172936.fb2
Si las palabras de la Santa Madre Iglesia están para ser recordadas, Méndez era un cristiano de narices, con gran sorpresa del personal. Porque en su cerebro daban vuelta continuamente las últimas palabras del obispo, las que pronunció cuando se despidieron en el coche: «Miedo de una mujer.»
¿Una mujer?
¿Pero quién?… La verdad es que Méndez no entendía nada. Estaba claro -o razonablemente claro- que a la criada de Marga la había amenazado un tipo llamado David con el que tenía una relación, probablemente sentimental, o ligada a su antigua vida. Estaba claro -o razonablemente claro- que el tal David había acabado con ella. ¿Pero una mujer?… ¿Qué mujer? Los datos se amontonaban en el obtuso cerebro de Méndez: a la chica la había amenazado un hombre, no una mujer, porque Marga oyó su voz al descolgar casualmente el teléfono. A la chica la había depositado en la cama un hombre, no una mujer, entre otras razones porque a una mujer quizá le habrían faltado fuerzas. O al menos eso pensaba Méndez, que era uno de los pocos que aún creían en el macho ibérico.
Por consiguiente, se transformó en oscura una cosa que él tenía -o creía tener- clara. Pero era evidente que a aquella mujer desconocida no la hallaría nunca en un desconocido Madrid, de modo que decidió olvidarse del asunto y regresar cuanto antes a Barcelona.
Antes, sin embargo, tenía que despedirse de un amigo. Y así decidió ir a ver a don Alejandro Díaz de Quiroga Manglano y Mesa, honra y prez del funcionariado español y de todas sus clases pasivas.
Lo encontró haciendo la ruta de las papeleras. La cosecha debía de ir muy mal, porque don Alejandro llevaba unABC antiguo de dos semanas.
– Se agradece un cafelito -dijo.
Tomaron asiento en una terraza de la Gran Vía, y don Álex explicó que todas las chicas de la casa de doña Lorenza Dosantos recordaban con agrado a Paco Rivera, un hombre que les hacía obsequios, las animaba en los momentos difíciles, gestionaba sus papeles y no las molestaba nunca.
– Hay algo que no me acabo de explicar -dijo pensativamente Méndez-. Don Paco Rivera tenía una esposa muy atractiva, ¿por qué iba entonces a una casa de mujeres?
– Vamos a ver, vamos a ver… -dijo don Alejandro alzando un poco un brazo, como si fuera a buscar algo en el archivador de su memoria-. Por lo que me han contado, Paco Rivera no fue nada feliz con su primera mujer.
– Pues lucharon juntos en épocas difíciles. Paco Rivera parece que las sufrió.
– Eso es cierto y pudo superarlas. Pero luego su mujer fue cambiando. Mi experiencia de funcionario mamón, que ve el mundo a través de una ventanilla, me ha enseñado que es muy difícil que un matrimonio sobreviva a una crisis económica grave y a su angustia, pero es también muy difícil que sobreviva a una abundancia y a su aburrimiento. Es más, yo le diría que las dificultades económicas unen, y hasta cargan a un matrimonio de proyectos, pero el dinero separa, y carga a un matrimonio de puñetas. Yo creo que los problemas entre don Paco y su mujer empezaron cuando ya lo tenían todo pagado y les quedó tiempo para ver morir la tarde en su salita de estar, mientras se miraban a la cara. Cuando tienes problemas, no ves la cara; ves el futuro. Cuando no te queda más que la cara, mal asunto.
– Eso es aproximadamente lo que me explicó su hijo -dijo Méndez-. El aburrimiento matrimonial es uno de los grandes problemas del país. Habría que dictar alguna ley para remediarlo, o mejor aún, diecisiete leyes, una por cada autonomía. Y es que yo estoy seguro de que el aburrimiento de un matrimonio catalán no es el mismo que el aburrimiento de un matrimonio de Burgos.
Don Alejandro, que no era nada centralista, hizo un gesto de asentimiento.
– Tiene razón, señor Méndez, y creo que ésa fue una de las causas del distanciamiento de don Paco y de su gran aburrimiento madrileño. Y del aburrimiento de su mujer, todo hay que decirlo. Yo, dentro de la modestia, he estado pensando entre expediente y expediente, señor Méndez, y como mi escasa categoría como funcionario no me permite pensar en las grandes crisis nacionales, me he dedicado a pensar en las grandes crisis domésticas. ¿Cómo se origina una gran crisis doméstica? Mire usted, señor Méndez, para dos novios es muy fácil tener un proyecto de vida común: ambos piensan al mismo tiempo en irse de casa, encontrar un piso, amueblarlo, mirar los folletos de las agencias de viajes y planificar un polvo. Eso les hace pensar que la vida tiene un sentido y que han nacido el uno para el otro. Pero los años de matrimonio van variando poco a poco la situación, con la persistencia de una gota de agua. Nada garantiza que el proyecto de vida que se va formando el marido coincida con el proyecto de vida que se va formando la mujer; es más, uno de los proyectos estorba al otro. Al final, son dos perfectos desconocidos que se encuentran, se miran, se gruñen y buscan refugio en otros sitios. Pero no tema, señor Méndez, que la sabiduría occidental lo tiene todo previsto: hay excelentes refugios, como el trabajo, el juego del dominó, el cotilleo con las amigas y el Campeonato Nacional de Liga. Quien crea que en una casa hay un mundo, se equivoca: hay dos mundos. Ni siquiera los hijos renuevan el primer proyecto común, porque para los hijos, cada uno suele tener un proyecto distinto.
Don Álex, hombre bregado en los cafés madrileños -que es donde se tramita el futuro del país-, continuó:
– Pero a lo que iba: hay dos sistemas para que el viejo matrimonio aún se tome de la manita y permanezca unido. Uno es hallar un nuevo proyecto de vida común, como por ejemplo comprarse otro piso y otros muebles. Pero esto no siempre es posible.
– ¿Y el otro sistema?
– No haber tenido jamás un proyecto de vida.
Don Álex cabeceó lentamente.
– Esto puede parecer terrible, señor Méndez -continuó-: dejarse llevar y no ser nadie. Pero ahí podría estar una de las claves de la felicidad, como la clave de la felicidad de un país es no tener historia. Y ahora perdone estas reflexiones de funcionario que entre expediente y expediente se busca una excusa para no trabajar. Iré otra vez a lo que hablábamos: don Paco era un hombre reflexivo y hasta había empezado a escribir dos libros, aunque nunca los terminó. A su mujer, en cambio, sólo le interesaba figurar, ahora que tenía dinero. Fue el sentimiento de soledad el que impulsó a don Paco hacia las casas de mujeres que podían hablar con él. Yo creo que compró, no sus coños, sino sus palabras.
Méndez, para quien el sexo era un imposible (y por tanto ya podía seguir fácilmente el camino de la virtud), susurró:
– Eso es más frecuente de lo que parece; las casas de putas están llenas de soledades. Pero aun así, lo de don Paco Rivera me parece un recurso fácil.
– Por lo que me han contado las chicas, no iba allí a chingar, aunque de vez en cuando lo hiciera. Iba a hablar, a no sentirse solo, lo cual no tiene nada de extraño conociendo la locuacidad de doña Lorena, que es en Madrid una institución cultural tan importante como el Gasón del Buen Retiro. Además, don Paco se dio cuenta de que las mujeres de la casa no estaban allí por casualidad, de que cada una tenía una historia.
– Eso también lo sé yo -dijo Méndez-. ¿Por qué cree que he penetrado en la entraña de mis barrios? Pero don Paco Rivera no era un viejo policía, sino un empresario y un hombre muy trabajador. Dígame, si lo sabe, cómo empezó todo.
– Empezó -dijo don Alex- con las lágrimas de un hombre.
Bebió su último chupito de café y añadió:
– Don Paco Rivera observó, en aquel gran centro social que era la casa, que la mayor parte de las chicas iban allí por necesidad: estaban con doña Lorena porque la vida no les había ofrecido otra cosa, o al menos ellas no habían sabido verlo, que es una cuestión distinta. Don Paco se dio cuenta, y eso le dio mucho que pensar, de que entre aquellas paredes estaba la gran radiografía de la España pobre. Pero había otras mujeres que no estaban allí por necesidad; estaban allí por odio.
Méndez susurró:
– ¿Por odio?
– Sí. Por ejemplo, la mujer que se sentía engañada. Si el marido le había puesto los cuernos en silencio, ella se los podía poner con música. Iba a la casa de doña Lorena a chingar con cualquiera, con cuantos más tíos, mejor, y luego se lo contaba al marido, añadiendo que encima ella no pagaba, sino que cobraba. Hay más casas españolas de las que usted cree con un marido que se ha quedado con la boca abierta y mirando a la puerta.
Méndez susurró:
– En los barrios siempre me han enseñado que donde las dan las toman.
– Don Paco Rivera vio eso y otras cosas más. Por ejemplo, alguna hija de empresario ricachón que iba allí a descubrir la vida. O a hacer un acto de rebeldía y de afirmación personal. No crea que es tan raro, Méndez; las personas somos tan complicadas que a veces pienso que nadie puede escribir nuestra verdadera historia. Y descubrió también chicas que se habían planteado la cama como un oficio cualquiera, con el que pronto, se decían ellas, podrían retirarse con toda dignidad. Don Paco, que sólo había buscado un remedio para su soledad, descubrió allí un mundo mucho más rico de lo que habría imaginado nunca. Además, la puta hispana habla por los codos en cuanto tiene confianza. Pero ya le he dicho que lo que le impresionó de verdad fueron las lágrimas de un hombre.
– Cuénteme eso -pidió Méndez.
– Conoció allí a una mujer separada del marido que se había organizado la vida entre el salón de doña Lorena, los espejos y las camas. Don Paco siempre imaginó, y las chicas se lo confirmaron, que el marido era un pobre hombre. Supongo que por eso ella lo plantó: porque le pareció poca cosa. El caso es que la mujer trabajaba con la más absoluta naturalidad y haciendo honor a las artes más respetables y antiguas. Tenía, según parece, una vulva ancha y elástica, de una sola dirección, es decir, estaba hecha para recibir, pero no para parir cosa alguna. Insisto en este gran cambio social, señor Méndez, porque hasta casi nuestros días las mujeres han estado programadas para parir, lo cual no deja de ser actividad santa, y no para recibir capullo alguno. Aquella mujer tenía también una boca poderosa y succionante, con su bajamar y pleamar, llena de fuerzas ocultas. Y un ano multiuso, honesto y trabajador, que era como una de esas estrellas enanas que no despiden luz y apenas se ven, pero según los astrónomos acaparan todo el magnetismo del universo. O sea, señor Méndez, que poco más se le podía pedir a una mujer de buena conducta.
Don Alex, que en horas de oficina debía de haber explicado toda la historia del país, continuó:
– El marido le pidió muchas veces que volviera, a pesar de saber lo que estaba haciendo con su vida. Y a pesar de saber que algunos de sus amigos conocían ya la vagina de una dirección, la boca en pleamar y el ano milagroso. Es decir, la dama no se detenía en consideraciones sociales ni hacía distingos: solamente atendía, como recomiendan nuestros banqueros, al trabajo bien hecho. Hasta que un día el marido tiene un acto de valor, que en el fondo es un acto de cobardía, y se presenta en la casa de doña Lorena provisto de sus ahorros de un año, una mirada vacía y unas manos temblorosas. El salón está lleno de silencios y de tardes que se deslizan sin que Madrid lo sepa. De entre las chicas elige a su mujer, que ni siquiera se inmuta; ella también tiene los ojos vacíos, pero, a diferencia de su marido, las manos no le tiemblan. La mujer le dice con voz opaca: «Pago por adelantado, y una vez en la habitación el señor cliente me dirá lo que quiere que le haga.» El señor cliente, que se ha hartado de golpear la cabeza contra las paredes de su casa solitaria, rompe todos los principios de aquel lejano honor que le enseñaron de niño. Y dice ante el espejo: «Ahora me la vas a chupar, puta, ahora me la vas a chupar con tu boca de mamona. Y si me lo haces bien, te daré una propina.» Ella tampoco se inmuta: «No se preocupe, usted ha pagado. Por cierto, ¿cómo se llama? ¿Alberto? Bonito nombre. ¿Le gusta que se lo haga así, delante del espejo? Pues bueno, empecemos cuando quiera.» Y el hombre vio la cabeza que iba arriba y abajo, vio la larga cabellera negra que había acariciado tantas veces, notó la profundidad de la lengua, sintió que se le ponía tiesa, y entonces la sacó de repente, estrelló su propia cabeza contra una de las paredes, y en silencio se puso a llorar.
»Ésa fue una de las cosas que más impresionaron a don Paco, señor Méndez, porque ya le he dicho que don Paco era un hombre observador, reflexivo, y sin duda pasado de moda. Imagino que en la casa de doña Lorena y otras parecidas, lo mejor, tanto para el hombre como para la mujer, es no pensar, pero resulta que don Paco Rivera pensaba. Y todo eso le hizo darse cuenta de que en las camas está la verdadera historia del país, su historia más profunda o, si usted quiere, la destilación secreta de todas las historias del mundo. Durante años, creo yo, y también lo creen las chicas en las profundidades del café, vio en el aire la cara de piedra de la mamadora y las lágrimas del mamado. Como vio al rico empresario de rodillas en el salón, cuando un día fue a la casa de doña Lorena y encontró allí a su hija. Don Paco fue captando todo el dolor humano y todo el misterio que se deslizaba por delante de los espejos: yo creo que fue el único que pensaba, en un sitio donde jamás se piensa. Y fue entonces, creo yo, cuando empezó a ayudar a algunas de las chicas, entre ellas una llamada Lola, que es nombre de guerra y catre. Pero resulta que esa Lola usaba un nombre auténtico, y durante una breve estancia en la casa de doña Lorena, entre visitas de diputados y consejeros de banco, de los que no se sabe que ninguno llorara alguna vez, hizo amistad con Paco Rivera y le contó sus cosas. Parece que don Paco le dio dinero para una hija que Lola tenía en París, educándose en la inocencia.
Méndez echó la cabeza para atrás y de nuevo apareció en sus ojos, aunque fugazmente, la mirada de la serpiente vieja.
– ¿Esa hija de París se llama casualmente Carol? -preguntó en voz baja.
– No lo sé. Yo sólo sé lo que las chicas me han contado en el café, entre cortados, pipermints y encargos para la legación pontificia.
– ¿Doña Lorena puede recordarlo?
– Pues supongo que sí.
– Es que puede que yo conozca a la tal Lola -explicó Méndez-. El mundo de las camas parece muy grande, pero en el fondo no lo es tanto, y además una cama está siempre relacionada con otra. Lola también es depositaría de una historia de la España profunda. Me contaron que es hija de una emigrante, la señora Tomasa, que en los años del hambre caminó casi veinte kilómetros hasta la población de Gavá, desde la estación de Francia, llevando una maleta en cada mano y las hijas colgando de la falda. Una de las hijas era la tal Lola, que con los años llegó a hacer fortuna por la vía del altar y se casó con Pedro Mayor, un hombre rico, del que se divorció más tarde, y entonces, me han dicho, trató de hacer fortuna por la vía de la cama. Supongo que fue en esa época cuando Paco Rivera la conoció. Lola, si es la misma, tiene una hija estudiando en París, de modo que coinciden bastantes cosas.
– ¿Y eso qué tiene que ver? -preguntó don Álex.
– Puede que esté relacionado con una serie de crímenes, aunque ni Lola, ni mucho menos su hija Carol, tienen la culpa.
– Mal asunto, señor Méndez.
– ¿Por qué?
– Me temo que se va a ir usted de Madrid.
– No lo sé. Es posible. ¿Pero por qué lo lamenta?
– Porque estando usted en Madrid siempre tenía mi cafelito pagado -se quejó don Alex-. Hala, afloje la mosca.