172936.fb2 El pecado o algo parecido - читать онлайн бесплатно полную версию книги . Страница 11

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10 UNA CUESTIÓN DE COPAS

Los ojos de Méndez fueron velozmente de las piernas de la mujer muerta a las piernas de la mujer viva; no todo el mundo tiene la suerte de poder elegir. Porque la puerta había chirriado levemente a su espalda, cuando él descubrió el cadáver, y eso hizo que se volviera con toda la rapidez que le permitían sus vértebras conservadas en alcohol y su reúma centenario. A partir de entonces, la actualidad se resumió en cuatro instantáneas inmediatas, cuatro flashes hechos con piernas de mujer, es decir, con una de las primeras materias del universo.

Las de la mujer muerta estaban tendidas en la cama, eran largas y llenas, jóvenes y rectas, sensuales a pesar de su rigidez. Las de la mujer viva avanzaban hacia él desde la puerta que acababa de chirriar: eran aún más largas y más llenas, más jóvenes y rectas, más sensuales, más carnosas, hechas para las tres utilidades básicas de las piernas de una mujer: la lengua del novio, la caricia del marido, el golpeteo brutal del cliente. Méndez se había educado en las leyes eternas de la calle, elementales y directas.

Las otras dos instantáneas también estaban construidas con piernas de mujer, pero sobre ellas había algo más: estaban los rostros. El de la muerta era un óvalo blanco envuelto en una cabellera negra; el de la viva, un óvalo moreno, tosí.ido por el sol, v envuelto en una cabellera rubia. Curiosamente, las dos mujeres iban peinadas de un modo aproximadamente igual: una superficie lisa y severa recogida por detrás en un moño, como los de las damas victorianas. La muerta debía de tener unos treinta y cinco años, estaba desnuda y había sido una mujer rotunda y guapa. La viva no debía de superar los treinta, estaba semidesnuda -lo que la hacía más atractiva aún- y era rotunda y guapa en tiempo presente, con toda la realidad del caso. Llevaba un finísimo camisón de dormir, pero sólo hasta el pubis: bajo sus bordes asomaban los pliegues de las ingles -insinuadoras de celulitis y otras sustancias no recomendadas-, el nacimiento de los muslos -propios de Celia Gámez, Rosita Carvajal, Carmen de Lirio y otras mujeres de tronío, cuyo centenario habría que celebrar igual que el del 98-, y sobre todo el rectángulo del pubis, negro atildado y fino -porque hasta en esto hay clases, dicen los entendidos-, tan bien construido que el malvado de Méndez pensó que no había sido modelado a tijera, sino modelado a lengua.

Es decir, las dos mujeres parecían haber sido sorprendidas en pleno sueño: una por la muerte, la otra por algún involuntario ruido que había causado Méndez al abrir la puerta.

Cosa curiosa: el oficio hizo que Méndez se fijase ante todo en la cara de la mujer que entraba. Quiso saber si la presencia de la muerta la sorprendía de verdad o no. En las nuevas escuelas de policía enseñan que hay que apretar la tecla de un ordenador; en las viejas escuelas de policía enseñaban que hay que fijarse en una cara.

Y llegó a la conclusión de que la recién llegada estaba sorprendida de verdad. Estaba sorprendida y asustada. La vio retroceder un paso, apoyarse de espaldas en una pared, jadear, arquear una pierna desnuda, mostrar la curva del culo desnudo, exhibir los estragos que en esa curva habían dejado la buena mesa, la buena cama, la buena lengua del samaritano, todas esas cosas benéficas que hacen que vaya naciendo una mujer, no una revista de modas. Méndez estaba extasiado ante tanta abundancia.

Pero comprendió que había llegado el momento de ahogar el grito que ya estaba brotando de la garganta de la mujer. Exhibió su placa.

– No se asuste. Policía.

– ¿Policía de qué…?

– No la engaño. Puede examinar la placa todo el tiempo que quiera. Además, llevo documentación, aunque normalmente la olvido en casa. Si no la convenzo, llame al ogi y ante ellos también me identificaré, pero antes creo que es mejor que hablemos. Punto primero: me llamo Méndez.

– ¿De verdad es policía?

– ¿Por qué no?

– No lo parece. Parece un privatizador de compañías de entierros.

– Me temo que una compañía de entierros es lo que nos va a hacer falta -susurró Méndez-, pero antes serénese y hágame la pregunta que ya tiene en la boca.

– Estoy serena. ¿Cómo ha entrado aquí?

– De una forma ilegal, lo reconozco. Pero es que pensaba que en esta casa no iba a encontrar a nadie.

– ¿Y por qué…?

A pesar de que la mujer había dicho que estaba serena, se la veía a punto de gritar. Pero no lo harás -pensó Méndez-, porque eres una dama. Y porque lo que en realidad te asusta no es ver a tu muerta, sino estar enseñando tu culo de mazapán y tu pubis de seda. Ahora darás media vuelta y huirás de aquí, mostrándome de lleno tu trasero formado durante siglos por generaciones de mujeres que supieron vivir: tu trasero, monumento nacional. Me harás recordar aquella frase del poeta árabe: la raya de tu culo es tu sonrisa. Y luego volverás envuelta en una bata, y entonces recuperarás la calma pero no perderás tu dignidad de mujer desnuda. Entonces quizá sí que te pondrás a gritar y berrear, pidiendo que vengan las agentes de Mujeres Agredidas.

Méndez se equivocó. La mujer no dio media vuelta ni mostró de lleno su retaguardia lunar, su cintura estrecha y joven -todavía la de los primeros viernes de mes- y sus piernas que desde los doce años le espiaban los concejales y los curas.

La mujer terminó la frase:

– ¿Por qué lo ha hecho?

– Sólo quería echar un vistazo a la residencia de Paco Rivera. Asegurarme de que todo está en orden antes de cerrar el caso. Cerrarlo, entiéndase bien, en el sentido puramente administrativo.

La mujer miraba obsesivamente a la muerta, pero abrió la boca con asombro al oír las últimas palabras de Méndez.

– ¿Qué tiene usted que ver con Paco Rivera? -farfulló.

– Me encargaron asegurarme de que no se hablaba de su muerte. De que no habría escándalo en la prensa, la radio, la televisión y todo eso que ahora los estudiantes, después de años de reflexión, han aprendido a llamarmass media.

– ¿Pero por qué?

– Me temo que usted no acaba de entenderlo.

– No.

– Un escándalo podría hacer surgir otros nombres: políticos, banqueros, periodistas, policías de altura… Gentes con el culo a sueldo.

– Ahora lo entiendo.

– Ya es algo.

La mujer logró suspirar. Giró un poco la cabeza. Miró de soslayo a Méndez.

– ¿Sabe con quién está hablando? -musitó.

– La frase me suena.

La mujer entornó los párpados.

– Yo soy la viuda de Paco Rivera.

Una serie de pensamientos sacudieron a Méndez, pero todos iban en dos direcciones fijas. La primera llevaba al villano a decirse que aquello era lógico, y que desde el primer momento tenía que haberlo supuesto. La segunda llevaba al villano a decirse que Paco Rivera bien muerto estaba (y que le dieran pol saco), ya que el tío había sido un idiota.

Teniendo aquella mujer, ¿había necesitado buscar algo en casa de Lorena Dosantos?

Era difícil explicar la muerte de Paco Rivera. ¿Pero cómo explicar su vida?

Méndez balbuceó:

– No sospechaba que fuera usted.

– ¿Pues cómo creía que era?

– Vieja, con un culo no hecho de grasa, sino de gelatina, unos pechos caídos de tanto amamantar carlistas, una experta… perdone la indecencia, en usar el rosario para el ejercicio de las bolas chinas y un certificado de que nunca ha follado en cuaresma.

La mujer torció los labios.

– Es usted un hijo de puta, Méndez.

– Soy un policía viejo, señora, que ha visto muchas cuaresmas y ha sufrido muchos carlistas.

– ¿Y por qué creía que yo era así?

– En parte, por la edad de Paco Rivera: él se conservaba bien, pero ya se sabe que las mujeres envejecen antes que los hombres. Y en parte porque me parece que usted tiene, al menos, un hijo cura.

– Habla, supongo, de los que se llevaron el cadáver de la plaza. Tengo la sensación de que usted lo sabe todo.

– Sí

– Lo hicieron por caridad.

– Lo supongo.

– Solían seguir a Paco.

– Me parece lógico -dijo Méndez-. No se suele encontrar por casualidad un cadáver sentado en una plaza.

– De nada sirve mentir, si es que usted está tratando de ayudarnos. Luego fingimos que Paco había muerto en nuestra casa de la sierra.

– Media España tapa a media España, señora. Eso hace que la historia de nuestro país sea, a veces, incluso presentable.

– Pero hay un error.

– ¿Cuál?

– Uno de los dos curas no es mi hijo. Es hijo de la otra. Yo soy la segunda esposa.

Si los pensamientos de Méndez se habían disparado antes en dos direcciones, ahora se dispararon al menos en cinco direcciones distintas. Miró a la mujer, miró a la muerta y se dio cuenta de que había algo surrealista en aquella habitación entre dos luces, situada sobre una plaza entre dos copas. Pero la vida española está llena de situaciones surrealistas, incluso en el Congreso de los Diputados. Intentó concretar:

– ¿Paco Rivera era viudo? -musitó.

– ¿Sus jefes no le han dicho nada de eso?

– No.

– Pues salió algún comentario en las revistas del corazón. En contra de nuestra voluntad, naturalmente.

– Los jefes de la policía no leen revistas del corazón; las leen sus mujeres.

– ¿Y luego no se lo cuentan?

– Los jefes de policía no hacen nunca caso de lo que les cuentan sus mujeres.

– Por eso se equivocan tanto.

– ¿Pero qué decía la prensa del corazón? -musitó Méndez.

– Que Paco Rivera se había divorciado. Por tanto, no era viudo. Y que se había vuelto a casar.

Méndez tragó saliva, porque por primera vez se sentía desbordado ante la serenidad de una mujer.

– Tiene usted un gran aplomo, señora. En ningún momento la he visto asustada por enseñar lo que tiene.

– Está en su derecho de suponer que lo he enseñado en muchos sitios.

– Yo no supongo nada, y además sé que estoy en falso aquí. Para molestarla lo mínimo, me gustaría hacerle sólo dos preguntas más.

– Hágalas.

– Primera: ¿dónde vive su antecesora de usted?

– ¿La primera mujer de Paco? En su casa.

– Segunda: ¿quién es la muerta?

Los ojos femeninos giraron un momento. Vacilaron por la habitación, como si no se atrevieran a mirar el cuerpo yacente. Al fin se posaron en la cama.

– Es mi criada -dijo con voz insegura.

– ¿Cuánto tiempo llevaba con usted?

– Tres meses.

– ¿Sabe si tenía algún conflicto, algún enemigo, algún lío? ¿Le había contado algo?

– No.

– ¿Y usted no ha oído nada, en el silencio de esta casa?

– Nada. Pero seguro que ha muerto sin hacer ruido -dijo la mujer, a punto de sollozar, mientras su serenidad se rompía en pedazos.

– Trataré de ver de qué ha muerto -susurró Méndez-, aunque sin tocar nada, porque eso depende del forense. Además, tampoco entiendo gran cosa: en mis barrios, las mujeres siempre se mueren por causas perfectamente conocidas, como por una hostia del marido. Usted repóngase, señora, tómese una copa y póngase una bata encima. Seguro que se sentirá mejor.

La mujer lo hizo y volvió. Ahora, el que se sintió peor fue Méndez, pues con la bata había desaparecido uno de los panoramas más sugestivos -y excepcionales- que puede ofrecer el Madrid de los pecados. De pronto, todo había pasado a ser como en las películas de la posguerra franquista, donde las artistas, sobre todo si estaban un poco llenitas, ya parecían haber nacido con una bata puesta.

Con cara de hombre frustrado murmuró:

– No me ha dicho ni su nombre.

– Me llamo Marga.

– También me gustaría saber cómo se llamaba su asistenta.

– Sonia.

– Era muy joven. Y muy bonita.

– Eso me parecía bien porque no soporto a los viejos. Me crié entre ellos.

Méndez la miró de soslayo.

– Paco Rivera no era joven -musitó.

– Puedo soportar a un viejo si me paga, pero no si encima he de pagarlo yo.

– Agradezco su sinceridad. En fin… Procuraré estar poco tiempo aquí, porque en seguida empezará usted a mirarme con mala cara. Y abreviaré: a Sonia le han clavado una aguja en el bulbo raquídeo, o sea, teniéndola de espaldas. La aguja aún está hundida en la nuca y por eso no la veíamos, ya que encima no ha dejado resbalar más que un par de gotas de sangre. Dicho esto, puedo llegar a dos conclusiones de policía de barrio.

– ¿Cuáles son?

– Primera: la muerte debió de ser silenciosa e instantánea. Segunda: el asesino sostuvo el cuerpo y lo depositó piadosamente en la cama.

– ¿Por qué no asesina?

– Lo digo por el peso. De todos modos, ahora hay mujeres que te tumban de una hostia y luego se te folian. Los tiempos han cambiado.

– Sigue siendo usted un hijo de puta, Méndez.

– Sí, señora. Con unos cuantos quinquenios de antigüedad, pero no me los pagan. Y ahora dígame cuántas personas tienen la llave de esta casa.

Marga necesitó reflexionar apenas un momento, mientras jugueteaba con el lazo de su bata.

– Mi marido tenía una, desde luego, pero estaba en uno de los bolsillos de su traje. Por tanto, ahora la poseo yo. Otra llave es la mía, claro. Y una tercera la llevaba Sonia.

– ¿Es ésta?

Méndez había señalado una bandejita de plata de tocador, donde estaba colocada una llave de seguridad. Marga asintió.

– Sí, es ésa. Además, Sonia siempre la colocaba ahí.

– ¿Alguien pudo hacer una copia?

– ¿Lo dice usted porque no notó ninguna señal de violencia en la puerta?

– Sí.

– No es tan fácil sacar una copia de una llave de seguridad -reflexionó Marga-. Además, los profesionales autorizados para ello toman el número de tu documento de identidad.

– A veces, ésa es una precaución inútil. Pero vayamos por partes: ¿el portero tiene copias de las llaves de los pisos, para caso de emergencia?

– Sí, pero las tiene guardadas.

– Esa es también, a veces, una precaución inútil.

– Pero, hay algo más: ninguna lleva el nombre del inquilino, claro. Y los números están cambiados: por ejemplo, si usted tiene la llave que pone «principal», puede ser la del quinto piso. Sólo él las conoce.

Méndez cabeceó, mientras anotaba mentalmente aquel dato que ya suponía. Luego señaló el reloj.

– Se acuestan ustedes muy pronto.

– A mí me gusta madrugar, y Sonia, claro, se amoldaba a mis costumbres.

– Me da por pensar que el asesino tenía que saber eso, y encima lo calculó. De lo contrario, se exponía a no encontrar a su víctima tan indefensa.

– ¿Adonde quiere llegar?

– No lo sé. Estoy pensando, lo cual me producirá un dolor de cabeza horrible dentro de poco. Oiga, ¿usted ve la tele desde la cama?

– Un rato.

– ¿La estaba viendo ahora?

– Sí.

– Lo cual explica que no oyera nada. Sin embargo, me ha oído a mí.

– Pudo ser durante una pausa: a veces, la tele grita mucho, sobre todo cuando te dice que tienes que beber aguas adelgazantes y ponerte compresas con rayos láser. Pero otras veces es un susurro.

– Ya.

Marga le miraba fijamente.

– Imagino por lo que dice -murmuró con voz opaca- que yo soy su primera sospechosa.

– Podría serlo -dijo Méndez-, pero no me atrevo a acusarla, porque yo he entrado en esta casa y he descubierto el cadáver de una manera ilegal. Eso le da a usted, señora, un margen de seguridad. Y encima me han ordenado que evite los escándalos en torno a Paco Rivera, de modo que tengo la sensación de que también he de evitarlos en torno a la viuda de Paco Rivera. Seguro que si consulto a la Superioridad me dirán que busque otro sospechoso.

Fue hacia la mesilla. En esa mesilla había un teléfono blanco, como los que distinguían a la gente rica en las películas españolas de los años cuarenta. Méndez alzó el auricular.

– Debo avisar a la Policía con mayúscula -dijo-, aunque policía con minúscula sea yo. Pero lo haré de una forma discreta, haciendo que vengan el forense y un solo comisario. Luego ya veremos. Permítame.

Naturalmente, Méndez llamó a Fortes. A aquella hora, Fortes todavía estaba trabajando, es decir, la llamada le llegó a través de al menos cinco chicas de una casa de citas de Carabanchel. Fortes se cagó en la madre de Méndez. Méndez contestó que su madre no se merecía eso, después de haberse pasado la vida recosiendo trajes de picador de toros y haciendo vestidos para viudas de la Guardia Civil.

De todos modos, Fortes se presentó allí al cabo de veinte minutos. A aquella hora, a pesar de que estaban llenas las tabernas, había poco tráfico. Además, debía de haber sacado tiempo para hablar con algún juez, porque venía en compañía de un forense bajito, gafudo, calvo, cansado, con pinta de hacer horas extras y llevarse los cadáveres a casa.

Méndez no esperaba que aquel forense aclarara gran cosa, después de lo que él ya había visto. Pero curiosamente fue aquel tipo insignificante el que empezó a aclararlas, empleando términos científicos desde el primer momento.

Porque echó un vistazo sobre la mujer muerta en la cama y susurró:

– Joder, la Mónica.

Méndez murmuró:

– Yo creí que se llamaba Sonia.

El gran bar-tasca-restaurante-terraza mirador y rompeolas de las Españas estaba todavía lleno, a pesar de lo avanzado de la hora. La gente trasegaba vinos pasiegos, comía pimientos de Tudela, pinchaba calamares de Namibia, recomendaba a los parientes para que entraran en la Policía Municipal y preguntaba si el dinero invertido en las quinielas desgravaba de la Renta.

Méndez miró los grandes balcones de la que había sido casa de Paco Rivera, cerrados sobre la plaza y que apenas dejaban filtrar un resquicio de luz. Repitió:

– Yo creí que se llamaba Sonia.

El forense y él estaban sentados en la terraza, bajo una protectora mirada del caballo de Felipe IV, bebiendo la última copa del funcionario cumplidor. El forense había accedido a sentarse allí con él, para hablar a solas (entre gritos, como son las rigurosas soledades de España), cerca y lejos de la casa de la muerta.

– No le extrañe -dijo-, porque las mujeres como Mónica-Sonia cambian con frecuencia de nombre. Según la casa donde trabajen, sobre todo si la casa tiene clientes posmodernos, se llaman Vanessa, Christi, Yolanda o Cleo. Ella era una chica moderada: se hacía llamar Mónica, y encima creo que ése era su verdadero nombre. La conocí en una casa donde imperaba unamaîtresse todavía joven, que calzaba tacones de aguja para que los clientes le besaran los pies, vestía riguroso látex negro, tan ceñido que le marcaba el ano… perdone, pero ése es para mí un término científico, como última puerta del conducto digestivo, puerta milagrosa, porque no siempre está sana y en situación de prestar servicio, y antifaz de terciopelo, que realzaba una nariz pequeña y una boca viciosa y grande. Yo no sé si se ha fijado, Méndez, en lo sugestivas que resultan las mujeres de boca grande. Muchas actrices la tienen y la cultivan, porque una boca grande da sensación de salud, y además ya se han acabado aquellas boquitas de piñón de los años treinta: se lo digo yo, que soy un experto en los tiempos pasados y quizá remotos, pintadas como el que pinta un hueso de aceituna. Además, y vuelvo a la realidad del caso, la maîtresse de que le hablo era una auténtica profesional, muy puesta al día, que para los clientes sibaritas se hacía pis en un orinal forrado de cuero. ¿Qué? ¿Me paga otra copa, Méndez? Se acerca la hora en que me da angustia volver a casa y encontrarme con mi mujer, la hora del piso con la cena recalentada y la televisión encendida, la hora del matrimonio feliz, de la soledad y la desesperanza.

El forense alzó las manos hacia la estatua del rey y el cielo de la plaza. Méndez llamó al camarero.

– Dos más de lo mismo.

– Bueno, pues Mónica trabajaba en las camas de esamaîtresse, que si he de decirle la verdad era una buena ama de casa, amaba el cocido en su punto y sólo era perversa a horas fijas. Antes de abrir miraba los seriales de la tele, hablaba con las chicas, les aconsejaba sobre las rebajas de El Corte Inglés y echaba sus cuentas. Pero en las horas de trabajo era perversa, vaya si lo era. Sabía atar a las chicas de unos ganchos especiales y unas anillas, mientras las insultaba ante el cliente: «Lo que te espera, cabrona», «Unos cuantos latigazos le irán bien a tu culo puñetero» y «Como chilles te pongo una mordaza, maricona de mierda», aunque la chica sabía que para el buen ambiente de la sesión tenía que chillar un poco. Luego enseñaba al cliente a manejar el látigo, arte difícil y para el que se requiere una adecuada preparación cultural, porque los golpes han de ser lo bastante fuertes para hacer daño y lo bastante débiles para no dejar marcas, aunque siempre había algún cliente encabronado que pagaba un extra por dejarlas. De hecho, la maîtresse sabía dar el toque exacto, con la adecuada garantía profesional. Las chicas confiaban en ella.

Hombre habituado a la paz de los muertos, el forense paseó una mirada de desolación por la terraza repleta, los vasos salivares, las mesas donde al parecer se decidía el campeonato de Liga y también por los cuatro extremos ruidosos de la plaza.

– Gracias por esta copa, Méndez. Como le decía, y si no se lo he dicho es igual, lamaîtresse tenía mucho mérito al mantener unido y en condiciones a aquel rebaño de chicas que iban a sufrir. Usted, Méndez, no conoce el mundo del capitalismo a horas, que es el capitalismo más acreditado y más salvaje. A ver si me explico, porque ya sé que eso del capitalismo a horas suena muy mal: quiero decir que la puta artesana de siempre, la que usted conoció en la vieja calle de las Tapias, San Olegario o Robadors, amén de las Ramblas bajas, lugares históricos que deberían estar protegidos por dos instituciones ilustres, la de Historia de la Ciudad y la de Prevención de Enfermedades Infecciosas, no dejaba de ser siempre la misma. A poco que conociera al cliente, le hablaba de sus hijos, de la suegra que los cuidaba y del marido cabrón. Tenía sus fronteras sexuales: esto sí, esto no. Amaba a una serie de vírgenes pastoras y una serie de santos de los que, por lo visto, dependían no sólo la siega y la vendimia, sino también la regla. Metida debajo de un tío en la cama matrimonial o la de un burdel, siempre venía a ser la misma.

Casi se tapó los oídos ante los gritos en una mesa en la que, al parecer, acababa de marcarse un gol.

– Esas mujeres siguen siendo la mayoría -dijo Méndez.

– Sí, pero el capitalismo moderno ha conseguido que sustituyamos el término «vida» por el término «profesión». Cuando ejercemos la profesión, es decir, durante unas horas, abdicamos de nuestra vida. Dejamos de ser. Incluso los psicólogos industriales dicen que eso es conveniente, porque el progreso marcha sobre las profesiones, no sobre las vidas. Nos compran y nos vendemos, pero eso no nos afecta: son sólo unas horas. En el caso de las mujeres de que le hablo, Sonia o quizá Mónica, el ejercicio llega a su máxima expresión: durante unas horas dejan sencillamente de ser.

– Ella era joven y bonita -reflexionó Méndez-, ¿por qué se dedicaba a eso?

– Sin duda, por dinero. Yo conocía en ese sentido a Mónica porque una vez hube de atenderla, y me habló de sus muchos gastos, porque tenía un hijo subnormal, y en una casa de simple metisaca no habría ganado tanto. Luego Dios, contribuyendo también al bienestar general, hizo que ese hijo muriera.

El forense, que no debía ni de creer en los muertos, apuró su copa.

– Así es -dijo.

Méndez, que miraba al vacío del cielo de Madrid, también apuró su copa.

– Me ha maravillado la sangre fría de la viuda de Rivera -musitó.

– A mí también, y tengo para eso dos versiones: o es una mujer que sabe contener sus emociones hasta el límite, lo que en cierto modo la convierte en una gran mujer, o no se ha sorprendido demasiado. Quiero decir que tal vez se temía algo parecido, y que al ver el cadáver se ha dicho que ha pasado lo que tenía que pasar.

– Pues yo me inclino por la segunda versión -dijo entonces una voz.

– ¿Cómo?

– ¿Qué?

Los dos se volvieron. A su lado, Fortes exhaló un suspiro de cansancio mientras tomaba una silla y se sentaba a la mesa. El silencio, un silencio milagroso, se había hecho en aquel lado de la plaza. Los de la mesa cercana, los del gol, se ve que estaban en el descanso de la prórroga.

Fortes añadió:

– Méndez, es usted un cabrón.

– ¿Por qué?

– Con lo que me había costado llegar hasta aquella casa de citas.

– No tenía otro remedio: ya ve lo que ha pasado. Y tratándose de la viuda de Paco Rivera, yo no podía tomar ninguna iniciativa.

– Ha hecho bien. Coño, comprendo que tenía que llamarme como fuese. Además, es posible que no hubiera podido ponerme a punto en aquella casa ni frotándomela con clembuterol y jarabe de aspirinas.

– ¿Ha hablado con la viuda mientras nosotros estábamos aquí, comisario? ¿A usted también le ha llamado la atención su tremenda sangre fría?

– Sí, y me inclino por la segunda versión, porque ella esperaba algo parecido. Y ya lo había asumido en parte, o sea que por eso no se puso a gritar delante de usted, Méndez, a pesar de que si yo fuese mujer y le viese gritaría. Marga y yo hemos estado hablando, y ha tenido que contarme un par de cosas.

– ¿Como qué?

– La primera, que esa mujer, Mónica, la muerta, la que le servía de doncella, había sido colocada allí por don Paco Rivera.

Méndez tragó saliva.

– Extraña situación -dijo.

– ¿Por qué?

– Paco Rivera, ahora lo he visto, tenía una mujer capaz de saciar a cualquier hombre: joven, bonita, curvilínea y encima segunda mujer, o sea, vaca nueva. Y sin embargo muere en un burdel, aunque sea en un burdel tradicional y donde a horas libres se bordan casullas de santos. Pero eso puede pasar: este país vive del aceite, el vino, el textil, el turismo y el cuerno. Lo que me extraña es que instalara a Mónica en su casa. Que le diese un empleo. El tenía que saber que era una puta.

– Lo había sido -corrigió el comisario Fortes.

– Es verdad -reflexionó Méndez-, y eso cambia las cosas. Un hombre puede perfectamente perdonar el pasado de una mujer. ¿Pero y la esposa? La esposa no suele perdonar ni el pasado ni el presente: para ella, el pasado es presente. ¿Sabía Marga que la nueva doncella había sido una puta? ¿Entonces cómo lo aguantó?

– Claro que lo sabía -dijo Fortes.

– ¿Y cómo lo aguantó?

– No me lo ha dicho.

– ¿Y no ha podido sacarle nada más?

– Por favor, Méndez, era una conversación, no un interrogatorio.

Méndez suspiró.

– ¿Qué otra cosa sabía Marga? -preguntó-. ¿Por qué conservó tanta sangre fría al ver allí la muerta?

– Por una cosa muy sencilla -dijo Fortes, el comisario más secreto de España-: Porque ella ya sabía que Mónica tenía que morir.