172936.fb2
Méndez lo recibió con el natural espanto. De hecho, el que pensó lanzarse bajo las ruedas de un autobús fue él. Balbuceó, frenándolo:
– Amores, ¿qué te pasa?
– ¡Méeendez!
– ¿Qué?
Amores pudo respirar al fin. Se apoyó casi en los frágiles hombros del policía, mientras en torno suyo giraban las nenas, orinaban los perros de los banqueros, se embotellaban los coches y se apreciaban, en fin, todos los signos de una ciudad en marcha.
– ¡Méndez!
– Repito: ¿qué?
– He descubierto un cadáver.
– Hostia, Amores. El día que te mueras, el que descubrirás tu propio cadáver serás tú.
– Hablo en serio. Yo no tengo la culpa de ser un hombre de mala suerte, Méndez.
– Menos culpa tenemos los demás. Eres una infección pública, Amores. La mala suerte también se contagia.
– Eso es cierto, inspector. Es una verdad consagrada. Vaya usted con un pobre y acabará siendo pobre, vaya usted con una mujer violada y lo acabarán violando a usted. Pero de verdad lo siento, Méndez, porque lo aprecio. Antes le tenía miedo, sobre todo cuando lo veía en aquella comisaría tan fúnebre cerca de la Rambla, pero ahora me doy cuenta de que usted siempre ha sido un amigo.
– Menos rollo, Amores. No vomites las palabras y dime lo que ha sucedido.
– Yo tenía una cita con una mujer.
– Cosa rara.
– Y ha salido mal.
– Cosa rara.
– Repito que le estoy hablando en serio, Méndez. Era un asunto de los anuncios de «Relax». Una universitaria de verdad. Mirada blanca y fatigada por el estudio. Unos calcetinitos cortos. Un libro.
Méndez balbuceó:
– La leche. No me digas, Amores, que te has tenido que follar el libro.
– Ni eso. Habíamos quedado aquí. Como ella lleva los asuntos con mucha discreción, me señala ese edificio. «Te espero en el segundo piso, sexta puerta. Llamas por el interfono y te abriré. Todo muy fácil.»
– En efecto, parece muy fácil. ¿Y cuál es el problema?
– Ella me ha abierto.
– Pues más fácil todavía. Pero se me ocurre una pregunta: ¿además de interfono había portero? ¿Te has equivocado y te has tirado al portero?
– Méndez, repito por enésima vez que estoy hablando en serio. No me he confundido con nadie, excepto con la puerta. Al llegar al segundo piso, no me acordaba muy bien de si ella me había dicho la quinta puerta, la sexta o la octava.
– Muy propio, Amores.
– En todo caso, suponía que estaría entreabierta y que por eso no me podía equivocar.
– Y tú has avanzado audazmente. La chica te estaría esperando sin nada puesto, excepto los calcetinitos blancos.
– Pocas bromas, Méndez. Era un momento importante. Si al dejar a la chica estás decepcionado y vacío, antes de llegar a la chica estás ilusionado y lleno. ¿Cómo se comportará? ¿Sabrá mover el culo? ¿Hará el francés? ¿Se habrá quitado ya la ropa? De modo que avanzo por un pasillo lleno de puertas detrás de las cuales parece no haber más que oficinas siniestras. Pero ya lo sabe usted, Méndez: algunas chicas decentes se folian a la clientela al lado de un ordenador. Yo busco una puerta sólo ajustada y de pronto la descubro. Coño, aquí es. Entro y se me queda un nudo en las tripas, una picadura de avispa en el capullo, un grito en la garganta.
Méndez se compadeció.
– Lo de la picadura de avispa en el capullo es lo peor de todo, Amores. Pero dime de una vez qué es lo que has visto.
Amores estuvo a punto de lanzar el grito que se le había atravesado en la garganta. Y gimió:
– ¡Venga, Méndez!
Fue Amores el que oprimió el botón del interfono, arriesgándose a equivocarse. Pero no se equivocó. La voz de la chica destinada a ser Rector Magnífico sonó con estridencia:
– ¡Ya era hora, coño!
Sonó un zumbido y la puerta se abrió. Méndez dedujo que Amores no había llegado a encontrarse con la chica decente que follaba al lado de un ordenador. Seguro que se había equivocado, al encontrar una puerta ajustada que estaba situada en el mismo pasillo, pero antes. Y mientras tanto la chica decente quitándose y poniéndose los calcetinitos blancos.
La vieron salir de una puerta situada al fondo. Iba vestida y parecía indignada. Blandió amenazadoramente el libro.
– ¡Pedazo de cabrón, con dos tíos, no! ¡Yo soy muy decente!
Dio un paso atrás y añadió:
– En todo caso, podías habérmelo dicho antes y hubiese llamado a una amiga.
Amores parecía aterrorizado y se quedó quieto, de modo que fue Méndez el que avanzó un paso, mientras mostraba su placa.
– Policía, nena. Pero no temas, porque no va contigo. Quédate en tu habitación, cierra bien y no salgas hasta que yo te avise.
Ella obedeció en seguida. Méndez giró la cabeza.
– ¿Dónde, Amores?
– Aquí…
Estaban casi al lado. Una puerta ajustada no dejaba ver el interior, pero daba la sensación de que alguien te estaba esperando dentro. Un silencio denso, absoluto, se respiraba en aquel lado del pasillo. Nadie había salido a ver qué pasaba, señal de que las oficinas y apartamentos estaban ya vacíos, o quizá habitados por gente que no quería enseñarle la cara ni al señor obispo.
Méndez empujó la puerta. Por pura deformación profesional, se fijó ante todo en los detalles de la habitación y en los rincones donde podía estar oculto alguien. El apartamento era pequeño, sin duda una antigua oficina compuesta de recepción, sala de espera, despacho y baño. Pero aquello llevaba mucho tiempo sin ser oficina, qué diablos. Había dos espejos, un tocador ovalado, un diván, un mueble bar, un montoncito de revistas porno y un equipo musical que desgranaba una melodía de los años cuarenta. Ningún rincón sospechoso y ninguna cortina amplia tras la que pudiera ocultarse alguien. De todos modos, Méndez sacó su pesadísimo Colt 1912, una pieza digna del acorazado Missouri.
– Sígueme, Amores, y sobre todo cierra la puerta.
Amores lo hizo. Su brazo izquierdo señaló hacia la habitación del fondo mientras gemía:
– Está ahí.
En efecto, estaba allí. Era un hombre joven, de unos treinta años. O había sido un hombre joven. Tenía pinta de atleta barato, de ligón de disco, de gigoló cabroncete y que cobraba antes de sacarla. Tenía pinta de hijo de puta posgraduado. O la había tenido.
Méndez tenía estómago y había visto cadáveres quemados, degollados, colgados o perforados analmente por la morería. Nada le quitaba el apetito, ni aunque estuviese ante unas morcillas de Burgos que llevaban unas semana en la barra. Pero esta vez se quedó sin aliento.
Oyó que Amores caía a su espalda. El audaz reportero no había soportado ver aquello por segunda vez.
El cadáver tenía dos amplias señales de sangre en la cabeza, indicio de que lo habían golpeado con algo muy duro, seguramente una culata, y lo habían dejado sin conocimiento. Pero la expresión de indecible horror de su cara indicaba que el asesino o asesinos habían esperado a que lo recobrase, para que se diera perfecta cuenta de lo que iba a suceder.
Estaba atado de pies y manos con dos tiras de plástico que habían llegado a atravesarle la piel. Méndez observó los nudos, venciendo su primera impresión de horror y de asco. Eran sólidos y firmes, seguramente unos nudos de marinero.
El cadáver conservaba la americana, la camisa e incluso una corbata chillona que parecía el anuncio de unas vacaciones en Miami. Pero los pantalones y los calzoncillos estaban bajados. Y era allí, en el pubis, donde se había producido la horrible carnicería.
El hombre no había podido gritar, porque sus mejillas hinchadas indicaban que tenía al menos dos pañuelos metidos en la boca. Sobre los labios, sellándolos completamente, aparecía una gruesa cinta adhesiva de color negro. No, no había podido gritar de ningún modo, pero no le habían faltado motivos para hacerlo.
El soplete aún estaba allí, al lado del cadáver. Era una pieza normal, de las que se pueden adquirir en cualquier tienda de menaje. Pero con su llama habían quemado el pene de la víctima, habían abrasado horriblemente su pubis y profundizado hasta dejar en el cuerpo no ya un hueco, sino un abismo, por el que se llegaban a ver los huesos de la cadera.
Méndez, que se había arrodillado para examinar mejor el cuerpo, sintió que le era difícil volver a ponerse en pie.
Balbuceó la única palabra que se le ocurrió, una palabra que tiene al menos la virtud de ser eminentemente científica:
– Hostia.
Amores estaba vomitando a su espalda. El policía le oyó decir:
– Por favor, vámonos de aquí, Méndez.
– Vete tú. ¿Has cerrado la puerta?
– Síiii…
– Pues aguarda en la otra habitación y procura que no entre nadie. Yo voy a examinar esto mientras me quede estómago.
Amores no salió, quizá porque le faltaban fuerzas incluso para irse. Pero su cerebro funcionaba, bien o mal, porque se le oyó decir:
– Mire usted si ese fiambre lleva documentación, Méndez. Imagino lo que va a encontrar.
– ¿Qué?
– Usted me ha explicado algo de este caso. El otro muerto se llamaba David Mellado, ¿no?
– En efecto.
– Pues seguro que éste tiene que ver algo con el otro.
Méndez también lo suponía. Con dedos de carterista hurgó en los bolsillos interiores de la americana, sin alterar ningún detalle de la prenda. El asesino o los asesinos no se habían molestado en llevarse nada, como si les importara un pito la identificación de la víctima. O quizá querían precisamente que alguien la identificase. El interior de la cartera exhibía una elevada suma de dinero, un preservativo, una invitación para un pub y el retrato de una niña medio vuelta de espaldas, desnuda, que mostraba a la cámara sus ojitos cargados de angustia y de miedo. No tendría ni doce años. Seguro que era el recuerdo podrido y fermentado de alguna perversión, de un acto sádico del hombre que ahora yacía en tierra.
Méndez tuvo uno de sus pensamientos clásicos, tan llenos de caridad:
– Bien muerto está. Que le denpol saco.
El documento más importante -mejor dicho, el único- era un permiso de conducir a nombre de Alberto Parra, con la cara sonriente de la víctima cuando aún conservaba intactos los trastos de matar. Ahora habría sido muy distinto.
Para Méndez no hubo ninguna sorpresa. Recordaba perfectamente los dos nombres captados por los micros ocultos en la casa de los altos de Serrano: David y Alberto, Alberto y David. David Mellado, el del ano triturado a máquina (descanse en paz) y ahora Alberto Parra, el del pene al'ast (por supuesto que descanse en paz también, pensó Méndez, que para algo están las buenas formas y la caridad cristiana).
Fue Amores el que balbuceó:
– No aguanto más. No sé si me queda algo en el estómago, pero lo voy a poner todo perdido.
– ¿Tan mal te encuentras, Amores?
– Siento como si a mí también me hubieran quemado el pito.
– Está bien, vamos a la otra sala. Creo que hay que pensar un momento y hacer un resumen de la situación.
– Por favor, ayúdeme a ponerme en pie, Méndez.
Los dos se deslizaron hacia el recibidor, donde imperaba un silencio absoluto. La planta entera parecía deshabitada, aunque en ella debía de haber normalmente mucho trajín de taconeo y bragueta. Sólo los rumores del tráfico llegaban hasta allí desde la cercanía de la Diagonal, ruido de motores enjaulados, de acelerones y chirridos en la que había sido la última tierra de los pájaros.
Méndez debía de estar pensando en eso, porque murmuró:
– Ésta es también la última tierra de las putas. Más allá, la ciudad se acaba.
– Yo también lo creo, Méndez. De la misma forma que la universitaria cándida me ha citado aquí, muchas vírgenes de la ciudad deben de citar aquí a sus clientes. El ambiente de oficina no es más que una pantalla.
– Lo cual me permite un primer pensamiento: Alberto Parra fue citado aquí por una mujer de la que no tenía ningún motivo para desconfiar.
– Es curioso, pero uno nunca desconfía de una puta. Se desconfía más del alcalde, del ministro del Interior y de los bancos.
– Es posible -Méndez seguía pensando en voz alta- que alguien siguiera a Alberto Parra para matarle, y en ese sentido la mujer que entró aquí con él fue un simple instrumento para meterlo en un sitio cerrado, es decir, en su propia tumba. Aunque quizá la mujer fue algo más que eso: fue uno de los asesinos. Que éstos la contrataran sólo como cebo me parece un riesgo excesivo, teniendo en cuenta lo que pensaban hacer. Ella tendría que enterarse a la fuerza de demasiadas cosas, o sea, que tendrían que darle una fuerte suma para que no hablase, y aun así era demasiado elevado el riesgo de que se fuese de la lengua. O tenían que matarla, y su cadáver no está aquí. Digo…
Como movido por un resorte, Méndez fue a la carrera (es decir, a tres kilómetros por hora) al cuarto de baño, que era la única pieza que aún no había visto. Pero no había nadie allí: sólo una sensación de limpieza a horas, de toallas anónimas, semen anónimo en el agua del lavabo, frustración, soledad en compañía y desesperanza.
– Ningún otro cadáver -dijo Méndez mientras regresaba-. Lo imaginaba, porque ésta es una obra de profesionales, y un profesional sólo mata a la gente estrictamente necesaria. De modo que he de pensar que Alberto Parra fue atraído aquí por una mujer que participó en la tortura y la muerte. Ella tuvo que abrir la puerta a un asesino, aunque lo más probable es que fueran dos.
– Esa mujer puede ser una pista. Si es una habitual de estos parajes, no resultará tan difícil dar con ella -susurró Amores, que al fin y al cabo, entre otras cosas, había sido reportero de sucesos-. Debía de tener alquilado el apartamento. O sea, pan comido. Ya puede considerarla enchironada, Méndez.
Méndez arqueó una ceja.
– No tienes el cerebro tan dormido, Amores.
– El pito, sí. No volveré a engañar a mi mujer hasta que me muera.
– Tienes razón en lo que dices. Localizar a esa mujer será demasiado fácil para la policía. Y demasiado peligroso para los asesinos. A estas horas ya debe de estar muerta.
Amores cerró un momento los ojos, como si rezara una oración por todas las mujeres engañadas de la ciudad. Luego musitó:
– Más sencillo les habría resultado a los asesinos llevar a Alberto Parra, con engaños, a cualquier casucha abandonada de la comarca. Sin testigos y sin problemas. Una vez allí, le podían haber metido el soplete hasta la garganta.
Méndez negó con la cabeza.
– No, Amores, no tan sencillo. Alberto Parra era un zorro viejo, y además tenía que conocer a la fuerza la horrible muerte de David Mellado. De ningún modo se habría dejado llevar, de grado o por fuerza, a un sitio solitario. En cambio, aquí podía confiar. Seguro que era cliente de esta casa, donde barrunto que a veces se deslizaba alguna menor. Sospecho que al cabrón de ahí dentro debían de gustarle las braguitas pequeñas, las lenguas que sólo se han entrenado chupando helados y los pechitos de piñón. Pudieron enredarle fácilmente con una promesa así, aunque eso tuvo que hacerlo una mujer, la que tarde o temprano aparecerá muerta. Y en lugar de la nena del culo tierno se encontró con al menos dos tíos que tenían el culo de acero.
– Es usted un hijo de puta, señor Méndez.
– Eso me lo dicen al menos una vez a la semana.
– No se puede olvidar el lenguaje de algunos barrios, ¿verdad?
– Ni me interesa olvidarlo.
Dio cinco pasos por la habitación -ejercicio más que suficiente para estar en forma- y añadió:
– Insisto en que esto ha tenido que hacerse de una manera profesional y fría, o sea, que no creo que los de Homicidios encuentren huellas ni pistas. De todos modos, los avisaré en seguida. Yo no tengo material para buscar nada.
– ¿Interrogará antes a la nena con la que yo tenía que ir? ¿La universitaria?
– No te has fijado bien en ella, Amores. Esa Virgen del Rectorado tiene al menos treinta años. Pero hablaré con ella, claro que sí. Puede saber algo.
Salió y fue hacia la puerta tras la que estaba el último amor eterno de Amores, aunque llevando la placa por delante para que nadie se confundiera. De todos modos, sospechó que ella le tomaría por un ayudante del forense.
El último amor eterno se había sentado al fondo de una habitación muy similar a la primera. Estaba espatarrada y mostraba las braguitas de colegiala. Era el único detalle de la santa infancia que había en ella, porque el rostro hablaba de docenas de hombres que habían soñado con una perversión. En sus ojos pequeños y helados, color mercurio, había una máquina de calcular que se estaba quedando sin pilas. ¿Méndez había hablado de treinta años? Debía de tener treinta y cinco. Detrás de ella -pensó- tenía que haber un apartamento en Pedralbes pagado con dinero rápido, un coche comprado a plazos, un amor de toda la vida que en realidad era un chuloputas, unos padres jubilados que iban todos los días a misa y vivían en Talavera de la Reina.
Méndez susurró:
– ¿Tú trabajas siempre aquí?
– Sí. ¿Y qué? Mi oficio es más honrado que el suyo.
– No lo discuto. ¿El pájaro que venía conmigo era tu primer cliente de la tarde?
– No. El segundo.
– ¿Le has dicho que iba a desvirgarte?
– Más o menos.
Y añadió mirando procazmente a Méndez:
– Tampoco le he engañado tanto. Soy muy estrecha.
– Ah.
– Por la edad que tiene, usted no me la metería ni con un destornillador.
– Muy moderna, nena.
– ¿Y qué? ¿Está prohibido?
– No.
– Por la cara que pone, se ve que no le gusto nada.
– Es que yo soy muy antiguo, y sólo me ponen cachondo las sobrinas de los curas y las monjas de clausura. De modo que lo único que quiero de ti es la lengua. La lengua para hablar. ¿Mientras has estado trabajando aquí has visto entrar o salir a alguien que no conocieras?
– Éste es un sitio de tíos desconocidos. ¿O no lo sabía? Hay algunos clientes fijos, claro, pero la mayoría son babosos que sueñan con una nena, te dicen que te van a hacer daño porque la tienen muy grande y luego resulta que les cabe en una cajita de pastillas para la tos. Pero yo, a veces, hasta grito. Soy una experta.
– Y yo que creí que lo sabía todo -dijo Méndez.
– Usted no sabe nada.
– Es verdad, estoy pasado de moda. Las mujeres que yo frecuentaba no me hablaban del tamaño de nada. Sólo de que sus hijos eran muy buenos y sus maridos unos cabrones. Pero veo que el tiempo pasa. ¿Te has encontrado con alguien que te llamara la atención? Por ejemplo, una pareja de hombres solos.
– No.
– ¿Seguro?
– Seguro. Y no me enrede más, policía, porque lo único que yo quiero es estar en paz, darme masajes, hacerme la liposucción el año que viene y seguir trabajando. Si me complica en algo, diré que ha tratado de pervertirme.
– A ti ya no te pervierte ni un libro de Henry Miller.
– ¿Quién es Henry Miller?
– Nadie.
– Ya decía yo. La policía siempre se inventa nombres de sospechosos para asustar a la gente honrada. Bueno, lo que quiero decir es que declararé que me ha puesto la chapa en la boca y ha querido hacérmelo sin pagar, o sea, por la cara.
– Por la cara yo ya no se lo hago ni a un palomo cojo. Bueno, tampoco me importa tanto esta conversación tan edificante que tenemos los dos. Necesitaba alguna prueba para acusar a una persona que yo sé, porque hoy día, sin pruebas, no vas a ninguna parte. Antes era más sencillo: antes, en las comisarías, las pruebas las tenías a partir de la tercera hostia. Pero lo mismo da. Sé a quién tengo que ir a buscar.
– Muy bien. Usted sabe adonde tiene que ir. ¿Y yo?
– Tú, a la calle.
– ¿Sin cargos?
– Sin cargos.
– De acuerdo, policía. Al fin y al cabo, no tiene usted tan mala jeta.
Se levantó y fue hacia la puerta. Antes de que la abriera, Méndez dijo:
– Mejor que desaparezcas y no vuelvas hasta dentro de una semana. Ni una palabra de esto.
– Pues claro. ¿Qué quiere? ¿Que asuste a la clientela?
– Naturalmente que no. Ah, otra cosa.
– ¿Qué?
– Avísame cuando apruebes la selectividad.
– Descuide. Usted será el primero en saberlo.
Salió.
Méndez se encogió de hombros, aunque estaba decepcionado. Es verdad eso de que hoy día, sin pruebas, no se va a ninguna parte, y él no las tenía. Pero al menos sabía adonde ir. Y estaba decidido a no perder el tiempo.
Amores volvía a tener arcadas. Estaba más al borde de un ataque de nervios que una mujer de Almodóvar. Casi se echó en los brazos de Méndez.
– Por favor, sáqueme de aquí.
– Tienes dos opciones, Amores.
– Sí, ya sé. Una es tirarme por la ventana. Otra, contárselo todo a mi mujer y regalarle una escopeta cargada.
– No. Una opción es volver a tu periódico, decir que has descubierto el crimen y tener una gran exclusiva.
– Ni hablar. Quién sabe si el director era cliente de esta casa. O el administrador. Créame, Méndez: la vida de los administradores es insondable siempre.
– Pues queda la otra opción: lárgate y no hables con nadie de esto. Yo llamaré a Jefatura y ya me las arreglaré. Pero inmediatamente después de llamar voy a hacer una visita.
– ¿A quién?
– A la misma persona que iba a ver cuando te he encontrado a ti.
– Hecho. Me quedo con la segunda opción. Y espero no descubrir un cadáver nunca más.
– Pues empieza por no tener líos con mujeres y por engancharte la cosita entre las dos puertas del armario.
– Santa palabra, Méndez.
Y se fue arrastrando los pies.
Méndez le miró con aprensión, arrepintiéndose de haberle dado aquel consejo.
Porque el otro era capaz de hacerlo. Pobre armario.