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20 UNA CUESTIÓN DE PRESTIGIO

La casa era de narices. Calle tranquila, pocos vecinos, parking vigilado, conserje las veinticuatro horas, jardín cuidado por profesionales, árboles plantados por el propio alcalde cuando la ciudad fue olímpica.

Ventanas con doble cristalera. Toldo en la entrada, como en un hotel de Nueva York. Arquitectura de firma.

Méndez valoró los pisos en seguida. De ciento veinte milloncetes para arriba. Dueños de multinacionales, banqueros recién fusionados, hijos de papá, nenas recién casadas que por cada polvo le pedían a su marido un Porsche.

El país marchaba.

Detenido ante el edificio, Méndez reflexionó un momento antes de entrar, diciéndose que sabía tres cosas: que el banquero Gomara vivía allí, que era el principal sospechoso y que contaba con al menos un par de asesinos a sueldo, factores todos ellos que, si bien se miraba, jugaban en contra de Méndez, aparte de que contra Gomara no tenía prueba alguna. ¿Había algo en favor de Méndez? Sí: que Gomara se pusiese nervioso. Pero si no se ponía nervioso y se limitaba a escucharle con una son-risita irónica, Méndez no conseguiría nada.

Aparte de todo, estaba el hecho de que Méndez sólo sabía una cosa: Gomara estaba vengando a su hija Virgin. Pero nada más; otras cosas seguían siendo un misterio para Méndez. Por ejemplo, ¿qué relación existía entre la infanta Carol y el joven bien vestido que la había visitado en París? ¿Y qué relación existía entre aquel joven y el banquero Gomara? Sólo la casa de los altos de Serrano, ninguna otra cosa. Y Méndez sabía que, de momento, ése era muy poco bagaje para hacer una acusación.

Pero tenía que probar.

Al conserjefull-time le tuvo que enseñar la placa, pero no le dijo que era para investigar a Gomara, sino todo lo contrario: era para que él le aclarase unos datos sobre una estafa que le habían hecho a su banco. Arriba en el piso, también le enseñó la placa a una doncellita que le enseñaba las tetas. La doncellita le dijo que el señor Gomara no estaba, que se había ido a cenar a Via Véneto.

El restaurante Via Véneto no está lejos. No está lejos de ningún sitio donde se muevan el dinero y la clase de la ciudad. Lugar que reúne todas las virtudes decadentes (elegancia, discreción, comodidad, silencio), en sus mesas se reparten cuentas de beneficios, altos cargos, cabezadas ministeriales y presupuestos de televisión. Era un mundo completamente ajeno a Méndez, a sus vinos de pajar, sus cazallas de garrafa y sus albóndigas de guardia civil, pero lo único que le tranquilizaba era que allí no se había repartido nunca el culo de un policía soltero. Veremos qué pasa. Hala, Méndez.

Una mesa para un caballero solo. Muy bien, señor. Méndez se acomodó y contempló atónito el desfile sobre las mesas: caviar del Caspio, langostas del Cantábrico, calamares que hablaban euskera y costillitas de cordero nonato. Botellas de Vega Sicilia, de Petrus, de Cháteau Latour y de brunellos vendimiados por Juan XXIII cuando era patriarca de Venecia. Méndez añoró las hogazas de pueblo, las chuletas de buey jubilado y los grandes vinos de tinaja.

Monge, el dueño, le atendió personalmente, como hacía siempre. Comprendió en seguida que aquel extraño comensal no podía gastar mucho, y le ofreció discretamente un menú asequible, dentro de la categoría del local: crema de mariscos, salteado de setas y, para beber, un Raimat, un vino leridano que casi podría venir a pie. Méndez, aunque poco habituado a leer revistas de economía y política, vio allí a los rostros más importantes de la ciudad. Qué placer no ha de sentir el caviar al navegar, no por Internet, sino por la lengua de una alcaldesa. Pero lo más importante para Méndez era que estaba sentado casi al lado de Gomara.

Este también comía solo, y se miraron sin disimulo los dos. Seguro que Gomara, cuyos servicios de información le daban los datos de todo, sabía quién era Méndez, y lo que éste buscaba al aventurarse en aquel terreno lleno de suflés. Su mirada de desprecio paseó por el traje rozado de Méndez, sus bolsillos cargados, no de avales, sino de libros, sus zapatos de rebajas de enero y su nómina de fin de mes. Sin dejar de mirarle, se bebió despectivamente su copa de Cháteau Laffite como si se bebiera de golpe toda la miseria contenida y todos los quinquenios de Méndez.

Méndez le contempló también, consciente de que era la primera vez que miraba cara a cara a un asesino de altura. Orestes Gomara tendría unos cincuenta años muy bien puestos, o sea, que estaba en la mejor edad para llenar a las mujeres de billetes y licores seminales concentrados. Aunque algo grueso -cosa inevitable tras las comidas de trabajo-, se le veía fuerte y musculoso -cosa recomendable tras los hoyos, las saunas y los gimnasios también de trabajo-. Vestía ropas de alta calidad, de esas que antes te hacían los sastres del paseo de Gracia. Había pedido de primero unas angulas ya casi milagrosas, recogidas una a una en el delta del Ebro, a los acordes de un vals.

No hubo disimulos entre los dos. Méndez iba a por él, y Gomara sabía que iban a por él. Lo admirable era la entereza (o quizá el desprecio) con que aceptaba aquel desafío. Los dos comieron mirándose, aunque Gomara acabó más tarde, porque tomó un café y un Armagnac y pidió al camarero que le encendiera un Partagás 8-9-8.

Fue en la puerta cuando le preguntó a Méndez:

– ¿Le molesta?

– ¿El qué?

– El tabaco. El tabaco dentro del coche.

Estaba ante un Mercedes 500 que acababa de traer el aparcacoches. El negro impecable era un negro de viuda recién iniciada, los asientos de piel suavísima parecían hechos con virgos cosidos, y el volante forrado con entrepierna de mulata. Pero qué mal pensado eres, Méndez, policía tronado, cabrón de bajura. Sonrió y le dijo al banquero:

– ¿Puedo fumar yo también?

– ¿Fumar qué?

– Puritos andorranos.

– Imposible. Luego tendría que cambiar todo el sistema de climatización del coche.

– Entonces no fumaré. ¿Adonde va a llevarme?

– A mi casa. ¿No quería verme?

– Me extraña que se haya enterado tan pronto.

– Me informan de todo el que se me acerca a menos de diez millas náuticas, aunque sean ministros y otras personas de conducta dudosa. Pero, además, usted ha estado antes en casa: la doncella me ha informado en seguida por el portátil.

– La de las tetitas -dijo Méndez con absoluta desvergüenza.

– No la contraté por eso. Bueno, ¿sube o prefiere tomarse un café en sus barrios y dejar que su cadáver aparezca en la Rambla?

– Subo.

El vigilante de la finca se ocupó del coche. Méndez fue introducido en un piso que tenía vitrinas llenas de plata, paredes llenas de cuadros y dos doncellitas llenas de pezones. El viejo policía estaba más admirado cada vez, no ya de la riqueza, sino de la audacia de Gomara. Aceptó sentarse en un chéster suavísimo, hecho sin duda con piel de diputada tory.

Gomara dijo:

– Aquí puede fumar.

– No, gracias. Prefiero oler el habano de usted. Siempre he soñado con ser fumador pasivo de un 8-9-8.

– Como quiera. Usted se llama Méndez.

– Veo que lo sabe todo.

– No es tan difícil. Trabaja en una comisaría de la parte baja de la ciudad. Tiene una mesa junto a los urinarios. Le encargan trabajos difíciles, como perseguir rateros de autobús, controlar los culos de la morería y contar los canutos de hachís que se venden en la esquina.

– Eso era en los buenos tiempos, cuando tenía carta blanca para patrullar las calles y detener a los maricones en los mingitorios subterráneos. Ahora, ni mingitorios subterráneos quedan. Y encima los maricones son mis mejores amigos. Hace tiempo, señor Gomara, que no me encargan nada, absolutamente nada. Estoy desamparado y haciendo de prejubilado en la puta calle.

– Yo podría encargarle algo.

– ¿Qué?

– Cinco millones y me olvida.

– No.

– Siete.

– No.

– Usted es pobre y morirá pobre, Méndez. El mundo es de los que saben aprovechar su oportunidad.

– Tampoco gasto mucho, y además soy una persona de mal gusto. Me basta con lo que tengo.

– ¿Por qué me persigue?

– Por sospechas.

– ¿Por sospechas?

– Así empieza actuando la policía, aunque muchas veces actúe en el vacío. De todos modos, reconozco que éste es el trabajo más extraño que he tenido.

– ¿Extraño por qué? Oiga, ¿recibe usted bien el humo del habano?

– Sí.

– Debería hacérselo pagar. Pero le he formulado una pregunta: ¿por qué es extraño su trabajo?

– Por varias razones, y se las voy a enumerar. Una: nunca he conocido a un criminal que no trate de huir. Dos: nunca he conocido a un criminal que me trate con tanto desprecio. Y tres: eso me hace pensar que nunca he conocido a un criminal tan rico.

Orestes Gomara no se alteró. Si alguna impresión le habían causado aquellas palabras, no lo demostró en absoluto. Dio una chupada a su habano y observó en el vacío las volutas del humo.

– ¿Yo criminal?… -fue lo único que susurró, al cabo de unos instantes.

– Empezaré por el principio. Supongo que no van a volver a entrar esas dos doncellitas que usted tiene, con pezones de pitiminí. Supongo también que en la habitación no hay micros, y si los hay, peor para usted, porque en todo caso esta conversación no me perjudicará precisamente a mí. Yo tampoco llevo ningún micro porque no es mi forma de trabajar. Puede registrarme.

– No hace falta. Esta conversación no va a quedar registrada en ninguna parte. Siga.

– Lo primero es lo del antiguo y hermoso chalet de los altos de Serrano, en Madrid. Hay una maraña de sociedades tan antigua y complicada que cuando uno se adentra en ella cree adentrarse en los archivos del Vaticano, pero en resumen la casa pertenece a una sociedad, y la sociedad le pertenece a usted.

– Sí.

– El chalet ha servido para muchos usos a lo largo de su hermosa vida, pero ahora estaba para alquilar.

– Exacto. En realidad está para alquilar todavía.

– Porque la policía espera que los nuevos inquilinos sean jefes de ETA, y mientras mantenga esa esperanza no cerrará lo que ahora se llama «el operativo». Tócame los cojones. Supongo que usted no sabía nada de eso.

– Nada absolutamente. De un alquiler de tanta importancia se ocupa una agencia, como es natural. Y yo no investigo las agencias ni los nombres, falsos, naturalmente, en este caso, que me proponen, aunque imagino que la policía sí que lo hace.

– ¿La policía le dijo a usted algo?

– Qué coño me va a decir.

– El caso es que, en prevención, la bofia llenó la casa de micros muy secretos y muy bien puestos, de modo que se pudiera captar cualquier conversación. ¿A usted le dijeron algo?

– Qué coño me van a decir.

– El caso es que la casa estaba deshabitada, en espera de los nuevos inquilinos. Y con los micros a punto.

– Sí.

– A usted, según asegura, no le dijeron nada acerca de esos micros. Una escucha ilegal más. ¿Qué importa? ¿Pero usted realmente no sabía nada?

– Voy a serle sincero, Méndez. Si le he dejado llegar hasta aquí es porque pienso contarle la verdad.

– ¿Tan insignificante le parezco?

– Sí.

– ¿Hasta ahí llega su desprecio?

– Sí.

Méndez no se ofendió.

– Siempre he oído decir -musitó solamente- que dinero es dinero. Que mucho dinero es poder, como en su caso. Y, digo yo, muchísimo dinero tiene que ser la hostia.

– Exacto, Méndez. Yo estoy situado en el centro de la hostia. Por eso puedo permitirme el lujo de ignorarle mientras no le veo, y de despreciarle cuando le veo. ¿Conforme?

Y dejó en el cenicero de Sévres su cigarro a punto de consumirse. Méndez siempre había oído decir que a un habano de alta clase hay que dejarlo morir encendido y con dignidad.

– Capto su desprecio hasta en el humo -susurró Méndez-. Casi me lo echa a la cara. Pero al menos dígame la verdad.

– Se la diré, y es bien sencilla. Mis técnicos revisaron todas las instalaciones cuando llegó una oferta solvente de alquiler, aunque esa oferta no se haya materializado aún. Pensaba levantar luego un acta notarial, para acreditar que yo entregaba la casa en perfectas condiciones, en previsión de algún desperfecto. Y entonces descubrieron el primer micro, y luego todos los demás. Tampoco era tan difícil.

– ¿Usted sospechó que los había colocado la policía?

– Claro.

– ¿No reclamó?

– ¿Por qué? Podían haberlos colocado para un anterior inquilino. Yo no sabía la fecha exacta de su instalación, de modo que cabía esa posibilidad. Podían haberlos colocado para el nuevo inquilino, lo cual era lo más probable. Pero, en todo caso, de momento los tenía yo. Podía decir cualquier cosa que me resultara beneficiosa ante la policía, porque la policía la sabría. Es decir, jugaría con ellos si hacía falta. Y como averigüé la onda en que lo recogido por los micros llegaba a la central de datos de la bofia, oiría todo lo que se hablaba. Usted, Méndez, ha dicho antes que mucho dinero es poder. Mucha información también es poder. ¿Está de acuerdo? Claro que usted nunca ha tenido ninguna de las dos cosas: ni dinero ni información. Es inútil.

– ¿Usted captaba de vez en cuando lo que se decía en la casa y quedaba grabado?

– Sí, de vez en cuando. Era como el que capta una emisora con informaciones idiotas. Comentarios de los empleados de la agencia, de las mujeres de la limpieza, de los aspirantes a inquilino… Y de tarde en tarde había alguna cosa con gracia. Por los micros me enteré de que el portero de la finca se había tirado a media España, y su mujer a la otra media.

– Siempre he dicho que toda España está jodida -aseguró Méndez.

Gomara volvió a encender otro habano.

– ¿Le molesta?

– Qué va -susurró Méndez-. Para el último habano que compré necesité un aval. ¿Y quién más conocía lo de los micros en la casa?

Gomara vaciló por primera vez, pero al final dijo:

– Mi hija. Nunca le oculté información alguna.

– ¿Única hija?

– Sí.

– ¿Virginia? Es decir, ¿Virgin?

Sólo un observador como Méndez podía notar que la mano y el nuevo habano de Gomara temblaban un momento.

– Le voy a tener que devolver el honor -dijo el banquero, tratando de reír-. Ha averiguado usted bastantes cosas.

– ¿Virgin sufrió una hepatitis C hace tiempo?

– Definitivamente le devuelvo su honor, Méndez.

– ¿Su hija tenía malas compañías, señor Gomara?

– ¿Qué quiere decir?

– Usted lo sabe perfectamente.

– No… No tenía malas compañías. Lo normal. Las chicas modernas salen hoy con mucha gente, pero en su caso nada especial. Yo nunca tuve un problema con Virgin, excepto uno de fondo, uno de esos problemas que el tiempo arregla: ella no quería sucederme, no quería tener y dominar un banco, pese a saber que era mi única heredera. Pero esas cosas les pasan a mucha gente, desde el dueño de un restaurante al dueño de una fábrica de hilados, cuando saben que tienen un único heredero… Ah… Los hijos no se fabrican a medida. Pero, contestando a su pregunta, le diré que nunca tuvo malas compañías. O, mejor dicho, vamos a ver: todo tío que quiere empitonar a tu hija por las bravas es necesariamente una mala compañía, aunque ella no lo sepa.

– Perdone la brusquedad de la pregunta: ¿su hija quería ser empitonada por mucha gente?

Ahora sí que la mano y el habano de Gomara temblaron ostensiblemente.

– Es usted un cabrón, Méndez.

– Sí.

– Un hijo de puta.

– De eso tengo hasta un diploma.

– A pesar de todo, contestaré a su pregunta. En efecto, a mi hija la miraban con deseo muchos hombres. Ya ve que empleo el tiempo pasado, porque sospecho que usted lo sabe todo, es decir, que está muerta. Ya le he devuelto el honor de ser un buen policía, Méndez, que es el único honor que le queda, aparte, supongo, del honor anal. Mi hija no sólo era guapa; también era elegante, dulce, culta y encima tímida. Y más encima todavía: era rica. La mitad de los hombres, incluso los que han recibido órdenes sagradas, se mueren por tirarse sobre una mujer así. Y si es rica, mejor. Cualquier desgraciado estalla cuando piensa que puede encontrar la lengua de una mujer rica.

Méndez guardó un momento de silencio. Algo le dijo que Gomara también se había criado en la calle.

Luego susurró:

– Siga.

– Un día mi hija desapareció -dijo Gomara con un hilo de voz.

– Y usted la buscó en todas partes. En la casa de los altos de Serrano también, claro. Y encontró sangre. Y comprobó todo lo que se había grabado a través de los micros.

– Sí.

La voz de Gomara era apagada, lejana. Se diluía en el humo del habano, que como se sabe es un humo en el que se diluye el tiempo.

– Le pido que me siga contestando con sinceridad -dijo Méndez-. ¿Llegó usted antes que la policía?

– Imagino que sí. La policía es muy rutinaria y muy gandula. Cuando monta una escucha de espera, no la atiende al minuto. Las conversaciones quedan grabadas, como las grababa yo. Por supuesto, era inevitable que también ellos lo supieran rápidamente, pero por muy poco tiempo llegué antes yo.

– ¿Y no tocó nada?

– No.

– Porque ya se había trazado un plan al margen de la ley.

– Yo no creo en la ley.

– Que usted, un banquero, no crea en la ley es lógico. Pero yo, que soy policía, tampoco creo en ella. Y pienso que, al oír las grabaciones, supo exactamente lo que le había pasado a su hija.

– Lo supe… exactamente.

– Y no presentó ninguna denuncia.

– ¿Para qué? Era relativamente fácil capturar a los criminales, porque yo podía dar sus nombres. ¿Pero y luego? En el caso de que fueran condenados… no olvide que no había más pruebas que su voz, y su voz había sido grabada ilegalmente, al cabo de tres años ya estarían con permiso penitenciario. Si les daba la gana, podían pasar todo un domingo por la tarde contándome lo mucho que les había gustado el… el… la espalda de Virgin. Y salir con tercer grado al cabo de cinco o seis. La ley, amigo Méndez, es una chapuza, una burla. De modo que no presenté ninguna denuncia. Tenía ya mi plan.

– Explíquemelo.

– Lo primero y elemental era tratar de encontrar el cuerpo de mi hija.

– ¿Gastó en eso mucho dinero?

– Un camión de dinero. Cuanta más discreción pedía, más gastos. Pero no me importó.

– Lo que le importó fue fracasar.

– Sí. No había ni rastro, y en cierto modo me lo explico. Puede usted enterrar un cuerpo al pie de un árbol y no lo descubrirán hasta que derriben ese árbol, como ocurre siempre, para hacer una urbanización. Me lo expliqué, repito. Pero eso no hizo más que aumentar mi odio. Mi odio se hacía rojo. Subía como una columna de mercurio en el desierto.

– Por supuesto, usted supo en seguida quién era el que acababa de asesinar a Virgin.

El habano de Gomara cayó al suelo. Lo recogió.

– Claro que lo supe. No aparecía su nombre, pero era igual. La voz delataba a Leo Patricio, mi jefe de seguridad. Era como tenerlo delante.

– ¿Usted había notado si ese tal Leo se había pasado alguna vez con Virgin?

– Notaba que le gustaba mucho y que la miraba con codicia, pero me pareció lógico. Todos los hombres miraban a Virgin. Y ése era un perro que comía de mi mano y al que le tenía bien puesto el bozal. Imaginaba que el bozal no se lo llegaría a quitar nunca.

– Había otros dos.

– Sí: David Mellado y Alberto Parra, pero esos no intervinieron directamente. Sólo contribuyeron al engaño para que Virgin fuera sola a la casa de Serrano. Supongo que usted, Méndez, ha investigado para llegarlos a conocer.

– He entrado en contacto, digamos circunstancial, con unas delicadas partes de sus cuerpos: el ano barrenado de David y los huevos al'ast de Alberto Parra.

– Supongo que estará de acuerdo conmigo en que han sido dos buenos trabajos -musitó Gomara con una chispita de felicidad en sus ojos.

– Perfectos. Pero usted solo no pudo hacerlo.

– No. Yo sólo ayudé, y por supuesto estuve delante durante el desarrollo de la tortura. Soy un experto, ¿sabe?, pero experto por casualidad. Me interesaba la psicología para dominar a los otros en la vida comercial, y llegué a estudiar dos cursos muy completos. En un libro extranjero había fotos de expresiones faciales. ¿Lujuria? Ahí tiene usted la expresión de felicidad y ansiedad de un tío mientras se supone que, un poco más abajo, una mujer de rodillas mueve la lengua. ¿Sed? La foto de un soldado desangrándose que se acerca a un río. ¿Dolor? ¿Miedo? Eso era lo más apasionante, porque se trataba de viejas fotos de suplicios chinos. ¿Por qué los cabellos humanos se erizan como puntas? Allí estaba: el chino mirando horrorizado cómo el verdugo le pasaba la sierra por el centro de las rodillas. ¿Por qué los ojos se salen de las órbitas? Allí estaba también: el chino colgado por los pies y con la cabeza empotrada en el interior de una jaula redonda, una especie de huevera antigua, donde había una rata hambrienta. De modo que yo, modestia aparte, era un experto en la cultura del horror. Y cuidé los detalles. Pero, eso sí, no me salí de la civilización más funcional, utilizando aparatos que se hallan en todas las casas modernas.

Méndez tragó saliva.

Ya no notaba ni el humo.

– Si usted sólo ayudó -dijo-, ¿cuántos hombres lo hicieron?

– Le parecerá mentira, pero sólo uno. Eso sí: un fenómeno. Una bestia. Lo contraté expresamente. Lo tengo contratado aún.

– ¿Cómo se llama?

– Váyase a la mierda, Méndez.

– Suponía que no me lo iba a decir. ¿Qué aparato guarda para Leo Patricio?

– He alquilado una serrería.

– ¿Una cinta continua?

– Sí.

– ¿Y pasar el cuerpo por en medio, como cuando se corta por la mitad un tronco?

Gomara dijo con toda tranquilidad:

– Sí.

– Pero aún no sabe dónde está.

– Es el único que me falta.

– ¿Los otros no le dieron datos antes de morir?

– No sabían nada, y yo creo que decían la verdad. Un hombre, en esas circunstancias, no miente, por duro que sea. Y mire que Alberto y David eran duros. Unos bestias. Los mejores agentes ejecutivos que un hombre honrado puede encontrar para desarrollar sus actividades comerciales con sosiego y con paz. Pero no sabían nada de dónde estaba Leo ni de dónde yacía el cuerpo de mi hija. Creo que tampoco sabían nada de su horrible muerte. Imagino que, a petición de Leo, la atrajeron con engaños a la casa, pero sin llegar a saber exactamente lo que iba a ocurrir.

– ¿Entonces por qué huyeron?

– Leo debió de advertirles que yo estaba rabioso, aunque sin explicarles la razón. Y les aconsejaría que se abrieran una temporada, como se dice hoy. O si llegaron a barruntar algo de lo sucedido, se asustaron tanto que habrían sido capaces de ir nadando hasta las costas de Florida. El caso es que no me fueron de demasiada utilidad.

Añadió en voz más baja:

– De todos modos, tampoco pude presionar demasiado, es decir, no pude dejarles soltar un discurso. Las circunstancias quisieron que los atrapara en sitios habitados, o sea, que tenía que amordazarlos. Y si les quitaba la mordaza para que hablasen, podían lanzar un grito.

– ¿Esos dos eran ayudantes de Leo?

– Y muy buenos.

– Eran unos mal nacidos, marranos y dados por el saco -declaró Méndez.

– Sería en sus vidas privadas, porque conmigo cumplían. Y en sus vidas privadas no acostumbraba a meterme, aunque ya sospechaba que no se pasaban las fiestas en misa. Yo quería perros de presa, Méndez, y a un perro de presa le pides que sepa morder.

– ¿Leo Patricio es aún peor?

– Sí.

– Descríbamelo.

– De unos treinta años. Un atleta de expresión dura, de esos que vuelven locas a las mujeres. Las tenía chifladas, porque las mujeres de hoy carecen de gusto. O buscan ya la novedad, porque se han ido volviendo como los hombres. No lo sé ni me importa. Siempre imaginé que, con el cuento de protegerlas en sus transportes de dinero, se había cepillado a algunas de mis mejores dientas. Tampoco me importaba. Lo único que yo sabía con certeza era que nunca se llegaría a cepillar a mi hija.

Méndez entrecerró los ojos.

Esos ojos ya no eran normales. Eran pequeños, duros; eran los ojos de la serpiente vieja.

– Pero se la cepilló -dijo con un hilo de voz.

– Cállese, Méndez, o lo echo de la casa.

– No tiene por qué ofenderse; en realidad estamos pensando lo mismo los dos, y es lógico. Un ano barrenado, un pubis pasado por el soplete sólo se explica por ese pensamiento terrible. Y algún día Leo Patricio aparecerá dividido en dos mitades exactas, con manantiales de sangre hasta en el techo de la serrería. ¿Es ése su proyecto?

Gomara dijo con perfecta calma:

– ¿Y qué espera? Además, el alquiler de la serrería tampoco me sale barato.

– Le pescarán, Gomara.

– ¿Por qué?

– Piense un poco: cuerpo partido en dos por la sierra. Tío que ha alquilado la serrería vacía. No es tan difícil.

– Y usted piense un poco también, Méndez: la serrería la ha alquilado una sociedad extranjera por medio de Internet. El pago lo ha hecho la sociedad extranjera con dinero electrónico. En Internet se perderá la pista.

Méndez contempló admirado la habitación: los cuadros, la platería, las alfombras, los muebles de firma. Sólo faltaban los pezones de las niñas.

– Tiene usted una bonita casa -murmuró.

– Es lógico. Hago negocios en Barcelona y necesito dar una sensación de solvencia, que en este caso es, además, una sensación perfectamente ajustada a la realidad.

– ¿Me equivoco al pensar que, si ahora vive aquí, es porque no se puede soportar los recuerdos de la casa de Recoletos?

– No, no se equivoca.

– ¿Se da cuenta de que ha confesado, Gomara?

– Sí.

– ¿Y se da cuenta de que puedo denunciarle?

Gomara lanzó una risita tenue.

– Méndez, no sea ingenuo. Sé lo bastante de usted para saber que no lleva una grabadora, pero antes de que salga me aseguraré de que es así. Luego podrá acusarme, claro. ¿Pero de qué va a servir? Usted es un policía despreciable, al que nadie va a creer, mientras que yo soy un banquero de prestigio nacional. Soy un hombre de prestigio, Méndez, métase esto donde le quepa. Me deben favores los jueces, los altos policías y ya no digamos los políticos, que si están en ese trabajo es sólo para ganarse la vida. Pero hay más: también soy un hombre con un cierto golpe de vista. Y sé que usted no va a hacer nada por salvar lo que aún queda de la corta vida de Leo Patricio. Nada. Tal vez lo que hará será leer el informe de la autopsia. ¿Y qué dirá entonces? Por favor, refrésqueme la memoria.

La serpiente vieja musitó:

– Bien muerto está. Que le den pol saco.

– ¿Lo ve? Usted también conoce la vida, Méndez. La vida no se explica sin la muerte. La vida siempre arroja un excedente biológico, un exceso de producción que hay que eliminar. En la vida hay mucha basura. Limpiémosla. Y no lloremos sobre el cubo de los desperdicios, porque eso es una idiotez. Al contrario, si el cubo contiene el cuerpo aserrado de un culpable, bailemos encima. Incluso no hay que llorar aunque contenga el cuerpo de un niño.

– ¿Usted no cree en nada, Gomara?

– No.

– Es un hijo de puta.

– ¿Y qué? No me siento ofendido por eso, aunque contestaré a su insulto. Mire, Méndez, ya habrá adivinado por lo que le he contado de los chinos que soy muy aficionado a las fotos antiguas. Y una vez vi una foto de tiernos niñitos en una escuela de primaria.

– ¿Sí? ¿Y qué?

– Uno de aquellos tiernos niñitos era Adolf Hitler.

Dio una larga chupada a su habano, concentrándose en sus pensamientos, y añadió:

– Ya habrá adivinado que desprecio el ABC de la sociedad, pero eso no me preocupa. Al contrario, sé que es el privilegio de los grandes hombres. Y ahora puede pensar en irse, porque creo que lo sabe todo. Incluso se ha hartado de ser fumador pasivo de las mejores labores cubanas, que al fin y al cabo resumen el sudor del pueblo. ¿Algo más?

– Sí -dijo Méndez, encogiéndose un poco-. Quizá no se molestará si tengo alguna otra pregunta que hacerle.

– No me molesto. Mi cortesía, pero también mi desprecio, llegan hasta el extremo de permitirle seguir hablando.

– ¿Qué otros negocios tiene usted, Gomara? Sus guardaespaldas asesinos hijos de puta no son los propios de un banquero normal.

– ¿Y usted sabe lo que es un banquero normal, Méndez?

– No.

– Pues cállese.

– ¿Alguien que tenía alguna relación con la casa de los altos de Serrano, concretamente un joven, viajó a París por cualquier motivo?

– ¿A París para ver a quién?

– A una chica que se llama Carol Mayor, hija de un hombre rico, separado de su mujer, que se llama Pedro Mayor.

Gomara se encogió de hombros.

– No tengo la menor idea de quiénes pueden ser esas personas. Jamás he oído esos nombres.

Méndez tuvo la sensación de que el banquero decía la verdad. Pero hizo otra pregunta:

– Por pura curiosidad, Gomara: ¿de veras piensa atrapar a Leo Patricio? Está soñando si piensa que él se va a fiar de usted. Está soñando si piensa que se va a fiar de su otro asesino, ese fenómeno del ruedo cuyo nombre ignoro todavía. No caerá en una trampa.

– Bueno… Quizá tenga razón, Méndez. Ya he pensado en eso. Puede que elija a otra persona para acorralarle.

– ¿Una mujer?

– A todos los hombres nos acaba acorralando una mujer, eso es verdad. Y encima nos las damos de listos. ¿Pero por qué lo pregunta?

– Porque Alberto Parra llegó de manos de una mujer al sitio con espejitos donde ya le estaban aguardando los descuartizadores.

Gomara no se inmutó. Se encogió de hombros simplemente.

– Es posible -musitó.

– Esa mujer aparecerá muerta, ¿verdad?

– Es posible.

Méndez achicó los ojos aún más. Ahora la serpiente vieja no sólo miró. También lanzó una especie de silbido.

– Gomara -dijo-, ha cavado usted su tumba.

– ¿Yo? ¿Por qué?

– Hay cosas que puedo entender y hasta perdonar. Otras no. Otras me sublevan. Me vuelven negro hasta el semen.

– ¿Qué semen?

Méndez encajó el insulto con un pestañeo. Aunque quizá no fuera un insulto, quizá fuera una verdad.

– Cuando aparezca el cuerpo de esa mujer iré a por usted, Gomara. Iré a por usted. Lo juro.

– ¿Y qué cree que podrá hacer? Nada, Méndez, nada. Ningún jefe creerá en su palabra, ningún juez dará curso a una denuncia, a menos que haya pruebas. Y pruebas no habrá ninguna. Puede usted forzar las cosas, naturalmente, organizando un escándalo periodístico, porque yo soy una presa, digamos, llamativa y apetecible. Pero si habla con un solo periodista llenaré de querellas por difamación todos los tribunales de España. Hundiré periódicos. A usted no tendré que molestarme en hundirle, porque ya lo está.

Depositó su segundo habano en el cenicero, para dejarlo morir con dignidad. Luego musitó:

– Seguro que no se ha encontrado nunca con alguien como yo, con tanta capacidad de desprecio.

– Lo que es seguro es que nunca he hablado así con un criminal, Gomara.

– Tal vez le da por pensar que he cometido una imprudencia.

– Una imprudencia lógica, Gomara. Tantos estudios de psicología y no ha pensado en su reacción. Usted está orgulloso de la venganza que ejerce sobre los asesinos de su hija. Le parece que así la resucita. Y necesita contárselo a alguien.

Gomara pareció reflexionar. Dio una cabezada, torció la boca a un lado y susurró:

– Bueno… Es curioso, pero quizá tenga razón.

– También tiene un orgullo tan desmedido que escupe sobre el peligro. Se cree el centro del mundo.

– No, Méndez. Soy un hombre con más dosis de humildad de lo que usted piensa.

– Todos los que se consideran el centro del mundo dicen lo mismo para justificarse. Una vez dieron la mano a un conserje: en consecuencia, son humildes. -Añadió-: Claro que eso es para ellos como una especie de defensa propia.

– Cierto, Méndez, tal vez tenga razón. Pero en mi caso he creado un imperio.

– ¿Para quién, Gomara? En primer lugar fundó su imperio para poder creer en sí mismo. ¿Pero luego para quién?

Gomara vaciló un momento. Al fin musitó:

– Para mi hija.

Méndez guardó silencio. El aire de la habitación había cambiado. Hasta el humo de los habanos se estaba agriando.

– Lo siento, Gomara -musitó-. No hay nada peor que un imperio creado para nadie.

Y se puso en pie para irse mientras preguntaba:

– ¿Me registra?

– No hace falta. El marco de la entrada al piso es un arco de seguridad más sensible que los de los aeropuertos, con la única diferencia de que no produce pitido alguno. Pero envía algo así como las radiografías de los objetos, por un sistema de radar, a un control que tengo en otra habitación, a cargo de un hombre de confianza. Ya podrá imaginarse que en mi casa cuento con alguna protección, Méndez.

– En ese caso, su hombre de confianza habrá notado que llevo un pistolón enorme y antiguo. Mis compañeros dicen que es una pieza de artillería naval.

– Daba por descontado que usted iría armado, Méndez, pero eso no me preocupa. No ha venido usted aquí a matarme ni a robarme los objetos de plata. Lo importante es que no lleva ningún aparato de grabar, porque me habrían advertido.

– El que le advierte soy yo. Habrá cavado usted su tumba, Gomara, en cuanto aparezca la mujer muerta.

– Le invitaré a mi entierro, Méndez.

– ¿Le gustan los desafíos, verdad?

– Toda mi vida ha sido un desafío.

Méndez salió. Todo debía de estar controlado en el piso, porque una de las doncellitas, sin que nadie la avisase, acudió a abrirle la puerta.

Hacía frío en la parte alta de la ciudad, un frío que llegaba de más arriba, de los jardines aristocráticos de la Bonanova, de los colegios de lujo y las entrepiernas heladas de sus monjas. Méndez buscó un bar de jubilados, como los de su barrio, para pedir un coñac barato. Pero nada, ni un local abierto. En la parte alta de la ciudad, la gente se jubila en casa.