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Méndez lamentó la crueldad de su destino. Había ido a Madrid para no trabajar nada, como corresponde a un honesto funcionario, y se encontraba con que tenía que ocuparse de dos cosas: una, que la muerte de don Paco Rivera no se transformase en noticia, y menos en escándalo. Otra, saber qué había detrás del repugnante crimen cometido con el culo ignorado de una mujer ignorada en un lugar ignorado. Demasiado trabajo para un hombre que de verdad aspira a servir a la Patria, pero servirla en paz.
Hay ciudades que no nacen; se inventan. Madrid es una invención. Es una invención de reyes cristianos, reinas cachondas, validos prepuciales, pintores de cámara, ministros en crisis, periodistas en paro, funcionarios en cese, paseantes en corte, catedráticos de café, banqueros yanquis, futbolistas brasileños y putas tailandesas. Madrid es una amalgama parida un día por real orden, con gran sorpresa del personal. Madrid es incomprensible porque no tiene un alma, sino cien almas: por eso, de creación administrativa, nacida en una real cédula, ha pasado a ser creación literaria, nacida en una servilleta de papel. Madrid, parida en palacio, se ha criado en tabernas, figones, buhardillas, corralas, pasillos ministeriales, confesonarios franquistas y bailes de burdel. Tiene noventa y nueve almas que viven en las calles, los pequeños comercios de barrio, las faldas de las dependientas, los muertos de los cafés, las albóndigas caducadas y los calamares de ultramar. Y una sola alma que vive en un papel sellado.
Méndez, como se sabe, no era un hombre de papel sellado. Amaba el alma de las calles, todas esas almas pequeñitas que flotan en las esquinas y se dejan llevar por la voz de un poeta o el balanceo de una mujer. Por tanto, se habría sentido a gusto en Madrid -sin tener que trabajar- como se sentía a gusto en sus barrios de Barcelona, aunque los estuvieran transformando. Porque si Madrid había empezado como creación dinástica, Barcelona estaba terminando, según su pensamiento, como creación olímpica.
Veamos a Méndez trabajar. Méndez, completamente abatido, regresó a su pensión después de cenar, a una hora en la que los huéspedes jugaban una partidita sin fin: agotado el dinero, estaba en juego ahora, no la virtud de la dueña -que no la tenía-, sino la virtud del dueño. Méndez se encerró en su habitación, con vistas naturales a la Gran Vía, y empezó a escuchar la cinta que le había pasado Fortes. Lo hizo a muy poco volumen, porque si alguien llegaba a oír lo que se decía en aquella cinta, la partida del comedor cesaría inmediatamente.
Aun así, alguien golpeó discretamente en su puerta.
Era Bonifaz, un ex delegado de Hacienda en una delegación de la Castilla profunda, de esas que suelen estar instaladas en un ex convento de los dominicos, que son los que no han pagado nunca.
– Señor Méndez…
– ¿Qué?
– Perdone que le moleste. Si me lo permito es para decirle que a la dueña le molesta mucho que desde aquí se llame al teléfono erótico.
– Joder, qué oído tiene.
– Ya sabe usted que los delegados de Hacienda siempre hemos tenido un oído finísimo.
– De acuerdo, procuraré no molestar. Pero esto no es el teléfono erótico.
– Ya veo, ya… Es una grabación hecha en una oficina recaudatoria, y el diálogo es entre el jefe de servicio y una contribuyente. En fin, siga usted con lo suyo, que yo vuelvo a la partidita. A la paz de Dios.
Méndez escuchó dos veces más la grabación, mientras se nublaban sus ojos, el Palacio de la Prensa era envuelto por una rara niebla y de los cines de la Gran Vía salía la última hornada de gente. No entendía nada ni llegaba a la menor conclusión. Lo único que conocía era el lugar de los hechos: una elegante casa con jardín de los altos de Serrano, cerca de la embajada de Francia. Pero hasta esa casa era lugar ignorado para él, pues no la había visto y seguramente no tendría demasiadas facilidades para verla. Lo demás, nada. ¿Quién era -mejor dicho, quién había sido- la chica? ¿Quién era el joputa del agresor? ¿Quién el papá de la nena?
Ni rastro.
En la grabación aparecían dos nombres, Alberto y David, presumibles conocidos del asesino, y por supuesto también de la víctima. Pero nada más. Sólo esos dos nombres. Ni una huella que permitiera acudir a los registros. Ni un cadáver que permitiera la soledad de una autopsia. Sólo la biología de la sangre de la chica y el semen del cabrón, pero eso no sería útil hasta que se detuviera al cabrón o apareciese ella.
Fortes, que tenía rango de comisario pero estaba adscrito a misiones especiales y por lo general solitarias, no iba casi nunca a Jefatura, en la seguridad de que eso le haría pasar desapercibido. Oficialmente regentaba un negocio de maderas en Carabanchel, del que nadie podía sospechar que no fuera el dueño: nunca iba allí antes de las once. Dio a Méndez dos teléfonos de contacto: uno, el de ese almacén, y otro, el de un bar de la calle Orense, por si tenía que llamar por la noche. No le conocía nadie allí como policía al servicio de la legalidad vigente: «Sobre todo, mida sus palabras y tenga cuidado con eso, Méndez.» En cuanto al bar, había sido centro de reunión de estudiantes desesperadas que siempre estaban en primer curso y follaban sin bajarse los téjanos, pero ahora lo frecuentaban divorciadas otoñales, damas de compañía que buscaban un sobresueldo a la hora del té y viudas de buena complexión que, de vez en cuando, enseñaban astutamente un tirante del liguero. Con eso, el bar iba adquiriendo un aire melancólico y de entreguerras, el aire de un Madrid que ya se había ido.
Méndez telefoneó a aquel número, facilitado por el policía más desconocido de España. Preguntó sibilinamente por el señor Fortes, especializado en pinos de Flandes y ricas maderas tropicales traídas del golfo de Guinea. La dueña del local le contestó:
– Ah, sí, el poli.
Méndez no se sorprendió. Estaba acostumbrado a los secretos del mundo hispano. A él le habían hablado de un periodista barcelonés, gran profesional y gran persona, que en tiempos de la guerra civil era miembro del espionaje franquista. En el mayor secreto -como es natural- tenía montada su tela de araña entre los exiliados españoles del sur de Francia, a los que engañaba astutamente y sin que su identidad fuera conocida jamás. Hasta que un día el mando le llamó para darle instrucciones al hotel donde él y los exiliados se hospedaban. El recepcionista recorrió el vestíbulo gritando:
– L'espion de Franco au telephone!
Y el agente secreto pasó hacia la cabina entre sus amigos del alma, que por cierto tampoco le hicieron el menor caso.
Pero ni las esquinas de la memoria aliviaban los males de Méndez, que ahora llevaba dos asuntos cuando en realidad estaba acostumbrado a no llevar asunto alguno. Él, lo que quería era patearse Madrid, recordar, bucear en la entraña de la ciudad vieja.
Y más o menos la entraña de la ciudad vieja era la plaza Mayor, donde ahora se encontraba el cansadísimo Méndez, mirando en torno suyo y haciéndose reflexiones. No entendía que un matrimonio tan rico como el de los Rivera pudiese vivir allí, sin haberse trasladado con los años a Chamartín, la colonia de El Viso, Puerta de Hierro, Padre Damián o Las Rozas, que son los destinos de los millonarios modernos. Cierto que el piso oficial de los Rivera estaba en la calle de Serrano, muy cerca de la Puerta de Alcalá, pero aquello había resultado ser poco más que un despacho con unos cuadros, un diván, una conexión a Internet y un par de habitaciones de urgencia. La única residencia de los Rivera estaba aquí, en la plaza Mayor, en un piso antiguo y enorme desde cuyos balcones, tres siglos antes, debió de verse cómo quemaban a los herejes y oírse sus gritos de agonía, porque los desdichados, claro, no creían en la resurrección. Hoy se oían los gritos del pueblo pidiendo una cerveza y los del servidor del pueblo, es decir, el camarero manchego, pidiendo a cocina unas morcillas fritas, una ración de papas bravas, unos pinchitos, unos pulpos compostelanos y otras especialidades de la cocina de autor.
Bueno, pues era aquí donde había vivido Paco Rivera en compañía de su mujer, sin duda fundadora de la Sección Femenina. Todo concordaba. Un piso heredado de los abuelos, una cocina más grande que la del Asador de Aranda, un pasillo de lado a lado para ensayar la maratón, un salón con sillones frailunos, puntillas de Valenciennes y platería toledana, un boceto de Solana -con las piernas de las putas tapadas- y un retrete con la bendición papal.
De todo eso era capaz una santa esposa como la de don Paco Rivera, tan inevitable como momificada, Gran Cruz del Yugo y las Flechas y duquesa del castillo de la Mota. Oficiante en un dormitorio donde ya debía de haber muerto la abuela y en el que el pobre don Paco Rivera habría tenido que echar los polvos bajo un águila imperial.
Pudiendo haber vivido en La Moraleja, los dos se habían encerrado aquí, en el centro de un Madrid que ya no se sabía muy bien cómo era.
Méndez entró en el portalón, dispuesto a dar los últimos pasos en la investigación sobre Paco Rivera, preparar un informe y luego olvidarse de todo. El principal era el piso que andaba buscando, y tenía al menos cuatro balcones sobre la plaza. Nadie le detuvo, porque el portero, que tenía que controlar la entrada, estaba controlando el bar inmediato. Subió en silencio. Una puerta escurialense y una placa del Sagrado Corazón llenaron de gozo el corazón del tradicional Méndez.
Llamó, pero sin que contestara nadie. Era extraño, porque en aquel piso tan enorme necesitaban servicio: si no estaba la dueña embalsamada, tenía que estar al menos una criada vestida de penitente. Méndez contempló la puerta con recelo, dudando si volver a llamar, mientras hasta él llegaban intermitentes los rumores de la plaza, las mil voces del pueblo que siglos antes había pedido más herejes, luego más caballos, y ahora pedía más goles, más vino de Valdepeñas, más sardinas de Alicante, más jamón de bellota y más mojama de la que había sobrado a los Tercios de Flandes. Fue entonces cuando Méndez pensó en Pablo Muñoz, el cerrajero más hábil de Barcelona.
A Pablo Muñoz lo llamaba la policía cuando detrás de una puerta hermética podía haber un muerto, una acumulación de gas o una niña llorona: Pablo Muñoz, con una técnica que no explicaba a nadie, trabajaba en silencio y abría en unos minutos. Méndez había sido su discípulo, aunque también tenía aprendido el noble arte con los mejores espadistas y cerrajeros del viejo barrio Chino, hoy tan olvidados por la gente que empieza. De modo que realizó unas suaves maniobras, y la puerta acabó cediendo. La lucecita de otro Sagrado Corazón, éste entronizado, le mostró un recibidor enorme, con balcón a la plaza, muebles tan severos que parecían robados de Capitanía, búcaros con flores y un gran tapiz linajudo, de esos que llevan bordadas en oro las armas de la familia. El que Méndez tenía ante los ojos proclamaba: «Armas de Cataviejo» (Cataviejo debía de ser un antepasado de la viuda momificada e inevitable), y exhibía unas lunas y unos cañones navales: eso significaba que los antepasados habían sido marinos, pero Méndez pensó, con la seguridad que da la mala leche, que habían sido piratas.
Tras cerrar con cuidado la puerta, pasó al interior. La luz eclesial de la imagen llegaba hasta un pasillo, ayudada por la que, a través del balcón, llegaba desde la plaza y las losas de los Austrias. El pasillo, aunque hundido en sombras, parecía muy largo, larguísimo, de modo que se confirmó el presentimiento de Méndez: allí, un hombre de bien se podría preparar para la maratón o para perseguir a la criada, miembro en ristre y que sea lo que Dios quiera. A ambos lados había puertas cerradas, más búcaros con flores, una histórica foto de Pío XI y dos nuevos retratos de antepasados con los ojos en blanco, en trance de ver a santa Teresa de Jesús.
Méndez distinguió al fondo una habitación con balconada, como final del pasillo: allí había un comedor solemne, con dos vitrinas exhibiendo cubiertos de plata maciza, tacitas de Sévres y otras delicadezas de las horas. Del techo pendía una gran lámpara de lágrimas que parecía hecha con auténtico cristal de Bohemia. La balconada final, completamente cubierta, correspondía a un mirador con dos butacas desde el que se distinguía una calle tortuosa del viejo Madrid y, a los lados, muros de edificios que quizá ahora encerraban cajas de Chinchón seco, pero que en tiempos albergaron a hidalgos dispuestos a morir por la fe, y preferiblemente a matar por ella.
Méndez pensó que ya podía largarse de allí: nada sugería que la muerte de don Paco Rivera hubiese originado movimiento alguno. De modo que, aun sin ver a la viuda, la misión estaba cumplida, sobre todo teniendo en cuenta que quizá había cometido un error al despreciar las leyes -una vez más- y entrar de chorizo en la casa. Y encima, si se entretenía demasiado, quizá aparecería la ansiosa viuda, con escapulario y camisón, y se follaría a Méndez in situ.
Mientras regresaba al recibidor, volviendo sobre sus pasos, Méndez abrió una sola de las puertas laterales, en el pasillo, para ver mejor la estructura de la casa: Pons, el jefe, le preguntaría si de verdad había estado allí. Distinguió, a la luz que entraba por otra ventana, un dormitorio hecho con madera honrada y maciza trabajada al estilo de Valentí, firma, como se sabe, especializada en camas matrimoniales que han de durar toda la vida. Había un tocador regio, un barómetro (imprescindible para gente muy rica, porque si anuncia mal tiempo no vale la pena levantarse de la cama), un icono de plata, una bandeja con botellitas que parecían de pitiminí y una alfombra de seda india hecha con ojos de niño. Pero había también algo más.
Méndez las vio a un lado de la cama. Eran las piernas de una mujer, unas piernas esbeltas y largas que podían ser de maniquí, un pedazo de falda con color de fiesta, un pubis desnudo con color de luto, unas braguitas abandonadas en la mesilla, una inmovilidad de panteón: en fin, cosas que hasta al ministro del Interior le harían pensar en una mujer muerta.