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No existen las casualidades, pensaba Méndez como viejo policía zorruno. Si la mujer es del que se la trabaja (a veces), la casualidad es siempre del que la busca, del que compara datos, del que habla con gente, del que pierde horas. Méndez estaba convencido de que sin su viaje a París y su paciencia para encontrar a Olga Tavares, la relación entre Carol y el chalet solitario de los altos de Serrano no podría haberla establecido nunca.
Era una relación difusa, eso sí, nada concreto. Cuando le pidió a Olga Tavares que recordara todo lo posible de aquel joven que, al parecer, sólo bebía Vega Sicilia y comía jamón de pata negra, los datos se hicieron más confusos aún. La gallega sólo le había visto una vez. No existían papeles que se relacionaran con él: ni un apunte, ni un número de teléfono, ni la factura de un restaurante, ni la tarjetita de un meublé. Al parecer, la infanta Carol y el joven desconocido sólo se habían visto durante un par de días, y encima superficialmente.
A pesar de ello decidió seguir el hilo, cosa que ninguno de sus compañeros -eso sí, con más trabajo- habría hecho. Pasó un último día en París, puesto que no podía ir a Alemania a hablar directamente con Carol: la gallega desconocía la universidad y la dirección. Ese último día lo dedicó Méndez a ver el Louvre (aunque en la imposibilidad de verlo todo se dedicó a visitar las tiendas de la galería comercial), a ascender por la rué Lepic hasta Montmartre (donde un dibujante se ofreció a hacerle un retrato, jurándole que no se le parecería), a cenar en la Tour d'Argent (donde estuvo tan distraído mirando Notre Dame que elcanard por poco se le escapa volando del plato) y a rodar por la Bastilla, donde murió el Viejo Régimen y el ciudadano, al fin libre, tuvo la primera erección republicana.
París, para ser conocido, no necesita una visita: necesita una vida. Madrid, más abierto, se deja conocer con un par de comidas en la Cava Baja y una gestión ministerial. Aunque la verdadera cara -pensaba Méndez- no se ve: está en la gente encerrada en sus pisos. De modo que Méndez regresó a Madrid, fue otra vez a la pensión de la Gran Vía (donde el dueño había dejado embarazada a una turista finlandesa, al parecer sin darse cuenta) y se hundió en el Registro de la Propiedad para realizar un trabajo de cabrón: se trataba de encontrar a los propietarios del chalet de los altos de Serrano. La policía, por supuesto, sabía que pertenecía a una sociedad, cuyos miembros, por si acaso, estaban siendo vigilados. Pero Méndez tenía que ir más allá y averiguar si esa sociedad procedía, a su vez, de otra. Por ello pasó del Registro de la Propiedad al Registro Mercantil, revisó docenas de libros y pidió la ayuda de don Alejandro Díaz de Quiroga Manglano y Mesa, experto en papeles, en dietas de funcionario y en deslices de funcionaría. Don Alejandro resultó ser, como siempre, un auxiliar considerable.
Si alguien -incluidos los miembros del Tribunal Supremo- ha entendido alguna vez el entramado de sociedades de Filesa o Banesto, por poner un ejemplo, o ha intentado ser abogado del Banco Ambrosiano, podrá hacerse una idea de lo que significó para Méndez aquella investigación. Pero al final, y gracias a unas indicaciones de don Álex, que conocía como nadie los cruces de apellidos (y los cruces de camas) de todas las grandes familias españolas, llegó a la conclusión de que el palacete había pertenecido siempre, en realidad, a un mismo linaje: el de los Gomara, descendientes de un indiano que había hecho fortuna en Cuba. Y de eso no había pasado tanto tiempo: sólo cien años. Pero después de la Dictablanda de Primo de Rivera, y se supone que para evitar los desmanes inmobiliarios de la República, el indiano había empezado a disfrazar sus propiedades bajo una red de sociedades interpuestas donde figuraban sus hijos, sus queridas, los queridos de las queridas, los porteros de las fincas y hasta -pensaba Méndez- algún palanganero de la calle Fuencarral. El objeto de esas sociedades nunca fue sospechoso a los ojos del pueblo: eran sociedades libertarias que al parecer tenían por objetivo financiar la Revolución francesa. Jamás fueron incautadas, ni siquiera durante la guerra civil: incluso en el chalet de Serrano los Gomara instalaron un hospital de sangre perteneciente a una sociedad llamada La Resistencia Asturiana. Luego -descubrieron los dos investigadores-, las sociedades cambiaban sabiamente de objetivos, de socios y de nombres. Ingresaban Damas de la Virginidad, obispos mitrados, generales con mando en plaza y falangistas que exhibían una larga trayectoria de honradez, pues hasta entonces habían tenido una sola camisa. La sociedad que seguía siendo propietaria del chalet -y de otros grandes inmuebles de Madrid- se llamaba ahora La Gran Patria, y tenía por objetivo organizar conferencias y recaudar informes históricos sobre la posible unión entre Portugal y España. Nadie los molestó. Los Gomara, que eran una familia cada vez más reducida, ostentaban el mando de las diversas sociedades por medio de otra sociedad (ésta de control) que cada año se disolvía y volvía a nacer con otro nombre. De no ser por la pericia y el olfato de don Alejandro, Méndez no podría haber seguido el hilo nunca. Claro que la única referencia que buscaban era el chalet de los altos de Serrano, desdeñando todo lo demás.
Con la democracia de Adolfo Suárez, el susto de Tejero, la reforma fiscal, los déficit de Abril Martorell y, ya no digamos, con las confiscaciones de Felipe González, el arte de las sociedades interpuestas había llegado a ser digno de figurar en el museo del Prado. Don Alex estaba boquiabierto. Las sociedades propietarias eran cinco, todas ellas sin ánimo de lucro y dotadas de una alta calidad moral, pues se llamaban desde El Resurgimiento Nacional a La España Filantrópica. Repartían auxilios a viudas de marinos insepultos y vales de comida para sitios donde, pensaba Méndez, jamás había ido a comer nadie. Seguían organizándose conferencias en el chalet de Serrano, aunque ahora sobre otros temas que apasionaban al país, como la natalidad india y el sida africano.
En cuanto a las sociedades instrumentales, eran también cinco, dos de ellas instaladas en un paraíso fiscal. Ante un entramado tan hábil -y además tan antiguo, pues venía engañando a todos los gobernantes desde los tiempos de Largo Caballero-, Méndez no pudo disimular su admiración, al margen de aprender algo que la policía no ha aprendido hasta los últimos tiempos: la verdadera criminalidad, la culta, la eurocriminalidad, no se da hoy tanto en personas físicas y reales como entre fantasmas, o sea, personas jurídicas. Si la persona física te estorba, es bastante fastidioso tener que matarla: patalea, chilla, pesa y encima te deja pringado de sangre. En cambio, si estorba la persona jurídica, visitas al notario, te fumas un Montecristo con él, y la matas en una tarde.
Hecha esta constatación, Méndez se dio cuenta de que el laberinto llevaba a una salida: en los últimos cien años, los más agitados de la historia española, se había mantenido el linaje de los Gomara, un linaje que al principio había sido amplio. Por entre la urdimbre de las sociedades, todas ellas con un gran sentido patriótico, se movían los industriales, los especuladores, los banqueros y los rentistas. Se movían los grandes pisos de Madrid, los cotos de Badajoz, las concesiones de obras públicas, los brillantes actos sociales, las cenas en Zalacaín, las misas de pontifical, las joyas regaladas en secreto a la cuñada guapa y los gritos de las sobrinas al ser montadas por el tío millonario que las había apadrinado el día del bautismo.
Toda la historia secreta de España estaba allí, en aquellos papeles muertos, aunque fuera una historia sobre la que el buen gusto exige que no se hable.
Pero el linaje de los Gomara, que había sido muy amplio, se iba reduciendo con los años. Las bodas abundaban cada vez menos, porque las damas Gomara se hacían exigentes y no aceptaban a cualquiera en el tálamo, mientras los señores Gomara se iban haciendo sabios y mantenían queridas hasta los setenta, casándose sólo cuando ya no se les levantaba (generalmente con una de las queridas), de modo que no tenían descendencia. ítem más: algunos Gomara se habían dedicado a las pesetas y no a las mujeres, porque las pesetas (aunque el pueblo sencillo no lo sepa) producen orgasmos que duran toda una noche. Y, en fin, unos últimos Gomara habían sido maricones ilustradísimos, de modo que tampoco tuvieron descendencia, aunque hoy el problema del amor anal está resuelto porque, gracias a la astucia de los legisladores, dos maricones bien avenidos pueden tener una descendencia copiosísima.
Al tiempo que Méndez -siempre mal pensado, como se ha visto- profundizaba en el estudio de los registros, se daba cuenta de que no sólo habían descendido los Gomara biológicos, sino también los Gomara capitalistas. Como dijo sabiamente Víctor Hugo, no basta con ser malvado para triunfar. Al contrario, la honradez también es un capital, aunque sea a largo plazo. Bastantes operaciones turbias de los Gomara habían salido mal: negocios frustrados, estafas entre socios, inversiones fallidas y hasta esposas que, sabiendo que no las podían denunciar, se habían largado con el dinero y con un masajista cubano. El caso era que, en los años ochenta, hasta la casa de los altos de Serrano, única referencia siempre fija de todo el patrimonio familiar, había estado hipotecada. Levantó la hipoteca una sociedad que era la propietaria actual. Y el propietario de la sociedad -naturalmente por medio de un grupo de gestión- era un banquero llamado Orestes Gomara, con negocio propio y además participación a alto nivel en otros bancos del país. Orestes Gomara era viudo y tenía una sola hija, Virginia, a la que todo el mundo llamaba Virgin.
Llegado a este punto, y cubierto todavía por el polvo de los archivos y por las ladillas que anidaban en los registros, Méndez sintió que le invadía un sudor helado.
Necesitó salir de allí, hablar con don Alex y respirar aire puro en la terraza de un café con vistas al Campo del Moro.
Don Álex susurró:
– O sea, que tenemos un auténtico propietario de la casa.
– Que de momento se ha jodido, porque sabe que la policía la tiene controlada y llena de micros.
– Quizá al principio no lo sospechaba, pero ahora a la fuerza lo ha de saber. Y se aguanta porque no tiene otro remedio. Se aguantará hasta que la policía levante la investigación o hasta que la casa la alquile el supuesto comando de ETA.
– El caso es que es un banquero.
– «Un hombre poderoso», según las palabras de la chica que se recogían en aquella grabación.
– Y la chica muerta podría ser su hija.
– Tenemos su nombre y apellido: Virginia Gomara.
– Ahora deberemos averiguar dos cosas.
– A ver.
– Primera cosa, para estar seguros: si Virginia no ha sido vista en los últimos tiempos y si había padecido una hepatitis C.
– Detalle básico, porque el análisis de la sangre indicaba que la chica había padecido eso.
– Segunda cosa que hay que averiguar, en el caso de que tengamos identificada a la chica desaparecida.
– Venga.
– ¿Por qué coño su padre, Orestes Gomara, no ha denunciado su muerte y ni siquiera su desaparición? -Hay un posible motivo.
– ¿Cuál?
– Ha podido tener acceso a la grabación, cosa al fin y al cabo lógica. Y por la voz sabe quién es el asesino de su hija.
– Y los auxiliares.
– Uno se llamaba Alberto, el otro David.
– Ellos no encularon ni mataron a la hija, pero ayudaron de algún modo a que se celebrara la fiesta.
– Del Alberto no sabemos nada.
– Pero del David, sí.
– Un auténticodao pol saco.
– Y que apareció echando sangre por la boca y con un taladro en el culo.
– Es decir, hubo una venganza de la hostia.
– Lo cual explicaría la actitud del padre.
– No quiere que la policía haga nada.
– Quiere vengarse él.
– Tiene medios suficientes.
– Y una leche más fermentada que un yogur en un convento.
– Hostia, resulta que estamos sobre una pista.
– Hay que seguir trabajando.
– Y sacudirse el polvo de encima.
– Y las ladillas.
Pero con ésas no hubo problemas. Las ladillas de los registros oficiales, si no les pagan dietas, se vuelven a las estanterías.
Ahora Méndez sabía que tenía un camino relativamente fácil. De momento, husmear en los ambientes en que se había movido Virginia Gomara.
Madrid es una gran capital, y los ambientes de hoy no son los que estarán de moda mañana. Pero aunque cambien, siguen más o menos las mismas coordenadas geográficas, teniendo por eje la Castellana. En Barcelona, las circunstancias también se parecen. Seguir la pista de una chica joven y rica no requiere andar mucho.
Primer dato: domicilio. Para eso sólo hace falta consultar un bestseller llamado guía telefónica.
Segundo acto: agencias de recortes de prensa. Fiestas y actos a los que en los últimos años ha asistido la nena.
Tercer dato: amigos periodistas que hacen crónica de sociedad y que están pidiendo a gritos que alguien les pague un café.
El primer dato saltó en seguida: Virginia Gomara vivía con su padre en un tradicional y soberbio piso de Recoletos, muy cerca del palacete donde estuvo la Presidencia del Gobierno. Segundo dato: era dienta de grandes agencias de viajes, conocía los grandes cruceros de lujo (siempre acompañada de su padre, lo cual indicaba que era una buena hija, o al menos una hija sumisa) y no se perdía las cacerías en los cotos de Extremadura, las fiestas taurinas ni los bailes en las embajadas. Tercer dato: no se le conocían novios, amoríos, desvaríos, polvos solemnes en los salones isabelinos y mucho menos rapidillos en los ascensores.
Por tanto, era fácil moverse en los ambientes que normalmente frecuentaba. Y así, mientras don Álex telefoneaba con voz servil a algunos grandes apellidos del país, cuyos títulos había tramitado, Méndez visitaba embajadas, se sentaba ante grandes agentes de viaje (quienes le decían en seguida que podían prepararle un tour para visitar la tumba de Tutankhamon), se deslizaba por cafeterías de lujo y visitaba toreros más o menos en crisis que antes se habían ido a la cama con todas las folclóricas del país, pero que ahora se iban a la cama con un toro embalsamado.
El resultado de tan activas gestiones confirmó sus sospechas: Virgin Gomara no había sido vista en las últimas semanas, ni correspondido a invitaciones, ni cazado una liebre, ni asistido a la larga agonía de un toro bajo el sol de la tarde. Tampoco había contestado a alguna de las cartas enviadas por grandes familias de Madrid. El mayordomo de su padre siempre contestaba que la señorita Virginia estaba de crucero dando la vuelta al mundo, que es lo menos que puede hacer todos los años una chica bien educada. Méndez recordó a un conspicuo crucerista, pertinaz cliente de la Costa Creciere y la Cunard y antiguo cliente de la Ybarra, quien daba todos los años la vuelta al mundo, y que al desembarcar en el último puerto decía: «Bueno, ya se ha terminado el crucero. ¿Y ahora qué hago yo en mi chalet los próximos nueve meses?»
Total, que de Virgin Gomara no había ni rastro. Y no estaba dando la vuelta al mundo, porque ni en sus agencias habituales de viajes ni en las grandes compañías navieras constaba su presencia.
Méndez y don Álex se volvieron a reunir en un café, aunque éste no tenía vistas al Campo del Moro, sino al Rastro y a la pensión La Florita. Allí hablaron detenidamente.
Sólo faltaba saber si Virgin Gomara, tiempo antes, había sufrido la hepatitis C. Eso era algo más difícil, porque ningún médico contestaría a sus preguntas. Pero Méndez contaba con la ayuda de las agencias de recortes de prensa.
Una de ellas facilitó una pequeña noticia: la señorita Virginia Gomara descansaba en el hermoso balneario del Vichy Catalán, donde probablemente se hospedaría una larga temporada. ¿Y de qué coño iba a descansar una larga temporada una señorita en la flor de la edad? Seguro que los médicos le habían recetado reposo.
Hepatitis C.
Méndez no preguntó en el balneario para asegurarse, sino en varías clínicas de lujo de Madrid. Motivo, o mejor dicho falso motivo: un seguro médico que la señorita Virginia Gomara tenía que cobrar. En Puerta de Hierro le dijeron que la distinguida dienta había sido tratada de una hepatitis.
Bueno, ya estaba.
La muerta, la horriblemente muerta, era Virginia Gomara.
Su padre, el hombre poderoso, era el banquero Ores-tes Gomara, el viudo, el que siempre había vivido con su hija.
Y la estaba vengando.
Méndez podía hacer dos cosas: la correcta o la incorrecta. La correcta era dar cuenta a sus jefes para que éstos siguieran la investigación, la incorrecta era seguir él sólito sus pesquisas, que tanto dinero le estaban costando.
Por supuesto, hizo la cosa incorrecta.
Ahora bien, el funcionario probo tiene siempre un detalle de conciencia que consiste no en arreglar las cosas, sino en cubrir el expediente. De modo que Méndez telefoneó al comisario Fortes.
– ¡Hostia! -dijo éste-. ¿Otra vez en Madrid? ¿Todavía no le han echado?
Luego contestó brevemente a la taimada consulta de Méndez:
– ¿Dice que el banquero Gomara podría estar envuelto en un delito? ¿Y no me explica cuál? Pues se mete el dedito, digo el delito, en el culo, porque a mí no me interesa complicarme la vida. Además, sólo puede ser un fraude de divisas o un blanqueo de dinero. Y si usted pone el ojo encima de un balance o una auditoria, le entra mareo, le entra caguera y se le arruga el prepucio. Vamos, que no entiende ni la primera cifra. Por tanto, absténgase, ya que no averiguará nada. Y si averigua algo, peor, porque va a tener en contra a tantas fuerzas del país que acabará haciendo mamadas en el penal del Puerto de Santa María. ¿Que si a mí me interesa, como policía, meterme en el asunto? ¡Vamos, hombre! ¡A mí lo que me interesa es seguir cobrando a fin de mes y que no me atrape follando la parienta!
Méndez sabía que Fortes le diría eso.
Pero ya había cumplido con su conciencia.
Ahora le quedaba lo más difícil: cómo abordar el asunto.
Seguro que si Gomara había hecho ejecutar a David de aquella forma horrible era porque tenía gente a sueldo. Y gente de primera clase. En consecuencia, si Méndez le estorbaba, haría matar a Méndez. Ese no era un gran problema legal; las investigaciones sobre la tal defunción no irían lejos, porque en todo caso, Méndez bien muerto estaba. La Jefatura le pagaría una esquela (a lo mejor), los compañeros lo celebrarían con una cena y la Delegación del Gobierno les prometería una paga extra.
Si la intervención directa era mala por peligrosa, la intervención indirecta, investigando paso a paso, era peor por inútil. Nunca llegaría a averiguar, y menos a probar, que Gomara estaba vengando a su hija. Y encima, puestos a ser sinceros, Méndez lo justificaba. Si la policía pública no había averiguado nada aún, justo era que el dinero privado ajustase las cuentas. Y aun suponiendo que los criminales fueran detenidos y llevados ante el juez, a los dos años ya estarían en la calle con permiso penitenciario.
Por tanto, Méndez tomó la solución más arriesgada, que en el fondo era la que había tomado siempre. Entendía la actitud de Gomara y podía hablarle no de igual a igual, pero sí de hombre a hombre. Le interesaba una entrevista con el Poderoso.
Fue don Álex quien le dio la noticia:
– Oiga, que Orestes Gomara no está en Madrid.
– ¿Pero no tiene su banco, su domicilio fijo y sus negocios aquí?
– A ver, a ver… El banco marcha solo, del domicilio fijo puede uno ausentarse, y los negocios de un hombre como Gomara están en todos los sitios. Tiene una inmobiliaria en Barcelona, de modo que ahora vive allí. ¿Motivo? Barcelona está creciendo, aunque en teoría no puede crecer más, encajonada como está entre dos ríos, el mar, la montaña y las tetas de sus putas más históricas.
– Dígamelo a mí, don Álex, dígamelo a mí, que ya no la conozco. Barcelona debía de estar fantástica en los tiempos de las murallas, cuando todas las casas estaban dentro de un círculo, todos los vigilantes se conocían, todos los tenderos vendían al mismo precio y todos los obreros se tiraban el sábado a la misma puta.
– Ahora hacen calles con tiralíneas y construyen casas hasta en los cementerios. Se lo digo yo, señor Méndez: no hay orden alguno.
– ¿Y Gomara está haciendo negocios allí?
– Exacto. En las márgenes del Besos, que siempre fue un río cloaca, hay muchas cosas por hacer. Pero me han asegurado que también negocia con las casas del Ensanche. Las compra, echa a los vecinos, las derriba o rehabilita y hace unos pisos o unas oficinas más caros que el copón.
– De modo que deberé ir allí.
– No sabe lo mal que lo pasaré sin verle, señor Méndez. Cuando usted se va, tengo la sensación de que el país se acaba.
Méndez regresó a Barcelona, a su tierra prometida y llena de justicia. Pero el recibimiento del comisario Pons fue exactamente igual que el recibimiento del comisario Fortes:
– ¿Otra vez aquí, Méndez? ¿Pero aún no le hemos echado?
Méndez volvió a su mesa al lado de los sanitarios, comprobó que seguía sin trabajo y se enteró de que ya habían ascendido a una compañera policía culona. Entonces, enganchado a un teléfono que pagaba el gobierno, se enteró también de todo lo que estaba haciendo en Barcelona Orestes Gomara.
– Ha puesto dinero en Pueblo Nuevo, donde hay grandes proyectos inmobiliarios, y en La Sagrera, que es lugar muy afectado por el Ave. Pero su negociete más seguro, su mercería, está en el Ensanche. Compra casas a buen precio, porque los habitantes no pueden pagar las reparaciones. Luego los echa sin grandes problemas, porque en esas casas que antes fueron señoriales, amigo Méndez, viven muchas viejas que están en la última miseria.
Méndez conocía el terreno. El Ensanche fue tierra señorial, sobre todo la parte derecha, porque el urbanista Ildefons Cerda lo concibió teniendo como eje el paseo de Gracia. Las calles eran anchas, arboladas y ventiladas, en contraste con las calles de la ciudad antigua: además, los interiores de manzana debían estar abiertos por un lado y convertirse en un jardín, cosa que a los propietarios de los terrenos les pareció un desmadre como para tirarse de cabeza a la cloaca. Y eliminaron los jardines para aprovechar toda la superficie. También las calles les parecieron exageradamente anchas, una pérdida de terreno inútil. Y para ello alegaron razones médicas y de salud pública que nadie podía rebatir: con las calles tan anchas y tan rectas, señor alcalde, bajarán huracanados los vientos de la montaña, y los honrados paseantes atraparán cada pulmonía de la hostia.
El caso era que aquél nunca había sido el territorio de Méndez, en parte porque había demasiada luz y demasiada riqueza, y en parte porque lo de los vientos huracanados era verdad. Mejor dicho, era mentira, pero el aire abundoso y limpio podía perjudicar a Méndez, conservado por el aire quieto y los efluvios ligeramente fétidos de la ciudad vieja.
No era su tierra, pero Méndez la conocía bien. Con ese instinto que los pobres tienen para la pobreza (los ricos la ignoran, y les parece mentira que aún exista), Méndez sabía que en el Ensanche yace la miseria más espantosa de Barcelona, aunque, eso sí, es una miseria secreta. Viudas de abogados independientes que tuvieron que dejar el despacho en un ataúd vivían ahora con una pensión tan miserable, la pensión del Colegio, que hasta un inmigrante africano la rechazaría. Viudas de médicos que habían cuidado de medio distrito subsistían con una dieta tan sana que sin duda la habrían recomendado sus maridos: un vaso de agua y un yogur. Lo que pasaba era que, por vergüenza, siempre salían bien arregladas a la calle, y nunca se agregaban a las manifestaciones de los barrios, que pedían pisos nuevos y subsidios. Mejor dicho, Méndez no recordaba que en el Ensanche se hubiese organizado manifestación alguna, de no ser las de la época de la Transición pidiendo libertad. De esas manifestaciones salieron contusionados, lisiados, y quién sabe si impotentes, los maridos de muchas viudas.
¿Un hombre como Orestes Gomara podía hacer negocios allí? Pues claro que sí. Para eso está la angustia de los viejos: yo le compro el piso y usted podrá habitar en él hasta el día de su muerte y encima cobrando una rentita, pero procure que los viáticos se los den bien pronto. Y usted, señora, no sé qué coño hace aquí, con tanta humedad, tanto espacio desaprovechado y con goteras hasta en la almohada. Usted se va, y nosotros le pagamos un geriátrico de lujo en la parte alta, donde la radio sólo da poesías de Salvador Espriu y nada más amanecer ya se ponen a cantar los pájaros.
Lógico que Gomara pasase una larga temporada en Barcelona, ciudad que conservará por lo menos hasta el año tres mil el espíritu olímpico. Tenía unas oficinas en la Gran Vía, cerca de la calle de Bailen, entre el monumento al doctor Robert, gran hombre que curiosamente se hizo famoso por no querer pagar impuestos, y el hotel Ritz, lugar donde todo el mundo los paga.
Las oficinas no eran sitio para que Méndez le visitara. Por tanto, se enteró de que también tenía un piso en la carretera de Sarria, muy cerca del antiguo campo del Espanyol, donde en las noches de viento aún flotaban las cenizas de muchos catalanes que mientras gritaban «Goool» morían de un infarto.
Méndez no sabía bien de qué iba a hablar con aquel hombre, con aquella especie de peligro público. Pero él siempre había creído que la investigación forma parte, no de la ciencia, sino de la vida, y por tanto está sujeta a los avatares de la vida. En la ciencia te ciñes a un programa; en la vida tienes que probarlo todo, porque algo puede salir. Y Méndez pensaba que algo saldría, que al menos Gomara se pondría nervioso y descubriría alguna de sus cartas.
Su cabeza dio vueltas por todas las posibilidades, y sus pies dieron vueltas por las calles de Bruc, Lauria y Girona, vieja tierra de abogados que engañaban a sus esposas con el Aranzadi y de pasantes que hicieron durante cuarenta años el mismo camino, convencidos de que al año siguiente se ganarían la vida. Vieja tierra de comerciantes del textil que tenían en el armario el cadáver de un dependiente, y una cama y una querida siempre esperando debajo de un telar. Vieja tierra, en fin, de notarios que una tarde, hartos de firmar escrituras, cerraban la ventana, se daban cuenta de que no habían vivido y por un momento soñaban escriturar la compra de un recuerdo. Pero toda aquella tierra le gustaba a Méndez aunque no fuera la suya: conservaba su señorío burgués, su historia, su clase. Su aire de pago al contado. En un país donde todo se destruye para poder hacer más habitaciones y colocar más televisores, Méndez agradecía que el Ensanche perdurase, que la ciudad hubiera sabido conservarlo.
En el Ensanche estaba la oficina de Gomara, pero Méndez decidió no verlo allí; era mejor el piso de la carretera de Sarria. De modo que tomó con aire furtivo un autobús urbano, el 7, que llegaba hasta la parte alta de la ciudad, hasta el hotel Juan Carlos I y la Zona Universitaria, por lo que el vehículo, aun a aquella hora, iba cargado de nenas con delantera atómica. Méndez volvió a comprobar con horror que, al verlas, no sentía absolutamente nada.
Se apeó casi enfrente del hotel Hilton, dispuesto a volver atrás y hacer un trecho a pie para acabar de ordenar sus pensamientos. Las aceras de la Diagonal estaban tranquilas, sólo frecuentadas por ciclistas desesperados que se preparaban para el tour de la plaza Catalunya, palomas mensajeras que se le habían escapado al Estado Mayor de Croacia y corredores de jogging tan agotados que se limpiaban con la lengua la propia camiseta. Aun así, para Méndez, el ambiente respiraba paz. Fue a situarse en el centro de la acera cuando de repente lo vio.
Cara demudada. Ojos fuera de las órbitas. Manos temblonas. Color amarillo de santo castellano. Amores casi cayó en sus brazos mientras gemía:
– ¡Méeeeeeeendez!
Poco antes, Amores no estaba así. Poco antes, Amores, en el archivo del diario, estaba tomando notas sobre la historia de un asesino cabrón, quien se había quedado con todas las propiedades de una viuda a cambio de pasarle una pensión, la había envenenado al mes siguiente (cosa que la viuda jamás imaginó, pese a lo imaginativas que pueden ser las mujeres), había logrado un certificado de muerte natural, que le libraba de problemas, y para ahorrar había hecho enterrar a la viuda en la fosa común, eso sí, pidiendo una comisión a Pompas Fúnebres por encargarles el trabajo. El asesino cabrón había sido desenmascarado por un antiquísimo novio de la viuda, que había vuelto a Barcelona con un ramo de flores, el certificado de propiedad de un piso y la intención de casarse con ella. Es toda una novela -había pensado Amores-, será necesario escribirla. Lástima que Amores no supiese escribir y que sus únicos éxitos literarios los hubiera conseguido en la sección de «Necrológicas».
Pero también había visto aquella tarde -a los archivos de los diarios llega todo- un anuncio de la sección de «Relax»: «Joven universitaria no profesional, alta clase, nena de Pedralbes, aceptaría relación o contacto con señor serio y solvente.» Amores era serio, pero no solvente, aunque de todos modos se atrevió a llamar al teléfono, casi pidiendo perdón. Acostumbrado a engañar a su fiel esposa (lo de fiel lo imaginaba) con mujeres tronadoras de los barrios bajos, que se prestaban los clientes y las bragas, una nena de Pedralbes con las piernas bronceadas por el tenis, los pechitos de laboratorio y el culín perfumado con lavanda le ponía al borde de la eyaculación con el simple pensamiento. Lo único que le asustaba era que los pudiese descubrir su padre, porque las nenas de Pedralbes siempre tienen un padre que va para subsecretario.
El precio no era asequible, pero Amores, ya lanzado, pensó que podía pedir un préstamo en caja. Pidió también permiso para ausentarse del diario, el cual le fue concedido con un gran alivio colectivo. Se largó a Pedralbes, o las cercanías, porque la nena le dijo que no pecaba en su propio barrio. Era una chica alta, redondita, con cara, si bien se miraba, de dedicarse a las tareas agrícolas: pero se había puesto zapatos planos, calcetines cortos y además llevaba un libro. El Amores pensador estuvo a punto de preguntarle el título, para saber si había leído al menos eso. Pero el Amores eyaculador estaba tan excitado que la imaginó siendo nombrada rector de la universidad y entrando en el aula magna con sus pechos que rompían la toga, y sus calcetines blancos. Valía la pena gastarse una fortuna por cepillarse en Pedralbes a un Rector Magnífico. El Amores desvirgador (pues sin duda la futura rector era virgen) preguntó a la chica si podían
realizar in situ la inseminación, es decir, en alguna habitación de las proximidades, preparada para tales eventos. La chica le respondió que había que guardar las apariencias, porque ella era una señorita de clase alta en la ciudad alta, y por tanto irían por separado al sitio donde la virtud femenina sería profanada por primera vez. Dios sabe lo que pasaría si se enterara su padre o lo sospecharan los miembros de algunos consejos de administración bancarios. A estas alturas del negocio, Amores estaba ya empalmado, dispuesto a creerlo todo, y decidido a trepar por la fachada hasta la última ventana de la Facultad de Ciencias. De modo que le pareció maravilloso que ella le señalara un edificio cercano (más fácil no podía ser) y le dijera que llamase dentro de cinco minutos por el interfono al segundo piso, sexta puerta. Ella le abriría y le esperaría con el corazón, los brazos y las piernas también abiertos.
Amores hizo meticulosamente lo que le habían indicado. Buen amante no lo sería, pero obediente y encima pagador, claro que sí.
Esto era lo que había ocurrido muy poco antes de que Amores encontrase en una acera de la Diagonal, jugándose la vida, al policía mejor leído y peor comido de toda Barcelona.
Le pareció providencial. De hecho, Amores ya estaba decidido a arrojarse, no en brazos de su mujer, sino bajo las ruedas de un autobús urbano.
Por eso, vacilando y tropezando con las farolas, corrió hacia él mientras gemía:
– ¡Méeeeeeendez!