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«Señora Tavares -le había dicho Méndez-, no se aparte de mí. Déjelo todo como estaba, ponga orden en los objetos, como si usted no hubiera entrado nunca en esta habitación. Domine ese miedo que veo en sus ojos y salga de aquí con toda la rapidez que le permitan sus piernas. No mire el reloj que lleva en su muñeca. No permita que Carol Mayor, o quien sea, adivine que usted ha descubierto algo. Vuelva a su casa, desconecte el teléfono y no abra a nadie, absolutamente a nadie. Yo la acompañaré. No se despegue de mí ni un momento.»
Esas habían sido las palabras de Méndez, mientras un chispazo se encendía y apagaba velozmente en el fondo de su cerebro: todas las víctimas habían dicho que en realidad tenían miedo de una mujer.
De pronto la boca se le había quedado espantosamente seca.
Pero era de día. París no da miedo de día, ni siquiera en el cementerio de Le Pére Lachaise. La gente va a sus negocios, los coches se atascan, los escaparates exhiben muñecas Pompadour, botellas inmemoriales, vestidos de aniversarios y jeans rotos a mordiscos por un cantante de moda. Hay luz, hay vida, hay total ausencia de misterio. Pero el miedo seguía palpitando en los ojos de Olga Tavares mientras avanzaban hacia el domicilio de ésta, hacia el fondo de una ciudad en la que se negaban a entrar los cansados pies de Méndez. Cuando llegaron a la sombría escalera, al policía le costaba respirar. Demonios, cómo corren las gallegas.
– Subiré a su piso.
– No, señor Méndez.
– ¿Por qué no? ¿No quiere que lo revise todo?
– No me importa lo que me pueda ocurrir, señor Méndez. Ya no tengo miedo, sino todo lo contrario: lo único que tengo son ganas de morirme.
Estaba llorando en el fondo de una escalera tan retorcida que parecían haberla construido los templarios. La luz apenas llegaba hasta allí, hasta la curva de los peldaños. Méndez captó los sollozos, los espasmos de aquella mujer para la que la vida ya no tenía sentido alguno. Y le acarició los blancos cabellos maldiciéndose a sí mismo, porque lo último que le convenía en estos momentos era convertirse en un hombre tierno.
– No llore, porque quizá las cosas tengan otro sentido. Quizá ella no la ha engañado, ¿comprende? Quizá no. Tenemos que pensar los dos.
Intentó hacer subir a la mujer, y al fin lo consiguió. Lo que no consiguió fue que ella dejase de llorar. La llave tembló en sus manos cuando Olga abrió, cuando la puerta cedió para mostrar aquel piso de mujer que había vivido con una sola esperanza.
Un diván, una silla de cuero español, una cocinita de casa de muñecas, una cama pulcramente hecha, una alfombra valenciana. Y varias fotos enmarcadas de la guerra civil; por fin veo tu retrato, coronel. Tú debes de ser ése que siempre aparece agarrado a un fusil o agarrado a una bandera, cuando lo que hacen los hombres justos -habría pensado Méndez en otras circunstancias- es agarrarse a unas tetas. Pero aquí tienes las lágrimas de tu esposa. Tú no la engañaste nunca: ha tenido que engañarla otra mujer.
– Por favor, déjeme sola.
– ¿Va a hacer lo que le digo, Olga?
– ¿Qué debo hacer?
– Se lo he dicho: desconectar el teléfono, no abrir la puerta a nadie. No salir para nada. Esperar a que yo vuelva para llevarla a un sitio aún más seguro.
– ¿Volver? ¿Y qué va a hacer usted cuando se vaya de aquí?
– Quiero entrar en ese otro piso de la mujer que se ha hecho pasar por Carol. Me basta con la dirección que hay en el presupuesto del reloj. Y no me pregunte cómo abriré; he hecho cosas peores.
Mientras hablaba, Méndez revisó todo el piso. Era tan pequeño que no empleó ni cuatro minutos en eso. Abrió una de las ventanas, miró al exterior y se dio cuenta de que nadie podía trepar hasta aquella altura.
– Olga, ¿me va a hacer caso?
Ella ni le miró. Seguía llorando.
– Quizá averigüemos que Carol es Carol -susurró Méndez-. Quizá ella no la ha engañado.
– ¿Usted cree que no, Méndez?
– Yo, señora, ya no creo ni en el obispo de Mondoñedo, que debe de ser un obispo muy bien puesto. Imagine si voy a creer en una mujer que no sé ni cómo se llama. Pero dice la Constitución que hay que respetar la presunción de inocencia. Tiene huevos.
Fue hacia la puerta. Sus ojos abarcaban, al fondo del piso, la figura temblorosa de la mujer. Hizo un gesto tranquilizador, aunque sabía que no iba a servir de nada.
– No pierda la esperanza -añadió-. Quizá se trata de un error. Yo averiguaré lo que pueda. Ah… Oiga.
– No se preocupe, no saldré de aquí ni abriré a nadie. Ni siquiera contestaré al teléfono.
– Eso es lo que ha de hacer. Como nadie se esconde aquí, no corre ningún peligro. Volveré pronto.
Y Méndez salió. Quería darse prisa, pero eso tiene sus peligros. Estuvo a punto de romperse la crisma en la escalera de los templarios.
Olga Tavares quedó sola, envuelta en el silencio de aquellas habitaciones a las que no llegaban los ruidos de París. Sentada junto a la ventana, notó que estaba respirando el olor más personal que existe, que es el olor del tiempo muerto. Sus ojos pasearon por la penumbra, por los retratos del coronel, las manchitas que el viento había dejado en los cristales, los rincones oscuros que se deslizaban más allá de las puertas.
Cuando era niña -eso lo recordaba muy bien-, cuando llegaba el invierno y su madre la enviaba a comprar algo a la calle, le daba miedo el portal de su propia casa. La luz ya se había ido, tenía que encontrar al tacto la barandilla de la escalera (donde estaba segura de que, al posar la mano, encontraría, no el metal de la barandilla, sino la mano de un muerto) y sólo un reflejo helado llegaba hasta el picaporte de la puerta de su casa. Pero antes tenía que pasar por el recodo de la portería deshabitada, una especie de quiosco de madera donde los niños se escondían en silencio, pensando saltar desde las sombras, y donde una vez se escondió un hombre para saltar sobre una vecina. Ni el hombre ni la vecina (contaban las voces antes de que la propia Olga naciese) fueron hallados jamás. Tenía que doblar el recodo de la escalera, junto a la cual había una rampa de baldosas blancas. Una vez (decían las mismas voces perdidas en el tiempo) se puso a descansar allí un niño, y el niño apareció muerto. Quizá aún estaba allí, quizá la esperaba a ella, a Olga, como una mancha en las baldosas blancas. Todos los niños tienen su mitología de escaleras retorcidas, luces inciertas, rincones en el pasillo, rostros fugitivos de personas que ya no existen, barandillas donde te están aguardando las manos de los muertos. Olga Tavares había conservado aquella mitología hasta que llegó a París: luego la había enterrado con el cuerpo de su hija. ¿Pero por qué volvía ahora? ¿Por qué sentía como si estuviese otra vez ante la escalera de su infancia? ¿Por qué la luz que atravesaba la ventana se había nublado de pronto, como si esperasen ante ella, quietos y mudos, todos los muertos que había ido dejando atrás?
Se volvió poco a poco, sin tener fuerzas para levantarse de la butaca.
Estaba sola, sabía que estaba sola, pero sabía también que a su lado se deslizaba una procesión de sombras.
Un ruido la sobresaltó. Alguien subía por la escalera pesadamente, vacilando ante cada peldaño, para dirigirse en línea recta a la puerta que Olga tenía ante los ojos. Contó los pasos desde el descansillo anterior: cuatro, seis, ocho, diez… Diez peldaños, diez pisadas, desde el último descansillo hasta su puerta. Ya estaba allí. Olga Tavares contuvo la respiración mientras oía más allá de la puerta, en la escalera, un roce parecido al de las alas de un pájaro.
«No abras, no abras, no…»
Los pasos continuaron. Alguien canturreó mientras subía los peldaños. La escalera se llenó de pronto de palabras vecinales, crujidos de maderas que no encajaban bien, saltos de niños que iban de un rellano a otro, dejando pequeña la Olimpiada de París. La vida volvió de nuevo a los colores de Olga Tavares.
¿De qué tenía miedo?
¿No estaba sola en el piso? ¿No sabía que no podía entrar nadie?
Cerró los ojos e intentó tranquilizarse, pero de pronto volvió a contener la respiración. El ruido de las alas del pájaro acababa de producirse ahora al lado de la ventana. Volvió la cabeza y no vio más que los rayos de un sol oblicuo, el sol partido en pedazos que es el único que llega a los patios pobres de París.
«Todo esto es absurdo. Me estoy volviendo loca.»
Se puso en pie y fue hacia la cocina de la casa de muñecas, pasando ante los recuerdos, las fotos de la guerra y la cara ya borrosa del coronel. La sensación de soledad era absoluta: la casa estaba muerta, vacía, como si no hubiera sido habitada nunca.
Más allá había un patio gris, otras ventanas, otras mujeres que de pronto contemplaban el vacío de la muerte, o -lo que es peor- el vacío de la vida. Una sombra se posó de pronto en los cristales, Olga giró velozmente, ahogando un grito, y entonces se dio cuenta, avergonzada, de que no había sido más que una bandada de palomas.
No. París no da miedo durante el día. No hay motivo para que lo dé. ¿Por qué entonces ella lo sentía? ¿Por qué?…
Otra vez los pasos en la escalera, pero esta vez eran unos pasos deslizantes, furtivos de persona -¿o cosa?- que avanzaba sigilosamente. Ningún vecino andaría así. Ningún niño jugaría en el rellano a ser su propio fantasma. Los pasos se detuvieron ante la puerta y otra vez Olga Tavares captó en el aire aquel sonido misterioso, el sonido de las alas del pájaro.
Esperaba ansiosamente a que alguien -¿alguien?- pulsara el timbre. «No abras, no abras… Méndez te pidió que no abrieras a nadie.» Tuvo que cerrar los ojos, porque con los ojos abiertos sentía vértigo. Pero el estruendo del timbre no se produjo. Alguien llamó a la puerta contigua.
Volvió a la butaca y se dejó caer. Era vergonzoso lo que le pasaba, pensó. Una gallega emigrante, que se había hecho especialista en buhardillas oscuras, pasillos de panteón y retretes incrustados en un nicho, ¿de qué tenía miedo? ¿De qué?… Más miedo debería haber tenido en su infancia, cuando en los bosques había pichalargas que se follaban a las galleguitas. Pero aquí no le iba a pasar nada; estaba en una casa vacía, cerrada e inaccesible. Se puso en pie, volvió a mirar por la ventana -Méndez ya lo había hecho antes- y se convenció de que nadie podía trepar hasta aquella altura por las paredes del patio. Ni siquiera un fantasma especialista en tuberías.
Otros pasos resonaron ahora en el fondo de su cerebro, como si hubiesen nacido allí mismo. Pero esta vez tuvo que levantar la cara hacia el techo. Porque los pasos no resonaban en la escalera, como las otras veces, sino en el piso superior, encima de su cabeza. ¿Pasos? ¿Pasos de quién?… Ella sabía que en el piso superior no vivía nadie… La garganta se le contrajo mientras notaba que le estaba fallando la respiración. Los pasos se deslizaron por encima de ella, fueron hacia la ventana -la ventana de arriba- y entonces se produjo un silencio ominoso, expectante, un silencio de camposanto donde no se oía ni el batir de las alas del pájaro, porque ahí los pájaros tienen las alas de piedra.
Olga Tavares lo supo entonces.
Iba a morir.
Nadie iba a entrar por la ventana, descendiendo, aunque fuera un solo piso, por el precipicio de un patio interior. Pero estaba el antiguo respiradero. El respiradero ancho -y con ventanitas de tres palmos en cada piso- comunicaba todos los retretes de aquella casa construida en tiempos de la Comuna de París; comunicaba todas las soledades en cuclillas, todos los santuarios del pedo. Olga Tavares captó el rumor del cuerpo que se deslizaba por allí, con agilidad de gato. No tuvo fuerzas ni para gritar: quizá porque no quería salvarse, quizá porque pensaba que todo era inútil. Un cuerpo delgado -cuerpo de chica que no come- sería capaz de entrar por la ventanita.
Y entonces la vio.
Ojos quietos, muertos.
La boca curvada en un espasmo.
Cara que no era la que ella había amado. Cara desconocida que venía de otras cunas y otros llantos. Olga Tavares musitó:
– Carol…
Y la voz dijo en un susurro:
– Nunca me he llamado Carol.
El cuchillo rasgó la luz como un chispazo, como el parpadeo de una lámpara. Era un golpe fácil contra una mujer que deseaba la muerte. Olga no se movió. Sus labios apenas musitaron:
– Para mí siempre serás Carol.
Y el cuchillo se detuvo. Fue otra vez como un chispazo, como el parpadeo de una lámpara, pero ahora ambas cosas estaban en el fondo de los ojos de la joven. La hoja de acero no llegó hasta la garganta de Olga.
No la detuvo una mano, ni una pared, ni un golpe. Quizá sólo la detuvo la fuerza de un nombre o la fuerza de un recuerdo.
Carol.
Allí estaba la mujer que amó ese nombre por encima de su vida; allí estaba Olga Tavares, que lo había dado todo. Nada tan fácil como segarle el cuello. Pero el cuchillo tampoco se movió.
La joven jadeó angustiosamente.
Los recuerdos no sólo estaban en sus ojos. Estaban en su mano agarrotada, en su garganta rota. Estaban en un tiempo y un cariño que se habían ido, pero que aún no habían muerto.
La falsa Carol musitó:
– No puedo…
Fue entonces cuando los dedos se posaron sobre su muñeca. Eran como unos garfios de fábrica antigua, como unas argollas que hubiesen quedado olvidadas en el aire.