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El banquero Gomara estaba trabajando en su despacho cercano al Ritz, en la brillante tarde de Barcelona. La gente compraba discos de rock, comía canapés, echaba el aliento en los escaparates, discutía de automóviles y aumentaba la cultura urbana. En cambio, Gomara estaba solo en su inmenso despacho, escuchando música de Brahms. En una de las paredes había estanterías llenas de libros sobre la Unión Europea y el modo de salvarla, y sobre el hambre en el Tercer Mundo y el modo de evitarla. En la otra pared, dramáticamente desnuda, imperaban un Monet, un Tapies y un Revello de Toro. En el centro, sobre una alfombra de seda persa, en una mesa de Valentí, una mujer de bronce sostenía un cristal con una flor solitaria.
– ¿Le gusta mi despacho, Méndez?
Desde la enorme ventana se veía de refilón el Ritz, su marquesina noble, sus ventanas doradas por el sol, su portero uniformado y sus coches de lujo de los que descendían grandes señoras preñadas por un sultán.
– ¿Le gusta mi despacho?
– Es fetén.
– Tengo poca cosa, porque aquí me gusta trabajar en paz. Recibo visitas, hago proyectos y basta. Por eso hay pocos muebles y pocos cuadros, pero bien elegidos. ¿Echa usted algo en falta, Méndez?
– Sí. Las secretarias de los pechines, tan calladitas que parecía como si tuvieran un virgo en la boca.
– En el despachito de al lado, Méndez, tengo una secretaria aún mejor que esas que dice, una mujer que le haría morir en acto de servicio, si es que usted, Méndez, llegaba siquiera a empezar el servicio. Pero le he dicho que nos dejara solos porque prefiero que hablemos tranquilamente. ¿Qué es lo que me tiene que decir?
– Buen tío, el tal Miguel Don.
– Y tan buen tío. Me han dicho que le ha salvado la vida, Méndez.
– Y a usted.
– ¿A mí por qué?
– Porque tuvo buen cuidado de matar a Kabir. Ese argelino de los huevos podía haber sido un testigo muy molesto para usted, Gomara.
– Ya declarará en el cielo. Usted sabe que siempre llega la justicia eterna, Méndez. ¿Un cigarro?
– ¿8-9-8?
– Aún mejor. Un Lusitania.
– Lo siento, Gomara: la tentación es fuerte, pero ni siquiera un Lusitania lo fumo yo en compañía de un hijo de la gran puta.
Gomara no demostró sentirse ofendido. Ya se sabe: no ofende quien quiere, sino quien puede. No es lo mismo la puta de un agente de la calle que la puta de un director general. Y más arriba, pensaba Gomara, ya se sabe que no hay putas. Sacó de su caja un Lusitania episcopal y lo encendió con parsimonia.
– ¿Y bien?
– Me lo voy a follar, Gomara.
– Por lo que sé, usted se ha pasado follando media vida, Méndez, y ya ve. ¿Pero hay ahora algún motivo especial?
– Encarna. Encarna era una pobre mujer. Podían haberse ahorrado el trabajo.
– No me juzgue tan mal, Méndez. -Gomara exhaló una suave bocanada de humo-. Yo soy un hombre educado y selecto, que hace años ya cenaba con el señor Fuentes Quintana y con el señor Boyer, aunque sin que su mujer estuviera delante. No di orden de que matasen a aquella perra callejera, sino de que la apartasen de nuestro camino, pero Kabir se excedió. Con las perras callejeras se excede todo el mundo. Es una verdadera lástima.
– Siempre me ha costado clasificar a los criminales, Gomara. Llevo toda mi vida en la puta calle, viendo cómo se mueven, y aún no sé clasificarlos. Quizá es que el mundo visto en la calle es más complicado que el mundo visto en los reglamentos. Pero algo sé, algo me ha quedado en la punta de la nariz: un olor especial a habitación cerrada, a dinero sobado, a semen de jovencito, a perfume de niña y a pedo de puta. Yo no sé' lo que es el crimen, pero lo huelo. Y con usted, Gomara, me falla todo. No consigo oler. No comprendo. Usted es un criminal suave y maricón, que cuenta billetes y planea sus crímenes mientras le pone crema antisolar en la picha una masajista. Quizá por eso no lo entiendo.
Gomara dio una chupada a aquel larguísimo puro vaticano que llegaría al menos hasta el próximo concilio. El humo flotó en el aire, en el recuerdo de un tiempo viejo en el que movía las piernas Lilian de Celis. Un rayo de sol acarició la mesa y dejó en ella su marca dorada, de garantía de origen.
– No le tengo miedo y por eso no me importa explicárselo, Méndez -dijo Gomara acariciando la piel de mulata que parecía haber quedado prendida en el habano-. Escuche.
Y continuó:
– Yo nací en una casa humilde de Madrid, Méndez; una corrala. Ahora todo ha cambiado, ahora viven en ellas poetas que todos los años van a ganar el Príncipe de Asturias, artesanos que aún fabrican las llaves de El Escorial y pintores de peces muertos. Las corralas están de moda porque se ve que de ellas sale el espíritu del pueblo de Madrid, que está esperando a que alguien lo recoja. Y eso se paga. Pero en mis tiempos sólo salían de allí los gritos de las parturientas cuyos maridos se habían equivocado de número al pedir una ambulancia. Los aullidos de los chiquillos. Los pedos de los jubilados. Los culatazos reglamentarios cuando llegaba la Guardia Civil. Era un mundo sin piedad, Méndez, con las mesas vacías y las tuberías atascadas.
Volvió a dar otra chupada al habano.
– Veo que usted sigue de fumador pasivo, Méndez.
– Espero un cáncer pasivo de un momento a otro.
– Bueno, pues acabo de decir que allí no había piedad. Pero la había. Los chiquillos sin amparo eran repartidos entre las casas, lo mismo si al padre lo metían en la cárcel de Carabanchel por haberle encontrado con un retrato de Stalin que si a la madre la metían en el hospital de Infecciosos, bajo un retrato del doctor Fleming. Nunca le faltaba un plato de comida al obrero que llegaba de hacer horas ni una cama a la abuela que llegaba de impedir que las nietas se hicieran una paja. Todo era colectivo: el hambre, el dinero, la educación, la esperanza. Yo no sé si las mujeres y los maridos eran colectivos también, pero me da por pensarlo. Mi padre nunca quiso enseñarme la primera lección que en realidad me enseñó: murió en la cárcel con la seguridad de que, expuesto su cadáver, toda España desfilaría ante él con el puño en alto. Pero no vino nadie. Yo se lo dije a mi madre, y mi madre, que tenía mucho sentido común, me contestó: «Pero no digas que no fue un sueño hermoso.»
– Los sueños hermosos alivian las vidas miserables -reconoció Méndez-. Ayudan, pero no sirven de nada porque en realidad la gente no sabe ni que los has tenido.
– Mi madre, en cambio, como tenía mucho sentido común, era puta. ¿Qué iba a hacer, con el marido en la cárcel, soñando que al grito de «¡Libertad, libertad, libertad!» todos los muertos en la batalla del Ebro se alzarían para ocupar El Pardo? Mi madre, decía ella, nunca vendió su libertad: vendió sus horas. También he de decirle, Méndez, por respeto a su memoria, que nunca fue una puta callejera, es decir, una perra como la Encarna, sino una mujer de horas fijas y clientes fijos, de pocos días a la semana. Iba a casas particulares de los barrios buenos, atravesaba Argüelles y a veces llegaba hasta la Castellana. Supe por casualidad que iba a casa de un falangista mutilado que tenía que hacerlo todo en una silla, y que a causa de la herida tenía que estar siempre con el brazo en alto. A mi madre le parecía bien, porque nunca habría sido capaz de hacérselo por dinero a un hombre capaz de cerrar el puño. Llegó a conocer, mientras iban a misa, a todas las señoras de los hombres con los que había hecho su pequeño trabajo de obrera. Se mamó hasta las heces este país católico, donde todo es mentira.
– A veces -dijo Méndez-, en las calles hay alguna verdad.
– Las verdades, Méndez, son una porquería. Sólo los sueños son hermosos, y mi padre quiso enseñármelo así. ¿Pero de qué le sirvieron? Mi madre también quiso enseñármelo: un día su marido saldría de la cárcel, no viejo como era, sino milagrosamente joven, ella le explicaría todo lo que había tenido que hacer, y él la perdonaría con un beso en la frente. Era un sueño hermoso, hecho de piedad y de familia, pero tampoco le sirvió.
– Gomara, es usted un hombre asquerosamente práctico.
– Parece mentira que un hombre, un policía de los barrios bajos me diga eso. Pero hablábamos de mí, no de usted. -Dio otra chupada a su puro-. Yo me di cuenta en seguida de que la única cosa importante en la vida era conseguir dinero. Al fin y al cabo, mi propia madre me lo estaba enseñando, aunque sobre eso nunca me dijo una palabra. ¿Sabe cómo conseguí mi primer dinero?
– Hizo de mariconcete.
– ¡Qué vulgar es usted, Méndez! Se nota que vive entre la carroña de la ciudad. Hacer de mariconcete es trabajar por uno mismo, y además, en este caso, sudando y pegando gritos, y eso no da dinero. El dinero se gana con el sudor y los gritos de los otros. De modo que cuando aún no se me levantaba, pero yo sabía que, por alguna razón misteriosa, se les levantaba a los otros, puse en venta a la única amiga que tenía. Era una chica subnormal, dulce y resignada, mayor que yo, que se quedaba sola por las tardes, cuando sus padres trabajaban, y a la que yo tenía que cuidar. Pronto descubrí que había chicos, y hasta hombres, dispuestos a pagarme por visitar el piso clandestinamente, colándose por una ventana trasera. Se llevaban a la chica al dormitorio, cerraban la puerta, y allí se los oía jadear. Eso sí, siempre cerraban la puerta, porque decían que no querían corromperme.
Méndez notó que sudaba. Masculló:
– Es el criminal más sucio con que me he encontrado en la vida, Gomara.
– Eso no me impresiona, Méndez. Para que la cosa haga algún efecto, ahora tiene que añadir que me va a follar.
– Le voy a follar.
– Tampoco me impresiona en absoluto. Al contrario, si le explico todo esto es para manifestar mi desprecio por usted, por toda la policía y por toda la ley. Usted está acostumbrado a trabajar con criminales furtivos, pero no con criminales artistas. Bueno, pero estábamos con los jadeos de los tíos que se tiraban a la chica, porque la chica ni jadear podía. Le hice jurar que no se lo contaría a nadie, y la pobre no lo contó, quizá porque le daba vergüenza. Descubrí entonces que la vergüenza no sirve de gran cosa, excepto para encubrir a los que se aprovechan de ella. Cuando murió poco más tarde, de un ataque cerebral, su madre vino hacia mí llorando, me dijo que yo era el único que la había cuidado y me dio un beso en la frente.
Expulsó al aire una columna de humo aromático. Méndez estaba lívido.
– De todos modos, quizá habrían acabado descubriendo algo -continuó Gomara con la misma placidez-, porque en los barrios la gente habla. En los barrios casi nunca se habla de cuestiones de inteligencia, pero en cambio siempre se acaba hablando de cuestiones de picha. Tuve la suerte de que nos cambiáramos de calle cuando yo aún subía la escalera en olor de santidad. Mi padre había muerto en la cárcel, mi madre ya no necesitaba disimular tanto y frecuentaba lugares concurridos, donde se ganaba más dinero. Recuerdo la luz del otoño entre los árboles, las chicas desfilando en coches elegantes y las señoras tomando una tila en las terrazas, mientras hablaban de las modas, de los canesús y de san Ignacio de Loyola. Yo acompañaba a mi madre hasta la puerta del café Gijón. Allí, según adiviné, había señores que deseaban a una mujer, porque decían que hay que desear a una mujer mientras escribes una novela. Le hacían una seña y bastaba. A veces, era el cerillero el que le hacía una seña y señalaba a un señor. Mi madre iba en silencio hacia la salida y desaparecían los dos por una calle lateral, donde había otros cafés, una tienda de medallas militares y una fabrica de crucifijos. En teoría, yo tenía que estar muy lejos de allí, en el colegio, pero en realidad me quedaba vigilando desde el otro lado de la calle. Por la noche, cuando volvía a encontrar a mi madre en casa, ella me decía que había estado trabajando en la cocina del café Gijón, un sitio muy divertido, porque a veces oía cómo los clientes novatos declamaban versos.
– Si no iba al colegio, debía de ser un alumno brillantísimo -dijo Méndez.
– La verdad es que no aprobaba nunca, aunque tenía inteligencia natural e intuía las cosas. La intuición, Méndez, es básica para ganar dinero, porque si aspiras a seguir los métodos científicos y comprobarlo todo, cuando lo tienes comprobado ya se ha llevado el dinero otro. Quizá ésa sea la razón de que los que no aprueban nunca lleguen luego a ser los más ricos. ¿Le he explicado cómo gané mi primer dinero, Méndez? ¿Con el higo de una subnormal? Bueno, pues ahora le explicaré cómo gané el segundo: puse pasta en una inmobiliaria. Sí, a los catorce años puse pasta en una inmobiliaria: todo lo que me habían dado los tíos que entraban por la ventana de la chica tonta. En este país hay etapas económicas buenas y malas, como en todos, pero en cuanto la gente de aquí lleva un año teniendo que apretarse el cinturón, a la que se le abre un poco la bolsa tiene tantas ganas de gastar y pasarlo bien que a la mínima estrena piso, estrena coche, estrena tía, estrena masajista mulato y estrena banquero. El banquero les pone dinero sobre la mesa y espera a que vengan a entregarle los intereses y a entregarle sus lágrimas cuando vuelve la mala época. Porque hasta un ministro de Economía sabe que bajas el tipo de interés, la gente sube el consumo, la inflación se dispara y tienes que volver a subir los tipos de interés. Pero a lo que iba: yo atrapé una época en que se vendía todo. Como socio mínimo de la inmobiliaria, exigí hacer de ayudante de vendedor, en este caso de vendedora. Cuando los pisos te los quitan de las manos, Méndez, los intermediarios hacen pasta gansa. La vendedora era rica, tenía un marido irlandés que la llevaba al golf y un querido pakistaní que la llevaba al catre. Total, se pasaba el día entre pelotas y entre hoyos. Y entonces aprendí otra cosa, Méndez: cuando ganas dinero, bajas la guardia. Acabé vendiendo los pisos yo, e incluso noté que a la gente le hacía gracia. Tenía que darle el ochenta por ciento de la comisión a la vendedora del hoyo va, hoyo viene, pero qué coño. Al fin y al cabo, yo no tenía ningún pakistaní. La convencí de que todo lo de dos meses lo guardaba el director de la agencia con la que trabajábamos, para meterlo en el mercado interbancario y darnos unos intereses del copón, porque esas cosas se hacían entonces y se siguen haciendo ahora. Total, que el dinero lo tenía yo. Liquidé en veinticuatro horas mi participación en la sociedad y me vine a Barcelona. Fue entonces cuando me di cuenta, de una forma directa, de la estupidez de la ley.
– Le atraparon, ¿no, capullo?
– Me atraparon por culpa de mi madre, que me buscaba desesperadamente entre las piernas del cerillero del café Gijón. Por medio de unos parientes, supo dónde estaba. La bofia también. Eso me enseñó que conviene no tener parientes, y si los tienes conviene no quererlos. Me metieron en un correccional, pero sin encontrar un duro de lo que yo tenía. ¿Y sabe lo que pasaba en el correccional, Méndez? Lo mismo que en las cárceles: unos mandaban y otros obedecían. Recuerdo que había un pobre chaval que era como la subnormal de la corrala: se ve que sus padres no se entendían, y a él lo habían dejado olvidado allí. El muy mamón aún lloraba por sus padres. El muy mamón. Los chavales mayores decían que iban a darle mil pesetas y se la metían en la boca. Al terminar, no le daban ni veinte duros y él se quedaba llorando, pero al día siguiente volvían a prometerle lo mismo y se la volvían a meter. Eso me enseñó que nunca tienes que creer en los otros y nunca tienes que ser débil. Estuve cinco días en el correccional y luego me escapé. Escaparse de sitios así resulta facilísimo. La ley es una comedia, es un papel para decirle a la burguesía que puede comer en paz.
Hizo una breve pausa.
El puro vaticano no había llegado ni al primer tercio.
– Todo es mentira, Méndez -dijo Gomara.
– Al menos lo de su pobre madre era verdad.
– Mi pobre madre creía en una serie de cosas santas: que mi padre acabaría enterrado en la muralla del Kremlin, que yo sería ministro, que un señor muy católico le pondría un piso, que las putas estarían mejor con la democracia y que rezando a santa Rita se te quitaban los sabañones. Tuvo que volver a la corrala y murió de prestado en la casa donde yo había vendido a la chica idiota. Es sencillamente increíble la cantidad de cosas que, sin decir una palabra, me enseñó mi madre.
– Veo que se lo agradeció, Gomara.
– Cada uno construye su vida con los materiales que tiene. No utilice nunca un material que no le convenga. Es un consejo que le doy gratuitamente, Méndez: usted también me lo agradecerá.
Con el lenguaje de sus calles tan amadas, Méndez masculló:
– Todas las ratas de la ciudad deben de estar corriéndose de gusto al oírle.
El humo del habano giraba poco a poco, como giraba la luz de la tarde.
– Una gran ciudad es un buen bocado para un chico solo -dijo Gomara-, aunque muchos crean lo contrario: que un chico solo es un buen bocado para una gran ciudad. De todos modos, en Barcelona me buscaban, o sea, que tuve que irme. En Bilbao, aunque los buenos tiempos ya se habían terminado y ya había quien cantaba un funeral por el viejo barrio de Neguri, el de los ricos, el dinero corría a espuertas. Estaban allí algunos de los grandes negocios y algunas de las grandes mesas de España. Y estaban, lógicamente, algunas de las grandes putas de España. Incluso hermosas judías que no sé cómo habían ido a parar allí, a la calle de las Cortes, y que por lo que pude entender no follaban en sábado. Había una fauna humana increíble: estaban tipos pintorescos como el Colores, estaban los hijos de los fabricantes, grandes rompedores de virgos de la meseta, y estaban algunos chicos de la ría baja, grandes mariconazos. En los bares, a partir de las diez, los seguidores del Athletic se ahogaban en cerveza con boina y todo. Corría el dinero, corría la alegría, o la tristeza, que a mis efectos venía a ser lo mismo, y corría la droga.
– Se metió también en ese negocio -dijo Méndez-. Una carrera del Guinness.
– Tenía dinero, y eso me permitió comprar algunas partidas. La ley seguía siendo estúpida, Méndez: la droga que tienes para tu propio consumo no es pecado. O sea, que a mis repartidores los podían pescar con una dosis y no pasaba nada. Vendida esa dosis, regresaban a por más. Me harté de hacer negocio delante de las narices de la policía, que no podía imaginar que el jefe era un chaval como yo. Pero eso no es todo.
– ¿No?
– Méndez, le estoy explicando con toda sinceridad la historia de mi dinero y de mi vida, digna de ser escrita en uno de esos tomitos que los niños leen antes de la comunión del domingo: las vidas ejemplares, o las vidas de los santos. Todo buen negociante sabe que un comercio, cuando va bien, se ha de ampliar y ramifican Yo vendía droga a clientes ricos, y cuando momentáneamente dejaban de ser ricos, les prestaba para que siguiesen comprando. A buen interés, claro; ése fue mi aprendizaje de banquero. Siempre pagaban, excepto en algún caso muy raro. Y entonces era muy sencillo alquilar un matón para que se sintieran razonables. Una chica de buena familia, curiosamente, no podía pagar, y pese a creer que yo era un caballero y no iba a alquilar a un matón, se alquiló a sí misma. En sólo una semana me devolvió mi deuda y yo logré multiplicarla hasta por diez. Es lo de siempre, Méndez: la gente se pirra por tirarse a una tía rica o a una tía conocida. Yo creo que hasta sus hermanos pasaron a follársela.
– Verdaderamente tendría que figurar en las vidas de los santos -dijo Méndez-. San Gomara, patrono de los virgos perdidos. Algún día el Espíritu Santo entrará volando en el Cónclave Cardenalicio y hará que le nombren papa.
– Es un cínico, Méndez. Y un irreverente.
– ¡Qué va! Cada vez que muere uno de mis compañeros voy sin falta a misa. Pero sólo si el compañero ha muerto en acto de servicio.
El habano estaba en su mitad. Gomara lo miró con un aprecio limitado, como a una novia de la que ya se conoce más de medio cuerpo. Estuvo a punto de tirarlo, pero temió que Méndez le acusara de despilfarro nacional.
– En fin -continuó-, lo único que quiero decirle es que yo conocí sin rodeos la condición humana, y procuré ponerme a su servicio. Es decir, ponerla a mi servicio. Cuando regresé a Barcelona, estaba ya asociado a un banquero con instalación oficial. Los dos blanqueábamos diñero de la droga. Mejor dijo, lo blanqueaba yo, en una instalación paralela, mientras él me contemplaba desde las alturas. ¿Aunque sabe una cosa, Méndez? Barcelona siempre me ha parecido una ciudad más apta para los pequeños negocios que para los grandes negocios, como es más apta para la pequeña política que para la gran política. Es mejor Madrid. En Madrid tuve la oportunidad de mi primer banco propio, aunque para eso necesitaba más dinero. Lo gané casándome.
– Su biografía -gruñó Méndez- cada vez me parece más digna de las vidas de los santos.
– ¿Pero qué tonterías son ésas? La vida hay que conducirla, no dejarse llevar por ella. Hasta los franceses tienen para eso una frase muy exacta:corriger la fortune. De modo que yo corregí, o mejoré, mi fortuna, y me casé con una mujer rica que además era honorable: ésa fue la primera relación que tuve con la casa de los altos de Serrano.
– ¿Su mujer murió pronto?
– Sí.
– De asco, supongo. Uno de sus polvos debió de producirle gangrena.
– No digo que no. Cada vez que jodiamos se quedaba tan asustada que hablaba de volver a hacer los nueve primeros viernes de mes.
– Y eso significó su ascensión definitiva, supongo.
– Dinero, prestigio familiar… ¿a usted qué le parece? Hasta empecé a verme en las revistas del corazón, con pies de foto que decían: «El prestigioso banquero Gomara.» Lo cual no me hacía feliz, porque usted sabe, Méndez, que en las revistas del corazón siempre aparece la misma famosa yendo de compras, cambiando de novio, enseñando esquís en las montañas de Aosta, enseñando culo, cuando lo tiene, en las playas de Cannes, pariendo, bebiendo en una fiesta benéfica y visitando al ginecólogo para que le cambie los días de la regla. Es el mundo más estúpido que existe para la marujona más feliz. Hasta un día me retrataron junto a santa Lady Di. Pero ese mundo embustero me convenía, porque para mí era la mejor publicidad que existe. Hasta, en el colmo del éxito, llegaron a atribuirme un idilio con otra lady tan delgada que necesitaba ponerse refuerzos en el coño para que no se le cayera. Ahora tiene permiso para aplaudirme, Méndez.
Méndez no aplaudió.
Por el contrario, dijo:
– Con su mujer, debía de morirse de asco. Si lo llego a saber, rezo por usted un rosario todos los sábados por la noche.
– Oh, claro que me moría de asco, pero al menos me dio una hija maravillosa, sin saber cómo. Porque, la verdad, yo no recuerdo que ni un día se abriese de piernas bien. En cuanto al aburrimiento, era muy relativo: un hombre como yo tenía posibilidades de conseguir grandes triunfos en la cama, mientras encima la chica de turno temblaba de emoción pensando que la atravesaba un nabo excepcional, un nabo hipotecario. Hay que saber muy bien lo que las mujeres buscan en la cama, Méndez. En mi caso buscaban dinero y relevancia social; en el suyo buscarán una blenorragia que les permita pedir la baja.
Dio otra calada y añadió:
– Entonces yo era muy joven, gloriosamente joven; además, tenía relaciones, dinero, mujeres. Yo sabía… no todo el mundo lo sabe, que las tres cosas están entrelazadas, es decir, las relaciones y las mujeres dependían del dinero. Y a la inversa: mis relaciones y mi dinero habían dependido de una mujer. Porque lo sabía, lo aproveché todo. La vida consiste en aprovecharlo todo, no en recordar lo que dejaste de aprovechar por idiota. Gané más dinero cada vez, aunque dejase a alguien arruinado en el camino. ¿Y qué? Los arruinados no pudieron ni odiarme; necesitaban pedirme favores y ponerme buena cara. El blanqueo del dinero de la droga, en un país que estaba casi virgen, me proporcionaba ingresos que nadie podía sospechar. Y en cuanto a mujeres, nunca dejé de atenderlas, Méndez: lo mismo en Barcelona que en Madrid había niditos donde te esperaban los mejores culos de España. Un culo perfecto y abundante es un milagro, Méndez; bien mirado, sólo lo tiene una mujer entre cincuenta.
Con mala leche reconcentrada, Méndez susurró:
– En la casa de los altos de serrano hubo otros que también creyeron eso. Gomara estaba lívido.
Lanzó una especie de gruñido y el puro resbaló de entre sus labios, pero tuvo la suficiente rapidez para cazarlo al vuelo, antes de que los pantalones fueran manchados por la ceniza. Luego aplastó la punta del Lusitania en el cenicero con una rabia concentrada y lenta, con la fría meticulosidad de quien arranca los ojos del enemigo mientras su mayordomo le prepara una copa.
Sin mirar a Méndez, susurró:
– No me ofende, hijo de mala madre. Y si me ofende, me voy vengando bien.
– Jamás se me ocurrirá dudarlo. Y puestos en este plan de finas venganzas vaticanas, me gustaría saber de dónde sacó usted a un verdugo como Miguel Don. Por mucho dinero que ofrezcas, es imposible encontrarlo poniendo un anuncio en los periódicos.
Gomara echó el cuerpo para atrás. Se fue relajando poco a poco.
– Tiene razón -dijo-. Para llegar a su alto grado de perfección hace falta haber sido profesional, y de los mejores, de los selectos, durante toda una vida. A Miguel
Don lo conocí como guardaespaldas de mi suegro. Le he dicho ya que mi suegro era rico, ¿verdad? Y mi mujer rica. Y con un coño mariano. Bueno, pues Miguel Don hacía falta en una casa donde lo mismo se recibían amenazas ministeriales que exigencias de chorizos, pasando por recordatorios de ETA. Don, que era un joven atleta, un campeón auténtico, se encargaba de la protección de mi suegro, pero especialmente de su hija, es decir, mi mujer. En aquella casa siempre existía el temor de un ataque contra el lado femenino, o sea, el más vulnerable. ¿Sabe que Miguel Don llegó a matar a un hombre? No, usted, policía de mierda, no lo sabe, como no lo supieron los policías que no eran de mierda. El asunto se tapó. El mismo día en que el ministro del Interior dio carpetazo al asunto le imponían la Cruz del Mérito Civil a mi suegro.
– Tuvo usted buenas experiencias y buenas escuelas para no creer en nada -dijo Méndez-. Pero me pregunto por qué Miguel Don le es tan fiel.
– Porque al igual que en las mafias sicilianas, ha seguido siempre al servicio de la familia.
– Y me pregunto por qué es tan salvaje.
– Porque también lo soy yo en el asunto de mi hija. En este sentido, nuestros sentimientos siempre se han encontrado. No olvide que él también la vio nacer.
Cerró un momento los ojos.
Quizá por su memoria pasaba el viejo Madrid, con su Puerta del Sol siempre viva, sus cafés que ya no existían, como el Flor, sus marisquerías olvidadas, como la Dólar, sus mercadillos, como el del Rastro, donde se vendían una peineta de la madre y un condón del abuelo, sus cines de mariconcetes, como el Carretas, donde se vendía un capullo recién nacido. Quizá pasaba por su memoria la vieja Barcelona, con sus burdeles de matronas, como La Gaucha, sus baños para oficinistas, como El Astillero, sus teatros para onanistas, como el Cómico, y sus cafés para pobres, como Los Cuernos, lleno hasta el techo de instrumentos frontales, muchos de ellos, se suponía, olvidados allí por los clientes. Gomara, a falta de otras virtudes -pensó Méndez-, era un hombre que había vivido.
Fue Gomara el que puso ambas manos sobre la mesa, con aire de serenidad establecida. Fue él quien musitó:
– Supongo que ha venido aquí para decirme que me va a trincar, Méndez, que me va a joder con todo el equipo, que me va a desvirgar en la puerta de la cárcel Modelo. Que no perdona la muerte de aquella putilla. Y yo le contesto dos cosas, Méndez: la primera es que nada puede contra mí. No puede probar nada. Y si, además, mañana se molesta en venir conmigo al propio Tribunal Supremo, verá cómo me tratan los presidentes de sala. La segunda cosa, y con ella quiero lavar mi conciencia de rico inseminador de sobrinas, es que la muerte de la putilla no estaba prevista. Fue un exceso de Kabir, pero lo ha pagado bien. ¿Y ahora qué, Méndez? ¿Va a mascar su fracaso? ¿O me va a acusar de algo, por ejemplo de un delito contra el medio ambiente? Si quiere que le ayude, Méndez, me fumaré otro Lusitania, pero éste dentro de una iglesia.
Rió lentamente, con insolencia. Rió con tranquilidad y con la seguridad de su triunfo.
Méndez se puso en pie.
Muchas veces habría notado que estaba pisando en falso, pero esta vez lo notaba más que nunca.
– Me olvidaba del entierro de Kabir -dijo en un soplo-. Si no llega a mencionarlo, se me va.
Y añadió, ya junto a la puerta:
– Tengo que aprender a cuidar de los entierros, para cuando llegue el suyo.