172936.fb2 El pecado o algo parecido - читать онлайн бесплатно полную версию книги . Страница 15

El pecado o algo parecido - читать онлайн бесплатно полную версию книги . Страница 15

14 UNA CUESTIÓN DE BUENA SANGRE

Méndez siempre había sido un polizonte mal visto, mal pagado, mal considerado y además lesionado por la popa. Todas esas circunstancias indicaban una sola cosa: pobreza. Pero en realidad no era del todo cierto. Aunque Méndez ganaba poco, también gastaba poco. Toda su vida había comido en figones, bares a punto de clausura y tabernuchos cercados por los inspectores de Sanidad: es decir, había comido, sin darse cuenta, residuos municipales y sobrantes de ambulatorio. Con ese régimen de vida, una de dos: o uno se muere o ahorra.

Todo esto quiere decir que Méndez había ahorrado algún dinero, pese a su digna pobreza. Y ahora él, que apenas había salido de la ciudad, resolvió gastarlo en una serie de viajes, entre ellos uno a Madrid, recordando los tiempos en los que una rabiza que había visto Emmanuelle se encerró con él en el aseo de un avión de puente aéreo.

Antes tuvo que atender a una serie de requisitos con los investigadores y con la policía de Barcelona; en primer lugar, evitar que le empapelasen por allanamiento de morada. ¿Por qué entró ilegalmente en aquel piso?, le preguntó Pons. Pues porque el tal David había amenazado a una mujer a la que yo quería defender, y fui allí para cantarle las cuarenta. Usted siempre defendiendo putas -dijo Pons, quien tenía la cabeza en otro sitio-. Por esta vez, lo pasaré. Y ahora, Méndez, no crea que porque ha descubierto un crimen lo va a investigar usted. De modo que olvídelo todo, déjenos en paz y váyase a la mierda.

Que a uno lo dejen de lado es a veces una ventaja. Méndez investigó, y además pudo enterarse de lo que investigaban los otros. En primer lugar, nada de huellas, lo cual indicaba que los asesinos podían no ser unos profesionales, pero tampoco eran unos incautos. Nada de testigos, por supuesto, a pesar de que a la hora del crimen -medianoche-, bastantes vecinos aún estaban despiertos, veían la tele, lavaban los platos, se jugaban a las cartas la paga del mes o esnifaban en el cuarto de baño. Ese inmueble -decía la policía- es de gente de paso, gente de aluvión, y por tanto sospechosa. Hay en él desde viajantes de comercio que se turnan en la misma cama a estudiantes que se turnan en el mismo libro, pasando por sindicalistas, banqueros fugitivos y curas rebotados. Créeme, Méndez, es de esos sitios catalogados en los que puede pasar cualquier cosa.

Tampoco había fibras de tela, pelos o restos de saliva en un vaso. Parecía como si al tal David Mellado lo hubiesen matado unos fantasmas. Porque el nombre era ése: David Mellado. La policía averiguó que había vivido en varias ciudades, aunque frecuentaba Barcelona, y que se dedicaba en pequeña escala a la trata de blancas. «Hubo un tiempo en que ganó dinero de verdad -decía un informe- porque hay mucha demanda de mujeres en saunas, bares de alterne y clubes de carretera. Sin embargo, parece que se iba apartando de esa actividad sin bajar su nivel de vida, lo cual hace sospechar que obtenía ingresos aún mejores haciendo de correo de la droga.»

Parece una conclusión bastante lógica, dada la catadura del tipo, pensó Méndez, mientras husmeaba en los informes buscando rastros del muerto en otras ciudades españolas. Pero nada llevaba a ninguna parte, excepto, en todo caso, a Madrid, cosa que Méndez ya pensaba. Tampoco había datos que relacionasen a David Mellado -a ojos de la policía oficial- con el crimen de los altos de Serrano.

De modo que poco podía avanzarse, e incluso se corría el peligro de que el crimen se catalogase como un ajuste de cuentas entre gente de la droga, lo cual condenaría el caso poco menos que al olvido eterno. Pero quizá el comisario Fortes, ese tigre solitario, sepa algo más, pensó Méndez.

Por tanto, fue a Madrid. Con la esperanza de que alguna azafata de servicio hiciera de Emmanuelle, Méndez las miró a todas fijamente, pero sólo consiguió que una le preguntara si necesitaba primeros auxilios. Descendió en el puente aéreo, y para no gastar tanto en un taxi fue en autobús hasta la Biblioteca Nacional, de donde anduvo, en una larga caminata, hasta la Gran Vía. Buscó alojamiento en la pensión de la otra vez, donde se enteró de que uno de los clientes había muerto y una de las dientas había contratado a un cubano -sobrante de una artista famosa- con la esperanza de tener un orgasmo, y quién sabe si un hijo.

De modo que Méndez se instaló en la más absoluta normalidad del país. Y hecho eso, fue en busca del comisario Fortes.

Fortes le saludó afectuosamente:

– En mala hora, Méndez. Me gustaría saber quién ha tenido la jodida idea de enviarle a hacer pipí a Madrid.

– No me ha enviado nadie.

– ¿Quiere decir que viene por su cuenta?

– Sí, señor.

– ¿Pagándose el viaje usted?

– Exacto. Y sin descuentos.

– Pues vaya coña. ¿Y el trabajo?

– He pedido unos días a cuenta de mis vacaciones. De todos modos, tampoco se habrán enterado.

Fortes consultó su reloj. Quién sabe si tenía un trabajo inaplazable en la casa de citas de Carabanchel. Preguntó con impaciencia:

– Bueno, ¿y qué?

– Ha muerto David Mellado, uno de los que tendieron la trampa a la chica en los altos de Serrano.

– Me lo han dicho los compañeros de Barcelona. Un trabajo de artesanía, oiga.

– Sí, Fortes. Y encima todo hecho en casa y con instrumentos de casa.

– Me han dicho que fue una venganza de la hostia.

– Inenarrable, Fortes.

– ¿Y la prensa? No he leído nada especial, por lo menos hasta ahora.

– Cuando la prensa pudo echar un vistazo al escenario de la fiesta, el cadáver ya había sido retirado. Los expertos ya habían trabajado con los rastros, las huellas y la sangre, de modo que el piso estaba limpio, o casi limpio. Como el juez ha dictado el absoluto secreto del sumario, ningún periodista sabe nada especial. De momento, todo ha quedado como un crimen más.

– De momento, Méndez, de momento. Pero eso no durará mucho, porque siempre habrá algún periodista que investigue. O habrá algún soplo, o alguna confidencia.

– Lo peor es que yo estaba con un periodista cuando se descubrió el crimen, y encima ese periodista es un bocas. Pero no hablará con ninguno de sus compañeros por miedo de que le acaben acusando a él. En cuanto al cuerpo destrozado, está en la nevera de la Morgue. Se hizo un trámite de identificación, claro, pero no se lo dejan ver a nadie más.

– Veremos lo que dura. ¿Los papeles de ese tipejo han ayudado a encontrar a algún familiar?

– La madre.

– ¿Y qué?

– Está en un geriátrico. Hace dos años que perdió la memoria.

Fortes apretó los puños.

– Leches -dijo.

– Sé lo que me va a preguntar, y le anticipo la respuesta: nadie ha reclamado el cadáver.

– Por tanto, cero sobre cero. Habrá que esperar, Méndez. Ya sabe usted que la labor de la policía es paciencia. Jódase.

– Estoy en ello -dijo Méndez-. Pero lo malo es que yo no llevo la investigación. Meto las narices donde puedo, pero no tengo autorización para mover una sola hoja de papel.

– Pues en eso estamos igual. Yo ya no llevo el caso de aquella chica violada, aunque la casa de Serrano sigue bajo vigilancia y con los micros instalados, a ver si se deciden los maricones de ETA.

– ¿No se deciden?

– Por ahora, no. Habrá que esperar. Ya le he dicho, Méndez, que la labor de la policía es paciencia.

– Jódase.

– Estoy en ello -gruñó Fortes, con cara de limón podrido.

– ¿Le han encargado que lleve ese asunto?

– Sí. Ahora estoy con los de la Brigada de Información, metido hasta las pelotas en la lucha antiterrorista. Por eso me han retirado absolutamente del caso de aquella chica violada, que fue algo del todo marginal y fuera de programa. Paz eterna para aquella pobre chica y para su culo lleno de virginidades.

– Es usted un hijo de puta, Fortes.

– Sí. Y usted también, Méndez.

– Sí.

– Por si me lo pregunta, le diré que el caso de la chica lo lleva ahora la Brigada de Homicidios, como es normal. Si quiere darles alguna información, póngase en contacto con ellos.

– En cierto modo pensaba hacerlo -dijo Méndez, apoyando pensativamente una mejilla en la palma de la mano-, pero me he dicho que, aunque sólo fuera por una simple cuestión de lealtad, primero tenía que hablar con usted. Además, ¿qué les digo a los de Homicidios? ¿Que ha sido salvajemente torturado y muerto uno de los que tendieron la trampa a la chica?

– Eso les corresponde averiguarlo a ellos -musitó Fortes-. Relacionar una cosa y otra, como ha hecho usted. Terminarán lográndolo, claro, pero para entonces es posible que alguno de los novatos de la Brigada ya cobre quinquenios.

La sabia cabeza de Méndez se ladeó con pesadumbre.

– Joder, Méndez, se me está usted durmiendo.

– Qué va, comisario. Sólo ligaba los cabos sueltos. ¿No hay ninguna pista de quién pudo ser la chica violada, muerta y desaparecida?

– No.

– Se habrán hecho análisis de sangre, supongo. Su pobre culo había sido un manantial.

– Claro que se han hecho. Sabemos el grupo sanguíneo de la víctima, su ADN y sus enfermedades. Tenía una hepatitis C no curada del todo. El análisis de sus restos de heces nos ha indicado hasta lo que comió. Pero nada.

Méndez había alzado la cabeza.

– ¿Una hepatitis C mal curada? -balbuceó-. Eso indica que habría ido al médico últimamente. Es una pista.

– ¿Y cree que los de Homicidios no la han tenido en cuenta? Los pobres han hecho un trabajo de cabrones, mientras esperan a que les suban el sueldo. Investigación en todos los centros de la Seguridad Social de toda España, caso por caso de hepatitis C. Y luego consulta telefónica a todas las mujeres afectadas, para convencerse de que seguían vivas, es decir, no eran la de la calle Serrano. Y luego comprobación de los certificados de defunción de todas las muertes. Eso son horas que no se cobran. Y luego vuelta a casa para encontrarte con la cara de piedra de tu mujer.

Méndez cabeceó lentamente.

– Seguro que la víctima era una chica rica, con un padre poderoso -musitó-. Debieron de atenderla en la medicina privada.

– Eso ya es casi imposible de comprobar.

– ¿Pero lo intentan?

– Un agente telefonea a todos los especialistas de Madrid, en un trabajo de cabrón veterano. Pero luego habría que seguir por Chinchón, por Móstoles… para llegar hasta Sevilla. Imposible. Lo único que hay que hacer es estar atentos al dato y confiar en la casualidad, que a la larga resuelve más de la mitad de los casos.

Dicho esto, Fortes volvió a consultar su reloj.

– Trabajo urgente -gruñó.

– ¿Carabanchel?

– Lo único que le digo, Méndez, es que, si tardo más, a la chica le va a venir la regla. Y ahora vayase a jeringar a su madre.

Méndez llegó a la amarga conclusión de que ya no tenía a nadie a quien jeringar.

Pero no se resignaba a olvidar aquello: no era un crimen, eran tres. Y dos de ellos particularmente repulsivos. Sólo uno, el que acabó con la joven criadita de la viuda de Paco Rivera, había sido relativamente humano, si un asesinato lo es alguna vez.

De modo que Méndez, ya que estaba en Madrid y tenía tiempo libre, resolvió ir a ver a la viuda. Con un poco de suerte la encontraría desnuda, como la otra vez. Si las enfermedades venéreas se pillasen por mirar, Méndez ya estaría con el rigor mortis.

Antes telefoneó a Barcelona. Un amigo suyo, a punto de jubilarse, le prometió enterarse de todo lo que se averiguara sobre la muerte de David Mellado. «Pero no te hagas ilusiones, oye -le contestaron-. Por lo que sé, todo lo que se investiga hasta ahora es rutina.» Luego Méndez buscó algún viejo bar de Madrid, un superviviente de la República, lugar de cabildeos políticos y tertulias extinguidas, donde aún quedase un poeta muerto sobre un velador, en espera de que alguien pagase la cuenta.

Por lo que pudo ver, sólo quedaba el Gijón, pero a aquella hora sólo había unos cuantos actores de televisión que buscaban trabajo y unas cuantas señoras casadas que hablaban de lo caros que estaban los pisos.

Méndez, a falta de algo mejor, se bebió allí con unción una cerveza helada, tras dominar su deseo de pedirle al camarero que la consagrase.

Luego fue a ver a la viudita Rivera, confiando en que aún estuviese viviendo en la plaza Mayor.

Le abrió una criada nueva, ésta severa y austera, vestida como para ir a la procesión en Tordesillas, y de una edad como para pensar en ir cobrando el SOVI. Sin embargo, la viudita Rivera (aunque también iba vestida como para ir a una procesión, y eso sugería mil pensamientos obscenos a Méndez) no era severa ni austera ni tenía edad para cobrar el seguro de vejez. Méndez, sentado en el recibidor, la vio cuando se abría la puerta de la sala que quedaba a la derecha: por un momento la distinguió sentada, con el borde de su falda negra muy arriba, los zapatos de alto tacón, las medias color humo, el límite de lo prohibido, el botón insinuado del liguero, una línea de carne dura, tensa, blanca, desbordante, estallante, viva, que recibía en secreto el acoso sexual del sol.

Méndez pensó: ¡Coño!

Él sabía que esta palabra no era vana. Si vamos a fijarnos, resume toda la intelectualidad popular.

Pero inmediatamente hubo de prestar atención a otras cosas. Porque de la habitación de la viuda acababa de salir un hombre con sotana, con anillo, con tonsura, con todas las bendiciones del Señor. Era un hombre joven y por tanto con capacidad para fertilizar una procesión entera. El ensotanado dijo:

– Ave María Purísima.

Méndez repasó en lo más profundo de su memoria para saber lo que se tenía que responder en estos casos. Tremendo problema el del viejo polizonte que ha de regresar a los tiempos del Laus Deo y del Christus Vincit. Pero al fin Méndez triunfó:

– Sin pecado concebida -dijo.

Y se puso en pie, en señal de respeto, o al menos de cortesía. Los escasos conocimientos eclesiásticos de Méndez le habían llevado a la conclusión de que el hombre que acababa de salir era un obispo. Pero era un obispo joven, lo cual no tenía nada de extrañar, pensó Méndez, ahora que la juventud triunfaba en todas partes. El hombre le miró de soslayo.

– Ha dicho la fámula que usted quiere ver a la señora Rivera.

– Eso es, si no hay inconveniente… y si usted ha terminado.

Lo dijo con retintín, pero el obispo no lo notó.

– Claro que sí. Pase, por favor.

No hizo falta, porque la viudita Rivera salía en aquel momento. La falda había bajado, las medias ya no recibían el acoso del sol, el botón del liguero había desaparecido. Pero el vestido aún daba a la viudita un aire procesional, de perversión eucarística, de mujer que sabía hacerlo a escondidas y sin lanzar grititos. Méndez, como se sabe atento a todas las corrupciones del país, había deseado antaño a las mujeres de las procesiones, sus vestidos negros, sus medias tensas, sobre las que palpitaba la carne prieta. Le gustaban las caras un poco pálidas, los labios rojos, las mantillas negras. Seguro que lo hacían sin quitarse la peineta y entonando elKirieleison, pero hay que decir que Méndez siempre había sido un hombre profundamente impuro.

La viudita le miró.

– Qué sorpresa, señor Méndez.

Ni una turbación: probablemente ni un recuerdo de que Méndez la había visto con el pubis al aire.

– Sólo he venido a saludarla, señora. Y a asegurarme de que no la molestan demasiado.

– Ahora nada en absoluto. Por cierto, no sé si se conocían usted y mi hijo.

– ¿Su hijo?

– Bueno, hijastro. Él es hijo de Paco y su primera mujer. Con su juventud, todo un señor obispo.

– Admirable, señora. En mis tiempos había muchos más curas y la competencia era mayor, pero de no ser por eso yo podría haber seguido mi verdadera vocación y haber llegado a ser papa, el papa Méndez. Me maravillan los obispos de hoy, tan sufridos y hechos a todo. En fin, señora, creo que he llegado en un mal momento.

– No, no… Mi hijo ya se iba. Me viene a visitar muy poco, pero él sabe que agradezco su compañía. ¿Tiene que preguntarme algo?

– No, señora. Sólo asegurarme de que no la molestan y de que no ha recibido amenazas ni ha pasado nada desde la última vez que nos vimos. Es pura rutina.

– No, no ha pasado nada, aunque supongo que sigue la investigación. ¿Usted sabe algo nuevo?

– En Barcelona ha muerto un hombre que podría estar relacionado con el caso, pero no estoy seguro… Bien, no quiero molestarla. Cada vez que venga a Madrid le haré una visita, si usted me lo permite.

Tal vez la conversación hubiese durado más, aunque fuera con fórmulas de cortesía, pero el obispo la cortó secamente:

– Celebraría mucho poder hablar con usted, señor Méndez.

– Cuando usted quiera, señor…

– Jorge Rivera.

– Estoy a su disposición para lo que necesite.

– ¿Por qué no me acompaña? Me han dejado estacionar el coche a muy poca distancia de aquí. No seré pesado, se lo aseguro. Y prometo que no voy a pedirle ninguna limosna para los chinitos.

Salieron los dos, tras despedirse Méndez de la viuda. La plaza Mayor empezaba a estar llena de bebedores, de japoneses que tomaban fotografías y de vendedores ambulantes que se ciscaban en la estatua del rey. Los japoneses empezaron a orientar sus máquinas hacia el obispo, lo cual indicaba lo mucho que ya llamaba la atención una sotana en la España católica. Qué diferencia de aquellos buenos tiempos, tan ejemplares, en que por no llevar sotana te quemaban vivo.

El obispo conducía un coche modesto, pero que quizá concordase con el que se había llevado el cadáver de don Paco Rivera en la plaza de Santa Ana. Aunque estaba en lugar prohibido, no tenía en el parabrisas ni una multa ni una bendición. Mientras rodaban por la calle Mayor, que iba perdiendo rápidamente toda su grandeza de vieja vía de los autos de fe, el obispo dijo:

– De modo que usted es el policía que descubrió aquel hecho terrible en casa de mi madrastra.

– Sí. ¿La visita usted con frecuencia?

– No mucho.

– ¿Por qué?

– Perdone, pero es asunto mío.

– ¿Le molesta como viste?

El obispo no contestó, pero apretó los puños sobre el volante. Méndez comprendió que había acertado. A Jorge Rivera, que quizá era un obispo de buena fe, le gustaban las mujeres de Dios, pero no las mujeres de los hombres. Le turbaba saber -de una forma casi palpable y bendecida por el sol- que su madrastra usaba ligueros y medias clásicas, es decir, medias pecadoras y ligadas al muslo estallante, al triángulo del mal, a la autopista de la lengua. A los recuerdos, quién sabe, de su primer pecado de cura, a su primera paja desbordante, ah, ah, ah, mientras todo el santoral temblaba. Seguro que en la relación con su madrastra había un hilo de deseo, otro de admiración y otro de odio. Y quién sabe -seguía pensando Méndez con su perversidad habitual- si la madrastra había notado esto (es decir, seguro que había notado esto) y por tanto cruzaba las piernas, dejaba deslizarse la falda y nacer una línea de carne blanca bajo los ojos del aspirante a papa. Mira, tu padre tuvo una mujer de la que naciste tú y nacieron todos los bostezos y todas las tardes muertas de su vida: pero yo he sido algo más, yo he sido su puta.

Méndez susurró:

– En fin, que le molesta como viste.

– Digamos que para Marga no es importante la modestia cristiana.

– Usted debe de haber sufrido mucho, señor obispo.

– ¿Por qué?

– Ante todo, por el divorcio de su padre, don Paco Rivera, y su nueva boda con una mujer para la que no es importante la modestia cristiana.

Las manos volvieron a crisparse sobre el volante, mientras enfilaban la Carrera de San Jerónimo.

– Insisto en que es asunto mío, señor Méndez, pero en todo caso tampoco me parece tan grave. Y no sé si alguien le ha hablado de eso, pero sepa que el sufrimiento enriquece y que la hierba crece bajo la nieve.

– Opus.

– No.

– Lo siento, señor obispo: o uno ha leído poco o todos los libros de Iglesia dicen lo mismo. ¿Pero por qué quería hablar conmigo? Deje que lo adivine: usted piensa que yo investigué algo sobre la muerte de su padre. Y en sus ojos que ya ven la ciudad de Dios, es decir, la ciudad que nacerá aquí cuando el Madrid de las putas y de los alcaldes haya sido destruido, queda pendiente una lágrima: ¿sé yo algo más de lo que se ha dicho?

– No se ha dicho nada.

– Porque yo me ocupé de que no se dijera nada -murmuró Méndez-. Era mejor así. No se dijo nada de la muerte en la casa de doña Lorena Dosantos, quizá porque fue una muerte natural, ni del rescate del cadáver que ustedes hicieron en la plaza de Santa Ana, ni del traslado clandestino al chalet de la sierra, donde tuvo lugar la defunción oficial, o sea, la defunción santa. No, no tema, nadie va a intentar culparle de un delito por haber hecho eso. O sea, si quería hablar conmigo para tranquilizarse, puede estar tranquilo desde ahora. Pero, llegados a este punto, déjeme hacerle una pregunta para la que ya tengo la respuesta: usted ha sufrido mucho.

– Supongamos que sí.

– ¿Seguía a su padre más o menos regularmente?

– Sí.

– No le gustaba su vida, ¿verdad? -Supongamos que no.

– Lo cual indica -susurró Méndez- que en los sentimientos hacia su padre se confundían la compasión y el odio.

– ¿Y a usted qué le importa?

Méndez no hizo caso. Continuó:

– Me importa porque tuve que intervenir en esa muerte, aunque fuese de un modo marginal. Y déjeme suponer que usted lo ordenó todo, le dio una apariencia, digamos, respetable por pura compasión.

– Sí.

– Pero ahora, solucionados los problemas de la compasión, lo único que queda es el odio.

Habían llegado al final del paseo del Prado, es decir, a la estación de Atocha; seguro que el obispo conducía sin rumbo y no sabía muy bien ni dónde estaba. La estación de Atocha conservaba su vieja estructura decimonónica, pero, dentro, el imperio del tren de madera, la maleta de cartón, el bocata, la parienta, el pedo y el callo habían sido sustituidos por la pulcritud de unos jardines bancarios. El paseo ya no era lo que había sido, pensaba Méndez, pero conservaba sus bares de aluvión, sus cascaras de gamba, sus albóndigas de arcipreste, sus calamares de entreguerras y sus costillitas de cordero pascual. Méndez respiró hondamente, porque al fin y al cabo aquello se parecía mucho a sus calles barcelonesas: estaba en una de las esquinas de la tierra prometida.

El obispo se detuvo junto a un paso cebra y le miró con fijeza.

– Agradezco todo lo que ustedes han hecho -dijo-. Al menos no se ha hablado de mi padre.

– Usted se avergüenza de él.

– Se equivoca. Nunca he tenido miedo de que su modo de actuar entorpeciera mi carrera eclesiástica. -No me refiero a eso.

– ¿Se refiere usted entonces a una vergüenza moral, a la vergüenza más humana que existe? En ese caso, para qué vamos a engañarnos. En ese caso le diré que sí, que no me gusta recordar a mi padre, al conocido don Paco Rivera. Si pudiese, me cambiaría el apellido. Él destruyó muchas cosas, empezando por mi madre.

– Una señora hogareña, supongo.

– ¿Qué tiene usted contra ellas?

– Nada, nada… Justamente soy de los que creen que la estabilidad de un país viene de las señoras hogareñas.

– Mi madre es una buena cristiana: recatada, cumplidora, casta y justa. Ya de niño me crió en el temor de Dios.

– No es lo mismo el temor de Dios que el amor a Dios -se atrevió a susurrar Méndez.

– A ver si me va a resultar usted un moralista…

– No, no, todo lo contrario… Soy un hombre pervertido y lúbrico.

– Yo admiro a mi madre. Amo a mi madre. Ello no me impide ver sus defectos, como por ejemplo el que le guste, o le haya gustado, lucir socialmente, estrenar ropa, ir a cenas y recepciones y tener muy al día la lista de personas que deben invitarla o a las que ella tiene que invitar. Pero desengañémonos: la vida del Madrid tradicional es eso, y nunca cambiará. Ni conviene que cambie. Una familia pertenece a su clase, y sobre todo una mujer pertenece a su clase. Mi madre tiene muy asumido eso, sobre todo porque hubo de subir desde muy abajo.

– ¿Su padre no fue siempre rico?

– Oh, no… -El joven obispo rió secamente-. Este país, que tuvo cuarenta años de estabilidad con Franco, ha visto luego nacer y morir fortunas muy rápidamente. Mi padre estaba arruinado, pero, eso sí, siempre fue un gran trabajador. Volvió a subir desde abajo.

– Cuando estaba abajo conoció a su madre…

– Sí.

– Que supongo era una mujer humilde, sensata, trabajadora y sencilla. Pero los dos subieron juntos, su marido y ella.

– Pues claro que sí.

– Yo no sé si su padre, señor obispo, cambió demasiado. Pese a que venía de una gran familia y últimamente tenía mucho dinero, la fama que ha conservado es la de un hombre bromista, amable y asequible. Su madre, por lo que parece, pensó más en las recepciones, las cenas y las personas que la tenían que invitar. Bueno, en ese Madrid que no conviene que cambie.

– Lo dice usted con un cierto retintín, señor Méndez. Y eso me molesta.

– Todo lo contrario. Intento ver las virtudes de cada uno.

– Pues, en el caso de mi madre, las virtudes se han acentuado cada vez: una casa muy ordenada y limpia, con el personal de servicio en su sitio. Misa diaria, porque al fin y al cabo no cuesta tanto trabajo hablar con Dios. Corrección en la cama, o al menos nunca he tenido motivo para pensar otra cosa. Respeto absoluto al nombre de mi padre, y por supuesto una conducta honesta a toda prueba.

– Me parece que no fue ése el caso de su padre -dijo Méndez, mirando al vacío.

El obispo sonrió amargamente.

– Qué va a ser el caso… En fin, para qué voy a mentir, señor Méndez, si usted es el primero en saber cómo murió. Pues murió como había vivido, rodeado de mujerzuelas y de pecados, envuelto en sábanas que no eran suyas y quién sabe si en una actitud innoble. No debería decir esto, porque es una falta de respeto muy poco cristiana, pero a veces importa más la verdad que la vergüenza. Por supuesto, mi madre nunca fue tonta, y pronto adivinó toda la verdad.

– ¿Qué hizo al adivinarla?

– Me pidió consejo a mí.

– No todas las madres tienen a mano un obispo -dijo Méndez-. Magnífica idea.

A Jorge Rivera tampoco le gustó esta vez el tono de voz. Gritó bruscamente:

– ¡Baje del coche! -Y en seguida-: Bueno, no, perdone, a veces no me doy cuenta de que mi actitud es poco cristiana. Puede quedarse pero, por favor, no haga comentarios. Mi madre me pidió consejo, aunque entonces yo no era obispo ni pensaba serlo. Debo decirle, señor Méndez, que hay una jerarquía moral, muy alejada de la jerarquía de las callejas que usted frecuenta, según me han dicho. De modo que mi propia madre, con lágrimas en los ojos, me pidió orientación, y yo le aconsejé que tuviera la virtud de la santa paciencia. No es nada baladí, créame: la santa paciencia es importantísima para la cohesión social. Uno ha llegado a calcular que, de los matrimonios que ya tienen más de cinco años, un diez por ciento se mantiene por intereses comerciales de las partes, un veinte por ciento por el sexo, lo cual, me confiesan muchos feligreses, ya es una proeza, y el setenta por ciento restante se mantiene gracias a la santa paciencia, que de paso se ha convertido en una costumbre hogareña. Eso fue lo que le aconsejé a mi madre, pero ella no aceptó.

– ¿Y qué fue lo que hizo?

– Pedirle a mi padre el divorcio, que entonces ya existía, aunque para mí nunca debió existir. Que se fuera de casa y le pasara una buena pensión, además de la mitad de lo que él había llegado a poseer durante toda su vida.

– Eso le dio mejor resultado económico que la santa paciencia -dijo Méndez.

– Cállese. Le he pedido que no hiciera comentarios. Reconozco que el trato se resolvió muy bien a favor de mi madre, pero no fue eso lo que le aconsejé. El negocio del divorcio, tan practicado hoy, no es un negocio cristiano. Si ella había venido con lágrimas en los ojos hasta mí, con lágrimas en los ojos fui yo hasta ella para pedirle que no lo hiciese.

– ¿No intentó hablar con su padre, es decir, con Paco Rivera?

– Sólo le pregunté si era verdad lo que mi madre decía.

– ¿Y él qué contestó?

– Que sí. No intentó negarlo: dijo que sí. Fue a partir de ese momento cuando me negué al menor diálogo con él, aunque luego me arrepentí. Me arrepentí, como los malos sacerdotes, cuando el mal ya estaba hecho: mi padre tampoco me pedía diálogo, pero debería haber comprendido que era por vergüenza. Debería haber ido yo hacia él, y no lo hice. Falté a mi deber, aunque entonces no me daba cuenta. Me parecía que ya cumplía siguiendo las indicaciones de mi madre, que en este sentido se comportaba como una santa.

– ¿En qué sentido cumplió usted?

– En el de vigilar a mi padre, en el de impedir, sobre todo cuando ya tuve el poder de un obispo, que hiciera el ridículo más. Supongo que usted no lo ha pensado, Méndez, y que los maridos españoles no suelen pensarlo tampoco: pero si el pecado es además ridículo, pues doble pecado. Y ése fue el deber que me impuse: seguir el caritativo consejo de mi madre.

– Lo hizo muy bien -susurró el viejo polizonte-, y lo prueba el montaje de la muerte de Paco Rivera.

– Reconozco que, en este sentido, mi madrastra me ayudó.

– A pesar de lo cual, usted no siente demasiada simpatía por ella. Si la visita, es sólo por educación.

Las manos cerradas sobre el volante se crisparon otra vez.

– No es cuestión de simpatía, sino de altura moral. Ella ha sido una mujer de otro mundo, y todavía lo es: le parece muy normal sentarse de cualquier manera, como si delante no tuviese un hombre.

– Tal vez ella piense que usted no es un hombre.

– ¿Pues qué soy?

– Un obispo.

– Mire, Méndez, déjese de mandangas. Yo no voy a discutir si soy más hombre que obispo o más obispo que hombre, pero Marga debería ver una cosa clara: soy su hijo.

– Eso lo entiendo -susurró Méndez.

– Gracias por haber accedido a acompañarme en el coche y a tener esta conversación conmigo: reconozco que no he sido demasiado educado con usted.

– Tampoco yo lo he sido. Espiritualmente pertenezco a barrios obreros, ¿sabe?, en que la gente, antes de morir, pedían que le dejasen dar una patada al amo y quemar una iglesia. Y creo que soy yo el que debe darle las gracias. Me ha aclarado algunas cosas.

En la mirada del obispo Jorge Rivera hubo una señal de alarma.

– Espero que esto no forme parte de una investigación -dijo.

– No, no, de ninguna manera. Reconozco que he venido a Madrid a investigar, pero no he averiguado absolutamente nada. Además, ni a usted ni a su madrastra tenía que interrogarlos. ¿Por qué habría de hacerlo?

– En casa de mi madrastra se produjo un crimen -apuntó el obispo.

– Sí, pero ya está resuelto. Sabemos quién mató a aquella criada, a Sonia: fue un tal David Mellado, al cual no podemos detener porque ya está muerto. Lo mataron salvajemente en Barcelona, en una especie de ritual de sangre que quizá se tuviera bien merecido. Se ve que Mónica, antes de morir, dijo que le tenía miedo. Bueno, no sé si llamarla Mónica o llamarla Sonia, porque ella, como muchas mujeres que viven de la cama, mezclaba su nombre de bautismo con su nombre de trabajo, pero lo mismo da. El caso es que sabía que estaba en peligro y tenía miedo de morir.

– Miedo del tal David Mellado, supongo.

– Sí.

– ¿Eso se lo contó mi madrastra?

– Claro. ¿Es que mintió?

– No. Estoy seguro de que no mintió -susurró el obispo-, porque Marga, mi madrastra, a falta de otras virtudes, suele decir la verdad. Pero es curioso…

– ¿Curioso, qué?

– En una visita que hice a casa de mi madrastra… el lío del entierro de Paco Rivera originó muchos contactos entre nosotros, ya lo puede imaginar, vi a Sonia muy preocupada, tanto que le pregunté qué le ocurría.

– ¿Y ella le dijo que tenía miedo de un hombre?

– No. Me dijo que tenía miedo de una mujer.