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No, no era una pista como para volverse loco, y por tanto Méndez la siguió sin el menor entusiasmo. Pero estaba prácticamente sin trabajo; no le encargaban nada porque dudaban de su eficacia hasta en la Interpol. Encima, la comisaría nueva de la calle Nueva le aburría soberanamente: era limpia, metálica, olía a detergente y no tenía el menor pasillo oscuro donde practicar el acoso sexual. Méndez pasaba en ella el mínimo de horas exigible, aunque por otra parte nadie le había pedido que pasase en ella hora alguna. Aún derramaba lágrimas por la vieja comisaría de la zona, por su portal oscuro, sus cucarachas jubiladas y su balcón desde el que se podía atender al servicio, vigilando a las matronas cuando iban de compra y a las delincuentes en edad de merecer.
Por tanto, podía dedicar tiempo a pistas que no llevaban a ninguna parte. El primer chuloputas, el primer David del que le habló Julia vivía en el barrio, en una zona de destrucciones masivas: el ayuntamiento, decidido a acabar con el barrio Chino, estaba derribando casas de la guerra de Cuba, abriendo calles y construyendo pisos con balconcito y bidet. En la zona bíblica del primer David había un solar con restos: aún se veían las paredes desnudas de lo que un día fue una casa. Los azulejos blancos de la cocina, tan puestos al día que tenían una mancha de ketchup; la cenefa del comedor, con las manchas de las sillas; una ventana intacta, con la mancha de un recuerdo. Méndez subió al piso del cabrón, una quinta planta que le dejó al borde de los viáticos, y que sin duda había sido antes un palomar o un picadero de gaviotas. El cabrón le recibió en camiseta, le enseñó la documentación (ésa era la excusa de Méndez: fingir que buscaba inmigrantes ilegales), le juró que no vivía ya de ninguna mujer (excepto de la suya), le habló de sus grandes tiempos, cuando tenía cuatro mujeres trabajando para él (una de ellas, su hermana) y de sus fracasos actuales, cuando ya no había buen material, cuando todas las mujeres a las que perseguía ya estaban trabajando en El Corte Inglés. Le echó cuentas de lo que le costaba mantener la colección de gatos que llenaban el piso y que encima aumentaban continuamente (no era extraño, porque dos de ellos estaban tris-tras sobre su propia cama) y le contó sus miserias no amparadas por la Seguridad Social: y es que no existe ninguna nómina de macarras, aunque créame, señor, si le digo que pronto habrá una nómina de maricones fuertemente protegidos. Terminó echándose a llorar y pidiéndole un préstamo a Méndez.
Méndez necesitó rehacerse en un bar de la zona donde tenían un orujo gallego de toda confianza, porque, según le explicó el dueño, lo traía directamente todos los meses el ex marido de la dueña.
Si el cerco sobre el primer sospechoso había terminado en un absoluto fracaso, la cosa no fue mejor con el segundo. El segundo David, el que había pedido precio por la hija de Julia, vivía cerca de La Pedrera y el paseo de Gracia, o sea, que seguía siendo un hombre de posibles: Méndez no podía preguntarle si era inmigrante ilegal, de modo que, hombre de derechas como era, le preguntó si era inmigrante ilegal su criada. El tipo le presentó una jovencita de Calatayud, o sea, que de ilegal nada; lo que Méndez adivinó fue que se trataba, no de la hija de Julia, pero sí la hija de otra Julia de los buenos tiempos perdidos. También adivinó que el David fregaba los platos, barría los suelos, cuidaba de las basuras y encima no follaba, de modo que en todo caso el criado ilegal era él. David, paseando por las butacas la tripa y la lengua, pidió casi llorando a Méndez que le librase de la chica, porque, bien mirado, algo de clandestina tenía, y porque, además, en la cuenta corriente pronto no le quedarían más que treinta duros (y encima, señor policía, no me los querrán cambiar en euros). Méndez no se apiadó: toma, cabrón, toma del frasco, toma jarabe de caña.
No se puede tratar, ya se sabe, con un policía viejo, cascado, mal chingado (por tanto, lleno de rencores) y encima tradicional. Méndez fue incapaz de sentir compasión por el tío.
Se coló en otro bar, porque necesitaba fuerzas para reanudar el brillantísimo servicio. ¿Pero qué servicio? ¿Adonde iba a ir ahora? ¿A seguir otras pistas como las que le había dado Julia? De modo que regresó a la calle Nueva con el rabo entre piernas, se sentó a su mesa (que estaba justo en la puerta de los lavabos) y empezó a añorar todas las ventanas, todas las calles pecadoras, todas las camas y todas las mujeres perdidas.
Pronto se rehízo: Méndez siempre había sido un hombre incansable al servicio de la nación. Llamó a Madrid, al comisario Fortes, por si sabía algo de David, Alberto y el crimen de los altos de Serrano. Una pista es una pista, pensaba Méndez, aunque venga del poder. Pero Fortes le contestó de mala manera que ya no llevaba el caso, ni tampoco el de la criadita de la plaza Mayor, de modo que se limitaría a darle el informe más oficial que existe en España: «Pues nada y adiós muy buenas.» También ordenó a Méndez que no se ocupara más de aquellos asuntos y se dedicase, en cambio, a una de las actividades favoritas del país, que es el eterno olvido.
El eterno olvido no era algo que cuadrase con el carácter de Méndez, quien recordaba todas las calles, todos los árboles, todos los cafés, todas las gentes y en especial a todas las mujeres gordas de Barcelona. Por tanto, inició una segunda gestión: comprobar en el fichero todos los David que tuvieran antecedentes penales, en especial los relacionados de alguna forma con la vida de Madrid.
Sólo pudo retener tres nombres, y los tres fichados por delitos sexuales, entre el inmenso muestrario del atraco, la estafa, el palancazo, el robo con escalo, el petardazo inmobiliario y la paja en el ascensor. De las tres fichas hubo de eliminar dos, porque eran demasiado antiguas. Le quedó una, la de un tal David Bujarra (buen nombrecito, pensó Méndez, quien en su primera juventud había visto cómo eran sospechosos todos los llamados Azaña y Líster), fichado por corrupción de menores, violación y trata de blancas. Su especialidad era comprar a las chicas, someterlas y luego venderlas a clubes de alterne. Un tipo de esa clase -pensó Méndez- recorre Madrid, Barcelona y toda España. Además, era lo bastante joven -y atractivo, según la foto- para haber sido novio de Mónica.
Un problema: todas las direcciones de la ficha eran de pensiones, hoteles y casas de yantar. Sólo una, la de un apartamento, llevaba a los barrios altos de Barcelona. Méndez fue a verlo y se enteró de que ahora el apartamento lo alquilaban por días e incluso por horas. No faltaba de nada: una bañera redonda, dos espejos, una cama giratoria, una nevera con bebidas, cortesía de la casa, y un juego de vibradores ante cuyo tamaño se aterrorizó Méndez.
La dueña le dijo que no recordaba a ningún David -«me acordaría si fuera algún diputado de los que pasan por aquí», aclaró- y al ver el aspecto de Méndez le ofreció citarle con una ex empleada de pompas fúnebres que estaba arrepentida.
O sea, nada. Con la copia de la ficha, Méndez regresó a su hogar, en el Paralelo, cerca de la Puerta de Santa Madrona. Las cosas estaban tan mal que hasta había cerrado el bar-pensión de la calle Nueva donde él vivió tanto tiempo. Ahora, todo aquel sector de la Puerta de Santa Madrona era nuevo, o casi: había niditos de dos habitaciones, parkings y hasta un bloque de viviendas sociales al que los vecinos, pensando en la Modelo, llamaban «La Quinta Galería». El nuevo apartamento de Méndez tenía sala y una habitación, estaba lleno de libros y contaba con vistas al puerto, Montjuïc, las tres chimeneas de la fábrica de electricidad y las mujeres errabundas.
Desde allí telefoneó a Amores, el periodista más tronado de Barcelona. Podía haber telefoneado a Carlos Bey, que era mucho más solvente, pero las ocupaciones de Bey quizá no le permitirían hacerle aquel favor. En cambio, Amores se puso al aparato.
– Coño, Méndez.
– Coño, Amores.
– Qué gusto oírle.
– El gusto es mío.
– Llevamos mucho tiempo sin vernos, por suerte mía. Desde entonces no he descubierto ningún cadáver ni mi mujer me ha pillado trincando con otra.
– Será porque no has podido trincar con nadie.
– Eso también es verdad.
– ¿Qué es ahora de tu vida, Amores? ¿Qué haces en el periódico?
– Soy secretario del director.
– Hostia, no me digas.
– Ya ve, con mi historial.
– ¿Y qué haces exactamente?
– Cosas delicadas. A las diez empiezo a ordenar las pruebas de imprenta para que el director las mire. El director se va a las doce, pero yo he de quedarme hasta las tres.
– ¿Para qué?
– Cuando la mujer del director llama a las tres de la madrugada, yo contesto al teléfono y le digo que justo acaba de salir.
– Difícil misión la tuya, Amores, a fe de cristiano viejo.
– ¿Por qué?
– Por si te tiras una plancha.
– ¿Cómo puede decir eso? ¿Me he tirado yo una plancha alguna vez?
– No, nunca.
– Por fin tengo un empleo digno de mi antigüedad en la profesión. Y ahora júreme una cosa, Méndez: júreme que no está planeando hacer algo para que me metan en prisión preventiva.
– ¿Y qué razón habría para eso?
– No lo sé, Méndez. A mí siempre me meten en prisión preventiva y luego ya averiguan por qué.
– Puedes estar tranquilo, Amores. Esta vez no hay nada. Sólo quiero pedirte el favor, si puedes hacerlo, de que mires en los archivos del periódico. Te voy a dar el nombre de un cabrón, David Bujarra, y las fechas en las que fue condenado. Apúntalas.
Le dio los datos, y Amores, al otro lado de la línea, apuntó. Era una operación de alto riesgo. Amores podía confundirse y atribuir aquellas condenas al presidente del gobierno. Pero Méndez, hombre solitario y marginado del servicio, no tenía otras fuentes a las que acudir.
Amores dijo:
– Eso está hecho, Méndez. ¿Qué quiere?
– Fotocopias de todo lo que se haya publicado, porque habrá cosas que no figuran en la ficha de la policía.
– Perfecto, Méndez. De modo que David Macarra.
– No. David Bujarra.
– Un Bujarra que es un Macarra.
– Más o menos -dijo Méndez, sintiendo una extraña sequedad en la garganta.
– Yo ya sabía por dónde iba.
– Muy bien, Amores. Trabaja y que el Supremo Hacedor nos ayude a los dos. Te llamaré esta noche. -¿A las tres?
– No, no quiero que me confundas con la mujer del director.
Y Méndez colgó piadosamente.
Acababa de hacerlo cuando le llamó Julia, la del bar marrón, la del agua tónica, la de los cristales cargados de tiempo. Julia tenía el teléfono de la nueva dirección porque Méndez se lo había dado al pasarle una tarjetita sobre la mesa.
– Hola, Méndez.
– Qué sorpresa, Julia.
– Me he acordado de otro David, aunque a éste no lo conozco personalmente. Me habló de él una amiga, una amiga de oficio, bueno, de ex oficio, porque ya lo he dejado. Ella también quiere dejarlo, pero parece que no puede del todo. Es más joven que yo.
– ¿Cómo se llama?
– Lola.
– ¿Y qué le pasa?
– No ha tenido demasiada suerte en la vida. Su madre la vendió.
– ¿Qué dices?
– No me vengas ahora con que no has conocido a ninguna capaz de hacer eso, Méndez.
– Bueno… Imagino lo que quieres decir.
– Hay una tierra que tú no has conocido, Méndez: la Barcelona del hambre y encima aplastada por el sol del verano. Los balcones de los barrios, las persianas desvencijadas, los niños berreantes y las mujeres acodadas en las barandillas para ver pasar la cochina tarde. Y algo peor: la cochina vida.
– Maldita sea. Yo conocí esa Barcelona hasta sus entrañas, Julia.
– No sé si te he hablado alguna vez de la señora Tomasa y de sus cuatro hijas enviadas por Dios, nacidas para la gloria.
– No, de eso no me habías hablado nunca.
– Bueno, pues ahora te lo contaré, porque está relacionado con Lola. Una mujer viuda, de cincuenta años, llamada Tomasa, llega desde un pueblecito de Málaga donde no hay nada. Bueno, sí, hay un señorito, el caballo del señorito, un guardia civil, un monumento a un torero que se mató cayendo de una escalera y un cacique del que todas las mujeres del pueblo saben que la tiene muy gorda. Tomasa llega como todos los inmigrantes del sur, por la estación de Francia y en un tren botijero. Ahora los trenes llevan hasta azafatas con minifalda, pero entonces llegaban madres jóvenes, con cinco críos y una sola gota de leche. Bueno, pues la señora Tomasa no tiene un clavo al bajar del vagón: gasta lo último en cuatro panecillos para sus cuatro hijas. Luego echa a andar con ellas paseo de Colón abajo, puerto del Morrot abajo, cementerio de Montjuïc abajo, río Llobregat abajo. Le han dicho que tiene trabajo en Gavá, un pueblo que hoy está lleno de jubilados con tripa, pero que entonces estaba lleno de peones con callos. Gavá, le han dicho, cae hacia el descenso del sol. Y ella, con sus cuatro hijas y sus maletas, sigue el curso del sol durante veinte kilómetros.
– Me estás contando la historia de una desafecta al régimen -gruñó Méndez…
– Sí.
– ¿Qué tiene eso que ver con Lola?
– Lola es una de las hijas, la mayor. No cree en nada ni sabe nada, excepto que hay que comer todos los días y que, allá en el pueblo, ya se la quería tirar el cacique de la cosa gorda. La madre trabaja en la limpieza de las fábricas, pero ya tiene cincuenta años: no gana para cuatro. Mejor dicho, para cinco, porque ella también tiene hambre atrasada. La hija mayor, Lola, la ayuda en la limpieza. Ni aun así. Un día, un señor muy religioso le ofrece hacerse cargo de Lola, mantenerla, educarla, llevarla a un buen colegio. Encima, le da a la señora Tomasa una bonita cantidad. No me digas que eso no es una venta.
– Lo es -dijo Méndez, con la mirada perdida.
– Podría hablarte de la educación de Lola, de los estupendos colegios de Lola.
– Háblame.
– El señor muy religioso la mantuvo, es verdad, le dio buena comida, buenos vestidos y buenas palmadas en el culo. La enseñó a usar el bidet, que entonces, en la Barcelona del hambre, sólo usaban las nenas de la Sección Femenina y las señoras monárquicas y de buena familia. La llevó a un colegio donde enseñaban religión, buenas maneras, costura, la lista de los pecados capitales y el cuidado de la mesa. No se puede decir que la engañase: le dio educación y formas redondas, es decir, formas de señorita bien comida y bien sentada. Tampoco la engañó en la cama. La propia Lola me lo contó: se la tiraba todos los domingos, desde el día en que ella cumplió doce años, es decir, cuando a él aún podían acusarle de estupro, lo que no es tan grave, según la ley de entonces, pero no de violación. Lola lo recuerda muy bien: la cama ancha con un crucifijo encima, la gramola en la que sonaban canciones de entonces, comoBésame mucho, Los últimos de Filipinas y Qué lindas playas tiene Mallorca, la ventana tras la que moría la tarde y el tío encima gritando «Ah, ah, ah…». Te juro, Méndez, y tú lo sabes, y por eso no crees en nada, que miles de historias de niñas se han escrito así, en miles de tardes de domingo, en las mil Barcelonas del hambre. Coño, pero qué literaria soy. Soy una ex puta ilustrada. El tío se corría a veces antes de penetrarla, de tan emocionado que estaba ante las rollizas piernas de Lola y el liguero tamaño infantil que le había de confeccionar a medida una vieja corsetera. Bueno… ¿seguimos hablando de cosas en las que tampoco la engañó, Méndez?
– Sigamos.
– Había prometido a Lola que la dejaría bien colocada, que su virgo valdría un precio. Aquel señor, ¿sabes?, era un señor. Todos, al final, intentaban situar a sus queridas en un lugar acomodado y, por supuesto, santo. Hubo un famoso magnate que casaba a sus sucesivas queridas con sus sucesivos secretarios. El meapilas fertilizador de nenas, que no había fertilizado a Lola, la casó con uno de sus socios cuando vio que se acercaba la hora de morir, y por tanto la hora de arrepentirse de todos sus domingos por la tarde, arrepentirse de que no hubieran sido domingos y jueves, porque en la vejez, uno se da cuenta de que no ha aprovechado su vida. Lola tenía entonces dieciocho años, unas formas solemnes, una gran sabiduría de lengua, una cara de metal y una mirada de hielo. Yo he visto sus fotos, Méndez. ¿Te hablo de ese álbum donde se empieza viendo a la señora Tomasa haciendo la siega en Málaga, bajo un sol mahometano, y se acaba viendo a Lola tomando un cóctel en Rigat, bajo un toldo de rayas?
– No. Yo no conservo ningún álbum de los viejos tiempos. Las fotos me hacen llorar.
– Pues no te hablaré. Pero como tienes que estar bien informado, te mencionaré al marido socio de empresa y socio de cama, el segundo hombre, el segundo barítono del «Ah, ah, ah». Parece que Lola, cansada de la misma partitura, le fue infiel: al fin y al cabo, no creía en nada, si había llegado a no creer en su propia cama. Para entonces ya tenía una hija, Carlota, a la que llamaba Carol. El marido se separó; no quiso saber nada con ella ni con la hija. Eso sí, siempre le ha pasado una generosa pensión para la nena, que ya no es nena, pero un día lo fue, y así ha quedado, como envuelta en una luz irreal, en la memoria del padre. Aquel hombre, don Pedro Mayor, estaba acostumbrado a decir las cosas en castellano claro, como un canónigo del siglo XVII: «Todo este dinero es para que eduques bien a la nena y para que ella nunca chupe lo que no tiene que chupar.»
Méndez, al otro lado del teléfono, siempre decía las cosas -también- como un canónigo del siglo XVII. Preguntó:
– ¿La nena vive?
– Sí.
– ¿Chupa?
– No.
– Lo celebro.
– Lola la cuida.
– Muy bien. Lola cuida a Carol.
– Queda poco para el final de la historia, Méndez, pero he de contártela toda, porque si quieres investigar necesitas saberla. Lola siempre ha querido vivir bien después de su separación; al fin y al cabo, estaba acostumbrada a ser una dama que iba al Liceo antes de que el Liceo se quemase, y visitaba al obispo Modrego antes de que el obispo Modrego se muriese. Supongo que tú me entiendes: vivía a lo grande con lo que le daban para que viviese en grande la nena.
– ¿Pero la educaba?
– Sí.
– ¿La atendía en todo?
– Sí.
– Alabada sea la gloria del Altísimo.
– No tanto, Méndez. La vida tiene muchos rincones, y en cada uno de ellos hay una mano que te pide pasta. Nunca hay suficiente. Por otra parte, Lola no era doctora en Ciencias de la Información, ni en Ciencias Políticas, ni en Ciencias de la Imagen, pero era doctora en Ciencias de la Cama. Ese es un título que da dinero: a ver si de una maldita vez alguna universidad lo reconoce.
– Es lo que yo digo siempre -declaró Méndez-. Hay que orientar a la gente, hay que crear una entente entre universidad y empresa.
– Méndez, que te den.
– Ya me han dado muchas veces.
– Pues que te hagan daño. Y ahora vamos a la historia, porque al fin y al cabo soy amiga tuya. La historia es ésta: Lola ha sido prostituta de alta calidad. Todavía hoy, pese a ser una mujer mayor, conserva la vieja clase. A ver si nos entendemos, Méndez: todavía hay señores… señores, no como tú, que prefieren una felación hecha como por favor con la boca de una gran dama con la que antes han hablado de si Egon Schiele es un buen pintor o no, y han escuchado música de Debussy en un piso de Pedralbes. ¿Que cómo domino esos nombres tan poco populares? Pues porque tú ya sabes que fui bibliotecaria. El caso es que la Lola ganó dinero y vivió bien, aunque dudo que tuviera bastante: sobre todo ahora, cuando los viejos clientes van escaseando o se le mueren a media felación, ya ves qué cosas. Y ahí entra David.
– ¿Qué David?
– El que he recordado ahora pensando hacerte un favor, Méndez. Te hablé de dos David, ¿no? Pues te hablo de un tercero; éste es un cabrón que vive de las mujeres y ha estado en Madrid, Valencia, Barcelona, Bilbao y en todas partes donde se mueva pasta, o sea, que cuadra con el tipo que tú buscas. Ese David conoce a Lola como cliente, o sea, que se la tira un par de veces. Se la tira y paga. Luego pasan tres cosas.
– Suéltalas.
– La primera es que se da cuenta de que Lola se gana mal la vida. Ella pretende ser lo que era, pero ya no lo es, de modo que le vendrán bien unos ingresos extra. La segunda que Lola, por sus relaciones, puede ser una magnífica vendedora de droga entre gente que puede pagarla. Porque David, mariconazo, está además en el negocio de la droga, sí, señor. Y la tercera cosa: ve un retrato de la hija.
– Carol.
– Sí.
– Explícate.
– A Carol no la he visto nunca, pero su retrato sí; es una chica preciosa. Lola tiene dos retratos: uno de cuando se separó, con la niña pequeñita y picarona, pero con uniforme de colegiala y mocos en la nariz. Otra, el actual o casi actual, con una mujercita que tira de espaldas, una señorita bien que puede dar millones en el circuito de la cama.
– A ver si lo entiendo -dijo Méndez-. Te lo explicaré antes de que me envíes a que me den. Ese tercer David le ofrece a Lola un trato de mucho dinero: tú vendes droga a gente de altura y además le cobras la cama. Pero al mismo tiempo sitúas a tu hija. Y si lo hacéis las dos juntas, será fabuloso. Hay gente podrida de millones que está deseando gastarlos para quedar podrida en un morbo.
La voz de Julia sonó opaca al otro lado del cable:
– Méndez, que te den.
– ¿Qué le contesta Lola?
– Que de tenderse ella en la cama, pues sí. Pero que de drogas nada, que ella será puta, pero honrada como la que más. Y de la nena, menos. La nena es superdecente, y además hija de un hombre rico, que le pasa una generosa pensión. No sabe nada de cómo se busca la vida la madre; para ella, la madre se pasa la vida en misa. Y encima ahora la nena está en París, estudiando en la Sorbona. ¿Pero qué se ha creído el puerco de David? Lola lo echa de casa.
– ¿Y qué pasa luego?
– David no se va.
– ¿Me dejas imaginar el resto, Julia?
– Puedes oler toda la basura que quieras.
– David la amenaza -susurró Méndez-. Le pega una paliza. La viola sólo para hacerle daño. Luego la coacciona: tú misma me has dado la dirección de la hija. Pues muy bien, la hija y tú os iréis a tomar pol saco. Mis amigos y yo la buscaremos. O me das el «sí» antes de una semana o más vale que te tires por este balcón. Este balcón está en el séptimo piso.
Hubo un brusco silencio al otro lado del teléfono.
Julia acabó diciendo:
– Sí.
– ¿Cuándo pasó eso?
– Hace tres días.
– O sea, que aún no se ha cumplido la semana.
– No, pero qué más da.
– ¿Quién te ha explicado eso?
– La propia Lola. Está desesperada.
– ¿Le has dicho que vaya a la policía?
– No, Méndez, no me vengas ahora con soluciones de confesonario. Tú sabes que la policía esas cosas no las arregla. Lo primero que le he aconsejado es que envíe a la chica a otra ciudad bien lejos de París y que contrate protección, o sea, un gorila. Pero dudo que tenga dinero para gorilas. Luego he pensado que ese David podría ser el David que tú buscas. He descolgado el teléfono y aquí estoy.
– Me has hecho un favor, Julia.
– Tú podrías hacerme otro.
– ¿Cuál?
– Te daré el domicilio de Lola. Tú averiguas dónde vive el tal David; no será tan difícil. Lo trincas por lo que a ti te parezca. Por ejemplo, por haber hundido el Titanio. Cosas peores se han visto. Pero como se resistirá, le cortas los huevos, los trituras, les añades sal y los registras en Patentes y Marcas como producto dietético.
Méndez protestó:
– Julia, yo soy un policía demócrata.
– Y una leche.
– No sé por qué la gente me da una fama que no merezco. Pero, de todos modos, reconozco que en las tiendas hacen falta nuevos productos dietéticos. Empieza por darme la dirección de Lola.
Julia se la dio: parte alta de Sarria, ático a los cuatro vientos, dos grandes habitaciones y salón, baño con espejos a tutiplén, aire acondicionado, parking.
– ¿Me dejará hablar con ella?
– No le he dicho nada de ti, pero te dejará hablar con ella.
Méndez dijo:
– Te invitaré a una comida de régimen.
Y colgó.
Fuera estaba el sol, estaba la muerte horizontal del Paralelo. Estaban las tres chimeneas, la acera inmemorial, las fachadas donde antes hubo teatros, luces de neón, carteles con gloriosos nombres de vedettes y vicetiples llegadas para triunfar, es decir, mujercitas con los ojos llenos de ilusión y el culo lleno de esperanzas. Méndez, tú no tienes más que una mirada decadente e impía, que antes sólo veía la mentira de las vidas y ahora sólo ve la verdad de los fantasmas. Estás hecho de ellos, Méndez, de los fantasmas de la calle, de los fantasmas con nombre de mujer, y les dices adiós todos los días. Miras a la gente, calculas sus años y te preguntas de cuántos pedazos está ya hecha. Tú, como los poetas de barrio, acabarás recogiendo los pedazos de los otros en esta tierra sagrada.
Miró la notita con la dirección de Lola y se encaminó hacia allí, aunque temía que el aire puro y la luz le acabarían dejando manchas en la piel. Menos mal que el trayecto procuraría hacerlo, como de costumbre, en la protección amorosa de los túneles del metro.
Iba a descender la escalera cuando la voz de Amores dijo:
– A la paz de Dios, señor Méndez.
Méndez supo entonces que, como siempre pasaba con Amores, la paz de Dios les iba a traer algún muerto.
– Ahora, después de tantas desventuras e incomprensiones, llevo una vida tranquila y digna -dijo Amores-, dedicada a poner en orden las pruebas de imprenta y a engañar a la mujer del director. No crea que resulta tan sencillo, Méndez, porque eso de engañar a las mujeres, sobre todo si están resabiadas, es un arte difícil y antiguo. Bueno, ya que nos hemos encontrado, supongo que me dirá adonde va y me permitirá acompañarle.
– Vamos a Pedralbes.
– Hostia, Méndez.
– ¿Qué pasa?
– No sobrevivirá.
– Supongo que lo dices por el exceso de aire puro. Pero es verdad que no sobreviviré si tú tratas de ayudarme, Amores. Dime qué te traes entre manos.
– Sólo trato de ayudarle, Méndez: usted me ha pedido un favor y yo se lo hago con toda premura. He averiguado que el tal David Bujarra ya murió, eso sí, después de regenerarse. Le atropello un camión cuando estafaba a la gente pidiendo dinero contra el sida.
– Gracias, Amores, pero ya tengo la pista de otro David. Parece que hay bastantes.
– Pues menos mal que busca usted a un David y no a un Manolo, porque iba a ser la hostia.
– No hace falta que me acompañes. Me has hecho un gran favor y te aprecio mucho, pero cada uno en su sitio.
– Estoy en mi sitio, señor Méndez: al pie del cañón. Usted afronta un trabajo difícil, por lo que veo… incluso el nombre de David me sugiere un problema bíblico, o quién sabe si esto acabará con un kibbutz en el viejo campo del Espanyol o una intifada en Pedralbes, de modo que va a necesitar mis dotes de observador periodístico. Vamos, confíe en mí y que sea lo que Dios quiera.
– Que sea lo que Dios quiera -susurró Méndez, mientras lamentaba haber perdido la fe.
Dios quiso que llegaran a un ático de Pedralbes, dos grandes habitaciones, un gran salón, gran terraza, gran aire acondicionado, gran parking. Gran dama todavía Lola, la Lola de los divorcios, la Lola de las lenguas, la Lola de las camas. Gran señora ya algo consumida, pero llena todavía de belleza marginal, a la que se podía pagar lo que fuese por un polvo bajo un dosel o un escudo heráldico. O quién sabe si por un polvo en pie, sobre el estante de una joyería.
Méndez sabía que no siempre se paga a la mujer, sino que se paga a su fantasma.
Amores, lleno de orgullo íntimo, fue el que se quiso presentar:
– Yo soy el ayudante del señor Méndez.
No fue una entrevista larga, pero sí difícil y llena de sobrentendidos. Méndez aclaró que su misión no era oficial, aunque precisamente por eso era auténtica. Julia le había explicado el problema de Lola con un tal David, y como Méndez también buscaba a un tal David, bien pudiera ser que las estrellas del destino de todos ellos se hubieran puesto a girar en la misma elipse. Usted, señora, me da la dirección que necesito y yo me ocupo del brillantísimo servicio, sin ninguna molestia para nadie. Bueno, puede que haya alguna molestia para el tal David, como dolores occipitales, desprendimientos renales y pinchazos anales, pero eso ocurre en las mejores familias. Con todo esto, doña Lola, usted ya habrá comprendido que yo soy un policía moderado por la Constitución, pero en el fondo del viejo estilo.
Y allí estaba el gran salón, las alfombras orientales, las tapicerías de seda, los muebles sólidos y las cortinillas, en cambio, finas y livianas, hechas con baba de monja. Allí estaba la gran terraza, desde la que se dominaba todo Barcelona y se veía el mar. «Con unos prismáticos que fueron de mi marido puedo leer hasta los nombres de los buques que entran y salen, señor Méndez.» Y allí estaba, sobre todo, el retrato de la nena.
Méndez quedó admirado; no le extrañó que hubiera pensado en explotarla un tipo como David, acostumbrado a subastar las pieles de melocotón, los labios de planta carnívora y los bordes vaginales tan suaves y frágiles como un gusano de seda. Hay que ver, Méndez, desde que eres impotente te has convertido en un poeta, y es que uno llena a la mujer de palabras cuando no puede llenarla de otra cosa. Piensas que Carol está repleta de cosas dulces, pero en otro tiempo habrías pensado que está repleta de cosas convenientemente sórdidas: unas piernas para morderlas, un vientre para aplastarlo, unas nalgas para abrirlas, una lengua para hacerla pedazos. Vamos, Méndez, que no hay que extrañarse de todo lo que pasa, porque Carol es una nena de escándalo.
Méndez dijo hipócritamente:
– Muy mona, su nena.
– Eso dice todo el mundo.
– ¿Dónde vive ahora?
– En el barrio Latino de París.
– Eso debe de resultar carísimo: tenderos, guardacoches, gendarmes y putas que hablen latín. Es que no puedo ni imaginarlo.
La dama Lola le miró de soslayo.
– Es caro, desde luego, pero el padre de Carol ha pagado su educación siempre.
– ¿No la ha hecho usted cambiar de dirección?
– Todavía no, para no asustarla, pero ya hay un agente inmobiliario de París, muy discreto, que me está buscando otro sitio. Le he dicho que es urgente.
– También debería cambiar de universidad, porque allí será muy fácil localizarla.
– Eso ya es un poco más difícil, pero lo pensaré.
Méndez suspiró mientras daba unos paseos por el gran salón, con las manos unidas a la espalda.
– Si de mí depende no hará falta, señora. Deme la dirección de ese David beatífico.
– ¿Y si usted fracasa, Méndez? ¿Y si David se da cuenta de que le estoy atacando? ¿No será todavía peor?
– Con mi ayuda, el señor Méndez nunca fracasará -dijo el Amores, que había fracasado continuamente.
– Usted no se preocupe y deme la dirección, señora.
– Vive en un ático de la calle Entenza.
– ¿Más arriba o más abajo de la Modelo?
– Más arriba. Cerca de Infanta Carlota.
– Durante unos años, ése fue buen sitio para el choriceo.
– Los tiempos cambian, Méndez.
– Si lo sabré yo. Deme su dirección exacta. Y lo que sepa de sus horarios habituales. Y lo que sepa de sus armas habituales, si ha visto alguna.
– Tiene un revólver de cañón corto, pero de un ancho enorme, con la culata marrón y un circulito dorado en la parte derecha, donde está la marca. Me lo enseñó una vez.
– Eso no es decir gran cosa.
– A ver… Me explicó que era muy práctico, porque podía usar dos clases de balas.
Méndez cerró un momento los ojos y paseó la memoria por todas sus miserias, todas las máquinas de fabricar muertos y toda la artillería naval de su vida.
– Si admite dos clases de balas -dijo al fin-, podría ser un 357 Astra Pólice, que también se carga con un 38 Especial. Esa arma no es unbull-dog, pero tiene el cañón corto. En fin, es igual, ya procuraré que se la meta en el culo. ¿Puedo darle este número de teléfono, señora? Es el actual. Aquí tiene también el de la comisaría de Atarazanas, porque podría dar la casualidad de que me pillara trabajando. No me llame a menos que David vuelva a presentarse por aquí. Y no necesito decirle que debe guardar un absoluto silencio. Sobre todo con su hija.
Lola no parecía demasiado convencida. ¿Era el aspecto de Méndez lo que le hacía pensar en un policía seleccionado para perseguir al asesino de Canalejas? Se levantó, desplazando todos sus encantos marginales por aquel salón desde el que se veía el mar. Protestó:
– No acabo de fiarme, señor Méndez.
Aunque Méndez ya se había ido. Tenía que trabajar.
Pero no emprendió el viaje aniquilador hasta las tres de la madrugada, esa hora que los policías demócratas aprendieron de los policías franquistas. Calculaba no encontrar a nadie, pero en los apartamentos de aquella zona aún había una vida marginal intensísima. Aún había tras las puertas parejas jugando a las cartas, bebiendo, escuchando rock o tratando de hacer uso de los muy diversos órganos del sexo. Deberíamos haber venido más tarde, pensó Méndez mientras se movía por pasillos a media luz buscando el apartamento del cabroncete. De todos modos, reinaba allí, tras la puerta, un silencio de camposanto zamorano, que en opinión de Méndez tiene que ser el silencio más espeso y más santo que existe. De modo que he calculado bien, se dijo el policía.
Forzó la cerradura con perfecta suavidad, temiendo despertar a alguien, pero vio las luces encendidas, un recibidor, una pared desnuda, una percha, un retrato del Dioni, una alfombra valenciana y un rastro de sangre.
Méndez, que no había leído ningún libro del FBI, dijo:
– Hostia.