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Hay casas, sobre todo en el barrio barcelonés del Raval, el viejo barrio Chino, que están siendo pulverizadas por la piqueta. Quedan entonces al descubierto, en las que fueron paredes maestras, las baldosas de la antigua cocina, los garabatos que dibujó la nena en el comedor, las marcas de la cama donde papá y mamá se ve que hicieron maravillas. Quedan los anclajes de la escalera vecinal, los marcos de las ventanas que daban a un patio interior. Queda la sombra de un mundo que estuvo lleno de vida, de sacrificio, de pecado y esperanza, y que ahora está envuelto en dos cosas: el silencio y un decreto municipal.
La casa ante la que se detuvo Méndez tenía algo más, algo macabro, como había dicho el agente. Era algo casi irreal, como si la ahorcada colgase del cielo. Al derrumbarse parte de la casa, por una explosión de gas en el sótano, habían quedado algunas paredes intactas y algunas habitaciones al descubierto. También algunas vigas de las que sostuvieron el terrado vecinal. Y una lámpara milagrosa, sólidamente anclada a una de esas vigas, lámpara con bombillas de sesenta para alumbrar polvos de aniversario y meriendas de funeral. Del gancho de esa lámpara, prodigiosamente sólido, colgaba una mujer ahorcada.
Méndez se pasó una mano por los labios, sintiendo que se le habían quedado secos.
Tenía razón el agente: la mujer ahorcada colgaba en el aire como un trofeo, el último trofeo de la casa centenaria. En aquel espacio vacío, sin más techo que el cielo y las alas de las palomas, oscilaba todavía el cuerpo de aquella mujer. Y había tenido razón el agente en otra cosa: si se la fotografiaba desde abajo, se le veía toda la ropa interior, una ropa interior deboutique para madames y sobrinas de canónigo. Porque, aun vista desde lejos, la mujer ahorcada parecía joven, y desde luego guapa.
Estampa irrepetible. Y demasiada tentación para algunos fotógrafos de prensa.
Méndez vio a su jefe y a varios agentes de su comisaría. Todos lanzaban maldiciones y enviaban a la gente al carajo, para que nadie se acercase demasiado y al menos pudieran trabajar las ambulancias.
El jefe también vio a Méndez.
– ¡A trabajar! Aquí hace falta todo el mundo, incluso usted. Ocúpese de que nadie se ponga debajo de la tía cuando llegue la prensa.
– Muy bien, jefe. ¿Pero qué ha sido esto?
– Una explosión de butano en el sótano. Ignoro si es un accidente o un suicidio con mala hostia. Pero allí vivía una vieja que tenía al menos almacenadas seis bombonas. Debía de estar preparada por si el butano subía de precio, la muy puta.
– Lo ha pagado muy caro al morir -dijo Méndez por encima del griterío-. ¿Quién es la mujer ahorcada?
– No lo sabemos aún.
– ¿Quiere decir que ha aparecido así, tal cual, al derrumbarse la casa?
– Ha aparecido así, tal cual. Justo.
– Pues eso significa que ya estaba ahorcada antes.
– Compruebo asombrado, Méndez, que usted también piensa.
– Sólo cuando no tengo dolor de cabeza. Por tanto, de no ser por la catástrofe, podrían haber tardado en descubrirla.
– Es lo más lógico.
– ¿Sabe si era una vecina?
– Le he dicho que aún no sé nada, coño.
Méndez hizo un respetuoso saludo y se alejó. Como aún no había llegado ningún fotógrafo, disponía de tiempo. Fue a situarse debajo de la muerta, justo donde estaba prohibido que se situara nadie.
La mujer desconocida oscilaba a unos diez metros de altura por encima de la cabeza de Méndez. Era verdad que usaba ropa interior fina, comprobó el policía, dotado de finísima astucia post mortem. La falda acampanada, de buena calidad, permitía apreciarlo todo. Se le había caído uno de los zapatos de tacón, y ése era el único detalle que no encajaba en todo aquel conjunto de distinción llevado hasta más allá de la muerte.
Había otros detalles que tampoco encajaban, claro, y ahora Méndez los vio con más claridad. Por ejemplo, las manos, angustiosamente agarrotadas en torno al cuello, como si la víctima hubiera estado intentando arrancarse la soga hasta el mismo instante de morir. Eso indicaba que no se trataba de un suicidio, sino de un asesinato. ¿O quizá de uno de esos suicidios en los que la víctima se arrepiente en el último segundo? Méndez creía que no. Y estaba seguro de que la mujer pudo haber permanecido dos días ahorcada en el silencio de la habitación, pero el hundimiento la había hecho quedar colgada sobre el bullicio de la calle.
Era una visión asombrosa, a la vez que provocativa y macabra.
Méndez hurgó entre los cascotes situados inmediatamente debajo de la mujer muerta. El zapato que faltaba tenía que estar allí, aunque quizá situado bajo toneladas de ladrillos, vajillas en fase de trituración, vasos de todo a cien, retratos de antepasados, alimentos para gatos y reclamaciones de deuda.
Tuvo suerte. Entre dos cascotes asomaba el tacón, era alto, finísimo y de buena calidad. Méndez tiró de él para sacar el zapato. Era de piel, bien forrado, elegante y con la marca en el interior: Farrutx. Uno de esos zapatos de alto tacón -pensó nostálgicamente Méndez- hechos para el trance erótico, para que la señora gordita escale con ellos el colchón, para que balancee sobre las puntas su escultura y sus adornitos de canesú antes de caer de nalgas sobre el capullo de un ex espía soviético. Con unos zapatos así, una mujer hace maravillas, se dijo Méndez, entre ellas clavar el tacón en los genitales de personas no autorizadas, como por ejemplo un banquero que no haya pagado el polvo a tiempo. Pero además aquel tacón era prodigioso -siguió pensando Méndez al manosearlo- porque al quedar algo desencajado después de la caída permitía ver que tenía dentro un hueco reforzado, y dentro del hueco reforzado una especie de bisturí en dos piezas, con un filo capaz de segar de un tajo la garganta de un hombre, el pene de un arbitro y, en casos de mucho compromiso, el himen de una monja. Tacones de esos, que se podían girar con un movimiento bien calculado, habían aparecido en viejas películas que aún recordaba Méndez, pero sobre todo eran habituales, o lo fueron, en servicios secretos que empleaban a mujeres peligrosas y opulentas, a las que se exigía varios idiomas, y en especial un perfecto conocimiento del francés.
La maligna imaginación de Méndez, alimentada en cines de sesión doble, no tenía límites.
Méndez volvió a mirar hacia arriba. ¿Habría pertenecido a algún servicio secreto la mujer que colgaba en lo alto de las vigas? No parecía posible. Un servicio secreto que trabajara en aquellos barrios tenía que ser, como máximo, el servicio secreto de Albania. Pero sin embargo había algo más en el tacón, algo más: la punta metálica tenía un reborde que sin duda hacía más difícil caminar, pero que producía un efecto demoledor, seguro, sobre los genitales de cualquier padre de familia, incluso sobre los genitales blindados de un inspector de Hacienda.
– ¡Eh, Méndez, no se mueva de ahí!
El comisario jefe había pasado como un rayo, detrás de una ambulancia. El grupo de curiosos aumentaba minuto a minuto, sin que los policías lograsen mantenerlo apartado, dada la estrechez de la calle. Iban a fracasar. Faltaba la policía de los pantalones estallantes, la del culo cortafuegos, pensó Méndez cuando ya era demasiado tarde.
Un vecino merodeaba entre las ruinas, imaginando que le entrevistarían los de la tele: «Todos los muertos eran buenas personas, muy normales, nunca habíamos notado nada raro, se llevaban de coña con su mujer y siempre te saludaban al encontrarte en la escalera», diría. Miró con mala cara a Méndez al notar que éste quería hacerle preguntas, pero en cambio no llevaba cámara.
– ¿Conocía usted a aquella mujer?
– ¿Cuál? ¿La ahorcada?
– Sí, ésa.
– Joder, lástima de tía.
– ¿Pero usted la conocía o no?
– No, nunca la había visto.
– O sea, que no era vecina.
– Menudo si llegamos a tener aquí una vecina como ésa. No lo tome como falta de respeto, pero ya lo sabe usted, lo que es cierto es cierto, y además es verdad.
– ¿Sabe a quién pertenecía el piso donde ella está colgada?
– Cómo no lo voy a saber. Yo vivía allí.
– ¿Usted?…
– Sí, pero no he perdido nada. Era sólo una pensión: pensión Internet.
– Coño, qué moderna.
– Todo lo contrario. Fue fundada en 1917, durante la Gran Guerra, pero en este barrio siempre hemos sabido estar al día.
– La mujer muerta no dormía en la Internet…
– Qué va. Si llega a estar allí alojada, no la habríamos dejado dormir ni un minuto. Hasta la dueña habría intentado hacerle el salto del tigre.
– ¿La dueña ha muerto?
– No, no… Está allí. Los que han muerto son algunos huéspedes que le debían dinero. Está desesperada.
Méndez se acercó sinuosamente, con riesgo de su vida.
– Señora…
La dueña de la pensión tenía un delantal gris. Tenía una boca llena de prótesis. Tenía unos billetes apretados en la mano derecha. Tenía unos ojos vacíos y muertos.
– No necesito ningún seguro de entierros -murmuró-. A buena hora.
– Usted no me conoce -dijo Méndez-. Soy un policía del barrio.
– Ya me parecía a mí que el barrio iba a menos.
– Quisiera hablarle de esa mujer que está colgando ahí arriba, como si fuese en una película de terror. Desde aquí se le puede ver la cara. ¿Usted la conocía?
– No la había visto hasta hoy. Me llamó la atención porque iba muy elegante. Hoy las chicas jóvenes se lo compran todo, pero no tienen clase. Cuando hay clase se nota. Joder, si se nota.
– Si no era un huésped, ¿a qué vino?
– Dijo que venía a ver a uno de mis clientes. Uno que llevaba alojado sólo dos días.
– ¿Ella le dijo cómo se llamaba?
– No se lo pregunté. Pensé que era un planillo y la dejé pasar. Ya se acabó aquello de «No se admiten visitas».
– ¿Y el huésped, o sea el tío, cómo se llamaba? ¿O cómo se llama? ¿Vive aún?
– Vive, pero no le he visto por aquí. No estaba en la pensión cuando se produjo el derrumbamiento.
– ¿Pero cómo se llamaba el manso?
– Julio García Panteón. Me enseñó el DNI.
– Podía ser falso.
– A mí, que me registren.
– ¿La chica entró en la habitación del manso? ¿Habló con él?
– Sí, y al cabo de poco salieron juntos, pero no hicieron nada en la cama.
– ¿Cómo lo sabe?
– Porque entré en seguida y eché un vistazo. Yo esas cosas las noto a cien metros. No se habían acostado juntos.
– ¿El tal Julio García también era elegante?
– Normal. Menos que la chica, pero eso no significa nada.
– ¿Qué pasó luego? Dice que el Julio García no volvió pero la chica sí. La chica tuvo que volver, porque la ahorcaron ahí dentro. ¿Cómo fue eso?
– Muy sencillo, pero yo no tuve nada que ver, le juro que no tuve nada que ver. Una hora más tarde me telefoneó el Julio. Me dijo que se había olvidado una cosa importante en la habitación y que su amiga volvería a buscarla. Yo, claro, ya sabía entonces que su amiga era esa chica. Ella volvió efectivamente, y tanto que sí. Me dijo que venía a buscar una cosa que se había olvidado el otro.
«Se habrá olvidado de echar el polvo», pensé. Perdone, señor policía, pero yo sé de esta calle mucho más que usted. Total, que la dejé pasar. Y ya no salió.
– ¿Cuánto tiempo estuvo dentro?
– No llegó a diez minutos.
– ¿Tan poco…?
– Es que justo entonces se produjo el derrumbamiento.
Méndez se rascó la mandíbula.
– O sea -dijo, pensando en voz baja-, que en esos diez minutos la habían ahorcado… Tenía que haber alguien en la habitación, esperándola. ¿Usted dejó pasar a alguien más?
– Le juro que no.
– ¿Otros huéspedes pudieron pasar a la habitación de la chica?
– Le juro que sí.
– ¿Cuántos huéspedes tenía usted? -Dos matrimonios sin hijos, una mujer y tres tíos. Total, ocho.
El tumulto crecía frente a la casa, pero Méndez lo ignoró porque le parecía más importante lo que estaba haciendo. El primer fotógrafo acababa de llegar, pero había tratado de saltar sobre un coche patrulla, y en aquel momento estaba siendo hábilmente apaleado por la fuerza pública.
– ¿Cuántos han muerto? -siguió preguntando Méndez.
– Los dos matrimonios, que eran justo los que me debían dinero. También es mala leche.
– ¿Y a los otros puedo localizarlos? ¿Tiene sus nombres, sus domicilios habituales? ¿Cuáles eran sus oficios? ¿Sus costumbres? ¿Sus queridas? ¿Sus deudas?
– No anoto tantas cosas como usted piensa -dijo la dueña con expresión de aburrimiento-. Mi pensión era un sitio discreto, porque, cuando en las habitación no había ningún fijo, se alquilaban a veces por horas. Además, no cobro para servir de policía, qué coño. Pero los que le digo eran fijos, y más o menos estarán localizables.
– ¿Tiene la lista de sus nombres? Piense que uno de ellos pudo estar esperando en la habitación y cometer el crimen.
– También es usted gilipollas, poli. Toda la documentación del negocio estaba arriba, y ahora está hundida entre los cascotes. Si le apetece, búsquela usted con la lengua.
Méndez hizo un gesto de desaliento, aunque estaba acostumbrado a aquella clase de situaciones: documentaciones que desaparecían, casas que se hundían y honradas empresarias que le preguntaban por su padre.
– Pero al menos podrá darme sus nombres y describírmelos -murmuró-. Eso sí.
– Claro. Eso sí. No le juro que sus nombres fueran auténticos, pero algo es algo. Los matrimonios eran la Conchi y el Pepe, dos pirados que esnifaban por la chimenea. La Marcela y el Conrado, que trabajaban en no sé qué pero llevaban un año de baja. El Martínez, que era mecánico y estaba separado. El Marcial, que quería ser político y fundar un partido llamado «Avance Obrero». Y el Pera, un actor que sólo actuaba los sábados y entonces era cuando comía. También a veces Portales, una especie de luchador, ya mayor, a quien todos, en plan de broma, llamaban el Rocky 16. Y el Flecha, un extremo izquierdo que iba para fenómeno de la sub-21, pero que de momento jugaba en el Barceloneta. Todos buena gente, que no se traía líos a la cama y pagaba como Dios.
– Me ha dicho hombres. Muy bien. ¿Pero y la chica?
– La chica venía de París. Joven y monilla, pero que debía de estar bastante jodidita de dinero, porque me dijo que siempre, siempre, cuando venía a Barcelona de visita, iba a pensiones baratas. También buena gente, se lo digo yo. No molestaba: se pasaba el día leyendo periódicos franceses, ingleses y hasta alemanes, que también son ganas de joderse uno mismo la vida. Me dijo que era estudiante.
Méndez palideció.
Sus ojos dieron una vuelta completa por los cascotes, los restos de las habitaciones, el fotógrafo hábilmente apaleado y las piernas de la mujer muerta.
Su voz era apenas un soplo cuando preguntó:
– ¿Recuerda su nombre?
– Pues claro que sí.
– ¿Era… Carol?
– Policía vejestorio, pues claro que sí. Acertó. Tendría usted que ir al bingo.
Méndez tuvo que cerrar un momento los ojos. La calle ya no existía, la muerta ya no existía, y el fotógrafo, si seguía por aquel camino, pronto dejaría de existir. Sólo un par de recuerdos flotaban ahora en el interior del cerebro -más bien escaso- de Méndez. Todo lo demás había dejado de ser.
Primer recuerdo: la extraña escultura vista en la casa de Pedro Mayor, el padre de Carol. Una escultura hecha con una máquina de taladrar por una verdadera artista de toda clase de perforaciones, incluida la perforación anal. Y la secretaria de papá, secretaria para todo, diciéndole que la nena Carol era tan hábil en eso que podía cortarle los huevecitos en pleno vuelo -era un decir- a una mosca.
Segundo recuerdo: el tipo con las entrañas destrozadas por un taladro mecánico.
Los recuerdos iban aún más allá, mientras el bullicio crecía en la calle: la nena Carol, viniendo a Barcelona más de una vez, sin que, al parecer, nadie lo supiese. La nena Carol, alojándose en pensiones baratas, donde se pasa más desapercibido. La nena Carol, teniendo alguna clase de relación con un tipo -desconocido aún- que venía de la casa de los altos de Serrano. La nena Carol, huésped de la pensión donde acababa de aparecer la mujer muerta, en una extraña escena digna de una película de horror.
Pero la nena Carol, que al parecer no tenía tanta fuerza física, ¿había podido matar y colgar a una hembra joven, vigorosa, casi opulenta, que además iba equipada para el contraataque, o sea, que podía pertenecer al servicio secreto de Albania?
Los pensamientos de Méndez iban dando vueltas en los circuitos de segunda mano de su cerebro cada vez más pequeño.
Recordaba, por ejemplo, a Sonia, la criadita muerta en la plaza Mayor de Madrid. Según todos los detalles, el crimen lo había cometido un hombre, pero ella dijo que, en realidad, tenía miedo de una mujer.
Méndez vaciló.
Sus ideas empezaban a perderse en una especie de abismo.
Pero, mientras tanto, la calle se había llenado del todo. El cordón policial estaba siendo desbordado. Del fotógrafo saltacoches sólo se veía una especie de residuo industrial; caído como estaba, no se sabía si cambiaba una rueda del vehículo de la policía o había muerto en defensa de la libertad de expresión. Otros fotógrafos estaban ya materialmente bajo las piernas de la muerta: filmaban las bragas, la entrepierna ancha y agresiva, el borde de la falda y el brillo de las medias. A algunos sólo les faltaba tomar medidas con la cinta e instalar un trípode. Debían de ser directores de la Escuela de Cine de Barcelona.
El comisario se dirigía gritando hacia allí, mientras esparcía partículas de saliva venenosa. Seguro que buscaba a alguien para proponerle un ascenso.
Aulló:
– ¡Méeeeeeendez!
No era fácil saltar de la cochambre y de una casa hundida en el Raval a la perfección de aquella oficina. Todo estaba hecho de cristal, acero galvanizado, moqueta pasteurizada, aire desinfectado, puertas despiojadas, brillantes zócalos de diamante pasado por una cuchilla de afeitar. La única recepcionista mostraba unas piernas rollizas y largas como un pasillo del museo Guggenheim.
Pero se trataba de una especie protegida. Dos guardas de seguridad vigilaban junto a ella. Estaba prohibido llevársela a casa.
Méndez avanzó cautelosamente.
El sol ya estaba alto. Eran casi las diez de un día laborable y podrido, pero allí no lo parecía, entre tanto acero recién afeitado, tanta porcelana de bidet y tantas ventanas panorámicas y encima ecológicas, porque junto a cada una de ellas habían puesto una paloma de plástico. Cerca de la plaza de España, cerca también de la Feria de Muestras, había nacido un barrio de oficinas tan brillante y tan moderno que hasta los pensamientos obscenos de los empleados se grababan en un disco duro.
Mal sitio para Méndez. El sol le produciría cáncer de piel y los rayos catódicos de los ordenadores le reventarían la vejiga.
Habían pasado más de quince horas desde que en el Raval se hundió aquella casa.
La chica con piernas de museo musitó:
– Señor…
– Soy el inspector Méndez. Desearía ver al señor Grijalbo.
– Claro que sí, señor Méndez. Nos han anunciado su visita.
Desde el despacho del señor Grijalbo se veían las dos torres venecianas a la entrada de la Exposición, la cúpula del Palau Nacional de Montjuïc y la ancha línea verde de la montaña que, antes de que el señor Grijalbo naciera, estuvo tapizada de huertecillos para que en ellos soñaran los niños de la República.
– Buenos días, señor Méndez. Qué cosas tan horribles suceden, ¿verdad?
– De infarto, señor Grijalbo.
– Por lo que sé, hasta después del amanecer no ha sido posible retirar de allí el cuerpo de nuestra empleada.
– Horrible.
– Fue un asesinato, ¿verdad, señor Méndez? Pero antes permítame decir que estoy encantado de recibirle en el corazón de nuestras oficinas de seguridad en Barcelona, el corazón catalán de la Life Safety, la gran multinacional de las cosas bien resguardadas. Nuestra central está en Washington, como usted sabe, y entre nuestros clientes figuran diversos miembros de la Casa Blanca, desde secretarios de despacho a jefes de gabinete, desde controla-dores de prensa a distinguidísimas becarias. Porque en la Casa Blanca la seguridad corresponde a las fuerzas del gobierno, pero una vez fuera de ella, ¿qué? Una vez fuera, la vida y la seguridad dependen de la Life Safety. Nunca habíamos tenido un fracaso, y ahora, señor Méndez, le confieso que estoy abrumado, porque ha muerto una de nuestras agentes a poco de instalarnos en la sucursal de Barcelona. Pero ello indica, si miramos las cosas desde otra perspectiva, que la agente designada por nosotros era activa y eficaz, o sea, que para frustar su misión no tuvieron más remedio que matarla.
– Fue una lástima. Quitar de en medio a una mujer así… Me parece un desperdicio de material humano altamente aprovechable.
– Sin duda, señor Méndez, sin duda… Y ahora permítame preguntarle si ya sabe algo sobre el informe forense. Porque a nosotros no nos han dicho nada todavía, y creo que tenemos algún derecho.
Méndez observó la línea verde de los jardines de Montjuïc, que él había conocido llenos de matojos y escondites para el sexo. En otros tiempos más ecológicos, la gente chingaba allí, no dentro de un automóvil con el motor en marcha; las criadas enseñaban las ligas y se dejaban meter el dedo, no más, mientras los estudiantes enseñaban el aparato que no iban a meter en ninguna parte. Desde los terrados más cercanos, hombrecillos ansiosos que tampoco iban a meter nada los controlaban con sus prismáticos.
– Supongo -dijo- que les enviarán muy pronto una comunicación oficial. Por tanto, no tengo problema en adelantarles algo. El forense, con el que he pasado toda la noche, me ha confirmado lo que suponía: esa mujer recibió por sorpresa un fuerte golpe detrás de la cabeza, que la dejó inconsciente o al menos sin capacidad para defenderse durante unos momentos. El asesino, o asesina, los aprovechó para hacer algo que requería mucha habilidad, pero no excesiva fuerza. Llevaba una soga delgada que en estos momentos está siendo analizada, y que demuestra una preparación para cualquier contingencia: la pasó por el gancho de la lámpara, que le pareció muy sólido… no descarto que lo tuviera ya estudiado antes, improvisó un nudo corredizo y lo pasó por el cuello de la mujer caída. Todo eso no requiere gran fuerza como le he dicho, pero sí habilidad. Requiere fuerza, en cambio, lo que hizo a continuación: tirar de un extremo de la soga y levantar a la víctima hasta ahorcarla. Pudo hacerlo una mujer, porque el gancho se lo facilitaba al servir de polea pero, con tanto tirón, el gancho tenía que haber cedido. Ahí hay algún detalle que no me explico aún, aunque la película del crimen es más o menos la misma.
– Eso indica que a la víctima la esperaban dentro de la propia habitación -sugirió el señor Grijalbo.
– Es lo que he pensado desde el primer momento. Por tanto, el asesino es, o debería ser, alguno de los huéspedes. Pero ahora hable usted, amigo mío. ¿La víctima trabajaba para ustedes? ¿En calidad de qué?
– De agente, por supuesto.
– ¿De agente de protección?
– Eso es. Ya quedó lejos el tiempo, señor Méndez, en que las mujeres sólo servían para la cocina, la cama y la bronca al marido cuando éste llegaba tarde a casa. Hoy día las mujeres están en el ejército, la judicatura, la banca, la policía, la vigilancia privada, los negocios y la lista de espera de los masajistas mulatos. Nuestra civilización ha cambiado, señor Méndez, y por eso no debe extrañarle que Rosanna Vives fuera una de nuestras mejores agentes, campeona de tiro y finalista del torneo de kárate. Tenía un brillante porvenir: pensábamos destinarla a las reuniones del Fondo Monetario Internacional y sitios similares, para proteger a las grandes gentes del dinero. Una mujer como ella es más útil porque parece la querida de un banquero, no una máquina de matar.
– En este caso funcionó mal la máquina -dijo lentamente Méndez.
El señor Grijalbo defendió a la empresa:
– La atacaron por sorpresa y a traición.
– Eso es lo que me hace dudar. Tengo la convicción moral, o más bien la sospecha sandunguera, de que la atacante fue una mujer, pero ¿pudo una mujer hacerlo? En fin, señor Grijalbo, ¿quién les pidió que le protegieran?
– Tenemos muchos pedidos de esa clase, señor Méndez, y al aumentar la demanda han aumentado nuestras sucursales como ésta de Barcelona. Porque ahora Barcelona es una ciudad rica, y sepa usted, señor Méndez, que la riqueza va unida a la inseguridad. O dicho de otro modo, a la seguridad pagada. Hoy todo se paga. ¿Cómo se han evitado las grandes revoluciones europeas de antaño? Pagando. Los ricos les pagan a los pobres las vacaciones, el desempleo, la seguridad social y las viviendas protegidas. Así los pobres se callan y se limitan a exponerle al médico del Seguro sus largas dolencias históricas. También tienen la tele, que es un elemento de sosiego y placidez social al que un día se hará justicia, señor Méndez. La plaza revolucionaria se ha transformado en una sala de estar con un televisor, un sofá cama, un retrato de la nena y una botella de anís del Mono. Pero todo esto cuesta dinero, señor Méndez. Dinero.
– A mí me sirve de poco ser más bien pobre -gruñó el viejo policía-. Pero continúe.
– La seguridad también cuesta dinero. La seguridad, claro, debería proporcionarla el Estado, pero éste gasta todos sus elementos en proteger a los políticos, a sus hijos, sus esposas y sus queridas más o menos públicas. ¿Qué hace el ciudadano de a pie? Joderse, señor Méndez, joderse, y perdone que utilice el lenguaje de la banca. ¿Qué hace el ciudadano de a caballo? Pagarse una protección privada. Y en eso estamos: algún día el gobierno se dará cuenta de nuestra labor y nos dará, por lo menos, la Medalla de la Cruz Roja.
El señor Grijalbo aspiró aire. Méndez preguntó:
– Muy bien, ¿pero a quién protegía Rosanna Vives?
– A los miembros de una sociedad extranjera que estaban haciendo investigación industrial en España. Usted, señor Méndez, puede llamarlo espionaje industrial si quiere: yo me callo. El contrato comprendía la estancia en Barcelona de, como máximo, cuatro miembros, a medida que fueran viniendo. Había que protegerlos las veinticuatro horas. El señor Garci era el primero. Tenía pasaporte brasileño.
– Los más falsificados.
– Eso ya no lo sé.
– Y quiere explicarme, señor Grijalbo, ¿cómo un socio de una multinacional, aunque sea brasileña, viene a Barcelona y se hospeda en el viejo barrio Chino, en una pensión que se llama Internet, pero que antes se llamaba La Palomita?
– Le estoy hablando de un espía industrial, señor Méndez. Un especialista seguramente conocido por las empresas a las que quería espiar.
– ¿Y qué?
– En el Ritz lo habrían localizado a los dos días. En la Internet, seguro que no.
– ¿Tantos crímenes hay en eso del espionaje industrial? Reconozco que no soy un experto: sólo entiendo de espionaje casero, del espionaje meticuloso que se ejerce sobre las tetas de las vecinas.
– No le diré que haya muchos crímenes, señor Méndez, pero le digo que hay muchos peligros. En el espionaje industrial se mueven montañas de dinero.
La mirada de Méndez se hizo recelosa y dañina.
– No todo me acaba de cuadrar, señor Grijalbo. En primer lugar, puede que la multinacional brasileña no exista. En segundo lugar, puede que los cuatro supuestos socios fueran sólo uno, el señor Garci, que era el que realmente necesitaba protección. En tercer lugar, puede que el señor Garci no se llame señor Garci. En cuarto lugar, dígame cómo era ese pájaro.
– Alto, joven, fuerte, guapo.
– Habla usted como un maricón, señor Grijalbo.
– Y usted, señor Méndez, habla como un gilipollas.
– Lo acepto. ¿Tiene alguna foto?
– La de su pasaporte.
– Le felicito, señor Grijalbo. ¿Cómo la consiguió?
– Sin que se diera cuenta. Cobramos una cantidad anticipada, pero necesitábamos alguna garantía de la factura total. Una fotocopia del pasaporte, aunque fuera clandestina, era lo mínimo.
– ¿La tiene?
– Me temo que necesito una autorización judicial para enseñársela, señor Méndez.
– Me temo que necesitaré acusarle de proxeneta, señor Grijalbo. Diré que la señorita Rosanna Vives no iba allí a proteger, sino a follar. Ya sé que luego se aclarará todo, pero las primeras veinticuatro horas no se las quita nadie. Y como estoy haciendo una investigación que también le favorece a usted, le ruego humildemente que me enseñe esa fotocopia, señor ángel de la guarda. Mueva el culo y búsquela. Yo no soy policía constitucional: miento cuando hace falta.
El importante señor Grijalbo entendió que le favoreció el trato. Necesitaba aclarar la muerte de su empleada, de modo que fue a otro despacho posterior, donde sin duda había una caja fuerte. Regresó con una perfecta fotocopia en la que figuraba un nombre sin duda falso, unos datos de nacimiento sin duda falsos y una fotografía sin duda auténtica, porque Grijalbo había tenido al sujeto delante.
Méndez arqueó una ceja.
Estaba tan asombrado que hasta sintió algo así como el milagro de una excitación sexual.
Y lo único que pudo decir -eso sí, con expresión de mayordomo inglés- fue:
– Leches.