172934.fb2
Era agosto y los días transcurrían iguales, envueltos en un calor denso e inquietante. Hasta de noche el aire tenía una consistencia casi física y nos sofocaba como su manto tibio, infecto, implacable.
Una tarde paseábamos por los lugares de n'derr a la lanz, cerca de las barcas varadas de los pescadores. Faltaba una semana o poco más para el verano. Como de costumbre, Francesco hablaba. De vez en cuando hacía una pausa y me dejaba decir algo. Sin escuchar ni una palabra. Cuando comenzaba de nuevo, retomaba simplemente el discurso donde lo había interrumpido, o cambiaba de tema.
Después dijo que debíamos tomarnos unas vacaciones. Que podíamos llevarnos el coche -dijo que era mejor que fuera el mío- y partir. Tal vez hacia España. Sin hacer reservas en ninguna parte.
Haríamos dos o tres paradas en la carretera, o más si lo preferíamos. Si nos venía bien podíamos detenernos en cualquier parte; en Francia, por ejemplo. En resumen, podíamos hacer lo que quisiéramos.
Dije enseguida que sí. Pensé, con una sensación de euforia imprevista y confusa, que podía ser una especie de epílogo heroico.
Está bien -me dije-, he vivido este período loco. He hecho cosas increíbles. Cosas que nunca hubiera pensado poder hacer. He caminado sobre el filo de la navaja y por fortuna no me caí. Ahora hagamos este viaje y cuando termine comienzo una nueva vida. Que por otra parte será mi vieja vida aunque diferente. He visto cómo es el lado oscuro. Tuve la experiencia. Dentro de poco será hora de volver a casa.
Pensé en On the road * en aquel intercambio de frases famoso, que algunos años antes había aprendido de memoria.
– Debemos andar y no detenernos hasta llegar -dijo Dean.
– ¿Para ir adónde, amigo? -pregunta Sal-Kerouac.
– No lo sé, pero debemos andar.
Sí, debíamos andar y después, al final, yo volvería a casa. Significara lo que significase.
Aquellos pensamientos me hicieron sentir bien. Como si estuviese a punto de alcanzar la meta en una competición comprometida. Ahora estaba casi terminada. Al volver le diría a Francesco que ya era suficiente. Había sido extraordinario vivir aquella aventura junto a él pero para mí ya había acabado. Sería su amigo para siempre pero nuestros caminos se separaban.
Estaba seguro de que, al regreso, habría encontrado las palabras y el valor para decir lo que debía decirse.
– Entonces, ¿cuándo partimos?
Francesco sonrió. No con la acostumbrada sonrisa controlada, plena de sobreentendidos. Aquella que yo nunca entendía exactamente qué quería decir. Me pareció una sonrisa normal. Y tuve una punzada de tristeza. Él era mi amigo y yo acababa de decidir abandonarlo. Me sentí culpable por eso y por las dudas que cada vez más a menudo sentía acerca de él y de nosotros dos.
– Mañana. Mañana por la mañana. Ahora vamos a hacer el equipaje. Yo preparo un mínimo de itinerario y mañana por la mañana temprano pasas a buscarme, así salimos cuando todavía no hace calor. A eso de las siete.
Volví a casa, donde estaba solo desde hacía varios días. Mis padres habían ido a la finca rural de unos amigos, en la región de Ostuni. Ante todo busqué el número de teléfono de aquellos amigos. Quería hablar con ellos. De pronto sentía la necesidad de hablarles; me parecía que el hielo que había caído entre nosotros desde aquel domingo se había derretido. Quería avisarles de que me iba por unas breves vacaciones, una semana o un poco más. Lo necesitaba, y cuando regresara me pondría a estudiar de nuevo. Lamentaba mi comportamiento de los últimos meses. Había sido un período difícil, pero ahora había terminado. Por un instante pensé en contarles lo que en verdad me había ocurrido en aquellos meses. Luego me dije que por el momento no era lo mejor. Tal vez más adelante. Al marcar el número me sentía un poco emocionado, aunque aliviado. Me sentía bien. Todo andaría mejor.
El teléfono sonó largo rato, nadie respondió.
Probablemente se habían entretenido en el mar. A mi madre le gustaba quedarse leyendo en la playa cuando el gentío desaparecía, hasta la puesta de sol. Le gustaba bañarse ya bien entrada la tarde o por la mañana temprano. A mi padre no, pero se adaptaba.
Me quedé un poco mal y me dije que volvería a llamar más tarde, después de haber preparado una mochila con las cosas que llevaría.
No fue una operación rápida.
Cogía una camisa de mi armario y la apoyaba en la mesa del cuarto de estar. No sé por qué había decidido usar aquella mesa, lejos de mi habitación, como plano de apoyo para preparar el equipaje. Cogía otras dos camisas. Luego otras dos y volvía a poner en su lugar una de las que ya había elegido. Caminando de mi habitación al cuarto de estar me preguntaba cuáles y cuántos pantalones debería llevar. Dos debían bastar. Tejanos ligeros y pantalones caqui. Además del que llevaba puesto, naturalmente. Un suéter de algodón. ¿O mejor uno de lana? ¿O los dos? ¡Al diablo!, en España hace calor; basta con un suetercito de algodón. ¿Pero cuál? ¿Y una americana? Si se presentara la ocasión de ir a un restaurante elegante o a un casino, la americana iba a ser necesaria. Pero no podía ponerla en la mochila. Entonces sería mejor una maleta. Pero se las habían llevado sus padres. Fuera la americana. Además, qué idea idiota la de ir a un casino. ¿Para qué? Aunque también podía colgar la americana en el coche. Dos pares de zapatos. O uno solo, ya que tengo un par puesto. Diez calzoncillos para no tener que lavar nada. No, de todas maneras tendré que lavar porque no creo que volvamos en diez días. ¿Entonces llevo una caja de detergente? No digas tonterías, si te hace falta lo compras allá o usas el jabón del hotel para lavar la ropa. ¿Y calcetines? En general no se usan calcetines en verano. Cinco pares bastarán. ¿Bastarán? ¿Es mejor poner debajo los pantalones, luego las camisas y las camisetas y después calzoncillos y calcetines? ¿O es más cómodo lo contrario?
Una hora después había puesto poca ropa en la mochila, en la mesa había un montón de prendas y yo estaba exhausto. Y me sentía estúpido. Me encontraba de pie ante la mesa sin saber qué hacer.
Entonces me dije que me estaba volviendo gilipollas. Tomé al azar lo que tenía a mano y lo coloqué en la mochila hasta que estuvo casi llena. Antes de cerrarla, añadí una decena de casetes y dos barajas nuevas de cartas francesas.
Ahora no sabía qué hacer. Intenté llamar de nuevo a mis padres, pero una vez más el teléfono sonó en el vacío. Comí atún en lata con un panecillo gomoso del día anterior. Bebí una cerveza. Fui a sentarme a la terraza con un libro y no conseguí leer más de media página. Pensé en acostarme; enseguida me di cuenta de que era una pésima idea. No tenía sueño y todavía hacía mucho calor. Me revolvería entre las sábanas húmedas y pegajosas; la idea me provocó una especie de asfixia en el alma.
Entonces salí. No había nadie caminando y la calle desierta tenía algo de inquietante y casi siniestro. Como a veces pueden ser siniestros los lugares demasiado familiares con sólo mirar a su alrededor en vez de transitarlos como de costumbre.
¿Cuándo habían apuntalado aquel portal con dos maderas? El edificio era inestable pero antes no me había dado cuenta. ¿Y dónde estaba la vieja que vivía un poco más abajo, a ni siquiera cien metros de casa? Solía estar sentada fuera, tomando el fresco. Sin embargo, aquella noche, o quién sabe cuándo, había desaparecido y su casa estaba cerrada. Parecía un ojo ciego y atemorizador.
Sentí un escalofrío desagradable que partía de la nuca y recorría todo mi cuerpo. No conseguí controlar el impulso de mirar hacia atrás. No había nadie, pero eso no me tranquilizó. Hubiera querido que mis padres estuvieran en casa. ¿Por qué no contestaban el teléfono? Tuve el presentimiento de que había ocurrido algo o que, tal vez, estuviese ocurriendo algo justo en aquel momento. Recordaría aquella noche durante años, mis gestos tontos y aquel sentimiento de catástrofe inminente. Un accidente de tráfico. Un infarto. Todo hecho pedazos justo cuando había decidido volver la hoja. Me pregunté cuál había sido exactamente la última vez que había visto a mis padres. No conseguí recordarlo, aunque había sido sólo algunos días atrás. En cambio recordaba la última vez que habíamos hablado -discutido- y no me gustó. Pensé que si le hubiera ocurrido algo malo a mi madre y a mi padre, o aun a uno solo de los dos, habría pasado el resto de mi vida con un sentimiento de culpa insoportable. Tuve ganas de llorar y durante un par de minutos consideré la posibilidad de coger el coche y conducir hasta Ostuni. Renuncié no por lo absurdo de la idea sino sólo porque ignoraba dónde se encontraba con exactitud aquella granja y, en resumen, no sabía adónde ir.
Hacía por lo menos un cuarto de hora que caminaba cuando encontré a un hombre de unos cuarenta años que llevaba a pasear un perrito sin raza muy feo y gordo. El hombre, en cambio, era flaquísimo y vestía una camisa blanca de manga larga con el cuello y los puños abotonados. Tenía una cara sin expresión. Al cruzarnos, percibí el olor denso de su sudor.
Me pregunté cómo habría sido aquel hombre veinte años atrás, más o menos a mi edad. ¿Qué esperaba del futuro? ¿Había tenido sueños? ¿Había imaginado que podría terminar caminando con un triste chucho, con una camisa toda abotonada, en una noche de agosto, entre casas anónimas y coches aparcados en la acera? ¿Cuándo se había dado cuenta de cómo estaban las cosas? ¿Se había dado cuenta? Y mi cara, ¿cómo sería dentro de veinte años?
Oí el ruido de un coche sin tubo de escape que venía de la calle Manzoni mientras yo estaba en la calle Putignani.
Me dije: si conduce un hombre, todo andará bien con respecto al viaje y todo lo demás. Llegamos a la esquina al mismo tiempo. Contuve la respiración. El vehículo, una camioneta Fiat Duna, dobló lentamente por la calle Putignani.
Al volante vi a una señora gorda, en camiseta, con el cabello recogido y una cara extenuada por el calor. Conducía echada hacia delante, como si de un momento a otro fuera a caerse sobre el volante.
Mientras el Duna se alejaba hacia el centro de la ciudad hice un esfuerzo para sonreír y dije en voz alta: a la mierda con tus estúpidas profecías, Giorgio Cipriani.
No había nadie que me escuchara.
Cuando regresé a casa era demasiado tarde para llamar a mis padres. Lo haría a la mañana siguiente desde un área de servicio. Fui a la cama tras dejar la ventana abierta de par en par para aliviar el calor.
Di muchas vueltas sin conseguir dormirme. El sueño vino cuando por las rendijas de la persiana se filtraba la luz del alba, y soñé.
Estaba yendo en coche por una especie de autopista, en un paisaje desierto, gris y triste como ciertas mañanas de invierno. Conducía con una sensación de angustia, con la impresión de que se me estaba escapando algo muy importante. Luego veía a lo lejos objetos que venían hacia mí -contra mí- cada vez más veloces. Entonces lo comprendía. Aquellos objetos eran automóviles y yo iba contra dirección.
¿Cómo había podido ocurrir? ¿Cómo había hecho para llegar a esa situación? Además, aquella autopista no era muy ancha. Al contrario, se estrechaba cada vez más mientras los vehículos se acercaban. No quería morir: todavía tenía mucho que hacer. No podía sucederme a mí. Esas cosas les ocurren a los demás. La carretera se había vuelto estrecha, ya no era una autopista. Era muy angosta. Mis movimientos eran lentos, cada vez más lentos y yo tenía cada vez más miedo. Y aquella sirena lacerante que se acercaba.
No quería morir.
Porque, tal vez, después no había nada.
El despertador sonaba sin parar y abrí los ojos. Durante algunos segundos me quedé recostado mirando mis zapatos junto a la cama, todavía en equilibrio entre un mundo y otro.
Media hora después estaba bajo la casa de Francesco, llamando por el portero electrónico. Estábamos a punto de partir.
<a l:href="#_ftnref2">*</a> En el camino, novela de Jack Kerouac. (N. de la T.)