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El importante señor Grijalbo, inquieto ante la cara del poco importante Méndez, preguntó:
– ¿Qué le pasa?
– ¿Era éste el tipo?
– Pues claro que sí.
– Usted tendrá sin duda, señor Grijalbo, un equipo de fax modernísimo, de esos que emiten incluso música estereofónica.
– La empresa tiene un buen equipo de fax, naturalmente.
– Quiero que envíe esta foto en seguida. Le daré el número del fax que tiene que recibirla. Ah… Acompañe el número de teléfono del sitio donde estamos ahora. Supongo que me llamarán inmediatamente.
– ¿Es preciso que lo haga? Recuerde que éste es un negocio privado.
– Y yo soy un investigador público, aunque sea sólo a ratos. Lo que le pido no le va a perjudicar, señor Grijalbo. Al contrario, puede orientarle en lo de la muerte de su empleada.
Con expresión de albergar serias dudas, el delegado de la agencia envió el fax que le pedía Méndez. No habían pasado ni cinco minutos cuando se recibió una llamada.
– Méndez.
– Yo mismo.
– He encontrado este número de teléfono al pie de la foto que acabo de recibir por fax. ¿Es suyo?
– No. Es el de una agencia internacional de seguridad, pero puede hablar tranquilamente, honorable señor Orestes Gomara. Estaba seguro de que recibiría su llamada.
– Esta foto es… es…
– Lo imaginaba.
– Es la de Leo Patricio -dijo la voz entrecortada del banquero.
Méndez respiró profundamente.
– Por eso se la he hecho enviar. Vamos a ver si resumimos la situación, para que se entere y lo anote en el balance de beneficios del banco: Leo Patricio, el asesino de su hija, está huyendo de usted.
– Como una rata.
– Tenía dos opciones -dijo calmosamente Méndez-. Una era esconderse en un sitio pequeño, donde nadie le conociera, o quizá en una capital de provincia de tamaño mediano donde siempre hay un par de buenos restaurantes y un par de madames que van a misa con las esposas de los clientes. O se podía instalar en el extranjero, donde además las madames le enseñarían lenguas, en el buen sentido de la palabra. Pero supongo que sus negocios están en Barcelona y en Madrid, y los ha de cuidar personalmente.
– Sí.
– ¿Qué clase de negocios?
– Digamos que relacionados con los míos, puesto que era mi hombre de confianza. Pero sobre eso no voy a decir una palabra más.
– Lo encuentro perfectamente lógico. Pero un hombre que ha de dedicar atención personal a sus negocios no puede perder mucho tiempo en restaurantes de corderito asado ni en casas de putas provinciales que aún cierran por Semana Santa. Entonces le queda la segunda opción: esconderse en las ciudades donde tiene sus negocios. Descartado su domicilio habitual, porque sería meterse en su propia tumba, le quedan los buenos hoteles. Narices de hoteles, porque a la noche siguiente lo habrían descubierto; su cuerpo sería servido en forma de albóndigas en el próximo cóctel diplomático. Le quedan las pensiones anónimas, las habitaciones sin ventanas y los agujeros de retrete. Así se puede ir tirando una temporadita, mientras halla una solución mejor. De modo que se mete en un sitio que se llama pensión Internet, y que en materia de telecomunicaciones ha de ser la hostia. Por lo menos tienen dos teléfonos móviles.
Hubo un simple gruñido al otro lado del cable. Méndez continuó:
– Pero, aun así, su amigo Leo Patricio no se siente seguro, ni mucho menos. Necesita a alguien que le cubra las espaldas, y para eso acude a una agencia de protección.
– ¿Con su nombre?… No me haga reír. Yo lo encontraría antes de que se me calentara el horno para asar su cabeza.
– Con su nombre no, por supuesto. Falsifica un pasaporte brasileño, que es el documento de donde he podido sacar su foto. Paga por el mejor protector de la agencia, que resulta ser una mujer. Ella va a verle a la pensión para comprobar la relativa seguridad del sitio. Todo muy normal. Salen juntos, supongo que para observar los alrededores. Entonces, y esto es pura deducción mía, ella quiere volver sola a la pensión para ver cómo se controlan las entradas y salidas. Llaman diciendo que Leo Patrició ha olvidado una cosa y que su amiga la buscará. Ella vuelve.
– Un relato la mar de emocionante, Méndez. Ahora dígame cómo iba vestida.
– Lo sé, porque estuve debajo de su cuerpo ahorcado: llevaba unas braguitas negras, que es un color que siempre está de moda entre los folladores habituales. Entra en la pensión, pero resulta que en la habitación la está esperando alguien, o quién sabe si registrando las cosas, es igual. Lo que no sé es si ese alguien la esperaba a ella o a Leo Patricio, aunque me inclino por esto último. El caso es que ese viaje ya no tiene retorno: ahorca a la chica después de golpearla en la nuca. Y entonces hay una explosión de gas y el viejo edificio se derrumba en parte. El cadáver, que habría tardado en ser descubierto, aparece de pronto colgando en el aire, como en una pesadilla.
Al otro lado del hilo, Gomara emitió un gruñido que no era precisamente de pésame.
– Quiero saber si su gente hizo ese trabajo -dijo inesperadamente Méndez.
– No.
– Es lógico. No va a acusarse de un crimen, y menos por teléfono.
– Le juro que no se trata de eso. Ya sé que mi juramento no vale nada, pero en este caso es verdad. Me he enterado de que Leo Patricio andaba cerca sólo por la foto que me ha enviado usted. No podía hacer nada contra él si no sabía dónde estaba.
– Su voz suena a sincera, si es que un banquero ha sido sincero alguna vez.
– ¡Sólo quiero saber una cosa! ¿Quién más, aparte de yo mismo, busca a Leo Patricio?
– Me temo que una mujer.
– ¿Una mujer?…
– Sí. En este caso habría venido de París.
– No entiendo nada…
La voz de Orestes Gomara continuaba siendo sincera, y además aquello concordaba con los pensamientos de Méndez.
Colgó.
El importante señor Grijalbo le miraba desde el otro lado de la mesa, sin entender tampoco nada. A su espalda, el ventanal seguía mostrando aquella parte de la ciudad feliz que tenía un árbol y no un piso, un pájaro y no un coche, un sendero y no un cinturón de ronda, es decir, algo que no tenía futuro: sólo un hermoso pasado.
– ¿Sabe ya quién mató a mi empleada, señor jefe superior de policía? -preguntó despectivamente.
– Me queda un solo cabo por atar. Cuando lo ate, usted será el primero en estar informado.
Y se largó gatunamente, sin mirar a ninguna parte, y eso que la chica de recepción se estaba ajustando los sostenes detrás de la mesa.
El cabo suelto que le quedaba por atar a Méndez era tan sencillo como resbaladizo, y se llamaba infanta Carol. No era extraño que hubiese estado en Barcelona, en una pensión barata, pero ¿podía ella haber sorprendido a una agente experta? ¿Podía haber tenido fuerzas para ahorcarla? Y sobre todo, ¿dónde estaba ahora?
¿Por qué había matado a la mujer encargada de proteger a Leo Patricio, que era tanto como decir que quería matar a éste?
Sin lograr aclarar ninguna de sus ideas, descendió en la plaza de Catalunya, gran centro de almacenes multiuso, bancos en estado de buena esperanza y mesitas de taleros que hasta aceptaban tarjetas de crédito. No existía ninguno de los cafés históricos donde Méndez había buscado a mujeres también históricas. En el viejo rascacielos de la Telefónica, los empleados se llamaban unos a otros con el móvil. En el nacimiento de la Rambla, los jubilados formaban corro y comentaban a gritos un gol del año 27, gloriosamente detenidos en la ciudad que se detenía.
Ya no quedaba nada del viejo café Zurich, lugar de nenas al Levi's, turistas al piojo, poetas en trance de subasta y sindicalistas que redactaban un manifiesto pidiendo la jornada de dos horas. Ahora, con el nuevo café, había unos almacenes asépticos, llenos de últimas novedades, donde cualquiera podía comprar un dentífrico para astronautas y unos sujetadores de tamaño programable con mando a distancia. Barcelona crecía y crecía, ahora hasta las palomas eran olímpicas. Méndez encontró a Amores y terminó con él en lo que quedaba de la ciudad histórica, un café en la calle Santa Ana frente a un viejo hotel. Había allí cuatro mesas, una barra con dos clientes dormidos, un anaquel con botellas sietemachos y una espita con una cerveza carísima, tan cara que parecía hecha con saliva de obispo.
Amores bebió un trago y suspiró:
– Pues vaya día.
– Los has tenido peores. Hasta tu mujer lo sabe.
– Por suerte, no me han vuelto a molestar con el asunto aquel del tío que encontramos. El del culo en el que habían estado buscando petróleo. ¿Qué ha sabido más de todo aquello, Méndez?
– El que ordenó aquella muerte está buscando ahora al verdadero asesino de su hija, la que fue ultrajada y muerta en aquella casa de los altos de Serrano, en Madrid. Es decir, se dispone a culminar la catedral de su venganza. No te voy a decir el nombre del futuro muerto porque mañana mismo harías publicar su necrológica. Lo que no sé bien es si el ejecutor, es decir, la persona que mata según las órdenes, es un hombre o una mujer.
– ¿Una mujer?
– Me has preguntado si sé algo más, y yo te contesto dentro de lo posible, Amores, en esta ciudad donde mis pulmones son perforados por los tubos de escape y donde el sol cuece lo que queda de mis membranas viriles. Este caso me desorienta, Amores, pues aunque tengo pistas, no tengo evidencias para ponerlas en la mesa del juez.
Entraron en el bar dos comerciantes diciendo que los cafés tomados en horas de trabajo tendrían que desgravar de la Renta; entraron luego dos mujeres que pedían un salario para las amas de casa.
– Ya me dirá qué va a hacer ahora, señor Méndez.
– Si llevase la investigación oficialmente haría más cosas, porque dispondría del aparato policial. Pero no la llevo. Tengo que atrapar, como quien dice, las pelotas que los jugadores echan fuera del campo.
Y añadió, mientras terminaba su cerveza:
– No me quedará más remedio que esperar un poco y seguir buscando a mi manera. Esto va a ser mi ruina, pero pienso que tengo que volver a Madrid.
Madrid vibraba, y Méndez se sumergió gozosamente en él.
Madrid envuelto en la bruma y envuelto en dinero sin fermentar, en un olor que conocía muy bien Méndez.
Encontró a Orestes Gomara, su asesino preferido, su granuja encuadernado en oro y piel. Tuvo que buscarlo antes, claro. Domicilio de Madrid, Recoletos centro, un portal antiguo con entrada de carruajes, un mayordomo vestido como en los tiempos de la UCD, un portero laureado que sólo bebe coñac Napoleón. No, el señor no está, ha ido a sus oficinas. Y además qué coño pregunta: el señor tiene su propio panteón, no paga alquileres de nichos. Y la oficina del centro: cristales blindados, cerraduras Fichet, mármoles italianos, hierros de Toledo y losas de El Escorial sacadas de un colchón de Felipe II. Y en la planta noble, una secretaria pentalingüe de setenta años, con el virgo asegurado en Unión y el Fénix o en Catalana Occidente: no, el señor presidente no está, ha ido con el coche al colegio donde estudió su hija. Pues vaya -pensó Méndez-, ahora resulta que el señor presidente tiene corazón, o quizá lo que tiene es potencia y quiere tirarse a una alumna que ha repetido curso. Vamos allá, como dicen los taxistas.
Y en efecto, el coche estaba allí, grande como elQueen Elizabeth, custodiado como el Banco de Inglaterra por un chófer gorila de dos metros. Orestes Gomara, en la acera solitaria del barrio residencial, contemplaba con las manos a la espalda, a través de la reja, las evoluciones de unas nenas con falda cortita que jugaban al baloncesto.
Méndez se acercó gatunamente, vigilado por la mirada recelosa del guarda.
– Demasiado tiernas, señor Gomara. Chillarían antes de encontrársela dentro.
Era una frase infame y Méndez lo sabía. Quería provocar. El banquero le miró con un gesto de asco y perdió su diplomacia.
– Váyase a la mierda.
– Le he buscado nada más regresar a Madrid, Gomara.
– ¿A mí? ¿Para qué?
– He estado pensando.
– Milagro.
– ¿Qué hace mirando a esas gallinitas? ¿Después de beberse un Gran Reserva de treinta mil pesetas necesita carne tierna?
– Es un cabrón, Méndez. A estas alturas ya debería saber que éste es el colegio donde estudió mi hija.
– O sea, que no está pensando en follar.
– No.
– Está pensando en matar.
– Ése es asunto mío.
– Y mío. Veo que no ha podido terminar su venganza, Gomara, que lo peor aún lo tiene pendiente.
– Sigue siendo asunto mío.
– Y cuando necesita cargar las pilas de su odio, viene aquí y mira.
– Le he enviado a la mierda, Méndez. Esperaba que supiera el camino.
– ¿Sigue buscando a Leo Patricio, el que hizo aquello con su hija?
– Sí.
– Y lo encontró en una pensión antiquísima, con doscientos años encima de cada cama. Y debajo de cada cama un orinal sacado del Museo de Historia de la Ciudad. Pero ahora resulta que es modernísima porque se llama pensión Internet. Lo localizó usted allí y envió a su gorila para que hiciera el trabajo, pero su gorila no lo encontró a él, sino a la detective que tenía que protegerlo. Lo mismo daba. Hizo igualmente el trabajo.
Orestes Gomara no contestó. Su cara era de piedra mientras avanzaba hacia el coche lentamente.
Su guardaespaldas preguntó:
– ¿Le molesta este tipo, señor? ¿Qué hago con él?
– Nada.
– No es demasiado grande. Podría ahogarlo en el filtro de agua del coche.
– Sin atropellar, ¿eh?, sin atropellar -protestó Méndez. Oiga, Gomara.
– ¿Qué?
– No me ha contestado.
– Traiga alguna prueba y le contestaré.
Entró en el coche. No se opuso a que Méndez entrara con él y se sentara a su lado, en aquel instante de estéreos que sólo transmitían música sacra, de pieles de niña afinadas a lengua, de maderas nobles sacadas de un viejo meublé.
– Todavía no tengo pruebas -dijo el viejo policía-, pero tengo sus mentiras.
– ¿Mentiras?… -Gomara pareció sorprenderse.
– Sí. En toda su historia hay cosas que no cuadran. Usted me dijo que se había criado en una corrala de Madrid, entre vecinos que se peleaban, vecinas que se metían el dedo y ratas tan adultas que hasta se habían sacado el DNI. O sea, que de ilustre linaje, nada. Y, en cambio, los Gomara son un ilustre linaje, descienden de un indiano que tenía una negrita para sacarle el capullo, poseyeron grandes fincas y poseen todavía el palacete de los altos de Serrano. Aquí no cuadra nada.
– Me extraña que no se haya dado cuenta hasta ahora, Méndez.
– Me di cuenta en seguida, pero decidí reservarme la bola para cuando se la pudiese lanzar a la cara.
– Y supongo que en seguida comprobó todos los datos de lo que yo le había dicho.
– Sí. Los datos de la infancia concordaban, pero los del Registro Civil no. Un amigo me leyó por teléfono el asiento registral: no era usted hijo de una ricachona y un millonario, sino de una puta y un presidiario, que no es lo mismo. No se llama Gomara, que viene a ser nombre de cardenal, sino González, que es nombre vulgar, nombre de guardia civil y de presidente del gobierno. Una parte de verdad en su relato, por tanto. Y una inmensa parte de mentira.
El banquero suspiró resignadamente.
– Con todo esto viene a decirme que ni siquiera soy un asesino serio.
– No es un asesino serio. Es el asesino de una estanquera de Chamberí.
– Entonces le daré un consejo, Méndez: compruebe siempre las cosas por sí mismo. No se fíe de los amigos que le leen por teléfono un asiento registral, porque no se fijan en los detalles. Su informador debería haber notado que debajo de la primera inscripción, o al margen, no lo sé, hay otra en la que se me reconoce como hijo natural de Gomara, y por tanto se me legitima. Tiene razón: mi madre tuvo sus tiempos de puta, pero de puta de altura. Una vez me reveló lo que ni siquiera mi padre sabía, aunque advirtiéndome que no iba a servir de nada: entonces en el Código Civil estaba prohibida la investigación de la paternidad, por eso de salvar la «dignidad» del follador. Mejor dicho, estaba permitida en la legislación de Catalunya, pero yo no era catalán. Mi madre, en eso del coño, siempre fue muy centralista. De modo que tuve que vivir como un perro según la historia que le conté, y que es rigurosamente cierta. Hasta que un día me enteré de que el viejo Gomara me había reconocido en su testamento, cosa permitida por la ley. Aunque no sé por qué doy tantas explicaciones a un policía antiguo, renegado, tiñoso y que aún cree que atestado se escribe con «h» de hostia.
Méndez no protestó. Curiosamente le podía doler el insulto de una mujer de la calle, pero le dejaban indiferente los insultos de un millonario, sobre todo si eran proferidos a bordo de su coche.
– De modo -continuó el banquero- que todo lo que le conté era auténtico. Y no me habría atrapado en ninguna mentira si su amigo llega a mirar el Registro bien.
Méndez miró hacia el frente, pero con el horizonte tapado por las inmensas espaldas del gorila. El chófer se había situado ante el volante, pero no arrancaba, esperando la orden de su dueño. Desde la lejanía aún llegaban los
gritos de las niñas con sus tapapubis, entusiasmadas cada vez que su equipo acertaba una cesta.
Quizá Gomara pensaba en su hija. Tenía la mirada perdida, y Méndez habría jurado que esa mirada se había vuelto de vidrio húmedo.
– De todos modos -dijo-, su historia está llena de puntos fétidos.
– ¿Por ejemplo?…
– Hemos quedado en que el viejo Gomara le reconoció en su lecho de muerte, es decir, lo legitimó. ¿Pero le dejó alguna herencia?
– Muy poca cosa. Estaba ya casi arruinado. Tantos años gastando duros, metiéndose en los mejores hoteles, los mejores restaurantes y los mejores coños, hunden a cualquiera. Además, no trabajaba, sólo habría faltado eso.
– Estamos hablando del abuelo Gomara.
– Sí.
– No del padre de su mujer, es decir, de su suegro.
– Exacto.
– He aquí otra mentira -masculló Méndez-. Si usted ya era un Gomara, es decir, si ya podía llevar ese apellido, no podía casarse con otra Gomara. Su mujer y usted descendían del mismo abuelo.
– ¿Y qué? -El banquero emitió una amarga risita-. La Iglesia te dispensa de lo que quieras, siempre y cuando pagues a tiempo. Mayor problema era mi suegro, que en realidad era mi hermanastro, pero al final acabó comprendiendo que el trato le convenía, porque yo era muy trabajador y encima todo quedaba en casa. No sé si usted se ha molestado en investigarlo, Méndez, pero entonces los Gomara empezaban a levantarse. Mi suegro era un crack. Las cosas iban bien.
Méndez hizo un gesto afirmativo, no exento de amargura.
– Por lo que me explica -susurró-, todos los datos pueden concordar.
– Pues claro que concuerdan. ¿Y ahora qué? ¿Va a acusarme de nuevos embustes, Méndez?
– No. Creí que le tenía atrapado en una mentira, pero veo que se limitó a no decirme toda la verdad. O quizá es que no se la pregunté, porque deseaba reservarme esa sospecha.
– Que no le ha servido de nada.
– Cierto. No me ha servido de nada, pero hay algo que sigue oliendo mal. Quizá es usted el que huele mal, Gomara. Huele a mierda.
Gomara tampoco se ofendió. Quizá se sentía tan por encima de Méndez que sus insultos no le importaban en absoluto. Su única reacción fue encogerse de hombros mientras preguntaba:
– ¿Algo más?
– Sí. Quiero saber si existe alguna relación entre usted, un joven que fue a París y la casa de los altos de Serrano.
– Con la casa de los altos de Serrano sí que existe relación. Ahora es mía, o mejor dicho, de una de esas sociedades instrumentales que usted tanto se ha molestado en estudiar. De lo demás, no sé una palabra. Y ahora, ¿puedo decirle a mi chófer que arranque? ¿O también a él le va a preguntar dónde nació?
– Dígale que arranque, pero yo me apeo aquí. Prefiero hacerme un porvenir en el autobús que hacerme un porvenir en su coche. Hala, a tomarpol saco.
Y descendió. Antes de cerrar la puerta oyó que Gomara le decía:
– Tal como le veo, su porvenir está muy claro, Méndez. Muy claro.
– ¿Sí? ¿Cuál es?
– Haga la carrera en la Rambla de Barcelona, disfrazado dedrag queen. A lo mejor resulta.
Méndez gruñó:
– Pues tal como se están poniendo las cosas, no me parece tan mal pensado. Miraré si encuentro en las rebajas un vestido de maricona vieja.
Los registros civiles ya no huelen mal como antes: ya no huelen a legajo polvoriento, polilla del siglo XIX, silla multiculos o calzoncillo de funcionario. Al contrario, muchos de ellos tienen ahora sillas de metal incombustible, estanterías brillantes (seguramente de titanio) y hasta ordenadores engrasados con aceite de nave espacial.
– ¿Qué desea?
Méndez exhibió su placa de policía, procurando que no se le cayese al suelo, y murmuró:
– Necesitaría comprobar unos datos.
Era verdad lo que le había dicho Gomara: mejor hacerlo todo por uno mismo. Y era también verdad su historia del nacimiento en una corrala, su apellido y su legitimación por el viejo Gomara en el santo lecho de muerte: hijo mío, me arrepiento de todos mis pecados ahora que no vale la pena repetirlos. Tienes derecho a mi apellido y mi herencia como yo tuve derecho a meterme hasta el fondo de tu madre. Quiero limpiar mi alma y renunciar al dinero que ya no podré gastarme. Siéntate a la diestra del encargado del Registro Civil como yo espero sentarme a la diestra de Dios Padre, amén. (Posdata para el señor notario: hágame la rebaja que hace siempre a sus mejores clientes. Posdata para el señor obispo: envíe ocho curas a mi entierro, todos ellos del Opus Dei.)
De modo, pensó Méndez, que Orestes Gomara le había dicho la verdad sobre su vida. Ahora hacía falta saber si también le había dicho la verdad sobre su negocio.
En realidad -seguía pensando Méndez-, Gomara le había confesado bastantes cosas, aparte la tutoría de los asesinatos y de la venganza. Le había confesado, sobre todo, que su iniciación en la banca estuvo dedicada al blanqueo de dinero, como si ésa fuera una actividad pasada y ya sin demasiada importancia. ¿Pero realmente no se dedicaba a eso aún? Su banco, ¿no podía ser una gigantesca tapadera para el tráfico mundial de la droga y los miles de millones que ésta necesitaba mover anualmente?
Un detalle le decía a Méndez que podía no estar desencaminado: los guardaespaldas de Gomara. Ni Miguel Don era un protector normal ni lo habían sido David Mellado y Alberto Parra, los torturados y muertos. Y mucho menos lo era Leo Patricio, el violador de Virgin. Ninguno de ellos fue guardaespaldas jamás: todos fueron asesinos a sueldo. ¿Y un banquero normal necesitaba gente así? ¿O la necesitaba un banquero que, por sus negocios, siempre estuviese bordeando la muerte?
Quizá por ese camino hallaría Méndez las pruebas que necesitaba para acusarle.
Telefoneó a París, a Olga Tavares, la paisana gallega y pensionista francesa que había estado casada con un coronel castellano. Olga Tavares le contestó en su francés impecable:
– ¿Vous étes, por casualidad, le policier chevronéé?
– Mais oui, yo soy el policía chevronée o cabronée, como usted quiera. La llamo desde Barcelona, doña Olga. Je vous appelle de Barcelonne.
– ¿Sí? ¿Y qué tal laville?
– Charmante, madame.
– O sea, cojonuda.
– Collonude, madame. Vraiment collonude.
– ¿Y qué quiere, monsieur Mendés?
– Verla, madame. Volveré a París, poniendo en peligro mis pulmones y lo que queda de mi hígado, si usted me permite verla. Je veux voir votre charmante face de madame retraité.
– Pues venga cuando quiera. Estaré encantada deparler.
– Otra cosa, doña Olga.
– ¿Qué?
– Me gustaría saber si Carol está en París. -Ahora está. En eso tiene suerte. ¿Pero para qué la necesita?
– Para conocerla y para hablar con ella. Nada importante. Pura rutina.
– Pues le preguntaré a ella si tiene inconveniente. Deme su número detelephone por si hay algún imprevisto.
Méndez se lo dio con una nota tranquilizadora:
– Ahora es untelephone respetable, madame, un telephone tres honorée. Hasta hace poco, cada vez que alguien llamaba, la encargada creía que era un cliente y le leía la lista de precios de las chicas.
– O sea, usted vivía en unamaison de passe.
– No. En la trastienda de un bar, pero casi daba lo mismo.Au revoir, madame.
– Au revoir, gendarme. ¿Quiere usted que le vaya a esperar a la gare y nos damos una promenade?
– No, gracias; encontraré el camino perfectamente.
Méndez colgó. A continuación hizo tres llamadas más.
La primera fue a su comisaría, para decir que aún tardaría un poco en volver. Le atendió la nena de las posaderas olímpicas. La nena de las posaderas olímpicas le dijo que no se preocupara, porque ella lo entendía muy bien: la impotencia produce en la próstata lesiones irreparables, y uno acaba no pudiendo ni darse la vuelta en la cama. «Pero se ve que en eso tengo mano de santo, señor Méndez, porque hasta el jefe superior, que estaba tan chochito, me vio el otro día y me dijo que se estaba curando. Hala, señor Méndez, a conservarse y a no sufrir por el trabajo, que nos organizamos muy bien sin usted. Ya leeré todos los días las esquelas deLa Vanguardia.» La culiancha colgó.
La segunda llamada de Méndez fue para una agencia de viajes especializada en extradiciones y devoluciones ilegales. Encargó unsingle en el Talgo a París de la noche siguiente y una habitación de hotel que tuviese vistas sobre la place Pigalle y sus desventuras. No había ninguna libre, y acabaron dándole un hotel que tenía vistas sobre el patio de la prisión de la Santé.
Se sentía confundido y lleno de recuerdos. Le habría gustado hablar largamente con el hijo de Paco Rivera, con el condenado obispo: «Hay una moral, eminencia, que usted no conoce y que está a ras de los adoquines, los colchones de los pisos bajos y los portales donde no entra la luz. Esa moral nunca llegará a la altura de los archivos vaticanos y menos a la de las ruedas de un lujoso papamóvil, porque es una moral que no está escrita. Pero a su padre sí que le importaba, porque es una moral que está vivida. Consiste en cosas tan sencillas como una palabra de aliento, un rato de compañía, un gesto de hermandad, un poco de dinero sin que se note, un estar allí cuando alguien se siente solo y no puede mirar a ninguna parte. Tiene usted todo el derecho a decir que ésa es una moral pagana, una moral de los que no creen en nada superior al ser humano, pero quizá su padre se dio cuenta de que antes de encontrar a Dios encontraba al hombre y a la mujer, su eterna compañera, que tantas veces ha tenido la misión de llorar por él. Pero no haga caso de mis palabras de sucio policía de la calle.»
Este breve discurso quedaría siempre sin pronunciar. Méndez lo sabía. Nadie defendería a Paco Rivera, a cuya segunda mujer quizá sólo trataba de ayudar. Hay muchas vidas sin sentido. Méndez se encogió de hombros.
Sonó el teléfono.
– Monsieur Mendé…
– Bonjour, madame, digo, bonsoir, digo, ¿qué coño estoy hablando? A ver si va a resultar que usted es más franchute que gallega.
– Monsieur Mendés, no sabe usted lo jolie que estoy de haber tenido la chance de encontrarle. Creí que después de nuestra última conversación usted ya se había ido a trabajar a la maison de passe.
– Si yo pudiera trabajar en unamaison de passe sería más rico, señora Tavares. Dígame por qué me llama.
– Tengo miedo.
– ¿Qué?
– Tengo miedo.
– Dígame lo que le pasa. Dígame de qué tiene usted miedo, señora Tavares. Francia es un país seguro. Hable con toda claridad.
– No puedo decírselo exactamente,monsieur Mendés. Mejor dicho, no puedo decírselo porque no pienso acusar a nadie.
– ¿Pero de qué me habla?
La voz de Olga Tavares era temerosa y asustada. No parecía normal en una mujer que había luchado y sufrido tanto. Méndez se pegó más al auricular, porque casi no la oía.
– Señora Tavares… Si no quiere acusar a nadie no me dé ningún nombre, pero dígame al menos qué le pasa.
Desde el otro lado del hilo, al fondo de París, la voz de la vieja Olga susurró algo que Méndez no pensaba oír, pero que desde un tiempo atrás estaba en el rincón más oscuro de sus pensamientos:
– Tengo miedo de una mujer…