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Cualquiera que se haya molestado en mover las piernas y subir hasta lo más alto de la calle Poeta Cabanyes, en el Poblé Sec, conoce la zona. Pero no es fácil que mucha gente la conozca, porque al final de todo hay una escalera, y por la escalera no se puede subir en coche. Es, de todos modos, lugar muy fotográfico. Hasta apareció en una película sobre la muerte delpresident Companys, como calle donde se reunían unos viejos luchadores dispuestos a subir a lo alto de la montaña, cargarse el castillo de Montjuïc y salvarle. La lástima -pensaba Méndez- es que ya no quedan viejos luchadores, la gente no se acuerda de quién era el president Companys ni sabe dónde para Poeta Cabanyes.
El sí que subió a lo más alto de la escalera. Desde allí, la calle bajaba hasta el Paralelo, navegando entre pastelerías con nena gordita, bisuterías con dueña emancipada, panaderías republicanas y barberías donde ya en los años veinte se afeitaba el alcalde de barrio. Se deslizaba entre recuerdos como el de Joan Manuel Serrat, y entre olvidos como el de Antonio Sabrás, honrado médico de pobres que salvó a todos los desahuciados del barrio, y quién sabe si permitió que la madre de Joan Manuel Serrat viviera. Se detenía en bares donde aún quedaba una copa en que bebió el último vecino fusilado. Al atardecer, la calle se dejaba mirar desde los balcones por poetas que, no habiendo podido cantar una tarde de lujuria, dedicaban su vida a cantar una tarde de hambre.
Méndez aún recordaba la montaña llena de huertecitos al final mismo de la escalera, con caminos que serpenteaban sobre el campo de fútbol del Poblé Sec y zonas de barracas conflictivas, como las de Can Valero, donde la Superioridad le enviaba a hacer razzias y en las que obtuvo notables éxitos, como el de aquella vez que detuvo a varios ladrones que entre todos sumaban un botín de cien pesetas.
Ahora la calle se había aburguesado, varias casas estaban siendo restauradas y hasta había un par de bares famosos donde iban a hacer el aperitivo los capitalistas amantes del progreso. También existía, al pie de la montaña, una pensión familiar, muy modesta, para representantes de empresas desaparecidas y familiares de vecinos que venían a Barcelona para un entierro.
En esa pensión tan modesta, por absurdo que pareciese, se había hospedado Carol. Aunque quizá no fuera tan absurdo si, como había adivinado la secretaria, pretendía demostrar a su padre que aún le faltaba dinero para vivir. La pensión tenía un comedorcito con un trinchante y un florero, un recibidor con un retrato de Pablo Iglesias, un perchero con un gorro de ducha y dos únicas habitaciones para huéspedes, con balconcitos que daban a la calle y a su historia.
– Sí, aquí se hospedó una chica llamada Carol Mayor -dijo la dueña-, una chica monilla, pero que, la verdad, cuando vino aquí no tenía buena cara. Buenas paellas, le dije, buenas paellas le convienen a usted, como las que hacen en La Oliveta, las Siete Puertas y Casa Remigio, que es de toda confianza. Pero las chicas de hoy no son como las de antes: quieren que les quepa bien una talla dos veces inferior y que la ropa les quede resultona aunque sea en la caja de muertos. A las chicas de hoy, créame, les han de hacer una transfusión cada vez que les viene la regla. Ni se comió una paella, ni se bebió una copa de coñac Fundador, ni se trajo ningún hombre a la habitación ni le dio ningún gusto al cuerpo.
– Debía de pasar una mala época -opinó Méndez-, un tiempo coñón, de esos en que pierdes el apetito. Pero yo he visto en las fotografías que es una chica con las cosas puestas en su sitio. Claro que foto de mayor sólo he visto una, y eso engaña. Descríbamela.
La dueña de la pensión le describió una mujer como la que él había visto fotografiada en casa de Lola, aunque al parecer bastante más delgaducha.
– ¿No recibió a nadie mientras estuvo aquí? -preguntó Méndez.
– A nadie, aunque la verdad es que sólo venía a dormir. Le pregunté si tenía parientes en Barcelona, y me contestó que su madre. Entonces le pregunté también por qué no vivía con ella.
– ¿Y qué le contestó?
– Nada. Imaginé que estaban enfadadas la una con la otra.
Méndez pensó que aquello también era lógico. Lola no querría que, a través de la vivienda o las llamadas telefónicas, Carol descubriese lo que hasta entonces había sido su vida.
La dueña le estaba mirando fijamente.
– Bueno, en resumen, ¿a qué ha venido usted? ¿Qué más quiere saber?
– Nada. Sólo asegurarme de que la chica había estado aquí. Pura rutina.
Pero no era pura rutina. Al salir, Méndez lo pensó. Le era imposible olvidar el arte que la infanta Carol tenía con el taladro, le era imposible olvidar el agujero terrible, profundo, sádico, sabio que con un taladro habían hecho en un ano, el ano del David chorizo. Justo el que había amenazado a la infanta Carol y había dicho que, después de leer al marqués de Sade y a Pierre Loüys, estaba dispuesto a hacer toda clase de guarrerías con ella.
Méndez pensó también que aquello no le importaba nada; no era su trabajo. Pero la verdad es que le importaba. Méndez aún sentía como algo propio las historias de las calles, aún se fijaba en detalles que a la policía no le importan (como el miedo en los ojos de un niño o la amargura en los labios de una mujer), aún sabía ver en los portales las caras de los muertos y recordar los objetos nuevos que rompían la simetría del aire. Toda aquella historia (quizá a falta de otras historias más concretas, como por ejemplo la santa ira de una esposa) le obsesionaba. Buscó refugio en las mesas del viejo café Chicago, lugar de empleadillos y de copas pagadas a principio de mes, pero el café Chicago no existía; en su lugar perduraba una caja de ahorros donde en lugar de servirte un anís Machaquito te servían una libreta al dos por ciento.
Pocas mesas quedaban ya en el Paralelo, donde antaño pudieron sentarse todos los culos de Europa. Sólo una sillita aquí, una mesita allá. Méndez halló acomodo -que no paz- en los restos de una cervecería cuyas jarras, no demasiado limpias, conservaron durante años las marcas de un pintalabios de vedette y ahora conservaban con amor las babas de un jubilado. El Paralelo se estaba muriendo a trozos, a palmos cuadrados, a horas: alguien tenía que salir de la tumba e inventarlo otra vez. Porque Méndez sabía que las calles siempre tienen que ser inventadas. Volvió la cabeza.
Uno se hace viejo, y como le queda poca vida, se atreve a todo. Méndez nunca había salido de los barrios bajos y sombríos, por temor a que el aire limpio le perforase los pulmones, y como máximo hacía excursiones -previa consulta médica- hasta la Diagonal y el paseo de Gracia. Hasta que un día se atrevió a ir a Egipto, y como no le ocurrió nada (salvo una mayor momificación de sus partes viriles), fue ganando atrevimiento y audacia. Fuentes de la Jefatura Superior decían que había sido visto incluso en el Tibidabo y Vallvidrera, y hasta comiendo los restos de una paella en una terraza del Puerto Olímpico. Ahora se iba a París, aunque sus compañeros más veteranos decían que no volvería para contarlo.
Méndez no conocía París ni las líneas férreas que lo unen con Barcelona, en trenes rigurosamente nocturnos. En el colmo del lujo, adquirió billete para un departamentosingle del coche cama más prometedor que había visto en su vida. Lástima que no tuviera allí una chica, al menos para pasar la noche hablando de los cuplés de la Bella Dorita. En realidad, Méndez pasó la noche observando los fugitivos pueblos franceses, con las torres de sus iglesias iluminadas, sus pequeñas residencias burguesas y sus casas de piedra donde vivían probablemente mujeres a punto de cometer un pecado mortal. Méndez, en su juventud, había sido educado en la limpia santidad española, según la cual, todos los pecados mortales se cometen en Francia, y por tanto lo que hay que hacer es poner mucha guardia civil en la frontera. Llegó extasiado, pero muerto de sueño, a la estación de Austerlitz, sitio sin duda peligroso porque durante cuarenta años todos los refugiados españoles habían pasado por ella.
Hermosa ciudad, París. Hermosa y vieja ciudad llena de buhardillas para atrapar desprevenida a una criada, mientras que en España no las hay, y las que hay están desaprovechadas porque sólo sirven para que un gato atrape desprevenida a una gata. Sin más que su perspectiva visual, Francia le pareció a Méndez un país acreditado y burgués, donde curiosamente la familia significaba algo más que la sociedad de socorros mutuos que ha llegado a ser en España. La misma perspectiva visual le decía que París no definía a Francia: Francia era la provincia, la casa de los antepasados, el monumento a los muertos de la Gran Guerra, el negocio familiar, el vino de la tierra, la sobrina del cura y, en fin, todos esos elementos que dan a un país estabilidad y permanencia.
Méndez se instaló en un hotel del barrio Latino situado muy cerca del bulevar Saint Germain, en un edificio tan antiguo que en él debió de haber criadas graciosamente fecundadas por Enrique IV. Tuvo suerte: le dieron una buhardilla desde cuyas claraboyas se divisaban las torres de Notre Dame, y en cuyos cristales defecaban palomas llegadas desde Roma con órdenes secretas. Una escalera de caracol, que parecía la última obra de los templarios antes de ser quemados vivos, llevaba desde la buhardilla de Méndez, a una recepción que parecía la taquilla del metro y a un comedor donde dormitaban dos japoneses. La calle era tranquila, oscura, y en ella había un vendedor de flautas, un librero de viejo, un coleccionista de soldados de plomo y otros comerciantes venerables.
Si Méndez se había instalado allí era por una razón: le gustaba el corazón de las ciudades. Y aunque París tenía muchos corazones (Méndez había leído docenas de libros sobre la plaza de los Vosgos, la Bastilla, el Palais Royal, el fauburg Saint Antoine y los líos financieros del barón de Hausmann), éste era el más cercano a la dirección que andaba buscando. Era la única pista de la infanta Carol, el domicilio que ésta había dado en la pensión barcelonesa del Poeta Cabanyes.
París es una ciudad cara, y por tanto a Méndez no le convenía pasarse demasiados días allí. Lo lógico habría sido ir en seguida a la rué Gay-Lussac, donde estaba o había estado el último domicilio de Carol, pero antes quiso situarse. Todas las ciudades -pensaba Méndez- y por tanto todos los misterios, tienen un alma. Si no conoces la primera, nunca aclararás el segundo. Y su instinto le dijo que parte de las almas que buscaba las encontraría en lugares más bien olvidados y sórdidos: las catacumbas y el cementerio de Le Pére Lachaise. Las almas de los bulevares, el Lido, el Maxim's, Pigalle y la place du Tertre las venden empaquetadas en las agencias de viajes. Méndez volvió a ser hombre de sombras, de esquinas y de rutas clandestinas en el metro.
Las catacumbas estaban en el entorno de una de las estaciones, la de Denfer-Rocherau. Méndez había leído no sabía dónde ni cuándo -seguramente en un libro comprado una turbia mañana de domingo en el mercado de viejo de San Antonio- que cerca de allí, durante una excavación, fueron halladas centenares de cabezas de gato. ¿Qué pasaba? ¿Eran gatos proletarios, que alguien había ido asesinando junto a las basuras de París? ¿O, por el contrario, eran gatos capitalistas, guillotinados durante la Revolución francesa? ¿Y por qué allí? Tras arduas investigaciones, el historiador había comprobado que en ese mismo lugar, en tiempos bendecidos por la buena fe, había existido un gran restaurante especializado en carnes de conejo. Méndez meditó sobre los misterios de las grandes ciudades mientras se sumergía en las catacumbas, en su angustia, en su encierro y en su sensación de aire ya respirado por muertos. Cuando los cementerios parroquiales de París quedaron engullidos por la ciudad y hubo que suprimirlos, los huesos de los parisinos muertos en gracia de Dios (pero nada más) fueron recogidos y trasladados a las catacumbas, ordenándolos por barrios.
Con ello, no París, pero sí las entrañas secretas de París, les reservaban perpetua memoria. No como en Barcelona, pensaba Méndez, donde los viejos cementerios parroquiales fueron eliminados edificando sobre ellos una plaza. Todas las plazas de la ciudad antigua, donde ahora crece un árbol y donde una dependienta masturba a un dependiente, están construidas sobre un inmenso osario. Allí yacen los comerciantes de la ciudad amurallada, los mártires de la venta al detall, sus santas esposas (mártires de cien polvos bendecidos por la abuela), sus empleados (mártires del mostrador y la escoba), las pobres putas de las casas francas, los marinos venidos de América, los sargentos de la Ciudadela, los anarquistas del esperanto y la bomba y los mártires de la Barcelona libre de 1714, malos españoles ellos, sobre cuyas tumbas izaron un día bandera los falangistas y desfilaron brazo en alto al paso alegre de la paz.
Este París más respetuoso con los muertos era el que visitaba Méndez, como homenaje a las entrañas olvidadas en las que nadie piensa. Pero como Méndez era un hombre de ideas fétidas, y que en el fondo no creía en nada, al llegar al osario de los muertos de la Bastilla tuvo una idea inquietante. Allí estaban mezclados todos los caídos, desde los que murieron por el rey hasta los que murieron por la libertad del hombre. Y Méndez pensó que a la fuerza tenían que estar también allí los huesos de algún comerciante de Reus que, sin comerlo ni beberlo, se había visto envuelto en el fregado de Lafayette cuando estaba a punto de cerrar una venta.
En el cementerio de Le Pére Lachaise, bajo cuyos huesos pasaba prácticamente el metro, tuvo muchos motivos para no creer en nada. Allí yacía el gran París, el de los poetas y los músicos, el de las damas de los salones que les dieron de comer (como hoy les da de comer la tele), el de los bolsistas que pagaron un día la cuenta de Balzac, el de las mamonas del Palais Royal, el de los cardenales que las visitaron, el de las feligresas con un virgo conservado en alcohol, el de los clientes opulentos del Grand Vefour, el de los mariscales de Francia y el de los protectores de las nenas que aprendían a bailar en la Opera durante el día y a gemir en la cama durante la noche.Sic transit gloria mundi. El cementerio guardaba el secreto de sus vicios, sus ahorros, sus cuernos y sus deudas. Gran amigo que nunca habla. Pero a veces habla. Méndez, que no creía en nada, creyó todavía menos al hallar la tumba de un general napoleónico, un tal general Hugo, cargado de medallas, cicatrices y honores, vencedor en cien batallas, sobre cuya lápida había un cartelito que indicaba a los turistas: «Esta no es la tumba de Víctor Hugo. La tumba de Victor Hugo está en el Panteón.»
Bueno, pues Méndez ya había tratado de conocer un poco las entrañas de París, como conocía las entrañas de Barcelona. Y siguió su camino al adentrarse en el barrio del Temple, en cuyas tiendas aún había alguna botella de vino inmemorial y alguna dependienta emparedada, en cuyas esquinas aún había cafés de una angostura total, donde cabían milagrosamente dos veladores, dos posaderas, un vaso y la cuenta de las consumiciones. Méndez olvidó el París recomendado por las guías turísticas para hundirse en el París de las calles sin destino, el de los paquebotes del Sena, el de los restaurantes de todas las delicadezas y todas las basuras del mundo: restaurantes libaneses, turcos, griegos, chipriotas, somalíes y bereberes. Restaurantes para recién casados, restaurantes para banqueros de la República Federal, restaurantes para matronas recién orgasmadas, restaurantes para sodomitas. París -lo comprendía ahora- era la ciudad de todos, era el único sitio donde podía haber sido feliz -y fue feliz- un amigo suyo que intentó que le dieran cobijo unos parientes, y éstos acabaron instalándole en la caseta del perro. París -palabra de Méndez, digna de fe- era una de las dos o tres capitales del mundo.
Pero él había venido a trabajar y a dar testimonio de que el funcionario español puede llegar a ser un individuo útil. Fue a la rué Gay-Lussac, último domicilio conocido, al menos para él, de la infanta Carol.
Era una escalera tortuosa, y tan estrecha que Méndez en seguida imaginó que las matronas habían de subir por ella de perfil, y los ataúdes salir por la ventana. Para su sorpresa, el piso estaba habitado, pero no por quien él esperaba. En vez de abrirle Carol -de la cual no tenía más referencia que un nombre y un retrato entrevisto en un salón-, le abrió una mujer de edad que, como todas las pensionistas francesas, llevaba un vestido para conmemorar el 14 de julio y un sombrerito eterno que también debía de servirle de gorro de dormir. Aquella francesa típica le habló en un francés tan malo que Méndez adivinó que a la fuerza tenía que ser española.
– Qué voulez vous içi?Je ne donne pas de la limosna. Allez, Allez!-dijo la pensionista en plan de bienvenida.
– Por su acento, usted tiene que ser gallega -contestó Méndez.
– ¿Cómo lo sabe?
– He visto gallegos en todas las ciudades del mundo. Mejor dicho, los habría visto si hubiese recorrido mundo.
– ¿Usted quién es? -preguntó la señora, ya con acento de Betanzos.
– Me llamo Ricardo Méndez. Soy un policía español.
– ¿Un policía?
– Sí, pero arrepentido.
– ¿Y qué hace aquí?
– Nada malo. He venido a ver, si es posible, a una señorita española llamada Carol Mayor. Bueno, supongo que sigue siendo española.
– Ella no está, pero pase.
El piso era modesto. Parecía mentira, pero la infanta Carol parecía decidida a demostrarle a su padre que no le daba bastante para vivir bien. Tenía paredes empapeladas en la época de Thiers, cortinas ya amarillentas y una moqueta comida por diversas plagas prehistóricas. Los muebles eran viejos y seguramente comprados en el Marché aux Puces, lo cual no es ningún demérito, porque a Méndez, hombre tradicional, le habían dicho que en el Marché aux Puces hay muebles perfectos procedentes de épocas señoriales y perfectas, sin duda más virtuosas, en las que los maridos tenían un solo cuerno.
Le pareció que el piso tenía sólo dos habitaciones, con dos ventanas a la calle.
Méndez preguntó educadamente:
– ¿Usted es la asistenta de la señorita Carol?
– No. Yo soy Olga Tavares, gallega que ejerce, viuda a mucha honra de un coronel republicano.
– ¿Y cómo vive aquí?
– ¿A usted qué le importa?
– Esto no es un interrogatorio, señora, sino una conversación -dijo Méndez-. Contésteme lo que quiera, porque aquí no tengo ninguna autoridad. En Francia no soy policía, y me temo que en España tampoco.
– Es que una ya está muy resabiada, ¿sabe? Muy encabronada por todo lo que ha vivido. Antes, cuando cruzabas la frontera, estabas fuera de la policía española y en manos de laliberté. Ahora, con todo eso del Marché Commun, las policías se dan la mano entre ellas, se lo chivan todo y nunca puedes estar tranquila. Hablas mal de Franco en Salamanca y te detienen en Narbona.
– Ahora pocos hablan mal de Franco, señora. Al contrario, ha pasado tanto tiempo que algunos hasta empiezan a hablar bien. ¿Cómo se llamaba su marido, el coronel republicano, señora?
– Balaguer.
– Estuvo detenido en Madrid -dijo Méndez, que tenía una memoria de elefante.
– Cuerno. No lo detendría usted, ¿verdad? No habrá venido por eso.
– Nunca trabajé en Madrid -contestó Méndez-, y además los detenidos se me escapaban milagrosamente.
– Mi marido, el coronel Balaguer, siempre fue un hombre fiel. Era soldado raso en Madrid, cuando la defensa del puente de Toledo. Capitán en Brúñete. Comandante cuando el paso del Ebro. Ya era coronel cuando se defendió del ataque de los traidores de Casado, con otros compañeros comunistas, en los sótanos del Banco de España. No sé ni cómo pudo escapar del cerco de los fascistas y llegar a Francia. Aquí estuvo en la Resistencia y se fugó de un campo de concentración alemán. Creo que tuvo que matar a bastantes boches, aunque él nunca hablaba de eso. Los franceses le respetaron el grado militar en apariencia, pero luego lo consideraron comunista peligroso y lo detenían cada dos por tres. Para mí que los gendarmes, antes de hacer una razzia, telefoneaban a Franco.
– En honor de Francia, le diré que siempre ha tenido que defenderse más de los amigos que de los enemigos. Por lo menos, eso es lo que he estado leyendo en los libros que antes me prestaban los detenidos. ¿Y usted cómo es que ha estado casada con un coronel republicano? Él tendría ya más de noventa años, y usted es demasiado joven para eso.
– Es que entre nosotros había mucha diferencia de edad. Yo vine aquí como criadita gallega en los años sesenta, cuando la población española se dividía en diez partes.
– ¿Qué diez partes?
– Un diez por ciento estaba trabajando en Alemania, otro diez en Francia, otro diez en la cárcel, otro diez vigilando la cárcel, otro diez haciendo de camarero en la costa, otro diez haciendo de puta al lado de un convento, otro diez en la tribuna del Barcelona hablando mal del Madrid, otro diez en la tribuna del Madrid hablando mal del Barcelona, otro diez trabajando y otro diez echando un polvo en un Seat 600.
– Tantos esfuerzos combinados hicieron grande a España -dijo Méndez-. Fue una gran época.
– Bueno, pues yo vine a fregar escaleras sin saber una palabra de franchute, y lo primero que hice fueron tres cosas: abrir una cartilla de ahorros, buscarme un centro gallego donde comer los domingos y comprarme una cinta de modista, una cinta de medir, para que no se me acercase a menos de un metro una polla francesa. Así conservé mi dinero, mi salud y mi virtud, que son tres cualidades de la tierra. Al cabo de un tiempo, cuando ya tenía ahorrado algún franco, conocí al coronel. ¿Le digo cómo?
– ¿Cómo?
– Me estaban dando una paliza aquí en el barrio Latino, en mayo del 68, cuando los estudiantes llenaban todo esto de basura en nombre de la liberté. No sé, no sé, pero como gallega vieja he aprendido que eso de la liberté siempre empieza por dejar las calles hechas una mierda. Y yo, pobre de mí, que nunca he tenido liberté, resulta que iba a tirar la bolsa de la basura. Los gendarmes nunca lograron atizar a un estudiante con todas las asignaturas pendientes ni a una estudiante liberada, pero me atizaron a mí, una obrera, porque debieron de creer que en la bolsa de la basura llevaba un misil ruso. Me tenían en el suelo y
me atizaban con las botas cuando apareció el coronel. Ya no era joven, pero se les plantó. «¡Yo soy un oficial rojo español y delante de mí no se pega a una mujer que está trabajando!» Un gendarme joven se le plantó también: «¡Tú vete a tratar con los obreros de tu tierra, que bastante trabajo tienes!» Y el coronel gritó: «¡Si hace falta, yo me cago en los obreros, pero defiendo a las obreras!» Y todos empezaron a guantazos. Dios mío, nunca he visto aguantar tanto a un hombre. Los españoles de ahora son muy distintos, pero antes comían piedras, segaban trigo en los campanarios y podían dejar preñada a una cerda. Así me hablaba el coronel los domingos, mientras pasábamos la tarde, sin gastarnos un franco, en un puente del Sena. Le partieron la cabeza, le hicieron beber litros de su sangre, y al final lo detuvieron, pero él aún iba con la frente alta, y cuando llegó un oficial se cuadró. El caso fue que a mí me dejaron en paz. Dos días más tarde me enteré de dónde estaba preso, reuní cuatro cosas en una cesta de comida y se la entregué diciendo sencillamente: «Aquí estoy.»
– La historia de nuestro país -susurró Méndez- la han escrito en secreto millones de mujeres que han sabido estar en su sitio.
– Con el jaleo, me hicieron una ficha policial y me despidieron del trabajo, de modo que la primera noche tuve que ir a dormir a un albergue. Porque lo peor de una criada es eso: no tener casa. Y a la mañana siguiente, en la puerta del albergue, estaba él. Me miró y me dijo sencillamente: «Aquí estoy.»
– ¿Se casaron?
– Sí. Y volví a conseguir trabajo. Era fácil: las señoras francesas se pirraban por las manos de una gallega, ya que los señores franceses tenían prohibido pirrarse por las tetas de una gallega.
– ¿Y el coronel de qué trabajaba?
– Ya estaba pensionado. En eso, los franchutes siempre han sido gente muy seria.
– Entonces irían bien de dinero…
– ¡Qué va! Hasta mi libreta de ahorros se fue en ayudar al Socorro Rojo. Ante cualquier desgracia de un compañero, él siempre se plantaba. «Aquí estoy», decía. Se ve que entendía mucho de guerra, pero yo me tuve que poner en plan gallega que entiende mucho de paz. «Mira -le dije-, una gallega, antes de defender una bandera, tiene que dar de mamar a su hijo.» Al final supongo que lo entendió.
– ¿Tuvieron un hijo?
Olga Tavares miró a otro sitio.
La habitación pequeña, la ventana que daba a la ventana vecina, el aire que se había hecho agobiante y se había ido cargando de tiempo.
– Sí.
– ¿Hijo o hija?
– Hija.
– ¿Dónde está?
Olga Tavares se puso en pie e hizo una sola seña.
– Venga.
El metro de París, donde se derrama la miseria de los países avanzados. El metro de París, donde vive gente y se cultiva el vertedero nuclear de la pobreza. Un mendigo chillaba en un vagón: «¡Tantos franceses ricos y el único que me ha dado limosna ha sido un africano!» Otro conseguía andar milagrosamente sobre sus piernas cortadas. Un jovencito imberbe cantaba una dulce canción de Charles Trenet. Una estudiante opulenta, sentada de cualquier manera, le mostró hasta arriba las piernas a Méndez, quien se aterrorizó al no sentir absolutamente nada.
En el cementerio de Pantin había una pequeña tumba con un retrato al esmalte: era una hermosa niña de apenas tres años. Olga se detuvo allí, clavando en el vacío una mirada que también había muerto.
– Mi hija está aquí -susurró.
– ¿Y el coronel?
– El coronel quiso que lo enterraran en España.
Anduvieron por los senderos silenciosos, que tenían un reflejo dorado a la luz de la tarde.
– Murió cuando empezaba a quererme -dijo Olga en voz muy baja-. Ella era mi esperanza.
Fue en un viejo café donde ella se lo explicó todo. Café de barrio, de esquina, de anciana con gato y de votante de Léon Blum.
– Después de la muerte del coronel y de la niña, yo quedé espantosamente sola. -La ciudad vacía ante tus ojos, pensó Méndez, la ventana que siempre recibe una luz gris, la habitación llena de recuerdos y de retratos congelados-. Pero de eso hace muchos años.
– ¿Y no ha podido olvidarlo?
– No.
– ¿Por qué no volvió a Galicia?
– ¿Y abandonar la tumba de mi hija?
Méndez lo comprendió. La pared donde garabateaste de niño es tu patria. El cementerio de Pantin puede ser tu patria.
Olga susurró:
– Casi acababa de morir mi niña cuando conocí a Carol, la hija de Lola.
Los ojos de Méndez pasearon con indiferencia por el techo del café, con indiferencia por el culo de una dienta pensionada, con indiferencia por el culo del camarero (afortunadamente). Sus oídos, en cambio, se alertaron al máximo.
– ¿Y qué edad tenía Carol? -preguntó.
– También unos tres años.
– Entonces empiezo a entender algunas cosas. ¿Pero cómo la conoció?
– Sus padres eran ricos y vinieron a pasar una temporada en París. Él se llamaba Pedro Mayor. Ella, Lola.
– Conozco a Lola. Y a él, en cierto modo, también.
– Como es natural, trajeron a la niña: no iban a separarse de ella. Pedro Mayor era rico y alquiló un magnífico apartamento de tres habitaciones desde cuya cama, si abrías la ventana, parecía que podías tocar la Torre Eiffel. Por medio de una agencia con la que yo había trabajado antes, tuvieron un gran interés en contratarme, al ser española, para que cuidara de la niña.
– Lo entiendo todo.
– Entonces ya se habrá dado cuenta de que la niña, Carol, fue otra vez como mi hija -musitó Olga Tavares.
– Sí.
– ¿Usted no tiene hijos?
– No. Yo soy como un pequeño monstruo. Sólo tengo libros -musitó Méndez.
– Pero puede imaginar cómo quise a Carol.
– No necesito que me explique nada. Lo terrible era que no podía durar.
– Claro que no duró. Los padres estuvieron dos meses aquí: visitaron los alrededores, las iglesias, los museos, las pinacotecas y, por supuesto, los mejores restaurantes. El señor Pedro Mayor era un hombre culto: me enseñó a hablar bien, como antes había hecho el coronel, que tenía el lenguaje de los clásicos. Ella, la señora Lola, era más ligera de cascos. Yo sólo sé que, a mi manera, fui feliz, pero cuando se marcharon fue como si mi hija hubiese muerto otra vez.
– ¿Y ahora cómo es que vive en su casa?
– Todas las historias -musitó Olga- tienen una lógica. Yo ya no trabajé más porque, con la pensión de viuda, no lo necesitaba. De vez en cuando hacía algo para señoras españolas, pero esporádicamente. Tenía mis recuerdos y mi piso, por supuesto cerca del cementerio de Pantin.
– Lo entiendo.
– Pasaron los años. Yo vivía en soledad, aunque todavía era joven. Iba demasiado al cementerio, y mis pocos amigos españoles no acababan de entenderlo. «En vez de ser una gallega beata más te valdría ser una gallega cachonda», me decían algunos. Otros eran más directos: «En vez de ser una gallega rezadora, más te valdría ser una gallega folladora.» Pero cada uno es como es, qué quiere que le diga. Pasó el tiempo como pasa la vida, sin que te des cuenta, aunque la vida se te haga más larga porque siempre estás mirando la misma pared. Y un día va y me encuentro a la señora Lola. También es leche, digo yo. Pero si andas por París, es natural que encuentres a la gente que anda por París. Ella fingió que no me conocía: ya se sabe, la gente con pasta es muy suya. Pero algo me dijo que había perdido pasta y en cambio había ganado no sé qué de provocación. Vamos, que hay maneras de andar por la calle, y una de esas maneras es pensar que en la calle hay hombres. Casi me le eché encima de tanta emoción y, claro, le pregunté por Carol. Entonces la señora Lola me lo explicó todo.
– ¿Qué le explicó?
– Que no había tenido suerte. Que se había divorciado, aunque conservaba la custodia de su hija. Natural: ella era muy chiquitína cuando ocurrió todo, porque se ve que el divorcio vino poco después de que estuvieran en París. El señor Mayor le pasaba muy poca pensión a ella, pero en cambio cubría con generosidad todos los gastos de la hija. Tanto que, como ya era una muchachita, podía adquirir cultura y mundo haciendo unos cursos en París.
– Supongo que usted se volvió loca por ella.
– ¡Y tanto que me volví loca! Se notaba que la señora Lola no quería darme ninguna facilidad. Vamos, que no quería saber nada conmigo, la antigua sirvienta: se ve que pensaba que iba a infectar a la nena. Pero tanto insistí que me enseñó a Carol. Parece mentira, con los años que habían pasado, pero la reconocí en seguida.
– ¿Qué edad tendría?
– Unos dieciséis, o quizá dieciocho, no sé.
– ¿Ella se acordó de usted?
– Qué coño va a acordarse. Aunque, si bien se mira, es lógico.
– ¿Y qué impresión le causó Carol?
– No era lo que se dice una chica sana.
Méndez recordó inmediatamente lo que le habían dicho en la pensión de la calle Poeta Cabanyes: Carol no parecía una chica en buena forma física. De modo que todo concordaba.
– ¿Qué le pasaba? -preguntó.
– Flacucha, desmejorada. Es extraño, porque a mí me hizo el efecto de que comía bien. Pero ya se sabe que hay chicas que no nacen fuertes, y a otras les perjudica el trauma de saber que son hijas de padres que se odian. El caso es que la vi bastante pachucha, y en seguida pensé que yo podría arreglarlo. Imagine si me dejan el asunto a mí, una mujerona gallega.
– ¿No se lo dejaron?
– Qué va. La señora Lola se me acabó quitando de encima con cajas destempladas. Mire, usted es quien es y la nena es la nena. De manera que no joda. Ya la ha visto, ¿no? Pues hala. No me dio el domicilio donde iba a vivir Carol, naturalmente que no, pero yo no paré hasta averiguarió. Y es que con tantos años trabajando a base de agencias, me sé no sólo todas las de colocaciones, sino todas las de alquiler de pisos. Di con Carol.
– ¿En ese sitio de la rué Gay-Lussac?
– No, en otro piso de la parte de arriba, cerca de la place de Clichy. También era un piso baratito, no crea, de estudiante. Carol hablaba mejor el francés que el español, pero nos entendíamos. Al principio debió de parecerle que yo era una pesada, pero cuando vio que le hacía la limpieza y la comida, y que incluso la compra la pagaba algunas veces yo, me aceptó como se acepta a una madre. Y es que se notaba que yo la quería más que su propia madre, oiga. La veía con frecuencia en la place de Clichy, hasta que se fue a estudiar en otro sitio del extranjero.
– Concuerda con lo que me han contado de ella -dijo Méndez.
– ¿Qué le han contado de ella?
– Nada especial ni que pueda perjudicarla. ¿Pero de qué vivía Carol?
– Se lo he explicado: de lo que le enviaba su padre.
– Pues no debía de ser mucho, porque, por lo que he visto, Carol siempre ha vivido en sitios modestos.
– Eso es verdad, pero no creo que a ella le importase. Es una chica de gustos sencillos, me parece que al contrario de su madre. En cambio gastaba mucho en matrículas y cursos universitarios. Los estudios son muy caros.
– Eso es verdad. Y, según parece, se ha ido licenciando en diversas cosas, de modo que tiene que ser una sabihonda, aunque me temo que eso no sirve para comer. ¿Usted ha vivido con ella?
– En cierto modo. Quiero decir que yo le atendía la casa, pero no vivía allí, quiero decir que no dormía allí. Y si no duermes, no intimas. Dos que duermen en el mismo colchón se vuelven de la misma condición. ¡Qué más hubiese querido yo! Porque Carol es mi hija. Pero siempre hubo una cierta distancia en ella, supongo que exigida por la Lola: nena, si quieres ser una señorita europea, una euroseñorita, no intimes con una fregona gallega.
– ¿Y usted por qué vive ahora en la rué Gay-Lussac?
– No vivo, sólo voy a cuidar el piso. Lo hago sin ningún interés, sólo por ver a Carol, pero la verdad es que no la veo; aunque mantiene el alquiler, está haciendo ahora un curso en Alemania.
– Es fantástico lo que han cambiado los tiempos. Antes, la juventud se ponía a trabajar a los catorce años. Ahora estudia hasta los cuarenta, mientras haya alguien que la mantenga. Vive de tus padres hasta que puedas vivir de tus hijos. La leche.
– Ya lo pienso a veces, ya… Yo, a los doce años, ya fregaba suelos. Pero son los tiempos.
– ¿Sabe si Carol ha estado en Barcelona muy últimamente?
Méndez pensaba en David, en su muerte horrible, en su ano roto por un taladro: maricón a máquina. Pero la gallega dijo:
– No. Sólo estuvo hace tiempo, en una pensión barata de la calle Poeta Cabanyes.
– Lo sé. Oiga, ¿Carol no tiene ninguna relación, ningún novio, ningún amante, ninguna polla voladora? A su edad, sería lógico.
– No, pero no me gusta.
– ¿No le gusta, qué?
– Su aspecto. Siempre tiene muy mala cara, mal aspecto, aunque podría vivir muy bien. Y eso que es guapa, la puñetera. Guapa. Ella dice que yo no entiendo, que qué me he creído. Las gallegas antiguas pensamos -asegura- que una niña bien plantada ha de estar alimentada a chorro con leche de vaca, o mejor con leche de toro. Y ahora las chicas elegantes han de tener aspecto de alimentarse con agua de litines y con el perfume de una coliflor. Antes, cuando estaba más gordita, los hombres la veían y se ponían a cien, pero ahora ya me dirá usted: resulta que ahora los agujeros de una mujer no tienen que estar hechos en un pedazo de carne, sino en un pedazo de aire. No me gusta.
– Sigue sin explicarme lo que no le gusta. Hay algo más, al margen de que no la vea del todo sana.
– No sé decirle… ¿Cómo puede una explicar lo que no sabe? Pero para mí que tiene alguna mala compañía o toma algo que la consume. No me lo explica.
Méndez cabeceó.
– ¿Y usted se lo pregunta?
– Claro, pero la veo poco. Y cuando la veo, hace lo que todas las chicas de hoy en día: me envía a hacer puñetas. Bueno, a todo esto, yo hablo y hablo y usted aún no me ha contado para qué quiere verla.
– Simple cuestión de residencia -mintió Méndez-. Lleva tanto tiempo fuera de España que no tiene los papeles en regla, y ahora eso lo controlamos un poco más que antes. Ningún problema, ¿sabe?, ningún problema. Pero hay jóvenes españoles que viven en Francia y acaban siendo medio enredados por ETA.
Olga Tavares rió con su risa sana y rotunda, carcajada recuperada de los años duros, de los tiempos españoles del pico, la pala, la fregona y el hambre, de cuando eres joven, tienes una sola hora libre y entonces no comes porque no hay, pero te ríes que es la hostia.
– ¡Vamos, hombre, ni soñar con eso! -dijo mirando a Méndez-. Si no le importa España, a bonita hora le va a importar el País Vasco. Además, no trata con gente de más allá de los Pyrénées. Nunca le he conocido un amigo de Madrid, Barcelona o Valencia: ni siquiera gente de confianza, como por ejemplo un seminarista de Compostela. Aunque no es exactamente así. Bueno, quiero decir que me equivoco. Sólo una vez trató un par de días con un tío de Madrid, aunque tenía pinta de rico, de esos que no se meten en política. Iba muy bien vestido y viajaba la tira. Cuando me explicó dónde vivía, me quedé turulata: todo un señorito. Imagine una casa chalet de esas que ya no quedan en Madrid, toda una mansión en los altos de Serrano, donde hay un jardín con un surtidor de agua mineral y donde hasta los pájaros comen de la mano de la duquesa de Alba.