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11 UNA CUESTIÓN DE CALLES

El jefecillo Pons dijo:

– Le he hecho venir de Madrid, Méndez, porque allí no hacía puñetera falta, ya que la cuestión ha tomado un giro absolutamente distinto. Reconozco que durante el tiempo que estuvo allí trabajó bien, o mejor dicho, no trabajó, con lo cual nos evitamos noticias inoportunas, fotografías en la prensa rosa y hasta papeles del CESID. Reconozco también que, si le envié allí, fue porque ninguna persona conocida podía husmear en el ambiente. Y usted no era conocido. Pero ese éxito pasivo, Méndez, no logra borrar su pasado lleno de desastres activos, de modo que me habría gustado trasladarlo a Barcelona esposado, entre dos números de la Guardia Civil y con permiso para mear sólo cada cuatro horas.

– Cada dos -dijo Méndez-. Empiezo a tener próstata.

– Desgraciadamente, ha vuelto en avión y encima cobrando dietas. En fin, como le hice volver con tanta rapidez, me veo obligado a explicarle cómo está el asunto de Madrid.

– ¿Cómo está?

– La lógica intervención del juzgado obligó a abrir una investigación oficial, evitando relacionar esa muerte con la de don Paco Rivera, al menos para la prensa. Y no nos falta razón: lo de esa tal Mónica fue un asesinato, la de don Paco fue una muerte natural. De modo que una cosa se investiga, pero la otra no se investiga para nada. O sólo figura como un tema marginal.

– Mis neuronas dan para entender eso.

– Entre los datos que tengo figura un informe del forense: la muerte de Mónica Sandoval Lanzado, de treinta años, dedicada al servicio doméstico, y con una reciente alta en la Seguridad Social, se produjo por las causas que usted ya adivinó, cosa que me sorprende. Una aguja larga como un estilete, clavada profundamente en el bulbo raquídeo, de un solo golpe. Se supone, por tanto, que la persona que la clavó tenía una fuerza al menos aceptable y que conocía la anatomía del cerebro, porque una punción de esa clase no es tan fácil; hay demasiados huesos como para no tropezar con ellos. El informe forense también da unos datos lógicos: ataque por la espalda, muerte instantánea y atacante cuya estatura no se puede determinar, porque el golpe fue dado de abajo arriba. A la víctima la depositaron luego en la cama cuidadosamente.

– Puede ser un dato importante -dijo Méndez.

– Aún no lo sé. Otros detalles: la víctima iba a acostarse. Estaba desnuda del todo, pero aún no se había puesto el pijama. El contenido del estómago coincide con el de la cena de que nos habló Marga, la viuda de Rivera, o sea, que no la hemos cazado en ninguna contradicción: mejor dicho, no la han cazado los de Madrid. Por supuesto, los de Madrid también han tenido que someterla a un interrogatorio, que ya está en manos del juez, aunque a mí también me han informado.

– Y usted me informa a mí aunque sólo sea para apartarme del caso. Muy bien -dijo Méndez.

– Le preguntaron las dos cosas que le habría preguntado yo, aunque dudo que a usted se le hubieran ocurrido, Méndez.

– Oh, por supuesto.

– La primera fue el misterio de la puerta. Usted entró ¡legalmente, Méndez, detalle que consta en el sumario, aunque el juez ha preferido olvidarlo, y a mí mismo me conviene que lo olvide. ¿Pero el asesino o asesina cómo entró? Eso suponiendo que no sea la propia Marga. Usted ha declarado que la puerta no estaba forzada, y los expertos de la policía de Madrid han dicho lo mismo. Cabe suponer que el asesino era un auténtico experto o llevaba una llave falsa, mejor dicho, una llave duplicada. ¿Cómo la consiguió? La policía de Madrid supone que pudo copiar la llave de la muerta.

– O sea, que tenía con ella una relación.

– Joder, Méndez, todo matador tiene alguna relación con la persona matada: eso lo enseñan hasta en los jardines de infancia.

– Desde el fondo de mi estupidez me disculpo -dijo Méndez-. He querido expresar que el asesino y la víctima tenían alguna intimidad.

– Seguro que la tenían. No sabemos de qué clase, pero la tenían: dinero, secretos, parentesco o metisaca. Es igual. La viuda de Rivera incluso sabía algo, y eso contesta la segunda pregunta que le hicieron: ¿por qué no acabó de tener la reacción lógica de miedo y de sorpresa? Pues porque sabía que Mónica había sido amenazada. Sorprendió parte de una conversación al descolgar por casualidad el teléfono auxiliar, cuando Mónica estaba hablando. Un hombre la amenazaba. No pudo saber por qué ni para qué: ya le digo que fueron sólo unas palabras. Pero, claro, inmediatamente pidió explicaciones a Mónica.

– ¿Y ella qué le dijo?

– Parece que estaba asustada, pero lo disimuló muy bien. Dijo que se trataba de un antiguo novio y que no había que darle importancia. De todos modos, Marga, la dueña de la casa, le aconsejó que se fuese unos días fuera de Madrid. Incluso ofreció anticiparle unas vacaciones, lo cual me parece una actitud muy lógica. Mónica dijo que lo pensaría durante un par de noches.

– Pero ya no le dio tiempo.

– No.

– ¿Y Marga no pudo averiguar nada más? En aquella conversación que sorprendió, ¿no hubo algo especial que le quedase en la memoria?

– Sí. El nombre de la persona que hablaba con Mónica, parece que ella lo pronunció una vez. Era un nombre masculino: David. Ya sé que no significa gran cosa, porque los nombres se repiten en este mundo hasta el hastío total. Pero era David, seguro.

Méndez reflexionó un momento, cerrando los ojos.

Gracias a los párpados, que las bichas no tienen, no apareció en su cara la mirada de la serpiente vieja.

Recordó la grabación. Los altos de Serrano. Una casa en la parte más distinguida de Madrid. Una habitación con una cama. Un culo de mujer que sufre. Una boca de mujer que gime.

Y la grabación otra vez.

Una voz masculina que pronunciaba dos nombres: los de los dos tipos que habían retenido en la casa a la mujer, diciéndole una falsedad, para dar tiempo a que se presentara allí el violador. David y Alberto, Alberto y David. Pese al desgaste cerebral de Méndez y la fuga estelar de sus neuronas, recordaba esos dos nombres perfectamente.

Abrió los ojos.

La mirada del funcionario que no cobra había sustituido a la mirada de la serpiente vieja.

– ¿Y bien? -preguntó Pons.

– Nada.

– Lo suponía. Usted es el Señor Nada, el Policía Nada. No sé ni por qué le he dado tantos datos.

– Debe de ser por la cortesía que rige entre las personas del Cuerpo.

– Seguramente. Bueno, ahora ya sabe lo justo para no meter la pata. Váyase. Queda relevado de este servicio y a disposición de la Superioridad correspondiente.

Méndez se levantó.

Y como se estaba convirtiendo en un hombre bien educado, dijo:

– Gracias.

Bueno, Méndez, ahora ya vuelves a encontrarte en tu situación natural: policía viejo y que no acaba de retirarse, porque si se retirase moriría de asco en una pensión de la ciudad antigua, mientras sobre los patios interiores acaba de ponerse el sol. Marginado del servicio porque nadie confía en ti, porque los jefes saben que los delincuentes se te escapan o no quieres detenerlos: a veces los chorizos se te confiesan en los bares del barrio gótico, sin enterarse de que la mujer se busca un amigo o se corre un polvo salvaje la hija. Estás en tu mejor momento, Méndez, el que sueña todo burócrata español bien nacido: sin destino, sin trabajo y a disposición de todas las autoridades correspondientes.

Méndez anduvo como siempre hacia las profundidades del Raval, la única tierra tan peligrosa -según él- como para haber estado entre dos murallas. En efecto, la muralla medieval de Barcelona, la de Jaime I, que terminaba en el lado izquierdo de la Rambla bajando hacia el mar, no fue derribada cuando se alzó la muralla moderna, la de la ronda de San Antonio (y sus prostíbulos), la

de la ronda de San Pablo (y su cárcel para ejecutar la suerte del garrote vil), y la de Atarazanas (y sus cafés, sus tocadores del dos, sus aventureras de quince años y sus especialidades del francés a la menta). Entre las dos murallas palpitaba una tierra vacía que pronto cubrieron las instituciones más pías de la ciudad: el Liceo, el mercado de la Boquería, el hospital de la Santa Cruz, el teatro Principal, Madame Petit y el palacio de la Virreina. También lo cubrieron las fabriquitas miserables, los huertos donde sólo cabían una matrona, un perro y un conejo, las pensiones donde sólo cabían un poeta, un obrero y un marino sodomita, los colegios de esperanto, los bares anarquistas, las habitaciones donde una mujer lloraba ante su cliente, las galerías con gato milenario, las casas de gomas y todos los sitios, en fin, donde se escribió la historia secreta, la historia de la Barcelona negra.

Méndez, pues, anduvo hacia su patria, devastada por sucesivos alcaldes. Méndez añoraba, sobre todo, los viejos cafés del carajillo legionario, vino al aguarrás y cazuelita con calamar arrepentido. No quedaba apenas nada: la mayoría habían sido sustituidos por pizzerías tailandesas y súpers de diez metros cuadrados donde la cajera tenía que sentarse sobre las latas de aceitunas y los envases de leche El Castillo.

Mejor dicho, quedaba uno. Estaba en la calle de San Pablo, tenía puertas marrones, sillas marrones y algún que otro cliente marrón. Los espejos y el suelo eran históricos: en los unos se anunciaban licores aptos para el desembarco en Alhucemas, y en el otro aún yacían las colillas arrojadas por el ejército franquista. Méndez se sentó cuidadosamente, pidió un vermut de la casa y se puso a repasar sus últimos éxitos profesionales con los ojos en blanco.

Sobre la muerte natural de Paco Rivera ya no había nada que averiguar: incluso la sustracción del cadáver se explicaba por el amor -o quién sabe si por la repugnancia- de su hijo cura. Olvido eterno para él. Sobre la muerte de una chica desconocida en una torre -para él desconocida- de los altos de Serrano, nada que investigar. Méndez no estaba en Madrid, y además, del asunto ya se ocupaban otros. Sobre el asesinato de Mónica en casa de la viuda de Paco Rivera, olvido y chitón, Méndez. Tampoco estás en Madrid. Y del asunto también se ocupan otros.

O sea, que haya paz. O, como dicen por aquí, Méndez, tranquilidad y buenos alimentos.

Pero había algo en lo que aún podía pensar. Al menos pensar le estaba permitido, cosa no tan frecuente en la historia española. El tal David, que posiblemente había asesinado a Mónica en la plaza Mayor, debía de ser el mismo que había colaborado en el salvaje asesinato de la chica desconocida, en una torre de los altos de Serrano. No podía ser una simple coincidencia de nombres.

Bueno, ¿y qué?

Del asunto ya se ocupaban otros.

Además, la muerte de Mónica no tenía sentido aparente. ¿Qué había buscado el asesino? ¿Y qué relación podía tener con el crimen de los altos de Serrano una joven ramera que sin duda no estuvo allí (ni se hablaba de su presencia ni su voz aparecía por parte alguna) y que además ya había cambiado de vida?

Méndez probó el vermut de la casa.

Le extrañó que la mortalidad del país hubiera descendido.

Y de pronto volvió la cabeza.

Alguien se había sentado frente a él.

Y una voz femenina acababa de decir:

– Hola, Méndez.

La memoria le trajo una luz violenta, cuadrada, de sol que parecía estallar antes de morir entre los tejados de las casas. La habitación era pequeña, con una cama tan trabajada que merecía haber sido dada de alta en la Seguridad Social, una mesilla, un búcaro de flores, una ventana por la que entraba el violento sol y un espejo para ver reflejado en él las maniobras de la cama. En ese espejo aún se reflejaban las piernas de la mujer: medias de fantasía, zapatos de tacón, un pubis negro que brillaba de sudor, un vientre muy blanco que temblaba de miedo. Y al fondo, junto a la ventana, el hombre desnudo: todavía estás empalmado, pedazo de cabrón, aún tienes las venas hinchadas, todavía te da saltos el pito y además te da de lleno el sol en tu capullo de día de fiesta. Méndez recordó su voz de otro tiempo, una voz que había sido poderosa:

– ¡Al suelo, maricón! ¡Al suelo y las manos detrás de la cabeza, o me voy a correr mientras te vuelo las pelotas!

Méndez reconocía que en otros tiempos no hablaba del todo bien. No era un policía científico. Pero en la calle le habían enseñado que un «cagón tu madre» hace casi siempre que no necesites una bala. ¿Y encima qué más da? La madre ni se entera.

Luego habían entrado,, placa en ristre, los dos policías jóvenes que habían montado con él el brillantísimo servicio.

– ¡Patéale los huevos!

– ¡La pistola en la oreja, en la oreja!

Méndez bebió otro sorbo de aquel vermut, conseguido tras grandes esfuerzos después de destilar una marea negra.

¡Aquel sol! El sol de agosto que se arrastraba por los tejados, quemaba los geranios, cocía las calvas de los contables, llegaba hasta los pelos de las putas tempraneras.

La mujer que se había sentado frente a él susurró:

– Fue una bonita detención, Méndez.

– Era el mejor momento. Casi diría que el único. Un tío empalmado nunca piensa que el camino de la cárcel puede estar en el camino de un polvo.

– ¿Qué fue de él?

– ¿Del Robles? Era un ladrón fantasioso, no sé si lo llegaste a saber. Yo creo que era capaz de abrir una caja fuerte con un naipe usado, y se pasó largas temporadas robando carteras en los tres centros culturales más importantes de la ciudad: el Ateneo, el Molino y el Palacio de la Música. Es decir, llevaba una carrera de lo más encomiable. Pero un día tuvo la mala idea de atracar un banco; entonces tuvimos que cazarle.

– Entonces tenías buena voz, Méndez. Y sabías manejar la pistola.

– Era un mérito, no creas. Mi Cok modelo 1912 no había funcionado bien desde la toma de Sebastopol. Hay quien dice que aquella pistola la sacaron de un museo de artillería naval. Pero el Robles sólo tuvo para unos años: buena conducta, la condicional y a la calle. Antes tuve que apadrinar a su hijo.

– ¿Qué?

– Se lo prometí: el Robles me lo pidió llorando desde el fondo de la chirona. De modo que fui a la iglesia un sábado por la tarde y me encontré una mujer gorda, un cura gastrónomo y un bebé berreante y maricón. Hice lo que pude y luego los invité a cenar a los tres en la Rambla.

En recuerdo de los buenos tiempos, Méndez dio al vermut de la casa un sorbo, aun arriesgándose a que fuera el último de su vida. Luego miró a la mujer, su vestido negro, su pelo mal teñido, sus piernas en las que descansaban dos venas azules, sus ojos a los que llegaba, a través de los cristales, el último rayo de sol de la ciudad vieja.

– Llevabas unas medias muy bonitas -dijo-. Medias en agosto, ya ves.

– A él le gustaban. Le gustaba también que hubiera mucha luz en la habitación, una ventana cerca de la cama y un espejo para verme todo el rato. Aunque es curioso: le gustaba porque yo se lo dije. Fui yo la que se lo sugerí. «Si nos traen un espejo me verás mejor; será como si tuvieses dos mujeres.»

– Nunca te he entendido, Julia.

– ¿Por qué no? Hay una cultura para el sexo.

– Era tu cultura lo que me sorprendía, Julia. Cuando yo era más joven, cuando me pateaba de cuatro en cuatro las escaleras del barrio Chino, cuando me sentía capaz de tirarme hasta a un cardenal siciliano y la cosa se me levantaba sin necesidad de que las campanas de la catedral tocasen a gloria, estuve contigo en aquella casa de citas. Me acuerdo de la ventana por la que también entraba entonces el sol, pero un sol de invierno, y de la cama plantada muy cerca, aunque entonces nadie se había ocupado de situar un espejo. No sé si estaba ya el búcaro de flores o lo pusieron más tarde. Aquel día también llevabas liguero y medias.

– Era invierno -recordó Julia, mirando al vacío.

– No te dije que era un policía tronado al que los gatos perseguían por la calle.

– No.

– Lo averiguaste al día siguiente. Fui a un acto cultural como escolta de un prohombre… de algún modo había que llamarle, y se me notó que era de la bofia, aunque había olvidado la pistola en casa. Recuerdo que me situé en la biblioteca, porque desde allí se dominaban las dos salas, las banderas de aniversario, las mesas llenas de canapés y las puertas que los camareros empujaban con el culo. Había dos bibliotecarias formando una guardia de honor a la nada, porque a nadie se le ocurriría acercarse a un libro. Una de ellas eras tú.

Julia entornó los párpados, en los que cada tarde de su vida (y cada hombre de su vida) habían ido creando una minúscula arruguita.

– Es verdad -dijo-, yo era bibliotecaria. Y aquel día, como casi todos los días, nadie se acercó ni a diez metros de un libro.

– Tenías un sueldo.

– Sí.

– ¿Por qué ibas, entonces, a aquella casa de citas?

– Es sencillo: necesitaba más.

– ¿Vestidos? ¿La entrada de un piso? ¿Un coche a plazos? ¿Una joya que habías visto en una película del cine Fémina?

– Qué cosas, Méndez.

– ¿Por qué?

– El cine Fémina ni siquiera existe.

– Es igual. El Taha, el Condal, el Español, el Nuevo, el Roxy, el Avenida, el Mahón, el Cataluña, el Vergara, el Rondas… Barcelona está llena de cines que ya no existen.

– No era por nada de eso, Méndez.

– Entonces no me lo digas. Es igual. Al fin y al cabo, no soy más que un viejo podrido que no tiene derecho a preguntarte nada.

– Aun así, te lo diré. Al fin y al cabo, ¿qué importa ya? De todos los hombres que me aplastaron junto a la ventana y que vieron mis medias brillando al sol: yo siempre elegía aquella habitación, porque me consolaba ver morir la tarde mientras yo también moría un poco, ninguno averiguó dos cosas: por qué iba yo a la casa y por qué el gato que se escondía debajo de la cama se estaba quieto allí hasta que terminaba el trac-trac del somier y terminaba el polvo. Creo que eso tiene una respuesta: el gato se quedaba quieto allí porque estaba amaestrado y luego se lo chivaba todo a la dueña.

– Bien, pero ¿cuál era la otra respuesta? ¿Por qué ibas tú allí, una bibliotecaria ya no muy joven, pero de las que todavía guardan el libro de la primera comunión en casa? ¿Por qué, si tenías un sueldo fijo?

Julia miró al vacío a través de la ventana del viejo café. Aquel vacío, sin embargo, estaba lleno de cosas: una mujer de ochenta años pedía limosna para mantener a sus padres, un vejete miraba los culos de las paseantes, y como no podía levantar nada más, levantaba una ceja, una barrendera municipal perseguía escobón en ristre a un perro cagón y encima de derechas. Un oriental acabado de llegar hacía encuestas por entre la roña de los portales y de paso se ofrecía como mayordomo filipino.

Pero Julia sólo veía el vacío, que es lo que queda después de verlo todo en la vida.

– Mi marido -dijo.

– ¿Tu marido, qué?

– Estaba enfermo. No físicamente, no… Había sido un hombre fuerte, que trabajaba en dos sitios a la vez y encima cumplía los sábados por la noche, después de la película. Pero la cabeza y los recuerdos se le habían ido. No sabes lo que me costó recordar a mí también el maldito nombre: Alzheimer. Y todo eso a los cuarenta años, que a veces ya pasa. Había que darle de comer poniéndole la cuchara en la boca; no sabes lo que necesitaba pagar cada mes para que lo tuvieran en la clínica.

Méndez cerró un momento los ojos.

Si al cabo de los años hay un vacío de fuera, también hay un vacío de dentro.

– Eres admirable, Julia-musitó.

– ¿Por qué? ¿Por cuidar de una persona que me había querido?

– Por eso y por haber aprendido, sin llorar, que el cariño se olvida, que todo el amor, todas las lágrimas, todos los versos y hasta los boleros, que para mucha gente fueron música religiosa, dependen de que no se rompa un nervio entre dos huesecitos. Es demasiado difícil no llorar: no ya por el marido, sino por un amor que resulta que no existió jamás.

– El mío aún existía, Méndez.

– Esa es la segunda cosa por la que te admiro: no parecías hacerlo como un penoso deber. En la cama eras una mujer alegre.

– Quizá es que me acabó gustando el sexo, que es lo último que evita el aburrimiento final. No se lo digas a nadie, pero yo ya he llegado a ese aburrimiento, Méndez. Por eso soy una especialista en mirar al vacío.

Y trató de reír. El sol cuadrado de la cama llegaba allí como un sol lleno de pulgas, como un sol muerto de hambre. Se posó en los años de la mujer y en sus dos venitas azules. Méndez pidió para Julia una tónica, y él terminó su vermut de marea negra.

– ¿Qué haces ahora? -musitó.

– Cobro un pequeño retiro y una pequeña viudedad. Podría vivir bien, pero tengo una hija que sigue gastando. ¿Y tú? ¿Qué haces tú, Méndez?

– En el Ministerio del Interior llevan años preparando mi expulsión, pero a última hora siempre cambian al ministro. Si éste dura tres meses más, seguro que me echa.

– Entonces aún sigues persiguiendo a alguien.

– Pues claro que sí. Hay muchas señoras ricas que han perdido su perro, como hay muchos señores ricos que han perdido su dinero. Pero yo me he especializado en ellas; lo otro es cosa de la policía científica.

– No te desanimes. Tal y como se están poniendo los estudios y el trabajo, la de buscador de perros de buena familia acabará siendo una carrera de grado medio en la Universidad de Bellaterra.

Y volvió a reír. Julia aún conservaba milagrosamente la vieja alegría de la cama, la calle, el gato escondido y el cliente sandunguero. Se zampó la tónica.

– Persigo fantasmas -reconoció Méndez-, aunque he de decir en mi defensa que son fantasmas de buena familia: una chica muerta en una casa lujosa de Madrid, una criada muerta en otra casa lujosa de Madrid… buena chica, no creas, al menos era ex felatriz de la embajada, y un nombre oído en una cinta mal grabada. El nombre es el de un tipo llamado David, un malparido chuloputas, pringado de sangre de nena y que acabará, te lo juro por éstas, pringado de semen de guardia civil.

– Sigues estando en forma, Méndez.

– Lo malo es que hay una montaña de tíos llamados David y una montaña mucho mayor de chuloputas.

– Tienes razón. Yo al menos conozco a dos, Méndez.

– No es lo que se llama una pista de cojones -gruñó el policía.

– Tampoco perderás nada si te digo dónde viven. Podrás hacer eso que se llama una investigación de rutina.

– Perder cien horas buscando un minuto -se lamentó Méndez-. ¿Viven en Madrid?

– No. Si vivieran allí, yo no los conocería. Viven en Barcelona.

– Entonces no me sirven.

– Tampoco pretendo que te sirvan: es cosa de la conversación; pero, además, de uno de ellos me gustaría vengarme a pesar de los años que han pasado. Un día me quiso cobrar, y al no conseguirlo me dio una paliza. Y el otro no sé, no sé… Fue sólo una vez, pero de pronto me preguntó qué precio cobraría mi hija.

Méndez volvió a cerrar los ojos.

– Una gran alegría la de la cama -dijo.

– Sí.

– Puedo hacerles una investigación rutinaria -susurró Méndez-, aunque sólo sea por cumplir una de las misiones que la Constitución encomienda al funcionario español.

– ¿Sí? ¿Cuál es?

– Joder.

Y sacó una libretita tan fina, tan eclesiástica, que parecía haber sido regalada por el Banco Ambrosiano, mientras murmuraba:

– Voy a apuntar los datos. Dime, venga.