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De modo que aquella noche Méndez tomó el tren a París, pegó el rostro a la ventanilla y se sumergió en un paisaje lleno de nostalgia: las playas desiertas donde un pescador jubilado aún esperaba a una turista sueca, los siglos de Girona envueltos en luz amarilla, los faros de los coches con familia que iban a la Costa Brava a comerse una langosta bíblica. España se le terminó pronto, con un gran bostezo de la noche. Méndez bostezó también, sintió en los huesos todo el cansancio de la Barcelona que había dejado atrás y se tumbó en su cama de hombre virtuoso, con el miembro flácido y los ojos muy abiertos. coño de pensamientos: ¡si al menos pudiera saber qué clase de mujer buscaba, qué clase de mujer daba tanto miedo! Intentó olvidarse de todo, pero la noche acabó mal. No vio más que mujeres sin rostro reflejadas en el cristal de la ventanilla.
Y ni una se metió en su cama.
La mujer estaba junto a la ventana negra, y su cuerpo desnudo se reflejaba en el cristal como si éste fuera un espejo.
Más allá estaba la noche. El silencio era total, porque el reloj de carillón se había parado en una hora absurda: las once. La mujer volvió la cabeza y vio la marca grabada en la madera: «Le Dragón 1911.» También tenía bemoles llamar «Le Dragón» a un reloj que apenas había andado nunca. La voz del hombre rompió entonces aquel silencio:
– Arrodíllate.
La mujer lo hizo. Sólo su cabeza se vio entonces reflejada en el cristal. La única luz de la habitación, la de una lámpara de pie, chocaba casi contra aquellos cristales negros.
– Búscala.
– ¿Qué?
– Tú sabes: búscala.
Los dedos hurgaron en los botones de la bragueta. Estaban tan nerviosos que rompieron uno. El hombre lo vio caer al suelo, dejó que sus dientes chirriaran de rabia y gritó:
– Idiota.
La bofetada lanzó hacia atrás la cabeza de la mujer arrodillada, cuyo reflejo desapareció bruscamente de la ventana negra.
– Lo siento, lo he hecho sin querer… Lo he roto porque estoy muy nerviosa.
La bofetada se repitió, proyectando de nuevo hacia un lado la cabeza de la mujer.
– ¿Nerviosa por qué, si no eres más que una mamona? ¡Lo has hecho cien veces! ¡Venga! ¡Sácala!
La mujer, siempre de rodillas, lo hizo. Ahora volvía a verse su cabeza reflejada en la negrura del cristal. Con un chasquido de maderas viejas, el «Dragón 1911» pareció resucitar, pero la maquinaria debía de estar parada desde la época de Jean Jaurés. Sólo las carcomas de madera volvieron a producir un par de crujidos en la caja.
– Ahora a trabajar, cabrona.
La voz del hombre no le gustó ni a él mismo: había sonado aguda y chillona como la de un novato en un gimnasio de maricones. Para sentirse más seguro, agarró el pelo de la mujer y forzó la cabeza a ir adelante y atrás. Ella gorgoteó algo y sus ojos parecieron quedarse en blanco.
– ¡Venga! ¡No te estés tan quieta! ¡Muévete! ¡Venga, venga, venga!…
La cabeza femenina, moviéndose como un péndulo, atrás y adelante, volvió a reflejarse en uno de los cristales. La ventana negra estalló de pronto en una claridad lechosa (las luces del Panteón acababan de encenderse), alimentada por las almas de los muertos. La cabeza de la mujer seguía moviéndose velozmente, alimentada por su angustia. De pronto el hombre jadeó tres veces, alcanzó el espasmo y se puso a gemir.
Olga Tavares fue desde la puerta de entrada hasta el fondo de la casa de la rué Gay-Lussac. Allí también había una ventana negra, una claridad lechosa, que era la de la cúpula del Panteón, y una cabeza que se movía al otro lado del cristal, la de un gato seguramente jacobino, criado en los tejados de París. El gato la miró, pidiendo entrar como todas las noches, pero Olga Tavares no se fijaba en él: sus ojos se clavaron en el papel que estaba sobre la mesa, debajo de la luz. Era el presupuesto para la reparación de un viejo reloj de carillón «Le Dragón 1911», pieza rara, por lo visto, y como mínimo de interés municipal. Pulir y repasar la madera con barniz de época, cambiar las bisagras por otras imitación antiguo, desmontar la maquinaria, engrasarla, reconstruir la rueda catalina y volverla a montar: diez mil francos. Para ella, una fortuna: pero no era eso lo que la asustaba. La asustaba una serie de viejas fotos que estaban esparcidas junto al papel del presupuesto. En todas ellas, junto a otras personas o grupos, aparecía la misma mujer.
Con mano temblorosa volvió a telefonear a Méndez, pero el timbre sonó en una habitación con las paredes tapizadas de libros y las sillas cargadas de revistas que iban desde la arquitectura a la más pura obscenidad. Olga Tavares colgó al comprender que Méndez, quizá el único hombre que podía entenderla, ya no estaba en Barcelona, lo que en cierto modo era una suerte.
Sin duda, ya se encontraba a bordo del tren que lo llevaba a París.
El hombre se abrochó lentamente, mientras oía las arcadas de la mujer en el pequeño lavabo contiguo. Ahora que se sentía vacío del todo, la habitación le parecía triste, la ventana pequeña y hasta la iluminada cúpula del Panteón un gusano de seda hinchado, dispuesto a parir algo. Tampoco -ahora se daba cuenta- valía gran cosa la mujer que estaba angustiosamente doblada sobre la pila, metiéndose los dedos hasta la garganta.
Coño con la mujer. Si al menos hubiera sido como la cajera del súper donde él compraba todos los días sólo para verla: rubia, con gafas de intelectual, ancha, maciza, con todas las luces del súper -pensaba él- concentradas en su culo majestuoso. Pero la que ahora estaba en el lavabo, enjuagándose la boca, no era así: demasiado delgada, con los ojos siempre angustiados, sin vientre sobre el que dejarse caer a pensar y un culo recorrido por nódulos que, de seguir así, le llegarían a tapar los sagrados orificios. Pero, claro: qué se podía esperar, al fin y al cabo, de una tía que vivía como ella. Después de un largo silencio la oyó preguntar, ya más calmada, al otro lado de la puerta del lavabo:
– ¿Te puedo decir una cosa?
– Por mí, dila.
– ¿Me lo vas a dar todo?
– No, ahora no.
– ¿Cómo que no? Habíamos llegado a un acuerdo.
– Y lo cumpliré -dijo el hombre con un gesto perezoso-, pero esto tiene una segunda parte. Te lo has de ganar.
La mujer escupió sobre el lavabo, presa de un nuevo espasmo de angustia.
– ¿No… no me lo he ganado aún?
– Que te crees tú eso. Va a venir Bernard, el que manda en el grupo. El te lo dará todo, pero has de portarte bien.
La mujer apareció en la puerta del lavabo. Ya habían pasado los espasmos, pero llevaba desarreglada la falda. Bien mirada, no vales tanto -siguió pensando el hombre-. Has perdido kilos, se te marcan los pómulos y, sobre todo, sigues teniendo esa continua mirada de angustia. Pero claro, qué coño se va a esperar de una mujer que es peligrosa y que vive de esta manera.
– ¿No me he portado aún bastante bien? -farfulló ella.
– Pues claro que sí, aunque tampoco ha sido lo que yo esperaba. Tendrás que superarte con Bernard, lo digo por tu bien. Él te lo dará todo cuando hayáis terminado. Pero aprende a trabajar.
La mujer se retorció los dedos con un gesto de muda desesperación.
– Jean…
– ¿Qué?
– No me gusta esto.
– Pues es un trato correcto, o a ver qué te has creído tú. La vida es esto: recibir y dar, dar y recibir. Gratis, nada.
– Haces mal en menospreciarme, Jean. Y Bernard hace mal también.
– ¿De veras?
– De veras. Vosotros no me conocéis. Nadie me conoce.
– Eso es verdad. Cuando se te conoce, vales menos de lo que uno había pensado. Pero arréglate la falda, píntate un poco y disfrázate de mujer aunque sea por media hora. Bernard está a punto de llegar.
– De modo que me vais a repartir entre los dos.
– Sólo un rato.
El hombre se encogió de hombros con indiferencia, se vio reflejado en el cristal de la ventana negra (estaba presentable), captó la enorme luciérnaga blanca llamada cúpula del Panteón (estaba mejor iluminada que nunca) y dirigió, por último, sus ojos hacia la mujer (estaba hecha una mierda). Con tono paternalista dijo:
– Arréglate un poco, que no cuesta nada. Y pórtate.
– Sois unos…
– Di lo que te dé la gana. Pero nos necesitas.
Al salir, casi tropezó con el reloj. La madera, llena de carcomas jubiladas, produjo un chirrido.
– Vaya trasto -gruñó él-. No ha funcionado desde que lo fabricaron en la Comuna de París. Y encima lo llaman «Le Dragón». Tiene leche.
Bernard llegó apenas diez minutos después. Era corpulento, gordo -demasiado gordo- y tenía aspecto de haber trabajado en el viejo mercado de Les Halles. Su ropa inglesa cara -de Bond Street- lo cambiaba, pero no tanto. Una especie de rostro bovino remataba una arquitectura hecha decanards, patés, saintemilions, pieds de cochon, gaillacs y otras utilidades del capitalismo. Pero tenía una mirada inteligente y astuta. Contempló a la mujer Y dijo:
– Demasiado flaca.
– No paso una buena época.
– Pues habrías de cambiarla. Yo te he visto en fotos de no hace mucho y estabas más llenita. -Tú me has de ayudar a cambiar.
– Si es por nosotros, no te preocupes: te lo daré todo. Pero vamos a ver, vamos a ver… Esto no promete mucho.
Miró la cama y, por lo visto, no le gustó. Miró las ropas de la mujer y, por lo visto, le gustaron menos todavía. Pero él había ido allí para algo, y por eso ordenó:
– Vuélvete.
– No hacéis más que dar órdenes.
– He dicho que te vuelvas.
Ella obedeció al final. Al hombre tampoco acabó de gustarle el panorama, pero al fin y al cabo tenía que aprovechar el tiempo, ya que se había tomado la molestia de ir. Se encogió de hombros.
– Bueno -dijo-, quizá te haga un poco de daño.
– ¿Qué… qué estás pensando?
– A lo mejor no te lo hace.
– Yo, no…
– Venga, menos cuento. Que no he venido aquí a leer la Biblia.
Dio un empujón a la mujer, que casi tropezó con el reloj. Con voz seca ordenó:
– Camina sin volverte, porque si te vuelves me destrozas el paisaje. Vas hasta la cama y te pones como yo te diga. Vamos a ver lo que dura, porque yo soy muy meticuloso. Oye… ¿este reloj anda?…
Monsieur Mendés llegó a la estación de Austerlitz envuelto en mil aromas de vino mediterráneo. Madame Tavares le estaba esperando.
Austerlitz aún tenía un cierto aspecto -eso sí, muy mejorado- de bulevar de la miseria, punto de encuentro de refugiado político, inmigrante con maleta de madera, vendimiador con hijas y bonne gallega con libreta de ahorros. Hombres con expresión de cansancio avanzaban hacia el metro. Carritos cargados de maletas eran empujados por moros hacia taxis conducidos por moros que esperaban tomar a toda velocidad la avenue de l'Italie.
Madame Tavares dijo:
– Monsieur Mendés, je vous souhete la bienvenue. J'ai be-soin de vous.
– Yo también tengo besoin de una mujer, aunque sea una pensionista, madame Tavares. Pero dejémonos de hostias y hablemos como Dios manda.
– Es que llevo tantos años aquí que a veces me olvido, señor Méndez.
– Pues ya ve que he llegado puntual. Vamos a tomarnos unabiére y me explica.
– Mejor vamos juntos a la rué Gay-Lussac, señor Méndez. Allí le explicaré. Allí tengo todo lo que me da miedo.
– ¿Miedo?…
Olga Tavares no contestó, pero tampoco hacía falta: sus labios temblaban, y su cara no era la que recordaba Méndez. Ahora había en ella una ansiedad y un terror que parecían teñirle la piel, y había también una tristeza, un asco de vivir que flotaba en sus ojos.
En silencio, rodaron en el taxi junto al Sena: Notre Dame, los siglos, las palomas y los autocares de japoneses. Losquais, las librerías de viejo, los hotelitos de anticuario, las puertas de la Shakespeare and Company, los restaurantes orientales donde alguien debía de estarse comiendo un pájaro sodomita. La subida por las calles donde aún se sigue buscando el árbol de la ciencia. El Panteón, cuya cúpula ya había dejado de estar iluminada.
La casa donde habitaba la infanta Carol. Las habitaciones en silencio y la expresión aterrorizada de Olga.
– Señor Méndez…
– ¿Qué?… Usted dijo que Carol vivía ahora aquí.
– Sí, señor. Ya dejó de estudiar en Alemania.
– Eso es bueno, ¿no? Usted quería verla.
– Sí, señor Méndez. Estuve muy contenta cuando regresó, aunque en seguida me dio dos disgustos. Claro que yo no se los tuve en cuenta.
– ¿Qué dos disgustos?
– El primero fue que le molestó verme aquí, cuidando de su piso como siempre. Yo era una intrusa. No me lo dijo con claridad, pero todas sus palabras estaban chillando que me apartara de su vida.
– Me parece algo lógico -susurró Méndez-. Ella no le había pedido a usted que la cuidase. Y todos los jóvenes quieren tener independencia.
– Sí, pero…
– No me lo explique: ya sé que usted la quiere por encima de todo. ¿Pero cuál fue el segundo disgusto? -Estaba muy flaca.
Méndez estuvo a punto de lanzar una carcajada. Sólo le detuvo la expresión angustiada de la mujer.
– Señora Tavares -murmuró-, ya sé que eso se arregla con pote gallego, lacón con grelos, tartas de Santiago y leche de vaca emigrada de Asturias. A usted le dejan la nena Carol un mes y me la convierte en una estupenda jamona que no pasa por la puerta. Pero ha de comprender que ahora las jóvenes quieren estar delgadas, quieren ahorrar, alimentándose con aspirinas, y desfilar por la pasarela en Miami. Qué le vamos a hacer.
– No es eso.
– ¿Pues qué?
– Señor Méndez, no sé qué pensar. No sé qué pensar ni qué decir. Sólo sé que tengo miedo.
– ¿Pero miedo de qué?…
– Le explicaré.
– Pues explíquese de una vez, antes de que el alcalde de París me declare persona non grata. Puede hacerlo antes de cinco minutos.
Olga Tavares cerró los ojos.
– Todo empezó con un reloj, señor Méndez.
– ¿Un reloj?…
– Sí, señor Méndez. Uno de marca «Le Dragón». Es de 1911, o sea, una antigualla. O una reliquia, según como lo quiera ver. Por su aspecto, debieron de construirlo los de la Action Francaise para saber cuánto iba a vivir Juana de Arco.
– Tiene usted muy clara la historia de Francia, señora Tavares. ¿Pero quiere decirme qué pasa? ¿La niña Carol compró ese reloj?
– No. Seguro que ya estaba en la habitación cuando ella la alquiló. ¡La otra habitación! Yo esperaba en ésta y ella estaba en otra. Le hablo de dos habitaciones distintas, de dos habitaciones cambiadas. Bueno, no sé si me explico.
– No.
– En fin, que Carol vivía aquí, en este piso, al menos oficialmente, pero tenía alquilado otro piso pequeño, otra habitación.
– La del reloj -dijo Méndez.
– Sí.
– Y usted no lo sabía.
– No.
– Pues comprendo muy bien que esa falta de confianza le doliese. ¿Pero cómo averiguó usted que ese otro sitio existía?
– Mire.
Méndez miró el papel que ella le estaba exhibiendo. Un minuto le bastó para empaparse del contenido y devolvérselo.
– Es un presupuesto para la reparación del reloj ese de los cojones -dijo Méndez educadamente-. ¿Y qué?
– Por lo visto, ella lo pidió. Quizá había llegado a apreciar ese trasto; ¿qué se puede esperar de una muchacha que no come? El caso es que, al llevarle este papel con el presupuesto, no la encontraron en casa. En la otra, quiero decir. Que por cierto, está muy cerca de aquí. Carol, por si no la encontraban, había dado un número de teléfono.
– Natural -dijo Méndez.
– Pero se equivocó. No dio el de allí, dio el de aquí.
– También pasa muchas veces. Gracias a los teléfonos equivocados se ha creado algo así como el Guinness del descubrimiento de cuernos -dijo Méndez, pestañeando.
– Total, que llamaron y preguntaron si podían dejar aquí un presupuesto para la señorita Carol Mayor. Naturalmente, yo dije que sí. Entonces vi que se hablaba de un reloj que yo no conocía, y de un piso que yo aún conocía menos. No supe qué pensar.
Méndez susurró:
– Lo comprendo muy bien. Pero seguro que luego pensó algo.
– ¿Qué?
– Ir a esa dirección que acababa de descubrir.
– Pues claro que sí, señor Méndez. Sé que hice una cosa mala, pero la hice con buena intención. Fui a ese piso con la ayuda de un buen amigo, un gallego samarita-no. Estaba viejo y arrugado, pero tenía un pasado brillantísimo: había sido nada menos que sereno en los mejores barrios de Pontevedra. Eso quiere decir que podía abrir cualquier cerradura, incluida la del cinturón de castidad de una abadesa de Lugo.
– Los cinturones de castidad hechos en la vieja Lugo -susurró Méndez- debían de ser la hostia.
– El caso es que abrió, y entonces me encontré con todo un mundo que no conocía. Estaba el reloj, claro. En cierto modo, eso sí lo conocía. Luego estaba un catre sin hacer, con huellas de dos cuerpos. ¿Qué otro cuerpo?, preguntaba yo, ¿qué otro cuerpo? Había también las demás cosas indispensables: un baño no demasiado limpio y una cocinita con restos de pizza de esa que envían en moto, aunque la que encontré estaba tan dura y fría que al menos la habían enviado en avión una semana antes. Y muchas latas de comida rápida de ésa, comida para cosmonautas, pobrecitos, todo concentrado porque no pueden ni mear. También había otras latas más grandes, con una carne fibrosa y rara, que yo en seguida pensé que a la fuerza había de ser comida para caimanes.
– Tal es el origen de la actual paz social -opinó Méndez-. La gente que come todo eso no tiene fuerzas para hacer la revolución.
– Era un mundo completamente distinto, usted tiene que comprenderlo. Pero, al fin y al cabo, tampoco era tan importante: pensé que Carol tenía un picadero, o como dicen las chicas de ahora, un polvódromo. No sentí miedo hasta que vi las fotos.
– ¿Qué fotos?
– Mírelas.
Méndez las contempló. Como si fuesen una baraja, Olga acababa de dejarlas extendidas sobre la mesa. Había fotos de épocas viejas y franquistas, fotos de la Transición, fotos de la monarquía popular y moderada. Alguna de las más viejas la había visto Méndez: la niña Carol con ropas infantiles y mirada ingenua, en plan parvulito abandonado por sus papas, que se pelean todos los domingos. ¿No era ésa la foto que tenía su madre, la cortesana Lola? Había alguna otra que Méndez también recordaba: la chica ya algo mayor, o sea, la Nena Carol convertida en la infanta Carol. ¿No tenía Lola alguna de esas fotos igualmente? Todo muy normal, pensó Méndez.
Pero había otras: Carol vestida en plan punk, Carol bailando con un tipo que parecía fugado de Sing Sing, Carol en una playa luciendo, no un biquini de dos piezas, sino de media pieza. Carol trabajando con un taladro en una escultura de madera, en una cara torturada que reflejaba todo el sufrimiento de Mathausen. En la casa de Pedro Mayor, en el paseo de Gracia, había una muy parecida, siguió pensando Méndez. También todo normal… ¿todo?
Méndez volvió a mirar las fotos con detenimiento.
No sabía lo que era.
Hizo una mueca de incomprensión, como si buscase algo en el fondo de sus pensamientos y no encontrase nada. Al fin Olga musitó:
– ¿Qué nota?
– No sé. Parece como si algo no cuadrara, pero tampoco sabría decir lo que es.
– Yo sí que lo sé.
– ¿Cómo?…
– No lo supe entonces, señor Méndez. Lo sé ahora. Fue el sereno gallego, que había visto crecer a la gente de una ciudad entera y tenido once hijos, siete de ellos suyos, el que me lo hizo notar: «Oye, mi santiña, entre los primeros rostros y los últimos rostros hay algo que no cuadra. No sé qué es, pero algo no cuadra. ¿Por qué no vamos a ver al doctor Quiroga, mi paisano, que es calcado como el segundo de mis nietos?»
– ¿Y quién es el doctor Quiroga? -preguntó Méndez.
– Me lo explicó: «Un nacionalizado francés al que, por lo visto, ya no llaman señor Quiroga, sino monsieur Quirogé. Catedrático de Anatomía. Una eminencia. Tiene en su casa una colección de cabezas conservadas en formol y una colección de pimientos de Padrón que no veas, conservados en salsa.» Total, que le llevamos las fotos y las miró con cara de mala leche. Luego no sé qué hizo, pero las metió en un ordenador. Estuvo media hora dibujando rayas en la pantalla. Yo no sé qué salió de allí, pero puso más cara de mala leche.
– ¿Y qué dijo?
– Se ve que había hecho un estudio de huesos, de desarrollo, de arcos superciliares, de forma del mentón; la hostia. Y entonces va y dice: «La niña que aparece en las primeras fotografías y la mujer que aparece en las últimas fotografías no son la misma persona.»
Méndez sintió una especie de contracción en la garganta.
Sus ojos volaron hacia la ventana, hacia la cúpula del Panteón, hacia el vacío de sus propios pensamientos.
Palpitaba otra vez el miedo en el rostro de Olga Tavares: en su mirada, en su boca.
Fue ella la que farfulló:
– ¿Se da cuenta, Méndez? Yo conocí a Carol en los brazos de su madre, cuando la cuidé en París, cuando le di, como quien dice, la leche de mis pechos. Y luego, pasados los años, la volví a encontrar. La volví a querer. Como ya no tenía leche, le di la saliva de mis besos. Fue mi hija. Quise como una madre a aquella joven que venía de la niña que había sido mía. Pero había algo que nunca supe ver. No era la misma, Méndez… ¡No era la misma! ¡Nunca había sido la misma! ¡No lo era!