaz de levantar la vista. Su cuerpo estaba hecho de plomo. Notó una caricia en el pelo y se apartó con temor, al tiempo que exhalaba un suspiro entrecortado.
– ¿Qué pasa?
Su madre parecía confusa. Más que confusa, parecía asustada.
Maggie no entendió por qué, pues el equilibrio del poder había vuelto a cambiar, y lo peor había ocurrido: estaba sola con su madre, sin posibilidad de escapatoria. Su visión se hizo borrosa, y un sollozo empezó a formarse en su interior. Procuró reprimirlo.
Juliet se alejó.
– Entra, Maggie -dijo-. Hace frío. Estás temblando.
Se encaminó hacia la casa.
Maggie levantó la cabeza. Flotaba en la nada. Nick se había ido, y mamá se alejaba. Ya no tenía dónde acogerse. No existía ningún puerto seguro en el que pudiera fondear. El sollozo estalló. Su madre se detuvo.
– Háblame -dijo Juliet. Su tono era desesperado, inseguro-. Tienes que hablarme. Tienes que contarme lo que pasó. Tienes que decirme por qué huiste. No podemos seguir así. Tienes que hablar, porque de lo contrario, estamos perdidas.
Siguieron alejadas, su madre en la puerta, Maggie en el patio. Esta experimentó la sensación de que las separaban kilómetros. Deseaba acercarse, pero ignoraba cómo. No podía ver con claridad la cara de su madre, para saber si existía peligro. No sabía si el temblor de su voz indicaba rabia o aflicción.
– Maggie, querida. Por favor. -La voz de Juliet se quebró-. Háblame, te lo suplico.
La angustia de su madre, que parecía muy real, practicó un pequeño hueco en el corazón de Maggie.
– Nick prometió que se haría cargo de mí, mamá -sollozó-. Dijo que me quería. Dijo que yo era especial, dijo que éramos especiales, pero mintió y llamó a su papá para que viniera a buscarnos y no me lo dijo y yo todo el rato pensaba…
Lloró. Ya no sabía muy bien cuál era el origen de su pena, solo que no tenía ningún lugar a donde ir y nadie en quien confiar. Necesitaba algo, alguien, un ancla, un hogar.
– Lo siento mucho, querida.
Cuánta ternura contenían aquellas cuatro palabras. Le resultó más fácil continuar.
– Fingió amansar a los perros, encontrar mantas y…
El resto de la historia surgió a borbotones. El policía de Londres, las habladurías después de las clases, los susurros, risitas, burlas.
– Tuve miedo -concluyó.
– ¿De qué?
Maggie no pudo verbalizar el resto. Se quedó inmóvil en medio del patio, mientras el viento agitaba sus ropas sucias, incapaz de avanzar o retroceder. Porque no había forma de volver atrás, como sabía muy bien, y seguir adelante significaba el desastre.
Por lo visto, no sería necesario ir a ningún sitio.
– Oh, Dios mío, Maggie… -dijo Juliet, como si lo adivinara todo-. ¿Cómo pudiste pensar…? Eres mi vida. Eres todo cuanto tengo. Eres…
Se apoyó contra el quicio de la puerta con los puños sobre los ojos y la cabeza alzada hacia el cielo. Empezó a llorar.
Fue un sonido horrible, como el de alguien a quien estuvieran arrancando las entrañas. Era grave y espantoso. Le cortó el aliento. Era como un lamento agónico.
Maggie nunca había visto llorar a su madre. Se asustó. Observó, esperó y estrujó su chaqueta porque mamá era la fuerte, mamá mantenía el tipo, mamá siempre sabía lo que debía hacer. Pero ahora, Maggie descubría que no era tan diferente de ella en lo tocante a sensibilidad. Se acercó a su madre.
– Mamá.
Juliet meneó la cabeza.
– No puedo enmendarlo. No puedo cambiar las cosas. Ahora, no. No puedo hacerlo. No me hagas preguntas.
Entró en la casa. Maggie, aturdida, la siguió hasta la cocina y vio que se sentaba a la mesa con la cara entre las manos.
Maggie no sabía qué hacer, de modo que puso la tetera al fuego y buscó alguna infusión por la cocina. Cuando estuvo preparada, las lágrimas de Juliet habían cesado, pero a la luz cruda del techo parecía vieja y enferma. Largas arrugas en zigzag partían de sus ojos. Marcas rojas moteaban su piel donde no estaba pálida. Su cabello colgaba lacio alrededor de su cara. Cogió un pañuelo y secó su cara.
El teléfono empezó a sonar. Maggie no se movió. No sabía qué hacer, y esperaba una señal. Su madre se levantó de la mesa y descolgó.
Su conversación fue breve y fría.
– Sí, está aquí… Frank Ware les encontró… No… No… Yo no… Creo que no, Colin… No, esta noche no.
Colgó poco a poco, sin apartar los dedos del auricular, como si estuviera calmando los temores de un animal. Al cabo de un momento, durante el que no hizo otra cosa que mirar el teléfono, durante el que Maggie no hizo otra cosa que mirarla, volvió a la mesa y se sentó de nuevo.
Maggie le llevó la infusión.
– Manzanilla -dijo-. Toma, mamá.
La vertió. Cayó un poco en el platillo y se apresuró a coger una servilleta para secarla. La mano de mamá se cerró sobre su muñeca.
– Siéntate -dijo.
– ¿No quieres…?
– Siéntate.
Maggie obedeció. Juliet alzó la taza y la acunó entre sus manos. Miró la infusión y la hizo girar lentamente. Sus manos parecían fuertes, firmes, seguras.
Algo importante iba a suceder, adivinó Maggie. Se palpaba en el aire y en el silencio. La tetera todavía siseaba levemente sobre el fogón, y el fogón chasqueaba a medida que se iba enfriando. Oyó todo esto como fondo sonoro de la imagen de su madre, cuando levantó la cabeza y tomó la decisión.
– Voy a hablarte de tu padre -dijo.
Polly se acomodó en la bañera y dejó que el agua se elevara a su alrededor. Intentó concentrarse en el calor que inyectó entre sus piernas y acarició sus muslos cuando se hundió, pero se inmovilizó en mitad de un gemido y cerró los ojos con fuerza. Vio la imagen en negativo de su cuerpo, que se desvanecía poco a poco ante sus párpados. Diminutos pozos rojos lo reemplazaron. Después, se tiñeron de negro. Eso era lo que deseaba, la negrura. La necesitaba detrás de sus párpados, pero también la quería en su mente.
Estaba mucho más dolorida que aquella tarde en la vicaría. Se sentía como si le hubieran aplicado el potro, hasta desgarrar los ligamentos de sus ingles. Los huesos de la pelvis y el pubis parecían estar rotos, destrozados. Le dolían la espalda y el cuello, pero se trataba de un dolor que, con el tiempo, desaparecería, pero temía que no ocurriría lo mismo con el otro dolor interno, que jamás la abandonaría.
Si solo veía la negrura, no tendría que ver nunca más la cara de Colin: el modo en que sus labios se curvaron, la visión de sus dientes y sus ojos como hendiduras. Si solo veía la negrura, no tendría que verle cuando se puso de pie tambaleante, después, con el pecho hinchado y borrando de su boca el sabor de Polly con el dorso de una mano. No tendría que verle apoyado contra una pared mientras se ponía los pantalones. Aún tendría que soportar el resto, por supuesto. La incansable voz gutural y la certeza de lo repugnante que le resultaba. La invasión de su lengua. La mordedura de sus dientes, los arañazos de sus manos, y por fin, los golpes. Tendría que vivir con aquello. No había píldoras para el olvido que borraran aquellos recuerdos, por mucho que quisiera confiar en su existencia.
Lo peor era saber que se lo merecía. Al fin y al cabo, su vida estaba gobernada por las leyes del Arte y ella había violado la más importante.
Ocho palabras satisfacen al Supremo Hacedor:
mientras no hagas daño, haz lo que quieras.
Durante todos aquellos años estuvo convencida de que había trazado el círculo por el bien de Annie, pero en lo más profundo de su corazón había pensado, y esperado, que Annie moriría y que su fallecimiento serviría para que Colin se acercara más a ella, impulsado por un dolor que querría compartir con alguien próximo a su mujer. De aquella forma, había creído, llegarían a amarse y él olvidaría. Con este final, al que ella calificaba de noble, generoso y correcto, empezó a trazar el círculo y a celebrar el Rito de Venus. Daba igual que no hubiera cambiado ese Rito hasta casi un año después de la muerte de Annie. La Diosa no era, y nunca había sido, idiota. Siempre leía en el alma del suplicante. La Diosa oía el cántico:
Dios y Diosa de los cielos
concededme el amor de Colin.
Y recordaba que tres meses antes de la muerte de Annie Shepherd, su amiga Polly Yarkin -con sublimes poderes solo al alcance de una niña concebida de una bruja, concebida dentro del círculo mágico, cuando la luna estaba llena en Libra y su luz bañaba el altar de piedra dispuesto en la cumbre de Cotes Fell- había dejado de celebrar el Rito y cambiado al de Saturno. Polly había quemado madera de roble, vestida de negro, respirado incienso de jacinto y rezado por la muerte de Annie. Se había dicho que el miedo a la muerte era absurdo, que el final de una vida llegaba como una bendición cuando el sufrimiento había sido profundo. Así había justificado la maldad, consciente en todo momento de que la Diosa no dejaría sin castigo su perversidad.
Todo, hasta hoy, había sido un preludio a la descarga de Su ira, y la Diosa había ejercido Su venganza de una forma equivalente al mal cometido, entregando Colin a Polly en forma de lujuria y violencia, no de amor, volviendo la tríada mágica contra su creadora. Qué estupidez pensar que Juliet Spence, por no mencionar las atenciones de Colin para con ella, era el castigo de la Diosa. Verles juntos y comprender lo que significan el uno para el otro había servido de simple preludio a la mortificación que se avecinaba.
Ya había terminado. No podía suceder nada peor, excepto la muerte. Y como ya estaba más que medio muerta, ni siquiera eso se le antojaba tan terrible.
– Polly, cariño, ¿qué estás haciendo?
Polly abrió los ojos y se levantó del agua con tal rapidez que el agua se derramó por un lado de la bañera. Contempló la puerta del cuarto de baño. Detrás, oyó los resuellos de su madre. Por lo general, Rita solo subía la escalera una vez al día, para acostarse, y como nunca lo hacía hasta pasada la medianoche, Polly había supuesto que estaría a salvo cuando había anunciado, nada más entrar en el pabellón, que no quería cenar, para correr a continuación hasta el cuarto de baño y encerrarse en él. Cogió una toalla.
– ¡Polly! ¿Aún te estás bañando, muchacha? He oído correr el agua desde mucho antes de la cena.
– Acabo de empezar, Rita.
– ¿Acabas de empezar? Oí correr el agua en cuanto llegaste a casa. Hace más de dos horas. ¿Qué pasa, cariño? -Rita arañó la puerta con sus uñas-. ¿Polly?
– Nada.
Polly se envolvió en la toalla cuando salió de la bañera. Hizo una mueca cada vez que levantó una pierna.
– Nada, y un huevo. La higiene es necesaria, lo sé, pero te estás pasando. ¿Cuál es la historia? ¿Te estás emperifollando para algún muchachito que esta noche entrará por tu ventana? ¿Tienes una cita con alguien? ¿Quieres que te perfume con mi Giorgio?
– Estoy cansada. Me voy a la cama. Vuelve a la tele, ¿vale?
– No vale. -Volvió a tabalear sobre la puerta-. ¿Qué ocurre? ¿Te encuentras mal?
Polly se ciñó más la bata. El agua resbaló por sus piernas hasta la manchada alfombrilla verde del suelo.
– Estoy bien, Rita.
Intentó decirlo con la mayor naturalidad posible, mientras rebuscaba en sus recuerdos cómo interactuaban su madre y ella, para encontrar el tono de voz apropiado. ¿Tendría que estar ya irritada con Rita? ¿Debería reflejar impaciencia su voz? No se acordaba. Eligió un tono cordial.
– Vuelve abajo. ¿No hacen ahora tu serie policíaca favorita? ¿Por qué no te cortas un trozo de ese pastel? Córtame uno a mí también y déjalo sobre la encimera.
Aguardó la respuesta, los sonidos de la partida de Rita, pero no se oyó nada al otro lado de la puerta. Polly la contempló con cautela. Notó frío en la piel mojada que tenía al descubierto, pero no se decidía a quitarse la toalla, desnudar su cuerpo para secarlo y tener que contemplarlo de nuevo.
– ¿Pastel? -preguntó asombrada Rita.
– Puede que coma un trozo.
El pomo de la puerta retembló. La voz de Rita era perentoria.
– Abre, muchacha. No has tomado pastel en quince años. Algo pasa y quiero saber qué.
– Rita…
– No juegues conmigo, cariño. A menos que pienses saltar por la ventana, ya puedes ir abriendo la puerta, porque no me moveré de aquí hasta que lo hagas.
– Por favor. No pasa nada.
El pomo de la puerta volvió a temblar. La puerta se movió.
– ¿Tendré que pedir ayuda a nuestro agente de policía local? -preguntó su madre-. No me costaría nada telefonearle. ¿Por qué se me antoja que a ti no te haría ninguna gracia?
Polly cogió el albornoz y retiró el cerrojo. Se envolvió con el albornoz, y ya se estaba atando el cinturón cuando su madre abrió la puerta. Polly se dio la vuelta a toda prisa y se quitó la goma del cabello para que cayera sobre su cara.
– El señor Colin Shepherd estuvo aquí hoy -informó Rita-. Vino con el cuento de que quería encontrar herramientas para arreglar la puerta de nuestro cobertizo. Un tipo muy agradable, nuestro policía local. ¿Sabes algo de eso, cariño?
Polly meneó la cabeza y forcejeó con el nudo que había hecho en el cinturón del albornoz. Contempló los movimientos de sus dedos y aguardó a que su madre desistiera de su esfuerzo por comunicarse y saliera. Rita, sin embargo, siguió en su sitio.
– Será mejor que me lo cuentes, muchacha.
– ¿Qué?
– Lo que pasó.
Entró en el cuarto de baño y dio la impresión de llenarlo con su tamaño, su perfume y, sobre todo, su energía. Polly intentó reunir fuerzas para defenderse, pero su voluntad se había debilitado.
Oyó el tintineo de los brazaletes cuando el brazo de Rita se alzó detrás de ella. No se encogió, pues sabía que su madre no tenía intención de pegarle, pero esperó con temor la reacción de Rita cuando no percibiera la menor emanación, como una ola palpable, del cuerpo de Polly.
– No tienes aura -dijo Rita-, ni tampoco calor. Date la vuelta, Polly.
– Rita, por favor. Estoy cansada. He estado trabajando todo el día y quiero irme a la cama.
– No me vengas con rollos. He dicho que te des la vuelta. Ya.
Polly hizo un nudo doble en el cinturón. Sacudió la cabeza para que el cabello la ocultara un poco más. Se volvió lentamente.
– Solo estoy cansada, y un poco molida. Esta mañana resbalé en el camino particular de la vicaría y me di un golpe en la cara. Me duele. Me pincé un músculo de la espalda o algo así, también. Pensé que un baño caliente…
– Levanta la cabeza. Ya.
Polly sintió la energía que impulsaba la orden. Derrumbó la escasa resistencia que había interpuesto. Alzó la barbilla, con la vista baja. Escasos centímetros la separaban de la cabeza de chivo que colgaba del collar de su madre. Concentró sus pensamientos en el chivo, su cabeza y en lo mucho que recordaba a la bruja desnuda que se erguía en el centro del pentagrama, donde se iniciaban los Ritos y se formulaban las súplicas.
– Apártate el cabello de la cara.
La mano de Polly cumplió el deseo de su madre.
– Mírame.
Sus ojos obedecieron.
El aliento de Rita silbó entre sus dientes cuando tomó aire, cara a cara con su hija. Sus pupilas se expandieron rápidamente sobre la superficie de los iris, y después se convirtieron en diminutos puntos negros. Levantó la mano y movió los dedos a lo largo del cardenal que surcaba la piel de Polly desde el ojo a la cara. No llegó a tocarlo, pero Polly sintió el tacto de sus dedos. Flotaron sobre el ojo hinchado. Se deslizaron desde la mejilla a la boca. Por fin, se hundieron en su cabello, con una mano a cada lado de la cara, y aquel contacto pareció enviar vibraciones a todo su cráneo.
– ¿Qué más tenemos? -preguntó Rita.
Polly notó que los dedos cogían con fuerza su cabello.
– Nada. Me caí. Estoy un poco molida -dijo, sin la menor convicción en la voz.
– Abre el albornoz.
– Rita.
Las manos de Rita aumentaron su presión, no con violencia, sino como si proyectaran calor, como círculos en un estanque cuando una piedra ha golpeado su superficie.
– Abre el albornoz.
Polly deshizo el primer nudo, pero descubrió que el segundo se le resistía. Su madre lo hizo por ella, con sus largas uñas azules y manos tan inseguras como su respiración. Apartó el albornoz del cuerpo de su hija y dio un paso atrás cuando cayó al suelo.
– Santa Madre -dijo Rita-. ¿No fue él quien lo hizo, después de salir de aquí?
– Olvídalo -dijo Polly.
– ¿Que lo…?
El tono de Rita expresó incredulidad.
– No le hice ningún bien. Mis deseos no eran puros. Mentí a la Diosa. Me oyó y me castigó. No fue él. Estaba en sus manos.
Rita la cogió por el brazo y la volvió hacia el espejo que colgaba sobre el lavabo. Aún estaba opaco a causa del vapor. Rita lo frotó vigorosamente con la mano, que luego secó en el caftán.
– Mírate, Polly -dijo-. Mírate bien. Ya.
Polly vio reflejado lo que ya había visto. La profunda marca de sus dientes en su pecho, los morados, las señales apaisadas de los golpes. Cerró los ojos, pero sintió que las lágrimas intentaban abrirse paso a través de las pestañas.
– ¿Crees que Ella castiga así, muchacha? ¿Crees que envía a algún bastardo con intenciones de violar?
– El deseo recae tres veces en quien desea, sea cual fuese. Tú lo sabes. Mis deseos no eran puros. Deseaba a Colin, pero él pertenecía a Annie.
– ¡Nadie pertenece a nadie! -exclamó Rita-. Y Ella no utiliza el sexo, el auténtico poder de la creación, para castigar a Sus sacerdotisas. Has perdido el juicio. Piensas de ti lo que pensaban aquellos santos cristianos maricones: «Pasto de gusanos… un montón de estiércol. Ella es la puerta por la que entra el diablo… Es como el aguijón del escorpión…». Eso piensas de ti, ¿eh? Algo que merece ser pisoteado. Algo maligno.
– Me porté mal con Colin. Tracé el círculo…
Rita la obligó a volverse y agarró sus manos con firmeza.
– Y volverás a trazarlo, ahora mismo, conmigo. A Marte. Como tenías que haber hecho.
– Lo tracé a Marte como tú dijiste la otra noche. Ofrecí las cenizas a Annie. Puse la piedra anular, pero yo no era pura.
– ¡Polly! -Rita la agitó-. Lo hiciste bien.
– Quería que ella muriera. No puedo borrar ese deseo.
– ¿Crees que ella no quería morir también? El cáncer roía sus entrañas, cariño. Se propagó desde sus ovarios hasta el estómago y el hígado. No habrías podido salvarla. Nadie habría podido salvarla.
– La Diosa sí, si se lo hubiera pedido como es debido, pero no fue así, y me castigó.
– No seas estúpida. Lo que ha pasado hoy no tiene nada que ver con el castigo. Es maldad, la maldad de él. Y pagará por lo que ha hecho.
Polly apartó las manos de su madre.
– No puedes utilizar magia contra Colin. No te lo permitiré.
– Créeme, muchacha, no pienso utilizar magia. Pienso utilizar a la policía.
Giró en redondo y se encaminó a la puerta.
– No. -Polly se estremeció de dolor cuando se agachó para coger el albornoz del suelo-. Será inútil. No hablaré con ellos. No diré ni una palabra.
Rita se volvió.
– Vas a escucharme…
– No, tú me escucharás a mí, mamá. No importa lo que hizo.
– ¿Que no…? Eso es como decir que tú no importas. Polly ató con firmeza el albornoz.
– Sí, lo sé -dijo.
– Por lo tanto, la conexión con Servicios Sociales consiguió que Tommy se convenciera aún más de que existe una relación con Maggie, fueran cuales fuesen las razones de su madre para deshacerse del vicario.
– Y tú, ¿qué piensas?
St. James abrió la puerta de su habitación y la cerró con llave.
– No sé. Hay algo que todavía no encaja.
Deborah se quitó los zapatos de una patada y se derrumbó sobre la cama. Levantó las piernas a la manera hindú y se masajeó los pies. Suspiró.
– Siento los pies como si tuvieran veinte años más que yo. Creo que los zapatos de mujer están diseñados por sádicos. Deberían fusilarlos.
– ¿A los zapatos?
– También.
Liberó su cabello de una peineta de carey y la tiró sobre el tocador. Llevaba un vestido de lana verde, del mismo color que sus ojos, y se onduló a su alrededor como un manto.
– Puede que tus pies se sientan como si tuvieran cuarenta y cinco años -observó Simon-, pero tú aparentas quince.
– Es la luz, Simon. Agradablemente amortiguada. Ve acostumbrándote. En los años venideros, ese tipo de luz será el que habrá cada vez más en casa.
St. James lanzó una risita y se quitó la chaqueta, así como el reloj, que dejó sobre la mesita de noche, bajo una lámpara de pantalla con borlas, cuyos extremos se habían enmarañado. Se sentó a su lado en la cama y volvió la pierna lisiada para acomodarse mejor.
– Me alegro -dijo.
– ¿Por qué? ¿Te has aficionado de repente a las luces amortiguadas?
– No, pero sí a los años venideros. Que vamos a pasar juntos, quiero decir.
– ¿Acaso pensabas lo contrario?
– La verdad, contigo nunca sé qué pensar.
Deborah levantó las piernas, apoyó la barbilla sobre ellas y rodeó su cuerpo con el vestido. Miró hacia el cuarto de baño.
– No vuelvas a pensar eso, mi amor. No permitas que lo que soy, o quién soy, te impulse a pensar que nos separaremos. Soy difícil, lo sé…
– Siempre lo fuiste.
– … pero nuestra unión es lo más importante de mi vida. -Como St. James no contestó, volvió la cabeza, todavía apoyada sobre las rodillas, hacia él-. ¿Me crees?
– Quiero creerte.
– ¿Pero?
St. James enrolló alrededor de su dedo un rizo de Deborah y examinó cómo capturaba la luz. El color oscilaba entre el rojo, el castaño y el rubio. No supo qué nombre darle.
– A veces, el problema de vivir y su confusión general se cruzan en el camino de la unidad -empezó diciendo-. Cuando eso ocurre, es fácil olvidar dónde empezaste, adonde te dirigías y por qué te liaste con la otra persona.
– Nunca ha representado el menor problema para mí. Siempre estuviste en mi vida y siempre te quise.
– ¿Pero?
Deborah sonrió y se escurrió con mayor habilidad de la que St. James pensaba.
– La noche que me besaste por primera vez dejaste de ser el señor St. James, el héroe de mi infancia, y te convertiste en el hombre con quien me propuse casarme. Así de sencillo.
– Nunca es tan sencillo, Deborah.
– Yo creo que sí, siempre que dos mentes sean una.
Le besó en la frente, en el puente de la nariz, en la boca. St. James deslizó la mano desde su cabello a la nuca, pero Deborah saltó de la cama, bajó la cremallera del vestido y bostezó.
– ¿Quieres decir que perdimos el tiempo, yendo a Bradford?
Se encaminó al ropero y buscó una percha. St. James la miró, perplejo, sin captar el sentido de sus palabras.
– ¿Bradford?
– Robin Sage. ¿Descubristeis algo en la vicaría sobre su matrimonio, la mujer sorprendida en adulterio, o san José?
St. James aceptó el cambio de tema, por el momento. Al fin y al cabo, facilitaba las cosas.
– Nada, pero sus cosas estaban guardadas en cajas de cartón, docenas de ellas, y puede que aún podamos descubrir algo. No obstante, Tommy lo considera improbable. Cree que la verdad está unida a la relación entre Maggie y su madre.
Deborah se quitó el vestido por la cabeza.
– De todos modos, no sé por qué habéis desechado el pasado -dijo, con la voz ahogada por los pliegues de la tela-. Parecía tan prometedor: una esposa misteriosa, un accidente náutico todavía más misterioso, todo eso. Quizá telefoneara a Servicios Sociales por razones que no tengan nada que ver con la muchacha.
– Es cierto, pero ¿para qué telefonear a Servicios Sociales de Londres? ¿Por qué no llamó a una sede local, si se trataba de un problema local?
– A ese respecto, y si sus llamadas estaban relacionadas con Maggie, ¿por qué consultar a Londres el problema de la chica?
– No querría que su madre se enterara, supongo.
– Podría haber telefoneado a Manchester, o a Liverpool, ¿no? Y si no lo hizo, ¿por qué no lo hizo?
– Esa es la cuestión. Sea como fuera, hay que descubrir la respuesta. Supón que telefoneara por algo que Maggie le había confiado. Si estaba invadiendo lo que Juliet Spence consideraba su territorio, la educación de su hija, y si lo estaba invadiendo de una forma amenazadora para ella, y si le reveló dicha invasión para forzarla de alguna forma, ¿no crees que ella tal vez se rebeló contra la situación?
– Sí. Me inclino a pensar que sí.
Deborah colgó el vestido y lo alisó en la percha. Su aspecto era pensativo.
– Pero no estás convencida.
– No es eso. -Cogió la bata, se la puso y se sentó en la cama, a su lado. Se estudió los pies-. Es que… -Frunció el ceño-. Quiero decir… Lo más probable es que si Juliet Spence le asesinó y si Maggie es el motivo de que le asesinara, lo hizo porque sentía que ella estaba amenazada. Es su hija, al fin y al cabo. No lo olvides. No olvides lo que eso significa.
St. James notó que los pelos de su nuca se erizaban, como una advertencia. Sabía que la frase final de Deborah podía conducirles hacia terrenos resbaladizos. Calló y esperó a que continuara. Deborah lo hizo, y su mano trazó una configuración en el cubrecama, entre ambos.
– Es el ser que creció en sus entrañas durante nueve meses, que escuchó los latidos de su corazón, que compartió el flujo de su sangre, que pataleó y se agitó durante los últimos meses para anunciar su presencia. Maggie surgió de su cuerpo. Mamó de sus pechos. Al cabo de unas semanas, ya reconocía su cara y su voz. Creo… -Sus dedos se detuvieron. Intentó adoptar un tono práctico, pero fracasó-. Una madre haría cualquier cosa con tal de proteger a su hijo. Quiero decir… ¿No haría cualquier cosa para proteger la vida que creó? ¿No crees que, en el fondo, es la causa de este asesinato?
– ¡Josephine Eugenia! -gritó Dora Wragg en algún lugar del hostal-. ¿Dónde te has metido? ¿Cuántas veces he de decirte…?
El ruido de una puerta al cerrarse apagó sus palabras.
– No todo el mundo es como tú, mi amor -dijo St. James-. No todo el mundo siente lo mismo por sus hijos.
– Pero si es su única hija…
– ¿Nacida en qué circunstancias? ¿Qué clase de impacto produjo en su vida? ¿De qué forma puso a prueba su paciencia? ¿Quién sabe lo ocurrido entre ellas? No puedes mirar a la señora Spence y a su hija a través del filtro de tus propios deseos. No puedes ponerte en su lugar.
Deborah lanzó una amarga carcajada.
– Lo sé.
St. James comprendió que había dado la vuelta a sus palabras para autoflagelarse.
– No -dijo-. No sabes lo que el futuro te depara.
– ¿Cuando el pasado es su prólogo?
Deborah meneó la cabeza. St. James no pudo ver su cara, salvo un fragmento de mejilla, como un pequeño cuarto de luna, casi cubierto por el cabello.
– A veces, el pasado es el prólogo del futuro, pero otras, no.
– Aferrarse a ese tipo de creencia es una manera muy fácil de evadir la responsabilidad, Simon.
– Ya lo creo, pero también puede ser una manera de seguir adelante, ¿no? Siempre miras hacia atrás en busca de augurios, mi amor, pero eso solo te causa dolor.
– Mientras tú nunca buscas augurios.
– Eso es lo peor -admitió St. James-. No busco augurios. Para nosotros, al menos.
– ¿Y para los demás? ¿Para Tommy y Helen? ¿Para tus hermanos? ¿Para tu hermana?
– Tampoco. Seguirán su camino, pese a mis meditaciones sobre lo que les guió hacia sus decisiones.
– Entonces, ¿para quién?
St. James no contestó. La verdad era que sus palabras habían traído a su recuerdo un fragmento de una conversación sobre el que deseaba pensar, pero temía cambiar de tema, no fuera que Deborah malinterpretara su actitud.
– Dime. -Su mujer empezaba a encresparse. Lo supo cuando vio que sus dedos se extendían y pellizcaban el cubrecama-. Te ronda algo por la cabeza y no me gusta nada que me dejen plantada cuando estamos hablando de…
St. James apretó su mano.
– No tiene nada que ver con nosotros, Deborah, ni con esto.
– Entonces… -Ella lo adivinó enseguida-. Con Juliet Spence.
– Tus instintos suelen ser correctos en lo tocante a personas y situaciones. Los míos no. Siempre busco los hechos escuetos. Tú te sientes más a gusto con las conjeturas.
– ¿Y?
– Fuiste tú quien habló del pasado como prólogo del futuro. -Se desanudó la corbata, la pasó por encima de su cabeza y la tiró en dirección al tocador. No llegó y cayó sobre uno de los tiradores-. Polly Yarkin escuchó una conversación que Sage sostuvo el día que murió por teléfono. Estaba hablando del pasado.
– ¿Con la señora Spence?
– Creemos que sí. Dijo algo acerca de juzgar… -Se detuvo en el acto de desabotonarse la camisa. Buscó las palabras exactas que Polly había recitado-. «Usted puede juzgar lo que ocurrió entonces.»
– El accidente náutico.
– Creo que eso es lo que me ha estado intrigando desde que nos fuimos de la vicaría. Esa afirmación no encaja con su interés en Servicios Sociales, me parece a mí, pero algo me dice que encaja en otra parte. Polly dijo que había estado rezando todo el día. No comió.
– Ayuno.
– Sí, pero ¿por qué?
– Quizá no tenía hambre.
St. James consideró otras opciones.
– Sacrificio, penitencia.
– ¿Por un pecado? ¿Cuál?
St. James terminó de desabrocharse la camisa y la tiró al igual que la corbata. También erró su objetivo y cayó al suelo.
– No lo sé -dijo-, pero apostaría cualquier cosa a que la señora Spence sí.
<a l:href="#_ftnref7">[7]</a> «Vieja fea», «bruja». (N. del T.)
<a l:href="#_ftnref8">[8]</a> Día que se dedica al reparto de premios en las escuelas, y en el que suelen menudear los discursos. (N. del T.)