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El jefe masculló:
– Hostia.
Luego anduvo hasta el otro lado del despacho y se detuvo ante la ventana, desde donde se veía un patio interior, una galería de vecinos, un árbol disecado y un perro que lo fertilizaba con su orina. Encendió un cigarrillo comprado de contrabando en la boca del metro.
– Méndez.
Méndez dijo brillantemente:
– A sus órdenes, señor.
– Le parecerá mentira, pero le voy a encargar un trabajo.
– Sí, señor, me parece mentira.
– La mujer la encontraron aquellosjoputas del coche, ya lo sabe usted. Se llevaban a otra para follársela en un descampado de Montcada, pero estaban tan cagados que la tuvieron que soltar en seguida. Fue ella la que presentó la denuncia. De buena se libró.
– ¿Qué pasó con los tresjoputas?
– Nada. Correccional, y a la calle cuando quieran. Ya lo sabe usted, Méndez: laGeneralitá de los cojones y la política de protección del menor. Ahora, al menos, esos tres se han llevado algo de lo suyo. No ha sido como en los buenos tiempos, pero ha sido algo, digo.
– ¿Qué ha pasado?
– El novio de la tía del culo gordo es guardia civil.
– Ah.
– Los ha podido correr a hostias. El abuelo de los menores ha presentado una denuncia.
– ¿Y qué?
– Hemos tenido que detener al abuelo. Resulta que se tiraba a la nieta.
Méndez musitó:
– Mierda de barrios.
– Ahí entra usted, Méndez, si es posible hacerle entrar en alguna parte. Tenemos todo el historial de la mujer muerta en el maletero del coche: treinta y cinco años, no demasiado guapa y ya en decadencia, con dos hijos, separada, mamona en las cercanías del Nou Camp. Cuando tenía suerte y pescaba un buen cliente, lo llevaba a un meublé de cierto lujo, cerca de Pedralbes. El mismo donde apareció aquel tío con un agujero en el pubis que podías meterle la guía telefónica.
Méndez cerró los ojos.
Conocía el sitio, claro.
– Yo denuncié la aparición de aquel cadáver -musitó.
– Por eso mismo. Le he añadido al grupo que investiga ese caso, pero me obedecerá directamente a mí. Pienso que ha de haber una relación entre el tío deshuevado y la muerta del maletero.
Claro que había una relación, pensó Méndez, desviando la mirada. Ella era la mujer que había atraído a Alberto Parra a la habitación donde esperaban los perforadores, los buscadores de petróleo. Ella era la mujer que tarde o temprano tenía que aparecer muerta porque sabía demasiado. Y ya había aparecido.
Méndez susurró:
– Gomara, has cavado tu tumba.
– ¿Qué dice?
– No, nada. Hablaba solo.
– Pues cuando un tío habla solo, mal asunto. Hágaselo mirar.
– Sí, señor.
– Sabiendo eso sobre la mujer, hemos dado los críos a laGeneralitá para que los engorde. Luego hemos trincado al marido por si la mató. Es inocente, porque a esa hora estaba dejando preñada a otra. Hemos hecho una investigación entre los chulos de la zona, pero ella no tenía chulo. Luego hemos preguntado entre las amigas, pero ella no tenía amigas. Y hemos buscado entre los clientes habituales, pero ella no tenía clientes habituales: sólo gente de paso.
– Una investigación gloriosa -dijo Méndez.
– El forense nos ha dado el único dato importante. -Consultó un papel-: Mujer degollada, con una herida tan profunda que llega a producir rotura de vértebras cervicales. Autor: hombre muy fuerte, de un metro setenta y cinco aproximadamente, situado a su espalda: le doy sólo lo esencial, Méndez. Zurdo. Arma empleada: una gumía.
Méndez susurró:
– Es arma árabe.
– Se puede encontrar en muchos sitios, pero, efectivamente, es arma árabe, o al menos son los moros los que la usan mejor. No la hemos encontrado en ningún punto de la investigación, aunque los datos que tenemos sobre ella son ciertos. En cuanto a la mujer, la mataron en un sitio determinado y luego la metieron en el maletero del coche.
– ¿A quién pertenece?
– A un tendero de Les Corts que debe de tener mala pata, porque el coche lo robaron dos veces. Una, el asesino; dos, los violadores. Lo curioso es que el primer ladrón, el asesino, no necesitó hacer el puente.
– Lo cual indica que tenía llaves falsas. Vamos, que era una especie de profesional -dijo Méndez.
– Cierto, y ahí entra usted. No hace falta ser muy listo para llevarte a una puta de medio pelo, mientras le enseñes unos billetes y conduzcas un coche, pero en el coche no la mataron porque habría quedado bañado en sangre, y la sangre sólo aparecía, en forma de manchita, en uno de los asientos. Para mí que fue una salpicadura. Mi teoría, Méndez, es que la trincaron estando ella de pie y al lado del coche, con el asesino a su espalda. Luego, recién degollada, la metió en el maletero, y allí dentro sí que quedó todo como en la batalla de Trafalgar. Incluso la sangre tenía que haber rezumado por las junturas, pero el coche era nuevo. ¿Sabe lo que eso significa?
– ¿Qué significa? -preguntó Méndez.
– Que Encarna, la puta callejera, hace esquina por las cercanías del Nou Camp. Un cliente habitual se la lleva en su coche para que le haga un servicio. Digo que es un cliente habitual porque no van a un sitio frecuentado por Encarna. Si se tratara de un desconocido, ella no habría accedido a moverse de las cuatro calles a las que van a parar todos los coches, y donde más o menos se sienten protegidas porque allí están sus compañeras. Van a otro lugar que el asesino elige, y que es mucho más solitario. ¿Por qué ella le deja elegir? Pues porque le conoce. Ése es el primer punto que debe usted tener en cuenta, Méndez.
– Segundo punto: ¿en qué calle la mató? Supongo que habrán encontrado más sangre que en un matadero.
– Claro que sí. Es la calle Caballero, muy aristocrática y tranquila, sobre todo a partir de las dos de la madrugada. Allí había no sólo un lago de sangre, sino dos trapos completamente rojos con los que el asesino limpió las salpicaduras del coche.
– El también debió de quedar como para ir a la tintorería… -dijo Méndez.
– No tanto, porque se supone que en el momento del degüello estaba protegido por el cuerpo de la víctima. De todos modos, quizá eso explique la manchita en la tapicería del coche. No puedo darle más datos, Méndez: ya sabe que el crimen perfecto no es el crimen científico. El perfecto es el que comete un tío desconocido, en una calle solitaria y con un garrote.
– Un asesinato celtíbero -dijo Méndez.
– Con lo que le he dicho, tiene que ayudarnos a encontrar al moro, si se trata de un moro. ¿Se ha hecho ya una idea de la situación?
Méndez no tenía apenas datos, pero susurró:
– Usted piensa que es un moro, argelino, tunecino o marroquí preferentemente, que vive en los barrios bajos de Barcelona. Y como yo conozco un poco los barrios bajos de Barcelona, me ha endosado el muerto a mí.
– Más o menos.
– Le diré lo que pienso: ante todo, tiene que ser un tío relativamente acomodado, con casa propia, o sea, que no vive en una pensión.
– ¿Por qué?
– Porque en una pensión no podía presentarse con manchas de sangre en la ropa y luego dársela a lavar a la patrona.
– Es verdad. Debe de vivir solo en un piso, y en este caso se lavó la ropa él mismo.
– Segundo punto -dijo Méndez-: por tanto, tiene algún dinero. Paga un alquiler, va de putas aunque sean baratas, y a las putas no les extraña verle en un buen coche.
– También es verdad.
– La mayoría de los coches los roba en plan profesional, lo que indica que podría trabajar para una red de los que birlan bugas de grandes marcas para entregarlos a unos «exportadores» que les cambian la identificación.
– He pensado lo mismo -dijo el inspector-. Dos hombres están preguntando en la zona si alguien se presentaba allí con un coche distinto cada vez. Las tías se fijan en todo.
Méndez negó con la cabeza.
– No lo haría -susurró-. Debe de rodar con un coche aceptable o incluso bonito, pero no de gran lujo. Los coches de gran lujo que roba son para el negocio, y cuanto menos los enseñe, mejor. Del sitio donde los birla han de ir en línea recta al sitio donde les cambian todos los números, y él lo hace siempre así, porque el trabajo es el trabajo. Nunca mezcles las cosas. Donde comes, no cagues. Donde tienes la olla, no metas la polla.
– Siempre será usted un policía de los barrios bajos, Méndez.
– Con mucha sabiduría popular.
– Bueno, déjese de coñas y siga resumiendo.
– Resumo: moro seguramente, dueño o inquilino de un piso, con un coche pasable, con buena vida aunque sin medios de vida conocidos, frecuentador de ambientes nocturnos y putero benemérito. Ése es el cuadro.
– Pues ese hombre es suyo. Jódalo, Méndez.
Méndez dijo educadamente:
– Delo por jodido.
Y salió.
La verdad es que sabía exactamente quién había ordenado aquel crimen y en qué lugar vivía, pero no podía atacarle directamente. Ir a a él sin pruebas sería como darse golpes contra la pared. Hizo crujir sus nudillos y pensó que el moro (si era un moro) podía ser una prueba, pero tenía que cazarlo vivo. Inició su investigación nocturna por uno de los servicios dedicados al automóvil más importantes que hay en la ciudad, aunque no figura en las guías. Todas las mujeres de la Escuela Oficial de Lenguas le dijeron lo mismo: coches los hay de todas clases, clientes los hay de todas clases y cabrones los hay de todas clases, pero a la hora de correrse todos dicen lo mismo. Estaría bueno que nos fijásemos y que les hiciéramos ficha. De modo que no preguntes más, lárgate y que te den, macho.
Ni siquiera la trágica muerte de la Encarna las impulsó a hablar, porque todas tenían miedo. Vamos a ver: te chivas a un poli, vas a la comisaría, donde tienes que firmar, vas a un tribunal, donde enseñas la jeta, vuelves a la calle, donde enseñas el chumino, y te degüella el criminal que has ayudado a condenar, pero que ya ha quedado libre. Hala y que le den, Méndez, si es que no le han dado ya, que por el aspecto lo parece. Sólo una le insinuó que la Encarna iba a veces con un argelino que le pagaba bien, pero que la tenía aburrida porque era muy violento y muy vicioso en el coche. El dato de la altura coincidía: sobre uno setenta y cinco. ¿Solía ir armado? No lo sé, pero los argelinos siempre van armados, dijo la mujer mientras se perdía en la sombra.
¿Era ése el hombre que había convencido a la Encarna para que atrajese a Parra a la encerrona? No, seguro que no era él, pensaba Méndez. Tenía que ser alguien de más categoría, con dotes de convicción, que había sabido engañar a Encarna diciéndole que el atraer a aquel hombre era sólo para una broma y le había prometido encima una buena cantidad de dinero. El argelino (si se trataba de un argelino) era un simple ejecutor, que en el caso de que se fuera de la lengua también aparecería muerto.
Méndez, una vez consultadas las doctoras en Lenguas, pasó consulta con las mujeres de su barrio (que en muchos casos eran las mismas).
– ¿Aquí argelinos? -le dijo la Nati, un bloque de cemento de dos metros, menos por el lado de los pechos, donde hacía dos metros y medio-. Aquí argelinos ni uno. En esta manzana de casas hay mucho moraco, pero ni esos quieren a los argelinos, que son muy violentos y hacen rancho aparte. Busque en otro sitio, Méndez.
– Yo me parece que conozco a uno -dijo su marido, el Johnny, que medía cincuenta centímetros, menos por el lado del miembro viril, donde medía ocho-. Chulea diciendo que vive mejor que nadie.
– Tú te callas -ordenó la Nati.
– ¿Por qué lado vive? -preguntó Méndez.
– Por…
– Tú te callas, Johnny.
– ¿Tiene piso propio?
– Yo creo que…
– Johnny, que te follen -dijo su mujer.
Al Johnny lo follaron.
Era difícil meterse en el laberinto de calles en reconstrucción, pisos en reparación y retretes en desinfección, dentro del mundo que frecuentaba Méndez. Y eso que Méndez conocía el terreno muy bien. Los inmigrantes legales se escondían, no fuera que los declarasen ilegales, y los ilegales (previa activa persecución por terrados, buhardillas clandestinas y antiguos palomares de la ciudad) juraban que no conocían a su padre, aunque suponían que se llamaba Mohamed. Méndez adelantó poquísimo en aquel terreno, aunque desde el principio había dado por supuesto que sería una cuestión de paciencia.
Consultó fichas sobre árabes pendencieros, explotadores de mujeres, derrochadores de dinero y ladrones de coches. Nada. El árabe vive en el subsuelo de la ciudad, y por tanto intenta llamar la atención muy poco. Algunos jovencitos se dedicaban a contentar señoras de culo ancho, desengañadas de todo. «No sabe usted lo terrible que es, señor Méndez: no hablan de pagarte hasta que les has echado tres.» Fue uno el que le dio la primera pista:
– Hablaré, señor Méndez, pero usted tiene que conseguir que me pague lo que me debe la dueña del súper.
– Pagará, amigo mío, porque de lo contrario le echaré un polvo yo.
– Entonces sí que no afloja la mosca, señor Méndez.
– Al contrario, antes de que yo le eche el segundo paga lo que sea.
– Bueno, pues por lo que usted dice podría ser el Kabir.
– ¿Por qué lo dices?
– Es más o menos de esa estatura, tiene cara de mala leche y sabe robar coches.
– ¿Y tú cómo lo has averiguado?
– Porque robó uno para tirarse a la hermana del Ansur, mi amigo, y mi amigo dijo que le iba a matar. -¿A quién? ¿A él?
– No. A la hermana.
– Siempre seréis iguales. ¿El Kabir vive bien?
– Mejor que los otros, aunque no sale del barrio porque en otra parte llamaría la atención. Para mí que le da trabajo una banda.
– ¿Se mete en líos?
– Sólo de mujeres, en lo demás es muy callado. Ah… A veces también juega. Y va más armado que si cada viernes, después de la oración, tuviese que empezar la guerra santa.
– ¿Vive solo?
– A veces con una putita.
– ¿Y dónde?
– ¿Sabe usted un bloque de viviendas sociales en la calle del Olmo, que lo llaman la Quinta Galería? -Pues claro que lo sé.
– Enfrente, en una habitación que le han hecho en el terrado. La casa tenía antes dos negocios al lado de la puerta: un bar y un bar. Ahora tiene también un bar y un bar, pero con otro nombre.
Méndez conocía el sitio, conocía la casa, conocía los nombres de todos los bares de baja ralea desde que Barcelona fue inventada. Fue a uno de ellos, donde también lo conocían a él. Preguntó por el Kabir.
– No pierda tiempo con él, señor Méndez. Tiene los papeles en regla.
– No es para nada malo, es sólo por el asunto de una menor.
– Ah, ¿ve?, con las menores sí que se enmierda.
– ¿Está ahora?
– No. Nunca viene, cuando viene, antes de media tarde.
– Entonces me quedaré a comer.
– ¿Qué va a ser, señor Méndez? Servicio esmerado en la barra.
– ¿Qué tenéis?
– Sardinas de la costa acabadas de traer, carne de Almería acabada de matar, bonito del norte fresquísimo, oiga, como el de los anuncios. Ah, y unas albóndigas que todavía saltan.
– Bonito.
– No es por decirlo, señor Méndez, pero mi bar va ganando fama. El que tenía mala fama era el que había antes. El otro día, sin ir más lejos, vinieron a comer dos señores que dijeron que eran de la Guía Michelin.
– ¿Y qué?
– Bien, ¿cómo no? Sólo uno se mareó en la puerta. Ahí está el bonito, señor Méndez. En su punto y a la plancha.
Méndez no se mareó en la puerta porque no llegó a salir. Necesito estar más de media hora sentado, recibiendo en la cara el aire de la Ciudad Vieja. Le salvó su experiencia en hospitales de urgencia y en cocinas de posguerra. Cuando la sangre volvió a su cerebro le preguntó al dueño:
– ¿Has visto pasar al Kabir?
– No, señor Méndez. Por cierto, a ver si me puede hacer una pequeña recomendación. Usted tiene mucha influencia.
– ¿Para qué?
– Para que me metan en una guía francesa que me trae loco.
– ¿Sí? ¿Y cómo se llama esa guía?
– Les grandes tables du monde.
– ¿No están ahí Arzak, Zalacaín, Jockey y Le Grand Vefour?
– Me suenan.
– Pues tú también. ¿Qué menos? Dalo por hecho.
Y se metió en la escalera, recientemente restaurada, que le llevaría a la habitación ilegal del terrado. Ya que el Kabir no llegaba, quizá no sería mala idea esperarle arriba. Méndez resopló a partir del tercer piso, porque los peldaños eran estrechos, empinados y, según él, hechos con mala hostia.
La puerta del terrado estaba abierta. Buen asunto. El terrado le mostró el sol de la tarde, el milagro de las torres de la catedral, la elipse de las palomas, el pubis de una nena que tomaba el sol y los prismáticos de un viejo que, mientras la nena no se moviera, estaba dispuesto a tomar la luna. Había sábanas tendidas, braguitas unisex, camisas de soldado y camisetas de gala, con un anuncio de obras públicas. A un lado, en la lejanía, se divisaba el Tibidabo con sus jardines, sus torres de porcelana y sus fincazas construidas por el señor Mercedes Benz. Al otro lado, el Montjuïc de las tres chimeneas, el campo del Poblé Sec, la escalerita de la calle Margarit, los bares de caracoles y las verdes laderas que antes habían sido huertos familiares y barracas de porrón y conejo a la brasa. Toda una generación de niños de la República había descubierto allí que existía el sol, y toda una generación de viejos de la democracia reconstruida descubrían ahora que sus piernas ya no eran capaces de subir la montaña, pero dejaban que cada amanecer subiera su nostalgia.
Méndez entrecerró los ojos ante aquella visión que al fin y al cabo resumía su vida.
Miró el piso ilegal, que debía de constar de dos habitaciones. Tanteó la cerradura y comprobó que era fácil. Hizo trabajar su ganzúa de presidiario y abrió. Pudo ver una sala, y al fondo un dormitorio donde había pegadas a la pared tantas fotografías de tetas y culos, y encima tan bien puestas, que se podría hacer pagar entrada.
Méndez fue a entrar.
La hoja de la gumía, tan suave como un soplo de aire, le hizo un corte en la garganta.
– Quieto ahí, poli de mierda.
Méndez se estuvo quieto, porque cualquier movimiento le hundía la gumía hasta la yugular. Notó que la mano izquierda del argelino hurgaba en su funda sobaquera y le sacaba el pistolón capaz de derribar la pared de una casa. El Colt produjo un sonido rabioso al estrellarse contra las baldosas.
– Mucha casualidad que estuvieras esperando abajo, cabrón. Me han avisado. Y ahora ponte de rodillas.
Méndez comprendió que iban a degollarlo como a un cordero en un rito. La hoja de la gumía resbaló sobre su piel como en un afeitado diabólico. La muerte entró en sus ojos igual que una chispita de luz negra traída por el viento.
– ¡De rodillas te he dicho!
– No.
Sólo una cosa le quedaba a Méndez: el orgullo. Sabía que iba a morir, pero quería morir de pie. Fue también su orgullo el que le hizo mascullar unas últimas y piadosas palabras:
– Que se arrodille tu madre.
– ¿Para qué?
– Para que el cliente disfrute.
Oyó una especie de silbido rabioso a su espalda. Una saliva viscosa saltó a su nuca. La mano derecha se adelantó un poco para tomar impulso y segar de un tajo la garganta de Méndez.
Y entonces ocurrió.
Unas manos de hierro sujetaron al argelino por los brazos. La gumía brilló en el aire como un escupitajo al sol. Méndez volvió un poco la cabeza, sintiendo resbalar su propia sangre. Pudo ver una especie de sombra, y de repente oyó un alarido. Alguien embestía como un toro y, aprovechando el impulso, llevaba al argelino hacia la baranda del terrado. Una vez allí, le sujetó las piernas instantáneamente, en un movimiento decatcher. Aquellas piernas pasaron por encima de la baranda.
Méndez lo vio todo como en una alucinación.
Un salto del argelino, que trató de sujetarse a algo.
Al sol que calentaba a las viudas.
A la luna que asustaba a las niñas.
A los árboles lejanos de la montaña, al otro lado de la ciudad.
Méndez tuvo un pensamiento de mala leche: «No los ha alcanzado por poco.»
El cuerpo joven dio una pirueta en el vacío, braceó, volvió a gritar llamando a todos sus hermanos y a todas las madres de la kábila. Dio dos vueltas más sobre sí mismo y se estrelló en la calle, produciendo uncooop de barril que se rompe y dejando hasta las paredes teñidas de sangre.
Méndez se volvió.
El hombre ya no era joven, pues podía contar unos cincuenta años. Pero tenía musculatura de luchador retirado, cuello de toro encelado y cara de consagrado. Consagrado hijo de puta, pensó Méndez. Pocas veces, incluso en sus barrios de muerte, había visto una dureza así. El hombre entreabrió las piernas, le miró y dijo con voz opaca:
– ¿Usted es Méndez?
– Sí.
– ¿Se siente bien?
– Me he cortado al afeitarme.
– Le he salvado la vida, Méndez.
– Sí.
– Me va a tener que pagar con un favor.
– ¿Cuál?
– Diga que al cabrón ése lo ha arrojado por el terrado usted.
– ¿Y quién va a creerlo?
– ¿Y quién no? Kabir es un asesino. La gumía coincidirá con la que mató a aquella pobre mujer. Usted lo estaba buscando. Usted ha subido hasta aquí, y él lo ha sorprendido. Han peleado. Usted ha podido sujetarle.
– Sí -declaró Méndez-. Juraré que lo he sujetado por los huevos.
– Buena idea. Pero en la versión policial ponga «testículos», Méndez. Ha tenido suerte y lo ha podido enviar terrado abajo. Usted tiene un corte en el cuello, Méndez, causado por la gumía. Hasta el juez de guardia se va a correr de gusto cuando usted declare la verdad.
– ¿Y usted?
– Yo no existo. A mí no me ha visto nadie.
– ¿Cómo desaparecerá?
– Saltando de un terrado a otro y saliendo por otra calle. Desde hace cien años, todos los ponedores de cuernos del barrio practican esa técnica.
Méndez dijo:
– Le haré el favor.
El hombre dio media vuelta y fue a saltar al terrado inmediato. Tenía razón. Desde hacía cien años, en aquel barrio, habían usado esa técnica todos los ladrones de sábanas y todos los folladores de vecinas. El silencio era absoluto allí, en el mundo de las palomas, porque todos los gritos se concentraban en la calle. Méndez intentó comprobar si la nena del pubis había visto algo, pero la nena del pubis estaba vuelta de espaldas y gritaba por otra cosa: porque acababa de descubrir al viejo de los prismáticos.
– ¡Cabrón!
– ¡Tía buena!
Méndez le hizo un gesto al desconocido.
– Sólo una cosa. Luego huya.
– ¿Qué?
– Usted es el hombre de Gomara. El que hace los trabajos finos: el barrenador de culos y el perforador de huevos.
– ¿Y qué?
– Le puso ganas al asunto.
– Tenía mis motivos.
– ¿Y por qué ha matado al Kabir?
– Le venía siguiendo. Le tenía ganas.
– ¿Ganas?
– Mató a aquella mujer. Yo le había dicho que sólo la amenazara. Esas tías, si las amenazas de verdad, no hablan. Y le había dado dinero para que viviese un año fuera de la ciudad. Kabir no la amenazó: la mató y encima se quedó con su pasta.
Añadió con voz ronca, a punto ya de saltar la baranda:
– Odio a los que matan a mujeres indefensas.
– ¿Como por ejemplo a la hija de Gomara?
El otro no contestó. Durante unos segundos, su cara ganó una expresión que Méndez no había visto nunca. Si él tenía ojos de serpiente vieja, el otro tenía ojos de serpiente puesta a hervir en una cazuela egipcia.
– ¿Y qué? -preguntó.
– Kabir me interesaba vivo -gruñó Méndez-. Era mi prueba contra Gomara.
– Un Kabir vivo no le habría servido de nada a un Méndez muerto.
– Lo sé, y por eso no diré jamás una palabra contra usted. Pero me cargaré a Gomara. Lo juro por lo que queda de mis cojones.
– Puede cargarse a quien quiera, pero espere un poco a que yo haga mi último trabajo.
Méndez vaciló un segundo.
– ¿Qué trabajo?
Y de pronto lo comprendió. Quedaba uno. Quedaba el principal, el que había violado y matado a Virgin.
– Esperaré.
– Le conviene.
– Puede huir tranquilo, pero al menos dígame su nombre.
– Miguel Don. Y no se moleste en buscar mi ficha.
Saltó con la agilidad de un kabileño. Ni un acróbata lo habría hecho mejor. Méndez le vio brincar un par de veces más, mientras saltaba a otros terrados, hasta que lo ocultaron unas sábanas puestas a tender al sol. Seguro que minutos después abriría la puerta de otro terrado, descendería por la escalera, saludaría a alguna vecina, procuraría que no lo empitonasen unos cuernos de vecino y saldría tranquilamente a la calle por el otro portal de la manzana. Hasta puede que se tomase una copa a la salud del muerto.
Méndez también descendió a la calle. La escalera empinada era ahora un gallinero de vecinas y de gritos. En la calle que, pese a los urbanistas y los sueños de los alcaldes, no había cambiado apenas, la calle que siempre sería la misma, un numeroso grupo contemplaba al muerto. Kabir era ahora una piltrafa rota, de la que sólo quedaban intactos los ojos horriblemente abiertos. El pueblo fiel, como siempre ocurre en estos casos, rezaba sus oraciones por el muerto:
– Mira que suicidarse.
– Si el tío vivía como Dios.
– Follaba lo que quería.
– ¿Sabéis qué os digo? Que, bien mirado, no lo va a llorar ni su madre.
Alguien debía de haber avisado al 091, porque llegó aullando un coche patrulla que a la fuerza tenía que ser de la comisaría de Méndez. Alguien saltó de él. La atención general se desplazó y cesaron los comentarios piadosos. La que acababa de saltar era la policía jovencita del culo grande.
– ¿Qué hace aquí, Méndez?
– Os esperaba. A ese hombre lo he matado yo.
– ¿Queeeeé?
Otro policía saltó y gruñó:
– Lo habrá matado con el aliento.
– Ha sido en defensa propia -explicó Méndez-. Iba a detenerlo en su habitación del terrado cuando me ha atacado por la espalda, pero he tenido suerte. Aún llevo sangre en el cuello.
– Pero…
– Iba a detenerlo por el asesinato de una mujer llamada Encarna, la que apareció muerta en el maletero del coche. Tengo pruebas. Ahí está la gumía con la que la degolló. A falta de huellas dactilares, los técnicos comprobarán fácilmente lo que estoy diciendo.
La policía jovencita demostró eficiencia. Dos gestos enérgicos bastaron para apartar a la gente que rodeaba al muerto. Entre el fiambre y las miradas de los hombres, sus posaderas crearon en seguida una barrera reglamentaria.
– ¡Atrás! ¡Atrás! ¡Todos a la acera, coño!
– Lo que tú digas, nena.
El otro policía llamó desde el coche a los fotógrafos, los técnicos, el juez y la ambulancia. Méndez comprendió que él también tenía que ayudar a formar la barrera. Llamó por sus nombres a todos los mirones a los que conocía:
– Pajarito, Chona, Carajillo, Parado, Putacalle… ¡Atrás!
Y de repente calló. La saliva se secó en su boca y sus ojos se entrecerraron un momento.
Porque la había visto.